La condesa Emilia Antonia Socorro Josefa Amalia Vicenta Eufemia Pardo-Bazán y
de la Rúa-Figueroa (1851-1921), a quien se recuerda con el nombre abreviado de Emilia Pardo-Bazán, es una de las grandes escritoras de la narrativa de imaginación fantástica. Española, nacida en una familia noble, tuvo la fortuna de contar con una educación esmerada y progresista: en contra del conservadurismo imperante en su entorno, empezó a escribir desde muy pronto y fue la introductora de muchas novedades literarias en su país, así como precursora del feminismo. «La resucitada» fue publicada por primera vez en 1908, en el diario El Imparcial.
LA RESUCITADA
Emilia Pardo-Bazán
Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera. Un murciélago, descolgándose de la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño mortuorio. En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el túmulo.
Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le impedían ver y hablar. Oía, eso sí, y percibía -como se percibe entre sueños- lo que con ella hicieron al lavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledad de la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto. No era pesadilla, sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios…, y ella misma envuelta en el blanco sudario, al pecho el escapulario de la Merced.
Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a todo. Vivía. ¡Qué bueno es vivir, revivir, no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajada al amanecer, en hombros de criados a la cripta, volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreo regocijado de los que la amaban y ahora la lloraban sin consuelo. La idea deliciosa de la dicha que iba a llevar a la casa hizo latir su corazón, todavía debilitado por el síncope. Sacó las piernas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez suprema de los momentos críticos combinó su plan. Llamar, pedir auxilio a tales horas sería inútil. Y de esperar el amanecer en la iglesia solitaria, no era capaz; en la penumbra de la nave creía que asomaban caras fisgonas de espectros y sonaban dolientes quejumbres de ánimas en pena… Tenía otro recurso: salir por la capilla del Cristo.
Era suya: pertenecía a su familia en patronato. Dorotea alumbraba perpetuamente, con rica lámpara de plata, a la santa imagen de Nuestro Señor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobijaba la cripta, enterramiento de los Guevara Benavides. La alta reja se columbraba a la izquierda, afiligranada, tocada a trechos de oro rojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma una deprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Que encontrase puestas las llaves! Y las palpó: allí colgaban las tres, el manojo; la de la propia verja, la de la cripta, a la cual se descendía por un caracol dentro del muro, y la tercera llave, que abría la portezuela oculta entre las tallas del retablo y daba a estrecha calleja, donde erguía su fachada infanzona el caserón de Guevara, flanqueado de torreones. Por la puerta excusada entraban los Guevara a oír misa en su capilla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó… Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.
Diez pasos hasta su morada… El palacio se alzaba silencioso, grave, como un enigma. Dorotea cogió el aldabón trémula, cual si fuese una mendiga que pide hospitalidad en una hora de desamparo. «¿Esta casa es mi casa, en efecto?», pensó, al secundar al aldabonazo firme… Al tercero, se oyó ruido dentro de la vivienda muda y solemne, envuelta en su recogimiento como en larga faldamenta de luto. Y resonó la voz de Pedralvar, el escudero, que refunfuñaba:
¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que comido le vea yo de perros?
-Abre, Pedralvar, por tu vida… ¡Soy tu señora, soy doña Dorotea de Guevara!… ¡Abre presto!…
-Váyase enhoramala el borracho… ¡Si salgo, a fe que lo ensarto!…
-Soy doña Dorotea… Abre… ¿No me conoces en el habla?
Un reniego, enronquecido por el miedo, contestó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvar subía la escalera otra vez. La resucitada pegó dos aldabonazos más. La austera casa pareció reanimarse; el terror del escudero corrió al través de ella como un escalofrío por un espinazo. Insistía el aldabón, y en el portal se escucharon taconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, al fin, el claveteado portón entreabriendo sus dos hojas, y un chillido agudo salió de la boca sonrosada de la doncella Lucigüela, que elevaba un candelabro de plata con vela encendida, y lo dejó caer de golpe; se había encarado con su señora, la difunta, arrastrando la mortaja y mirándola de hito en hito…
Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea -ya vestida de acuchillado terciopelo genovés, trenzada la crencha con perlas y sentada en un sillón de almohadones, al pie del ventanal-, que también Enrique de Guevara, su esposo, chilló al reconocerla; chilló y retrocedió. No era de gozo el chillido, sino de espanto… De espanto, sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acaso sus hijos, doña Clara, de once años; don Félix de nueve, ¿no habían llorado de puro susto cuando vieron a su madre que retornaba de la sepultura? Y con llanto más afligido, más congojoso que el derramado al punto en que se la llevaban… ¡Ella que creía ser recibida entre exclamaciones de intensa felicidad! Cierto que días después se celebró una función solemnísima en acción de gracias; cierto que se dio un fastuoso convite a los parientes y allegados; cierto, en suma, que los Guevaras hicieron cuanto cabe hacer para demostrar satisfacción por el singular e impensado suceso que les devolvía a la esposa y a la madre… Pero doña Dorotea, apoyado el codo en la repisa del ventanal y la mejilla en la mano, pensaba en otras cosas.
Desde su vuelta al palacio, disimuladamente, todos le huían. Dijérase que el soplo frío de la huesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alrededor de su cuerpo. Mientras comía, notaba que la mirada de los servidores, la de sus hijos, se desviaba oblicuamente de sus manos pálidas, y que cuando acercaba a sus labios secos la copa del vino, los muchachos se estremecían. ¿Acaso no les parecía natural que comiese y bebiese la gente del otro mundo? Y doña Dorotea venía de ese país misterioso que los niños sospechan aunque no lo conozcan… Si las pálidas manos maternales intentaban jugar con los bucles rubios de don Félix, el chiquillo se desviaba, descolorido él a su vez, con el gesto del que evita un contacto que le cuaja la sangre. Y a la hora medrosa del anochecer, cuando parecen oscilar las largas figuras de las tapicerías, si Dorotea se cruzaba con doña Clara en el comedor del patio, la criatura, despavorida, huía al modo con que se huye de una maldita aparición…
Por su parte, el esposo -guardando a Dorotea tanto respeto y reverencia que ponía maravilla-, no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a la cintura… En vano la resucitada tocaba de arrebol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas y aljófares y vertía sobre su corpiño pomitos de esencias de Oriente. Al trasluz del colorete se transparentaba la amarillez cérea; alrededor del rostro persistía la forma de la toca funeral, y entre los perfumes sobresalía el vaho húmedo de los panteones. Hubo un momento en que la resucitada hizo a su esposo lícita caricia; quería saber si sería rechazada. Don Enrique se dejó abrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros y dilatados por el horror que a pesar suyo se asomaba a las ventanas del espíritu; en aquellos ojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos, leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro de su cerebro, ya invadido por rachas de demencia.
-De donde tú has vuelto no se vuelve…
Y tomó bien sus precauciones. El propósito debía realizarse por tal manera, que nunca se supiese nada; secreto eterno. Se procuró el manojo de llaves de la capilla y mandó fabricar otras iguales a un mozo herrero que partía con el tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poder de Dorotea las llaves de su sepulcro, salió una tarde sin ser vista, cubierta con un manto; se entró en la iglesia por la portezuela, se escondió en la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristán cerrando el templo, Dorotea bajó lentamente a la cripta, alumbrándose con un cirio prendido en la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerró por dentro, y se tendió, apagando antes el cirio con el pie…
Ignacio Aldecoa (1925-1969) fue un escritor español de origen vasco. Nacido en Vitoria, estudió en Salamanca y Madrid y se dedicó por completo a la literatura hasta su muerte. Entre sus libros están las novelas El fulgor y la sangre (1954) y Gran sol (1957), y libros de cuentos –que para muchos contienen lo mejor de su obra– como Vísperas de silencio (1955), Espera de tercera clase (1955), El corazón y otros frutos amargos (1959) y Los pájaros de Baden-Baden (1965), del que proviene «Entre el cielo y el mar». Existen varias ediciones de cuentos escogidos suyos y una de sus cuentos completos, publicada por Alfaguara.
Considerado parte de la corriente principal, realista, de la narrativa española del siglo XX, y miembro de la llamada generación del Medio Siglo, Aldecoa representa la vida de personas comunes de manera profunda pero también sutil. Su interés en la existencia dura de los más pobres –proveniente de sus convicciones antifascistas, y también de su afición a narradores como Faulkner y Hemingway– es a la vez sincero y compasivo. Todo esto se ve claramente en la narración que sigue: un episodio en una aldea de pescadores en el que se discute y se decide el futuro de un niño.
ENTRE EL CIELO Y EL MAR
Ignacio Aldecoa
Era la tercera vez en la mañana. Los niños volvieron a acercarse. El ruido de la mar se confundía con el unánime grito de los que hablaban. Unos segundos de silencio y la monótona repetición como un gruñido o como un estertor: «aaa-ú». La red iba saliendo lentamente a la áspera playa. Su dulce color de otoño, roto por la lucecilla plateada de un pescado muy chico o por el verde triste un alga prendida en sus mallas, dividía la oscura desolación de grava menuda; cerca cabeceaba la barca vacía.
Los niños pisaban la red. Pedro había asumido la labor de espantarlos. Decía una palabrota y hacía que corrieran apenas unos metros para pararse en seguida y volver confianzudamente a poco. Pedro tenía entre los labios el chicote de un cigarrillo y les miraba superior y hostil, porque era casi un hombre y trabajaba.
En el copo había un parpadeo agónico y blanco de pescado y se movía la parda masa de un pulpo con algo indefinible de víscera o de sexo. Un último esfuerzo. Los pescadores se inclinaron más; luego se irguieron en silencio y contemplaron el mar.
La tercera vez en la mañana. El señor Venancio, el de la nostalgia de los tiempos buenos de la costera, dio una patada al pulpo, que retorció los tentáculos, y, al fin, medio dado la vuelta, los extendió tensamente, abriéndose como una rara flor.
—Si llegamos a una peseta por cabeza, vamos bien —comentó.
Los demás siguieron en silencio. Habían oído y habían olvidado. Estaban acostumbrados, aunque no resignados, como creían otras gentes del pueblo. De pronto, uno de ellos comenzó a cantar en el vaivén de la ira y el ridículo. Pedro se aproximó al pulpo y principió a jugar cruelmente con él.
—Déjalo ya —dijo el señor Venancio.
Pedro sintió algo como vergüenza que le ascendió hasta los ojos y le hizo humillar y distraer la mirada en un pececillo que cogió entre los dedos. No, no le debía de haber dicho aquello el señor Venancio delante de los chiquillos, que le miraban envidiosos. Pedro era pescador, y sabía que tenía su parte en el pulpo y un indudable derecho a jugar con él o a darle una patada como el señor Venancio. No tuvo tiempo de pensarlo mucho.
—Dale la vuelta a la moña, Pedro, y échalo en el cesto.
Los chiquillos contemplaron admirados el trabajo de Pedro en cuclillas sobre el animal.
—Cabrón —dijo Pedro, y luego se levantó con el pulpo fláccido, pendiente de sus dedos índice y medio de la mano derecha, los tentáculos colgantes formando una masa inerte, salvo en sus delgadísimos extremos, que todavía se retorcían.
El señor Venancio hablaba con los compañeros:
—Yo hubiera tirado el lance hacia el puntal; puede que allí hubiéramos sacado algo más. Como siga esto así, vamos a comer piedras. Tres veces en una mañana, y ni siquiera para comprar pan…
Pedro fingía interesarse en la conversación de los mayores sobre el jornal, porque para eso era pescador; pero sabía que no le importaba demasiado. Llegaría a su casa y tendría algo que comer. Para llevar de comer estaba el padre y no él. Acaso un trozo de pan y un rebujón de pescado frito, pero ya era bastante. Desde pequeño —contemplaba su infancia sin haber salido de ella como algo muy distante— había comido poco, a veces nada, mas siempre había tenido el derecho a llorar, a protestar por la escasez. El que no lloraba ni protestaba era su padre, que lo miraba todo con unos ojos muy pequeños, como queriendo llorar y protestar con odio.
—Pedro, lleva el cesto a la vieja y que se dé prisa en vender todo ese lastre.
Pedro se bajó los pantalones largos de color de arcilla, recogios a medio muslo.
—¿A la tarde afanamos? —preguntó.
—Se verá. Hay que contar con la mar. Te avisará, al pasar, Luciano.
Los pescadores extendían la red sobre la playa. Algunos niños se divertían cogiendo pececillos minúsculos enmallados; otros iban detrás de Pedro tocando el pulpo temerosamente. Pedro se volvía hacia ellos:
—Largo, muchachos; ¿es que nunca habéis visto un pulpo?
Les lanzaba arena con los pies.
—Largo, largo, largo…
Dijo una frase obscena…
Llegó donde la vieja. La vieja estaba sentada en el escalón del umbral de la casa. Miraba distraída.
—Nada, ¿verdad? —dijo.
—Poco; se dio mal toda la mañana —contestó Pedro.
—Bueno, deja eso ahí; ahora saldré a ver lo que dan. Venancio quiere muchas cosas. Ya te puedes ir; aquí no pintas nada.
La vieja tenía un genio malo. Solía beber. Bebía aguardiente, a veces con agua, a veces con pan, mojando en la copa migas que amasaba entre los dedos y arrancaba de un corrusco guardado en uno de los profundos bolsillos de su delantal. Pedro no se había marchado todavía.
—Que ya te puedes ir —repitió la vieja.
Pedro caminó hacia su casa. Iba pensando en el mar. Le gustaría ser pescador de mar, dejar de pescar desde la playa. Le gustaría salir con la traíña y estar encargado en ella de los faroles de petróleo. Y, sobre todo, hablar del viento de Levante. Decir al llegar a casa, con la superioridad del trabajador de mar: «Como siga esto así, vamos a comer piedras. El levante nos ha llenado la traíña tres veces de mar. Si no llega a ser por el señor Feliciano, nos vamos a fondo.» Y decir esto mirando a sus padres alternativamente. Ver los ojos del padre casi tristes, casi alegres; y los de la madre, temerosos; y contar a los hermanos cómo una morena le tiró un muerdo y él le dio con el cuchillo de partir el cebo en la cabecilla de bicha, y la tuvo a sus pies retorciéndose más de dos horas.
Le llamaban los amigos que estaban jugando con cajas de cerillas.
—¿Juegas, Sánchez?
Estaban en corro sobre el sucio principio de la playa.
—Ahora no, voy a casa. Esta tarde tenemos faena.
Y una voz:
—Los de la Tres Hermanos han venido hasta arriba de pesca. Nadie sabe cómo se las han arreglado. Es el señor Feliciano, que tiene ojo de gato para esas cosas.
Pescar en la traíña del señor Feliciano era el deseo de todos lo muchachos de la playa. Pero el señor Feliciano no llevaba muchachos en su embarcación, porque pensaba que estaría mal que un niño ganase por ir con él más que su padre, que pescaba de playa o que estaba en otra lancha con poca fortuna.
Al pasar junto a la taberna de Sixto, se asomó.
—Hola, padre.
El padre de Pedro y el señor Feliciano estaban celebrando la pesca. Se había vendido bien en Vélez.
—¡De modo que tú ya andas en la labor! Bueno, hombre, bueno —dijo el señor Feliciano.
—Aprendiendo —aclaró el padre.
Pedro miraba fijamente al señor Feliciano.
—¿Quieres una copa? ¿Qué tomas?
—Un pintao —respondió Pedro.
—Pon al chico un pintao —gritó el señor Feliciano—. ¿Qué tal se dio hoy? Venancio sabe mucho; hay que largar donde él diga. Él sabe mucho de eso. Claro que las playas andan mal de pesca… Vete haciendo ojo. El año que viene, que Paco se marcha al servicio… Bueno, ya hablaré con tu padre; ya se lo diré a él cuando sea.
Dejaron de hacerle caso y siguieron hablando de toreros, a los que no habían visto nunca torear. Pedro se bebió un vaso y dijo adiós. Al salir, el padre le llamó:
—Dile a tu madre que ya voy para allá.
Pedro movió la barbilla y cerró los ojos, asintiendo.
La madre de Pedro estaba sentada en el escalón del umbral de la puerta. Cosía algo. Preguntó:
—¿Qué tal se os dio?
—Mal, madre.
—Traes hambre. Anda, pasa. Encima de la hornilla hay pescado. Ojo, que hay que repartirlo. ¿Has visto a tu padre?
No daba lugar a las contestaciones; hablaba rápida, andaluzamente.
—Estará tomándose sus copas. Lo mismo da sacar buen jornal que malo. Hoy de juerga, mañana de queja. Así va todo.
—Hoy han tenido suerte —comentó Pedro—; el señor Feliciano tiene ojo de gato para la pesca.
—El señor Feliciano no tiene familia que mantener como tu padre; se puede gastar lo que gane con quien le dé la gana.
—Puede que el año que viene… Paco se marcha al servicio. Ha dicho que hablará con padre. En casa de Sixto…
—Los hombres debían pensar más las cosas cuando se casan. Creerá que os voy a alimentar de aire.
—Cuando Paco se marche al servicio… Me ha dicho que vaya haciendo ojo…
—Vendrá cuando quiera, claro está, y supongo que bebido.
—Me ha invitado a un pintao. Aprecia al señor Venancio. Dice que hay que hacerle mucho caso en los lances, porque sabe mucho de eso… Lo que pasa es que las playas…
Pedro miraba a través de la puerta la playa y el mar. La madre dejó un momento la labor.
—Sin comer no se puede trabajar. Anda y come algo.
Pedro seguía mirando la playa y el mar.
—Aviva, que ya te quedará tiempo para trabajar durante toda la vida.
Pedro entró lentamente en la cocina. En el rescoldo de la hornilla había un plato de porcelana desportillado con un montón de pescado. Sobre los azulejos partidos, media hogaza de pan. Cortó un trozo y mascó sin ganas. La ventana de la cocina daba a una calle de polvo y suciedad, hecha entre dos filas de casas de una sola planta. Al sol del otoño dormitaba un perro. Las moscas se agolpaban en huellas de humedad. El vecindario vertía el agua sucia en la calle. Pedro apretó dos o tres pescados sobre el pan y salió a la puerta que daba sobre la playa. Mascaba, lenta, concienzudamente. Volvió la vista a la derecha y vio a su padre, que se acercaba. Dos de los hermanos pequeños de Pedro venían cogidos de sus manos. El padre sonreía. Llegó.
—Hola, María —hablaba lentamente—; hoy hemos salido bien. Tengo una buena noticia para ti, Pedro: Feliciano ha hablado con Venancio. Hoy te vas a venir con nosotros.
Pedro apretaba el pan y el pescado fuertemente. El padre continuó:
—De prueba. Te encargarás de las farolas; es sencillo. Ya te enseñaremos.
—Ya sé, padre.
—Bueno, te enseñaremos de nuevo, aunque digas que ya sabes.
El padre entró en la casa. Los hermanos de Pedro quedaron con la madre. La madre comenzó a hablar en voz baja, rabiosamente. Dijo por fin:
—A ver si ahora te haces un zángano como los otros, Pedro.
Pedro no la escuchaba. Entró en la cocina, donde el padre estaba comiendo.
—¿Qué ha dicho de mí, padre?
—Lo dicho, que te vienes esta noche con nosotros; que cree que te puede hacer un sitio. Ya puedes hacerlo bien…
—Pero no ha dicho nada más.
—¿Qué quieres que dijera, criatura? Ha dicho lo que ha dicho y es bastante.
Pedro volvió la vista.
—Podía haber dicho algo.
Pedro dejó la cocina.
Andaba ya por la playa. Iba mirando las embarcaciones varadas. Aspiraba el olor de la brea, el de las redes puestas a secar. Se acercó a la traíña Tres Hermanos. De vez en vez mordía el pan y el pescado. Dio una vuelta en torno a ella, pasando lentamente la mano vacía por sus costados. Terminó el pan y el pescado. Se tendió al sol. La lancha daba una breve sombra de mediodía pasado.
Pedro cerró los ojos. Los abrió. Las olas acababan suavemente en la playa. Cerró los ojos y escuchó como un gruñido o como un estertor: la mar.
Ahora que estuve en España, un gran hallazgo fue el de la obra de la escritora zaragozana Patricia Esteban Erlés (1972), quien ha publicado hasta el momento tres libros de cuentos y tiene una imaginación muy especial. «El juego», en el que se mezclan el mundo de la infancia, la brutalidad y la locura, proviene del libro Azul ruso (2010) y fue tomado de esta página.
EL JUEGO
Patricia Esteban Erlés
Sigo castigada. Al asomarme a la puerta entornada de mi cuarto escucho el rumor de sus voces a través del hueco de la escalera. Mi madre solloza bajito, mi padre sube el tono cuando habla de ese sanatorio suizo en el que el doctor Ocampo le ha recomendado internarme. Escucho el sonido de sus pasos, ploploplop, y su voz acercándose y alejándose luego, porque no deja de moverse de un lado para otro como el tigre amarillo del zoológico. Seguramente camina con las manos a la espalda como cuando está muy enfadado, mientras mamá llora sentada en su sillón, con las piernas muy juntas y un pañuelo blanco hecho una bola entre las manos. Hay que tomar una decisión, Mercedes, le dice mi padre, y después se hace el silencio.
Van a llevarme allí, no sé si Laurita vendrá conmigo, pero a mí seguro que me llevan. Tú tienes la culpa, le digo muy enfadada, girándome desde la puerta. Mi hermana gemela Laurita sonríe, sentada sobre la cama y encoge los hombros. Está acostumbrada a librarse de todos los castigos; pese a que yo sólo hago lo que ella me ordena, siempre se libra.
Me cortarán el pelo al cero en ese asqueroso colegio para niñas malas, me pondrán un vestido de arpillera, me encerrarán en un cuarto lleno de ratones y cucarachas y sólo beberé el agua de lluvia que pueda recoger en la palma de la mano, a través de los barrotes de un ventanuco. Les he dicho la verdad y no me han creído. Tengo miedo. Ahora lloro bajito, hihihi, como nuestro cocker Jasper, tumbado a la sombra de su sauce favorito cuando me acerqué a él con el trofeo de papá en la mano. El año pasado mi padre se quedó tercero en el torneo del club y le dieron aquel ridículo señor de bronce, con gorra y un palo de golf levantado, que pesaba una burrada. De verdad que yo no tenía nada en contra del pobre Jasper, fue mi hermana Laurita, como siempre, la que me ordenó que tomara el trofeo de la vitrina y lo atara a un extremo de nuestra cuerda de saltar, quien me susurró que Jasper sufría mucho por culpa del reuma y era mejor para todos que anudara muy fuerte el otro extremo del saltador a su cuello. Me negué al principio, como de costumbre, pero Laurita me dijo que entonces jugaríamos a lo de la muerte, y eso sí que no.
Jasper estaba ciego y apenas podía mover las patitas de atrás porque ya tenía doce años. Lloriqueó bajito cuando me arrodillé junto a él para acariciarle sus orejas, largas y rizadas como la peluca de un rey francés, y no dejó de hacerlo mientras lo llevaba en brazos hasta el borde de la piscina. Después lo vi patalear brevemente en la superficie, tratando de mantenerse a flote, pero enseguida le fallaron las fuerzas y se fue al fondo. Al mirarlo allí abajo, tan quieto, pensé que ya no daba tanta pena, porque en realidad no parecía un perrito, sino más bien la sombra de una araña negra y muy gorda. Al cabo de una hora Laurita y yo estábamos tumbadas tan tranquilas sobre mi cama, leyendo a medias un libro de Los Cinco que nos gusta mucho, cuando escuchamos el alarido de mi madre en el jardín.
La verdad es que últimamente Laurita está muy pesada, pero mi padre no cree una palabra de lo que digo, y mamá se echa a llorar cuando acuso a Laurita de obligarme a hacer cosas. Claro, ellos no tienen que aguantar el juego de la muertita, si no también harían todo lo que ella les pidiera. Detesto ese juego, mamita querida, le confesé a mi madre la penúltima vez, Laurita es mala y dice que se morirá delante de mí si no le obedezco. Pero mamá me miró como si no entendiera, con sus ojos abiertos como platos y algunos fragmentos de su muñeco Otellito entre las manos, sin dejar de susurrar una y otra vez, ¿Por qué lo has hecho, Victoria, por qué? Ella no se imagina la pena que me dio estampar contra el suelo el muñeco negro de porcelana que había pertenecido a mi abuela de Cuba. Hasta tuve que cerrar los ojos para hacerlo. Sabía que aquel bebé de color chocolate, que tenía las manitas gordezuelas levantadas como si estuviera muy contento y fuera a empezar a aplaudir de un momento a otro, era el último recuerdo que le quedaba a mi mamá de la suya. Era lindo de verdad, Otellito, tan lindo, sonreía con la boca abierta y tenía los dientes muy blancos, y hasta un poco de pelusilla negra muy rizada en lo alto de su cabecita. Mi abuela Silvia le había tejido el jersey y el pantalón de punto azul celeste que llevaba, también los diminutos patucos con botones de nácar, y mamá lavaba a mano aquellas prendas cada semana para evitar que cogieran polvo en lo alto del armario. Luego, mientras la ropa se secaba a la sombra, envuelta en una toalla blanca como si fuera un tesoro, frotaba con un paño húmedo los brazos y las piernas de Otellito, su cara de negrito feliz, y tarareaba una canción de cuna que la abuela Silvia le había enseñado cuando vivían en La Habana. Yo sabía cómo iba a dolerle encontrar a Otellito hecho trizas, que también a ella se le iba a partir el corazón en un montón de pedazos pequeños que nadie iba a poder recomponer, pero Laurita se cruzó de brazos y agitó la cabeza de un lado para otro mientras yo le suplicaba y le ofrecía mis canicas de vidrio azul, la bañera con patas de latón de mi casa de muñecas, hasta el guardapelo de oro que me regaló nuestra madrina. Qué tonta eres, me dijo, ¿para qué quiero un guardapelo que tiene dentro un mechón mío, si puede saberse? Rompe el muñeco o jugamos, dijo, y lo siguiente que recuerdo es que me subí a una silla para alcanzar al inocente de Otellito, que estaba allí, como siempre, sentado en su esquina del armario de nogal de mis padres, tan feliz. Ni siquiera el terrible golpe contra los azulejos consiguió quitarle la sonrisa de los labios, tan sólo se la partió por la mitad.
Me alejo deprisa de la puerta porque escucho los pasos cansinos de mi madre al pie de la escalera. Corro hacia la cama y empujo bruscamente a Laurita, para que me haga un sitio. Disimula, viene mamá, le digo entre dientes, así es que nos sentamos a lo indio y nos ponemos a jugar a piedra, papel o tijera. Mamá se detiene junto a la puerta y da dos golpecitos muy suaves. Pregunta en un susurro, ¿Estás ahí, Victoria?, con una voz tan triste que me tiembla la garganta al contestarle que sí, que estamos las dos, aquí, jugando tranquilamente. Mamá ahoga un sollozo al otro lado, lo sé, y espera un poco con la mano puesta en el tirador antes de entrar. Laurita y yo no decimos nada cuando la vemos aparecer, tan sólo sonreímos de oreja a oreja para que se calme y vea que todo está bien ahora. Pero mamá no sonríe. Parece un fantasma triste, le están saliendo canas plateadas por toda la cabeza y ese horrible vestido negro dos tallas más grande le queda fatal. Se sienta en la cama de Laurita y arregla el cojín en forma de corazón. Después me mira.
—Victoria. ¿Por qué?
Ya estamos. Sólo me habla a mí, como siempre, y la sonrisa se borra de mi rostro. Me enfado, me enfado mucho. Quiero que me crea y empiezo a contarle otra vez, desde el principio lo de la muertita, para que vea que no miento. Me estoy poniendo roja de rabia. Cierro los ojos. Le digo que Laurita se empeñó en jugar a eso por primera vez un domingo por la mañana, a la vuelta de misa, y que luego insistía siempre en volver a hacerlo. Le cuento cómo subíamos corriendo escaleras arriba, mientras papá se quedaba leyendo el diario en la sala de estar y ella marchaba a la cocina a supervisar la tarea de Matilde, nuestra cocinera. Yo caminaba unos pasos por detrás de Laura y la veía trotar hasta el dormitorio de ellos, que era su lugar favorito para morirse. Entonces se tumbaba en la cama de matrimonio y levantaba el brazo para indicarme con un gesto imperioso que entornase la puerta de la alcoba. Así lo hacía yo, que nunca supe llevarle la contraria, a pesar de que aquel juego me aterraba.
Mi madre me pide por favor que me calle, pero no le hago caso. En lugar de eso le digo que no soportaba mirar a Laurita cuando se quedaba tan quieta, pero no podía hacer otra cosa. Me quedaba junto a la cama, viendo flotar sus rizos negros contra el almohadón de raso, como la cabellera fosilizada de aquella actriz famosa que se tiró al río y salió en todos los periódicos. Cuando mi hermana cerraba sus ojos era como si se apagaran de pronto todas las estrellitas blancas que le brillaban dentro. Laurita parecía más que nunca una muñeca, y me daba miedo mirar sus fosas nasales de adorno, sus largas pestañas disecadas en torno a los párpados, las manitas cruzadas sobre el pecho igual que las de la abuela Silvia cuando aquel hombre flaco de la funeraria nos dijo que podíamos pasar a verla, porque ya estaba arreglada. El vestido de seda azul que mamá nos ponía a las dos los domingos dejaba de ser idéntico al mío y se convertía en la tulipa inmóvil de una lamparita. Las piernas de Laura parecían dos palillos enfundadas en sus medias blancas, y terminaban en un par de merceditas de charol negro, muy relucientes y con sus suelas nuevas.
Yo estaba viva y mi hermana Laurita se había muerto. Parada junto a la cama la realidad y el juego se mezclaban hasta convertirse en una sola cosa, yo estaba viva y mi hermana gemela se había muerto. Me sentía culpable de seguir de pie y de temblar como una hoja, con los ojos llenos de lágrimas que apenas podía contener, mientras mi hermana se quedaba quieta para siempre y con los zapatos puestos. Eso era lo peor, sus zapatos nuevos que nunca llegarían a gastarse. Entonces corría hacia el armario, abría la puerta y me escondía dentro. Me quedaba allí encogida mucho rato, hasta que Laurita empezaba a reírse y a saltar sobre el colchón, gritándome que era una sonsa y una cobardica, y yo me picaba y salía hecha una furia cuando no podía más, con las mejillas rojísimas por la falta de aire.
Ya no estoy enfadada, ahora me río acordándome de mi cara roja como un tomate, de las ruidosas carcajadas de Laurita señalándome, muerta de la risa y dando patadas en la cama de mis padres. Cuando termino de contarle todo esto a mi madre me doy cuenta de que ni siquiera espero ya que me crea. Mamá saca del puño de jersey su pañuelo arrugado y se seca el rastro que las lágrimas han dejado en sus mejillas. Laurita me mira con ojos llenos de rencor. Yo miro a mamá, expectante y entonces ella dice, y sé que me lo dice a mí:
—Cariño, tu hermana está muerta. ¿Entiendes eso?
Pero no le contesto ni que sí ni que no. Miro a Laurita, que ahora saca la lengua y se lleva el dedo a la altura de la sien, dándole vueltas. Me entra la risa. Sí, claro, muerta, qué sabrá ella.
Este mes habrá más de un cuento. El primero es éste, de Ana María Matute (Barcelona, 1926-2014), narradora considerada entre las grandes autoras del siglo XX en España. Cuentista y novelista, perteneció a la Real Academia Española y fue la tercera mujer en obtener el Premio Cervantes, en 2010. Como muchos otros de sus cuentos, «La rama seca», proveniente de Historias de la Artámila (1961), tiene que ver con el mundo de la niñez y con experiencias desoladoras que no cuesta trabajo imaginar en la vida real. Por supuesto, Matute es una de muchos autores que murieron durante este año tan lleno de acontecimientos desdichados.
Nota: el título tiene varios significados posibles.
LA RAMA SECA
Ana María Matute
1
Apenas tenía seis años y aún no la llevaban al campo. Era por el tiempo de la siega, con un calor grande, abrasador, sobre los senderos. La dejaban en casa, cerrada con llave, y le decían:
—Que seas buena, que no alborotes: y si algo te pasara, asómate a la ventana y llama a doña Clementina.
Ella decía que sí con la cabeza. Pero nunca le ocurría nada, y se pasaba el día sentada al borde de la ventana, jugando con «Pipa».
Doña Clementina la veía desde el huertecillo. Sus casas estaban pegadas la una a la otra, aunque la de doña Clementina era mucho más grande, y tenía, además, un huerto con un peral y dos ciruelos. Al otro lado del muro se abría el ventanuco tras el cual la niña se sentaba siempre. A veces, doña Clementina levantaba los ojos de su costura y la miraba.
—¿Qué haces, niña?
La niña tenía la carita delgada, pálida, entre las flacas trenzas de un negro mate.
—Juego con «Pipa» —decía.
Doña Clementina seguía cosiendo y no volvía a pensar en la niña. Luego, poco a poco, fue escuchando aquel raro parloteo que le llegaba de lo alto, a través de las ramas del peral. En su ventana, la pequeña de los Mediavilla se pasaba el día hablando, al parecer, con alguien.
—¿Con quién hablas, tú?
—Con «Pipa».
Doña Clementina, día a día, se llenó de una curiosidad leve, tierna, por la niña y por «Pipa». Doña Clementina estaba casada con don Leoncio, el médico. Don Leoncio era un hombre adusto y dado al vino, que se pasaba el día renegando de la aldea y de sus habitantes. No tenían hijos y doña Clementina estaba ya hecha a su soledad. En un principio, apenas pensaba en aquella criatura, también solitaria, que se sentaba al alféizar de la ventana. Por piedad la miraba de cuando en cuando y se aseguraba de que nada malo le ocurría. La mujer Mediavilla se lo pidió:
—Doña Clementina, ya que usted cose en el huerto por las tardes, ¿querrá echar de cuando en cuando una mirada a la ventana, por si le pasara algo a la niña? Sabe usted, es aún pequeña para llevarla a los pagos…
—Sí, mujer, nada me cuesta. Marcha sin cuidado…
Luego, poco a poco, la niña de los Mediavilla y su charloteo ininteligible, allá arriba, fueron metiéndosele pecho adentro.
—Cuando acaben con las tareas del campo y la niña vuelva a jugar en la calle, la echaré a faltar —se decía.
2
Un día, por fin, se enteró de quién era «Pipa».
—La muñeca —explicó la niña.
—Enséñamela…
La niña levantó en su mano terrosa un objeto que doña Clementina no podía ver claramente.
—No la veo, hija. Échamela…
La niña vaciló.
—Pero luego, ¿me la devolverá?
—Claro está…
La niña le echó a «Pipa» y doña Clementina, cuando la tuvo en sus manos, se quedó pensativa. «Pipa» era simplemente una ramita seca envuelta en un trozo de percal sujeto con un cordel. Le dio la vuelta entre los dedos y miró con cierta tristeza hacia la ventana. La niña la observaba con ojos impacientes y extendía las dos manos.
—¿Me la echa, doña Clementina…?
Doña Clementina se levantó de la silla y arrojó de nuevo a «Pipa» hacia la ventana. «Pipa» pasó sobre la cabeza de la niña y entró en la oscuridad de la casa. La cabeza de la niña desapareció y al cabo de un rato asomó de nuevo, embebida en su juego.
Desde aquel día doña Clementina empezó a escucharla. La niña hablaba infatigablemente con «Pipa».
—»Pipa», no tengas miedo, estate quieta. ¡Ay, «Pipa», cómo me miras! Cogeré un palo grande y le romperé la cabeza al lobo. No tengas miedo, «Pipa»… Siéntate, estate quietecita, te voy a contar, el lobo está ahora escondido en la montaña…
La niña hablaba con «Pipa» del lobo, del hombre mendigo con su saco lleno de gatos muertos, del horno del pan, de la comida. Cuando llegaba la hora de comer la niña cogía el plato que su madre le dejó tapado, al arrimo de las ascuas. Lo llevaba a la ventana y comía despacito, con su cuchara de hueso. Tenía a «Pipa» en las rodillas, y la hacía participar de su comida.
—Abre la boca, «Pipa», que pareces tonta…
Doña Clementina la oía en silencio. La escuchaba, bebía cada una de sus palabras. Igual que escuchaba al viento sobre la hierba y entre las ramas, la algarabía de los pájaros y el rumor de la acequia.
3
Un día, la niña dejó de asomarse a la ventana. Doña Clementina le preguntó a la mujer Mediavilla:
—¿Y la pequeña?
—Ay, está delicá, sabe usted. Don Leoncio dice que le dieron las fiebres de Malta.
—No sabía nada…
Claro, ¿cómo iba a saber algo? Su marido nunca le contaba los sucesos de la aldea.
—Sí —continuó explicando la Mediavilla—. Se conoce que algún día debí dejarme la leche sin hervir… ¿sabe usted? ¡Tiene una tanto que hacer! Ya ve usted, ahora, en tanto se reponga, he de privarme de los brazos de Pascualín.
Pascualín tenía doce años y quedaba durante el día al cuidado de la niña. En realidad, Pascualín salía a la calle o se iba a robar fruta al huerto vecino, al del cura o al del alcalde. A veces, doña Clementina oía la voz de la niña que llamaba. Un día se decidió a ir, aunque sabía que su marido la regañaría.
La casa era angosta, maloliente y oscura. Junto al establo nacía una escalera, en la que se acostaban las gallinas. Subió, pisando con cuidado los escalones apolillados que crujían bajo su peso. La niña la debió oír, porque gritó:
—¡Pascualín! ¡Pascualín!
Entró en una estancia muy pequeña, a donde la claridad llegaba apenas por un ventanuco alargado. Afuera, al otro lado, debían moverse las ramas de algún árbol, porque la luz era de un verde fresco y encendido, extraño como un sueño en la oscuridad. El fajo de luz verde venía a dar contra la cabecera de la cama de hierro en que estaba la niña. Al verla, abrió más sus párpados entornados.
—Hola, pequeña —dijo doña Clementina—. ¿Qué tal estás?
La niña empezó a llorar de un modo suave y silencioso. Doña Clementina se agachó y contempló su carita amarillenta, entre las trenzas negras.
—Sabe usted —dijo la niña—, Pascualín es malo. Es un bruto. Dígale usted que me devuelva a «Pipa», que me aburro sin «Pipa»…
Seguía llorando. Doña Clementina no estaba acostumbrada a hablar a los niños, y algo extraño agarrotaba su garganta y su corazón.
Salió de allí, en silencio, y buscó a Pascualín. Estaba sentado en la calle, con la espalda apoyada en el muro de la casa. Iba descalzo y sus piernas morenas, desnudas, brillaban al sol como dos piezas de cobre.
-Pascualín —dijo doña Clementina.
El muchacho levantó hacia ella sus ojos desconfiados. Tenía las pupilas grises y muy juntas y el cabello le crecía abundante como a una muchacha, por encima de las orejas.
—Pascualín, ¿qué hiciste de la muñeca de tu hermana? Devuélvesela.
Pascualín lanzó una blasfemia y se levantó.
—¡Anda! ¡La muñeca dice! ¡Aviaos estamos!
Dio media vuelta y se fue hacia la casa, murmurando.
Al día siguiente, doña Clementina volvió a visitar a la niña. En cuanto la vio, como si se tratara de una cómplice, la pequeña le habló de «Pipa»:
—Que me traiga a «Pipa», dígaselo usted, que la traiga…
El llanto levantaba el pecho de la niña, le llenaba la cara de lágrimas, que caían despacio hasta la manta.
—Yo te voy a traer una muñeca, no llores.
Doña Clementina dijo a su marido, por la noche:
—Tendría que bajar a Fuenmayor, a unas compras.
—Baja —respondió el médico, con la cabeza hundida en el periódico.
4
A las seis de la mañana doña Clementina tomó el auto de línea, y a las once bajó en Fuenmayor. En Fuenmayor había tiendas, mercado, y un gran bazar llamado «El Ideal». Doña Clementina llevaba sus pequeños ahorros envueltos en un pañuelo de seda. En «El Ideal» compró una muñeca de cabello crespo y ojos redondos y fijos, que le pareció muy hermosa. «La pequeña va a alegrarse de veras», pensó. Le costó más cara de lo que imaginaba, pero pagó de buena gana.
Anochecía ya cuando llegó a la aldea. Subió la escalera y, algo avergonzada de sí misma, notó que su corazón latía fuerte. La mujer Mediavilla estaba ya en casa, preparando la cena. En cuanto la vio alzó las dos manos.
—¡Ay, usté, doña Clementina! ¡Válgame Dios, ya disimulará en qué trazas la recibo! ¡Quién iba a pensar…!
Cortó sus exclamaciones.
—Venía a ver a la pequeña, le traigo un juguete…
Muda de asombro la Mediavilla la hizo pasar.
—Ay, cuitada, y mira quién viene a verte…
La niña levantó la cabeza de la almohada. La llama de un candil de aceite, clavado en la pared, temblaba, amarilla.
—Mira lo que te traigo: te traigo otra «Pipa», mucho más bonita.
Abrió la caja y la muñeca apareció, rubia y extraña.
Los ojos negros de la niña estaban llenos de una luz nueva, que casi embellecía su carita fea. Una sonrisa se le iniciaba, que se enfrió en seguida a la vista de la muñeca. Dejó caer de nuevo la cabeza en la almohada y empezó a llorar despacio y silenciosamente, como acostumbraba.
—No es «Pipa» —dijo—. No es «Pipa».
La madre empezó a chillar:
—¡Habrase visto la tonta! ¡Habrase visto, la desagradecida! ¡Ay, por Dios, doña Clementina, no se lo tenga usted en cuenta, que esta moza nos ha salido retrasada…!
Doña Clementina parpadeó. (Todos en el pueblo sabían que era una mujer tímida y solitaria, y le tenían cierta compasión).
—No importa, mujer —dijo, con una pálida sonrisa—. No importa.
Salió. La mujer Mediavilla cogió la muñeca entre sus manos rudas, como si se tratara de una flor.
—¡Ay, madre, y qué cosa más preciosa! ¡Habrase visto la tonta ésta…!
Al día siguiente doña Clementina recogió del huerto una ramita seca y la envolvió en un retal. Subió a ver a la niña:
—Te traigo a tu «Pipa».
La niña levantó la cabeza con la viveza del día anterior. De nuevo, la tristeza subió a sus ojos oscuros.
—No es «Pipa».
Día a día, doña Clementina confeccionó «Pipa» tras «Pipa», sin ningún resultado. Una gran tristeza la llenaba, y el caso llegó a oídos de don Leoncio.
—Oye, mujer: que no sepa yo de más majaderías de ésas… ¡Ya no estamos, a estas alturas, para andar siendo el hazmerreír del pueblo! Que no vuelvas a ver a esa muchacha: se va a morir, de todos modos…
—¿Se va a morir?
—Pues claro, ¡que remedio! No tienen posibilidades los Mediavilla para pensar en otra cosa… ¡Va a ser mejor para todos!
5
En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por «Pipa» y su pequeña madre.
6
Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a «Pipa» entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
—Verdaderamente —se dijo—. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!
Este mes, un cuento del español Juan Jacinto Muñoz Rengel (1974). Su novela El asesino hipocondríaco (2012) y su libro de cuentos De mecánica y alquimia (2009), por los cuales conocí su trabajo, son ambos obras excelentes, que revelan una voz muy original y una imaginación sorprendente.
«La perla, el ojo, las esferas» está tomado, con autorización de su autor, de su primer libro de cuentos: 88 Mill Lane (2005).
LA PERLA, EL OJO, LAS ESFERAS
Juan Jacinto Muñoz Rengel
Una frase se me viene al recuerdo una y otra vez, creo que moriré con ella resonando en mi huero cráneo, o la repetiré en la demencia de mis últimos años, sin que ninguno de mis allegados acierte a descifrar su verdadero significado ni su trascendencia:
–No puedo soportar por más tiempo –me dijo Steve O’Donoghue por completo desalentado– el intolerable peso de un universo.
Luego añadió:
–Ningún hombre, con su afección moral, con su limitada comprensión, puede llevar tal peso a sus espaldas.
–Tú no lo llevas precisamente a tus espaldas –intenté bromear antes de que colgara el teléfono, para aliviar de alguna forma su comprensible abatimiento. Dos semanas más tarde, mi amigo Steve O’Donoghue se suicidaba; tampoco ninguno de sus allegados, allá en las tierras irlandesas, supo comprender por qué.
Yo podía habérselo revelado, pero con qué fin aplacar un dolor con otro más grande, insoportable, con el dolor que mató al pobre Steve. No lo hubieran entendido; no me hubieran creído. Ni yo mismo acierto todavía a comprender el sentido de toda esta cósmica broma, ni sé por qué estoy relatando ahora la historia.
* * *
La marchante de arte O Chow-Yiy es especialista en escultura británica contemporánea, pero no desprecia cualquier otra cosa que le pueda reportar dinero. En sus tejes y manejes por la ciudad, va y viene de los anticuarios de Portobello a las galerías de Kensington y Fulham, de los antros del barrio chino a los coleccionistas de Hampstead. Conoce a todo aquél que esté relacionado con el mercadeo artístico en Londres, propietarios de galerías, promotores de eventos municipales, artistas de la Royal Academy, compradores ricos o modestos. Yo la conocí de manera fortuita y nada sofisticada, no me la presentaron en ninguna exposición, no coincidimos en ninguna tertulia, simplemente bajé una mañana aquí a Mill Lane Gallery, a dos portales de mi casa, para curiosear y si acaso comprar algo para mi salón, algo simple, de colores planos, luminoso, y ella estaba allí. En cuanto me escuchó comentarle al galerista –mientras observaba una litografía del holandés Hans Lippershey, inventor del telescopio, puliendo unas lentes– que me apasionaba todo lo relacionado con la óptica, O Chow-Yiy me asaltó y me comenzó a hablar de un magnífico microscopio del siglo XIX fabricado en el taller de Carl Zeiss, en Weimar, que ella tenía en casa. Yo era consciente de que me quería vender aquel microscopio a toda costa, de que probablemente no era tan extraordinario como ella decía, y que incluso era posible que ni siquiera lo tuviera, sino que sólo sabía dónde encontrarlo. También era consciente de que por fervor de aficionado, por la pereza y el terrible embarazo de tener que decir que no a alguien, yo iba inevitablemente a comprarlo.
O Chow-Yiy encontró en mí una víctima fácil, y procuró no perder el contacto. Con el tiempo descubrimos, porque eso pasa hasta en las grandes ciudades –sólo hace falta conversar lo suficiente–, que teníamos más de un amigo en común, entre ellos Steve O’Donoghue, editor de Irish Publishers & Co., conocido por su excentricidad.
Hace ahora dos años –a veces me parecen dos días, a veces dos décadas–, O Chow-Yiy trajo a mi casa el collar.
Era un collar bastante común, cuyo valor, creí yo como inexperto, residía en las perlas que lo engranaban.
–Todas estas perlas son artificiales. La joya es valiosa porque perteneció a una rica cortesana de mediados del siglo XVI –me corrigió O con suficiencia.
–No tan rica, si no podía permitirse perlas naturales –intenté enjuiciar.
–¿Por qué siempre quieres opinar sin tener conocimiento? –me cortó–. En esa época la demanda de perlas era tal en toda Europa que incluso la reina Isabel de Inglaterra se veía obligada a comprar perlas artificiales para adornar con dignidad sus vestidos. Pero nada de esto tiene que ver con la razón que me ha hecho traerte el collar, si me dejaras hablar… Desde que adquirí la joya, hace dos semanas, la he colgado cada noche en el tocador de mi dormitorio. Al principio creía que era un reflejo, o una luz que entraba por algún sitio. Pero noche tras noche he observado un diminuto juego de lucecitas que provenía del collar. Aquí, ¿ves? Esta perla no es igual que las demás. Es la única que parece natural y está como velada. ¿Ves estos remolinos plateados, esta turbulencia gris?
–Sí, lo veo…
–Pues emite lucecitas por la noche, imperceptibles casi.
–¿Y quieres que lo mire con alguno de mis microscopios?
–No, quiero que te pongas el collar y te pasees por Trafalgar Square –me dijo O seria, con ese humor incisivo que nunca he llegado a entender.
Examiné la perla en el microscopio, no en el del maestro Zeiss que le compré a ella, sino en un microscopio óptico compuesto. Coloqué la perla sobre la platina, conecté la fuente de luz, ajusté el objetivo, y me acerqué al ocular. En efecto: a través de la bruma turbia de la perla creí percibir un titilar, mejor dicho, muchos y minúsculos titilares.
–¿Y bien?
–Sí, lo cierto es que hay algo, desprende una pequeña luz. Puede ser cualquier componente mineral encerrado en el interior del nácar segregado por la ostra… Sin embargo, lo que sea está distribuido en pedazos tan pequeños que no los puedo ver con este microscopio. Es extraño.
–¿Y no tienes ningún otro aparato más potente? –me preguntó O contrariada.
–Necesitaría un microscopio electrónico, pero…
–Pero no lo tienes –me interrumpió, como si no comprendiera por qué en el mundo podían existir posibilidades que entorpecieran sus deseos.
–Aunque lo tuviera –dije, adivinando ya mi venganza por haber sido antes aleccionado en cuestiones anticuarias–, en el microscopio electrónico sólo pueden examinarse objetos muy delgados, incluso una bacteria es demasiado gruesa para ser observada directamente, así pues, para preparar muestras visibles para este microscopio se necesitarían técnicas especiales de cortes ultrafinos, que tendrían que realizarse en un laboratorio.
Respiré satisfecho.
–¿Pero se vería mejor lo que hay en la perla? –se interesó O, directa a su objetivo.
–Hasta doscientas veces mejor.
–Pues llévalo a un laboratorio. Yo correré con los gastos. Tengo la intuición de que esto puede retribuirme importantes ganancias.
No recuerdo ocasión otra alguna en la que O Chow-Yiy se haya equivocado en cuestiones de dinero, su olfato suele ser infalible. Sin embargo aquella vez no obtuvo un penique de su inversión, quizá porque no supo cómo hacerlo. Cuando la llamé por teléfono y le dije lo que vi en la muestra microscópica de nácar, lo que había en el interior de la perla, sólo me soltó una maldición en cantonés, me llamó chiflado, y me colgó. Yo me quedé tartamudeando aún al otro lado de la línea, primero en inglés, luego en español:
–En la perla hay un universo, dentro hay un universo…
* * *
Al principio viví mi descubrimiento con cierto júbilo: llevaba un universo en el bolsillo con toda la naturalidad, y eso me provocaba una ingenua alegría, una infantil sensación de poder. Daba vueltas a la bolita de nácar entre mis dedos, mientras tomaba café en cualquier Starbucks, imaginando cómo las galaxias y nebulosas girarían a toda velocidad, quizá sin realmente notarlo, sujetas a su propio sistema de gravitación y a sus órbitas definidas. Por aquel entonces, pensaba que el que hubiera allí un universo reducido era sólo fruto de un accidente, un quiebro en la naturaleza, no mucho más extraordinario que el nacimiento de dos niños que comparten el mismo tronco y extremidades, o que un fenómeno de aurora boreal. No me tomaba en serio que aquello pudiera ser un universo completo, real, como el nuestro; más bien especulaba a veces que quizás aquello fuera un espejo infinitesimal de nuestro universo, y que lo que yo había descubierto era un precioso instrumento para la ciencia astronómica del futuro, que avanzaría a pasos agigantados gracias a la ayuda de mi minúsculo y esférico mapa celeste en tres dimensiones. No concedí ni un solo pensamiento grave al inaudito hallazgo, hasta que Steve O’Donoghue se convirtió en parte de esta historia y se ocupó de hacerlo él por mí.
Estaba ya casi decidido a llevar la perla al observatorio de Greenwich –para que la llevaran a la Cambridge Astronomical Survey Unit, supongo–, cuando Steve apareció en mi casa, una mañana de martes, sin previo aviso. Llovía, era horario de trabajo, Steve era un hombre siempre ocupado, y como editor sabía que a un escritor no le agrada que le interrumpan a media mañana.
–¿Qué es lo que ocurre? –pregunté alarmado.
–Anoche estaba en una conferencia en la Tate Modern, estaba la china ésa, O loquesea, en el mismo grupo que yo. Como estábamos medio a oscuras, mi ojo empezó como siempre, con sus chispitas. Éste, tú sabes, el que tiene la pupila como velada. Y todo el mundo a empezar con la misma historia de siempre: el ojo te echa chispitas… Pero luego la china me dijo: exactamente igual que un collar de perlas que dejé en casa de Juan, ve a que te vea el ojo, a lo mejor te dice que tienes dentro un ovni o algo…
Steve O’Donoghue era un irlandés enorme, de piel muy blanca pero con la cara toda llena de venitas rojas. A sus sesenta años, su espalda ya se encorvaba hacia adelante, y el pelo antes rubio caía ahora cano sobre sus ojos saltones; uno de ellos, el izquierdo, tenía una pupila acuosa, de celeste desvaído, que le daba un aspecto temible. Lo vi tan excitado que le pedí que se sentara, y le serví un whiskey en un vaso bajo con hielo. Él continuaba:
–Luego me dijo: dile si lo ves que cualquier día me paso por el collar, vaya a ser que le dé por perdérmelo o algo… La china ésa tiene un buen culo, pero más genio que los dragones de su barrio… El caso es que, dejando aparte las chorradas de las chispitas, el ojo me viene doliendo horrores desde hace unos meses, y pensé: Juan tiene un montón de cacharros ópticos y le fascinan esas cosas, así que puede que sí que sea buena idea ir a que me vea este ojo que me está matando, porque él no es un oftalmólogo al fin y al cabo, y yo en mi vida pienso visitar a un matasanos…
Hasta entonces yo no había comentado a nadie mi descubrimiento, salvo, a la fuerza, a O. Cuando Steve irrumpió en mi salón contándome todo aquello, un ridículo miedo a que me quitaran lo que era mío me invadió. Luego comprendí que no era aquello por lo que había venido, me relajé, e intenté retomar la conversación con normalidad:
–No puedo creer que un hombre de tu edad nunca haya ido al oculista, y más teniendo tu… –vacilé– tu pupila velada…
–¡Ni al oculista, ni a ningún otro matasanos, qué demonios! Sí, llámame hipocondríaco, alarmista, cavernícola, gallina. Posiblemente soy todo eso. ¿Me miras el ojo o no?
Accedí, algo divertido por la situación. Acompañé a Steve arriba, a mi despacho. Le miré el ojo con varios aparatos que yo sabía que no servirían para nada, pues eran piezas más de coleccionista que de científico. Luego apagué la luz. Cuando, tras una capa de turbulencias, descubrí las lucecitas titilando, comprendí con pavor que allí dentro había otro universo encerrado.
* * *
Vaciamos la mitad de la botella hasta llegar a las reflexiones de más alcance. El veterano editor Steve O’Donoghue parecía hundirse en el abismo según le iba relatando mi descubrimiento. La carcasa de hombre sarcástico y frívolo, de viejo gruñón excéntrico, se perdió por algún lugar de su cuerpo, y lo que quedó postrado en mi sofá era un individuo desconsolado, todo gravedad.
–¿Me estás diciendo en serio que dentro de mi pupila hay un universo entero, con sus galaxias, con sus sistemas de planetas…?
–Así es, si es igual que en la perla. He visto cúmulos de galaxias, nebulosas, enanas rojas, nubes de polvo interestelar… Con sus órbitas, sus juegos…
–¿Pero cómo ha ido a parar ahí? ¡Será un universo muy joven entonces! ¿Cómo puede formarse un universo en sesenta años? Creía que se necesitaban billones…
–Puede que si el espacio ha sido reducido millones de veces, y con él todas las leyes de la física, el tiempo en esos universos también sea mínimo…
–Y para ellos una eternidad… ¿Te das cuenta? ¡Ellos!… ¡En un universo entero tiene que haber vida! ¡No te digo en cada planeta, no te digo en cada galaxia, pero aún así millones de millones de vidas dentro de mi pupila…!
–No veo la razón para tomárselo tan a la tremenda –intenté apaciguarlo.
–Te la diré: no he ido al médico en mi vida, ahora este ojo me duele cada día más, y tiene un aspecto lamentable. ¡Si mi ojo sufre, si queda dañado, si yo muero, un universo entero se extingue conmigo!
–Steve, no eres tan joven, en cualquier caso morirás dentro de veinte, de treinta años, y tú no puedes hacer nada para evitarlo.
–Pero tú lo has dicho: veinte años serían para ellos billones. Y yo soy el único responsable de todas las vidas malogradas… Uno se preocupa por las noticias de banca, por una niña secuestrada, porque suben los impuestos o porque un país entra en guerra, ¿y tú quieres que yo no me preocupe por el destino de todo un universo?
* * *
El oftalmólogo le diagnóstico la pérdida irremisible del ojo.
Luego la llamada, y la voz de Steve O’Donoghue apagada al otro lado del teléfono, como si se hubiera reducido él también, y hubiera quedado atrapado dentro de mi aparato. No puedo soportar por más tiempo el intolerable peso de un universo. No puedo soportar por más tiempo el intolerable peso de un universo. Hasta el fin de mis días, el eco.
* * *
Desde que Steve se quitara la vida, su percepción pesimista del terrible peso de los diminutos universos me fue traspasada. Después de todo, en la finísima lasca de perla que yo hice cortar en el laboratorio, pude ver cientos de galaxias: un mundo entero cercenado. Las galaxias, de hecho, ya no aparecen en el microscopio, sólo gris nácar, vacío, así me lo aseguran en el laboratorio.
Hay otro lugar en el que convergen una y otra vez mis pensamientos. Que me haya sido dado a mí el encontrar la perla de O, y al mismo tiempo toparme con la pupila de Steve, es sin duda fruto de un excepcional azar (de otra manera, si estas esferas fueran algo común en nuestro planeta, otros más hábiles y expertos que yo habrían descubierto hace décadas este fenómeno); pero, también sin duda alguna, ha de haber en otros rincones del mundo otras esferas u objetos semejantes, pues de lo contrario la casualidad de haber encontrado yo los dos únicos microuniversos sería injustificable. Así es que el universo ha de tener necesariamente una forma monstruosa: una estructura contra toda nuestra lógica humana, en la que el espacio y el tiempo son relativos o no importan, en la que lo grande es pequeño, y lo microscópico infinito, una estructura de espacios autocontenidos, donde cualquier forma puede contener otra millones de veces mayor. Y entonces…
Entonces (y por suerte no le comenté esto a Steve) es probable que alguno de los planetas, de los innumerables que orbitaban en su pupila, contuviera uno, o diez, o cien de estos objetos contra natura, y puede, sólo puede, que alguno de esos otros universos poseyeran a su vez otros de estos objetos imposibles.
Entonces, dado que la forma del universo es monstruosa, puede, sólo puede, que uno de esos mundos, perdidos en el laberinto infinitesimal de submundos, sea de nuevo nuestro mundo.
Yo, por si acaso, he guardado la perla en un lugar seguro, donde espero que descanse a salvo durante años, que pueden ser, según se mire, la eternidad.
No le diré a nadie dónde la he escondido, aunque ahora esté contando, no sé ni por qué, esta historia. Esta historia que ningún beneficio reportará porque no será creída, ni comprendida, ni en ningún caso puede traer más que complicaciones. Tal vez la estoy contando simplemente por aferrarme a algo, porque me abruma la sensación de que en cualquier momento, quizás ahora mismo, quizás al escribir el último renglón de mi relato, alguien en algún lugar pisará un guijarro, cerrará los ojos, pasará una página, y desaparecerá por completo nuestro entero universo.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Esta bitácora publica un cuento al mes, pero en esta ocasión publicará dos. El motivo es este hallazgo, que me recomendó Alberto Buzali: un cuento fantástico de Benito Pérez Galdós (1843-1920). Es probablemente un capricho de su autor, cuyo prestigio entero se basa en sus novelas realistas y a quien muchos lectores posteriores han mirado con cierta desconfianza; de todas formas, el texto tiene más de un punto de contacto con «La nariz» de Nikolai Gogol, una de las narraciones clásicas de lo fantástico del siglo XIX.
«¿Dónde está mi cabeza?» se publicó en el diario El Imparcial de Madrid, España, en 1892.
Antes de despertar, ofrecióse a mi espíritu el horrible caso en forma de angustiosa sospecha, como una tristeza hondísima, farsa cruel de mis endiablados nervios que suelen desmandarse con trágico humorismo. Desperté; no osaba moverme; no tenía valor para reconocerme y pedir a los sentidos la certificación material de lo que ya tenía en mi alma todo el valor del conocimiento… Por fin, más pudo la curiosidad que el terror; alargué mi mano, me toqué, palpé… Imposible exponer mi angustia cuando pasé la mano de un hombro a otro sin tropezar en nada… El espanto me impedía tocar la parte, no diré dolorida, pues no sentía dolor alguno… la parte que aquella increíble mutilación dejaba al descubierto… Por fin, apliqué mis dedos a la vértebra cortada como un troncho de col; palpé los músculos, los tendones, los coágulos de sangre, todo seco, insensible, tendiendo a endurecerse ya, como espesa papilla que al contacto del aire se acartona… Metí el dedo en la tráquea; tosí… metílo también en el esófago, que funcionó automáticamente queriendo tragármelo… recorrí el circuito de piel de afilado borde… Nada, no cabía dudar ya. El infalible tacto daba fe de aquel horroso, inaudito hecho. Yo, yo mismo, reconociéndome vivo, pensante, y hasta en perfecto estado de salud física, no tenía cabeza.
– II –
Largo rato estuve inmóvil, divagando en penosas imaginaciones. Mi mente, después de juguetear con todas las ideas posibles, empezó a fijarse en las causas de mi decapitación. ¿Había sido degollado durante la noche por mano de verdugo? Mis nervios no guardaban reminiscencia del cortante filo de la cuchilla. Busqué en ellos algún rastro de escalofrío tremendo y fugaz, y no lo encontré. Sin duda mi cabeza había sido separada del tronco por medio de una preparación anatómica desconocida, y el caso era de robo más que de asesinato; una sustracción alevosa, consumada por manos hábiles, que me sorprendieron indefenso, solo y profundamente dormido.
En mi pena y turbación, centellas de esperanza iluminaban a ratos mi ser.. Instintivamente me incorporé en el lecho; miré a todos lados, creyendo encontrar sobre la mesa de noche, en alguna silla, en el suelo, lo que en rigor de verdad anatómica debía estar sobre mis hombros, y nada… no la vi. Hasta me aventuré a mirar debajo de la cama… y tampoco. Confusión igual no tuve en mi vida, ni creo que hombre alguno en semejante perplejidad se haya visto nunca. El asombro era en mí tan grande como el terror.
No sé cuánto tiempo pasé en aquella turbación muda y ansiosa. Por fin, se me impuso la necesidad de llamar, de reunir en torno mío los cuidados domésticos, la amistad, la ciencia. Lo deseaba y lo temía, y el pensar en la estupefacción de mi criado cuando me viese, aumentaba extraordinariamente mi ansiedad.
Pero no había más remedio: llamé… Contra lo que yo esperaba, mi ayuda de cámara no se asombró tanto como yo creía. Nos miramos un rato en silencio.
-Ya ves, Pepe -le dije, procurando que el tono de mi voz atenuase la gravedad de lo que decía-; ya lo ves, no tengo cabeza.
El pobre viejo me miró con lástima silenciosa; me miró mucho, como expresando lo irremediable de mi tribulación.
Cuando se apartó de mi, llamado por sus quehaceres, me sentí tan solo, tan abandonado, que le volví a llamar en tono quejumbroso y aun huraño, diciéndole con cierta acritud:
-Ya podréis ver si está en alguna parte, en el gabinete, en la sala, en la biblioteca… No se os ocurre nada.
A poco volvió José, y con su afligida cara y su gesto de inmenso desaliento, sin emplear palabra alguna, díjome que mi cabeza no parecía.
– III –
La mañana avanzaba, y decidí levantarme. Mientras me vestía, la esperanza volvió a sonreír dentro de mí.
-¡Ah! -pensé- de fijo que mi cabeza está en mi despacho… ¡Vaya, que no habérseme ocurrido antes!… ¡qué cabeza! Anoche estuve trabajando hasta hora muy avanzada… ¿En qué? No puedo recordarlo fácilmente; pero ello debió de ser mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social, o sea, Reducción a fórmulas numéricas de todas las ciencias metafísicas. Recuerdo haber escrito diez y ocho veces un párrafo de inaudita profundidad, no logrando en ninguna de ellas expresar con fidelidad mi pensamiento. Llegué a sentir horriblemente caldeada la región cerebral. Las ideas, hirvientes, se me salían por ojos y oídos, estallando como burbujas de aire, y llegué a sentir un ardor irresistible, una obstrucción congestiva que me inquietaron sobremanera…
Y enlazando estas impresiones, vine a recordar claramente un hecho que llevó la tranquilidad a mi alma. A eso de las tres de la madrugada, horriblemente molestado por el ardor de mi cerebro y no consiguiendo atenuarlo pasándome la mano por la calva, me cogí con ambas manos la cabeza, la fui ladeando poquito a poco, como quien saca un tapón muy apretado, y al fin, con ligerísimo escozor en el cuello… me la quité, y cuidadosamente la puse sobre la mesa. Sentí un gran alivio, y me acosté tan fresco.
– IV –
Este recuerdo me devolvió la tranquilidad. Sin acabar de vestirme, corrí al despacho. Casi, casi tocaban al techo los rimeros de libros y papeles que sobre la mesa había. ¡Montones de ciencia, pilas de erudición! Vi la lámpara ahumada, el tintero tan negro por fuera como por dentro, cuartillas mil llenas de números chiquirritines…, pero la cabeza no la vi.
Nueva ansiedad. La última esperanza era encontrarla en los cajones de la mesa. Bien pudo suceder que al guardar el enorme fárrago de apuntes, se quedase la cabeza entre ellos, como una hoja de papel secante o una cuartilla en blanco. Lo revolví todo, pasé hoja por hoja, y nada… ¡Tampoco allí!
Salí de mi despacho de puntillas, evitando el ruido, pues no quería que mi familia me sintiese. Metíme de nuevo en la cama, sumergiéndome en negras meditaciones. ¡Qué situación, qué conflicto! Por de pronto, ya no podría salir a la calle porque el asombro y horror de los transeúntes habían de ser nuevo suplicio para mí. En ninguna parte podía presentar mi decapitada personalidad. La burla en unos, la compasión en otros, la extrañeza en todos me atormentaría horriblemente. Ya no podría concluir mi Discurso-memoria sobre la Aritmética filosófico-social; ni aun podría tener el consuelo de leer en la Academia los voluminosos capítulos ya escritos de aquella importante obra. ¡Cómo era posible que me presentase ante mis dignos compañeros con mutilación tan lastimosa! ¡Ni cómo pretender que un cuerpo descabezado tuviera dignidad oratoria, ni representación literaria…! ¡Imposible! Era ya hombre acabado, perdido para siempre.
– V –
La desesperación me sugirió una idea salvadora: consultar al punto el caso con mi amigo el doctor Miquis, hombre de mucho saber a la moderna, médico filósofo, y, hasta cierto punto, sacerdotal, porque no hay otro para consolar a los enfermos cuando no puede curarlos o hacerles creer que sufren menos de lo que sufren.
La resolución de verle me alentó: vestíme a toda prisa. ¡Ay! ¡Qué impresión tan extraña, cuando al embozarme pasaba mi capa de un hombro a otro, tapando el cuello como servilleta en plato para que no caigan moscas! Y al salir de mi alcoba, cuya puerta, como de casa antigua, es de corta alzada, no tuve que inclinarme para salir, según costumbre de toda mi vida. Salí bien derecho, y aun sobraba un palmo de puerta.
Salí y volví a entrar para cerciorarme de la disminución de mi estatura, y en una de éstas, redobláronse de tal modo mis ganas de mirarme al espejo, que ya no pude vencer la tentación, y me fui derecho hasta el armario de luna. Tres veces me acerqué y otras tantas me detuve, sin valor bastante para verme… Al fin me vi… ¡Horripilante figura! Era yo como una ánfora jorobada, de corto cuello y asas muy grandes. El corte del pescuezo me recordaba los modelos en cera o pasta que yo había visto mil veces en Museos anatómicos.
Mandé traer un coche, porque me aterraba la idea de ser visto en la calle, y de que me siguieran los chicos, y de ser espanto y chacota de la muchedumbre. Metíme con rápido movimiento en la berlina. El cochero no advirtió nada, y durante el trayecto nadie se fijó en mí.
Tuve la suerte de encontrar a Miquis en su despacho, y me recibió con la cortesía graciosa de costumbre, disimulando con su habilidad profesional el asombro que debí causarle.
-Ya ves, querido Augusto -le dije, dejándome caer en un sillón-, ya ves lo que me pasa…
-Sí, sí -replicó frotándose las manos y mirándome atentamente-: ya veo, ya… No es cosa de cuidado.
-¡Que no es cosa de cuidado!
-Quiero decir… Efectos del mal tiempo, de este endiablado viento frío del Este…
-¡El viento frío es la causa de…!
-¿Por qué no?
-El problema, querido Augusto, es saber si me la han cortado violentamente o me la han sustraído por un procedimiento latroanatómico, que sería grande y pasmosa novedad en la historia de la malicia humana.
Tan torpe estaba aquel día el agudísimo doctor, que no me comprendía. Al fin, refiriéndole mis angustias, pareció enterarse, y al punto su ingenio fecundo me sugirió ideas consoladoras.
-No es tan grave el caso como parece -me dijo- y casi, casi, me atrevo a asegurar que la encontraremos muy pronto. Ante todo, conviene que te llenes de paciencia y calma. La cabeza existe. ¿Dónde está? Ése es el problema.
Y dicho esto, echó por aquella boca unas erudiciones tan amenas y unas sabidurías tan donosas, que me tuvo como encantado más de media hora. Todo ello era muy bonito; pero no veía yo que por tal camino fuéramos al fin capital de encontrar una cabeza perdida. Concluyó prohibiéndome en absoluto la continuación de mis trabajos sobre la Aritmética filosófico-social, y al fin, como quien no dice nada, dejóse caer con una indicación, en la que al punto reconocí la claridad de su talento.
¿Quién tenía la cabeza? Para despejar esta incógnita convenía que yo examinase en mi conciencia y en mi memoria todas mis conexiones mundanas y sociales. ¿Qué casas y círculos frecuentaba yo? ¿A quién trataba con intimidad más o menos constante y pegajosa? ¿No era público y notorio que mis visitas a la Marquesa viuda de X… traspasaban, por su frecuencia y duración, los límites a que debe circunscribirse la cortesía? ¿No podría suceder que en una de aquellas visitas me hubiera dejado la cabeza, o me la hubieran secuestrado y escondido, como en rehenes que garantizara la próxima vuelta?
Diome tanta luz esta indicación, y tan contento me puse, y tan claro vi el fin de mi desdicha, que apenas pude mostrar al conspicuo Doctor mi agradecimiento, y abrazándole, salí presuroso. Ya no tenía sosiego hasta no personarme en casa de la Marquesa, a quien tenía por autora de la más pesada broma que mujer alguna pudo inventar.
– VI –
La esperanza me alentaba. Corrí por las calles, hasta que el cansancio me obligó a moderar el paso. La gente no reparaba en mi horrible mutilación, o si la veía, no manifestaba gran asombro. Algunos me miraban como asustados: vi la sorpresa en muchos semblantes, pero el terror no.
Diome por examinar los escaparates de las tiendas, y para colmo de confusión, nada de cuanto vi me atraía tanto como las instalaciones de sombreros. Pero estaba de Dios que una nueva y horripilante sorpresa trastornase mi espíritu, privándome de la alegría que lo embargaba y sumergiéndome en dudas crueles. En la vitrina de una peluquería elegante vi…
Era una cabeza de caballero admirablemente peinada, con barba corta, ojos azules, nariz aguileña… era, en fin, mi cabeza, mi propia y auténtica cabeza… ¡Ah! cuando la vi, la fuerza de la emoción por poco me priva del conocimiento… Era, era mi cabeza, sin más diferencia que la perfección del peinado, pues yo apenas tenía cabello que peinar, y aquella cabeza ostentaba una espléndida peluca.
Ideas contradictorias cruzaron por mi mente. ¿Era? ¿No era? Y si era, ¿cómo había ido a parar allí? Si no era, ¿cómo explicar el pasmoso parecido? Dábanme ganas de detener a los transeúntes con estas palabras: «Hágame usted el favor de decirme si es esa mi cabeza.»
Ocurrióme que debía entrar en la tienda, inquirir, proponer, y por último, comprar la cabeza a cualquier precio… Pensado y hecho; con trémula mano abrí la puerta y entré… Dado el primer paso, detúveme cohibido, recelando que mi descabezada presencia produjese estupor y quizás hilaridad. Pero una mujer hermosa, que de la trastienda salió risueña y afable, invitóme a sentarme, señalando la más próxima silla con su bonita mano, en la cual tenía un peine.
Iván Salinas me envía la noticia del nuevo número de la revista Retors.net, dedicada a ofrecer al lector francés traducciones de textos previamente inéditos; la revista ofrece ahora un dossier sobre nueva literatura hispanoamericana con textos en edición bilingüe: español/francés. Ya sabemos de los cuellos de botella, la insularidad, el aislamiento de nuestros países: mientras otra cosa pasa, bien podemos leer allá lo que sucede acá… y varios de los textos son de lo más interesante.
(Creo que esto no lo había dicho: hace tiempo, Iván tradujo (mejoró) mi novela corta «Shanté», que apareció también en Retors en dos partes: 1 y 2).
Raquel heredó de su madre la Enciclopedia Femenina Nauta, publicada en 1969 por la editorial del mismo nombre. Está dividida en seis tomos: «La decoración», «La belleza femenina», «La vida sexual», «El bebé y el niño», «La casa» y «La cocina». Del último hemos sacado varias recetas de lo más sabroso, pero teníamos la impresión de que el resto de los tomos serían conservadores y moralizantes. Qué sorpresa descubrir que el título del primero es realmente La decoración y que se trata de un libro independiente, sólo integrado en el paquete de la enciclopedia. Qué sorpresa descubrir que la autora, Mercedes Salisachs, es una escritora todavía en activo a sus 94 años y que desarrolló el grueso de su carrera literaria (con muchos conflictos contra la censura y los prejuicios de la época) en la España de Franco. Qué sorpresa, a pesar de los argumentos que la descalifican en muchos lugares (Wikipedia la llama «la gran narradora de la burguesía profranquista de la segunda mitad del siglo XX», lo que desde luego es para salir huyendo), encontrarle pasajes como los que siguen, dedicados a «las casas perversas».
Leyéndolos pensé en Neil Gaiman en su etapa mejor, en el ensayo sobre la jardinería que escribió Joseph Conrad o en los textos de Malcolm de Chazal. Su aliento es mágico en ese sentido dificilísimo: eleva lo trivial y lo transforma:
La perversidad de las casas suele venir condicionada casi en su totalidad a la falta de ayuda en la evolución de las mismas. Su perversidad es una pura reacción contra el abandono o el desdén del que han sido objeto.
Por lo común las casas perversas tuvieron un origen glorioso: la mayoría de ellas fueron exponentes directos de los adelantos de su época. Cuando las construyeron se les contemplaba con orgullo, se procuraba cuidarlas y se les concedía categoría de monumento.
De ahí que, a mayor abundancia de lujo y comodidades anteriores, mayor sea su perversidad posterior. Es cosa sabida que lo que damos por hecho, cuesta más de realizar que aquello que de antemano sabemos que ha quedado por hacer.
Por tal motivo, cuando las casas que se realizaron gloriosamente entran en la fase de desastre, son mucho más desastrosas que las casas realizadas sin pena ni gloria. (…)
Cuando alguien penetra en una de esas casas, lo primero que percibe es un cuadro torcido. Discretamente lo endereza, pero a la salida comprende que el asunto no dependía de su buena voluntad sino de la descentralización del clavo. En realidad casi todos los cuadros de las casas perversas están torcidos. Es el común denominador que mejor las unifica. (…)
Las pantallas, torcidas por la rotura del eje, cubren la bombilla a medias y deslumbran al que se sienta frente a ellas. Los ceniceros jamás se encuentran al alcance de la mano, y las mesitas auxiliares sirven para encaramarse en ellas cuando hay que cerrar los ventanales.
En este tipo de casas es muy frecuente abrir una puerta y quedarnos con el pomo en la mano, impulsar un cajón hacia adelante y comprobar que la madera se ha hinchado, y si queremos cerrarnos en un lugar excusado, descubrir que el pestillo no funciona. (…)
En suma: las casas que, tras un largo periodo de gloria, se convierten en casas perversas, existen principalmente para torturar. Porque, aunque conserven su aureola de casas magníficas, se las abandonó a su arbitrio y evolucionaron solas. Nadie les quiso echar una mano. Fiados en su prestigio, los herederos consideraron que sus cualidades iban a ser eternas, pero las saturaron de desgana y las convirtieron en casas rencorosas, vengativas y malhumoradas.
Los buenos sentimientos de sus habitantes resbalaron por ellas sin contagio.
En fin, una nueva autora problemática para el catálogo de rarezas.
Varios amigos y conocidos de alrededor de treinta me han comentado recientemente sus deslumbramientos literarios. Todos dicen más o menos lo mismo: «Qué más se puede decir si X ya lo dijo todo», «La novela de Y marca un antes y un después», «Con el libro de Z me hubiera bastado para el año entero» y así por el estilo. Yo escuchaba sin opinar (cuando mucho, con cierta pesadumbre). Entonces recordé que yo decía lo mismo (de otros autores, claro; probablemente, incluso, de autores menos brillantes, menos celebrados, hasta menos buenos) a los quince o los dieciséis. Ahora sigo sin opinar. Opine usted si quiere.
* * *
Pero antes, escuche: Clara Rockmore interpreta a Saint-Saëns en su theremin:
Leopoldo María Panero, Visión de la literatura de terror anglo-americana.
Madrid, Felmar, 1977.
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Para este mes, recupero un texto que había perdido y que se publicó en 2005 en Ánima dispersa, el blog que antecedió a éste.]
Esta nota debe comenzar con el siguiente fragmento de Leopoldo María Panero (1948), poeta español:
¿Qué sucede con las palabras que no llegan a ser pronunciadas, con los pensamientos que se olvidan, con las inteligencias destruidas? Cuando creemos hablar, ellas nos hablan: los muertos guían nuestros pasos.
Como el anterior, este texto apareció primero en Ánima dispersa, una bitácora que mantuve poco antes de 2005. Este cuento es de Leopoldo María Panero, gran poeta español, conocido por su obra poética y por su largo internamiento en sanatorios mentales pero también por su obra narrativa. «Acéfalo» proviene de En lugar del hijo (1973).
ACÉFALO (proyecto de cuento)
Leopoldo María Panero
Ed io sentii chiavar l’uscio di sotto
all’orribile torre: ond’io guardai
nel viso al mio figliuol senza far matto.
Inferno, XXXIII, 46-48
I
Descripción de la Torre de Gualandi, en el centro de Le Sette Vie, que sirvió de prisión al Conte Ugolino y a sus dos hijos y a sus dos sobrinos en el año de 1289, y una de cuyas puertas fue sellada tras de ellos: descripción que ha de ser fría, objetiva, geométrica, en modo alguno poética: como, si quien la mirara, no fuera el autor, ni ningún otro hombre, sino el objetivo insensible de una cámara cinematográfica.
II. Presentimientos de Ugolino
1. Una noche, tras de una batalla perdida (la batalla de Meloria, en la desastrosa guerra con Génova, en 1284: fue el regreso de los prisioneros hechos en esa batalla a Pisa uno de los factores que más influyeron en la caída del conte, cuando éste ya se había convertido en déspota de Pisa: en esta ocasión, sin embargo, se supone que no era aún sino capitán general de los ejércitos de Pisa), Ugolino sueña que está en su palacio, en un banquete: pasan ante sus ojos numerosas imágenes de copas de cristal rellenas de Chianti, de vino francés de Médoc; ve verterse en las copas líquidos rojos, o rosáceos, y algunos casi negros: ve el vino derramado por toda la mesa y se siente inmensamente borracho: y de repente le asalta la sospecha, venida no se sabe de dónde, de que lo que mancha los ricos manteles no es vino, sino sangre.
2. Siendo aún capitán general de los ejércitos de Pisa, y después de derrotar, con la ayuda de su aliado el arzobispo Ruggiero degli Ubaldini, a los Visconti, sus rivales para el gobierno de la ciudad (que le habían encarcelado y desterrado antes de 1276), entra triunfalmente en Pisa y desfila junto a degli Ubaldini por sus calles. No se hace mención de sus sentimientos, basta con saber que experimenta un profundo cansancio, que apenas alivia el orgullo: el desfile se le antoja interminable. Entonces, de repente, cree por un segundo ver entre la multitud a un hambre sin cabeza, que le aplaude frenéticamente: se vuelve al instante hacia Ruggiero en demanda de ayuda, y puede ver cómo éste le sonríe.
3. Discusión entre il conte y degli Ubaldini, mucho más tarde, cuando Ugolino es ya tirano de Pisa en la biblioteca del palacio del Arzobispo (por orden del cual habría de ser encerrado luego en la torre de Gualandi).
De la calle llegan chillidos de animales, cerdos tal vez, atenuados por los gruesos cristales coloreados, y la voz de una mujer que canta una canción incomprensible. Mientras Ugolino le habla con tono cada vez más excitado, el arzobispo se dedica a hojear calmosamente un libro, en el que se describe, con singular crudeza, la castración de un santo.
De repente, Ugolino, borracho de cólera, borracho como en su sueño, da un manotazo a la pila de libros que hay sobre la mesa del arzobispo Ruggiero, a guisa de despedida. Pero, sin embargo, algo retiene su mirada y le impide marcharse: una ilustración visible en uno de los libros que se ha abierto al caer al suelo. Era, en verdad, un dibujo muy extraño: tenía el aspecto de un hombre y, sin embargo, no lo era. Había, en efecto, en él una incongruencia que le mantenía allí inmóvil y que, sin embargo, no alcanzaba a precisar. No haciendo caso alguno del arzobispo ligeramente atónito y divertido ante aquella interrupción del teatro de la cólera, il conte se agachó y tomó en sus manos el libro que contenía aquel dibujo, pudo comprobar entonces que la ilustración representaba a un hombre desnudo, pero cubierto de extraños signos: sus intestinos, que eran visibles, componían la forma de una serpiente, y una calavera ocupaba el lugar del estómago; uno de sus brazos sostenía un corazón en llamas, mientras que el otro blandía, el frío de una espada. Pero no estaban, sin embargo, aquellos signos en el origen de su extrañeza, pese a ser, como ya se ha dicho, sobremanera extraños; lo que le dejaba perplejo era la sensación de una falta, de una falta monstruosa en aquella figura. Y entonces lo descubrió; y, al hacerlo, sintió como si le hubieran robado el alma, y se encontrara, al caer la tarde, solo en una llanura y sin otra riqueza que un inmóvil asombro de que algo o alguien le hubiera robado su espíritu: y pensó por un segundo que no era extraño que sólo fuera capaz de sentir ese miserable asombro, si no tenía alma. Y es que aquello, aquello que faltaba a la figura, era precisamente el asiento del alma: la figura carecía de cabeza: ésa era su divinidad, o, lo que es lo mismo, su monstruosidad; y se sorprendió de que hubiera tardado tanto en averiguarlo.
Y, a continuación, su mirada se detuvo en una leyenda, en latín y parte en griego, que había debajo de aquella figura, atribuyendo, al parecer, un nombre a lo que había perdido el derecho de llamarse de algún modo. La inscripción decía:
DEUS AKÉFALOS, QUI IMPERAT OBSCURAM REGIONEM VENTRIS
Y se vio de nuevo en aquel campo solitario, al crepúsculo, caído y maltrecho, y profundamente perplejo por carecer de alma.
4. Ugolino sueña que se despierta, en su habitación, y que las paredes de ésta se van poco a poco desnudando y llenando de una humedad oscura hasta acabar ofreciendo el aspecto de los muros de un calabozo. No se sabe si de dentro o de afuera —de ese improbable afuera llegan chillidos de animales, cerdos tal vez. Es en ese momento cuando nota en su boca un sabor dulce y viscoso, y le asalta el recuerdo impreciso, pero tenaz hasta la asfixia, de haber ingerido una sustancia pegajosa, esponjosa parecida también a la goma; de súbito se ve levantarse lentamente e ir hacia la única ventana y mirar a través de ella: y experimenta entonces la confusa sensación de que es inmortal.
III
Ugolino despierta, esta vez realmente, y se halla en una celda, en una celda real, y recuerda todo, porque el perdón del sueño no dura indefinidamente: allí están sus dos hijos y sus pequeños sobrinos que chillan como animales, por causa del hambre. No es posible describir el hambre, la reducción del cuerpo al estado de boca, de una boca ávida y dolorosa. Una boca que se ha desnudado de la palabra, de la palabra insípida.
Y, como no es posible describir el hambre, se procede a describir minuciosamente la boca de Ugolino, en un rincón oscuro de la celda, y se nos relata de la forma más minuciosa sus náuseas, bostezos, etc. Igualmente de sus mandíbulas, de su garganta, etc.
En cuanto a la psicología del hambre, se desprecia, haciendo sólo a lo más mención de que su deseo, entonces, es algo distinto de su voluntad, de que es como si habitara su cuerpo un alma que ya no es la suya.
IV
Mientras los pequeños chillan como cerdos, su mirada encuentra avergonzada —avergonzada, simplemente, de mirar, de delatar la presencia de un ser humano en aquel lugar en que ya no es posible lo humano, la de Gaddo, su hijo de menos edad, que tiembla frente a él—, y le oye, con esa mezcla de exactitud y precisión que es propia de la agonía, decir:
Padre, ¿por qué no me ayudas?
Y luego de decir esto, Gaddo se recuesta en un rincón oscuro de la celda, y se os relata de la forma más crudamente informativa y menos poética posible, simplemente que ha muerto. Y, cuando Ugolino lo sabe, sabe también que le espera, horrible, el gozo.
V
Sin la concesión a la humanidad que supondría explicar el proceso psicológico que lleva a il conte a devorar a su hijo muerto, explicación que sería inútil, a más de falsa, dado que la decisión de hacerlo ha de cortar inevitablemente toda continuidad psicológica, vemos a Ugolino en el acto de hacerlo, devorando a Gaddo sin apenas darse cuenta de ello. No hay voluntad en el hambre, sería también por ello mentiroso ver el gesto de devorar a Gaddo desde la óptica de una voluntad cualquiera. El hambre no es humana, no se equivoca quien habla accidentalmente de un hambre “sobrehumana”: hambre es, como decía Hesiodo, una divinidad hija de la noche.
VI
Ugolino, que ha actuado hasta entonces “fuera de sí”, es decir más allá del alcance de toda psicología, despierta de su trance dudando entre la saciedad y el vómito: pero hay algo peor, algo entre sus manos que escapa incluso al argumento del hambre, que rehuye toda lógica incluso la menos humana y la más desesperada: porque, en efecto, tiene entre sus manos bañadas, obviamente en sangre, la cabeza de su hijo menor y, al volverse, contempla a su otro hijo que le mira, no hace falta decirlo, con interrogación y horror: más aún cuando ve que su padre le sonríe, inexplicablemente, como sonríe agresivamente el loco cuando se han cortado todos los puentes que nos podrían unir a él. Y, sin embargo, cuando Ugolino procede a raspar cuidadosamente el cráneo y cuando luego lo abre y le extrae el cerebro, sabe que aquello no carece de lógica, sólo por obedecer a la lógica de un sueño; y, si continúa sonriendo, es porque hay también placer en la pesadilla, y el placer más extremo, del que el hombre sólo está protegido por el Terror.
Descripción de aquella bola pegajosa. Descripción breve de la sensación que produce en su boca aquella sustancia elástica.
Al acabar de devorarla siente la necesidad del vómito, pero no puede—o quizás no quiere—vomitar. Sin embargo, está por hacerlo cuando siente una ligera ebriedad que va creciendo más y más hasta transformarse en una salvaje borrachera.
* * *
Al cabo de infinitos años, algunos niños juegan en un campo solitario, al atardecer, aprovechando que ése es el primer día en que no llueve: ha llovido, en efecto, sin cesar durante muchos días, y la lluvia interminable ha removido la tierra, abriendo el camino a sus secretos repugnantes. Juegan con el lodo que no ha tenido tiempo de secarse y, cuando están sumergidos en esa labor, sus manos tropiezan con un objeto sólido que emerge apenas de entre el barro y que resulta ser una tosca caja de madera, cerrada con fuertes y mohosos candados. Pero lo que les hace salir corriendo en busca de la ayuda de sensibilidades más cicatrizadas es la sensación, que luego, a la vista del contenido real de la caja, se demuestra absurda, de que dentro algo respira. Y, sin embargo, sus mayores habrán de comprobar que no hay en apariencia nada extraño, al menos insoportablemente extraño, en dicho contenido: sólo el cadáver incorrupto de un hombre, que suponen enterrado hace sólo escaso tiempo, pese a que la caja presenta las señales del paso de muchos años, de demasiados años. Nada pues, de una extrañeza excesivamente intolerable: excepto aquellos cerrojos, aquellos cerrojos que hacen suponer que ese hombre fue enterrado vivo, y que alguien se aseguró muy bien de que no pudiera escapar de aquella muerte horrenda que, sin embargo, no ha logrado cerrar sus ojos, ni, tal vez… su boca.