Del sitio e-Kuóreo –que es una estupenda antología de minificción en línea– recojo esta colección de minicuentos. Fueron entresacados de la novela Paraíso (1994) de Abdulrazak Gurnah (1948), narrador tanzano que en 2021 ganó el Premio Nobel de Literatura. Los textos –que sin duda tendrán otro sentido dentro de la novela– se dejan leer como historias en las que los mitos y la vida real de las naciones africanas del siglo XX se enfrentan con la influencia del colonialismo europeo.
Hombres-lobo
Hay lobos y chacales que roban bebés y los crían como bestias, alimentándolos con pecho de perro y carne regurgitada. Les enseñan a hablar su lenguaje y a cazar. Cuando son mayores, hacen que se apareen con ellos para engendrar hombres-lobo que viven en lo más profundo de la selva y sólo comen carne podrida. También comen carne humana, pero sólo de aquellos por quienes no se había rezado tras su muerte.
Bajo llave
En las enormes casas silenciosas de lisas fachadas, las ricas familias omaníes casan a sus hijos con los hijos de sus hermanos. En estas fortalezas enormes hay hijos enfermos, encerrados bajo llave, y de quienes no vuelve a hablarse nunca más. A veces se pueden ver los rostros de las pobres criaturas pegados a los barrotes de las ventanas en lo alto de las casas. Sólo Dios sabe con qué confusión observan nuestro miserable mundo. O tal vez comprenden que se trata del castigo de Dios por los pecados de sus padres.
El europeo legendario
En las polvorientas y fantasmagóricas tierras de la montaña cubierta de nieve, donde moraban los guerreros y la lluvia no era frecuente, vivía un europeo legendario. Se decía que era tan rico que su fortuna no podía calcularse. Había aprendido el lenguaje de los animales y no sólo podía conversar con ellos, sino también darles órdenes. Su reino abarcaba grandes extensiones de tierra, y vivía en un palacio de hierro sobre un acantilado. El palacio era también un imán poderoso, de modo que cuando los enemigos se acercaban a sus fortificaciones, las armas les eran arrebatadas de sus vainas y sus puños, siendo así desarmados y capturados. El europeo tenía poder sobre los jefes de las tribus salvajes, a quienes, sin embargo, admiraba por su crueldad y su implacabilidad. Para él, eran personas nobles, audaces y agraciadas, incluso guapas. Se decía que poseía un anillo con el cual podía llamar a los espíritus de la tierra para que lo sirviesen. Al norte de sus dominios merodeaban grupos de leones que tenían una ansia voraz por la carne humana pero, aun así, jamás se acercaban al europeo, a menos que éste los llamase.
Los europeos
Se apoderaban de la mejor tierra, sin pagar un solo abalorio; obligaban a la gente a trabajar para ellos con engaños; comían lo que fuese, aunque estuviera duro o podrido. Como si de una plaga de langostas se tratase, su voracidad no tenía límite ni decencia. Imponían tributos para esto, tributos para aquello, prisión para el infractor y, en ocasiones, el látigo y hasta la horca. Lo primero que construyen es un almacén, luego una iglesia, a continuación un cobertizo para el mercado, a fin de controlar el comercio y grabarlo con un impuesto. Y todo esto aún antes de construir un lugar donde vivir. Llevan ropa hecha de metal, pero que no irrita sus cuerpos; pueden pasarse días sin dormir o beber. Su saliva es venenosa: si te salpica, te quema la carne. La única forma de matar a uno de ellos es apuñalarlo bajo la axila izquierda; pero resulta casi imposible hacerlo, porque llevan ese punto fuertemente protegido.
Mientras el cuerpo de un europeo no estuviese destruido, estropeado o hubiera empezado a pudrirse, otro europeo podía devolverlo a la vida, insuflarle vida de nuevo. Las serpientes también lo hacían y su saliva es igualmente venenosa. Si algún día te tocara ver a un europeo muerto, no le pongas la mano encima ni le saques nada, pues si volvía a levantarse, te acusaría.
Así creció la ciudad
Cuando los árabes empezaron a venir a la ciudad de Tayari, comprar esclavos era como coger fruta de un árbol. Ni siquiera tenían que capturar a sus víctimas, si bien algunos lo hacían porque disfrutaban con ello. Había mucha gente deseosa de vender a sus primos y a sus vecinos por unas cuantas baratijas. Y los mercados estaban abiertos en todas partes, abajo, en el sur, y en las islas del océano donde los europeos se dedicaban al cultivo del azúcar; en Arabia y Persia, en las nuevas plantaciones de claveros del sultán de Zanzíbar. Se podía ganar mucho dinero. Los mercaderes indios, mientras sacasen provecho, prestaban dinero para cualquier cosa. Les prestaron a esos árabes para que comerciasen con marfil y esclavos… tal como hacían los otros extranjeros, pero los indios actuaban por ellos. En cualquier caso, los árabes compraron esclavos a uno de los sultanes salvajes de las inmediaciones e hicieron que trabajasen en los campos y les construyeran casas cómodas. Así fue como fue creciendo esta ciudad.
El rapto de la princesa
Un genio raptó a una hermosa princesa la noche de sus esponsales y la ocultó en un escondite subterráneo, en medio de la selva. Lo llenó de oro, joyas y toda clase de alimentos exquisitos y comodidades. Cada diez días, el genio iba a visitar a la princesa y se pasaba la noche con ella; luego se marchaba para ocuparse de los asuntos propios de un genio.
Un día, un leñador se enganchó un dedo del pie en la manija de la trampa que daba al escondite. Abrió la puerta, bajó las escaleras y encontró a la princesa. Se enamoraron al instante. Ella le contó que llevaba muchos años encerrada y le mostró el hermoso jarrón que tenía que frotar si necesitaba que el genio acudiera urgentemente. Después de cuatro días, el leñador trató de convencer a la princesa de que se fuera con él, pero ella le dijo que no había forma de escapar, que el genio sabría encontrarla allí donde estuviera. El leñador, ardiendo de amor y consumido por los celos, arrojó el jarrón contra la pared. En un instante, apareció el genio, con la espada desenvainada en la mano. Entendiendo que su princesa había estado complaciendo a otro hombre, de un tajo, le cercenó la cabeza. En medio de la confusión, el leñador escapó, pero se le quedaron las sandalias y el hacha. Entonces, el genio se las enseñó a la gente del pueblo cercano, diciendo que eran de un amigo, y lo acompañaron hasta la casa del leñador. El genio lo llevó a la cima de una montaña árida y enorme y lo convirtió en un mono.
¿Por qué no podía limitarse a visitar a la princesa durante los nueve días en que el genio no estaba?
Los amuletos
—Yo tenía un amuleto —dijo ella—. Me habían dicho que me protegería del mal y no fue así, de manera que me deshice de él.
—¿Será éste que encontré? —dijo él, palpándolo a través de la camisa, pues lo llevaba colgado con una cuerda.
—No, si contiene un genio bueno. ¿Lo probaste?
—Todavía estoy elaborando mis planes —contestó él—. No tiene sentido sacar al genio de su vida atareada para pedirle una tontería. Si le pido algo trivial, podría ofenderse y no volver nunca más.
El mes pasado no pude publicar un cuento, así que en éste habrá dos. El primero es de Henry James (1843-1916), el gran autor estadounidense –emigrado desde muy pronto a Inglaterra–, maestro de la narrativa de su tiempo. Algunas personas asocian el nombre de James sólo con sus historias de lo sobrenatural y lo extraño, de las que la más famosa debe ser la novela Otra vuelta de tuerca; sin embargo, James fue también un observador extraordinario de la psicología humana y de las relaciones sociales y personales, y estos intereses se juntan de hecho con la narración de lo misterioso en aquella novela y en gran parte de su obra. Otro ejemplo es «Los amigos de los amigos» («The Friends of Friends»), publicado inicialmente con el título «The Way It Came» en 1896. Enmarcada como el testimonio de un lector de parte de los diarios de la protagonista, en la narración importa tanto la relación que ésta entabla con su prometido como las causas inexplicables por las que se ve en peligro. Este cuento fue seleccionado por Italo Calvino para su famosa antología Cuentos fantásticos del XIX.
LOS AMIGOS DE LOS AMIGOS
Henry James
Encuentro, como profetizaste, mucho de interesante, pero poco de utilidad para la cuestión delicada —la posibilidad de publicación—. Los diarios de esta mujer son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, claro está, más que a las cosas que oía, a las que veía y sentía. Unas veces escribe sobre sí misma, otras sobre otros, otras sobre la combinación. Lo incluido bajo esta última rúbrica es lo que suele ser más gráfico. Pero, como comprenderás, no siempre lo más gráfico es lo más publicable. La verdad es que es tremendamente indiscreta, o por lo menos tiene todos los materiales que harían falta para que yo lo fuera. Observa como ejemplo este fragmento que te mando después de dividirlo, para tu comodidad, en varios capítulos cortos. Es el contenido de un cuaderno de pocas hojas que he hecho copiar, que tiene el valor de ser más o menos una cosa redonda, una suma inteligible. Es evidente que estas páginas datan de hace bastantes años. He leído con la mayor curiosidad lo que tan circunstanciadamente exponen, y he hecho todo lo posible por digerir el prodigio que dejan deducir. Serían cosas llamativas, ¿no es cierto?, para cualquier lector; pero ¿te imaginas siquiera que yo pusiera semejante documento a la vista del mundo, aunque ella misma, como si quisiera hacerle al mundo ese regalo, no diera a sus amigos nombres ni iniciales? ¿Tienes tú alguna pista sobre su identidad? Le cedo la palabra.
I
Sé perfectamente, por supuesto, que yo me lo busqué; pero eso ni quita ni pone. Yo fui la primera persona que le habló de ella: ni tan siquiera la había oído nombrar. Aunque yo no hubiera hablado, alguien lo habría hecho por mí; después traté de consolarme con esa reflexión. Pero el consuelo que dan las reflexiones es poco: el único consuelo que cuenta en la vida es no haber hecho el tonto. Esa es una bienaventuranza de la que yo, desde luego, nunca gozaré. «Pues deberías conocerla y comentarlo con ella», fue lo que le dije inmediatamente. «Sois almas gemelas». Le conté quién era, y le expliqué que eran almas gemelas porque, si él había tenido en su juventud una aventura extraña, ella había tenido la suya más o menos por la misma época. Era cosa bien sabida de sus amistades —cada dos por tres se le pedía que relatara el incidente—. Era encantadora, inteligente, guapa, desgraciada; pero, con todo eso, era a aquello a lo que en un principio había debido su celebridad.
Tenía dieciocho años cuando, estando de viaje por no sé dónde con una tía suya, había tenido una visión de su padre en el momento de morir. Su padre estaba en Inglaterra, a una distancia de cientos de millas y, que ella supiera, ni muriéndose ni muerto. Ocurrió de día, en un museo de una gran ciudad extranjera. Ella había pasado sola, adelantándose a sus acompañantes, a una salita que contenía una obra de arte famosa, y que en aquel momento ocupaban otras dos personas. Una era un vigilante anciano; a la otra, antes de fijarse, la tomó por un desconocido, un turista. No fue consciente sino de que tenía la cabeza descubierta y estaba sentado en un banco. Pero en el instante en que puso los ojos en él vio con asombro a su padre, que, como si llevara esperándola mucho tiempo, la miraba con inusitada angustia y con una impaciencia que era casi un reproche. Ella corrió hacia él, gritando descompuesta: «¿Papá, qué te pasa?»; pero a esto siguió una demostración de sentimiento todavía más intenso al ver que ante ese movimiento su padre se desvanecía sin más, dejándola consternada entre el vigilante y sus parientes, que para entonces ya la habían seguido. Esas personas, el empleado, la tía, los primos, fueron pues, en cierto modo, testigos del hecho —del hecho, al menos, de la impresión que había recibido—; y hubo además el testimonio de un médico que atendía a una de las personas del grupo y a quien se comunicó inmediatamente lo sucedido. El médico prescribió un remedio contra la histeria pero le dijo a la tía en privado: «Espere a ver si no ocurre nada en su casa». Sí había ocurrido algo: el pobre padre, víctima de un mal súbito y violento, había fallecido aquella misma mañana. La tía, hermana de la madre, recibió en el día un telegrama en el que se le anunciaba el suceso y se le pedía que preparase a su sobrina. Su sobrina ya estaba preparada, y ni que decir tiene que aquella aparición dejó en ella una huella indeleble. A todos nosotros, como amigos suyos, nos había sido transmitida, y todos nos la habíamos transmitido unos a otros con cierto estremecimiento. De eso hacía doce años, y ella, como mujer que había hecho una boda desafortunada y vivía separada de su marido, había cobrado interés por otros motivos; pero como el apellido que ahora llevaba era un apellido frecuente, y como además su separación judicial apenas era distinción en los tiempos que corrían, era habitual singularizarla como «esa, sí, la que vio al fantasma de su padre».
En cuanto a él, él había visto al de su madre…, ¡qué más hacía falta! Yo no lo había sabido hasta esta ocasión en que nuestro trato más íntimo, más agradable, le llevó, por algo que había salido en nuestra conversación a mencionarlo y con ello a inspirarme el impulso de hacerle saber que tenía un rival en ese terreno —una persona con quien comparar impresiones—. Más tarde, esa historia vino a ser para él, quizá porque yo la repitiese indebidamente, también una cómoda etiqueta mundana; pero no era con esa referencia como me lo habían presentado un año antes. Tenía otros méritos, como ella, la pobre, también los tenía. Yo puedo decir sinceramente que fui muy consciente de ellos desde el primer momento —que los descubrí antes de que él descubriera los míos—. Recuerdo haber observado ya en aquel entonces que su percepción de los míos se avivó por esto de que yo pudiera corresponder, aunque desde luego no con nada de mi propia experiencia, a su curiosa anécdota. Databa esa anécdota, como la de ella, de una docena de años atrás: de un año en el que, estando en Oxford, por no sé qué razones se había quedado a hacer el curso «largo». Era una tarde del mes de agosto; había estado en el río. Cuando volvió a su habitación, todavía a la clara luz del día, encontró allí a su madre, de pie y como con los ojos fijos en la puerta. Aquella mañana había recibido una carta de ella desde Gales, donde estaba con su padre. Al verle le sonrió con muchísimo cariño y le tendió los brazos, y al adelantarse él abriendo los suyos, lleno de alegría, se desvaneció. Él le escribió aquella noche, contándole lo sucedido; la carta había sido cuidadosamente conservada. A la mañana siguiente le llegó la noticia de su muerte. Aquel azar de nuestra conversación hizo que se quedara muy impresionado por el pequeño prodigio que yo pude presentarle. Nunca se había tropezado con otro caso. Desde luego que tenían que conocerse, mi amiga y él; seguro que tendrían cosas en común. Yo me encargaría, ¿verdad? —si ella no tenía inconveniente—; él no lo tenía en absoluto. Yo había prometido hablarlo con ella en la primera ocasión, y en la misma semana pude hacerlo. De «inconveniente» tenía tan poco como él; estaba perfectamente dispuesta a verle. A pesar de lo cual no había de haber encuentro —como vulgarmente se entienden los encuentros.
II
La mitad de mi cuento está en eso: de qué forma extraordinaria se vio obstaculizado. Fue culpa de una serie de accidentes; pero esos accidentes, persistiendo al cabo de los años, acabaron siendo, para mí y para otras personas, objeto de diversión con cada una de las partes. Al principio tuvieron bastante gracia, luego ya llegaron a aburrir. Lo curioso es que él y ella estaban muy bien dispuestos: no se podía decir que se mostrasen indiferentes, ni muchísimo menos reacios. Fue uno de esos caprichos del azar, ayudado, supongo, por una oposición bastante arraigada de las ocupaciones y costumbres de uno y otra. Las de él tenían por centro su cargo, su sempiterna inspección, que le dejaba escaso tiempo libre, reclamándole constantemente y obligándole a anular compromisos. Le gustaba la vida social, pero en todos lados la encontraba y la cultivaba a la carrera. Yo nunca sabía dónde podía estar en un momento dado, y a veces transcurrían meses sin que le viera. Ella, por su parte, era prácticamente suburbana: vivía en Richmond y no «salía» nunca. Era persona de distinción, pero no de mundo, y muy sensible, como se decía, a su situación. Decididamente altiva y un tanto caprichosa, vivía su vida como se la había trazado. Había cosas que era posible hacer con ella, pero era imposible hacerla ir a las reuniones en casa ajena. De hecho éramos los demás los que íbamos, algo más a menudo de lo que hubiera sido normal, a las suyas, que consistían en su prima, una taza de té y la vista. El té era bueno; pero la vista nos era ya familiar, aunque tal vez su familiaridad no alcanzara, como la de la prima —una solterona desagradable que formaba parte del grupo cuando aquello del museo que ahora vivía con ella—, al grado de lo ofensivo. Aquella vinculación a un pariente inferior, que en parte obedecía a motivos económicos —según ella su acompañante era una administradora maravillosa—, era una de las pequeñas manías que le teníamos que perdonar. Otro era su estimación de lo que le exigía el decoro por haber roto con su marido. Esta era extremada —muchos la calificaban hasta de morbosa—. No tomaba con nadie la iniciativa; cultivaba el escrúpulo; sospechaba desaires, o quizá me esté mejor decir que los recordaba: era una de las pocas mujeres que he conocido a quienes esa particular posición había hecho modestas más que atrevidas. ¡La pobre, cuánta delicadeza! Especialmente marcados eran los límites que había puesto a las posibles atenciones de parte de hombres: siempre estaba pensando que su marido no hacía sino esperar la ocasión para atacar. Desalentaba, si no prohibía las visitas de personas del sexo masculino no seniles: decía que para ella todas las precauciones eran pocas.
Cuando por primera vez le mencioné que tenía un amigo al que los hados habían distinguido de la misma extraña manera que a ella, le dejé todo el margen posible para que me dijera: «¡Ah, pues traele a verme!» Seguramente habría podido llevarle, y se habría producido una situación del todo inocente, o por lo menos relativamente simple. Pero no dijo nada de eso; no dijo más que: «Tendré que conocerle; ¡a ver si coincidimos!» Eso fue la causa del primer retraso, y entretanto pasaron varias cosas. Una de ellas fue que con el transcurso del tiempo, y como era una persona encantadora, fue haciendo cada vez más amistades, y matemáticamente esos amigos eran también lo suficientemente amigos de él como para sacarle a relucir en la conversación. Era curioso que sin pertenecer, por así decirlo, al mismo mundo, o, según una expresión horrenda, al mismo ambiente, mi sorprendida pareja hubiera venido a dar en tantos casos con las mismas personas y a hacerles entrar en el extraño coro. Ella tenía amigos que no se conocían entre sí, pero que inevitable y puntualmente le hablaban bien de él. Tenía también un tipo de originalidad, un interés intrínseco, que hacía que cada uno de nosotros la tuviera como un recurso privado, cultivado celosamente, más o menos en secreto, como una de esas personas a las que no se ve en una reunión social, a las que no todo el mundo —no el vulgo— puede abordar, y con quien, por tanto, el trato es particularmente difícil y particularmente precioso. La veíamos cada cual por separado, con citas y condiciones, y en general nos resultaba más conducente a la armonía no contárnoslo. Siempre había quien había recibido una nota suya más tarde que otro. Hubo una necia que durante mucho tiempo, entre los no privilegiados, debió a tres simples visitas a Richmond la fama de codearse con «cantidad de personas inteligentísimas y fuera de serie».
Todos hemos tenido amigos que parecía buena idea juntar, y todos recordamos que nuestras mejores ideas no han sido nuestros mayores éxitos; pero dudo que jamás se haya dado otro caso en el que el fracaso estuviera en proporción tan directa con la cantidad de influencia puesta en juego. Realmente puede ser que la cantidad de influencia fuera lo más notable de este. Los dos, la dama y el caballero, lo calificaron ante mí y ante otros de tema para una comedia muy divertida. Con el tiempo, la primera razón aducida se eclipsó, y sobre ella florecieron otras cincuenta mejores. Eran tan parecidísimos: tenían las mismas ideas, mañas y gustos, los mismos prejuicios, supersticiones y herejías; decían las mismas cosas y, a veces, las hacían; les gustaban y les desagradaban las mismas personas y lugares, los mismos libros, autores y estilos; había toques de semejanza hasta en su aspecto y sus facciones. Como no podía ser menos, los dos eran, según la voz popular, igual de «simpáticos» y casi igual de guapos. Pero la gran identidad que alimentaba asombros y comentarios era su rara manía de no dejarse fotografiar. Eran las únicas personas de quienes se supiera que nunca habían «posado» y que se negaban a ello con pasión. Que no y que no —nada, por mucho que se les dijera—. Yo había protestado vivamente; a él, en particular, había deseado tan en vano poder mostrarle sobre la chimenea del salón, en un marco de Bond Street. Era, en cualquier caso, la más poderosa de las razones por las que debían conocerse —de todas las poderosas razones reducidas a la nada por aquella extraña ley que les había hecho cerrarse mutuamente tantas puertas en las narices, que había hecho de ellos los cubos de un pozo, los dos extremos de un balancín, los dos partidos del Estado, de suerte que cuando uno estaba arriba el otro estaba abajo, cuando uno estaba fuera el otro estaba dentro; sin la más mínima posibilidad para ninguno de entrar en una casa hasta que el otro la hubiera abandonado, ni de abandonarla desavisado hasta que el otro estuviera a tiro—. No llegaban hasta el momento en que ya no se les esperaba, que era precisamente también cuando se marchaban. Eran, en una palabra, alternos e incompatibles; se cruzaban con un empecinamiento que sólo se podía explicar pensando que fuera preconvenido. Tan lejos estaba de serlo, sin embargo, que acabó —literalmente al cabo de varios años— por decepcionarles y fastidiarles. Yo no creo que su curiosidad fuera intensa hasta que se manifestó absolutamente vana. Mucho, por supuesto, se hizo por ayudarles, pero era como tender alambres para hacerles tropezar. Para poner ejemplos tendría que haber tomado notas; pero sí recuerdo que ninguno de los dos había podido jamás asistir a una cena en la ocasión propicia. La ocasión propicia para uno era la ocasión frustrada para el otro. Para la frustrada eran puntualísimos, y al final todas quedaron frustradas. Hasta los elementos se confabulaban, secundados por la constitución humana. Un catarro, un dolor de cabeza, un luto, una tormenta, una niebla, un terremoto, un cataclismo se interponían infaliblemente. El asunto pasaba ya de broma.
Pero como broma había que seguir tomándolo, aunque no pudiera uno por menos de pensar que con la broma la cosa se había puesto seria, se había producido por ambas partes una conciencia, una incomodidad, un miedo real al último accidente de todos, el único que aún podía tener algo de novedoso, al accidente que sí les reuniese. El efecto último de sus predecesores había sido encender ese instinto. Estaban francamente avergonzados —quizá incluso un poco el uno del otro—. Tanto preparativo, tanta frustración: ¿qué podía haber, después de tanto y tanto, que lo mereciera? Un mero encuentro sería mera vaciedad. ¿Me los imaginaba yo al cabo de los años, preguntaban a menudo, mirándose estúpidamente el uno al otro, y nada más? Si era aburrida la broma, peor podía ser eso. Los dos se hacían exactamente las mismas reflexiones, y era seguro que a cada cual le llegaran por algún conducto las del contrario. Yo tengo el convencimiento de que era esa peculiar desconfianza lo que en el fondo controlaba la situación. Quiero decir que si durante el primer año o dos habían fracasado sin poderlo evitar, mantuvieron la costumbre porque —¿cómo decirlo?— se habían puesto nerviosos. Realmente había que pensar en una volición soterrada para explicarse una cosa tan repetida y tan ridícula.
III
Cuando para coronar nuestra larga relación acepté su renovada oferta de matrimonio, se dijo humorísticamente, lo sé, que yo había puesto como condición que me regalara una fotografía suya. Lo que era verdad era que yo me había negado a darle la mía sin ella. El caso es que le tenía por fin, todo pimpante, encima de la chimenea; y allí fue donde ella, el día que vino a darme la enhorabuena, estuvo más cerca que nunca de verle. Con posar para aquel retrato le había dado él un ejemplo que yo la invité a seguir; ya que él había depuesto su terquedad, ¿por qué no deponía ella la suya? También ella me tenía que regalar algo por mi compromiso: ¿por qué no me regalaba la pareja? Se echó a reír y meneó la cabeza; a veces hacía ese gesto con un impulso que parecía venido desde tan lejos como la brisa que mueve una flor. Lo que hacía pareja con el retrato de mi futuro marido era el retrato de su futura mujer. Ella tenía tomada su decisión, y era tan incapaz de apartarse de ella como de explicarla. Era un prejuicio, un entêtement, un voto —viviría y se moriría sin dejarse fotografiar—. Ahora, además, estaba sola en ese estado: eso era lo que a ella le gustaba; le otorgaba una originalidad tanto mayor. Se regocijó de la caída de su excorreligionario, y estuvo largo rato mirando su efigie, sin hacer sobre ella ningún comentario memorable, aunque hasta le dio la vuelta para verla por detrás. En lo tocante a nuestro compromiso se mostró encantadora, toda cordialidad y cariño.
—Llevas tú más tiempo conociéndole que yo sin conocerle —dijo—. Parece una enormidad.
Sabiendo cuánto habíamos trajinado juntos por montes y valles, era inevitable que ahora descansásemos juntos. Preciso todo esto porque lo que le siguió fue tan extraño que me da como un cierto alivio marcar el punto hasta donde nuestras relaciones fueron tan naturales como habían sido siempre. Yo fui quien con una locura súbita las alteró y destruyó. Ahora veo que ella no me dio el menor pretexto, y que donde únicamente lo encontré fue en su forma de mirar aquel apuesto semblante metido en un marco de Bond Street. ¿Y cómo habría querido yo que lo mirase? Lo que yo había deseado desde el principio era interesarla por él. Y lo mismo seguí deseando —hasta un momento después de que me prometiera que esa vez contaría realmente con su ayuda para romper el absurdo hechizo que los había tenido separados—. Yo había acordado con él que cumpliera con su parte si ella triunfalmente cumplía con la suya. Yo estaba ahora en otras condiciones —en condiciones de responder por él—. Me comprometía rotundamente a tenerle allí mismo a las cinco de la tarde del sábado siguiente. Había salido de la ciudad por un asunto urgente, pero jurando mantener su promesa al pie de la letra: regresaría ex profeso y con tiempo de sobra. «¿Estás totalmente segura?», recuerdo que preguntó, con gesto serio y meditabundo; me pareció que palidecía un poco. Estaba cansada, no estaba bien: era una pena que al final fuera a conocerla en tan mal estado. ¡Si la hubiera conocido cinco años antes! Pero yo le contesté que esta vez era seguro, y que, por tanto, el éxito dependía únicamente de ella. A las cinco en punto del sábado le encontraría en un sillón concreto que le señalé, el mismo en el que solía sentarse y en el que —aunque esto no se lo dije— estaba sentado hacía una semana, cuando me planteó la cuestión de nuestro futuro de una manera que me convenció. Ella lo miró en silencio, como antes había mirado la fotografía, mientras yo repetía por enésima vez que era el colmo de lo ridículo que no hubiera manera de presentarle mi otro yo a mi amiga más querida.
—¿Yo soy tu amiga más querida? —me preguntó con una sonrisa que por un instante le devolvió la belleza.
Yo respondí estrechándola contra mi pecho; tras de lo cual dijo:
—De acuerdo, vendré. Me da mucho miedo, pero cuenta conmigo.
Cuando se marchó empecé a preguntarme qué sería lo que le daba miedo, porque lo había dicho como si hablara completamente en serio. Al día siguiente, a media tarde, me llegaron unas líneas suyas: al volver a casa se había encontrado con la noticia del fallecimiento de su marido. Hacía siete años que no se veían, pero quería que yo lo supiera por su conducto antes de que me lo contaran por otro. De todos modos, aunque decirlo resultara extraño y triste, era tan poco lo que con ello cambiaba su vida que mantendría escrupulosamente nuestra cita. Yo me alegré por ella, pensando que por lo menos cambiaría en el sentido de tener más dinero; pero aún con aquella distracción, lejos de olvidar que me había dicho que tenía miedo, me pareció atisbar una razón para que lo tuviera. Su temor, conforme avanzaba la tarde, se hizo contagioso, y el contagio tomó en mi pecho la forma de un pánico repentino. No eran celos —no era más que pavor a los celos—. Me llamé necia por no haberme estado callada hasta que fuéramos marido y mujer. Después de eso me sentiría de algún modo segura. Tan sólo era cuestión de esperar un mes más —cosa seguramente sin importancia para quienes llevaban esperando tanto tiempo—. Se había visto muy claro que ella estaba nerviosa, y ahora que era libre su nerviosismo no sería menor. ¿Qué era aquello, pues, sino un agudo presentimiento? Hasta entonces había sido víctima de interferencias, pero era muy posible que de allí en adelante fuera ella su origen. La víctima, en tal caso, sería sencillamente yo. ¿Qué había sido la interferencia sino el dedo de la Providencia apuntando a un peligro? Peligro, por supuesto, para mi modesta persona. Una serie de accidentes de frecuencia inusitada lo habían tenido a raya; pero bien se veía que el reino del accidente tocaba a su fin. Yo tenía la íntima convicción de que ambas partes mantendrían lo pactado. Se me hacía más patente por momentos que se estaban acercando, convergiendo. Eran como los que van buscando un objeto perdido en el juego de la gallina ciega; lo mismo ella que él habían empezado a «quemarse». Habíamos hablado de romper el hechizo; pues bien, efectivamente se iba a romper —salvo que no hiciera sino adoptar otra forma y exagerar sus encuentros como había exagerado sus huidas—. Fue esta idea la que me robó el sosiego; la que me quitó el sueño —a medianoche no cabía en mí de agitación—. Sentí, al cabo, que no había más que un modo de conjurar la amenaza. Si el reino del accidente había terminado, no me quedaba más remedio que asumir su sucesión. Me senté a escribir unas líneas apresuradas para que él las encontrara a su regreso y, como los criados ya se habían acostado, yo misma salí destocada a la calle vacía y ventosa para echarlas en el buzón más próximo. En ellas le decía que no iba a poder estar en casa por la tarde, como había pensado, y que tendría que posponer su visita hasta la hora de la cena. Con ello le daba a entender que me encontraría sola.
IV
Cuando ella, según lo acordado, se presentó a las cinco me sentí, naturalmente, falsa y ruin. Mi acción había sido una locura momentánea, pero lo menos que podía hacer era tirar para adelante, como se suele decir. Ella permaneció una hora en casa; él, por supuesto, no apareció; y yo no pude sino persistir en mi perfidia. Había creído mejor dejarla venir; aunque ahora me parece chocante, juzgué que aminoraba mi culpa. Y aún así, ante aquella mujer tan visiblemente pálida y cansada, doblegada por la consciencia de todo lo que la muerte de su marido había puesto sobre el tapete, sentí una punzada verdaderamente lacerante de lástima y de remordimiento. Si no le dije en aquel mismo momento lo que había hecho fue porque me daba demasiada vergüenza. Fingí asombro —lo fingí hasta el final—; protesté que si alguna vez había tenido confianza era aquel día. Me sonroja contarlo —lo tomo como penitencia—. No hubo muestra de indignación contra él que no diera; inventé suposiciones, atenuantes; reconocí con estupor, viendo correr las manecillas del reloj, que la suerte de los dos no había cambiado. Ella se sonrió ante esa visión de su «suerte», pero su aspecto era de preocupación —su aspecto era desacostumbrado—: lo único que me sostenía era la circunstancia de que, extrañamente, llevara luto —no grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso—. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Eso, ayudado por un tanto de reflexión aguda, me daba un poco la razón. Me había escrito diciendo que el súbito evento no significaba ningún cambio para ella, pero evidentemente hasta ahí sí lo había habido. Si se inclinaba a seguir las formalidades de rigor, ¿por qué no observaba la de no hacer visitas en los primeros días? Había alguien a quien tanto deseaba ver que no podía esperar a tener sepultado a su marido. Semejante revelación de ansia me daba la dureza y la crueldad necesarias para perpetrar mi odioso engaño, aunque al mismo tiempo, según se iba consumiendo aquella hora, sospeché en ella otra cosa todavía más profunda que el desencanto, y un tanto peor disimulada. Me refiero a un extraño alivio subyacente, la blanda y suave emisión del aliento cuando ha pasado un peligro. Lo que ocurrió durante aquella hora estéril que pasó conmigo fue que por fin renunció a él. Le dejó ir para siempre. Hizo de ello la broma más elegante que yo había visto hacer de nada; pero fue, a pesar de todo, una gran fecha de su vida. Habló, con su suave animación, de todas las otras ocasiones vanas, el largo juego de escondite, la rareza sin precedentes de una relación así. Porqueera, o había sido, una relación, ¿acaso no? Ahí estaba lo absurdo. Cuando se levantó para marcharse, yo le dije que era una relación más que nunca, pero que yo no tenía valor, después de lo ocurrido, para proponerle por el momento otra oportunidad. Estaba claro que la única oportunidad válida sería la celebración de mi matrimonio. ¡Por supuesto que iría a mi boda! Cabía incluso esperar que él fuera también.
—¡Si voy yo, no irá él! —recuerdo la nota aguda y el ligero quiebro de su risa. Concedí que podía llevar algo de razón. Lo que había que hacer entonces era tenernos antes bien casados.
—No nos servirá de nada. ¡Nada nos servirá de nada! —dijo dándome un beso de despedida—. ¡No le veré jamás, jamás!
Con esas palabras me dejó.
Yo podía soportar su desencanto, como lo he llamado; pero cuando, un par de horas más tarde, le recibí a él para la cena, descubrí que el suyo no lo podía soportar. No había pensado especialmente en cómo pudiera tomarse mi maniobra; pero el resultado fue la primera palabra de reproche que salía de su boca. Digo «reproche», y esa expresión apenas parece lo bastante fuerte para los términos en que me manifestó su sorpresa de que, en tan extraordinarias circunstancias, no hubiera yo encontrado alguna forma de no privarle de semejante ocasión. Sin duda podría haber arreglado las cosas para no tener que salir, o para que su encuentro hubiera tenido lugar de todos modos. Podían haberse entendido muy bien, en mi salón, sin mí. Ante eso me desmoroné: confesé mi iniquidad y su miserable motivo. Ni había cancelado mi cita con ella ni había salido; ella había venido y, tras una hora de estar esperándole, se había marchado convencida de que sólo él era culpable de su ausencia.
—¡Bonita opinión se habrá llevado de mí! —exclamó— ¿Me ha llamado —y recuerdo el trago de aire casi perceptible de su pausa— lo que tenía derecho a llamarme?
—Te aseguro que no ha dicho nada que demostrara el menor enfado. Ha mirado tu fotografía, hasta le ha dado la vuelta para mirarla por detrás, donde por cierto está escrita tu dirección. Pero no le ha inspirado ninguna demostración. No le preocupas tanto.
—¿Entonces por qué te da miedo?
—No era ella la que me daba miedo. Eras tú.
—¿Tan seguro veías que me enamorase de ella? No habías aludido nunca a esa posibilidad —prosiguió mientras yo guardaba silencio—. Aunque la describieras como una persona admirable, no era bajo esa luz como me la presentabas.
—¿O sea, que si sí lo hubiera sido a estas alturas ya habrías conseguido conocerla? Yo entonces no temía nada —añadí—. No tenía los mismos motivos.
A esto me respondió él con un beso y al recordar que ella había hecho lo mismo un par de horas antes sentí por un instante como si él recogiera de mis labios la propia presión de los de ella. A pesar de los besos, el incidente había dejado una cierta frialdad, y la consciencia de que él me hubiera visto culpable de una mentira me hacía sufrir horriblemente. Lo había visto sólo a través de mi declaración sincera, pero yo me sentía tan mal como si tuviera una mancha que borrar. No podía quitarme de la cabeza de qué manera me había mirado cuando hablé de la aparente indiferencia con que ella había acogido el que no viniera. Por primera vez desde que le conocía fue como si pusiera en duda mi palabra. Antes de separarnos le dije que la iba a sacar del engaño: que a primera hora de la mañana me iría a Richmond, y le explicaría que él no había tenido ninguna culpa. Iba a expiar mi pecado, dije; me iba a arrastrar por el polvo; iba a confesar y pedir perdón. Ante esto me besó una vez más.
V
En el tren, al día siguiente, me pareció que había sido mucho consentir por su parte; pero mi resolución era firme y seguí adelante. Ascendí el largo repecho hasta donde comienza la vista, y llamé a la puerta. No dejó de extrañarme un poco el que las persianas estuvieran todavía echadas, porque pensé que, aunque la contrición me hubiera hecho ir muy temprano, aun así había dejado a los de la casa tiempo suficiente para levantarse.
—¿Que si está en casa, señora? Ha dejado esta casa para siempre.
Aquel anuncio de la anciana criada me sobresaltó extraordinariamente.
—¿Se ha marchado?
—Ha muerto, señora.
Y mientras yo asimilaba, atónita, la horrible palabra:
—Anoche murió.
El fuerte grito que se me escapó sonó incluso a mis oídos como una violación brutal del momento. En aquel instante sentí como si yo la hubiera matado; se me nubló la vista, y a través de una borrosidad vi que la mujer me tendía los brazos. De lo que sucediera después no guardo recuerdo, ni de otra cosa que aquella pobre prima estúpida de mi amiga, en una estancia a media luz, tras un intervalo que debió de ser muy corto, mirándome entre sollozos ahogados y acusatorios. No sabría decir cuánto tiempo tardé en comprender, en creer y luego en desasirme, con un esfuerzo inmenso, de aquella cuchillada de responsabilidad que supersticiosamente, irracionalmente, había sido al pronto casi lo único de que tuve consciencia. El médico, después del hecho, se había pronunciado con sabiduría y claridad superlativas: había corroborado la existencia de una debilidad del corazón que durante mucho tiempo había permanecido latente, nacida seguramente años atrás de las agitaciones y los terrores que a mi amiga le había deparado su matrimonio. Por aquel entonces había tenido escenas crueles con su marido, había temido por su vida. Después, ella misma había sabido que debía guardarse resueltamente de toda emoción, de todo lo que significara ansiedad y zozobra, como evidentemente se reflejaba en su marcado empeño de llevar una vida tranquila; pero ¿cómo asegurar que nadie, y menos una «señora de verdad», pudiera protegerse de todo pequeño sobresalto? Un par de días antes lo había tenido con la noticia del fallecimiento de su marido —porque había impresiones fuertes de muchas clases, no sólo de dolor y de sorpresa—. Aparte de que ella jamás había pensado en una liberación tan próxima: todo hacía suponer que él viviría tanto como ella. Después, aquella tarde, en la ciudad, manifiestamente había sufrido algún percance: algo debió ocurrirle allí, que sería imperativo esclarecer. Había vuelto muy tarde —eran más de las once—, y al recibirla en el vestíbulo su prima, que estaba muy preocupada, había confesado que venía fatigada y que tenía que descansar un momento antes de subir las escaleras. Habían entrado juntas en el comedor, sugiriendo su compañera que tomase una copa de vino y dirigiéndose al aparador para servírsela. No fue sino un instante, pero cuando mi informadora volvió la cabeza nuestra pobre amiga no había tenido tiempo de sentarse. Súbitamente, con un débil gemido casi inaudible, se desplomó en el sofá. Estaba muerta. ¿Qué «pequeño sobresalto» ignorado le había asestado el golpe? ¿Qué choque, cielo santo, la estaba esperando en la ciudad? Yo cité inmediatamente la única causa de perturbación concebible —el no haber encontrado en mi casa, donde había acudido a las cinco invitada con ese fin, al hombre con el que yo me iba a casar, que accidentalmente no había podido presentarse, y a quien ella no conocía en absoluto—. Poco era, obviamente; pero no era difícil que le hubiera sucedido alguna otra cosa: nada más posible en las calles de Londres que un accidente, sobre todo un accidente en aquellos infames coches de alquiler. ¿Qué había hecho, a dónde había ido al salir de mi casa? Yo había dado por hecho que volviera directamente a la suya. Las dos nos acordamos entonces de que a veces, en sus salidas a la capital, por comodidad, por darse un respiro, se detenía una hora o dos en el «Gentlewomen», un tranquilo club de señoras, y yo prometí que mi primer cuidado sería hacer una indagación seria en ese establecimiento. Pasamos después a la cámara sombría y terrible en donde yacía en los brazos de la muerte, y donde yo, tras unos instantes, pedí quedarme a solas con ella y permanecí media hora. La muerte la había embellecido, la había dejado hermosa; pero lo que yo sentí, sobre todo, al arrodillarme junto al lecho, fue que la había silenciado, la había dejado muda. Había echado el cerrojo sobre algo que a mí me importaba saber.
A mi regreso de Richmond, y después de cumplir con otra obligación, me dirigí al apartamento de él. Era la primera vez, aunque a menudo había deseado conocerlo. En la escalera, que, dado que la casa albergaba una veintena de viviendas, era lugar de paso público, me encontré con su criado, que volvió conmigo y me hizo pasar. Al oírme entrar apareció él en el umbral de otra habitación más interior, y en cuanto quedamos solos le di la noticia:
—¡Está muerta!
—¿Muerta? —la impresión fue tremenda, y observé que no necesitaba preguntar a quién me refería con aquella brusquedad.
—Murió anoche…, al volver de mi casa.
Él me escudriñó con la expresión más extraña, registrándome con la mirada como si recelara una trampa.
—¿Anoche… al volver de tu casa? —repitió mis palabras atónito. Y a continuación me espetó, y yo oí atónita a mi vez— ¡Imposible! Si yo la vi.
—¿Cómo que «la viste»?
—Ahí mismo…, donde tú estás.
Eso me recordó pasado un instante, como si pudiera ayudarme a asimilarlo, el gran prodigio de aquel aviso de su juventud.
—En la hora de la muerte…, comprendo: lo mismo que viste a tu madre.
—No, no como vi a mi madre… ¡no así, no! —Estaba hondamente afectado por la noticia, mucho más, estaba claro, de lo que pudiera haber estado la víspera; tuve la impresión cierta de que, como me dije entonces, había efectivamente una relación entre ellos dos, y que realmente la había tenido enfrente. Semejante idea, reafirmando su extraordinario privilegio, le habría presentado de pronto como un ser dolorosamente anormal de no haber sido por la vehemencia con que insistió en la distinción—. La vi viva. La vi para hablar con ella. La vi como ahora te estoy viendo a ti.
Es curioso que por un momento, aunque por un momento tan sólo, encontrara yo alivio en el más personal, por así decirlo, pero también en el más natural, de los dos hechos extraños. Al momento siguiente, asiendo esa imagen de ella yendo a verle después de salir de mi casa, y de precisamente lo que explicaba lo referente al empleo de su tiempo, demandé, con un ribete de aspereza que no dejé de advertir:
—¿Y se puede saber a qué venía?
Él había tenido ya un minuto para pensar —para recobrarse y calibrar efectos—, de modo que al hablar, aunque siguiera habiendo excitación en su mirada, mostró un sonrojo consciente y quiso, inconsecuentemente, restar gravedad a sus palabras con una sonrisa.
—Venía sencillamente a verme. Venía, después de lo que había pasado en tu casa, para que al fin, a pesar de todo, nos conociéramos. Me pareció un impulso exquisito, y así lo entendí.
Miré la habitación donde ella había estado —donde ella había estado y yo nunca hasta entonces.
—¿Y así como tú lo entendiste fue como ella lo expresó?
—Ella no lo expresó de ninguna manera, más que estando aquí y dejándose mirar. ¡Fue suficiente! —exclamó con una risa singular.
Yo iba de asombro en asombro.
—O sea, ¿que no te dijo nada?
—No dijo nada. No hizo más que mirarme como yo la miraba.
—¿Y tú tampoco le dirigiste la palabra?
Volvió a dirigirme aquella sonrisa dolorosa.
—Yo pensé en ti. La situación era sumamente delicada. Yo procedí con el mayor tacto. Pero ella se dio cuenta de que me resultaba agradable —repitió incluso la risa discordante.
—¡Ya se ve que «te resultó agradable»!
Entonces reflexioné un instante:
—¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
—No sabría decir. Pareció como veinte minutos, pero es probable que fuera mucho menos.
—¡Veinte minutos de silencio! —empezaba a tener mi visión concreta, y ya de hecho a aferrarme a ella—. ¿Sabes que lo que me estás contando es una absoluta monstruosidad?
Él había estado hasta entonces de espaldas al fuego; al oír esto, con una mirada de súplica, se vino a mí.
—Amor mío te lo ruego, no lo tomes a mal.
Yo podía no tomarlo a mal, y así se lo di a entender; pero lo que no pude, cuando él con cierta torpeza abrió los brazos, fue dejar que me atrajera hacia sí. De modo que entre los dos se hizo, durante un tiempo apreciable, la tensión de un gran silencio.
VI
Él lo rompió al cabo, diciendo:
—¿No hay absolutamente ninguna duda de su muerte?
—Desdichadamente ninguna. Yo vengo de estar de rodillas junto a la cama donde la han tendido.
Clavó sus ojos en el suelo; luego los alzó a los míos.
—¿Qué aspecto tiene?
—Un aspecto… de paz.
Volvió a apartarse, bajo mi mirada; pero pasado un momento comenzó:
—¿Entonces a qué hora…?
—Debió ser cerca de la medianoche. Se derrumbó al llegar a su casa…, de una dolencia cardíaca que sabía que tenía, y que su médico sabía que tenía, pero de la que nunca, a fuerza de paciencia y de valor, me había dicho nada.
Me escuchaba muy atento, y durante un minuto no pudo hablar. Por fin rompió, con un acento de confianza casi infantil, de sencillez realmente sublime, que aún resuena en mis oídos según escribo:
—¡Era maravillosa!
Incluso en aquel momento tuve la suficiente ecuanimidad para responderle que eso siempre se lo había dicho yo; pero al instante, como si después de hablar hubiera tenido un atisbo del efecto que en mí hubiera podido producir, continuó apresurado:
—Comprenderás que si no llegó a su casa hasta medianoche…
Le atajé inmediatamente.
—¿Tuviste mucho tiempo para verla? ¿Y cómo? —pregunté— ¿si no te fuiste de mi casa hasta muy tarde? Yo no recuerdo a qué hora exactamente…, estaba pensando en otras cosas. Pero tú sabes que, a pesar de haber dicho que tenías mucho que hacer, te quedaste un buen rato después de la cena. Ella, por su parte, pasó toda la velada en el «Gentlewomen», de allí vengo…, he hecho averiguaciones. Allí tomó el té; estuvo muchísimo tiempo.
—¿Qué estuvo haciendo durante ese muchísimo tiempo?
Le vi ansioso de rebatir punto por punto mi versión de los hechos; y cuanto más lo mostraba mayor era mi empeño en insistir en esa versión, en preferir con aparente empecinamiento una explicación que no hacía sino acrecentar la maravilla y el misterio, pero que, de los dos prodigios entre los que se me daba a elegir, era el más aceptable para mis celos renovados. Él defendía, con un candor que ahora me parece hermoso, el privilegio de haber conocido, a pesar de la derrota suprema, a la persona viva; en tanto que yo, con un apasionamiento que hoy me asombra, aunque todavía en cierto modo sigan encendidas sus cenizas, no podía sino responderle que, en virtud de un extraño don compartido por ella con su madre, y que también por parte de ella era hereditario, se había repetido para él el milagro de su juventud, para ella el milagro de la suya. Había ido a él —sí—, y movida de un impulso todo lo hermoso que quisiera; ¡pero no en carne y hueso! Era mera cuestión de evidencia. Yo había recibido, sostuve, un testimonio inequívoco de lo que ella había estado haciendo —durante casi todo este tiempo— en el club. Estaba casi vacío, pero los empleados se habían fijado en ella. Había estado sentada, sin moverse, en una butaca, junto a la chimenea del salón; había reclinado la cabeza, había cerrado los ojos, aparentaba un sueño ligero.
—Ya. Pero ¿hasta qué hora?
—Sobre eso —tuve que responder— los criados me fallaron un poco. Y la portera en particular, que desdichadamente es tonta, aunque se supone que también ella es socia del club. Está claro que a esas horas, sin que nadie la sustituyera y en contra de las normas, estuvo un rato ausente de la jaula desde donde tiene por obligación vigilar quién entra y quién sale. Se confunde, miente palpablemente; así que partiendo de sus observaciones no puedo darte una hora con seguridad. Pero a eso de las diez y media se comentó que nuestra pobre amiga ya no estaba en el club.
Le vino de perlas.
—Vino derecha aquí, y desde aquí se fue derecha al tren.
—No pudo ir a tomarlo con el tiempo tan justo —declaré—. Precisamente es una cosa que no hacía jamás.
—Ni fue a tomarlo con el tiempo justo, hija mía…, tuvo tiempo de sobra. Te falla la memoria en eso de que yo me despidiera tarde: precisamente te dejé antes que otros días. Lamento que el tiempo que pasé contigo te pareciera largo, porque estaba aquí de vuelta antes de las diez.
—Para ponerte en zapatillas —fue mi contestación— y quedarte dormido en un sillón. No despertaste hasta por la mañana…, ¡la viste en sueños!
Él me miraba en silencio y con mirada sombría, con unos ojos en los que se traslucía que tenía cierta irritación que reprimir. Enseguida proseguí:
—Recibes la visita, a hora intempestiva, de una señora…; sea: nada más probable. Pero señoras hay muchas. ¿Me quieres explicar, si no había sido anunciada y no dijo nada, y encima no habías visto jamás un retrato suyo, cómo pudiste identificar a la persona de la que estamos hablando?
—¿No me la habían descrito hasta la saciedad? Te la puedo describir con pelos y señales.
—¡Ahórratelo! —clamé con una aspereza que le hizo reír una vez más. Yo me puse colorada, pero seguí—: ¿Le abrió tu criado?
—No estaba…, nunca está cuando se le necesita. Entre las peculiaridades de este caserón está el que se pueda acceder desde la puerta de la calle hasta los diferentes pisos prácticamente sin obstáculos. Mi criado ronda a una señorita que trabaja en el piso de arriba, y anoche se lo tomó sin prisas. Cuando está en esa ocupación deja la puerta de fuera, la de la escalera, sólo entornada, y así puede volver a entrar sin hacer ruido. Para abrirla basta entonces con un ligero empujón. Ella se lo dio…, sólo hacía falta un poco de valor.
—¿Un poco? ¡Toneladas! Y toda clase de cálculos imposibles.
—Pues lo tuvo,… y los hizo. ¡Quede claro que yo no he dicho en ningún momento —añadió— que no fuera una cosa sumamente extraña!
Algo había en su tono que por un tiempo hizo que no me arriesgase a hablar. Al cabo dije:
—¿Cómo había llegado a saber dónde vivías?
—Recordaría la dirección que figuraba en la etiquetita que los de la tienda dejaron tranquilamente pegada al marco que encargué para mi retrato.
—¿Y cómo iba vestida?
—De luto, mi amor. No grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Cerca del ojo izquierdo —continuó— tiene una pequeña cicatriz vertical…
Le corté en seco.
—La señal de una caricia de su marido —luego añadí—: ¡Muy cerca de ella has tenido que estar!
A eso no me respondió nada, y me pareció que se ruborizaba; al observarlo me despedí.
—Bueno, adiós.
—¿No te quedas un rato? —volvió a mí con ternura, y esa vez le dejé—. Su visita tuvo su belleza —murmuró teniéndome abrazada—, pero la tuya tiene más.
Le dejé besarme, pero recordé, como había recordado el día antes, que el último beso que ella diera, suponía yo, en este mundo había sido para los labios que él tocaba.
—Es que yo soy la vida —respondí—. Lo que viste anoche era la muerte.
—¡Era la vida…, era la vida!
Hablaba con suave terquedad —yo me desasí. Nos miramos fijamente.
—Describes la escena —si a eso se puede llamar descripción— en términos incomprensibles. ¿Entró en la habitación sin que tú te dieras cuenta?
—Yo estaba escribiendo cartas, enfrascado, en esa mesa de debajo de la lámpara, y al levantar la vista la vi frente a mí.
—¿Y qué hiciste entonces?
—Me levanté soltando una exclamación, y ella, sonriéndome, se llevó un dedo a los labios, claramente a modo de advertencia, pero con una especie de dignidad delicada. Yo sabía que ese gesto quería decir silencio, pero lo extraño fue que pareció explicarla y justificarla inmediatamente. El caso es que estuvimos así, frente a frente, durante un tiempo que, como ya te he dicho, no puedo calcular. Como tú y yo estamos ahora.
—¿Simplemente mirándose de hito en hito?
Protestó impaciente.
—¡Es que no estamos mirándonos de hito en hito!
—No, porque estamos hablando.
—También hablamos ella y yo…, en cierto modo —se perdió en el recuerdo—. Fue tan cordial como esto.
Tuve en la punta de la lengua preguntarle si esto era muy cordial, pero en lugar de eso le señalé que lo que evidentemente habían hecho era contemplarse con mutua admiración. Después le pregunté si el reconocerla había sido inmediato.
—No del todo —repuso—, porque por supuesto no la esperaba; pero mucho antes de que se fuera comprendí quién era…, quién podía ser únicamente.
Medité un poco.
—¿Y al final cómo se fue?
—Lo mismo que había venido. Tenía detrás la puerta abierta y se marchó.
—¿Deprisa…, despacio?
—Más bien deprisa. Pero volviendo la vista atrás —sonrió para añadir—. Yo la dejé marchar, porque sabía perfectamente que tenía que acatar su voluntad.
Fui consciente de exhalar un suspiro largo y vago.
—Bueno, pues ahora te toca acatar la mía…, y dejarme marchar a mí.
Ante eso volvió a mi lado, deteniéndome y persuadiéndome, declarando con la galantería de rigor que lo mío era muy distinto. Yo habría dado cualquier cosa por poder preguntarle si la había tocado pero las palabras se negaban a formarse: sabía hasta el último acento lo horrendas y vulgares que resultarían. Dije otra cosa —no recuerdo exactamente qué; algo débilmente tortuoso y dirigido, con harta ruindad, a hacer que me lo dijera sin yo preguntarle. Pero no me lo dijo; no hizo sino repetir, como por un barrunto de que sería decoroso tranquilizarme y consolarme, la sustancia de su declaración de unos momentos antes la aseveración de que ella era en verdad exquisita, como yo había repetido tantas veces, pero que yo era su «verdadera» amiga y la persona a la que querría siempre—. Esto me llevó a reafirmar, en el espíritu de mi réplica anterior, que por lo menos yo tenía el mérito de estar viva; lo que a su vez volvió a arrancar de él aquel chispazo de contradicción que me daba miedo.
—¡Pero si estaba viva! ¡Viva, Viva!
—¡Estaba muerta, muerta! —afirmé yo con una energía, con una determinación de que fuera así, que ahora al recordarla me resulta casi grotesca. Pero el sonido de la palabra dicha me llenó súbitamente de horror, y toda la emoción natural que su significado podría haber evocado en otras condiciones se juntó y desbordó torrencial. Sentí como un peso que un gran afecto se había extinguido, y cuánto la había querido yo y cuánto había confiado en ella. Tuve una visión, al mismo tiempo, de la solitaria belleza de su fin.
—¡Se ha ido…, se nos ha ido para siempre! —sollocé.
—Eso exactamente es lo que yo siento —exclamó él, hablando con dulzura extremada y apretándome, consolador, contra sí—. Se ha ido; se nos ha ido para siempre: así que ¿qué importa ya? —se inclinó sobre mí, y cuando su rostro hubo tocado el mío apenas supe si lo que lo humedecían era mis lágrimas o las suyas.
VII
Era mi teoría, mi convicción, vino a ser, pudiéramos decir, mi actitud, que aun así jamás se habían «conocido»; y precisamente sobre esa base me pareció generoso pedirle que asistiera conmigo al entierro. Así lo hizo muy modesta y tiernamente, y yo di por hecho, aunque a él estaba claro que no se le daba nada de ese peligro, que la solemnidad de la ocasión, poblada en gran medida por personas que les habían conocido a los dos y estaban al tanto de la larga broma, despojaría suficientemente a su presencia de toda asociación ligera. Sobre lo que hubiera ocurrido en la noche de su muerte, poco más se dijo entre nosotros; yo le había tomado horror al elemento probatorio. Sobre cualquiera de las dos hipótesis era grosería, era intromisión. A él, por su parte, le faltaba corroboración aducible —es decir, todo salvo una declaración del portero de su casa, personaje de lo más descuidado e intermitente—, según él mismo reconocía, de que entre las diez y las doce de la noche habían entrado y salido del lugar nada menos que tres señoras enlutadas de pies a cabeza. Lo cual era excesivo; ni él ni yo queríamos tres para nada. Él sabía que yo pensaba haber dado razón de cada fracción del tiempo de nuestra amiga, y dimos por cerrado el asunto; nos abstuvimos de ulterior discusión. Lo que yo sabía, sin embargo, era que él se abstenía por darme gusto, más que porque cediera a mis razones. No cedía —era sólo indulgencia—; él persistía en su interpretación porque le gustaba más. Le gustaba más, sostenía yo, porque tenía más que decirle a su vanidad. Ese, en situación análoga, no habría sido su efecto sobre mí, aunque sin duda tenía yo tanta vanidad como él; pero son cosas del talante de cada uno, en las que nadie puede juzgar por otro. Yo habría dicho que era más halagador ser destinatario de una de esas ocurrencias inexplicables que se relatan en libros fascinantes y se discuten en reuniones eruditas; no podía imaginar, por parte de un ser recién sumido en lo infinito y todavía vibrante de emociones humanas, nada más fino y puro, más elevado y augusto, que un tal impulso de reparación, de admonición, o aunque sólo fuera de curiosidad. Eso sí que era hermoso, y yo en su lugar habría mejorado en mi propia estima al verme distinguida y escogida de ese modo. Era público que él ya venía figurando bajo esa luz desde hacía mucho tiempo, y en sí un hecho semejante ¿qué era sino casi una prueba? Cada una de las extrañas apariciones contribuía a confirmar la otra. Él tenía otro sentir; pero tenía también, me apresuro a añadir, un deseo inequívoco de no significarse o, como se suele decir, de no hacer bandera de ello. Yo podía creer lo que se me antojara —tanto más cuanto que todo este asunto era, en cierto modo, un misterio de mi invención—. Era un hecho de mi historia, un enigma de mi consistencia, no de la suya; por tanto él estaba dispuesto a tomarlo como a mí me resultara más conveniente. Los dos, en todo caso, teníamos otras cosas entre manos; nos apremiaban los preparativos de la boda.
Los míos eran ciertamente acuciantes, pero al correr de los días descubrí que creer lo que a mí «se me antojaba» era creer algo de lo que cada vez estaba más íntimamente convencida. Descubrí también que no me deleitaba hasta ese punto, o que el placer distaba, en cualquier caso, de ser la causa de mi convencimiento. Mi obsesión, como realmente puedo llamarla y como empezaba a percibir, no se dejaba eclipsar, como había sido mi esperanza, por la atención a deberes prioritarios. Si tenía mucho que hacer, aún era más lo que tenía que pensar, y llegó un momento en que mis ocupaciones se vieron seriamente amenazadas por mis pensamientos. Ahora lo veo todo, lo siento, lo vuelvo a vivir. Está terriblemente vacío de alegría, está de hecho lleno a rebosar de amargura; y aun así debo ser justa conmigo misma —no habría podido hacer otra cosa—. Las mismas extrañas impresiones, si hubiera de soportarlas otra vez, me producirían la misma angustia profunda, las mismas dudas lacerantes, las mismas certezas más lacerantes todavía. Ah sí, todo es más fácil de recordar que de poner por escrito, pero aun en el supuesto de que pudiera reconstruirlo todo hora por hora, de que pudiera encontrar palabras para lo inexpresable, en seguida el dolor y la fealdad me paralizarían la mano. Permítaseme anotar, pues, con toda sencillez y brevedad, que una semana antes del día de nuestra boda, tres semanas después de la muerte de ella, supe con todo mi ser que había algo muy serio que era preciso mirar de frente, y que si iba a hacer ese esfuerzo tenía que hacerlo sin dilación y sin dejar pasar una hora más. Mis celos inextinguidos —esa era la máscara de la Medusa—. No habían muerto con su muerte, habían sobrevivido lívidamente y se alimentaban de sospechas indecibles. Serían indecibles hoy, mejor dicho, si no hubiera sentido la necesidad vivísima de formularlas entonces. Esa necesidad tomó posesión de mí —para salvarme—, según parecía, de mi suerte. A partir de entonces no vi —dada la urgencia del caso, que las horas menguaban y el intervalo se acortaba— más que una salida, la de la prontitud y la franqueza absolutas. Al menos podía no hacerle el daño de aplazarlo un día más; al menos podía tratar mi dificultad como demasiado delicada para el subterfugio. Por eso en términos muy tranquilos, pero de todos modos bruscos y horribles, le planteé una noche que teníamos que reconsiderar nuestra situación y reconocer que se había alterado completamente.
Él me miró sin parpadear, valiente.
—¿Cómo que se ha alterado?
—Otra persona se ha interpuesto entre nosotros.
No se tomó más que un instante para pensar.
—No voy a fingir que no sé a quién te refieres —sonrió compasivo ante mi aberración, pero quería tratarme amablemente—. ¡Una mujer que está muerta y enterrada!
—Enterrada sí, pero no muerta. Está muerta para el mundo…; está muerta para mí. Pero para ti no está muerta.
—¿Vuelves a lo de nuestras distintas versiones de su aparición aquella noche?
—No —respondí—, no vuelvo a nada. No me hace falta. Me basta y me sobra con lo que tengo delante.
—¿Y qué es, hija mía?
—Que estás completamente cambiado.
—¿Por aquel absurdo? —rio.
—No tanto por aquel como por otros absurdos que le han seguido.
—¿Que son cuáles?
Estábamos encarados francamente, y a ninguno le temblaba la mirada; pero en la de él había una luz débil y extraña, y mi certidumbre triunfaba en su perceptible palidez.
—¿De veras pretendes —pregunté— no saber cuáles son?
—¡Querida mía —me repuso—, me has hecho un esbozo demasiado vago!
Reflexioné un momento.
—¡Puede ser un tanto incómodo acabar el cuadro! Pero visto desde esa óptica —y desde el primer momento—, ¿ha habido alguna vez algo más incómodo que tu idiosincrasia?
Él se acogió a la vaguedad —cosa que siempre hacía muy bien.
—¿Mi idiosincrasia?
—Tu notoria, tu peculiar facultad.
Se encogió de hombros con un gesto poderoso de impaciencia, un gemido de desprecio exagerado.
—¡Ah, mi peculiar facultad!
—Tu accesibilidad a formas de vida —proseguí fríamente—, tu señorío de impresiones, apariciones, contactos, que a los demás —para nuestro bien o para nuestro mal— nos están vedados. Al principio formaba parte del profundo interés que despertaste en mí…, fue una de las razones de que me divirtiera, de que positivamente me enorgulleciera conocerte. Era una distinción extraordinaria; sigue siendo una distinción extraordinaria. Pero ni que decir tiene que en aquel entonces yo no tenía ni la menor idea de cómo aquello iba a actuar ahora; y aun en ese supuesto, no la habría tenido de cómo iba a afectarme su acción.
—Pero vamos a ver —inquirió suplicante—, ¿de qué estás hablando en esos términos fantásticos? —Luego, como yo guardara silencio, buscando el tono para responder a mi acusación—. ¿Cómo diantres actúa? —continuó—, ¿y cómo te afecta?
—Cinco años te estuvo echando en falta —dije—, pero ahora ya no tiene que echarte en falta nunca. ¡Estáis recuperando el tiempo!
—¿Cómo que estamos recuperando el tiempo? —había empezado a pasar del blanco al rojo.
—¡La ves…, la ves; la ves todas las noches! —él soltó una carcajada de burla, pero me sonó a falsa—. Viene a ti como vino aquella noche —declaré—; ¡hizo la prueba y descubrió que le gustaba!
Pude, con la ayuda de Dios, hablar sin pasión ciega ni violencia vulgar; pero esas fueron las palabras exactas —y que entonces no me parecieron nada vagas— que pronuncié. Él había mirado hacia otro lado riéndose, acogiendo con palmadas mi insensatez, pero al momento volvió a darme la cara con un cambio de expresión que me impresionó.
—¿Te atreves a negar —pregunté entonces— que la ves habitualmente?
Él había optado por la vía de la condescendencia, de entrar en el juego y seguirme la corriente amablemente. Pero el hecho es que, para mi asombro, dijo de pronto:
—Bueno, querida, ¿y si la veo qué?
—Que estás en tu derecho natural: concuerda con tu constitución y con tu suerte prodigiosa, aunque quizá no del todo envidiable. Pero, como comprenderás, eso nos separa. Te libero sin condiciones.
—¿Qué dices?
—Que tienes que elegir entre ella o yo.
Me miró duramente.
—Ya —y se alejó unos pasos, como dándose cuenta de lo que yo había dicho y pensando qué tratamiento darle. Por fin se volvió nuevamente hacia mí—. ¿Y tú cómo sabes una cosa así de íntima?
—¿Cuando tú has puesto tanto empeño en ocultarla, quieres decir? Es muy íntima, sí, y puedes creer que yo nunca te traicionaré. Has hecho todo lo posible, has hecho tu papel, has seguido un comportamiento, ¡pobrecito mío!, leal y admirable. Por eso yo te he observado en silencio, haciendo también mi papel; he tomado nota de cada fallo de tu voz, de cada ausencia de tus ojos, de cada esfuerzo de tu mano indiferente: he esperado hasta estar totalmente segura y absolutamente deshecha. ¿Cómo quieres ocultarlo, si estás desesperadamente enamorado de ella, si estás casi mortalmente enfermo de la felicidad que te da? —atajé su rápida protesta con un ademán más rápido—. ¡La amas como nunca has amado, y pasión por pasión, ella te corresponde! ¡Te gobierna, te domina, te posee entero! Una mujer, en un caso como el mío, adivina y siente y ve; no es un ser obtuso al que haya que ir con «informes fidedignos». Tú vienes a mí mecánicamente, con remordimientos, con los sobrantes de tu ternura y lo que queda de tu vida. Yo puedo renunciar a ti, pero no puedo compartirte: ¡lo mejor de ti es suyo, yo sé que lo es y libremente te cedo a ella para siempre!
Él luchó con bravura, pero no había arreglo posible; reiteró su negación, se retractó de lo que había reconocido, ridiculizó mi acusación, cuya extravagancia indefensible, además, le concedí sin reparo. Ni por un instante sostenía yo que estuviéramos hablando de cosas corrientes; ni por un instante sostenía que él y ella fueran personas corrientes. De haberlo sido, ¿qué interés habrían tenido para mí? Habían gozado de una rara extensión del ser y me habían alzado a mí en su vuelo; sólo que yo no podía respirar aquel aire y enseguida había pedido que me bajaran. Todo en aquellos hechos era monstruoso, y más que nada lo era mi percepción lúcida de los mismos; lo único aliado a la naturaleza y la verdad era el que yo tuviera que actuar sobre la base de esa percepción. Sentí, después de hablar en ese sentido, que mi certeza era completa; no le había faltado más que ver el efecto que mis palabras le producían. Él disimuló, de hecho, ese efecto tras una cortina de burla, maniobra de diversión que le sirvió para ganar tiempo y cubrirse la retirada. Impugnó mi sinceridad, mi salud mental, mi humanidad casi, y con eso, como no podía por menos, ensanchó la brecha que nos separaba y confirmó nuestra ruptura. Lo hizo todo, en fin, menos convencerme de que yo estuviera en un error o de que él fuera desdichado: nos separamos, y yo le dejé a su comunión inconcebible.
No se casó, ni yo tampoco. Cuando seis años más tarde, en soledad y silencio, supe de su muerte, la acogí como una contribución directa a mi teoría. Fue repentina, no llegó a explicarse del todo, estuvo rodeada de unas circunstancias en las que —porque las desmenucé, ¡ya lo creo!— yo leí claramente una intención, la marca de su propia mano escondida. Fue el resultado de una larga necesidad, de un deseo inapagable. Para decirlo en términos exactos, fue la respuesta a una llamada irresistible.
Un cuento breve de Dorothy Parker (1893-1967), escritora y periodista estadounidense, colaboradora fundadora de la revista The New Yorker (que durante décadas fue una de las publicaciones más importantes para la literatura de su país) y de varias más, ejemplo notable como autora que se abrió paso sola en los medios masivos de su país y su tiempo.
A la vez irónica y conmovedora, «A Telephone Call» es la narración de los predicamentos amorosos y las inseguridades de una mujer como muchas en el siglo XX (y en éste) y se publicó por primera vez en enero de 1928, en la revista The Bookman.
UNA LLAMADA TELEFÓNICA
Dorothy Parker
Por favor, Dios, que llame ahora. Querido Dios, que me llame ahora. No voy a pedir nada más de ti, realmente no lo haré. No es mucho pedir. Sería tan poco para ti, Dios, una cosa tan, tan pequeña. Solo deja que llame ahora. Por favor, Dios. Por favor, por favor, por favor.
Si no pienso en eso, tal vez el teléfono suene. A veces lo hace. Si pudiera pensar en otra cosa. Si pudiera pensar en otra cosa. Quizá si cuento hasta quinientos de cinco en cinco, suene antes de que termine. Voy a contar lentamente. Sin trampas. Y si suena cuando llegue a trescientos, no voy a parar, no voy a contestar hasta que llegue a quinientos. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta… Oh, por favor, llama. Por favor.
Esta es la última vez que voy a mirar el reloj. No voy a mirar de nuevo. Son las siete y diez. Dijo que llamaría a las cinco. «Te llamaré a las cinco, cariño.» Creo que fue en ese momento que dijo: «cariño». Estoy casi segura de que fue en ese momento. Sé que me llamó «cariño» dos veces, y la otra fue cuando me dijo adiós. «Adiós, cariño.» Estaba ocupado, y no puede hablar mucho en la oficina, pero me llamó «cariño» dos veces. Mi llamada no puede haberlo molestado. Sé que no debemos llamarlos muchas veces; sé que no les gusta. Cuando lo haces ellos saben que estás pensando en ellos y que los quieres, y hace que te odien. Pero yo no había hablado con él en tres días, tres días. Y todo lo que hice fue preguntarle cómo estaba, justo como cualquiera puede llamar y preguntarle. No puede haberle molestado eso. No podía haber pensado que lo estaba molestando. «No, por supuesto que no», dijo. Y dijo que me llamaría. Él no tenía que decir eso. No se lo pedí, en verdad no lo hice. Estoy segura de que no lo hice. No creo que él prometa llamarme y luego nunca lo haga. Por favor, no le permitas hacer eso, Dios. Por favor, no.
«Te llamaré a las cinco, cariño.» «Adiós, cariño.» Estaba ocupado, y tenía prisa, y había gente a su alrededor, pero me llamó «cariño» dos veces. Eso es mío, mío. Tengo eso, aunque nunca lo vea de nuevo. Oh, pero es tan poco. No es suficiente. Nada es suficiente si no lo vuelvo a ver. Por favor, déjame volver a verlo, Dios. Por favor, lo quiero tanto. Lo quiero mucho. Voy a ser buena, Dios. Voy a tratar de ser mejor persona, lo haré, si me dejas verlo de nuevo. Si lo dejas que me llame. Oh, deja que me llame ahora.
Ah, no desprecies mi oración, Dios. Tú te sientas ahí, tan blanco y anciano, con todos los ángeles alrededor y las estrellas deslizándose en tu entorno. Y yo te vengo implorando por una llamada telefónica. Ah, no te rías, Dios. Verás, tú no sabes cómo se siente. Estás tan seguro, allí en tu trono, con el gran azul remoloneando debajo de ti. Nada puede tocarte, nadie puede torcer tu corazón en su mano. Esto es sufrimiento, Dios, esto es sufrimiento malo, malo. ¿No me ayudarás? Por el amor de tu Hijo, ayúdame. Dijiste que harías lo que se te pidiera en su nombre. Oh, Dios, en el nombre de tu único y amado Hijo, Jesucristo, nuestro Señor, que me llame ahora.?? Tengo que parar esto. No debo ser así. Veamos. Supón que un hombre joven dice que va a llamar a una chica, y luego pasa algo y no lo hace. No es tan terrible, ¿verdad? ¿Por qué? Está pasando en todo el mundo en este mismo momento. Oh, ¿qué me importa lo que esté pasando en todo el mundo? ¿Por qué no puede sonar el teléfono? ¿Por qué no puede? ¿Por qué no? ¿No podrías sonar? Vamos, por favor, ¿no? Maldita cosa fea y brillante. ¿Es que te haría daño sonar? Oh, eso te haría daño. ¡Maldita sea! Voy a arrancar tus raíces sucias de la pared y te romperé esa cara negra y engreída en pequeños trozos. Vete al infierno.
No, no, no. Tengo que parar. Tengo que pensar en otra cosa. Esto es lo que voy a hacer. Voy a poner el reloj en la otra habitación. Entonces no podré verlo. Si quisiera mirarlo, tendría que entrar al dormitorio, y eso sería algo que hacer. Tal vez, antes de que yo lo vea de nuevo, él me llame. Voy a ser tan dulce con él, si me llama. Si dice que no puede verme esta noche, le diré: «No te preocupes, está bien, cariño. En serio, por supuesto que está bien.» Voy a ser exactamente como era cuando lo conocí. Entonces tal vez le guste de nuevo. Yo era siempre dulce, entonces. Oh, es tan fácil ser dulce con la gente antes de amarla.
Creo que todavía debo gustarle un poco. No me habría llamado «cariño» dos veces hoy si ya no le gustara. No todo se ha perdido si todavía le gusto un poco, aunque sea solo un poquito. Verás, Dios, si dejaras que me llamara, no tendría que pedirte nada más. Sería dulce con él, sería alegre, justo del modo en que solía ser, y entonces él me amará otra vez. Y entonces yo nunca tendría que pedirte nada más. ¿No ves, Dios? Así que, ¿dejarías que me llame ahora? ¿Podrías, por favor, por favor??? ¿Me estás castigando, Dios, por haber sido mala? ¿Estás enojado conmigo? Oh, pero, Dios, hay personas tan malas; no puedes castigarme solo a mí. Y no hice tanto mal, no podía haber sido tanto. No le hice daño a nadie, Dios. Las cosas solo son malas cuando se lastiman personas. No herí una sola alma, tú lo sabes. Tú sabes que no hice mal, ¿no, Dios? Así que, ¿dejarás que me llame ahora?
Si no me llama, voy a saber que Dios está enojado conmigo. Voy a contar a quinientos de cinco en cinco, y si no me ha llamado entonces, sabré que Dios no va a ayudarme nunca más. Esa será la señal. Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco, cuarenta, cuarenta y cinco, cincuenta, cincuenta y cinco… Hice mal. Yo sabía que hacía mal. Muy bien, Dios, mándame al infierno. Crees que me asustas con tu infierno, ¿no? Eso piensas. Que tu infierno es peor que el mío.
No debo. No debo hacer esto. Supón que se le hizo tarde para llamarme; no hay que ponerse histérica. Tal vez no va a llamar; tal vez ya viene para acá sin llamar por teléfono. Se desconcertará si ve que he estado llorando. No les gusta que llores. No llores. Pido a Dios que pudiera hacerlo llorar. Me gustaría poder hacerlo llorar y rodar por el suelo y sentir su corazón pesado, grande y supurante dentro de él. Me gustaría poder hacerle pasar un infierno.
Él no me desea un infierno a mí. Ni siquiera sé si sabe lo que siento por él. Me gustaría que lo supiera, pero sin yo decirle. No les gusta que les digas que te han hecho llorar. No les gusta que les digas que eres infeliz por culpa de ellos. Si lo haces, piensan que eres posesiva y exigente. Y luego te odian. Te odian cada vez que dices algo que realmente piensas. Siempre tienes que seguir con los jueguitos. Oh, pensé que no era necesario, yo pensaba que esto era tan grande que podía decir lo que quería. Supongo que no se puede, nunca. Supongo que no hay nada lo suficientemente grande como para eso, jamás. ¡Oh, si él me llamara, no le diría que había estado triste por su culpa. Odian a la gente triste. Sería tan dulce y alegre que no podría evitar encariñarse conmigo. Si tan solo me llamara. Si tan solo me llamara.
Tal vez eso está haciendo. Tal vez viene para acá sin llamarme. Tal vez está en camino. Quizá le ocurrió algo. No, nada puede pasarle a él. No puedo siquiera imaginar tal cosa. Nunca me lo imagino atropellado. Nunca lo he visto tirado, quieto y largo y muerto. Me gustaría que estuviera muerto. Es un deseo terrible. Es un deseo encantador. Si estuviera muerto sería mío. Si estuviera muerto nunca pensaría en hoy y estas últimas semanas. Solo recordaría los tiempos espléndidos. Todo sería hermoso. Me gustaría que estuviera muerto. Me gustaría que estuviera muerto, muerto, muerto.
Qué tontería. Es una tontería ir por ahí deseando que personas mueran, tan solo porque no te llamaron a la hora que dijeron. Tal vez el reloj se adelantó, no sé si tiene la hora correcta. Quizá su tardanza no es real. Cualquier cosa podría haberlo retrasado un poco. Tal vez tuvo que quedarse en la oficina. Tal vez fue a su casa, para llamarme desde ahí, y alguien lo visitó. No le gusta llamarme delante de la gente. Tal vez está preocupado, aunque sea un poco, de tenerme esperando. Puede que incluso espere que yo lo llame. Yo podría hacer eso. Podría llamarlo.?? No debo. No debo, no debo. Oh, Dios, por favor, no me dejes hacerlo. Por favor, prevén que me atreva. Yo sé, Dios, tan bien como tú, que si se preocupara por mí habría llamado sin importar dónde esté ni cuánta gente tiene alrededor. Por favor hazme saberlo, Dios. No te pido que me lo hagas fácil ni me ayudes; no puedes hacerlo, aunque pudiste crear un mundo entero. Solo hazme saberlo, Dios. No me dejes seguir con esperanzas. No quiero seguir reconfortándome. Por favor, no dejes que me llene de esperanzas, querido Dios. No, por favor.
No voy a llamarlo. Nunca lo llamaré de nuevo mientras viva. Puede pudrirse en el infierno antes de que lo llame. No hace falta que me des fuerza, Dios, ya la tengo. Si él me quiere, puede tenerme. Él sabe dónde estoy. Él sabe que estoy esperando aquí. Él está tan seguro de mí, tan seguro. Me pregunto por qué nos odian tan pronto están seguros de una. Pienso que sería tan dulce estar seguro.
Sería tan fácil llamarlo. Entonces sabría todo. Tal vez no sería tan tonto. Tal vez no le molestaría. Tal vez hasta le gustaría. Tal vez ha estado tratando de llamarme. A veces la gente trata y trata de llamar a alguien, pero el número no responde. No estoy diciendo eso para confortarme, eso pasa de verdad. Tú sabes que ocurre de verdad, Dios. Oh, Dios, mantenme lejos de ese teléfono. Mantenme lejos. Permíteme quedarme con un poco de orgullo. Creo que voy a necesitarlo, Dios. Creo que será lo único que tendré.
Oh, ¿qué importa el orgullo cuando no puedo soportar estar sin hablarle? Este orgullo es tan tonto y miserable. El verdadero orgullo, el grande, consiste en no tener orgullo. No estoy diciendo eso solo porque quiera llamarlo. No. Eso es verdad, yo sé que es verdad. Voy a ser grande. Voy a librarme de los orgullos pequeños.
Por favor, Dios, impídeme llamarlo. Por favor, Dios.
No veo qué tiene que ver el orgullo aquí. Esto es una cosa demasiado pequeña para meter el orgullo, para armar tal alboroto. Puede que lo haya malinterpretado. Tal vez él me dijo que lo llamara a las cinco. «Llámame a las cinco, cariño.» Él pudo haber dicho eso, perfectamente. Es muy posible que no haya escuchado bien. «Llámame a las cinco, cariño.» Estoy casi segura de que eso dijo. Dios, no me dejes decirme estas cosas. Hazme saber, por favor, hazme saber.
Voy a pensar en otra cosa. Voy a sentarme en silencio. Si pudiera quedarme quieta. Si pudiera quedarme quieta. Tal vez pueda leer. Oh, todos los libros son acerca de personas que se aman verdadera y dulcemente. ¿Qué ganan escribiendo eso? ¿No saben que no es verdad? ¿Acaso no saben que es una mentira, una maldita mentira? ¿Por qué deben escribir esas cosas, si saben cómo duele? Malditos sean, malditos, malditos.
No lo haré. Voy a estar tranquila. Esto no es nada para alterarse. Mira. Supón que fuera alguien que no conozco muy bien. Supón que fuera otra chica. Entonces marcaría el teléfono y diría: «Bueno, por amor de Dios, ¿qué te ha pasado?» Eso haría, sin pensarlo apenas. ¿No puedo ser casual y natural solo porque lo amo? Puedo serlo. Honestamente, puedo serlo. Lo llamaré, y seré tan ligera y agradable. A ver si no lo haré, Dios. Oh, no dejes que lo llame. No, no, no.
Dios, ¿realmente no vas a dejar que llame? ¿Seguro, Dios? ¿No podrías, por favor, ceder? ¿No? Ni siquiera te pido que dejes que llame ahora, Dios, solo que lo haga dentro de un rato. Voy a contar quinientos de cinco en cinco. Voy a hacerlo despacio y con parsimonia. Si no ha telefoneado entonces, lo llamaré. Lo haré. Oh, por favor, querido Dios, querido Dios misericordioso, mi Padre bienaventurado en el cielo, ¡que llame antes de entonces! Por favor, Dios. Por favor.
Cinco, diez, quince, veinte, veinticinco, treinta, treinta y cinco…
Este mes, dos relatos brutales de Kathy Acker (1947-1997), escritora estadounidense transgresora, durísima, icónica. Ambos textos fueron traducidos por Mayra Luna y provienen de esta colección digital. «El nacimiento del poeta» (“The Birth of the Poet”) apareció en Hannibal Lecter, My Father (1991) y «Florida» en Literal Madness (1989).
EL NACIMIENTO DEL POETA
Querida mamá,
Tus vísceras apestan. Odio tu pelo. Debes ser árabe porque tienes una nariz enorme. Los árabes no tienen inteligencia. No entiendes mi personalidad porque no tengo una personalidad: soy un taimado solapado artero inútil anónimo casi gusano y tú has estado buscando a un asesino real. Quieres que tu hijo sea alguien: que crezca y le saque las tripas a la gente por dinero o mande a la gente pobre a la cárcel por dinero o que le diga a toda la gente que escuche lo que es la realidad. Simplemente soy como todos.
Es una agonía estar oliendo tu carne cuando estás conmigo porque no me amas. Somos tan distintos, que deberíamos odiarnos uno al otro; aparte, eres tan ambiciosa de poder como todos los árabes. Somos tan diferentes mamá, aunque tengamos sexo; el universo debió haber estado enfermo cuando nos hizo. El universo debió haber estado totalmente enfermo. Los dos, la misma sangre.
Tendremos que matarnos uno al otro porque no hay otra salida a esta relación.
Me estoy partiendo la cabeza contra la pared de mi sala. Cualquier dolor ayuda a suavizar las agujas de hielo seco que rodean y apuñalan mi ojo derecho hinchando la suave carnosidad alrededor de mi apéndice apretando mis músculos sexuales en pequeños alfileres de acero que tu presencia me causa.
Creo que eres una buena persona y no le dispararía a nadie más. Solamente te disparé a ti porque todo el mundo te odia. Hago lo que otras personas desean que haga. Es esta la agonía. Ya no puedo ser real. No puedo ser –mucho menos quien– ni siquiera lo que yo deseo. Estoy totalmente desprovisto de poder. ¿Qué sabes de la agonía? Tuve que dispararte. Todo mundo sabe todo acerca de la agonía total y el mundo entero está retorciéndose.
¿Debemos de tener sexo, mamá, aunque estés muerta?
Tu hijo,
Ali Warnock Hinkley, Jr.
* * *
FLORIDA
Tal vez estás muriendo y ya nada te importa.
En la nada, el gris, las islas casi desaparecen entre el agua. Óvalos negros con forma de hojas esconden el desmoronamiento del universo. Las islas de Key West desapareciendo en el océano. Ya no tienes nada qué decir. No sabes qué hacer. Toda tu vida ha sido un desastre. Sujetándote a cualquier amorío que llegaba y quedándote con él por la tierna vida hasta que se volvía tan agrio que tenías que vomitar e irte. Entonces te recuperabas, como te recuperas de una cruda, cogiendo el siguiente trozo de culo que pasara por ahí y que no fuera tan indefenso o demandante que te forzara a percibir la realidad.
Un coño como cualquier otro coño. Un ideal como cualquier otro ideal. Cuando un sueño se va, otro toma su lugar. Estas harto de estar entre esta mierda, así que te vas. En el fin del mundo. Casi nadie viviendo en esta perpetua grisura de Florida. Puede no ser el paraíso, pero no apesta a la mierda de tus sueños. No existe mucho para ponerte a soñar en esta grisura.
Hay en la isla un hotel viejo y dilapidado. Maneja el hotel un viejo gruñón que ronca en vez de hablar. Hasta donde sabes, el gruñón no te molestará, nadie más está hospedando en el hotel, y el cuarto y la comida son baratos.
Decides quedarte por una noche.
No hay más que decir. Eres un trozo de carne entre otros trozos de carne. Es como cuando estabas en el hospital. El doctor no podía meter la aguja en tu vena para sacar sangre. Cada vez que metía la aguja en tu brazo, la vena desaparecía. Te sentías como un trozo de carne y no te importaba. Viste al doctor ver gente viviendo y muriendo y gritando y al doctor no le importaba si tú estabas muriendo o gritando. Así que a ti no te importó si estabas muriendo o gritando. Ya no tienes idea de lo que importa. Cada día miras al océano y ves un pequeño barco desaparecer entre la grisura. Un pequeño barco oscuro descendiendo entre las aguas turbulentas.
Este mes, una pequeña obra maestra: un cuento de Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), narradora y activista estadounidense, pionera del feminismo en su país. Publicado inicialmente en 1892 en The New England Magazine, «The Yellow Wallpaper» es parcialmente autobiográfico, pues las experiencias de su protagonista se derivan en parte de una depresión postparto sufrida por la autora. En cualquier caso, el tratamiento que da Perkins Gilman al aislamiento de su personaje, y a su deterioro a todo lo largo del texto, logra ser una mirada muy crítica de la condición de muchas mujeres de su tiempo, y de éste, así como una estupenda historia de horror, a la vez contenida y terrible. La presente traducción es de Jofre Homedes Beutnagel y apareció en una antología de relatos Entre horas (Lumen, 2001).
EL TAPIZ AMARILLO
Charlotte Perkins Gilman
No es nada habitual que gente corriente como John y yo alquile casas solariegas para el verano.
Una mansión colonial, una heredad… Diría que una casa encantada, y llegaría a la cúspide de la felicidad romántica. ¡Pero eso sería pedir demasiado al destino!
De todos modos, diré con orgullo que hay algo extraño en ella.
Si no, ¿por qué iba ser tan barato el alquiler? ¿Y por qué iba a llevar tanto tiempo desocupada?
John se ríe de mí, claro, pero es lo que se espera del matrimonio.
John es sumamente práctico. No tiene paciencia con la fe, la superstición le produce un horror intenso, y se burla abiertamente en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se pueda tocar, ver y reducir a cifras.
John es médico, y es posible (claro que no se lo diría a nadie, pero esto lo escribo sólo para mí, y con gran alivio por mi parte), es posible, digo, que ése sea el motivo de que no me cure más deprisa.
¡Es que no se cree que esté enferma!
¿Y qué se le va a hacer?
Si un médico de prestigio, que además es tu marido, asegura a los amigos y a los parientes que lo que le pasa a su mujer no es nada grave, sólo una depresión nerviosa transitoria (una ligera propensión a la histeria), ¿qué se le va a hacer?
Mi hermano, que también es un médico de prestigio, dice lo mismo.
O sea, que tomo no sé si fosfatos o fosfitos, y tónicos, y viajo, y respiro aire fresco, y hago ejer-cicio, y tengo terminantemente prohibido «trabajar» hasta que vuelva a encontrarme bien.
Personalmente disiento de sus ideas.
Personalmente creo que un trabajo agradable, interesante y variado, me sentaría bien.
Pero ¿qué se le va a hacer?
Durante una temporada sí que escribí, a pesar de lo que dijeran; pero es verdad que me agota bastante. Tener que llevarlo con tanto disimulo, a riesgo de topar con una oposición firme…
A veces me parece que en mi estado, con algo menos de oposición y más trato con la gente, más estímulos… Pero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y confieso que hacerlo me produce siempre malestar.
Así que cambiaré de tema y hablaré de la casa.
¡Qué maravilla de finca! Es bastante solitaria, apartada de la carretera, a sus buenos cinco kilómetros del pueblo. Me recuerda esas casas inglesas que salen en los libros, porque tiene setos, muros y verjas que se cierran con candado, y muchas casitas desperdigadas para los jardineros y la gente.
¡Además tiene un jardín que es una preciosidad! No lo he visto igual en mi vida: grande, con mucha sombra, cruzado por caminitos con boj en los bordes, y en todas partes hay pérgolas largas, con parras y asientos debajo.
También había invernaderos, pero están todos rotos.
Tengo entendido que hubo problemas legales, una cuestión de herederos y coherederos; el caso es que lleva años vacía.
Me temo que eso da al traste con lo del fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo noto.
Hasta se lo dije a John una noche de luna, pero me contestó que lo que notaba era corriente de aire, y cerró la ventana. ¡Corriente de aire!
A veces me enfado con John sin motivo. Estoy más sensible que antes, eso seguro. Yo creo que es por mi problema de nervios.
Pero John dice que si pienso eso me olvidaré de controlarme como es debido; así que hago esfuerzos por controlarme, al menos en su presencia, cosa que me cansa mucho.
No me gusta nada el dormitorio. Yo quería uno de la planta baja que daba a la galería, con rosas enmarcando la ventana y unas colgaduras de chintz anticuadas que eran una preciosidad; pero John se negó en redondo.
Dijo que sólo había una ventana, que el espacio no daba para dos camas y que tampoco había ningún otro dormitorio cerca para que se instalara él.
Es muy atento, muy cariñoso, y casi no me deja dar un paso sin intervenir.
Me ha preparado un horario con indicaciones para cada hora del día. John se ocupa de todo, y claro, yo me siento una mezquina y una desagradecida por no valorarlo más.
Dijo que si habíamos venido a esta casa era exclusivamente por mí, que aquí tendría reposo absoluto y todo el aire que se puede respirar. «El ejercicio que hagas depende de tu fuerza, cariño –dijo–, y lo que comas, en cierto modo, de tu apetito, pero el aire lo puedes absorber en todo momento.» En definitiva, que nos instalamos en el cuarto de los niños, el más alto de la casa.
Es una habitación grande y aireada, que ocupa casi toda la planta, con ventanas orientadas a todos los flancos, y aire y sol a raudales. Por lo que se ve empezó siendo cuarto de los niños, luego sala de juegos y al final gimnasio, porque en las ventanas hay barrotes para niños pequeños, y en las paredes anillas y otras cosas.
Es como si la pintura y el papel de pared estuvieran gastados por todo un colegio. Está arrancado (el papel) a trozos grandes alrededor del cabezal de mi cama, más o menos hasta donde llego con el brazo, y en una zona grande de la pared de enfrente, cerca del suelo. En mi vida he visto un papel más feo.
Uno de esos diseños vistosos y exagerados que cometen todos los pecados artísticos habidos y por haber.
Es lo bastante soso para confundir al ojo que lo sigue, lo bastante pronunciado para irritar constantemente e incitar a su examen, y cuando sigues un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se suicidan: se tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en contradicciones inconcebibles.
El color es repelente, casi repugnante: un amarillo chillón y sucio, desteñido de manera rara por la luz del sol, que se desplaza lentamente.
En algunas partes se convierte en un naranja paliducho y desagradable, y en otras coge un tono verdoso repelente.
¡No me extraña que no les gustara a los niños! Yo, si tuviera que vivir mucho tiempo en esta habitación, también lo odiaría.
Viene John. Tengo que esconder esto. Le irrita que escriba.
Llevamos dos semanas en la casa y desde el primer día no he vuelto a tener ganas de escribir.
Estoy sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los niños que es una atrocidad, y nada me impide explayarme todo lo que quiera, como no sea la falta de fuerzas.
John se pasa el día fuera, y hasta hay noches en que tiene casos graves y se queda.
¡Me alegro de que no lo sea el mío!
Aunque estos problemas de nervios son lo más deprimente que hay.
John no sabe lo que sufro. Sabe que no hay «motivo» para sufrir, y con eso le basta.
Claro que sólo son nervios. ¡Me agobian tanto que dejo de hacer lo que tendría que hacer!
¡Yo que tenía tantas ganas de ayudar a John, de servirle de descanso y de consuelo, y aquí estoy, tan joven y convertida en una carga!
Nadie se creería el esfuerzo que representa lo poco que puedo hacer: vestirme, recibir visitas y hacer pedidos.
Suerte que Mary tiene tanta maña con el bebé. ¡Qué monada de criatura!
Pero no puedo, no puedo estar con él. ¡Me pongo tan nerviosa…!
Supongo que John no habrá estado nervioso en toda su vida. ¡Cómo se ríe de mí por el papel de pared!
Al principio quiso poner uno nuevo, pero luego dijo que estaba dejando que me obsesionara, y que para una enferma de los nervios no hay nada peor que ceder a esa clase de fantasías.
Dijo que una vez puesto un papel nuevo pasaría lo mismo con la cama, tan maciza, y luego con los barrotes de las ventanas, y luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se convertiría en el cuento de nunca acabar.
–Tú sabes que este sitio te sienta bien –dijo–, y francamente, cariño, no pienso reformar la casa sólo para un alquiler de tres meses.
–Pues vamos abajo –dije yo–. Abajo hay dormitorios muy bonitos.
Entonces me tomó en brazos y me llamó tontita. Dijo que si se lo pedía yo bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.
De todas maneras tiene razón con lo de las camas, las ventanas y el resto.
Es una habitación tan aireada y cómoda que más no se puede pedir. Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar a John por un simple capricho.
La verdad es que me estoy encariñando con el dormitorio. Con todo menos con ese papel tan horrible.
Por una ventana se ve el jardín, las misteriosas pérgolas con su sombra impenetrable las flores de otra época, creciendo por todas partes, los arbustos los árboles nudosos…
Por otra tengo una vista encantadora de la bahía, y de un embarcadero pequeño, privado, que pertenece a la casa. Se baja por un caminito precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente caminando por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha avisado de que no alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi costumbre de inventarme cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo puede desembocar en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería usar mi fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo que intento.
A veces pienso que si tuviera fuerzas para escribir un poco se aligeraría la presión de las ideas, y podría descansar.
Pero cada vez que lo intento me doy cuenta de que me canso mucho.
¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me haga compañía en mi trabajo! John dice que cuando me ponga bien del todo invitaremos varios días al primo Henry y a Julia; pero dice que en este momento preferiría ponerme petardos en el cojín que dejarme en una compañía tan estimulante.
Ojalá me curara más deprisa.
Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la impresión de que este papel «sabe» la mala influencia que tiene!
Hay una zona recurrente donde el dibujo se dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos saltones puestos al revés.
Es tan impertinente, tan pertinaz, que me pone furiosa. Se repite hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes aparecen esos ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde no encajan bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más alto que el otro.
Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba despierta en la cama, y sacaba más diversión y más miedo de una pared en blanco o de un mueble normal y corriente que la mayoría de los niños en una tienda de juguetes.
Aún me acuerdo de la simpatía con que me guiñaban el ojo los tiradores de nuestro escritorio antiguo, y había una silla a la que siempre tuve por una amiga fiel.
Me parecía que si alguna de las demás cosas tenía un aspecto demasiado amenazador siempre podía subirme a la silla y ponerme a salvo.
Lo peor que puede decirse del mobiliario de esta habitación es que le falta armonía, porque tuvimos que subirlo de la planta baja. Supongo que cuando servía de sala de juegos tuvieron que quitar todo lo de cuando eran pequeños los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto unos destrozos como los que hicieron aquí los chavales.
Ya he dicho que el papel de pared está arrancado en varios sitios, y eso que estaba bien pegado. Además de odio debían de tener perseverancia.
El suelo, además, está cubierto de rayas, agujeros y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene algún que otro boquete, y esta cama tan grande y pesada, que es lo único que encontramos en la habitación, parece salida de una guerra.
Pero a mí me da igual. Sólo me molesta el papel.
Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es, y qué bien me trata! Que no me encuentre escribiendo.
Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo!
Pero cuando no está puedo seguir escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos.
Hay una que da a la carretera, una carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra tiene vis-tas al campo. También es bonita, lleno de olmos frondosos, y de prados aterciopelados.
Este papel de pared tiene una especie de dibujo secundario en otro color; es de lo más irritante, porque sólo se ve cuando la luz entra de según qué manera y ni siquiera así queda nítido.
Pero en las partes donde no se ha descolorido y donde da el sol así… Veo una especie de figura extraña, provocadora, amorfa, algo que parece acechar por detrás de ese dibujo principal tan tonto y llamativo.
¡Ya sube la hermana!
¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de julio! Se han marchado todos y estoy agotada. John pensó que me iría bien ver a gente, y por eso hemos tenido a mamá, a Nellie y a los niños durante una semana.
Yo no he hecho nada, claro. Ahora se ocupa Jennie de todo.
Pero igualmente me he cansado.
John dice que si no mejoro más deprisa me enviará en otoño a ver al doctor Weir Mitchell.
Yo no quiero ir por nada del mundo. Una vez fue a verlo una amiga y dice que es igual que John y que mi hermano, sólo que peor.
Además, un viaje tan largo son palabras mayores.
Tengo la sensación de que no vale la pena esforzarse por nada, y es horrible lo nerviosa y quejica que me estoy poniendo.
Lloro por nada, y me paso casi todo el día llorando.
Cuando está John no lloro, claro, ni con él ni con nadie, pero cuando estoy sola sí.
Y últimamente paso mucho tiempo sola. A menudo John se queda en la ciudad por casos gra-ves, y Jennie, que es buena, me deja sola siempre que se lo pido.
Entonces paseo un poco por el jardín o por aquel caminito tan simpático, o me siento en el porche debajo de las rosas, y paso bastante tiempo estirada aquí arriba.
Me está gustando mucho el dormitorio, a pesar del papel de pared. O puede que a causa de él…
¡Lo tengo tan metido en la cabeza!
Me quedo estirada en esta cama enorme e imposible de mover (yo creo que está clavada al suelo), y me paso horas siguiendo el dibujo. Va tan bien como hacer gimnasia, en serio. Por ejemplo: empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han arrancado, y me comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo hasta llegar a algún tipo de conclusión.
Algo sé de los principios del diseño, y veo que este dibujo no sigue ninguna ley de radiación, alternancia, repetición, simetría o cualquier otro principio que conozca yo.
Se repite en cada rollo, lógicamente, pero en nada más.
Según cómo se mire, cada rollo es independiente, y las pomposas curvas y adornos (una especie de «románico degenerado» con delirium tremens) suben y bajan torpemente en columnas aisladas y fatuas.
En cambio, visto de otra manera se conectan en diagonal, y la proliferación de líneas crea grandes oleadas de horror óptico, como una vasta extensión de algas movidas por la corriente.
También funciona en sentido horizontal, o al menos lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el orden que sigue en esa dirección que acabo cansada.
Pusieron un rollo en horizontal, a modo de friso. Parece mentira lo que ayuda eso a compli-carlo todavía más.
Hay una esquina de la habitación donde está casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da directamente la luz del atardecer casi me parece que sí que hay radiación. Los interminables grotescos dan la impresión de originarse en un centro común, y de salir todos despedidos con el mismo enloquecimiento.
Me cansa seguirlo con la vista. Me parece que voy a echar una cabezadita.
No sé por qué escribo esto.
No quiero escribirlo.
No me siento capaz.
Además, sé que a John le parecería absurdo. ¡Pero de alguna manera tengo que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un alivio tan grande…!
Aunque el esfuerzo está siendo más grande que el alivio.
Ahora me paso la mitad del tiempo con una pereza horrible, y me tiendo con mucha frecuencia.
John dice que no tengo que perder fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la carne poco hecha.
¡Qué bueno es John! Me quiere mucho, y no le gusta nada que esté enferma. El otro día intenté hablar con él en serio y contarle las ganas que tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo Henry y Julia.
Pero dijo que no estaba en condiciones de hacer el viaje, ni de resistirlo una vez ahí; y yo no me defendí demasiado bien, porque antes de acabar ya estaba llorando.
Me está costando mucho razonar. Supongo que será por los nervios.
Y el bueno de John me tomó en brazos, me llevó arriba, me puso en la cama y me leyó hasta que se me cansó la cabeza.
Dijo que yo era la niña de sus ojos, su consuelo, lo único que tenía en el mundo; que tengo que cuidarme por él, y ponerme bien.
Dice que de esto sólo puedo salir yo misma; que tengo que usar mi voluntad y mi autocontrol, y no dejarme vencer por fantasías tontas.
Una cosa me consuela: el bebé está bien de salud y contento, y no tiene que estar en este espantoso cuarto de los niños, con su horrendo papel de pared.
¡Si no lo hubiéramos usado nosotros habría sido para el pobre niño! ¡Qué suerte habérselo ahorrado! Ni muerta dejaría yo que un hijo mío, una cosita tan impresionable, viviera en una habitación así.
Es la primera vez que lo pienso, pero a fin de cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque puedo soportarlo mucho mejor que un bebé.
Claro que ahora ya no se lo comento a nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo observándolo.
En ese papel hay cosas que sólo sé yo; cosas que no sabrá nadie más.
Cada día se destacan más las formas imprecisas que hay detrás del dibujo principal.
Siempre es la misma forma, sólo que muy repetida.
Y es como una mujer agachada, arrastrándose detrás del dibujo. No me gusta nada. Me pregunto si… Empiezo a pensar… ¡Ojalá que John se me llevase de aquí!
Es muy difícil hablar con John de mi caso, porque es tan listo, y me quiere tanto…
De todos modos anoche lo intenté.
Había luna. La luna entra por todos los lados, igual que el sol.
Hay veces en que odio verla; va subiendo muy poco a poco, y siempre entra por alguna de las ventanas.
John dormía, y como no me gusta despertarlo me quedé quieta y miré la luz de la luna sobre el papel de pared ondulante, hasta que me entró miedo.
Parecía que la figura borrosa de detrás sacudiera el dibujo, como si quisiera salir.
Me levanté sigilosamente y fui a tocar el papel, a ver si era verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.
–¿Qué te pasa, criatura? –dijo–. No te pasees así, que te resfriarás.
Me pareció buen momento para hablar. Le dije que aquí no mejoro nada, y que tenía ganas de que se me llevara a otra parte.
–¡Pero cariño! –contestó–. Nos quedan tres semanas de alquiler, y no se me ocurre ninguna manera de marcharnos antes.
»En casa aún no están hechas las reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad así como así. Si corrieras peligro lo haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor, amor mío, aunque tú no te des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que me digo. Estás ganando peso y color, y tu apetito mejora. La verdad es que estoy mucho más tranquilo que antes.
–No peso ni un gramo más –dije–; al revés. ¡Y puede que mi apetito haya mejorado por las noches, cuando estás tú, pero por la mañana, cuando te vas, está peor!
–¡Pobre cielito mío! –dijo John, abrazándome con fuerza–. ¡Te dejo estar todo lo enferma que quieras! Pero a ver si ahora aprovechamos para dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.
–¿O sea, que no quieres marcharte? –pregunté con voz triste.
–¿Cómo quieres que me vaya, mi vida? Tres semanitas más y saldremos de viaje unos días, mientras Jennie acaba de preparar la casa. Estás mejor, cariño. Hazme caso.
–Físicamente puede que sí… –empecé a decir; pero me quedé a media frase, porque John se incorporó y me dirigió una mirada tan seria y cargada de reproche que no fui capaz de seguir hablando.
–Cariño –dijo–, te ruego por mi bien y el de nuestro hijo, además del tuyo, que no dejes que se te meta esa idea en la cabeza ni un segundo. Para un carácter como el tuyo no hay nada más peligroso. Ni más fascinante. Es una idea falsa, además de tonta. ¿No te fías de mi palabra de médico?
Yo, como es lógico, no dije nada más al respecto. Tardamos poco en acostarnos. John creyó que había sido la primera en dormirme, pero era mentira. Me quedé despierta varias horas, tratando de decidir si el dibujo principal y el de detrás se movían juntos o separados.
* * *
En un dibujo de esta clase, a la luz del sol, hay una falta de secuencia, un desafío a las leyes, que produce irritación constante en un cerebro normal.
El color de por sí ya es bastante repulsivo, bastante inestable y bastante exasperante, pero el dibujo es una tortura.
Te parece que lo tienes dominado, pero justo cuando lo sigues sin perderte da una voltereta hacia atrás y se acabó lo que se daba. Te pega un bofetón, te tira al suelo y te pisotea. Es como una pesadilla.
El dibujo principal es un arabesco recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en circunvoluciones que no se acaban nunca. Es algo así.
¡Pero sólo a veces!
Este papel tiene una peculiaridad muy marcada, algo que por lo visto sólo noto yo: que cambia con la luz.
Cuando entra el sol de lleno por la ventana del este (yo siempre vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan deprisa que nunca acabo de creérmelo.
Por eso siempre lo observo.
A la luz de la luna (cuando hay luna entra luz toda la noche) no me parece el mismo papel.
¡De noche, sea cual sea la fuente de luz (el crepúsculo, una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), se convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de detrás se ve con absoluta claridad.
Tardé bastante en reconocer lo que se ve detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es una mujer.
A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se mueve por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante…! Yo, mirándolo, me quedo horas sin moverme.
Últimamente paso mucho tiempo estirada. John dice que me conviene, y que tengo que dormir todo lo que pueda.
Lo cierto es que empecé por culpa suya, porque me obligaba a estirarme una hora después de cada comida.
Estoy convencida de que es mala costumbre, porque el caso es que no duermo.
Y eso fomenta el engaño, porque no le digo a nadie que estoy despierta. ¡Ni hablar!
El caso es que le estoy tomando un poco de miedo a John.
Hay veces en que lo veo muy raro, y hasta Jennie tiene una mirada inexplicable.
De vez en cuando, como mera hipótesis científica, pienso… ¡que quizá sea el papel!
En más de una ocasión he observado a John sin que se diera cuenta, uno de esos días en que entraba en el dormitorio sin avisar con cualquier excusa inocente, y lo he sorprendido varias veces mirando el papel. A Jennie también. Una vez sorprendí a Jennie tocándolo.
Ella no sabía que yo estuviera en la habitación, y cuando le pregunté con voz tranquila, muy tranquila, controlándome al máximo, qué hacía con el papel… ¡Dio media vuelta como si la hubieran sorprendido robando, y me miró con cara de enfadada! ¡Me preguntó que por qué la asustaba!
Luego dijo que el papel lo manchaba todo, que había encontrado manchas amarillas en toda mi ropa y en la de John, y que a ver si teníamos más cuidado.
Qué inocente, ¿verdad? ¡Pues yo sé que está estudiando el dibujo, y estoy decidida a ser la única que descubra la solución!
Mi vida se ha vuelto mucho más interesante. Es porque tengo algo más que esperar, que vigi-lar. La verdad es que como mejor y estoy más tranquila que antes.
¡Qué contento está John de que mejore! El otro día se rió un poco y dijo que se me veía más sana, a pesar del papel de pared
Yo, para no hablar del tema, me reí. No tenía la menor intención de decirle que la causa era justamente el papel de pared. Se habría burlado. Hasta puede que hubiera querido sacarme de esta casa.
Ahora no quiero irme hasta que haya descubierto la solución. Queda una semana, y creo que será suficiente.
¡Me encuentro cada vez mejor! De noche no duermo mucho, por lo interesante que es observar los acontecimientos; de día, en cambio, duermo bastante.
De día cansa y desconcierta.
Siempre hay nuevos brotes en el hongo, y nuevos matices de amarillo por todo el dibujo. Ni siquiera puedo llevar la cuenta, y eso que lo he intentado concienzudamente.
¡Qué amarillo más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas.
Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el olor! Lo noté en cuanto entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto sol no molestaba. Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da igual que estén cerradas o abiertas las ventanas, porque el olor no se marcha.
Se infiltra por toda la casa.
Lo encuentro flotando por el comedor, agazapado en el salón, escondido en el vestíbulo, ace-chándome en la escalera.
Se me mete en el pelo.
Hasta cuando salgo a montar a caballo. De repente giró la cabeza y lo sorprendo: ¡ahí está el olor!
¡Y qué raro es! Me he pasado horas intentando analizarlo, para saber a qué olía.
Malo no es, al menos al principio. Es muy suave. Nunca había olido nada tan sutil y a la vez tan persistente.
Con esta humedad resulta asqueroso. De noche me despierto y lo descubro flotando sobre mí.
Al principio me molestaba. Llegué a pensar seriamente en quemar la casa, sólo para matar el olor.
Ahora, en cambio, me he acostumbrado. ¡Lo único que se me ocurre es que se parece al color del papel! Un olor amarillo.
Hay una marca muy rara en la pared, por la parte de abajo, cerca del zócalo: una raya que recorre toda la habitación. Pasa por detrás de todos los muebles menos de la cama. Es una mancha larga, recta y uniforme, como de haber frotado algo muchas veces.
Me gustaría saber cómo y quién la hizo, y para qué. Vueltas, vueltas y vueltas. Vueltas, vueltas y vueltas. ¡Me marea!
* * *
Por fin he hecho un verdadero hallazgo.
A fuerza de mirarlo cada noche, cuando cambia tanto, he acabado por descubrir la solución.
El dibujo principal se mueve, efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de detrás!
A veces pienso que detrás hay varias mujeres: otras veces que sólo hay una, que se arrastra a toda velocidad y que el hecho de arrastrarse lo sacude todo.
En las partes muy iluminadas se queda quieta, mientras que en las más oscuras coge las barras y las sacude con fuerza.
Siempre quiere salir, pero ese dibujo no hay quien lo atraviese. ¡Es tan asfixiante! Yo creo que es la explicación de que tenga tantas cabezas.
Lo atraviesan, y luego el dibujo las estrangula, las deja boca abajo y les pone los ojos en blanco.
Si estuvieran tapadas las cabezas, o arrancadas, no sería ni la mitad de desagradable.
* * *
¡Me parece que la mujer sale de día!
Voy a decir por qué, pero que no se entere nadie: ¡la he visto!
¡La veo por todas mis ventanas!
Estoy segura de que es la misma mujer, porque siempre se arrastra, y hay pocas mujeres que se arrastren a la luz del día.
La veo por el camino largo que pasa debajo de los árboles. Se arrastra, y cuando pasa un coche de caballos se esconde debajo de las zarzamoras.
La entiendo perfectamente. ¡Debe de ser muy humillante que te sorprendan arrastrándote en pleno día!
Yo, cuando me arrastro de día, siempre cierro con llave. De noche no puedo, porque sé que John enseguida sospecharía algo.
Y últimamente está tan raro que prefiero no irritarlo. ¡Ojalá se cambiara de habitación!
Además, no quiero que a esa mujer la saque nadie de noche como no sea yo.
A menudo me pregunto si podría verla por todas las ventanas a la vez.
Pero por muy deprisa que dé vueltas, sólo consigo mirar por una.
¡Y aunque siempre la vea, cabe la posibilidad de que la velocidad con que anda a gatas sea mayor que la de mis vueltas!
Alguna vez la he visto lejos, en campo abierto, arrastrándose con la misma rapidez que la sombra de una nube en un día de viento.
* * *
¡Ojalá el dibujo principal pudiera separarse del de debajo! Me propongo intentarlo poco a poco.
¡He descubierto otra cosa extraña, pero esta vez no pienso decirla! No conviene fiarse demasiado de la gente.
Sólo quedan dos días para quitar el papel, y me parece que John empieza a notar algo. No me gusta cómo me mira.
Además, le he oído hacer a Jennie muchas preguntas profesionales sobre mí. El informe de Jennie era muy bueno.
Dice que de día duermo mucho.
¡John sabe que de noche no duermo demasiado bien, y eso que casi no me muevo!
También me hizo toda clase de preguntas a mí fingiéndose muy tierno y atento.
¡Como si no se le notara!
De todos modos no me extraña nada su comportamiento, después de tres meses durmiendo debajo de este papel.
Lo mío sólo es interés, pero estoy segura de que a John y a Jennie, en secreto, les afecta.
* * *
¡Hurra! Es el último día, pero no me hace falta ninguno más. John se queda a dormir en la ciudad, y no volverá hasta tarde.
Jennie quería dormir conmigo, la muy pilla, pero le he dicho que descansaría mucho mejor quedándome sola una noche.
¡Una respuesta muy astuta, porque la verdad es que no he estado sola en absoluto! En cuanto salió la luna y la pobre mujer empezó a arrastrarse y sacudir el dibujo, me levanté y corrí a ayudarla.
Yo estiraba, y ella sacudía; luego sacudía yo y estiraba ella, y antes del amanecer habíamos arrancado varios metros de papel.
Una franja como yo de alta, y de ancha como la mitad de la habitación.
¡Después, cuando ha salido el sol y el dibujo ha empezado a burlarse de mí, he jurado acabar con él hoy mismo!
Nos vamos mañana. Están trasladando todos mis muebles a la planta baja para dejarlo todo como al llegar.
Jennie ha mirado la pared con cara de sorpresa, pero le he dicho que ha sido pura rabia, por lo horrible que era el papel.
Se ha puesto a reír y me ha dicho que no le habría importado hacerlo ella misma, pero que no está bien que me canse.
¡Qué manera de quedar en evidencia!
Pero estoy aquí, y este papel no lo toca nadie más que yo. ¡Antes muerta!
Jennie ha intentado sacarme de la habitación. ¡Cómo se le notaba! Pero yo le he dicho que ahora está tan vacía y tan limpia que me entraban ganas de estirarme otra vez y dormir todo lo que pudiera; que no me despertara ni para cenar, y que ya la avisaría yo cuando estuviera despierta.
Vaya, que se ha marchado, y los criados no están. Los muebles tampoco. Sólo queda la cama clavada al suelo, con el colchón de lona que encontramos encima.
Esta noche dormiremos abajo, y mañana tomaremos el barco a casa.
Me gusta bastante esta habitación, ahora que vuelve a estar vacía.
¡Qué destrozos hicieron los niños!
¡La cama está como si la hubieran mordido! Pero tengo que poner manos a la obra.
He cerrado la puerta y he tirado la llave al camino de delante.
No quiero salir, ni quiero que entre nadie hasta que llegue John.
Quiero darle una buena sorpresa.
Tengo una cuerda que no ha encontrado ni Jennie. ¡Así, si sale la mujer y quiere escaparse, podré atarla!
¡Pero se me ha olvidado que no puedo llegar muy arriba si no tengo nada a que subirme! ¡Esta cama no hay quien la mueva!
He intentado levantarla y empujarla hasta quedarme lisiada. Entonces me he enfadado tanto que le he arrancado un trozo de un mordisco, en una esquina; pero me he hecho daño en los dientes.
Después he arrancado todo el papel hasta donde alcanzaba de pie en el suelo. ¡Está pegadí-simo, y el dibujo se lo pasa en grande! ¡Todas las cabezas estranguladas, y los ojos saltones, y la proliferación de hongos, todos se mofan de mí a gritos!
Me estoy enfadando tanto que acabaré haciendo algo desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable, pero las barras son demasiado fuertes para intentarlo.
Además, tampoco lo haría. Desde luego que no. Sé perfectamente que sería un acto indecoroso, y que podría interpretarse mal.
Ni siquiera me gusta mirar por las ventanas. ¡Hay tantas mujeres arrastrándose, y corren tanto…!
Me gustaría saber si salen todas del papel, como yo.
Pero ahora estoy bien sujeta con mi cuerda, la que no encontró nadie. ¡A mí sí que no me sacan a la carretera!
Supongo que cuando se haga de noche tendré que ponerme otra vez detrás del dibujo. ¡Con lo que cuesta!
¡Es tan agradable estar en esta habitación tan grande, y andar a gatas siempre que quiera…!
No quiero salir. No quiero, ni que me lo pida Jennie.
Porque fuera hay que arrastrarse por el suelo, y en vez de amarillo es todo verde.
Aquí, en cambio, puedo andar a gatas por el suelo liso, y mi hombro se ajusta perfectamente a la marca larga de la pared, con la ventaja de que así no me pierdo.
¡Anda, si está John al otro lado de la puerta! ¡Es inútil, jovencito, no podrás abrirla!
¡Qué berridos, y qué golpes!
Ahora pide un hacha a gritos.
¡Sería una lástima destrozar una puerta tan bonita!
—¡John, querido! —he dicho con la máxima amabilidad—. ¡La llave está al lado de la escalera de entrada, debajo de una hoja!
Con eso se ha callado un rato.
Luego ha dicho (con mucha serenidad): —¡Abre la puerta, cariño!
—No puedo —he contestado yo—. ¡La llave está al lado de la puerta principal, debajo de una hoja!
Lo he repetido varias veces, muy poco a poco y con mucha dulzura; lo he dicho tantas veces que ha tenido que bajar a comprobarlo. La ha encontrado, como era de esperar, y ha entrado. Se ha quedado a un paso del umbral.
—¿Qué pasa? —ha gritado—. ¿Pero qué haces, por Dios?
Yo he seguido andando a gatas como si nada, pero le he mirado por encima del hombro.
—Al final he salido —he dicho—, aunque no quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he arrancado casi todo el papel, para que no puedan volver a meterme!
¿Por qué se habrá desmayado? El caso es que lo ha hecho, y justo al lado de la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he tenido que pasar por encima de él a cada vuelta!
Este cuento es el segundo de Kurt Vonnegut que aparece en este sitio. Publicado originalmente en 1961 en la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, cuenta la historia de una sociedad totalitaria en la que toda la población es reducida a la «igualdad» (a una mediocridad incapacitante) por un gobierno opresor. Por supuesto, no hay sociedad humana que sea exactamente como la que aquí se representa, pero Vonnegut sí describe, exagerándolos, retorciéndolos, sucesos y modos de pensar de su presente y del nuestro. Hay que recalcar que el acto de rebeldía en el centro del cuento no está observado de manera optimista. La traducción es una versión muy revisada de ésta.
HARRISON BERGERON
Kurt Vonnegut
Era el año 2081, y todos eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley. Iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro. Nadie era más hermoso que ningún otro. Nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Dirección General de Discapacitación de los Estados Unidos.
Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto volvía loca a la gente. Y en este mes, húmedo y frío, los de la DGD se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.
Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia totalmente promedio, lo que significa que no era capaz de pensar en nada salvo por breves periodos. Y George, aunque tenía una inteligencia por encima de lo normal, llevaba en la oreja una pequeña radio discapacitadora. La ley lo obligaba a llevarla a todas horas. Estaba sintonizada a un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba un ruido agudo para evitar que las personas como George se aprovecharan injustamente de sus cerebros.
George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero de momento ella no recordaba por qué.
En la pantalla había unas bailarinas.
Una chicharra sonó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron aterrados, como ladrones que oyen una campana de alarma.
–Era bonita esa danza, la que acaba de terminar —dijo Hazel.
–¿Eh? –dijo George.
–Esa danza, era bonita –dijo Hazel.
–Ajá —dijo George. Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas: cualquiera hubiese podido hacerlo igual de bien. Todas estaban cargadas con contrapesos y sacos de perdigones, y llevaban máscaras, para que nadie se sintiese deprimido por ver un gesto libre o grácil o una cara bonita. George empezaba a formar la idea vaga de que quizá las bailarinas no debieran tener ninguna discapacidad. Pero no llegó muy lejos antes de otro ruido en la radio de su oreja dispersara sus pensamientos.
George torció la cara. También lo hicieron dos de las ocho bailarinas.
Hazel vio la mueca de George. Como ella no tenía discapacitador mental, tuvo que preguntar cuál ruido había sido aquél.
—Sonó como si golpearan una botella de leche con un martillo de metal —dijo George.
—Creo que sería interesante oír todos esos ruidos —dijo Hazel, con un poco de envidia–. La de cosas que inventan.
—Um —dijo George.
—Pero si yo fuera Directora General de Discapacitación, ¿sabes qué haría? —dijo Hazel. Hazel, de hecho, tenía un gran parecido con la Directora de Discapacitación, una mujer llamada Diana Moon Glampers—. Si yo fuese Diana Moon Glampers —dijo Hazel— pondría campanas los domingos. Sólo campanas. Como en honor de la religión.
—Yo podría pensar si fuesen sólo campanas —dijo George.
—Bueno, podrían sonar bien fuerte —dijo Hazel— . Creo que yo sería buena Directora de Discapacitación.
—Tan buena como cualquiera —dijo George.
—¿Quién mejor que yo sabe lo que es normal? —dijo Hazel.
—Sí —dijo George. Empezó a pensar oscuramente en su hijo anormal que ahora estaba en la cárcel, en Harrison, pero una salva de veintiún cañonazos en su cabeza lo detuvo.
—¡Uy! —dijo Hazel— . Ese sí estuvo duro, ¿no?
Había estado tan duro que George se había puesto blanco, y temblaba, y le asomaban lágrimas en los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.
—De pronto te ves muy cansado —dijo Hazel—. ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu discapacitador de plomo en los cojines, mi cielo? —Hazel se refería a los veinte kilos de perdigones en un saco de tela que George llevaba colgados del cuello, fijos con candado—. Apoya el peso un ratito —dijo—. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.
George sopesó el saco con las manos.
—No me molesta —dijo—. Ya no lo noto. Es una parte de mí.
—Has estado muy cansado últimamente, como agotado —dijo Hazel—. Si hubiese modo podríamos hacer un hoyito en el fondo del saco, y sacar algunas bolas de plomo… Sólo unas pocas.
—Dos años de prisión y una multa de dos mil dólares por cada perdigón que sacara —dijo George—. No es lo que se dice un buen negocio.
—Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo —dijo Hazel—. O sea, aquí no compites con nadie. Nada más estás sentado.
—Si tratara de hacerlo —dijo George— otra gente lo haría también, y muy pronto estaríamos de nuevo en las edades oscuras, cuando todos competían contra todos. No te gustaría, ¿o sí?
—Lo odiaría —dijo Hazel.
—Ahí está —dijo George—. En el momento en que la gente hace trampa con las leyes, ¿qué crees que le pasa a la sociedad?
Si Hazel no hubiera podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido dar una. Una sirena aullaba en su cabeza.
—Se haría pedazos, supongo.
—¿Qué cosa? —dijo George desconcertado.
—La sociedad —dijo Hazel, insegura—. ¿No fue eso lo que dijiste?
—Quién sabe —dijo George.
Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. En un principio no estuvo claro sobre qué noticia era el boletín, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía una seria discapacidad en el habla. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:
—Damas y caballeros…
Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.
—Está bien —dijo Hazel del anunciador—. Lo intentó. Esa es la cosa. Hizo lo mejor que pudo con lo que Dios le dio. Deberían darle un buen aumento por tanto esfuerzo.
—Damas y caballeros —dijo la bailarina leyendo el boletín. Debía ser extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible. Y era fácil ver también que era la más fuerte y más grácil de todas las bailarinas, porque sus sacos de discapacitación eran tan grandes como los de un hombre de cien kilos.
Y tuvo que pedir perdón de inmediato por su voz, que era una voz verdaderamente injusta para una mujer. Era una melodía cálida luminosa, atemporal.
—Discúlpenme —dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez, haciendo una voz absolutamente no competitiva—. Harrison Bergeron, de catorce años —dijo con un graznido—, acaba de escapar de la cárcel, donde se le retenía acusado de conspirar para derrocar al gobierno. Es un genio y un atleta, no tiene suficiente discapacitación, y se le debe considerar extremadamente peligroso.
Una foto policial de Harrison Bergeron tomada apareció en la pantalla cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y finalmente al derecho. La fotografía mostraba a Harrison de pie ante un fondo calibrado en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.
Por lo demás, Harrison parecía un fantasma o una ferretería. Nadie había llevado nunca discapacitadores más pesados. Había superado cada impedimento más rápido de lo que los hombres de la DGD podían imaginar uno nuevo. En vez de una pequeña radio en la oreja como discapacitador mental, llevaba un par tremendo de audífonos, y además anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Los anteojos tenían el fin no sólo de dejarlo medio ciego, sino también de provocarle horribles dolores de cabeza.
Trozos de metal le colgaban de todo el cuerpo. Habitualmente había cierta simetría, una eficiencia militar en los discapacitadores suministrados a las personas fuertes, pero Harrison parecía un deshuesadero ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.
Y para afearlo, los hombres de la DGD lo obligaban a usar todo el tiempo nariz roja de payaso, a rasurarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con falsos huecos y caries colocados al azar.
—Si ven a este muchacho —dijo la bailarina— no intenten, repito, no intenten discutir con él.
Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.
Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. La foto de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla, como bilando al son de un terremoto.
George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le costó, pues muchas veces su propia casa había danzado del mismo modo.
—¡Dios mío! —dijo George— ¡Ese debe ser Harrison!
El ruido de un choque de automóviles le barrió esa comprensión de la cabeza.
Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido. Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.
Harrison: un payaso enorme, repicante, estaba de pie en el centro del estudio. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Bailarinas, técnicos, músicos y anunciadores estaban de rodillas ante él, esperando morir.
—¡Soy el emperador! —gritó Harrison— ¿Me oyen? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben hace lo que yo diga inmediatamente!
Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.
—Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí —rugió—, ¡soy más grande gobernante que cualquier otro que haya vivido! ¡Y ahora miren cómo me convierto en lo que puedo convertirme!
Harrison se arrancó las correas que sostenían su discapacitador como si fueran de papel higiénico: correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.
Los pedazos de chatarra retumbaron al dar contra el suelo.
Harrison pasó los pulgares bajo la barra que aseguraba su arnés para la cabeza. La barra se rompió como un tallo de apio. Harrison aplastó los lentes y los audífonos contra la pared.
También se arrancó la nariz de goma descubriendo a un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.
—¡Ahora elegiré a mi emperatriz! —dijo, mirando al grupo arrodillado a sus pies—. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.
Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.
Harrison sacó el discapacitador mental de la oreja de la bailarina y luego los discapacitadores físicos con asombrosa delicadeza. Finalmente le quitó la máscara.
La bailarina era de una belleza cegadora.
—Ahora —dijo Harrison tomándole la mano—, ¿le mostramos a la gente lo que significa la palabra “danza”? ¡Música! —ordenó.
Los músicos treparon de vuelta a sus sillas, y Harrison les quitó también sus discapacitadores.
—Toquen tan bien como puedan —les dijo— y les haré barones y duques y condes.
La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música como deseaba que la tocaran. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.
La música comenzó de nuevo y estuvo mucho mejor.
Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus corazones concordaran con la música.
Luego se alzaron en puntas de pie. Harrison tomó entre sus manazas el talle delgado de la bailarina, haciéndole sentir la ingravidez que pronto sería suya.
Y entonces, en una explosión de gracia y alegría, saltaron al aire.
No sólo abandonaron las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las del movimiento.
Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.
Saltaron como ciervos en la Luna.
El cielorraso estaba a diez metros de altura, pero con cada salto los bailarines se acercaban más a él.
Pronto fue evidente que intentaban tocarlo.
Lo tocaron.
Y luego, neutralizando la gravedad con puro amor y voluntad, se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros bajo el cielorraso, y allí se besaron durante largo tiempo.
Fue entonces que Diana Moon Glampers, la Directora General de Discapacitación, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó dos veces y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.
Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los discapacitadores.
En ese momento el tubo de la televisión de los Bergeron se quemó.
Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto. Pero George había ido a la cocina por una lata de cerveza.
George regresó con la cerveza y se detuvo mientras una señal discapacitadora lo sacudía de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.
—Has estado llorando —le dijo a Hazel.
—Sí —dijo ella.
—¿Por qué? —dijo él.
—No me acuerdo. Algo bien triste en la televisión.
—¿Qué era? —dijo él.
—Lo tengo confundido en la cabeza —dijo Hazel.
—Olvida las cosas tristes —dijo George.
—Eso hago siempre —dijo Hazel.
—Esa es mi chica —dijo George. Torció la cara. Había el ruido de una remachadora en su cabeza.
—Uy. Ese sí estuvo duro, ¿no? —dijo Hazel.
—Y que lo digas.
—Uy —dijo Hazel—. Ese sí estuvo duro.
¿Qué tanto puede decir de la época actual un cuento publicado en 1922? ¿Qué tan pertinente puede ser? La respuesta es “mucho”, si se trata de un cuento como éste. Katherine Mansfield, la gran narradora de origen neozelandés, escribió “La mosca” pensando en los numerosos muertos de la Primera Guerra Mundial y, como se verá, en sus padres, que los vieron ir a morir al frente y los sobrevivieron. Pero el centro de la narración es el de mucho de lo que nos preocupa en la actualidad: la capacidad humana para la crueldad y la violencia; la culpa, que siempre llega demasiado tarde, y también el cómo se logra continuar –o no– tras horrores y pérdidas indecibles.
“The Fly” se publicó en el semanario The Nation & Athenaeum en 1922 y después apareció en The Dove’s Nest and Other Stories.
LA MOSCA
Katherine Mansfield
—Pues sí que está usted cómodo aquí —dijo el viejo señor Woodifield con su voz de flauta. Miraba desde el fondo del gran butacón de cuero verde, junto a la mesa de su amigo el jefe, como lo haría un bebé desde su cochecito. Su conversación había terminado; ya era hora de marchar. Pero no quería irse. Desde que se había retirado, desde su… apoplejía, la mujer y las chicas lo tenían encerrado en casa todos los días de la semana excepto los martes. El martes lo vestían y lo cepillaban, y lo dejaban volver a la ciudad a pasar el día. Aunque, la verdad, la mujer y las hijas no podían imaginarse qué hacía allí. Suponían que incordiar a los amigos… Bueno, es posible. Sin embargo, nos aferramos a nuestros últimos placeres como se aferra el árbol a sus últimas hojas. De manera que ahí estaba el viejo Woodifield, fumándose un puro y observando casi con avidez al jefe, que se arrellanaba en su sillón, corpulento, rosado, cinco años mayor que él y todavía en plena forma, todavía llevando el timón. Daba gusto verlo.
Con melancolía, con admiración, la vieja voz añadió:
—Se está cómodo aquí, ¡palabra que sí!
—Sí, es bastante cómodo —asintió el jefe mientras pasaba las hojas del Financial Times con un abrecartas. De hecho estaba orgulloso de su despacho; le gustaba que se lo admiraran, sobre todo si el admirador era el viejo Woodifield. Le infundía un sentimiento de satisfacción sólida y profunda estar plantado ahí en medio, bien a la vista de aquella figura frágil, de aquel anciano envuelto en una bufanda.
—Lo he renovado hace poco —explicó, como lo había explicado durante las últimas, ¿cuántas?, semanas—. Alfombra nueva —y señaló la alfombra de un rojo vivo con un dibujo de grandes aros blancos—. Muebles nuevos —y apuntaba con la cabeza hacia la sólida estantería y la mesa con patas como de caramelo retorcido—. ¡Calefacción eléctrica! —con ademanes casi eufóricos indicó las cinco salchichas transparentes y anacaradas que tan suavemente refulgían en la placa inclinada de cobre.
Pero no señaló al viejo Woodifield la fotografía que había sobre la mesa. Era el retrato de un muchacho serio, vestido de uniforme, que estaba de pie en uno de esos parques espectrales de estudio fotográfico, con un fondo de nubarrones tormentosos. No era nueva. Estaba ahí desde hacía más de seis años.
—Había algo que quería decirle —dijo el viejo Woodifield, y los ojos se le nublaban al recordar—. ¿Qué era? Lo tenía en la cabeza cuando salí de casa esta mañana —las manos le empezaron a temblar y unas manchas rojizas aparecieron por encima de su barba.
Pobre hombre, está en las últimas, pensó el jefe. Y sintiéndose bondadoso, le guiñó el ojo al viejo y dijo bromeando:
—Ya sé. Tengo aquí unas gotas de algo que le sentará bien antes de salir otra vez al frío. Es una maravilla. No le haría daño ni a un niño.
Extrajo una llave de la cadena de su reloj, abrió un armario en la parte baja de su escritorio y sacó una botella oscura y rechoncha.
—Ésta es la medicina —exclamó—. Y el hombre de quien la adquirí me dijo en el más estricto secreto que procedía directamente de las bodegas del castillo de Windsor.
Al viejo Woodifield se le abrió la boca cuando lo vio. Su cara no hubiese expresado mayor asombro si el jefe hubiera sacado un conejo.
—Es whisky, ¿no? —dijo débilmente.
El jefe giró la botella y cariñosamente le enseñó la etiqueta. En efecto, era whisky.
—Sabe —dijo el viejo, mirando al jefe con admiración—, en casa no me dejan ni tocarlo —y parecía que iba a echarse a llorar.
—Ah, ahí es donde nosotros sabemos un poco más que las señoras —dijo el jefe, doblándose como un junco sobre la mesa para alcanzar dos vasos que estaban junto a la botella del agua, y sirviendo un generoso dedo en cada uno—. Bébaselo, le sentará bien. Y no le ponga agua. Sería un sacrilegio estropear algo así. ¡Ah! —se tomó el suyo de un trago; luego se sacó el pañuelo, se secó apresuradamente los bigotes y le hizo un guiño al viejo Woodifield, que aún saboreaba el suyo.
El viejo tragó, permaneció silencioso un momento, y luego dijo débilmente:
—¡Qué fuerte!
Pero lo reconfortó; subió poco a poco hasta su entumecido cerebro… y recordó.
—Eso era —dijo, levantándose con esfuerzo de la butaca—. Supuse que le gustaría saberlo. Las chicas estuvieron en Bélgica la semana pasada para ver la tumba del pobre Reggie, y dio la casualidad que pasaron por delante de la de su chico. Por lo visto quedan bastante cerca la una de la otra.
El viejo Woodifield hizo una pausa, pero el jefe no contestó. Sólo un ligero temblor en el párpado demostró que estaba escuchando.
—Las chicas estaban encantadas de lo bien cuidado que está todo aquello —dijo la vieja voz—. Lo tienen muy bonito. No estaría mejor si estuvieran en casa. ¿Usted no ha estado nunca, verdad?
—¡No, no! —por varias razones el jefe no había ido.
—Hay kilómetros enteros de tumbas —dijo con voz trémula el viejo Woodifield— y todo está tan bien cuidado que parece un jardín. Todas las tumbas tienen flores. Y los caminos son muy anchos —por su voz se notaba cuánto le gustaban los caminos anchos.
Hubo otro silencio. Luego el anciano se animó sobremanera.
—¿Sabe usted lo que les hicieron pagar a las chicas en el hotel por un bote de confitura? —dijo— ¡Diez francos! A eso yo le llamo un robo. Dice Gertrude que era un bote pequeño, no más grande que una moneda de media corona. No había tomado más que una cucharada y le cobraron diez francos. Gertrude se llevó el bote para darles una lección. Hizo bien; eso es querer hacer negocio con nuestros sentimientos. Piensan que porque hemos ido allí a echar una ojeada estamos dispuestos a pagar cualquier precio por las cosas. Eso es —y se volvió, dirigiéndose hacia la puerta.
—¡Tiene razón, tiene razón! —dijo el jefe. Aunque en realidad no tenía idea de sobre qué tenía razón. Dio la vuelta a su escritorio y siguiendo los pasos lentos del viejo lo acompañó hasta la puerta y se despidió de él. Woodifield se había marchado.
Durante un largo momento el jefe permaneció allí, con la mirada perdida, mientras el ordenanza de pelo canoso, que lo estaba observando, entraba y salía de su garita como un perro que espera que lo saquen a pasear.
De pronto:
—No veré a nadie durante media hora, Macey —dijo el jefe—. ¿Ha entendido? A nadie en absoluto.
—Bien, señor.
La puerta se cerró, los pasos pesados y firmes volvieron a cruzar la alfombra chillona, el fornido cuerpo se dejó caer en el sillón de muelles y echándose hacia delante, el jefe se cubrió la cara con las manos. Quería, se había propuesto, había dispuesto que iba a llorar…
Le había causado una tremenda conmoción el comentario del viejo Woodifield sobre la sepultura del muchacho. Fue exactamente como si la tierra se hubiera abierto y lo hubiera visto allí tumbado, con las chicas de Woodifield mirándolo. Porque era extraño. Aunque habían pasado más de seis años, el jefe nunca había pensado en el muchacho excepto como un cuerpo que yacía sin cambio, sin mancha, uniformado, dormido para siempre. «¡Mi hijo!», gimió el jefe. Pero las lágrimas todavía no acudían. Antes, durante los primeros meses, incluso durante los primeros años después de su muerte, bastaba con pronunciar esas palabras para que lo invadiera una pena inmensa que sólo un violento episodio de llanto podía aliviar. El paso del tiempo, había afirmado entonces, y así lo había asegurado a todo el mundo, nunca cambiaría nada. Puede que otros hombres se recuperaran, puede que otros lograran aceptar su pérdida, pero él no. ¿Cómo iba a ser posible? Su muchacho era hijo único. Desde su nacimiento el jefe se había dedicado a levantar este negocio para él; no tenía sentido alguno si no era para el muchacho. La vida misma había llegado a no tener ningún otro sentido. ¿Cómo diablos hubiera podido trabajar como un esclavo, sacrificarse y seguir adelante durante todos aquellos años sin tener siempre presente la promesa de ver a su hijo ocupando su sillón y continuando donde él había abandonado?
Y esa promesa había estado tan cerca de cumplirse. El chico había estado en la oficina aprendiendo el oficio durante un año antes de la guerra. Cada mañana habían salido de casa juntos; habían regresado en el mismo tren. ¡Y qué felicitaciones había recibido por ser su padre! No era de extrañar; se desenvolvía maravillosamente. En cuanto a su popularidad con el personal, todos los empleados, hasta el viejo Macey, no se cansaban de alabarlo. Y no era en absoluto un mimado. No, él siempre con su carácter despierto y natural, con la palabra adecuada para cada persona, con aquel aire juvenil y su costumbre de decir: «¡Sencillamente espléndido!».
Pero todo eso había terminado, como si nunca hubiera existido. Había llegado el día en que Macey le había entregado el telegrama con el que todo su mundo se había venido abajo. «Sentimos profundamente informarle que…» Y había abandonado la oficina destrozado, con su vida en ruinas.
Hacía seis años, seis años… ¡Qué rápido pasaba el tiempo! Parecía que había sido ayer. El jefe retiró las manos de la cara; se sentía confuso. Algo parecía que no funcionaba. No estaba sintiéndose como quería sentirse. Decidió levantarse y mirar la foto del chico. Pero no era una de sus fotografías favoritas; la expresión no era natural. Era fría, casi severa. El chico nunca había sido así.
En aquel momento el jefe se dio cuenta de que una mosca se había caído en el gran tintero y estaba intentando infructuosamente, pero con desesperación, salir de él. ¡Socorro, socorro!, decían aquellas patas mientras forcejeaban. Pero los lados del tintero estaban mojados y resbaladizos; volvió a caerse y empezó a nadar. El jefe tomó una pluma, extrajo la mosca de la tinta y la depositó con una sacudida en un pedazo de papel secante. Durante una fracción de segundo se quedó quieta sobre la mancha oscura que rezumaba a su alrededor. Después las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, levantando su cuerpecillo empapado, empezó la inmensa tarea de limpiarse la tinta de las alas. Por encima y por debajo, por encima y por debajo pasaba la pata por el ala, como lo hace la piedra de afilar por la guadaña. Luego hubo una pausa mientras la mosca, aparentemente de puntillas, intentaba abrir primero un ala y luego la otra. Por fin lo consiguió, se sentó y empezó, como un diminuto gato, a limpiarse la cara. Ahora uno podía imaginarse que las patitas delanteras se restregaban con facilidad, alegremente. El horrible peligro había pasado; había escapado; estaba preparada de nuevo para la vida.
Pero justo entonces el jefe tuvo una idea. Hundió otra vez la pluma en el tintero, apoyó su gruesa muñeca en el secante y mientras la mosca probaba sus alas, una enorme gota cayó sobre ella. ¿Cómo reaccionaría? ¡Buena pregunta! La pobre criatura parecía estar absolutamente acobardada, paralizada, temiendo moverse por lo que pudiera acontecer después. Pero entonces, como dolorida, se arrastró hacia delante. Las patas delanteras se agitaron, se afianzaron y, esta vez más lentamente, reanudó la tarea desde el principio.
Es un diablillo valiente –pensó el jefe– y sintió verdadera admiración por el coraje de la mosca. Así era como se debían de acometer los asuntos; ésa era la actitud. Nunca te dejes vencer; sólo era cuestión de… Pero una vez más la mosca había terminado su laboriosa tarea y al jefe casi le faltó tiempo para recargar la pluma, y descargar otra vez la gota oscura de lleno sobre el recién aseado cuerpo. ¿Qué pasaría esta vez? Siguió un doloroso instante de incertidumbre. Pero ¡atención!, las patitas delanteras volvían a moverse; el jefe sintió una oleada de alivio. Se inclinó sobre la mosca y le dijo con ternura: «Ah, astuta cabroncita». Incluso se le ocurrió la brillante idea de soplar sobre ella para ayudarla en el proceso de secado. Pero a pesar de todo, ahora había algo de tímido y débil en sus esfuerzos, y el jefe decidió que ésta tendría que ser la última vez, mientras hundía la pluma hasta lo más profundo del tintero.
Lo fue. La última gota cayó en el secante empapado y la extenuada mosca quedó tendida en ella y no se movió. Las patas traseras estaban pegadas al cuerpo; las delanteras no se veían.
—Vamos —dijo el jefe—. ¡Espabila! —y la removió con la pluma, pero en vano. No pasó nada, ni pasaría. La mosca estaba muerta.
El jefe levantó el cadáver con la punta del abrecartas y lo arrojó a la papelera. Pero lo invadió un sentimiento de desdicha tan agobiante que verdaderamente se asustó. Se inclinó hacia delante y tocó el timbre para llamar a Macey.
—Tráigame un secante limpio —dijo con severidad— y dese prisa —y mientras el viejo perro se alejaba con un paso silencioso, empezó a preguntarse en qué había estado pensando antes. ¿Qué era? Era… Sacó el pañuelo y se lo pasó por delante del cuello de la camisa. Aunque le fuera la vida en ello no se podía acordar.
En días pasados cumplió 84 años la escritora estadounidense Ursula K. LeGuin, una de las grandes autoras de imaginación de los Estados Unidos. Se le etiqueta como autora de «ciencia ficción» o de «fantasía», lo que da a algunas personas la excusa para leerla desde sus prejuicios (o para no leerla); pero LeGuin es una gran narradora a secas, que simplemente utiliza escenarios extraños, personajes y sucesos imposibles, para hablar por reflejo de la experiencia humana: de los grandes temas de la literatura.
«The Word of Unbinding» apareció primero en 1964, en la revista Fantastic, y en la obra de su autora es la primera narración ambientada en el mundo de Terramar, escenario de varias de sus novelas más famosas. La traducción fue realizada por F. A. Real H.
LA PALABRA QUE DESLIGA
Ursula K. LeGuin
¿Dónde estaba? El suelo era duro y fangoso, el aire negro y apestoso, y aquello era todo lo que había. A excepción del dolor de cabeza. Tendido de plano sobre el frío y húmedo suelo, Festin gimió y dijo:
—¡Báculo!
Cuando su báculo de mago –hecho en madera de aliso– no acudió a su mano, supo que estaba en peligro. Se sentó, y al no poder recurrir a su báculo para que le diese la luz apropiada, encendió una chispa entre el índice y el pulgar, murmurando cierta Palabra. Un fuego fatuo azulado saltó de la chispa y rodó débilmente a través del aire, chisporroteando.
—Arriba —dijo Festin.
Y la bola de fuego zigzagueó hacia arriba, hasta iluminar una trampilla abovedada muy por encima de él, tan alta que Festin, al proyectarse al interior de la bola de fuego momentáneamente, vio su propia cara —doce metros más abajo— como un pálido punto entre las tinieblas. La luz no producía reflejos en las húmedas paredes; éstas estaban entretejidas a partir de la noche, por medios mágicos. Volvió a su cuerpo y dijo:
—Apágate.
La bola de fuego expiró. Festin se sentó en la oscuridad, haciéndose sonar los dedos.
Debían de haberlo hechizado desde detrás, por sorpresa; lo último que recordaba era que había estado caminando a través de sus bosques, al atardecer, hablando con los árboles. Últimamente, en aquellos años solitarios de la mitad de su vida, se había sentido agobiado por un sentimiento de una fuerza desperdiciada, sin usar; por eso, necesitando aprender lo que era paciencia, había abandonado las villas y se había ido a conversar con los árboles, especialmente con los robles, castaños y los grandes alisos, cuyas raíces están en profunda comunicación con las corrientes de agua. Hacía seis meses que no hablaba con un ser humano; durante aquel tiempo, se había ocupado delo esencial, sin lanzar hechizos ni molestar a nadie. Así que, ¿quién podría haberle atado mágicamente, encerrándolo en aquel pozo apestoso?
—¡¿Quién?! —le exigió a las paredes.
Entonces, lentamente, un nombre le llegó, y se deslizó por él como una gruesa gota negra que rezumase de poros de piedra y esporas de hongos: «Voll».
Por un momento, Festin sintió un sudor frío.
Hacía mucho tiempo que había oído hablar por primera vez de Voll el Funesto, de quien se decía que era más que un mago pero menos que un hombre; que pasaba de isla en isla de la Región Exterior, deshaciendo el trabajo de los Antiguos, esclavizando a los hombres, devastando bosques y expoliando los campos, y sellando en tumbas subterráneas a cualquier mago o hechicero que se atreviese a combatir con él. Los refugiados de las islas destruidas contaban siempre la misma historia: que había llegado al atardecer, junto a un viento oscuro por encima del mar. Sus esclavos le seguían en naves; eso lo habían visto. Pero nadie había visto al propio Voll…
Había muchos hombres y criaturas de malvada voluntad habitando las Islas y Festin, un joven brujo ocupado con su entrenamiento, no había prestado mucha atención a los cuentos sobre Voll el Funesto. «Puedo proteger esta isla», había pensado, conociendo su todavía no probado poder, y había vuelto a sus robles y alisos, al sonido del viento en sus hojas, al ritmo del crecimiento en sus redondos troncos, ramas y ramitas, al sabor de la luz del sol sobre las hojas, o a las oscuras aguas subterráneas, fluyendo entre las raíces. ¿Dónde estarían ahora los árboles, sus viejos compañeros? ¿Habría destruido Voll el bosque?
Despierto al fin y de pie, Festin hizo dos amplios movimientos con manos rígidas, gritando en voz alta un Nombre capaz de romper todas las cerraduras y abrir cualquier puerta hecha por el hombre. Pero aquellas paredes impregnadas de noche y del Nombre de su creador no escuchaban, no oían. El Nombre levantó ecos, que volvieron hacia Festin, resonando en sus oídos, y haciéndole caer de rodillas y ocultar la cabeza entre los brazos, hasta que los ecos murieron en las bóvedas que había sobre él. Entonces, todavía temblando por el fracaso, se sentó, meditabundo.
Estaban en lo cierto: Voll era fuerte. En su propio terreno, en el calabozo construido con sus propios hechizos, su magia resistiría cualquier ataque directo; y la fuerza de Festin no era ni la mitad de la que hubiese tenido, de no haber perdido su báculo. Pero ni siquiera su captor podía arrebatarle sus poderes —relativos sólo a sí mismo— de Proyección y Transformación. Y así, tras frotarse su ahora doblemente dolorida cabeza, Festin se transformó. Suavemente, su cuerpo se disolvió en una nube de fina bruma.
Perezosa, rastrera, la bruma se elevó del suelo, flotando sobre las fangosas paredes hasta que encontró donde la cueva se hacía pared, en una grieta fina como un cabello. A través de ella, gotita a gotita, comenzó a filtrarse. Había logrado pasar casi por completo, cuando un viento ardiente —como la ráfaga de un horno— le golpeó, dispersando las gotas de bruma, secándolas. Precipitadamente, la bruma retrocedió de nuevo hacia la cueva, bajando en espirales hasta el suelo, donde tomó de nuevo la forma de Festin, que apareció jadeando. La transformación es un esfuerzo emocional para los brujos introvertidos del tipo de Festin; cuando a ese esfuerzo se le añade el shock de enfrentarse a una muerte inhumana en la forma asumida por uno, laexperiencia se vuelve espantosa. Festin estuvo por unos momentos simplemente respirando. Además, estaba irritado consigo mismo. Después de todo, había sido una estupidez intentar escapar como bruma: cualquier tonto se sabría ese truco. Probablemente, Voll había dejado fuera un viento caliente al acecho. Festin se convirtió entonces en un pequeño murciélago negro, voló hacia el techo, y se volvió a transformar en una ligera corriente de aire puro, para luego filtrarse a través de la grieta.
Esa vez consiguió salir, y estaba soplando suavemente a través del vestíbulo en el que se encontraba —en dirección a una ventana— cuando una aguda sensación de peligro le obligó a transformarse rápidamente, adquiriendo la primera forma pequeña y coherente que llegó a su mente: un anillo de oro. Lo hizo justo a tiempo. El huracán deaire ártico que habría dispersado su forma aérea en un caos irreconstruible simplemente enfrió un poco su forma de anillo. Mientras pasaba la tormenta, permaneció sobre el pavimento de mármol, preguntándose qué forma debería adoptar para atravesar la ventana más rápidamente.
Empezó a moverse demasiado tarde. Un gigantesco troll de rostro inexpresivo avanzaba a largas zancadas por la habitación; se detuvo, recogió el anillo —que rodaba con rapidez— y lo levantó con una enorme mano como de piedra caliza. El troll avanzó hasta la trampilla, descorrió el cerrojo de hierro y, murmurando un encantamiento, arrojó a Festin a las tinieblas. Cayó doce metros y aterrizó sobre el suelo de piedra…con un tintineo.
Reasumiendo su verdadera forma, se sentó, frotándose dolorosamente un codo herido. ¡Suficiente de estas transformaciones con un estómago vacío! Anheló amargamente tener su báculo, con el que podría haberse procurado cualquier cantidad de comida. Sin él, aunque pudiese cambiar su propia forma y realizar determinados hechizos y poderes, no podía transformar ni invocar ninguna cosa material… ni rayos, ni chuletas de cordero.
—Paciencia —se aconsejó a sí mismo.
Cuando hubo recuperado el aliento, disolvió su cuerpo en la infinita delicadeza de aceites volátiles, convirtiéndose en el aroma de una chuleta de cordero frita. Nuevamente, flotó hacia la grieta. El acechante troll inhaló sospechoso, pero Festin ya se había convertido en un halcón y aleteaba en dirección a la ventana. El troll arremetió contra él, falló por escasos metros, y bramó con una inmensa voz pétrea:
—¡El halcón, atrapad el halcón!
Descendiendo en picado desde el castillo encantado hasta el bosque que se extendía obscuro hacia el oeste, la luz del sol y el reflejo del mar deslumbrádole, Festin surcó el aire como una flecha; sin embargo, una flecha más rápida lo encontró. Gritando, cayó. El sol, el mar y las torres giraron a su alrededor y desaparecieron.
Despertó nuevamente en el húmedo y malsano suelo del calabozo, con las manos, el cabello, y los labios mojados con su propia sangre. La flecha se había clavado en el ala del halcón, en el hombro del hombre. Se mantuvo inmóvil, y murmuró un hechizo para cerrar la herida. Al cabo de un rato pudo sentarse y rememorar un hechizo más largo y poderoso de curación. Pero había perdido mucha sangre y, con ella, poder. Un frío se había apoderado de la médula de sus huesos, que ni siquiera el hechizo de curación podía calentar. Sus ojos estaban sumidos en las tinieblas, incluso cuando encendió un fuego fatuo e iluminó el aire hediondo: era la misma bruma tenebrosa que había podido ver mientras volaba, cerniéndose sobre su bosque y las pequeñas aldeas de su territorio.
Dependía de él proteger aquella tierra.
No podría volver a intentar escapar directamente. Estaba demasiado débil y cansado. Confiando excesivamente en su poder, había perdido su fuerza. Cualquiera que fuese la forma que adoptase a partir de entonces, ésta compartiría su debilidad, y sería atrapada.
Temblando a causa del frío, se acuclilló, dejando que la bola de fuego chisporroteara con una última bocanada de metano… el gas de los pantanos. El olor le permitió ver con el ojo de la mente los pantanos que se extendían, desde el bosque amurallando el mar; sus amados pantanos donde ningún hombre acudía, donde en otoño los cisnes volaban alineados, donde –entre tranquilos pozos y cañaverales– corrían hacia el mar rápidos y silenciosos riachuelos. ¡Oh, poder ser un pez en una de esas corrientes! O mejor aún, estar más lejos, corriente arriba, cerca de los manantiales, en el bosque, a la sombra de los árboles, en el claro remanso bajo las raíces de un aliso, descansando y oculto…Era una gran magia. Festin no la había practicado más de lo que lo hace cualquier hombre que, en el exilio, o viéndose en peligro, anhela la tierra o las aguas de su hogar, imaginando la vista desde el umbral de su casa, la mesa en la que comía, las ramas que se veían a través de la habitación en que solía dormir. Sólo en sueños cualquiera que no fuese uno de los grandes magos podría realizar la magia de volver al hogar. Pero Festin, con el frío saliéndole de la médula e inundando nervios y venas, permaneció de pie entre las negras paredes, reuniendo su poder hasta que brilló como una llama en la oscuridad de su carne, y empezó a realizar una magia grande y silenciosa.
Los muros desaparecieron. Estaba en la tierra, con rocas y vetas de granito por huesos, aguas subterráneas por sangre, raíces por nervios. Como un gusano ciego, se movió a través de la tierra hacia el oeste, lentamente, con tinieblas por delante y por detrás. De pronto, del subsuelo fluyó a lo largo de su espalda y de su vientre una próspera, irresistible e inagotable caricia. Saboreó el agua con los costados, su lenta corriente; con ojos sin párpados vio ante él el profundo pozo marrón, entre las grandes y nudosas raíces de un aliso. Se precipitó hacia delante, plateado, hacia las sombras. ¡Se había liberado! Estaba en su hogar.
El agua brotaba intemporal de su clara fuente. Se quedó en la arena del fondo del remanso, dejando que el agua le acariciase —mucho más poderosa que cualquier hechizo de curación— apaciguando su herida y, con su frescura, alejando el desolador frío que había penetrado en él. Mientras descansaba, sintió y oyó una sacudida y un temblor en la tierra. ¿Quién caminaba ahora por su bosque? Demasiado fatigado para intentar cambiar de forma, escondió su brillante cuerpo de trucha bajo el arco de las raíces del aliso, y se puso al acecho.
Grandes dedos grises tantearon el agua, agitando la arena. A través de la palidez del agua aparecieron caras vagas, ojos en blanco surgieron y se desvanecieron, reaparecieron. Redes y manos buscaron a tientas, desaparecieron y volvieron a aparecer; le agarraron y le mantuvieron, retorciéndose en el aire. Luchó para recobrar su propia forma, pero no pudo; su propio hechizo para regresar al hogar le encadenaba. Se agitó en la red, boqueando en el seco, brillante y terrible aire, sofocándose. La agonía continuó, y no supo nada más allá de ella.
Al cabo de mucho tiempo, poco a poco, empezó a darse cuenta de que estaba de nuevo en su forma humana; por su garganta le obligaban a bajar un líquido agrio y picante. Tras otro lapso de tiempo, se encontró tirado boca abajo, sobre el suelo mojado y pestilente de la bóveda; estaba otra vez en poder de su enemigo. Y, aunque podía respirar de nuevo, no estaba muy lejos de la muerte. El frío le atravesaba; y los trolls, servidores de Voll, habían aplastado el frágil cuerpo de trucha pues, cuando se movió, la caja torácica y un antebrazo le dieron una aguda puntada de dolor. Roto y sin fuerzas, se hundió en el fondo del pozo de la noche. No tenía poder para cambiar de forma; no había manera de salir de ahí, a excepción de una.
Permaneciendo inmóvil –y casi, pero no totalmente fuera del alcance del dolor– Festin pensó: «¿Por qué no me ha matado? ¿Por qué me mantiene aquí con vida? ¿Porqué nunca ha sido visto? ¿Con qué ojos se le puede ver, sobre qué tierra camina? Me teme, aunque no me queden fuerzas. Dicen que todos los magos y hombres poderosos que ha vencido viven, encerrados en tumbas como ésta, año tras año intentando liberarse… Pero ¿y si uno elige no vivir?»
Así, Festin hizo su elección.
Su último pensamiento fue: «Si estoy equivocado, los hombres pensarán que fui un cobarde».
Pero no se retrasó con aquel pensamiento. Girando la cabeza ligeramente hacia un lado, cerró los ojos, hizo una última inspiración profunda y susurró la Palabra que Desliga, la que sólo se pronuncia una vez.
Esto no fue una transformación. Él no cambió: su cuerpo, las largas piernas y brazos, las hábiles manos, los ojos que se habían deleitado mirando árboles y corrientes, permanecieron sin cambio, tranquilos; perfectamente tranquilos y llenos de frío. Perolas paredes desaparecieron. La bóveda construida con magia desapareció, y las salas y torres; y el bosque, y el mar, y el cielo del atardecer, todos ellos habían desaparecido. Y Festin se dirigió lentamente hacia la lejana pendiente de la colina de la existencia, bajo nuevas estrellas.
En vida había tenido gran poder; aquí no lo había olvidado. Como la llama de una vela, se movió en las tinieblas de aquella amplia tierra. Y, recordando, pronunció el nombre de su enemigo:
—¡Voll!
Llamado, incapaz de resistir, Voll se acercó a él, un denso y pálido espectro bajo la luz de las estrellas. Festin se acercó, y el otro se acobardó y gritó como si estuviera ardiendo. Festin le siguió cuando huyó; le siguió de cerca.
Recorrieron un largo camino, sobre corrientes de lava seca de extintos volcanes, que recortaban sus conos contra las estrellas sin nombre; sobre los contrafuertes de las silenciosas colinas, a través de valles de corta hierba negra, atravesando ciudades o bajando por sus callejas obscuras entre casas por cuyas ventanas no miraba cara alguna. Las estrellas colgaban del cielo; ninguna descendía, ninguna se levantaba. No hubo cambios aquí. Ningún día llegaría. Pero ellos continuaron, Festin siempre siguiendo los pasos del otro, hacia el lugar por donde en un tiempo corrió un río, mucho tiempo antes: un río de las Tierras Vivientes. En el seco lecho, entre los cantos rodados, yacía un cuerpo muerto: el de un hombre viejo, desnudo, los ojos sin vida mirando fijamente las estrellas, a las que la muerte no afecta.
—Entra en él —dijo Festin.
La sombra de Voll lloriqueó, pero Festin se acercó más. Voll retrocedió, se detuvo, y entonces penetró por la boca abierta de su propio cuerpo muerto.
El cadáver se desvaneció de inmediato. Sin marcas, inmaculados, los secos cantos rodados centellearon bajo la luz estelar. Festin estuvo allí de pie un rato, luego se sentó a descansar sobre unas grandes rocas. A descansar, no a dormir: debería montar guardia hasta que el cuerpo de Voll, devuelto a su tumba, se convirtiera en polvo, y desapareciera todo su maléfico poder, esparcido por el viento y arrastrado por la lluvia hasta el mar. Debería vigilar aquel lugar, donde una vez la muerte había encontrado el camino de regreso al otro mundo. Paciente, infinitamente paciente, Festin esperó entre las rocas por las que ningún río volverá a correr, en el corazón del país donde no hay costas. Las estrellas permanecían fijas sobre él; y mientras las miraba, lenta, muy lentamente, empezó a olvidar la voz de las corrientes y el sonido de la lluvia sobre las hojas del bosque de la vida.
Alguna vez tenía que aparecer en este sitio un cuento del gran Vladimir Nabokov (1899-1977), el autor de Lolita pero también de Pálido fuego, de Pnin, de Ada o el ardor y de grandes narraciones breves. La que sigue está tomada de sus Cuentos completos, que a estas alturas circulan por muchos sitios de la red; tal vez valga el énfasis especial que merece la historia de los dos hermanos y su predicamento. La traducción de María Lozano modifica ligeramente el título original: «Scenes from the Life of a Double Monster» apareció inicialmente en The Reporter, el 20 de marzo de 1958.
ESCENAS DE LA DOBLE VIDA DE UN MONSTRUO
Vladimir Nabokov
Hace algunos años el doctor Fricke nos hizo a Lloyd y a mí una pregunta que trataré de contestar ahora. Con la sonrisa ensoñadora del que se dispone a satisfacer un placer de orden científico, acarició la carnosa banda cartilaginosa que nos enlazaba —omphalopagus diaphragmo-xiphodidymus, como Pancoast denominó un caso similar— y nos preguntó si acaso podíamos recordar la primera vez que cualquiera de nosotros, o ambos, nos dimos cuenta de la peculiaridad de nuestro destino y condición. Lloyd recordaba tan sólo que nuestro abuelo Ibrahim (o Ahim, o Ahem, ¡fastidiosos bloques de sonidos muertos a nuestros oídos actuales!) tocaba con cariño lo que tocaba el médico y lo llamaba un puente de oro. Yo no dije nada.
Nuestra infancia transcurrió encima de una fértil colina sobre el mar Negro en la granja de nuestro abuelo junto a Karaz. Su hija más joven, la rosa del Oriente, perla del gris Ahem (si eso era cierto, aquel viejo granuja hubiera podido preocuparse más de ella), había sido violada en un huerto junto a la carretera por nuestro amo anónimo y había muerto después de parirnos a nosotros, supongo que de puro horror y pena. Una serie de rumores hablaba de un buhonero húngaro; otros rumores se referían a un ornitólogo y coleccionista aleonan o a algún miembro de su expedición, probablemente su taxidermista. Unas tías de complexión oscura, llenas de collares, cuyas ropas voluminosas olían a aceite de rosas y a cordero, se ocuparon con celo macabro de las necesidades de nuestra monstruosa infancia.
Muy pronto, en las aldeas vecinas se enteraron de la extraordinaria noticia y empezaron a enviar a nuestra granja a toda suerte de extraños con afán inquisitivo. En los días de fiesta se les veía afanándose por subir la colina que conducía a nuestra casa, como si fueran peregrinos en cuadros de colores vivaces. Había un pastor que medía un metro ochenta y un calvo bajito con gafas, y soldados, así como las sombras de cipreses alargados. También venían niños, a todas horas, que eran despachados por nuestras celosas amas; pero casi cada día había algún joven de ojos negros y pelo corto, con gastados pantalones azules que conseguía deslizarse a través del cornejo, la madreselva y los troncos retorcidos de los ciclamores, hasta el patio adoquinado con su vieja fuente legañosa donde los pequeños Lloyd y Floyd (entonces nos llamábamos de otra manera, nombres llenos de consonantes aspiradas) descansaban tranquilamente sentados, mascando orejones bajo un muro encalado. Luego, súbitamente, percibía la H de nuestros cuerpos transformada en una I, como si el numeral romano que representa el dos fuera tan sólo el uno, o unas tijeras de una sola cuchilla.
No puede establecerse comparación alguna, evidentemente, entre el impacto producido al conocer esta situación, por muy perturbador que pudiera ser, y el choque emocional que recibió mi madre (¡y a propósito, qué felicidad tan pura experimento al utilizar de forma tan deliberada el posesivo singular!). Debió darse cuenta de que estaba dando a luz a un par de gemelos; pero cuando se enteró, como sin duda ocurrió, de que los gemelos estaban unidos… ¿qué sensaciones experimentaría en aquel momento? Dado el tipo de gente ignorante, incontinente y exasperadamente locuaz que nos rodeaba, la familia vocinglera y lenguaraz que esperaba junto a la cama deshecha debió, con toda seguridad, decirle al momento que algo había ido espantosamente mal; y no hay apenas duda de que sus hermanas, en el frenesí de su susto y de su compasión, le enseñaron al niño siamés. Yo no digo que una madre no pueda amar a un objeto semejante, doble, y olvidar en ese amor el oscuro rocío de su origen impío; sólo creo que la mezcla de asco, piedad y amor materno fue demasiado para ella. Los dos componentes de aquella serie doble que contemplaban sus ojos eran unos deliciosos ejemplares incompletos saludables y guapos, con una pelusilla rubia sedosa en sus cráneos rosado-violetas, y brazos y piernas elásticos y bien proporcionados que se movían como los miembros numerosos de un maravilloso animal marino. Cada uno de ellos era fundamentalmente normal, pero juntos formaban un monstruo. En realidad, es extraño pensar que la presencia de una mera banda de tejido, un andrajo de carne no mayor que un hígado de cordero, pudiera transformar la alegría, el orgullo, la ternura, la adoración y la gratitud hacia Dios en horror y desesperación.
En cuanto a nosotros, todo era mucho más sencillo. Los adultos eran demasiado diferentes de nosotros en todo, como para que nos permitieran establecer analogía alguna, pero el primer visitante que tuvimos de nuestra edad constituyó para mí una suerte de revelación. Mientras Lloyd contemplaba plácidamente al atemorizado niño de siete u ocho años, que nos miraba atentamente desde una achaparrada higuera que a su vez parecía examinarnos a nosotros, yo recuerdo que me di cuenta cabal de la esencial diferencia existente entre el recién llegado y mi persona. Su cuerpo producía en el suelo una pequeña sombra azul, también el mío; pero además de aquel compañero impreciso, plano e inconstante que tanto él como yo debíamos agradecer al sol y que se desvanecía en días nublados, yo poseía otra sombra más, un reflejo palpable de mi ser corporal, que siempre tenía junto a mí, a mi izquierda, mientras que mi visitante había conseguido de una manera u otra desembarazarse del suyo, o quizá había conseguido desengancharlo de su persona y dejarlo en casa. Unidos, Lloyd y Floyd eran normales y completos; él no era ni lo uno ni lo otro.
Pero quizás, en orden a elucidar estas cuestiones lo más exhaustivamente posible, debería hablar de recuerdos más lejanos todavía. A no ser que las emociones adultas empañen los recuerdos antiguos, creo que puedo atestiguar la existencia de una cierta repugnancia. Debido a la duplicidad de nuestros miembros anteriores, dormíamos en principio cara a cara, unidos por nuestro ombligo común, y mi rostro en esos primeros días de nuestra existencia se veía constantemente acariciado por la dureza de la nariz de mi hermano gemelo y por sus labios húmedos. Aquel desagradable contacto nos llevó a reaccionar a nuestra manera y así desarrollamos una cierta tendencia espontánea a echar la cabeza hacia atrás y a separar nuestros rostros lo más posible. La extrema flexibilidad de la banda de carne que nos mantenía unidos nos permitía asumir una posición recíproca más o menos lateral, y cuando aprendimos a caminar, lo hacíamos en una suerte de contoneo lateral como patos que anadean conjuntadamente, una posición que a la gente le debía de parecer más forzada de lo que realmente era, y que nos hacía parecer, supongo yo, un par de enanos borrachos que se apoyaran el uno en el otro. Durante mucho tiempo volvíamos a nuestra posición fetal a la hora de dormir; pero en cuanto la incomodidad subyacente a esta postura incomodaba nuestro sueño y nos despertaba, volvíamos a distanciar nuestros rostros, con un doble gemido de repugnancia recíproca.
Insisto en que cuando teníamos tres o cuatro años nuestros cuerpos sentían aversión ante la torpeza de nuestra coyunda, mientras que nuestras mentes no cuestionaban la normalidad de nuestros cuerpos. Luego, antes de que hubiéramos podido ser conscientes de sus inconvenientes, la intuición física fue descubriendo formas de lidiar con ellos, y a partir de entonces dejamos de pensar en los mismos. Todos nuestros movimientos se convirtieron en un juicioso compromiso entre lo común y lo particular. La pauta de las acciones motivadas por tal o cual deseo común formaba una especie de fondo generalizado, gris e uniformemente tejido contra el que un impulso discreto, el suyo o el mío, seguía su curso más directo y preciso; pero (como si estuviera guiado por la urdimbre de la pauta común) nunca iba en contra de la trama común o del deseo preciso y concreto del cuerpo gemelo.
Hablo ahora sólo de nuestra infancia, cuando la naturaleza no había tenido tiempo todavía para minar nuestra laboriosamente ganada vitalidad con ningún conflicto entre nosotros. Años más tarde he tenido ocasión de lamentar que no hubiéramos muerto o que no nos hubieran separado quirúrgicamente, antes de abandonar aquel estado inicial en el que un ritmo siempre presente, como una especie de tam-tam remoto que sonara en la jungla de nuestro sistema nervioso, era el único responsable de regular nuestros movimientos. Cuando, por ejemplo, uno de nos’otros estaba a punto de agacharse para apropiarse de una bonita margarita mientras que el otro, exactamente en el mismo momento, iniciaba un ademán para estirarse y coger un higo maduro, ganaba aquel cuyos movimientos se conformaran al ictus habitual de nuestro ritmo común y continuo, después de lo cual, con un estremecimiento muy breve y como coral, el gesto interrumpido de un gemelo era absorbido y disuelto en la enriquecida ola de la acción que el otro gemelo acababa de completar. Digo «enriquecida» porque el fantasma de la flor que se había quedado en el suelo parecía de alguna manera estar también allí, pulsando entre los dedos que se cerraban en torno a la fruta.
Podían producirse largos períodos de semanas e incluso de meses en los que el ritmo conductor correspondía con mucha más frecuencia a Lloyd que a mí, pero luego llegaba una época en la que era yo el que conducía la ola del deseo; pero no recuerdo momento alguno en nuestra infancia en el que la frustración o la realización del deseo provocara en ninguno de nosotros ni resentimiento ni orgullo.
Sin embargo, en algún lugar dentro de mí, debía de haber una célula sensible que se preguntaba cómo funcionaba aquel hecho curioso por el que una fuerza desconocida se apoderaba de mí y me distanciaba del objeto de un deseo repentino para llevarme a una serie de cosas no deseadas hasta entonces y que se introducían en la esfera de mi voluntad sin que yo hubiera llegado a desearlas conscientemente ni las hubiera atenazado entre los tentáculos de mi volición. Así que mientras yo observaba a tal o cual chiquillo extraviado que nos contemplaba a Lloyd y a mí, recuerdo que me ponía a pensar y a dirimir un problema de índole dual: en primer lugar, trataba de resolver si una única naturaleza corporal presentaba más ventajas que la nuestra; en segundo lugar, si todos los otros niños eran únicos. Se me ocurre ahora que a menudo los problemas que me preocupaban eran de doble filo, posiblemente los hilos de los procesos cerebrales de Lloyd penetraban en mi mente y uno de los dos problemas conjuntos que yo consideraba era en realidad una preocupación suya.
Cuando nuestro avaricioso abuelo Ahem decidió exhibirnos para ganar dinero, había siempre algún granuja ansioso entre la gente que venía a contemplarnos que quería que habláramos entre nosotros. Como suele ocurrir con las mentes primitivas, pedía que sus oídos corroboraran lo que veían sus ojos. Nuestra gente nos obligaba de mala manera a que gratificáramos tales deseos y no entendían lo angustioso que resultaba el hacerlo. Habríamos podido decir que éramos demasiado tímidos para complacerlos; pero la realidad es que nunca nos hablábamos el uno al otro, incluso cuando estábamos solos, porque los breves gruñidos entrecortados que intercambiábamos en nuestros escasos momentos de enfado (cuando, por ejemplo, uno se había hecho una herida en un pie y se la estaban vendando mientras que el otro quería ir a nadar al arroyo) no podían interpretarse realmente como un diálogo. La comunicación de sencillas sensaciones esenciales la llevábamos a cabo sin palabras; hojas desprendidas del árbol que flotaban en la corriente de nuestra sangre común. También los pensamientos simples conseguían deslizarse y viajar entre nosotros. Los más complejos no lo hacían sino que persistían en la mente que les había dado origen, pero incluso en esos casos ocurrían extraños fenómenos. Ésa es la razón por la que tengo la sospecha de que a pesar de que tenía una naturaleza más tranquila, Lloyd luchaba contra las mismas realidades que a mí me desconcertaban. Al crecer olvidó muchas cosas. Yo no he olvidado nada.
Pero el público no sólo esperaba de nosotros que nos habláramos, quería incluso que jugáramos juntos. ¡Alcornoques! Les divertía que compitiéramos en ingenio jugando al ajedrez o a las damas. Supongo que si hubiéramos sido de distinto sexo nos habrían obligado a cometer incesto en su presencia. Pero como los juegos entre nosotros eran tan poco frecuentes como la conversación, sufríamos sutiles tormentos cada vez que nos obligaban a realizar tortuosos movimientos para lanzarnos una pelota desde algún lugar entre nuestros pechos, o a hacer como que jugábamos a arrebatarnos mutuamente una especie de bate. Nos aplaudían entusiasmados cada vez que corríamos por el perímetro del patio cogidos con los brazos al hombro. Saltábamos y girábamos.
Un vendedor ambulante de remedios medicinales, un hombre calvo y bajito con una blusa blanca, que sabía un poco de turco y otro poco de inglés, nos enseñó unas cuantas frases en esas lenguas; y entonces tuvimos que demostrar nuestras nuevas habilidades ante una audiencia fascinada. Sus rostros ardientes todavía me persiguen en mis pesadillas, porque vienen hasta mí cada vez que el productor de mis sueños necesita de una comparsa que le acompañe. Veo una vez más al pastor gigante de rostro de bronce y harapos multicolores, a los soldados de Karaz, al sastre armenio jorobado y tuerto (un monstruo por derecho propio), a las niñas que no paran de reírse tontamente, las viejas que suspiran, los niños, los jóvenes vestidos a la manera occidental —ojos ardientes, dientes blancos, negras bocas abiertas; y, desde luego, al abuelo Ahem, con su nariz de marfil amarillento y su barba de lana gris, dirigiendo las escenas o contando los billetes sucios y gastados mientras se chupa el dedo. El lingüista, el de la blusa bordada y la calva, cortejaba a una de mis tías, sin dejar de lanzar miradas de envidia a Ahem a través de sus lentes de montura de acero.
Para cuando tuve nueve años ya sabía perfectamente que Lloyd y yo constituíamos un fenómeno de lo más raro y caprichoso. El saberlo no se tradujo en júbilo ni en vergüenza alguna; pero en una ocasión, una cocinera histérica, una mujer bigotuda, que nos había tomado mucho cariño y que se apiadaba de nuestra suerte, declaró con un espantoso juramento que allí mismo nos iba a liberar de un tajo con un reluciente cuchillo que enarboló en aquel momento (nuestro abuelo y uno de nuestros recién adquiridos tíos se lo impidieron inmediatamente); y después de aquel incidente yo solía entretenerme en ensoñaciones indolentes imaginándome separado de mi pobre Lloyd que, de alguna manera, seguía manteniendo su personalidad de monstruo.
No me interesó el asunto aquel del cuchillo y de cualquier manera, la forma en la que la separación debía llevarse a cabo permanecía en el misterio; lo que yo me imaginaba con precisión era que mis grilletes desaparecían súbitamente y el consecuente sentimiento de desnudez y ligereza que esto provocaba en mi persona. Me imaginaba saltando la valla, una valla con las calaveras blanqueadas de los animales domésticos que coronaban los postes, y descendiendo hacia la playa. Me veía saltando de piedra en piedra y zambulléndome en el mar centelleante, para salir después a la arena a corretear junto con otros chiquillos desnudos. Soñaba con ello por las noches, me veía huyendo de mi abuelo y llevándome algún juguete, o un gatito, o un cangrejo pequeño apretados contra el costado. Imaginaba que me encontraba con Lloyd, que se me aparecía en sueños cojeando, unido sin remedio a otro gemelo cojo mientras que yo estaba libre para bailar junto a ellos y para darles todos los golpes que quisiera en sus pobres espaldas.
Me pregunto si Lloyd tenía las mismas ensoñaciones. Los médicos han apuntado que a veces juntábamos nuestras mentes mientras dormíamos. Una mañana gris azulada cogió una ramita de un árbol y dibujó en el polvo un barco con tres mástiles. Yo acababa de verme dibujando aquel barco en un sueño que había tenido la noche precedente.
Una especie de gran capa negra de pastor cubría nuestros hombros y, cuando nos agachábamos sentados en el suelo, sus pliegues envolventes sólo dejaban al descubierto nuestras cabezas y la mano de Lloyd. El sol acababa de salir y el viento afilado de marzo era como capa tras capa de hielo semitransparente a través del cual los retorcidos árboles de Judea apenas en flor se veían como manchas indefinidas de rosa amoratado. La blanca casa alargada y achaparrada detrás de nosotros, llena de mujeres gordas con sus maridos malolientes, estaba completamente dormida. No dijimos nada ni siquiera nos miramos pero, dejando la ramita a un lado, Lloyd me pasó el brazo derecho por la espalda, como siempre hacía cuando quería que los dos camináramos deprisa; y con la punta de nuestra prenda común arrastrándose entre los juncos muertos, mientras que las piedras corrían y se resbalaban bajo nuestros pies, emprendimos camino por el paseo de cipreses que conducía a la costa.
Era nuestro primer intento de ir hasta ese mar que veíamos brillar suavemente y sin prisa a lo lejos desde nuestra colina, rompiendo sus olas en silencio contra relucientes rocas. No necesito esforzar mi memoria para situar nuestra torpe huida en un punto definitivo de nuestro destino. Unas cuantas semanas antes, el día de nuestro duodécimo aniversario, el abuelo Ibrahim había empezado a jugar con la idea de enviarnos en compañía de nuestro nuevo tío a una gira de seis meses a través del país. No hacían más que discutir los términos económicos del contrato sobre los que se habían disputado e incluso peleado, aunque Ahem había resultado vencedor.
Le teníamos miedo a nuestro abuelo y detestábamos al tío Novus. Probablemente, sintiéramos de una forma torpe pero también desesperada (sin saber nada de la vida, pero vagamente conscientes de que el tío Novus trataba de engañar al abuelo) que teníamos que hacer algo para impedir que un feriante nos llevara de un lado a otro en una cárcel itinerante, como si fuéramos monos o águilas; o quizás nos impeliera a ello el pensar que aquélla era nuestra última oportunidad de gozar de nuestra pequeña libertad y de hacer lo que teníamos absolutamente prohibido hacer: ir más allá de una cierta valla, abierta tan sólo por una cierta puerta.
No tuvimos problemas para abrir la desvencijada puerta aunque no logramos devolverla a su posición inicial. Un cordero blanco y sucio, de ojos color ámbar y con una marca de carmín pintada en la dureza de su frente plana, nos siguió un buen trecho antes de perderse entre los robledales. Bajamos un poco, pero todavía por encima del valle y tuvimos que cruzar la carretera que rodeaba la colina y unía nuestra granja con la carretera de la playa. El zumbar de los cascos de los caballos y el chasquido de las ruedas se iba acercando hasta nosotros; y nos detuvimos, con capa y todo, agazapados detrás de un matorral. Cuando se amortiguó el estruendo, cruzamos la carretera y seguimos nuestro camino por una cuesta llena de maleza. El mar plateado se iba ocultando a nuestra vista detrás de los cipreses y de restos de viejos muros de piedra. Nuestra capa negra nos empezó a dar calor y a resultar pesada pero perseveramos bajo su protección, temiendo que si no lo hacíamos cualquier transeúnte se diera cuenta de nuestra enfermedad.
Salimos a la carretera principal, a unos metros del fragor del mar, y allí, esperándonos bajo un ciprés, estaba un coche que conocíamos bien, una especie de carreta de grandes ruedas, de cuyo pescante descendía ya el tío Novus. ¡Qué hombrecillo tan astuto, oscuro, ambicioso y sin principios! Unos minutos antes nos había visto desde una de las terrazas de la casa de nuestro abuelo y no había podido resistir la tentación de aprovechar una escapada que milagrosamente le daba la oportunidad de capturarnos sin resistencia ni protesta posible. Lanzando juramentos contra aquellos caballos timoratos, nos ayudó brutalmente a meternos en el carro. Nos empujó hasta que bajamos la cabeza y amenazó con hacernos daño si intentábamos siquiera no ya sacar la cabeza sino mirar fuera de la capa. Lloyd tenía todavía su brazo sobre mi espalda, pero una sacudida del carro hizo que lo soltara. Ahora las ruedas crujían en su marcha. Pasó algún tiempo antes de que nos diéramos cuenta de que nuestro conductor no nos estaba llevando a casa.
Han pasado veinte años desde aquella gris mañana de primavera pero sigue intacta en mi memoria, con mayor claridad que muchas de las cosas que han ocurrido después. Una y otra vez pasa ante mi mirada como si fuera una cinta cinematográfica, como he visto hacer a los grandes prestidigitadores cuando revisan sus actuaciones. De igual modo yo reviso todas las etapas y circunstancias, incluso los detalles accidentales, de nuestra fallida huida, el estremecimiento inicial, la puerta, el cordero, la pendiente resbaladiza bajo nuestros torpes pies. Les debimos parecer un espectáculo extraordinario a los tordos que volaron a nuestro paso, con aquella capa negra que nos envolvía y de la que sobresalían dos cabezas rapadas insertas en unos cuellos canijos. Las cabezas se volvían a un lado y a otro, cautelosas, hasta que finalmente llegaron a la carretera que bordeaba la línea de la costa. Si en aquel momento algún extranjero aventurero hubiera llegado a la costa desde su barco en la bahía, habría seguramente experimentado un escalofrío de emoción al verse enfrentado a un simpático monstruo mitológico en un paisaje de cipreses y piedras blancas. Lo hubiera adorado, hubiera derramado lágrimas dulces. Pero mucho me temo, Dios mío, que no había nadie para recibirnos allí, salvo aquel granuja preocupado, nuestro nervioso secuestrador, un hombrecillo con cara de muñeca que llevaba unas gafas baratas, que se mantenían en pie gracias a un trozo de esparadrapo.
Hace pocas horas se dio la noticia: ha muerto Richard Matheson (Estados Unidos, 1926-2013), uno de los narradores y guionistas más influyentes de la cultura popular del siglo XX. Su nombre no es tan conocido como el de otros escritores que se dieron a conocer en la ciencia ficción o el horror y pasaron luego a ser grandes figuras del canon literario, como Ray Bradbury o Philip K. Dick, porque Matheson no intentó jamás apartarse de los subgéneros en los que había comenzado su carrera, y también porque parte importante de su influencia no es directa: pasa o bien por otros escritores en su misma situación (incluyendo al mismísimo Stephen King) o bien por el cine y la televisión. Obras suyas han sido la base de numerosas películas y programas, incluyendo varios episodios considerados clásicos de la serie Dimensión desconocida.
Matheson, por otra parte, merecerá ser recordado como el precursor –o el primer gran exponente– de la narrativa apocalíptica contemporánea: su novela Soy leyenda (1954), en la que un solo ser humano sobrevive en un mundo conquistado por monstruos, no sólo es un libro extraordinario por derecho propio sino que es la base –no acreditada– de la película La noche de los muertos vivientes (1968) de George A. Romero, a su vez origen del cine actual de zombis y de todas las ficciones que ha engendrado en la cultura actual de occidente.
«Born of Man and Woman», una historia breve pero eficaz e inquietante, contada desde el punto de vista de un personaje que puede ser un niño o un monstruo, fue el primer cuento publicado por Matheson, que lo escribió a la edad de 24 años. Se publicó por primera vez en The Magazine of Fantasy and Science Fiction en 1950.
NACIDO DE HOMBRE Y MUJER
Richard B. Matheson
X – Este día cuando había luz madre me llamó náusea. Me das náuseas, dijo. Vi la ira en sus ojos. Me pregunto qué es una náusea.
Este día caía agua desde arriba. La oí por todas partes. La vi. Miré al suelo de la parte trasera desde la ventanita: chupaba el agua igual que labios sedientos. Bebió demasiado y se puso enfermo y todo marrón y blando. No me gustó.
Madre es bonita, lo sé. En mi sitio cama con paredes frías alrededor tengo un papel que estaba detrás del horno. Encima dice ESTRELLAS DE LA PANTALLA. En las imágenes veo caras como padre y madre. Padre dice que son bonitas. Lo dijo una vez
Y madre también. Madre tan bonita y yo bastante decente. Mírate dijo él y no tenía el rostro agradable. Le toqué el brazo y respondí está bien padre. Se estremeció y se apartó hasta donde yo no llegaba.
Hoy madre me ha soltado un poco de la cadena para que pudiera mirar por la ventanita. Así es como he visto caer el agua de arriba.
XX – Este día arriba estaba dorado. Cuando lo miraba los ojos me dolían, ya lo sé. Luego miro al sótano está rojo.
Creo que esto era iglesia. Dejan el arriba. La gran máquina se los traga y se va rodando y desaparece. En la parte de atrás va la madre pequeña. Es mucho más menuda que yo. Yo soy grande. Es un secreto pero he arrancado la cadena de la pared. Puedo mirar por la ventanita todo lo que quiera.
En este día cuando se puso oscuro había comido mi comida y unos bichos. Oigo risas arriba. Me gusta saber por qué hay risas. Cojo la cadena de la pared y me envuelvo con ella. Voy hacia la escalera haciendo ruidos. Cuando camino sobre ella cruje. Las piernas me resbalan porque no camino por la escalera. Mis pies se pegan a la madera.
Subí y abrí una puerta. Era un lugar blanco. Blanco como las joyas blancas que llegan de arriba algunas veces. Entré y me quedé quieto. Oigo un poco más de risa. Camino hacia el sonido y miro a la gente. Más gente de la que yo pensaba existía. Pensé que debería reírme con ellos.
Madre salió y empujó la puerta. Me dio y me hizo daño. Caí de espaldas sobre el suelo pulido y la cadena hizo ruido. Grité. Madre silbó por dentro y se puso la mano en la boca. Sus ojos se hicieron grandes.
Me miró. Oí a padre. Qué se había caído decía. Ella respondió que una plancha. Ven ayúdame a recogerla dijo. Él vino y dijo vamos tanto pesa eso que necesitas ayuda. Me vio y se enfadó mucho. La ira llenó sus ojos. Me pegó. Unas pocas de las gotas procedentes de mi brazo cayeron en el suelo. No resultaba nada agradable. Hacía muy feo. Verde a mis pies.
Padre me dijo que fuera al sótano. Tuve que ir. Ahora la luz me daba un poco los ojos. En el sótano no pasa igual.
Padre me ató los brazos y las piernas. Me puso en mi cama. Arriba oigo risas mientras que yo estoy callado mirando una araña negra que baja hacia mí. Me pareció oír que padre decía algo. Ohdios dijo. Y sólo tiene ocho años.
XXX – Este día padre volvió a clavar la cadena antes de que hubiera luz arriba. Tengo que probar a sacarla de nuevo. Dijo que yo era malo por subir. Dijo que nunca debía hacerlo otra vez o me pegaría mucho. Eso duele.
Me duele. Duermo el día y apoyo mi cabeza en la pared fría. Pensé en el lugar blanco de arriba.
XXXX – Saqué la cadena de la pared. Madre estaba arriba. Oí pequeñas risas muy agudas. Miré por la ventana. Vi pequeña gente como la pequeña madre y pequeños padres también. Son bonitos.
Hacían un ruido muy agradable y saltaban. Sus piernas se movían aprisa. Son como padre y madre. Madre dice que toda la gente que está bien se parece a ellos.
Uno de los pequeños padres me vio. Señaló hacia la ventana. Me solté y resbalé pared abajo hacia lo oscuro. Me enrosqué para que no vieran. Oí hablar junto a la ventana y pies corriendo. Una puerta sonó arriba. Oí a la pequeña madre decir algo arriba. Oí pasos fuertes y corrí a mi sitio de la cama. Puse la cadena en la pared y me tendí de cara.
Oí bajar madre. Has estado en la ventana dijo. Oí la ira. Apártate de la ventana. Has vuelto a sacar la cadena.
Cogió el palo y me pegó con él. No lloré. No puedo hacer eso. Pero el llanto corrió por toda la cama. Ella lo vio y se apartó haciendo un ruido. Oh diosmío diosmío dijo ¿por qué me has hecho esto? Oí que el palo rebotaba en el suelo de piedra. Ella corrió arriba. Dormí durante el día.
XXXXX – Este día tuvo agua otra vez. Cuando madre estaba arriba oí a la pequeña bajar despacio los peldaños. Me escondí en la carbonera porque madre tendría ira si la pequeña madre me veía.
Tenía una cosa pequeña viva con ella. Caminaba sobre los brazos y tenía orejas puntiagudas. Ella le decía cosas.
Todo estaba bien excepto que la cosa viva me olió. Corrió por el carbón arriba y me miró desde allí. Los pelos se le erizaron. Hizo un ruido de enfado con la garganta. Yo bufé pero saltó sobre mí.
Yo no quería hacerle daño. Tuve miedo porque me mordía más fuerte que la rata. Me dolió y la pequeña madre gritó. Yo cogí a la cosa viva apretando mucho. Hizo sonidos que yo nunca había oído. Apreté hasta aplastarla toda. Se quedó llena de bultos y roja sobre el negro carbón.
Cuando madre llamó me escondí aquí. Tenía miedo del palo. Se fue. Me arrastré por encima del carbón con la cosa. La escondí bajo mi almohada y me eché encima. Pongo otra vez la cadena en la pared.
X –Esta es otra vez. Padre me ha encadenado bien fuerte. Me duele porque me pegó. Esta vez le quité el palo de las manos e hice un ruido. Se fue y llevaba el rostro blanco. Salió corriendo de donde duermo y cerró la puerta.
No estoy tan contento. Todo el día aquí es frío. La cadena sale despacio de la pared. Y estoy muy enfermo con padre y madre. Les enseñaré. Haré lo que hice esa vez.
Gritaré y me reiré muy fuerte. Correré por las paredes. Al final me colgaré abajo con todas mis piernas y reiré y les dejaré caer gotas verdes encima hasta que sientan no haber sido buenos conmigo.
Si intentan pegarme de nuevo les haré daño. Lo haré.