Etiqueta: escritores del Reino Unido

Los amigos de los amigos

El mes pasado no pude publicar un cuento, así que en éste habrá dos. El primero es de Henry James (1843-1916), el gran autor estadounidense –emigrado desde muy pronto a Inglaterra–, maestro de la narrativa de su tiempo. Algunas personas asocian el nombre de James sólo con sus historias de lo sobrenatural y lo extraño, de las que la más famosa debe ser la novela Otra vuelta de tuerca; sin embargo, James fue también un observador extraordinario de la psicología humana y de las relaciones sociales y personales, y estos intereses se juntan de hecho con la narración de lo misterioso en aquella novela y en gran parte de su obra. Otro ejemplo es «Los amigos de los amigos» («The Friends of Friends»), publicado inicialmente con el título «The Way It Came» en 1896. Enmarcada como el testimonio de un lector de parte de los diarios de la protagonista, en la narración importa tanto la relación que ésta entabla con su prometido como las causas inexplicables por las que se ve en peligro. Este cuento fue seleccionado por Italo Calvino para su famosa antología Cuentos fantásticos del XIX.

Henry James

LOS AMIGOS DE LOS AMIGOS

Henry James

Encuentro, como profetizaste, mucho de interesante, pero poco de utilidad para la cuestión delicada —la posibilidad de publicación—. Los diarios de esta mujer son menos sistemáticos de lo que yo esperaba; no tenía más que la bendita costumbre de anotar y narrar. Resumía, guardaba; parece como si pocas veces dejara pasar una buena historia sin atraparla al vuelo. Me refiero, claro está, más que a las cosas que oía, a las que veía y sentía. Unas veces escribe sobre sí misma, otras sobre otros, otras sobre la combinación. Lo incluido bajo esta última rúbrica es lo que suele ser más gráfico. Pero, como comprenderás, no siempre lo más gráfico es lo más publicable. La verdad es que es tremendamente indiscreta, o por lo menos tiene todos los materiales que harían falta para que yo lo fuera. Observa como ejemplo este fragmento que te mando después de dividirlo, para tu comodidad, en varios capítulos cortos. Es el contenido de un cuaderno de pocas hojas que he hecho copiar, que tiene el valor de ser más o menos una cosa redonda, una suma inteligible. Es evidente que estas páginas datan de hace bastantes años. He leído con la mayor curiosidad lo que tan circunstanciadamente exponen, y he hecho todo lo posible por digerir el prodigio que dejan deducir. Serían cosas llamativas, ¿no es cierto?, para cualquier lector; pero ¿te imaginas siquiera que yo pusiera semejante documento a la vista del mundo, aunque ella misma, como si quisiera hacerle al mundo ese regalo, no diera a sus amigos nombres ni iniciales? ¿Tienes tú alguna pista sobre su identidad? Le cedo la palabra.

I

Sé perfectamente, por supuesto, que yo me lo busqué; pero eso ni quita ni pone. Yo fui la primera persona que le habló de ella: ni tan siquiera la había oído nombrar. Aunque yo no hubiera hablado, alguien lo habría hecho por mí; después traté de consolarme con esa reflexión. Pero el consuelo que dan las reflexiones es poco: el único consuelo que cuenta en la vida es no haber hecho el tonto. Esa es una bienaventuranza de la que yo, desde luego, nunca gozaré. «Pues deberías conocerla y comentarlo con ella», fue lo que le dije inmediatamente. «Sois almas gemelas». Le conté quién era, y le expliqué que eran almas gemelas porque, si él había tenido en su juventud una aventura extraña, ella había tenido la suya más o menos por la misma época. Era cosa bien sabida de sus amistades —cada dos por tres se le pedía que relatara el incidente—. Era encantadora, inteligente, guapa, desgraciada; pero, con todo eso, era a aquello a lo que en un principio había debido su celebridad.
      Tenía dieciocho años cuando, estando de viaje por no sé dónde con una tía suya, había tenido una visión de su padre en el momento de morir. Su padre estaba en Inglaterra, a una distancia de cientos de millas y, que ella supiera, ni muriéndose ni muerto. Ocurrió de día, en un museo de una gran ciudad extranjera. Ella había pasado sola, adelantándose a sus acompañantes, a una salita que contenía una obra de arte famosa, y que en aquel momento ocupaban otras dos personas. Una era un vigilante anciano; a la otra, antes de fijarse, la tomó por un desconocido, un turista. No fue consciente sino de que tenía la cabeza descubierta y estaba sentado en un banco. Pero en el instante en que puso los ojos en él vio con asombro a su padre, que, como si llevara esperándola mucho tiempo, la miraba con inusitada angustia y con una impaciencia que era casi un reproche. Ella corrió hacia él, gritando descompuesta: «¿Papá, qué te pasa?»; pero a esto siguió una demostración de sentimiento todavía más intenso al ver que ante ese movimiento su padre se desvanecía sin más, dejándola consternada entre el vigilante y sus parientes, que para entonces ya la habían seguido. Esas personas, el empleado, la tía, los primos, fueron pues, en cierto modo, testigos del hecho —del hecho, al menos, de la impresión que había recibido—; y hubo además el testimonio de un médico que atendía a una de las personas del grupo y a quien se comunicó inmediatamente lo sucedido. El médico prescribió un remedio contra la histeria pero le dijo a la tía en privado: «Espere a ver si no ocurre nada en su casa». Sí había ocurrido algo: el pobre padre, víctima de un mal súbito y violento, había fallecido aquella misma mañana. La tía, hermana de la madre, recibió en el día un telegrama en el que se le anunciaba el suceso y se le pedía que preparase a su sobrina. Su sobrina ya estaba preparada, y ni que decir tiene que aquella aparición dejó en ella una huella indeleble. A todos nosotros, como amigos suyos, nos había sido transmitida, y todos nos la habíamos transmitido unos a otros con cierto estremecimiento. De eso hacía doce años, y ella, como mujer que había hecho una boda desafortunada y vivía separada de su marido, había cobrado interés por otros motivos; pero como el apellido que ahora llevaba era un apellido frecuente, y como además su separación judicial apenas era distinción en los tiempos que corrían, era habitual singularizarla como «esa, sí, la que vio al fantasma de su padre».
      En cuanto a él, él había visto al de su madre…, ¡qué más hacía falta! Yo no lo había sabido hasta esta ocasión en que nuestro trato más íntimo, más agradable, le llevó, por algo que había salido en nuestra conversación a mencionarlo y con ello a inspirarme el impulso de hacerle saber que tenía un rival en ese terreno —una persona con quien comparar impresiones—. Más tarde, esa historia vino a ser para él, quizá porque yo la repitiese indebidamente, también una cómoda etiqueta mundana; pero no era con esa referencia como me lo habían presentado un año antes. Tenía otros méritos, como ella, la pobre, también los tenía. Yo puedo decir sinceramente que fui muy consciente de ellos desde el primer momento —que los descubrí antes de que él descubriera los míos—. Recuerdo haber observado ya en aquel entonces que su percepción de los míos se avivó por esto de que yo pudiera corresponder, aunque desde luego no con nada de mi propia experiencia, a su curiosa anécdota. Databa esa anécdota, como la de ella, de una docena de años atrás: de un año en el que, estando en Oxford, por no sé qué razones se había quedado a hacer el curso «largo». Era una tarde del mes de agosto; había estado en el río. Cuando volvió a su habitación, todavía a la clara luz del día, encontró allí a su madre, de pie y como con los ojos fijos en la puerta. Aquella mañana había recibido una carta de ella desde Gales, donde estaba con su padre. Al verle le sonrió con muchísimo cariño y le tendió los brazos, y al adelantarse él abriendo los suyos, lleno de alegría, se desvaneció. Él le escribió aquella noche, contándole lo sucedido; la carta había sido cuidadosamente conservada. A la mañana siguiente le llegó la noticia de su muerte. Aquel azar de nuestra conversación hizo que se quedara muy impresionado por el pequeño prodigio que yo pude presentarle. Nunca se había tropezado con otro caso. Desde luego que tenían que conocerse, mi amiga y él; seguro que tendrían cosas en común. Yo me encargaría, ¿verdad? —si ella no tenía inconveniente—; él no lo tenía en absoluto. Yo había prometido hablarlo con ella en la primera ocasión, y en la misma semana pude hacerlo. De «inconveniente» tenía tan poco como él; estaba perfectamente dispuesta a verle. A pesar de lo cual no había de haber encuentro —como vulgarmente se entienden los encuentros.

II

La mitad de mi cuento está en eso: de qué forma extraordinaria se vio obstaculizado. Fue culpa de una serie de accidentes; pero esos accidentes, persistiendo al cabo de los años, acabaron siendo, para mí y para otras personas, objeto de diversión con cada una de las partes. Al principio tuvieron bastante gracia, luego ya llegaron a aburrir. Lo curioso es que él y ella estaban muy bien dispuestos: no se podía decir que se mostrasen indiferentes, ni muchísimo menos reacios. Fue uno de esos caprichos del azar, ayudado, supongo, por una oposición bastante arraigada de las ocupaciones y costumbres de uno y otra. Las de él tenían por centro su cargo, su sempiterna inspección, que le dejaba escaso tiempo libre, reclamándole constantemente y obligándole a anular compromisos. Le gustaba la vida social, pero en todos lados la encontraba y la cultivaba a la carrera. Yo nunca sabía dónde podía estar en un momento dado, y a veces transcurrían meses sin que le viera. Ella, por su parte, era prácticamente suburbana: vivía en Richmond y no «salía» nunca. Era persona de distinción, pero no de mundo, y muy sensible, como se decía, a su situación. Decididamente altiva y un tanto caprichosa, vivía su vida como se la había trazado. Había cosas que era posible hacer con ella, pero era imposible hacerla ir a las reuniones en casa ajena. De hecho éramos los demás los que íbamos, algo más a menudo de lo que hubiera sido normal, a las suyas, que consistían en su prima, una taza de té y la vista. El té era bueno; pero la vista nos era ya familiar, aunque tal vez su familiaridad no alcanzara, como la de la prima —una solterona desagradable que formaba parte del grupo cuando aquello del museo que ahora vivía con ella—, al grado de lo ofensivo. Aquella vinculación a un pariente inferior, que en parte obedecía a motivos económicos —según ella su acompañante era una administradora maravillosa—, era una de las pequeñas manías que le teníamos que perdonar. Otro era su estimación de lo que le exigía el decoro por haber roto con su marido. Esta era extremada —muchos la calificaban hasta de morbosa—. No tomaba con nadie la iniciativa; cultivaba el escrúpulo; sospechaba desaires, o quizá me esté mejor decir que los recordaba: era una de las pocas mujeres que he conocido a quienes esa particular posición había hecho modestas más que atrevidas. ¡La pobre, cuánta delicadeza! Especialmente marcados eran los límites que había puesto a las posibles atenciones de parte de hombres: siempre estaba pensando que su marido no hacía sino esperar la ocasión para atacar. Desalentaba, si no prohibía las visitas de personas del sexo masculino no seniles: decía que para ella todas las precauciones eran pocas.
      Cuando por primera vez le mencioné que tenía un amigo al que los hados habían distinguido de la misma extraña manera que a ella, le dejé todo el margen posible para que me dijera: «¡Ah, pues traele a verme!» Seguramente habría podido llevarle, y se habría producido una situación del todo inocente, o por lo menos relativamente simple. Pero no dijo nada de eso; no dijo más que: «Tendré que conocerle; ¡a ver si coincidimos!» Eso fue la causa del primer retraso, y entretanto pasaron varias cosas. Una de ellas fue que con el transcurso del tiempo, y como era una persona encantadora, fue haciendo cada vez más amistades, y matemáticamente esos amigos eran también lo suficientemente amigos de él como para sacarle a relucir en la conversación. Era curioso que sin pertenecer, por así decirlo, al mismo mundo, o, según una expresión horrenda, al mismo ambiente, mi sorprendida pareja hubiera venido a dar en tantos casos con las mismas personas y a hacerles entrar en el extraño coro. Ella tenía amigos que no se conocían entre sí, pero que inevitable y puntualmente le hablaban bien de él. Tenía también un tipo de originalidad, un interés intrínseco, que hacía que cada uno de nosotros la tuviera como un recurso privado, cultivado celosamente, más o menos en secreto, como una de esas personas a las que no se ve en una reunión social, a las que no todo el mundo —no el vulgo— puede abordar, y con quien, por tanto, el trato es particularmente difícil y particularmente precioso. La veíamos cada cual por separado, con citas y condiciones, y en general nos resultaba más conducente a la armonía no contárnoslo. Siempre había quien había recibido una nota suya más tarde que otro. Hubo una necia que durante mucho tiempo, entre los no privilegiados, debió a tres simples visitas a Richmond la fama de codearse con «cantidad de personas inteligentísimas y fuera de serie».
      Todos hemos tenido amigos que parecía buena idea juntar, y todos recordamos que nuestras mejores ideas no han sido nuestros mayores éxitos; pero dudo que jamás se haya dado otro caso en el que el fracaso estuviera en proporción tan directa con la cantidad de influencia puesta en juego. Realmente puede ser que la cantidad de influencia fuera lo más notable de este. Los dos, la dama y el caballero, lo calificaron ante mí y ante otros de tema para una comedia muy divertida. Con el tiempo, la primera razón aducida se eclipsó, y sobre ella florecieron otras cincuenta mejores. Eran tan parecidísimos: tenían las mismas ideas, mañas y gustos, los mismos prejuicios, supersticiones y herejías; decían las mismas cosas y, a veces, las hacían; les gustaban y les desagradaban las mismas personas y lugares, los mismos libros, autores y estilos; había toques de semejanza hasta en su aspecto y sus facciones. Como no podía ser menos, los dos eran, según la voz popular, igual de «simpáticos» y casi igual de guapos. Pero la gran identidad que alimentaba asombros y comentarios era su rara manía de no dejarse fotografiar. Eran las únicas personas de quienes se supiera que nunca habían «posado» y que se negaban a ello con pasión. Que no y que no —nada, por mucho que se les dijera—. Yo había protestado vivamente; a él, en particular, había deseado tan en vano poder mostrarle sobre la chimenea del salón, en un marco de Bond Street. Era, en cualquier caso, la más poderosa de las razones por las que debían conocerse —de todas las poderosas razones reducidas a la nada por aquella extraña ley que les había hecho cerrarse mutuamente tantas puertas en las narices, que había hecho de ellos los cubos de un pozo, los dos extremos de un balancín, los dos partidos del Estado, de suerte que cuando uno estaba arriba el otro estaba abajo, cuando uno estaba fuera el otro estaba dentro; sin la más mínima posibilidad para ninguno de entrar en una casa hasta que el otro la hubiera abandonado, ni de abandonarla desavisado hasta que el otro estuviera a tiro—. No llegaban hasta el momento en que ya no se les esperaba, que era precisamente también cuando se marchaban. Eran, en una palabra, alternos e incompatibles; se cruzaban con un empecinamiento que sólo se podía explicar pensando que fuera preconvenido. Tan lejos estaba de serlo, sin embargo, que acabó —literalmente al cabo de varios años— por decepcionarles y fastidiarles. Yo no creo que su curiosidad fuera intensa hasta que se manifestó absolutamente vana. Mucho, por supuesto, se hizo por ayudarles, pero era como tender alambres para hacerles tropezar. Para poner ejemplos tendría que haber tomado notas; pero sí recuerdo que ninguno de los dos había podido jamás asistir a una cena en la ocasión propicia. La ocasión propicia para uno era la ocasión frustrada para el otro. Para la frustrada eran puntualísimos, y al final todas quedaron frustradas. Hasta los elementos se confabulaban, secundados por la constitución humana. Un catarro, un dolor de cabeza, un luto, una tormenta, una niebla, un terremoto, un cataclismo se interponían infaliblemente. El asunto pasaba ya de broma.
      Pero como broma había que seguir tomándolo, aunque no pudiera uno por menos de pensar que con la broma la cosa se había puesto seria, se había producido por ambas partes una conciencia, una incomodidad, un miedo real al último accidente de todos, el único que aún podía tener algo de novedoso, al accidente que sí les reuniese. El efecto último de sus predecesores había sido encender ese instinto. Estaban francamente avergonzados —quizá incluso un poco el uno del otro—. Tanto preparativo, tanta frustración: ¿qué podía haber, después de tanto y tanto, que lo mereciera? Un mero encuentro sería mera vaciedad. ¿Me los imaginaba yo al cabo de los años, preguntaban a menudo, mirándose estúpidamente el uno al otro, y nada más? Si era aburrida la broma, peor podía ser eso. Los dos se hacían exactamente las mismas reflexiones, y era seguro que a cada cual le llegaran por algún conducto las del contrario. Yo tengo el convencimiento de que era esa peculiar desconfianza lo que en el fondo controlaba la situación. Quiero decir que si durante el primer año o dos habían fracasado sin poderlo evitar, mantuvieron la costumbre porque —¿cómo decirlo?— se habían puesto nerviosos. Realmente había que pensar en una volición soterrada para explicarse una cosa tan repetida y tan ridícula.

III

Cuando para coronar nuestra larga relación acepté su renovada oferta de matrimonio, se dijo humorísticamente, lo sé, que yo había puesto como condición que me regalara una fotografía suya. Lo que era verdad era que yo me había negado a darle la mía sin ella. El caso es que le tenía por fin, todo pimpante, encima de la chimenea; y allí fue donde ella, el día que vino a darme la enhorabuena, estuvo más cerca que nunca de verle. Con posar para aquel retrato le había dado él un ejemplo que yo la invité a seguir; ya que él había depuesto su terquedad, ¿por qué no deponía ella la suya? También ella me tenía que regalar algo por mi compromiso: ¿por qué no me regalaba la pareja? Se echó a reír y meneó la cabeza; a veces hacía ese gesto con un impulso que parecía venido desde tan lejos como la brisa que mueve una flor. Lo que hacía pareja con el retrato de mi futuro marido era el retrato de su futura mujer. Ella tenía tomada su decisión, y era tan incapaz de apartarse de ella como de explicarla. Era un prejuicio, un entêtement, un voto —viviría y se moriría sin dejarse fotografiar—. Ahora, además, estaba sola en ese estado: eso era lo que a ella le gustaba; le otorgaba una originalidad tanto mayor. Se regocijó de la caída de su excorreligionario, y estuvo largo rato mirando su efigie, sin hacer sobre ella ningún comentario memorable, aunque hasta le dio la vuelta para verla por detrás. En lo tocante a nuestro compromiso se mostró encantadora, toda cordialidad y cariño.
      —Llevas tú más tiempo conociéndole que yo sin conocerle —dijo—. Parece una enormidad.
      Sabiendo cuánto habíamos trajinado juntos por montes y valles, era inevitable que ahora descansásemos juntos. Preciso todo esto porque lo que le siguió fue tan extraño que me da como un cierto alivio marcar el punto hasta donde nuestras relaciones fueron tan naturales como habían sido siempre. Yo fui quien con una locura súbita las alteró y destruyó. Ahora veo que ella no me dio el menor pretexto, y que donde únicamente lo encontré fue en su forma de mirar aquel apuesto semblante metido en un marco de Bond Street. ¿Y cómo habría querido yo que lo mirase? Lo que yo había deseado desde el principio era interesarla por él. Y lo mismo seguí deseando —hasta un momento después de que me prometiera que esa vez contaría realmente con su ayuda para romper el absurdo hechizo que los había tenido separados—. Yo había acordado con él que cumpliera con su parte si ella triunfalmente cumplía con la suya. Yo estaba ahora en otras condiciones —en condiciones de responder por él—. Me comprometía rotundamente a tenerle allí mismo a las cinco de la tarde del sábado siguiente. Había salido de la ciudad por un asunto urgente, pero jurando mantener su promesa al pie de la letra: regresaría ex profeso y con tiempo de sobra. «¿Estás totalmente segura?», recuerdo que preguntó, con gesto serio y meditabundo; me pareció que palidecía un poco. Estaba cansada, no estaba bien: era una pena que al final fuera a conocerla en tan mal estado. ¡Si la hubiera conocido cinco años antes! Pero yo le contesté que esta vez era seguro, y que, por tanto, el éxito dependía únicamente de ella. A las cinco en punto del sábado le encontraría en un sillón concreto que le señalé, el mismo en el que solía sentarse y en el que —aunque esto no se lo dije— estaba sentado hacía una semana, cuando me planteó la cuestión de nuestro futuro de una manera que me convenció. Ella lo miró en silencio, como antes había mirado la fotografía, mientras yo repetía por enésima vez que era el colmo de lo ridículo que no hubiera manera de presentarle mi otro yo a mi amiga más querida.
      —¿Yo soy tu amiga más querida? —me preguntó con una sonrisa que por un instante le devolvió la belleza.
      Yo respondí estrechándola contra mi pecho; tras de lo cual dijo:
      —De acuerdo, vendré. Me da mucho miedo, pero cuenta conmigo.
      Cuando se marchó empecé a preguntarme qué sería lo que le daba miedo, porque lo había dicho como si hablara completamente en serio. Al día siguiente, a media tarde, me llegaron unas líneas suyas: al volver a casa se había encontrado con la noticia del fallecimiento de su marido. Hacía siete años que no se veían, pero quería que yo lo supiera por su conducto antes de que me lo contaran por otro. De todos modos, aunque decirlo resultara extraño y triste, era tan poco lo que con ello cambiaba su vida que mantendría escrupulosamente nuestra cita. Yo me alegré por ella, pensando que por lo menos cambiaría en el sentido de tener más dinero; pero aún con aquella distracción, lejos de olvidar que me había dicho que tenía miedo, me pareció atisbar una razón para que lo tuviera. Su temor, conforme avanzaba la tarde, se hizo contagioso, y el contagio tomó en mi pecho la forma de un pánico repentino. No eran celos —no era más que pavor a los celos—. Me llamé necia por no haberme estado callada hasta que fuéramos marido y mujer. Después de eso me sentiría de algún modo segura. Tan sólo era cuestión de esperar un mes más —cosa seguramente sin importancia para quienes llevaban esperando tanto tiempo—. Se había visto muy claro que ella estaba nerviosa, y ahora que era libre su nerviosismo no sería menor. ¿Qué era aquello, pues, sino un agudo presentimiento? Hasta entonces había sido víctima de interferencias, pero era muy posible que de allí en adelante fuera ella su origen. La víctima, en tal caso, sería sencillamente yo. ¿Qué había sido la interferencia sino el dedo de la Providencia apuntando a un peligro? Peligro, por supuesto, para mi modesta persona. Una serie de accidentes de frecuencia inusitada lo habían tenido a raya; pero bien se veía que el reino del accidente tocaba a su fin. Yo tenía la íntima convicción de que ambas partes mantendrían lo pactado. Se me hacía más patente por momentos que se estaban acercando, convergiendo. Eran como los que van buscando un objeto perdido en el juego de la gallina ciega; lo mismo ella que él habían empezado a «quemarse». Habíamos hablado de romper el hechizo; pues bien, efectivamente se iba a romper —salvo que no hiciera sino adoptar otra forma y exagerar sus encuentros como había exagerado sus huidas—. Fue esta idea la que me robó el sosiego; la que me quitó el sueño —a medianoche no cabía en mí de agitación—. Sentí, al cabo, que no había más que un modo de conjurar la amenaza. Si el reino del accidente había terminado, no me quedaba más remedio que asumir su sucesión. Me senté a escribir unas líneas apresuradas para que él las encontrara a su regreso y, como los criados ya se habían acostado, yo misma salí destocada a la calle vacía y ventosa para echarlas en el buzón más próximo. En ellas le decía que no iba a poder estar en casa por la tarde, como había pensado, y que tendría que posponer su visita hasta la hora de la cena. Con ello le daba a entender que me encontraría sola.

IV

Cuando ella, según lo acordado, se presentó a las cinco me sentí, naturalmente, falsa y ruin. Mi acción había sido una locura momentánea, pero lo menos que podía hacer era tirar para adelante, como se suele decir. Ella permaneció una hora en casa; él, por supuesto, no apareció; y yo no pude sino persistir en mi perfidia. Había creído mejor dejarla venir; aunque ahora me parece chocante, juzgué que aminoraba mi culpa. Y aún así, ante aquella mujer tan visiblemente pálida y cansada, doblegada por la consciencia de todo lo que la muerte de su marido había puesto sobre el tapete, sentí una punzada verdaderamente lacerante de lástima y de remordimiento. Si no le dije en aquel mismo momento lo que había hecho fue porque me daba demasiada vergüenza. Fingí asombro —lo fingí hasta el final—; protesté que si alguna vez había tenido confianza era aquel día. Me sonroja contarlo —lo tomo como penitencia—. No hubo muestra de indignación contra él que no diera; inventé suposiciones, atenuantes; reconocí con estupor, viendo correr las manecillas del reloj, que la suerte de los dos no había cambiado. Ella se sonrió ante esa visión de su «suerte», pero su aspecto era de preocupación —su aspecto era desacostumbrado—: lo único que me sostenía era la circunstancia de que, extrañamente, llevara luto —no grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso—. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Eso, ayudado por un tanto de reflexión aguda, me daba un poco la razón. Me había escrito diciendo que el súbito evento no significaba ningún cambio para ella, pero evidentemente hasta ahí sí lo había habido. Si se inclinaba a seguir las formalidades de rigor, ¿por qué no observaba la de no hacer visitas en los primeros días? Había alguien a quien tanto deseaba ver que no podía esperar a tener sepultado a su marido. Semejante revelación de ansia me daba la dureza y la crueldad necesarias para perpetrar mi odioso engaño, aunque al mismo tiempo, según se iba consumiendo aquella hora, sospeché en ella otra cosa todavía más profunda que el desencanto, y un tanto peor disimulada. Me refiero a un extraño alivio subyacente, la blanda y suave emisión del aliento cuando ha pasado un peligro. Lo que ocurrió durante aquella hora estéril que pasó conmigo fue que por fin renunció a él. Le dejó ir para siempre. Hizo de ello la broma más elegante que yo había visto hacer de nada; pero fue, a pesar de todo, una gran fecha de su vida. Habló, con su suave animación, de todas las otras ocasiones vanas, el largo juego de escondite, la rareza sin precedentes de una relación así. Porqueera, o había sido, una relación, ¿acaso no? Ahí estaba lo absurdo. Cuando se levantó para marcharse, yo le dije que era una relación más que nunca, pero que yo no tenía valor, después de lo ocurrido, para proponerle por el momento otra oportunidad. Estaba claro que la única oportunidad válida sería la celebración de mi matrimonio. ¡Por supuesto que iría a mi boda! Cabía incluso esperar que él fuera también.
      —¡Si voy yo, no irá él! —recuerdo la nota aguda y el ligero quiebro de su risa. Concedí que podía llevar algo de razón. Lo que había que hacer entonces era tenernos antes bien casados.
      —No nos servirá de nada. ¡Nada nos servirá de nada! —dijo dándome un beso de despedida—. ¡No le veré jamás, jamás!
      Con esas palabras me dejó.
      Yo podía soportar su desencanto, como lo he llamado; pero cuando, un par de horas más tarde, le recibí a él para la cena, descubrí que el suyo no lo podía soportar. No había pensado especialmente en cómo pudiera tomarse mi maniobra; pero el resultado fue la primera palabra de reproche que salía de su boca. Digo «reproche», y esa expresión apenas parece lo bastante fuerte para los términos en que me manifestó su sorpresa de que, en tan extraordinarias circunstancias, no hubiera yo encontrado alguna forma de no privarle de semejante ocasión. Sin duda podría haber arreglado las cosas para no tener que salir, o para que su encuentro hubiera tenido lugar de todos modos. Podían haberse entendido muy bien, en mi salón, sin mí. Ante eso me desmoroné: confesé mi iniquidad y su miserable motivo. Ni había cancelado mi cita con ella ni había salido; ella había venido y, tras una hora de estar esperándole, se había marchado convencida de que sólo él era culpable de su ausencia.
      —¡Bonita opinión se habrá llevado de mí! —exclamó— ¿Me ha llamado —y recuerdo el trago de aire casi perceptible de su pausa— lo que tenía derecho a llamarme?
      —Te aseguro que no ha dicho nada que demostrara el menor enfado. Ha mirado tu fotografía, hasta le ha dado la vuelta para mirarla por detrás, donde por cierto está escrita tu dirección. Pero no le ha inspirado ninguna demostración. No le preocupas tanto.
      —¿Entonces por qué te da miedo?
      —No era ella la que me daba miedo. Eras tú.
      —¿Tan seguro veías que me enamorase de ella? No habías aludido nunca a esa posibilidad —prosiguió mientras yo guardaba silencio—. Aunque la describieras como una persona admirable, no era bajo esa luz como me la presentabas.
      —¿O sea, que si lo hubiera sido a estas alturas ya habrías conseguido conocerla? Yo entonces no temía nada —añadí—. No tenía los mismos motivos.
      A esto me respondió él con un beso y al recordar que ella había hecho lo mismo un par de horas antes sentí por un instante como si él recogiera de mis labios la propia presión de los de ella. A pesar de los besos, el incidente había dejado una cierta frialdad, y la consciencia de que él me hubiera visto culpable de una mentira me hacía sufrir horriblemente. Lo había visto sólo a través de mi declaración sincera, pero yo me sentía tan mal como si tuviera una mancha que borrar. No podía quitarme de la cabeza de qué manera me había mirado cuando hablé de la aparente indiferencia con que ella había acogido el que no viniera. Por primera vez desde que le conocía fue como si pusiera en duda mi palabra. Antes de separarnos le dije que la iba a sacar del engaño: que a primera hora de la mañana me iría a Richmond, y le explicaría que él no había tenido ninguna culpa. Iba a expiar mi pecado, dije; me iba a arrastrar por el polvo; iba a confesar y pedir perdón. Ante esto me besó una vez más.

V

En el tren, al día siguiente, me pareció que había sido mucho consentir por su parte; pero mi resolución era firme y seguí adelante. Ascendí el largo repecho hasta donde comienza la vista, y llamé a la puerta. No dejó de extrañarme un poco el que las persianas estuvieran todavía echadas, porque pensé que, aunque la contrición me hubiera hecho ir muy temprano, aun así había dejado a los de la casa tiempo suficiente para levantarse.
      —¿Que si está en casa, señora? Ha dejado esta casa para siempre.
      Aquel anuncio de la anciana criada me sobresaltó extraordinariamente.
      —¿Se ha marchado?
      —Ha muerto, señora.
      Y mientras yo asimilaba, atónita, la horrible palabra:
      —Anoche murió.
      El fuerte grito que se me escapó sonó incluso a mis oídos como una violación brutal del momento. En aquel instante sentí como si yo la hubiera matado; se me nubló la vista, y a través de una borrosidad vi que la mujer me tendía los brazos. De lo que sucediera después no guardo recuerdo, ni de otra cosa que aquella pobre prima estúpida de mi amiga, en una estancia a media luz, tras un intervalo que debió de ser muy corto, mirándome entre sollozos ahogados y acusatorios. No sabría decir cuánto tiempo tardé en comprender, en creer y luego en desasirme, con un esfuerzo inmenso, de aquella cuchillada de responsabilidad que supersticiosamente, irracionalmente, había sido al pronto casi lo único de que tuve consciencia. El médico, después del hecho, se había pronunciado con sabiduría y claridad superlativas: había corroborado la existencia de una debilidad del corazón que durante mucho tiempo había permanecido latente, nacida seguramente años atrás de las agitaciones y los terrores que a mi amiga le había deparado su matrimonio. Por aquel entonces había tenido escenas crueles con su marido, había temido por su vida. Después, ella misma había sabido que debía guardarse resueltamente de toda emoción, de todo lo que significara ansiedad y zozobra, como evidentemente se reflejaba en su marcado empeño de llevar una vida tranquila; pero ¿cómo asegurar que nadie, y menos una «señora de verdad», pudiera protegerse de todo pequeño sobresalto? Un par de días antes lo había tenido con la noticia del fallecimiento de su marido —porque había impresiones fuertes de muchas clases, no sólo de dolor y de sorpresa—. Aparte de que ella jamás había pensado en una liberación tan próxima: todo hacía suponer que él viviría tanto como ella. Después, aquella tarde, en la ciudad, manifiestamente había sufrido algún percance: algo debió ocurrirle allí, que sería imperativo esclarecer. Había vuelto muy tarde —eran más de las once—, y al recibirla en el vestíbulo su prima, que estaba muy preocupada, había confesado que venía fatigada y que tenía que descansar un momento antes de subir las escaleras. Habían entrado juntas en el comedor, sugiriendo su compañera que tomase una copa de vino y dirigiéndose al aparador para servírsela. No fue sino un instante, pero cuando mi informadora volvió la cabeza nuestra pobre amiga no había tenido tiempo de sentarse. Súbitamente, con un débil gemido casi inaudible, se desplomó en el sofá. Estaba muerta. ¿Qué «pequeño sobresalto» ignorado le había asestado el golpe? ¿Qué choque, cielo santo, la estaba esperando en la ciudad? Yo cité inmediatamente la única causa de perturbación concebible —el no haber encontrado en mi casa, donde había acudido a las cinco invitada con ese fin, al hombre con el que yo me iba a casar, que accidentalmente no había podido presentarse, y a quien ella no conocía en absoluto—. Poco era, obviamente; pero no era difícil que le hubiera sucedido alguna otra cosa: nada más posible en las calles de Londres que un accidente, sobre todo un accidente en aquellos infames coches de alquiler. ¿Qué había hecho, a dónde había ido al salir de mi casa? Yo había dado por hecho que volviera directamente a la suya. Las dos nos acordamos entonces de que a veces, en sus salidas a la capital, por comodidad, por darse un respiro, se detenía una hora o dos en el «Gentlewomen», un tranquilo club de señoras, y yo prometí que mi primer cuidado sería hacer una indagación seria en ese establecimiento. Pasamos después a la cámara sombría y terrible en donde yacía en los brazos de la muerte, y donde yo, tras unos instantes, pedí quedarme a solas con ella y permanecí media hora. La muerte la había embellecido, la había dejado hermosa; pero lo que yo sentí, sobre todo, al arrodillarme junto al lecho, fue que la había silenciado, la había dejado muda. Había echado el cerrojo sobre algo que a mí me importaba saber.
      A mi regreso de Richmond, y después de cumplir con otra obligación, me dirigí al apartamento de él. Era la primera vez, aunque a menudo había deseado conocerlo. En la escalera, que, dado que la casa albergaba una veintena de viviendas, era lugar de paso público, me encontré con su criado, que volvió conmigo y me hizo pasar. Al oírme entrar apareció él en el umbral de otra habitación más interior, y en cuanto quedamos solos le di la noticia:
      —¡Está muerta!
      —¿Muerta? —la impresión fue tremenda, y observé que no necesitaba preguntar a quién me refería con aquella brusquedad.
      —Murió anoche…, al volver de mi casa.
      Él me escudriñó con la expresión más extraña, registrándome con la mirada como si recelara una trampa.
      —¿Anoche… al volver de tu casa? —repitió mis palabras atónito. Y a continuación me espetó, y yo oí atónita a mi vez— ¡Imposible! Si yo la vi.
      —¿Cómo que «la viste»?
      —Ahí mismo…, donde tú estás.
      Eso me recordó pasado un instante, como si pudiera ayudarme a asimilarlo, el gran prodigio de aquel aviso de su juventud.
      —En la hora de la muerte…, comprendo: lo mismo que viste a tu madre.
      —No, no como vi a mi madre… ¡no así, no! —Estaba hondamente afectado por la noticia, mucho más, estaba claro, de lo que pudiera haber estado la víspera; tuve la impresión cierta de que, como me dije entonces, había efectivamente una relación entre ellos dos, y que realmente la había tenido enfrente. Semejante idea, reafirmando su extraordinario privilegio, le habría presentado de pronto como un ser dolorosamente anormal de no haber sido por la vehemencia con que insistió en la distinción—. La vi viva. La vi para hablar con ella. La vi como ahora te estoy viendo a ti.
      Es curioso que por un momento, aunque por un momento tan sólo, encontrara yo alivio en el más personal, por así decirlo, pero también en el más natural, de los dos hechos extraños. Al momento siguiente, asiendo esa imagen de ella yendo a verle después de salir de mi casa, y de precisamente lo que explicaba lo referente al empleo de su tiempo, demandé, con un ribete de aspereza que no dejé de advertir:
      —¿Y se puede saber a qué venía?
      Él había tenido ya un minuto para pensar —para recobrarse y calibrar efectos—, de modo que al hablar, aunque siguiera habiendo excitación en su mirada, mostró un sonrojo consciente y quiso, inconsecuentemente, restar gravedad a sus palabras con una sonrisa.
      —Venía sencillamente a verme. Venía, después de lo que había pasado en tu casa, para que al fin, a pesar de todo, nos conociéramos. Me pareció un impulso exquisito, y así lo entendí.
      Miré la habitación donde ella había estado —donde ella había estado y yo nunca hasta entonces.
      —¿Y así como tú lo entendiste fue como ella lo expresó?
      —Ella no lo expresó de ninguna manera, más que estando aquí y dejándose mirar. ¡Fue suficiente! —exclamó con una risa singular.
      Yo iba de asombro en asombro.
      —O sea, ¿que no te dijo nada?
      —No dijo nada. No hizo más que mirarme como yo la miraba.
      —¿Y tú tampoco le dirigiste la palabra?
      Volvió a dirigirme aquella sonrisa dolorosa.
      —Yo pensé en ti. La situación era sumamente delicada. Yo procedí con el mayor tacto. Pero ella se dio cuenta de que me resultaba agradable —repitió incluso la risa discordante.
      —¡Ya se ve que «te resultó agradable»!
      Entonces reflexioné un instante:
      —¿Cuánto tiempo estuvo aquí?
      —No sabría decir. Pareció como veinte minutos, pero es probable que fuera mucho menos.
       —¡Veinte minutos de silencio! —empezaba a tener mi visión concreta, y ya de hecho a aferrarme a ella—. ¿Sabes que lo que me estás contando es una absoluta monstruosidad?
      Él había estado hasta entonces de espaldas al fuego; al oír esto, con una mirada de súplica, se vino a mí.

      —Amor mío te lo ruego, no lo tomes a mal.
      Yo podía no tomarlo a mal, y así se lo di a entender; pero lo que no pude, cuando él con cierta torpeza abrió los brazos, fue dejar que me atrajera hacia sí. De modo que entre los dos se hizo, durante un tiempo apreciable, la tensión de un gran silencio.

VI

Él lo rompió al cabo, diciendo:
      —¿No hay absolutamente ninguna duda de su muerte?
      —Desdichadamente ninguna. Yo vengo de estar de rodillas junto a la cama donde la han tendido.
      Clavó sus ojos en el suelo; luego los alzó a los míos.
      —¿Qué aspecto tiene?
      —Un aspecto… de paz.
      Volvió a apartarse, bajo mi mirada; pero pasado un momento comenzó:
      —¿Entonces a qué hora…?
      —Debió ser cerca de la medianoche. Se derrumbó al llegar a su casa…, de una dolencia cardíaca que sabía que tenía, y que su médico sabía que tenía, pero de la que nunca, a fuerza de paciencia y de valor, me había dicho nada.
      Me escuchaba muy atento, y durante un minuto no pudo hablar. Por fin rompió, con un acento de confianza casi infantil, de sencillez realmente sublime, que aún resuena en mis oídos según escribo:
      —¡Era maravillosa!
      Incluso en aquel momento tuve la suficiente ecuanimidad para responderle que eso siempre se lo había dicho yo; pero al instante, como si después de hablar hubiera tenido un atisbo del efecto que en mí hubiera podido producir, continuó apresurado:
      —Comprenderás que si no llegó a su casa hasta medianoche…
      Le atajé inmediatamente.
      —¿Tuviste mucho tiempo para verla? ¿Y cómo? —pregunté— ¿si no te fuiste de mi casa hasta muy tarde? Yo no recuerdo a qué hora exactamente…, estaba pensando en otras cosas. Pero tú sabes que, a pesar de haber dicho que tenías mucho que hacer, te quedaste un buen rato después de la cena. Ella, por su parte, pasó toda la velada en el «Gentlewomen», de allí vengo…, he hecho averiguaciones. Allí tomó el té; estuvo muchísimo tiempo.
      —¿Qué estuvo haciendo durante ese muchísimo tiempo?
      Le vi ansioso de rebatir punto por punto mi versión de los hechos; y cuanto más lo mostraba mayor era mi empeño en insistir en esa versión, en preferir con aparente empecinamiento una explicación que no hacía sino acrecentar la maravilla y el misterio, pero que, de los dos prodigios entre los que se me daba a elegir, era el más aceptable para mis celos renovados. Él defendía, con un candor que ahora me parece hermoso, el privilegio de haber conocido, a pesar de la derrota suprema, a la persona viva; en tanto que yo, con un apasionamiento que hoy me asombra, aunque todavía en cierto modo sigan encendidas sus cenizas, no podía sino responderle que, en virtud de un extraño don compartido por ella con su madre, y que también por parte de ella era hereditario, se había repetido para él el milagro de su juventud, para ella el milagro de la suya. Había ido a él —sí—, y movida de un impulso todo lo hermoso que quisiera; ¡pero no en carne y hueso! Era mera cuestión de evidencia. Yo había recibido, sostuve, un testimonio inequívoco de lo que ella había estado haciendo —durante casi todo este tiempo— en el club. Estaba casi vacío, pero los empleados se habían fijado en ella. Había estado sentada, sin moverse, en una butaca, junto a la chimenea del salón; había reclinado la cabeza, había cerrado los ojos, aparentaba un sueño ligero.
      —Ya. Pero ¿hasta qué hora?
      —Sobre eso —tuve que responder— los criados me fallaron un poco. Y la portera en particular, que desdichadamente es tonta, aunque se supone que también ella es socia del club. Está claro que a esas horas, sin que nadie la sustituyera y en contra de las normas, estuvo un rato ausente de la jaula desde donde tiene por obligación vigilar quién entra y quién sale. Se confunde, miente palpablemente; así que partiendo de sus observaciones no puedo darte una hora con seguridad. Pero a eso de las diez y media se comentó que nuestra pobre amiga ya no estaba en el club.
      Le vino de perlas.
      —Vino derecha aquí, y desde aquí se fue derecha al tren.
      —No pudo ir a tomarlo con el tiempo tan justo —declaré—. Precisamente es una cosa que no hacía jamás.
      —Ni fue a tomarlo con el tiempo justo, hija mía…, tuvo tiempo de sobra. Te falla la memoria en eso de que yo me despidiera tarde: precisamente te dejé antes que otros días. Lamento que el tiempo que pasé contigo te pareciera largo, porque estaba aquí de vuelta antes de las diez.
      —Para ponerte en zapatillas —fue mi contestación— y quedarte dormido en un sillón. No despertaste hasta por la mañana…, ¡la viste en sueños!
      Él me miraba en silencio y con mirada sombría, con unos ojos en los que se traslucía que tenía cierta irritación que reprimir. Enseguida proseguí:
      —Recibes la visita, a hora intempestiva, de una señora…; sea: nada más probable. Pero señoras hay muchas. ¿Me quieres explicar, si no había sido anunciada y no dijo nada, y encima no habías visto jamás un retrato suyo, cómo pudiste identificar a la persona de la que estamos hablando?
      —¿No me la habían descrito hasta la saciedad? Te la puedo describir con pelos y señales.
      —¡Ahórratelo! —clamé con una aspereza que le hizo reír una vez más. Yo me puse colorada, pero seguí—: ¿Le abrió tu criado?
      —No estaba…, nunca está cuando se le necesita. Entre las peculiaridades de este caserón está el que se pueda acceder desde la puerta de la calle hasta los diferentes pisos prácticamente sin obstáculos. Mi criado ronda a una señorita que trabaja en el piso de arriba, y anoche se lo tomó sin prisas. Cuando está en esa ocupación deja la puerta de fuera, la de la escalera, sólo entornada, y así puede volver a entrar sin hacer ruido. Para abrirla basta entonces con un ligero empujón. Ella se lo dio…, sólo hacía falta un poco de valor.
      —¿Un poco? ¡Toneladas! Y toda clase de cálculos imposibles.
      —Pues lo tuvo,… y los hizo. ¡Quede claro que yo no he dicho en ningún momento —añadió— que no fuera una cosa sumamente extraña!
      Algo había en su tono que por un tiempo hizo que no me arriesgase a hablar. Al cabo dije:
      —¿Cómo había llegado a saber dónde vivías?
      —Recordaría la dirección que figuraba en la etiquetita que los de la tienda dejaron tranquilamente pegada al marco que encargué para mi retrato.
      —¿Y cómo iba vestida?
      —De luto, mi amor. No grandes masas de crespón, sino un sencillo luto riguroso. Llevaba tres plumas negras, pequeñas, en el sombrero. Llevaba un manguito pequeño de astracán. Cerca del ojo izquierdo —continuó— tiene una pequeña cicatriz vertical…
      Le corté en seco.
      —La señal de una caricia de su marido —luego añadí—: ¡Muy cerca de ella has tenido que estar!
      A eso no me respondió nada, y me pareció que se ruborizaba; al observarlo me despedí.
      —Bueno, adiós.
      —¿No te quedas un rato? —volvió a mí con ternura, y esa vez le dejé—. Su visita tuvo su belleza —murmuró teniéndome abrazada—, pero la tuya tiene más.
      Le dejé besarme, pero recordé, como había recordado el día antes, que el último beso que ella diera, suponía yo, en este mundo había sido para los labios que él tocaba.
      —Es que yo soy la vida —respondí—. Lo que viste anoche era la muerte.
      —¡Era la vida…, era la vida!
      Hablaba con suave terquedad —yo me desasí. Nos miramos fijamente.
      —Describes la escena —si a eso se puede llamar descripción— en términos incomprensibles. ¿Entró en la habitación sin que tú te dieras cuenta?
      —Yo estaba escribiendo cartas, enfrascado, en esa mesa de debajo de la lámpara, y al levantar la vista la vi frente a mí.
      —¿Y qué hiciste entonces?
      —Me levanté soltando una exclamación, y ella, sonriéndome, se llevó un dedo a los labios, claramente a modo de advertencia, pero con una especie de dignidad delicada. Yo sabía que ese gesto quería decir silencio, pero lo extraño fue que pareció explicarla y justificarla inmediatamente. El caso es que estuvimos así, frente a frente, durante un tiempo que, como ya te he dicho, no puedo calcular. Como tú y yo estamos ahora.
      —¿Simplemente mirándose de hito en hito?
      Protestó impaciente.
      —¡Es que no estamos mirándonos de hito en hito!
      —No, porque estamos hablando.
      —También hablamos ella y yo…, en cierto modo —se perdió en el recuerdo—. Fue tan cordial como esto.
      Tuve en la punta de la lengua preguntarle si esto era muy cordial, pero en lugar de eso le señalé que lo que evidentemente habían hecho era contemplarse con mutua admiración. Después le pregunté si el reconocerla había sido inmediato.
      —No del todo —repuso—, porque por supuesto no la esperaba; pero mucho antes de que se fuera comprendí quién era…, quién podía ser únicamente.
      Medité un poco.
      —¿Y al final cómo se fue?
      —Lo mismo que había venido. Tenía detrás la puerta abierta y se marchó.
      —¿Deprisa…, despacio?
      —Más bien deprisa. Pero volviendo la vista atrás —sonrió para añadir—. Yo la dejé marchar, porque sabía perfectamente que tenía que acatar su voluntad.
      Fui consciente de exhalar un suspiro largo y vago.
      —Bueno, pues ahora te toca acatar la mía…, y dejarme marchar a mí.
      Ante eso volvió a mi lado, deteniéndome y persuadiéndome, declarando con la galantería de rigor que lo mío era muy distinto. Yo habría dado cualquier cosa por poder preguntarle si la había tocado pero las palabras se negaban a formarse: sabía hasta el último acento lo horrendas y vulgares que resultarían. Dije otra cosa —no recuerdo exactamente qué; algo débilmente tortuoso y dirigido, con harta ruindad, a hacer que me lo dijera sin yo preguntarle. Pero no me lo dijo; no hizo sino repetir, como por un barrunto de que sería decoroso tranquilizarme y consolarme, la sustancia de su declaración de unos momentos antes la aseveración de que ella era en verdad exquisita, como yo había repetido tantas veces, pero que yo era su «verdadera» amiga y la persona a la que querría siempre—. Esto me llevó a reafirmar, en el espíritu de mi réplica anterior, que por lo menos yo tenía el mérito de estar viva; lo que a su vez volvió a arrancar de él aquel chispazo de contradicción que me daba miedo.
      —¡Pero si estaba viva! ¡Viva, Viva!
      —¡Estaba muerta, muerta! —afirmé yo con una energía, con una determinación de que fuera así, que ahora al recordarla me resulta casi grotesca. Pero el sonido de la palabra dicha me llenó súbitamente de horror, y toda la emoción natural que su significado podría haber evocado en otras condiciones se juntó y desbordó torrencial. Sentí como un peso que un gran afecto se había extinguido, y cuánto la había querido yo y cuánto había confiado en ella. Tuve una visión, al mismo tiempo, de la solitaria belleza de su fin.
      —¡Se ha ido…, se nos ha ido para siempre! —sollocé.
      —Eso exactamente es lo que yo siento —exclamó él, hablando con dulzura extremada y apretándome, consolador, contra sí—. Se ha ido; se nos ha ido para siempre: así que ¿qué importa ya? —se inclinó sobre mí, y cuando su rostro hubo tocado el mío apenas supe si lo que lo humedecían era mis lágrimas o las suyas.

VII

Era mi teoría, mi convicción, vino a ser, pudiéramos decir, mi actitud, que aun así jamás se habían «conocido»; y precisamente sobre esa base me pareció generoso pedirle que asistiera conmigo al entierro. Así lo hizo muy modesta y tiernamente, y yo di por hecho, aunque a él estaba claro que no se le daba nada de ese peligro, que la solemnidad de la ocasión, poblada en gran medida por personas que les habían conocido a los dos y estaban al tanto de la larga broma, despojaría suficientemente a su presencia de toda asociación ligera. Sobre lo que hubiera ocurrido en la noche de su muerte, poco más se dijo entre nosotros; yo le había tomado horror al elemento probatorio. Sobre cualquiera de las dos hipótesis era grosería, era intromisión. A él, por su parte, le faltaba corroboración aducible —es decir, todo salvo una declaración del portero de su casa, personaje de lo más descuidado e intermitente—, según él mismo reconocía, de que entre las diez y las doce de la noche habían entrado y salido del lugar nada menos que tres señoras enlutadas de pies a cabeza. Lo cual era excesivo; ni él ni yo queríamos tres para nada. Él sabía que yo pensaba haber dado razón de cada fracción del tiempo de nuestra amiga, y dimos por cerrado el asunto; nos abstuvimos de ulterior discusión. Lo que yo sabía, sin embargo, era que él se abstenía por darme gusto, más que porque cediera a mis razones. No cedía —era sólo indulgencia—; él persistía en su interpretación porque le gustaba más. Le gustaba más, sostenía yo, porque tenía más que decirle a su vanidad. Ese, en situación análoga, no habría sido su efecto sobre mí, aunque sin duda tenía yo tanta vanidad como él; pero son cosas del talante de cada uno, en las que nadie puede juzgar por otro. Yo habría dicho que era más halagador ser destinatario de una de esas ocurrencias inexplicables que se relatan en libros fascinantes y se discuten en reuniones eruditas; no podía imaginar, por parte de un ser recién sumido en lo infinito y todavía vibrante de emociones humanas, nada más fino y puro, más elevado y augusto, que un tal impulso de reparación, de admonición, o aunque sólo fuera de curiosidad. Eso sí que era hermoso, y yo en su lugar habría mejorado en mi propia estima al verme distinguida y escogida de ese modo. Era público que él ya venía figurando bajo esa luz desde hacía mucho tiempo, y en sí un hecho semejante ¿qué era sino casi una prueba? Cada una de las extrañas apariciones contribuía a confirmar la otra. Él tenía otro sentir; pero tenía también, me apresuro a añadir, un deseo inequívoco de no significarse o, como se suele decir, de no hacer bandera de ello. Yo podía creer lo que se me antojara —tanto más cuanto que todo este asunto era, en cierto modo, un misterio de mi invención—. Era un hecho de mi historia, un enigma de mi consistencia, no de la suya; por tanto él estaba dispuesto a tomarlo como a mí me resultara más conveniente. Los dos, en todo caso, teníamos otras cosas entre manos; nos apremiaban los preparativos de la boda.
      Los míos eran ciertamente acuciantes, pero al correr de los días descubrí que creer lo que a mí «se me antojaba» era creer algo de lo que cada vez estaba más íntimamente convencida. Descubrí también que no me deleitaba hasta ese punto, o que el placer distaba, en cualquier caso, de ser la causa de mi convencimiento. Mi obsesión, como realmente puedo llamarla y como empezaba a percibir, no se dejaba eclipsar, como había sido mi esperanza, por la atención a deberes prioritarios. Si tenía mucho que hacer, aún era más lo que tenía que pensar, y llegó un momento en que mis ocupaciones se vieron seriamente amenazadas por mis pensamientos. Ahora lo veo todo, lo siento, lo vuelvo a vivir. Está terriblemente vacío de alegría, está de hecho lleno a rebosar de amargura; y aun así debo ser justa conmigo misma —no habría podido hacer otra cosa—. Las mismas extrañas impresiones, si hubiera de soportarlas otra vez, me producirían la misma angustia profunda, las mismas dudas lacerantes, las mismas certezas más lacerantes todavía. Ah sí, todo es más fácil de recordar que de poner por escrito, pero aun en el supuesto de que pudiera reconstruirlo todo hora por hora, de que pudiera encontrar palabras para lo inexpresable, en seguida el dolor y la fealdad me paralizarían la mano. Permítaseme anotar, pues, con toda sencillez y brevedad, que una semana antes del día de nuestra boda, tres semanas después de la muerte de ella, supe con todo mi ser que había algo muy serio que era preciso mirar de frente, y que si iba a hacer ese esfuerzo tenía que hacerlo sin dilación y sin dejar pasar una hora más. Mis celos inextinguidos —esa era la máscara de la Medusa—. No habían muerto con su muerte, habían sobrevivido lívidamente y se alimentaban de sospechas indecibles. Serían indecibles hoy, mejor dicho, si no hubiera sentido la necesidad vivísima de formularlas entonces. Esa necesidad tomó posesión de mí —para salvarme—, según parecía, de mi suerte. A partir de entonces no vi —dada la urgencia del caso, que las horas menguaban y el intervalo se acortaba— más que una salida, la de la prontitud y la franqueza absolutas. Al menos podía no hacerle el daño de aplazarlo un día más; al menos podía tratar mi dificultad como demasiado delicada para el subterfugio. Por eso en términos muy tranquilos, pero de todos modos bruscos y horribles, le planteé una noche que teníamos que reconsiderar nuestra situación y reconocer que se había alterado completamente.
      Él me miró sin parpadear, valiente.
      —¿Cómo que se ha alterado?
      —Otra persona se ha interpuesto entre nosotros.
      No se tomó más que un instante para pensar.
      —No voy a fingir que no sé a quién te refieres —sonrió compasivo ante mi aberración, pero quería tratarme amablemente—. ¡Una mujer que está muerta y enterrada!
      —Enterrada sí, pero no muerta. Está muerta para el mundo…; está muerta para mí. Pero para ti no está muerta.
      —¿Vuelves a lo de nuestras distintas versiones de su aparición aquella noche?
      —No —respondí—, no vuelvo a nada. No me hace falta. Me basta y me sobra con lo que tengo delante.
      —¿Y qué es, hija mía?
      —Que estás completamente cambiado.
      —¿Por aquel absurdo? —rio.
      —No tanto por aquel como por otros absurdos que le han seguido.
      —¿Que son cuáles?
      Estábamos encarados francamente, y a ninguno le temblaba la mirada; pero en la de él había una luz débil y extraña, y mi certidumbre triunfaba en su perceptible palidez.
      —¿De veras pretendes —pregunté— no saber cuáles son?
      —¡Querida mía —me repuso—, me has hecho un esbozo demasiado vago!
      Reflexioné un momento.
      —¡Puede ser un tanto incómodo acabar el cuadro! Pero visto desde esa óptica —y desde el primer momento—, ¿ha habido alguna vez algo más incómodo que tu idiosincrasia?
      Él se acogió a la vaguedad —cosa que siempre hacía muy bien.
      —¿Mi idiosincrasia?
      —Tu notoria, tu peculiar facultad.
      Se encogió de hombros con un gesto poderoso de impaciencia, un gemido de desprecio exagerado.
      —¡Ah, mi peculiar facultad!
      —Tu accesibilidad a formas de vida —proseguí fríamente—, tu señorío de impresiones, apariciones, contactos, que a los demás —para nuestro bien o para nuestro mal— nos están vedados. Al principio formaba parte del profundo interés que despertaste en mí…, fue una de las razones de que me divirtiera, de que positivamente me enorgulleciera conocerte. Era una distinción extraordinaria; sigue siendo una distinción extraordinaria. Pero ni que decir tiene que en aquel entonces yo no tenía ni la menor idea de cómo aquello iba a actuar ahora; y aun en ese supuesto, no la habría tenido de cómo iba a afectarme su acción.
      —Pero vamos a ver —inquirió suplicante—, ¿de qué estás hablando en esos términos fantásticos? —Luego, como yo guardara silencio, buscando el tono para responder a mi acusación—. ¿Cómo diantres actúa? —continuó—, ¿y cómo te afecta?
      —Cinco años te estuvo echando en falta —dije—, pero ahora ya no tiene que echarte en falta nunca. ¡Estáis recuperando el tiempo!
      —¿Cómo que estamos recuperando el tiempo? —había empezado a pasar del blanco al rojo.
      —¡La ves…, la ves; la ves todas las noches! —él soltó una carcajada de burla, pero me sonó a falsa—. Viene a ti como vino aquella noche —declaré—; ¡hizo la prueba y descubrió que le gustaba!
      Pude, con la ayuda de Dios, hablar sin pasión ciega ni violencia vulgar; pero esas fueron las palabras exactas —y que entonces no me parecieron nada vagas— que pronuncié. Él había mirado hacia otro lado riéndose, acogiendo con palmadas mi insensatez, pero al momento volvió a darme la cara con un cambio de expresión que me impresionó.
      —¿Te atreves a negar —pregunté entonces— que la ves habitualmente?
      Él había optado por la vía de la condescendencia, de entrar en el juego y seguirme la corriente amablemente. Pero el hecho es que, para mi asombro, dijo de pronto:
      —Bueno, querida, ¿y si la veo qué?
      —Que estás en tu derecho natural: concuerda con tu constitución y con tu suerte prodigiosa, aunque quizá no del todo envidiable. Pero, como comprenderás, eso nos separa. Te libero sin condiciones.
      —¿Qué dices?
      —Que tienes que elegir entre ella o yo.
      Me miró duramente.
      —Ya —y se alejó unos pasos, como dándose cuenta de lo que yo había dicho y pensando qué tratamiento darle. Por fin se volvió nuevamente hacia mí—. ¿Y tú cómo sabes una cosa así de íntima?
      —¿Cuando tú has puesto tanto empeño en ocultarla, quieres decir? Es muy íntima, sí, y puedes creer que yo nunca te traicionaré. Has hecho todo lo posible, has hecho tu papel, has seguido un comportamiento, ¡pobrecito mío!, leal y admirable. Por eso yo te he observado en silencio, haciendo también mi papel; he tomado nota de cada fallo de tu voz, de cada ausencia de tus ojos, de cada esfuerzo de tu mano indiferente: he esperado hasta estar totalmente segura y absolutamente deshecha. ¿Cómo quieres ocultarlo, si estás desesperadamente enamorado de ella, si estás casi mortalmente enfermo de la felicidad que te da? —atajé su rápida protesta con un ademán más rápido—. ¡La amas como nunca has amado, y pasión por pasión, ella te corresponde! ¡Te gobierna, te domina, te posee entero! Una mujer, en un caso como el mío, adivina y siente y ve; no es un ser obtuso al que haya que ir con «informes fidedignos». Tú vienes a mí mecánicamente, con remordimientos, con los sobrantes de tu ternura y lo que queda de tu vida. Yo puedo renunciar a ti, pero no puedo compartirte: ¡lo mejor de ti es suyo, yo sé que lo es y libremente te cedo a ella para siempre!
      Él luchó con bravura, pero no había arreglo posible; reiteró su negación, se retractó de lo que había reconocido, ridiculizó mi acusación, cuya extravagancia indefensible, además, le concedí sin reparo. Ni por un instante sostenía yo que estuviéramos hablando de cosas corrientes; ni por un instante sostenía que él y ella fueran personas corrientes. De haberlo sido, ¿qué interés habrían tenido para mí? Habían gozado de una rara extensión del ser y me habían alzado a mí en su vuelo; sólo que yo no podía respirar aquel aire y enseguida había pedido que me bajaran. Todo en aquellos hechos era monstruoso, y más que nada lo era mi percepción lúcida de los mismos; lo único aliado a la naturaleza y la verdad era el que yo tuviera que actuar sobre la base de esa percepción. Sentí, después de hablar en ese sentido, que mi certeza era completa; no le había faltado más que ver el efecto que mis palabras le producían. Él disimuló, de hecho, ese efecto tras una cortina de burla, maniobra de diversión que le sirvió para ganar tiempo y cubrirse la retirada. Impugnó mi sinceridad, mi salud mental, mi humanidad casi, y con eso, como no podía por menos, ensanchó la brecha que nos separaba y confirmó nuestra ruptura. Lo hizo todo, en fin, menos convencerme de que yo estuviera en un error o de que él fuera desdichado: nos separamos, y yo le dejé a su comunión inconcebible.
      No se casó, ni yo tampoco. Cuando seis años más tarde, en soledad y silencio, supe de su muerte, la acogí como una contribución directa a mi teoría. Fue repentina, no llegó a explicarse del todo, estuvo rodeada de unas circunstancias en las que —porque las desmenucé, ¡ya lo creo!— yo leí claramente una intención, la marca de su propia mano escondida. Fue el resultado de una larga necesidad, de un deseo inapagable. Para decirlo en términos exactos, fue la respuesta a una llamada irresistible.

Etiquetas: , , , , , , , ,

Tanto por hacer de aquí a la FIL

Una serie de invitaciones o de avisos: las últimas actividades en las que estaré durante el año, del día de hoy hasta el final de la Feria del Libro de Guadalajara, por si gustan asomarse a alguna. En los enlaces se pueden encontrar más datos sobre los lugares y las actividades.

(Y el comentario al margen: este fin de año viene durísimo. Ay. Si me ven por alguno de estos sitios, por favor no dejen de asegurarme que todo terminará bien…)

Noviembre

FILIJ – Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil
Jueves 12 de noviembre

10:00 horas / Lanzamiento del concurso #TweetPorViaje en la Sala Interactiva de la FILIJ. Este concurso estará abierto durante el día 12 a los usuarios de Twitter. La convocatoria detallada está aquí, y lo esencial a continuación:

[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»]

(clic para ampliar las bases)
(clic para ampliar las bases)

10:30 horas / Charla sobre Rafael Bernal y su novela Su nombre era muerte, un clásico secreto de la ciencia ficción mexicana, también en la Sala Interactiva.

Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia
Viernes 13 de noviembre

19:00 horas / Presentación de Historia siniestra: dos micronovelas con textos y fotos que publica la editorial Cuadrivio, con Sarai Robledo, Isaí Moreno y yo. (Más del libro en esta nota.)

Historia siniestra

FILIJ – Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil
Sábado 14 de noviembre

14:00 horas / Presentación de La partida, cuento en edición del Fondo de Cultura Económica, ilustrado por Nicolás Arispe, con Verónica Murguía y yo, en el Aula Magna (el cuento viene editado junto con La madre y la muerte, versión de Alberto Laiseca del cuento de Hans Christian Andersen)

15:00 horas / Firma de libros (tanto ejemplares de La partida como cualquier otro que se quieran llevar) en la Carpa de Firmas #1.

La partida

Centro Cultural de España en México
Martes 17 de noviembre

19:00 horas / Presentación de Encore. Cuentos inspirados en el rock mexicano, con Armando Vega-Gil, Raquel Castro, Pilar Ortega, Alejandro Mancilla y yo.

[/fusion_builder_column][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»]

Encore
(clic para ampliar)

Feria del Libro Ricardo Palma de Miraflores (Lima, Perú)
Sábado 21 de noviembre

18:00 horas / Presentación de Los atacantes (Páginas de Espuma)

Los Atacantes

Feria del Libro Ricardo Palma de Miraflores (Lima, Perú)
Domingo 22 de noviembre

17:00 horas / Conversatorio en torno del libro El último explorador con Gabriel Rimachi

FIL – Feria Internacional del Libro de Guadalajara
Sábado 28 de noviembre

18:30 horas / Presentación de la antología Sólo Cuento VII (UNAM) con Rosa Beltrán, Sara Poot Herrera, Marina Perezagua y yo, en la Sala Antonio Alatorre, planta alta de la Expo Guadalajara.

19:30 horas / Firma de ejemplares de La partida (y cualquier otro, cómo no) en el stand del Fondo de Cultura Económica

La partida

FIL – Feria Internacional del Libro de Guadalajara
Domingo 29 de noviembre

12:00 horas / Charla y firma de ejemplares de la antología Festín de muertos (Océano) en el Set de Dramaturgia de Conaculta.

13:00 horas / Firma de ejemplares de la antología Sombras. Cuentos de extraña imaginación (Castillo) en el stand de Ediciones Castillo.

19:30 horas / Presentación de Escenarios para el fin del mundo (Océano), cuentos de Bernardo Fernández Bef, con Joselo Rangel, el autor y yo, en el Salón 6, planta baja de la Expo Guadalajara.


Diciembre

(todo en la FIL – Feria Internacional del Libro de Guadalajara)

Martes 1 de diciembre

18:00 horas / Mesa redonda La realidad es fantasía: ciencia ficción, steampunk y realidades alternativas, con Naomi Alderman, Gareth P. Jones y yo, en el Pabellón del Reino Unido.

20:00 horas / Mesa redonda Realismo mágico: de México para el mundo, con Ned Beauman y Joanne Harris (yo seré el moderador); también en el Pabellón del Reino Unido.

 

Miércoles 2 de diciembre

20:00 horas / Mesa redonda Una de espantos: el terror, lo sobrenatural y lo gótico, con John Burnside, Sally Gardner y Louise Welsh (yo seré el moderador), en el Pabellón del Reino Unido.

Jueves 3 de diciembre

17:00 horas / Latinoamérica viva: charla con Gabriela Alemán, Juan Álvarez, Rubens Figueiredo, Leonardo Padura y Daniel Centeno Maldonado (yo seré el moderador), en el Salón Juan José Arreola, planta alta de la Expo Guadalajara.

20:00 horas / Presentación de Los atacantes (Páginas de Espuma) con Ignacio Padilla, Juan Casamayor y yo, en el Salón Mariano Azuela, planta alta de la Expo Guadalajara.

Los Atacantes

Viernes 4 de diciembre

11:00 horas / Visita a la Preparatoria #8 de Guadalajara, dentro del programa Ecos de la FIL.

16:00 horas / Presentación de El evangelio del niño Fidencio (Acero/UANL) de Felipe Montes, en el Salón C del Área Internacional.

17:00 horas / ¿El futuro existe todavía?, mesa redonda sobre ciencia ficción con Emilio Bueso, Toño Malpica y yo, con Benito Taibo como moderador, en el Salón 2, planta baja de la Expo Guadalajara.

19:00 / Presentación de El cuerpo secreto (Páginas de Espuma), cuentos de Mariana Torres, con Juan Casamayor y yo, en el Salón Mariano Azuela, planta alta de la Expo Guadalajara.

Sábado 5 de diciembre

11:00 horas / Presentación de la antología Mexicanos en una nuez (Posdata) de Paola Tinoco, con Bibiana Camacho, Sergio Andricaín, la antologadora y yo, en el Salón B del Área Internacional.



 

Y dos recomendaciones: la banda sonora de la serie animada Cowboy Bebop, compuesta por Yoko Kanno (seis horas de maravilla):


…y una novela: Dolly City, de Orly Castel-Bloom, autora israelí rarísima, delirante, divertidísima. Se dice que Etgar Keret se dedica a recomendar y regalar sus libros y no sería de extrañar, porque el sentido del humor y la inventiva de los dos son igualmente extraordinarios. Ésta es la historia de una ciudad que podría ser Tel Aviv o podría ser una pesadilla apocalíptica, repleta de ciencia loca, violencia, horror, y risa. Publicada inicialmente en 1992, hay edición en español en la editorial Turner.

Dolly City

 [/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

Etiquetas: , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , , ,

Luces antiguas

He aquí un cuento de un maestro de lo sobrenatural y lo extraño: Algernon Blackwood (1869-1951), escritor inglés a quien Lovecraft consideraba el mejor, entre los escritores de lengua inglesa de su tiempo, a la hora de crear atmósferas inquietantes. Ciertamente, lo mejor de su obra, que es vasta y compuesta sobre todo de cuentos, está menos interesado en lo evidentemente terrorífico que en el desasosiego y la sugerencia de lo inexplicable.
«Ancient Lights» se publicó por primera vez en 1912. No pude encontrar el nombre del traductor de la presente versión.

LUCES ANTIGUAS
Algernon Blackwood

Desde Southwater, donde se apeó del tren, el camino iba derecho hacia poniente. Eso lo sabía; por lo demás, confiaba en la suerte, ya que era uno de esos andariegos impenitentes a los que no les gusta preguntar. Tenía ese instinto, y generalmente le funcionaba bastante bien. «Una milla o así en dirección oeste por el camino arenoso, hasta llegar a un paso de cerca a la derecha; desde ahí cruza a campo traviesa. Verá el edificio rojo justo delante de usted.» Echó una mirada, otra vez, a las instrucciones de la postal, y otra vez trató de descifrar la frase borrada…, en vano. Había sido tachada con tanto cuidado que no quedaba una sola palabra legible. Las frases tachadas en una carta son siempre fascinantes. Se preguntó qué sería lo que había tenido que borrar con tanto cuidado.
La tarde era tormentosa, con un ventarrón que venía aullando del mar y barría los bosques de Sussex. Unas nubes pesadas, de bordes redondos y apelmazados, entrechocaban en los espacios abiertos del cielo azul. A lo lejos, la línea de lomas recorría el horizonte como una ola inminente. Chanctonbury Ring parecía surcar su cresta como un barco veloz con el casco inclinado por el viento de popa. Se quitó el sombrero y avivó el paso, aspirando con placer y satisfacción grandes bocanadas de aire. El camino estaba desierto: no se veían bicicletas, automóviles, o caballos; ni siquiera un carro de mercancías o un simple viandante. De todos modos, no habría preguntado el camino. Con la mirada atenta a la aparición del paso de cerca, caminaba pesadamente, mientras el viento le sacudía la capa contra la cara y rizaba los charcos azules del camino amarillento. Los árboles mostraban el blanco envés de sus hojas. Los helechos, la yerba nueva y alta, se inclinaban en una única dirección. El día estaba lleno de vida, y había animación y movimiento en todas partes. Y para un agrimensor de Croydon recién llegado de su oficina, esto era como unas vacaciones en el mar.
Era un día de aventuras, y su corazón se elevaba para unirse al talante de la Naturaleza. Su paraguas con aro de plata debía haber sido una espada; y sus zapatos marrones, botas altas con espuelas en los talones. ¿Dónde se ocultaba el Castillo encantado y la Princesa de cabellos dorados como el sol? Su caballo…
De repente apareció a la vista el paso de cerca, y se frustró la aventura en embrión. Otra vez volvió a aprisionarle su ropa de diario. Era agrimensor, de edad madura, con un sueldo de tres libras a la semana, y venía de Croydon a estudiar los cambios que un cliente pensaba hacer en un bosque…, algo que proporcionase una mejor vista desde la ventana de su comedor. Al otro lado del campo, a una milla de distancia quizá, vio centellear al sol el rojo edificio, y mientras descansaba un instante en el paso de cerca para recobrar aliento, se puso a observar un bosquecillo de robles y abedules que quedaba a su derecha. «¡Ajá! –se dijo–; así que ésta debe de ser la arboleda que quiere talar para mejorar la perspectiva, ¿eh? Vamos a echarle una ojeada.» Había una valla, desde luego; pero tenía también un sendero tentador. «No soy un intruso –se dijo–: esto forma parte de mi trabajo.» Saltó dificultosamente por encima de la portilla y se internó entre los árboles. Una pequeña vuelta le llevaría al campo otra vez.
Pero en el instante en que cruzó los primeros árboles dejó de aullar el viento y una quietud se apoderó del mundo. Tan espesa era la vegetación que el sol penetraba sólo en forma de manchas aisladas. El aire era pesado. Se enjugó la frente y se puso su sombrero de fieltro verde; pero una rama baja se lo volvió a quitar en seguida de un golpe; y al inclinarse, se enderezó una cimbreante ramita que había doblado y le dio en la cara. Había flores a ambos bordes del pequeño sendero; de vez en cuando se abría un claro a uno u otro lado; los helechos se curvaban en los rincones húmedos, y era dulce y rico el olor a tierra y a follaje. Hacía más fresco aquí. «Qué bosquecillo más encantador», pensó, bajando hacia un pequeño calvero donde el sol aleteaba como una multitud de mariposas plateadas. ¡Cómo danzaba y palpitaba y revoloteaba! Se puso una flor azul oscuro en el ojal. Nuevamente, al incorporarse, le quitó el sombrero de un golpe una rama de roble, derribándoselo por delante de los ojos. Esta vez no se lo volvió a poner. Balanceando el paraguas, prosiguió su camino con la cabeza descubierta, silbando sonoramente. Pero el espesor de los árboles animaba poco a silbar; y parecieron enfriarse algo su alegría y su ánimo. De repente, se dio cuenta de que caminaba con cautela. La quietud del bosque era de lo más singular.
Hubo un susurro entre los helechos y las hojas; algo saltó de repente al sendero, a unas diez yardas de él, se detuvo un instante, irguiendo la cabeza ladeada para mirar, y luego se zambulló otra vez en la maleza a la velocidad de una sombra. Se sobresaltó como un niño miedoso, y un segundo después se rió de que un mero faisán lo hubiese asustado. Oyó un traqueteo de ruedas a lo lejos, en el camino; y, sin saber por qué, le resultó grato ese ruido. «El carro del viejo carnicero», se dijo… Entonces se dio cuenta de que iba en dirección equivocada y que, no sabía cómo, había dado media vuelta. Porque el camino debía quedar detrás de él, no delante.
Conque se metió apresuradamente por otro estrecho claro que se perdía en el verdor que tenía a su derecha. «Esta es la dirección, por supuesto –se dijo–; me han debido de despistar los árboles…» y de repente descubrió que estaba junto a la portilla que había saltado para entrar. Había estado andando en círculo. La sorpresa, aquí, se convirtió casi en desconcierto: vio a un hombre vestido de verde pardo como los guardabosques, apoyado en la valla, dándose pequeños azotes en la pierna con una fusta. «Voy a casa del señor Lumley –explicó el caminante–. Este es su bosque, creo…», calló de repente; porque allí no había hombre alguno, sino que era un mero efecto de luz y sombra en el follaje. Retrocedió para reconstruir la singular ilusión, pero el viento agitaba demasiado las ramas aquí, en la linde del bosque, y el follaje se negó a repetir la imagen. Las hojas susurraron de un modo extraño. En ese preciso momento se ocultó el sol tras una nube, haciendo que el bosque adquiriese un aspecto diferente. Y entonces se puso de manifiesto con cuánta facilidad puede sufrir engaño la mente humana; porque casi le pareció que el hombre le contestaba, le hablaba –¿o fue el rumor de las ramas al restregar unas con otras?–; y que señalaba con la fusta un letrero clavado en el árbol más cercano. Aún le sonaban en el cerebro sus palabras; aunque, por supuesto, todo eran figuraciones suyas: «No, este bosque no es suyo. Es nuestro». Y además, algún gracioso del pueblo había cambiado el texto de la deteriorada tabla; porque ahora ponía con toda claridad: «Prohibido el paso».
Y mientras el asombrado agrimensor leía el letrero, y dejaba escapar una risita, se dijo, pensando en la historia que iba a contar más tarde a su mujer y sus hijos: «Este condenado bosquecillo ha intentado echarme. Pero voy a entrar otra vez. En realidad, ocupa un acre como máximo. No tengo más remedio que salir a campo abierto por el lado opuesto si sigo en línea recta». Recordó su posición en la oficina. Tenía cierta dignidad que conservar.
La nube se apartó de delante del sol, y la luz salpicó de repente toda clase de lugares insospechados. Él, entretanto, seguía caminando en línea recta. Sentía una especie de rara turbación: esta forma en que los árboles cambiaban las luces en sombras le confundía evidentemente la vista. Para su alivio, surgió al fin un nuevo claro entre los árboles, revelándole el campo, y divisó el edificio rojo a lo lejos, al otro extremo. Pero tenía que saltar primero una pequeña portilla que había en el camino; y al trepar trabajosamente a ella –dado que no quiso abrirse–, tuvo la asombrosa sensación de que, debido a su peso, se desplazaba lateralmente en dirección al bosque. Al igual que las escaleras mecánicas de Harrod’s y Earl’s Court, empezó a deslizarse con él. Era horrible. Hizo un esfuerzo ímprobo para saltar, antes de que le internase en los árboles; pero se le enredó el pie entre los barrotes y el paraguas, con tal fortuna que cayó al otro lado con los brazos abiertos, en medio de la maleza y las ortigas, y los zapatos trabados entre los dos primeros palos. Se quedó un momento en la postura de un crucificado boca abajo, y mientras forcejeaba para desembarazarse –los pies, los barrotes y el paraguas formaban una verdadera maraña–, vio pasar por el bosque, a toda prisa, al hombrecillo de verde pardo. Iba riendo. Cruzó el claro, a unas cincuenta yardas de él; esta vez no estaba solo. A su lado iba un compañero igual que él. El agrimensor, nuevamente de pie, los vio desaparecer en la penumbra verdosa. «Son vagabundos, no guardabosques», se dijo, medio mortificado, medio furioso. Pero el corazón le latía terriblemente, y no se atrevió a expresar todo lo que pensaba.
Examinó la portilla, convencido de que tenía algún truco; a continuación volvió a encaramarse a ella a toda prisa, sumamente desasosegado al ver que el claro ya no se abría hacia el campo, sino que torcía a la derecha. ¿Qué demonios le ocurría? No andaba tan mal de la vista. De nuevo asomó el sol de repente con todo su esplendor, y sembró el suelo del bosque de charcos plateados; y en ese mismo instante cruzó aullando una furiosa ráfaga de viento. Empezaron a caer gotas en todas partes, sobre las hojas, produciendo un golpeteo como de multitud de pisadas. El bosquecillo entero se estremeció y comenzó a agitarse.
«¡Válgame Dios, ahora se pone a llover!», pensó el agrimensor; y al ir a echar mano del paraguas, descubrió que lo había perdido. Volvió a la portilla y vio que se le había caído al otro lado. Para su asombro, descubrió el campo al otro extremo del claro, y también la casa roja, iluminada por el sol del atardecer. Se echó a reír, entonces; porque, naturalmente, en su forcejeo con los barrotes se había dado la vuelta, había caído hacia atrás y no hacia adelante. Saltó la portilla, con toda facilidad esta vez, y desanduvo sus pasos. Descubrió que el paraguas había perdido su aro de plata. Seguramente se le había enganchado en un pie, un clavo o lo que fuera, y lo había arrancado. El agrimensor echó a correr: estaba tremendamente nervioso.
Pero mientras corría, el bosque entero corría con él, en torno a él, de un lado para otro, desplazándose los árboles como si fuesen semovientes, plegando y desplegando las hojas, agitando sus troncos adelante y atrás, descubriendo espacios vacíos sus ramas enormes, y volviéndolos a ocultar antes de que él pudiese verlos con claridad. Había ruido de pisadas por todas panes, y risas, y voces que gritaban, y una multitud de figuras congregadas a su espalda, al extremo de que el claro hervía de movimiento y de vida. Naturalmente, era el viento, que producía en sus oídos el efecto de voces y risas, en tanto el sol y las nubes, al sumir el bosque alternativamente en sombras y en cegadora luz, generaban figuras. Pero no le gustaba todo esto, y echó a correr todo lo deprisa que sus vigorosas piernas lo podían llevar. Ahora estaba asustado. Ya no le parecía un percance apropiado para contarlo a su mujer y sus hijos. Corría como el viento. Sin embargo, sus pies no hacían ruido en la yerba blanda y musgosa.
Entonces, para su horror, vio que el claro se iba estrechando, que lo invadían la maleza y las ortigas, reduciéndolo a un sendero minúsculo, y que terminaba unas veinte yardas más allá, y desaparecía entre los árboles. Lo que no había logrado la portilla, lo había conseguido con facilidad este complicado claro: meterlo materialmente en la espesa muchedumbre de árboles.
Sólo cabía hacer una cosa: dar media vuelta y regresar de nuevo, correr con todas sus fuerzas hacia la vida que venía a su espalda, que lo seguía tan de cerca que casi lo tocaba y lo empujaba. Y eso fue lo que hizo con atropellada valentía. Parecía una temeridad. Se volvió con una especie de salto violento, la cabeza baja, los hombros sacados y las manos extendidas delante de la cara. Se lanzó: embistió como un ser acosado en dirección opuesta, por lo que ahora el viento le dio de cara.
¡Dios mío! El claro que había dejado atrás se había cerrado también: no había sendero ninguno. Se dio la vuelta otra vez como un animal acorralado, buscó con los ojos una salida, un modo de escapar; buscó frenético, jadeante, aterrado hasta el tuétano. Pero el follaje lo envolvía, las ramas le obstruían el paso; los árboles estaban ahora inmóviles y juntos: no los agitaba el más leve soplo de aire; y el sol, en ese instante, se ocultó tras una gran nube negra. El bosque entero se volvió oscuro y silencioso. Lo observó.
Quizá fue este efecto final de súbita negrura lo que lo impulsó a actuar de manera insensata, como si hubiese perdido el juicio. El caso es que, sin pararse a pensar, se lanzó otra vez hacia los árboles. Tuvo la impresión de que lo rodeaban y lo sujetaban de manera asfixiante, y pensó que debía escapar a toda costa… escapar, huir a la libertad del campo y el aire libre. Fue una reacción instintiva; y al parecer, embistió contra un roble que se había situado deliberadamente en el centro del sendero para detenerlo. Lo había visto desplazarse lo menos una yarda; siendo como era un profesional de la medición, acostumbrado al uso del teodolito y la cadena, tenía experiencia para saberlo. Cayó, vio las estrellas, y sintió que mil dedos minúsculos tiraban de sus manos y sus tobillos y su cuello. Sin duda se debía al picor de las ortigas. Es lo que pensó más tarde. En ese momento le pareció diabólicamente intencionado.
Pero hubo otra ilusión extraordinaria para la que no encontró tan fácil explicación. Porque un instante después, al parecer, el bosque entero desfilaba ante él con un profundo susurro de hojas y risas, de miles de pies y de pequeñas, inquietas figuras; dos hombres vestidos de verde pardo lo sacudieron enérgicamente…, y abrió los ojos para descubrir que yacía en el prado junto al paso de cerca donde había comenzado su increíble aventura. El bosque estaba en su sitio de siempre, y lo contemplaba al sol. Encima de él sonreía burlón el deteriorado letrero: «Prohibido el paso».
Con la mente y el cuerpo trastornados, y bastante alterada su alma de empleado, el agrimensor echó a andar despacio a campo traviesa. Mientras caminaba, volvió a consultar las instrucciones de la tarjeta postal, y descubrió con estupor que podía leer la frase borrada pese a las tachaduras trazadas sobre ella: «Hay un atajo que cruza el bosquecillo (el que quiero talar), si lo prefiere». Aunque las tachaduras sobre «si lo prefiere» hacían que pareciese otra cosa: parecía decir, extrañamente, «si se atreve».
–Ese es el bosquecillo que impide la vista de las lomas –explicó después su cliente, señalándolo desde el otro extremo del campo, y consultando el plano que tenía junto a él–. Quiero talarlo, y que se haga un camino así y así –indicó la dirección en el plano, con el dedo–. El Bosque Encantado lo llaman aún; es muchísimo más antiguo que esta casa. Vamos, señor Thomas; si está usted dispuesto, podemos ir a echarle una mirada…

Etiquetas: , , , , , , , ,

Unidad de cuidados intensivos

Hoy, hace poco más de medio día, murió James Graham Ballard, autor británico nacido en 1930. La noticia está dando ahora mismo la vuelta al mundo: muchos lo conocieron por primera vez gracias a Imperio del sol, la película de Steven Spielberg basada en su novela del mismo título (la historia de los tres años que –de niño, durante la Segunda Guerra Mundial– Ballard pasó en un campo de concentración japonés) y muchos más lo recordaremos por el conjunto de su obra, una de las más visionarias escritas durante los últimos cincuenta años.

[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»]

J. G. Ballard [tomada de colourofmemory.wordpress.com]
J. G. Ballard (tomada de colourofmemory.wordpress.com)

Pocos autores crean una obra tan inconfundible que sus propios nombres llegan a identificar un estilo, un estado de ánimo, un conjunto de preocupaciones o de ideas: lo ballardiano es, desde hace muchos años, una categoría perfectamente reconocible. Varias de sus novelas (entre ellas, además de Imperio del sol, destacan Rascacielos, El mundo sumergido, Crash, La isla de cemento, La exhibición de atrocidades, Noches de cocaína…) son ya imprescindibles: reflexiones certeras y agudísimas, sin ninguna concesión, sobre el mundo occidental de la posguerra, y en particular sobre nuestras obsesiones con la tecnología, la evolución de nuestra sexualidad, nuestro culto cada vez más feroz a la fama y al dinero.

Este cuento, junto con otros del autor, es también de esas visiones tremendas, en especial porque no se trata de una «advertencia», de una prédica como las habituales en muchos autores de ficción especulativa. No juzga: muestra, y el mundo que muestra, en apariencia «distinto», termina por reflejar nuestra vida actual con mucha más precisión de la que, muchas veces, estamos dispuestos a aceptar de un texto literario. Como muchos otros de sus personajes, los de esta historia pueden parecernos habitantes de un infierno tecnológico (de una distopía o antiutopía al modo de Un mundo feliz o 1984)…, pero hay que prestar atención al tono del narrador: ninguno de ellos se da cuenta.

«Unidad de cuidados intensivos» («Intensive Care Unit»), proviene del libro Mitos del futuro próximo (1982).

UNIDAD DE CUIDADOS INTENSIVOS
J. G. Ballard

Dentro de unos pocos minutos comenzará el próximo ataque. Ahora que por primera vez me rodean todos los miembros de mi familia parece muy indicado que se realice una grabación completa de un hecho tan único. Aquí tendido –pudiendo apenas respirar, la boca llena de sangre y cada temblor de mis manos reflejado en el atento ojo de la cámara que está a dos metros de distancia–, comprendo que a muchos les parecerá curioso el tema que he elegido. Esta película será, en todos los sentidos, el producto último del cine doméstico, y sólo espero que quien lo vea reciba una idea del inmenso afecto que siento por mi esposa, y por mi hijo y mi hija, y del afecto que ellos, a su manera única, sienten por mí. Ha pasado media hora desde la explosión, y en esta sala antes tan elegante reina el silencio. Yo estoy tendido en el suelo, al lado del sofá, mirando la cámara instalada fuera de mi alcance en el cielo raso, sobre mi cabeza. En esta inquietante calma, interrumpida sólo por la suave respiración de mi esposa y por el movimiento irregular de mi hijo sobre la alfombra, veo que casi todo lo que he armado con tanto cariño durante los últimos años ha sido destruido. Mi Sèvres está en la chimenea, roto en mil pedazos, los rollos de Hokusai perforados en una docena de sitios. Pero a pesar del extenso daño todavía se puede reconocer a esta escena como la escena de una reunión familiar, aunque de características un tanto especiales.
      Mi hijo David se agazapa a los pies de la madre y apoya la barbilla en la alfombra persa despedazada; una serie de manchas, las huellas que ha dejado con las manos, señala su lento avance. De tanto en tanto, cuando levanta la cabeza, veo que sigue vivo. Sus ojos me miran, calculando la distancia que nos separa y el tiempo que tardará en llegar a mí. Su hermana Karen está a poco más de un brazo de distancia, tendida al lado de la caída lámpara de pie entre el sofá y la chimenea, pero no le presta atención. A pesar del miedo, siento que me colma de orgullo el hecho de que haya dejado a la madre y haya emprendido ese inmenso viaje hasta mí. Preferiría, por su propio bien, que se quedase quieto y conservase las pocas fuerzas y tiempo que le quedan, pero avanza con toda la determinación que puede mostrar su cuerpo de siete años.
      Mi esposa Margaret, sentada en el sillón que mira hacia donde estoy yo, levanta la mano como para hacer una confusa advertencia y luego la deja caer fláccidamente en el embadurnado apoyabrazo color damasco. Distorsionada por la mancha de lápiz labial, la breve sonrisa que me otorga podría parecerle irónica y hasta amenazadora al espectador casual de esta película, pero yo simplemente vuelvo a quedar impresionado por su notable belleza. Mientras la miro, aliviado de que probablemente no vuelva a levantarse nunca más del sillón, pienso en nuestro primer encuentro diez años atrás, también, como ahora, bajo la mirada benévola de la cámara de televisión.

La idea insólita, por no decir ilícita, de encontrarme efectivamente en persona con mi mujer y con mis hijos se me había ocurrido tres meses antes, durante uno de nuestros prolongados desayunos familiares. Desde los primeros días de nuestro matrimonio las mañanas de domingo siempre habían sido especialmente gratas. Estaban los placeres del desayuno en la cama, de comentar los periódicos y todo lo que había ocurrido durante la semana. Después de sintonizar nuestro canal privado, Margaret y yo hacíamos el amor, celebrando la profunda paz de nuestros lechos conyugales. Luego llámabamos a los niños y mirábamos como jugaban en sus cuartos, y quizá los sorprendíamos con la promesa de una visita al parque o al circo.
      Todas esas actividades, desde luego, al igual que nuestra propia vida familiar, se las debíamos a la televisión. En esa época ni yo ni nadie había soñado con la posibilidad de encontrarse con otro personalmente. En realidad existían todavía, aunque casi nunca se las invocaba, ordenanzas antiquísimas que lo impedían: encontrarse cara a cara con otro ser humano era un delito punible (ante todo, y por razones que entonces no pude entender, encontrarse con un miembro de la propia familia, tal vez como parte de un antiguo sistema de tabúes de incesto). Mi propia crianza, mi educación y mi ejercicio de la medicina, mi noviazgo con Margaret y nuestro feliz matrimonio, todo ocurrió dentro del generoso rectángulo de la pantalla del televisor. Naturalmente, de la inseminacion de Margaret se ocupó AID y, como todos los niños, el único contacto que David y Karen tuvieron con su madre fue durante su breve vida uterina. Eso, no hace falta decirlo, enriquecía inmensamente, en todo sentido, la experiencia humana. De niño me había criado en el jardín de infantes del hospital, ahorrándome así todos los peligros psicológicos de una vida familiar físicamente íntima (para no mencionar los riesgos, estéticos y no estéticos, de una higiene doméstica compartida). Pero lejos de estar aislado, me encontraba rodeado de compañía. En la televisión nunca estaba solo. En mi cuarto me entretenía durante horas jugando alegremente con mis padres, que me miraban desde la comodidad de sus casas y alimentaban mi pantalla con un sinnúmero de juegos de video, dibujos animados, documentales sobre la vida silvestre y seriales de sagas familiares que en conjunto me abrieron el mundo. Mis cinco años de estudiante de medicina pasaron sin que necesitase nunca ver a un paciente en persona. Adquirí mi experiencia sobre anatomía y fisiología en la pantalla del ordenador. Técnicas avanzadas de diagnóstico y de cirugía eliminaban toda necesidad de contacto directo con una enfermedad orgánica. La cámara, con sus exploradores de rayos infrarrojos y de rayos X, sus instrumentos de diagnóstico computerizados, descubrían mucho más que cualquier ojo humano solo.
      Quizá yo fuese especialmente experto en el manejo de esos complejos teclados y sistemas –una sensibilidad en la punta de los dedos que era el equivalente moderno de las habilidades operatorias del cirujano clásico– pero al llegar a los treinta años ya ejercía la medicina clínica con notable prosperidad. Liberados de la necesidad de visitar mi quirófano en persona, mis pacientes simplemente discaban el número de mi pantalla de televisión. La selección de esas llamadas que recibía –el tacto para despedirme de un ama de casa menopáusica y atender a continuación a un niño disentérico, sin olvidarme de recibir por separado la consulta de los angustiados padres– demandaba una considerable dosis de talento, ante todo porque los propios pacientes compartían esas habilidades. Por lo general los pacientes más neuróticos los superaban ampliamente, presentándose con técnicas de montaje desarticulado, efectos agresivos de cámaras y pantallas de imagen múltiple que iban mucho más allá de los peores excesos del cine experimental. Mi primer encuentro con Margaret tuvo lugar cuando ella me llamó durante una atareada mañana de operaciones. Al echar una mirada a lo que todavía se conocía con nostalgia como «sala de espera» –la muestra visual donde se proyectaban breves perfiles fílmicos de los pacientes del día– habría comúnmente postergado para el día siguiente a cualquier paciente que se hubiese presentado sin una cita. Pero me sentí inmediatamente impresionado, primero por la edad de esa joven –parecía andar cerca de los treinta– y luego por su notable palidez. Bajo un pelo rubio cortado casi al rape, los ojos pocos brillantes y la boca delgada ocupaban un rostro casi ceniciento. Comprendí que, a diferencia de lo que ocurría conmigo y con todos los demás, ella no usaba maquillaje para las cámaras. Eso explicaba tanto sus frígidos tonos cutáneos como su apariencia poco juvenil: en la televisión, gracias al maquillaje, se habían desterrado para siempre las crueles divisiones cronológicas, y todo el mundo tenía veintidós años, fuera cual fuese su edad verdadera. Debe haber sido esa ausencia de maquillaje lo que sembró la idea de conocer a Margaret en persona, una idea que florecería diez años más tarde con consecuencias tan devastadoras. Intrigado por su apariencia inclasificable, deseché a los otros pacientes e inicié nuestra consulta. Me dijo que era masajista, y luego de un peámbulo cortés me planteó su problema. Hacía meses que andaba preocupada por un pequeño bulto en el pecho izquierdo que, sospechaba, podía ser canceroso.
      Ensayé una respuesta tranquilizadora, y le dije que la examinaría. En ese momento, sin advertencia, se inclinó hacia adelante, desabotonó la camisa y mostró el pecho. Sobresaltado, miré ese órgano inmenso, de por lo menos sesenta centímetros de diámetro, que ocupaba toda la pantalla de mi televisor. Un código casi victoriano de ética visual gobernaba la relación médico/paciente, lo mismo que todo otro vínculo social. Ningún médico veía jamás a sus pacientes desnudos, y el sitio de cualquier dolencia íntima era siempre indicado por el paciente mediante diagramas. Hasta entre las parejas casadas la exposición parcial de los cuerpos era una relativa rareza, y los órganos sexuales permanecían velados detrás de los filtros más vaporosos, o se aludía a ellos tímidamente mediante el intercambio de dibujos. Desde luego, funcionaba un canal pornográfico clandestino, y prostitutas de ambos sexos ofrecían su mercadería, pero ni siquiera las más caras aparecerían en vivo, sino que se cambiaban por una tira de película pregrabada que las mostraba en el momento del clímax.
      Esas admirables convenciones eliminaban todos los peligros del enredo personal, y esa liberadora ausencia de afecto permitía a todos los que así lo deseasen explorar el espectro más completo de posibilidades sexuales, y preparaba el terreno para el día en que todos pudiesen disfrutar sin culpa de las perversidades y hasta de las psicopatologías sexuales.
Mientras miraba el pecho y el pezón enormes, con sus geometrías inexorables, decidí que la mejor manera de tratar a esa joven de franqueza tan excéntrica era pasar por alto el hecho de que se hubiese apartado de la convención. Después que el examen infrarrojo confirmó que el nódulo que se sospechaba canceroso era en realidad un quiste benigno se abotonó la camisa y dijo:
      –Es un alivio. Llámeme, doctor, si alguna vez necesita un curso de masajes. Me encantaría devolverle el favor.
      Aunque ella todavía me intrigaba, yo ya iba a pasar los créditos dando por concluida esa extraña consulta cuando su oferta casual anidó en mi cabeza. Curioso por verla de nuevo, arreglé una entrevista para la semana siguiente.
      Sin darme cuenta, yo ya había empezado a cortejar a esa joven insólita. La noche de la cita casi sospeché que era una especie de prostituta novicia. Sin embargo, mientras estaba tendido en el canapé de mi sauna, discretamente vestido, manipulando mi cuerpo según las instrucciones de Margaret, no hubo el menor indicio de lascivia. Durante las noches siguientes nunca detecté un solo rastro de conciencia sexual, aunque a veces, mientras hacíamos juntos los ejercicios, mostrábamos al otro bastante más de nuestros cuerpos que muchas parejas casadas. Margaret, comprendí, era una mujer impúdica, una de esas raras personas sin sentido de la timidez y con poca conciencia de las emociones lujuriosas que pueden despertar en los demás.
Nuestro cortejo entró en una fase más formal. Comenzamos a salir juntos… quiero decir que compartíamos las mismas películas en la televisión, visitábamos los mismos teatros y las mismas salas de concierto, mirábamos las mismas comidas preparadas en restaurantes, todo dentro de la comodidad de nuestras respectivas casas. En realidad, a esa altura yo no tenía la menor idea de dónde vivía Margaret, si a diez o a mil kilómetros de donde yo estaba. Disimuladamente al principio, intercambiamos viejas películas de nosotros mismos, de la infancia y de la escuela, de nuestros sitios de temporada favoritos en el extranjero.
      Seis meses más tarde nos casamos, en una espléndida ceremonia realizada en la capilla más exclusiva de los estudios. Asistieron más de doscientos invitados, y condujo la ceremonia un sacerdote famoso por su dominio de la técnica de la pantalla de imagen múltiple. Se proyectaron contra el interior de una catedral películas pregrabadas de Margaret y de mí tomadas por separado en nuestras propias salas de estar, y se nos mostró caminando juntos por un inmenso pasillo.
      Para la luna de miel fuimos a Venecia. Compartimos con alegría las vistas panorámicas de las multitudes en la Plaza San Marcos, y miramos los Tintorettos en la Escuela de la Academia. Nuestra noche de bodas fue un triunfo del arte de la dirección de cámaras. Acostados en nuestras respectivas camas (Margaret estaba en realidad unos cincuenta kilómetros al sur de donde estaba yo, en un complejo de enormes edificios de departamentos), cortejé a Margaret con una serie de movimientos de cámara cada vez más atrevidos, que ella contestaba de un modo dulcemente provocativo disolviendo y borrando tímidamente la imagen. Cuando nos desvestimos y nos mostramos el uno al otro las pantallas se fundieron en un último y amnésico primer plano…

Desde el principio hicimos una hermosa pareja, compartiendo todos nuestros intereses, pasando más tiempo juntos en la pantalla que ninguna pareja conocida. A su debido tiempo, mediante AID, fue concebida y nació Karen, y poco después de su segundo cumpleaños en al jardín de infantes residencial se le agregó David.
      Siguieron otros siete años de felicidad doméstica. Durante ese período me labré una notable reputación como pediatra de ideas avanzadas por mi defensa de la vida familiar: esa unidad fundamental, como yo decía, de cuidados intensivos. Insistía reiteradamente en que se instalasen más cámaras en las casas de integrantes de familias, y provoqué una vigorosa polémica al sugerir que las familias debían bañarse juntas, andar desnudas sin vergüenza por sus respectivos dormitorios, y hasta que los padres deberían asistir (aunque no en primer plano) al nacimiento de sus hijos.
      Fue durante un agradable desayuno familiar compartido que se me ocurrió la extraordinaria idea que cambiaría tan dramáticamente nuestras vidas. Yo miraba la imagen de Margaret en la pantalla, disfrutando de la belleza de la máscara cosmética que usaba ahora; esa máscara, que se volvía más gruesa y más trabajada a medida que pasaban los años, la hacía parecer cada vez más joven. Yo gozaba de la manera elegantemente estilizada en que nos presentábamos ahora al otro: por fortuna habíamos pasado de la seriedad de Bergman y de los amaneramientos fáciles de Fellini y Hitchcock a la serenidad clásica y a la sutileza de René Clair y Max Ophuls, aunque los niños, con su pasión por la cámara de mano, se parecían a otras tantas miniaturas de Godard.
Recordando la manera brusca en que Margaret se me había mostrado la primera vez, comprendí que la prolongación lógica de esa franqueza –sobre la que yo efectivamente había edificado mi carrera– era que todos nos encontrásemos en persona. Durante toda mi vida, reflexioné, yo nunca había visto, y mucho menos tocado, otro ser humano. ¿Quiénes mejor, para empezar, que mi propia mujer e hijos?
Le propuse la idea a Margaret con vacilación, y me encantó que aceptase.
      –¡Qué idea extraña, y maravillosa! ¿Por qué diablos no se le habrá ocurrido a nadie antes?
Decidimos instantáneamente que la arcaica prohibición de encontrarse con otro ser humano sólo merecía que no se le hiciese caso.

Desdichadamente, por razones que no entendí en el momento, nuestro primer encuentro no fue un éxito. Para no confundir a los niños, limitamos deliberadamente el primer encuentro a nosotros dos. Recuerdo los días de espera mientras hacíamos los preparativos para el viaje de Margaret, una empresa bastante complicada dado que la gente casi nunca viajaba si no era a la velocidad de la señal de televisión.
      Una hora antes que ella llegase desconecté las complejas precauciones de seguridad que sellaban mi casa protegiéndola del mundo exterior, las señales de alarma electrónicas, las rejas de acero y las puertas herméticas.
Por fin sonó el timbre. Desde la puerta interior de la sala de entrada solté los pestillos magnéticos de la puerta principal. Unos segundos más tarde entró en la sala la figura de una mujer pequeña, de hombros estrechos. Aunque estaba a más de ocho metros de distancia la vi con claridad, pero casi no logré darme cuenta de que ésa era la mujer con la que había estado casado durante diez años.
Ninguno de nosotros llevaba maquillaje. Sin la máscara cosmética, el rostro de Margaret parecía pálido y enfermizo, y los movimientos de sus manos blancas eran nerviosos e inseguros. Me impresionó lo avanzado de su edad y, ante todo, su pequeñez. Durante años había conocido a Margaret como un inmenso primer plano en una u otra de las enormes pantallas de televisión de la casa. Hasta en las tomas de cierta distancia solía ser más grande que esa mujer encorvada y diminuta que vacilaba en el extremo de la sala. Me costaba creer que alguna vez me hubiesen excitado esos pechos vacíos y esos muslos estrechos.
      Avergonzados el uno del otro, nos quedamos sin hablar en los dos extremos de la sala. Sabía por la expresión de Margaret que ella estaba tan sorprendida de mi aspecto como yo del de ella. Por añadidura, había en su mirada un aire curiosamente penetrante, un elemento casi de hostilidad que yo no había visto nunca antes.
      Sin pensar, busqué con la mano el picaporte de la puerta interior. Margaret ya había regresado a la entrada, como si temiera que yo fuese a encerrarla para siempre en la sala. Antes que yo pudiese hablarle ella había dado media vuelta y desaparecido.
      Después que ella se fue probé con cuidado las cerraduras de la puerta principal. Alrededor de la entrada flotaba un olor suave y no del todo agradable.

Luego de ese primer encuentro frustrado Margaret y yo volvimos a la pacífica felicidad de la vida conyugal. Tanto me alivió verla en la pantalla que me costó creer que de verdad nos habíamos encontrado. Ninguno de los dos habló del desastre, ni de las desagradables emociones que nuestro breve encuentro había inspirado.
      Durante los días siguientes reflexioné dolorosamente sobre la experiencia. Lejos de unirnos, el encuentro nos había separado. Ahora sabía que la auténtica proximidad era la proximidad de la televisión: la intimidad de la lente que nos acercaba, el micrófono de corbata, el mismo primer plano. En la pantalla del televisor no había olores corporales ni respiración forzada, no había contracciones de la pupila ni reflejos faciales, no había juicios mutuos sobre las emociones ni superioridades, no había desconfianza ni inseguridad. El afecto y la compasión exigían distancia. Sólo a la distancia podía uno encontrar esa verdadera cercanía con otro ser humano que, con buena voluntad, quizá llegase a transformarse en amor.

Sin embargo, arreglamos un inevitable segundo encuentro. Todavía no entiendo por qué lo hicimos, pero a ambos parecían empujarnos esos mismos motivos de curiosidad y desconfianza que aparentemente más temíamos. Hablando todo tranquilamente con Margaret me enteré de que ella había sentido hacia mí la misma aversión que yo había sentido hacia ella, la misma oscura hostilidad.
      Decidimos que al siguiente encuentro llevaríamos a los niños, y que usaríamos todos maquillaje e imitaríamos lo más fielmente posible nuestro comportamiento de la pantalla. Así que tres meses más tarde Margaret y yo, David y Karen, esa unidad de cuidados intensivos, nos juntamos por primera vez en mi sala de estar.

Karen se está moviendo. Ha girado sobre el soporte de la lámpara de pie y ahora tengo su cuerpo de frente, sobre la alfombra manchada de sangre, tan desnudo como cuando se desvistió delante de mí. Ese acto provocativo, quizá destinado a despertar alguna fantasía incestuosa enterrada en la mente del padre, desató la explosión de violencia que nos ha dejado ensangrentados y exhaustos en las ruinas de mi sala de estar. A pesar de las heridas que tiene en el cuerpo, las magulladuras que le deforman los pechos diminutos, me recuerda la Olympia de Manet, tal vez pintada unas horas después de la visita de un cliente psicótico.
      Margaret también observa a su hija. Sentada, inclinada hacia adelante, enfrenta a Karen con una mirada que es a la vez posesiva y amenazadora. Fuera de una breve embestida a mis testículos, no me ha prestado atención. Por algún motivo las dos mujeres se han elegido mutuamente como blanco principal, así como David ha volcado toda su hostilidad sobre mí. No esperaba que tuviese las tijeras en la mano la primera vez que lo abofeteé. Ahora lo tengo a sólo unos pocos centímetros de distancia, dispuesto a lanzar el ataque final. Por alguna causa pareció indignarlo especialmente la exhibición de ositos de felpa que había montado para él con tanto cuidado, y por todo el piso se ven jirones de esos animales despedazados.
      Afortunadamente ahora puedo respirar con un poco más de libertad. Muevo la cabeza para observar la cámara del cielo raso y a mis concombatientes. En conjunto presentamos un aspecto grotesco. El grueso maquillaje de televisión que todos decidimos usar se ha disuelto formando una serie de extravagantes máscaras de carnaval.
      De todos modos estamos juntos al fin, y mi afecto hacia ellos supera esos pequeños problemas de acomodamiento mutuo. En cuanto llegaron, la magulladura en la cabeza de mi hijo y los oídos sangrantes de mi mujer denunciaron el estallido de una refriega potencialmente mortal. Sabía que sería un tiempo de prueba. Pero al menos estamos empezando, sentando modestamente la posibilidad de una nueva clase de vida familiar.
      Todo el mundo respira con más fuerza, y no hay duda de que el ataque comenzará dentro de un minuto. Veo las tijeras ensangrentadas en la mano de mi hijo, y recuerdo el dolor de cuando me las clavó. Me acomodo contra el sofá, preparado para patearlo en la cara. En el brazo derecho quizá tengo fuerzas suficientes para vérmelas con quien sobreviva del enfrentamiento final entre mi mujer y mi hija. Sonriéndoles cariñosamente, con la rabia espesándome la sangre en la garganta, sólo soy consciente de mis sentimientos de infinito amor.

[/fusion_builder_column][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Traducción de Marcial Souto]
[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

Etiquetas: , , , , , , , , , , , , ,