Nosotras
María Elena Llana (Cienfuegos, 1936) es una escritora y periodista cubana. Se ha dedicado principalmente al cuento, y la narración que sigue es una de las más famosas que tiene, pues ha aparecido en varias antologías. Es un cuento fantástico breve pero muy perturbador: a pesar de que su argumento parece muy simple (la aparición de un solo elemento sobrenatural en una vida ordinaria), no hay explicación racional posible para todos los sucesos contados. Siempre habrá alguno que no «encaje», y en ese desajuste está la fascinación de lo que Llana cuenta (sucede igual, por ejemplo, en más de una película de David Lynch).
«Nosotras» se publicó primero en el libro La reja (1965). Agradezco a Caleb Solórzano por enviarme el enlace de esta copia en línea del cuento.
(Nota: las personas nacidas en este siglo podrán ver al final de esta página el tipo de teléfono que utiliza la protagonista.)
NOSOTRAS
María Elena Llana
Soñé que venían de la Compañía a cambiar el número del teléfono. “Me alegro mucho”, dije, “porque se pasan el día llamando a un número parecido y porque otros, cualquiera sabe quién o quienes, llaman justamente los sábados a las tres de la madrugada…”. Bueno, a ellos no les interesó mucho mi alegría. Lo cambiaron y eso fue todo. Y yo, en vez de mirar al redondelito del centro del aparato, ahí donde se escribe el número, les pregunté: “¿Qué número es?”. Y me respondieron: “El 20-58”.
Brumas. Algo incoherente. Brumas. Despierto y doy los pasos de siempre: desayuno, me lavo los dientes, tiendo la cama… Empieza un día como otro. Sin saber por qué, nunca se sabe exactamente por qué, al mediodía un número surge en mi cerebro, aletargado por la blandura de la hora. “El 20…” Ligero gesto de extrañeza. ¿El 20…? Brumas. Algo incoherente. Brumas. ¡El 20-58! Sonrisa. ¡Es verdad, el 20-58! E inmediatamente, el gesto fatal: coger el teléfono y canalizar una infantil curiosidad… Rac-rac-rac-rac. Y un timbrazo opaco y lejano inicia la conversación. Alguien descuelga y, pese a los vericuetos del hilo, la voz llega extrañamente lisa, extrañamente familiar.
—Oigo.
—¿Qué casa?
—¿A quién desea?
—¿Es el 20-58?
—Sí.
Esa voz, esa voz… Bueno, continuemos la tontería. Si se supone que ése es mi nuevo número, preguntaré por mí misma.
—Con… Fulana.
—Es la que habla.
Claro, algo de estupor. Estas cosas nunca pueden evitarse. Momento de vacilación. Algo incoherente pero ahora sin brumas. Insistencia desde el otro lado.
—Sí, soy yo, ¿quién es?
Total desconcierto. Mi misma imagen devuelta… Bueno, hay que salir de esto. No se me ocurre nada más que la verdad y la digo no sin cierto temor.
—Soy yo, Fulana.
Pudo colgar, pudo decir cualquier cosa, pudo no decir nada, pudo hablar en copto, pero lo que no debió decir nunca fue lo que dijo:
—Al fin me llamas.
Me arriesgo:
—Pero oye…, soy Fulana… de Tal.
—Sí, ya lo sé. También yo soy Fulana de Tal.
Es demasiado. Un estremecimiento me recorre el espinazo… Ahora ya no sé qué decir. Esta vez, sin contenerme, en espera a que la otra cuelgue, cuelgo yo y me quedo con la mano sobre el auricular, mirando el aparato como si fuera un animalejo que de un momento a otro pudiera echar a andar. Suspiro. Me recuesto en el sofá. ¿Una broma? ¿Habré hablado en sueños? ¿Se enteraría alguien de…? ¡Pero si es imposible!
Y ya todo gira como el rac-rac-rac-rac del 20-58. Puedo ir y venir por la casa, arreglar este adornito, enderezar aquel marco, calentar el café, pero es como si estuviera vigilada. Como si los ojos que me siguen salieran del teléfono; no que estuvieran agazapados en él, sino que simplemente esperaran su momento. Había dicho “Al fin me llamas”, y pudiera creerse que llevaba esperando mil años, por sólo hablar de los últimos tiempos. Voy y vengo; rehuyo cruzar muy cerca del teléfono y después me río de mis aprensiones. ¡Como si tuviera garras que fueran a cogerme por la saya!. Hacia las seis de la tarde ya no puedo más. Descuelgo. Me falta un poco la respiración. Rac-rac-rac-rac. El corazón tamborilea mientras aguardo. Cuando al fin oigo su voz ya no sé qué me pasa.
—Oigo.
No puedo evitarlo, tartamudeo:
—¿El…20…58…?
—Sí.
—¿Quién habla?
La voz me salió valiente, pero la respuesta tuvo el mismo efecto de un cubito de hielo concienzudamente pasado a lo largo de la columna vertebral.
—Sí, soy yo. Ya sé que eres tú otra vez.
—¿Yo? ¿Quién?
—Yo misma.
Esto parece complicarse. Ahora me acometen deseos de discutir. Digo con acento de poner las cosas en su lugar:
—Tú misma, no. Yo misma.
—Es igual.
—Pero aunque todo esto fuera algo juicioso, yo estoy primero.
—¿Por qué? ¿No eres Fulana de Tal?
—Sí, desde luego.
—Pero es que yo soy Fulana de Tal.
—Aunque sea verdad, hay que aclarar que tú eres también Fulana de Tal.
—¿Y por qué? Yo soy Fulana de Tal. Tú eres Fulana de Tal también.
Ahora ya no me desconcierta, me molesta. Estoy enfureciéndome, pero de pronto… Sí, pudiera ser… Hay que investigar un poco más, eso es todo. Han sido coincidencias, pero las coincidencias acaban por fallar cuando se razona. Mi voz suena conciliadora, casi gentil, cuando digo:
—Es mejor ir despacio. Veamos: las dos nos llamamos Fulana de Tal y eso es ya una casualidad.
—¿Tú crees?
Su tonito irónico, desafiante, me desarma. Continúo todo lo gentil que puedo, dadas las circunstancias.
—Yo nací en el pueblo de…
—De X, exactamente. Yo nací allí; hija de Zutana y Esperancejo.
Trago en seco, pero no me dejo abatir. Le espeto como un fiscal:
—¡Segundo apellido!
—Tal, querida. Soy Tal y Tal.
Ahora ya empiezo a sentirme decididamente mal. ¿Quién puede saber todo eso? ¿De quién es la broma? ¿De quién el ardid? Ella toma la iniciativa:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué ponerse así? ¿Ves que no miento? ¿Por qué habría de hacerlo?
Quisiera contenerme. Si en definitiva es cierto lo que ocurre, no hay razón para que ella lo tome así, tranquilamente, y yo lo tome así, arrebatadamente. Pero me siento engañada. Siento que alguien se ha confabulado. No puedo evitarlo. Entonces, jugándome el todo por el todo, pregunto:
—Si somos la misma, debemos serlo en todo, ¿no? ¿Cómo estoy vestida?
—Con mi bata…, es decir, voy a evitar el posesivo. Con la bata de casa azul. Por cierto que ya el descosido de la manga molesta.
—Sí, molesta, pero…
Me detengo. ¿Por qué camino estoy tomando? ¿Es que voy a transigir? No, no. Ahora ella habla otra vez, es decir, no tengo constancia de que sea “ella”. Para ser más exacta, me escucho decir:
—La aguja está en una esquina de la gaveta superior de la mesita de noche. La dejaste allí la última vez que la usaste, y yo, desde luego, la volví a colocar. Cuando creíste que se había perdido, era que yo estaba zurciendo la sayuela rosada.
Ahora empiezo a flaquear. Ayer me sorprendió ver la sayuela cosida y deduje que lo había hecho la lavandera, lo que es muy extraño, pero no le vi otra explicación. Sea como sea algo se ha ablandado en mí. Casi estoy a punto de suplicar cuando digo:
—¿A qué conduce esto?
—No sé. Fuiste tú quien llamó, ¿recuerdas? ¿Por qué lo hiciste?
¿Qué puedo contestarle? ¿Decirle lo del sueño? De pronto me siento infeliz. Todas las fuerzas ceden ante esta repentina autoconmiseración… Ella me hace dar un salto:
—Por favor, me haces sentir mal. ¿Por qué este estado de ánimo?
Ya no puedo menos que indignarme.
—¿Hasta cuándo va a durar esto?
—Hasta que tú quieras. Basta que cuelgues. Nunca te he molestado, ¿no?
¿Por qué balbuceo? No lo sé:
—¿Y si… si cuelgo…?
—No volverás a saber de mí, como hasta ahora. Todo esto lo empezaste tú.
Estoy dispuesta a colgar. Hay algo irritante en… en… ¡bueno, en ella! Pero ha sido tan comprensiva, tan paciente, ¿qué derecho tengo para enojarme? Sin embargo, aun a riesgo de parecer infantil, pregunto:
—¿Puedo saber cuál es tu dirección?
—Está en la Guía.
—¿A nombre de quién?
—Mío, desde luego.
Estoy a punto de caer en la trampa, pero reacciono:
—Si tu nombre es el mío, lo buscaré y encontraré mi propia dirección.
—Es lógico.
Ya vuelvo a desesperarme.
—Pero y entonces, ¿cómo puedes tener un teléfono distinto?
—La que lo tiene distinto eres tú.
¿Se estará poniendo agresiva? Su tono ha sido ya algo molesto. Sonrío. Me empiezo a adueñar de la situación. Quizá con un poco de sangre fría llegue a desconcertarla. Quizá me lo diga todo. Quizá…, ¡pero ahora recuerdo que tengo que hacer una salida urgente! Voy a decírselo cuando ella me interrumpe:
—Bueno, creo que por hoy es bastante. Tengo que hacer. Cuando quieras, ya sabes dónde me tienes.
—Sí, sí…, yo también tengo que…
¡Qué curioso! Cuando recuerdo que se hace tarde, ella parece recordar lo mismo. Bueno, no sé si despedirme o no. No quisiera ser grosera, pero tampoco tengo por qué ser amable. Ella, sin embargo, apresura las cosas. En el fondo se lo agradezco.
—Hasta otra ocasión, ¿eh?
Y cuelga. Me quedo con el auricular en la mano. Lo miro. Me paso la otra mano por la frente. Otra vez lo inexplicable me cerca, como esas pesadillas en las que no podemos despegar los pies del suelo. La urgencia del tiempo me decide. Cuelgo de una vez y voy a mi habitación, a vestirme. No sé exactamente qué traje ponerme, pero voy directamente hacia el claro, de algodón… Es como si alguien ya hubiese decidido por mí. La idea me desconcierta, pero entonces ya tengo presencia de ánimo para desecharla. “No, no”, me digo, “mejor es no pensar en eso. Si está, en el caso de que ‘esté’, es allí, en el teléfono, esperando en el 20-58.” El razonamiento es desesperadamente pobre, pero lo hago por tranquilizarme y me tranquiliza, al menos mientras me visto. Sin embargo…, el germencito no ha muerto; la raicilla de la misma idea se agita buscando sol. Hasta que aflora: “¿Y si la llamo, sin teléfono?” Bastaré decir su nombre, que es el mío, y esperar… ¿Contestará?”. En esto he terminado de vestirme y voy al tocador. Cuando alzo los ojos estoy a punto de retroceder. Esos ojos, esos ojos, los míos, que acaban de reflejarse en el espejo, no parecen haberse alzado en este momento. Es como si ya hubieran estado mirándome. Me apoyo en la mesa del tocador. ¿Es sensación de vahído? Sé que estoy a punto de gritar y no quiero, sencillamente no quiero. Así que cojo la cartera y echo a correr hacia la puerta.
Ya en la escalera estoy casi en disposición de sonreír, como si me hubiera escapado de una trampa. Pienso que el aire de la calle me refrescará, que todo esto ha de pasar como si la salida de la casa pudiera significar un cambio en las cosas, y al regreso todo esté olvidado.
Empiezo a bajar la escalera. Aún el ¡pram! de la puerta al cerrarse resuena en el fondo de mis tímpanos, cuando me detengo. Sé que he hecho ese gesto de sorpresa, un gesto cortado que me mantiene con la mirada fija al frente por un instante y que hace que los labios balbuceen algo…
—Las llaves…, no metí las llaves en la cartera.
Suspiro. Estoy casi derrotada. Hago memoria y veo las llaves, claramente, encima del aparador. Allí las dejé anoche cuando volví del cine. Allí estaban mientras hablé por teléfono…, ¡esa maldita conversación! Desde el sofá las veía cada vez que mis ojos recorrían la pieza, mientras hablaba. Y la salida precipitada, la estúpida huida de mi casa, me hizo olvidarlas… ¿Y ahora? De momento siento la necesidad imperiosa de volver. No puedo irme sabiendo que al regreso no podré entrar.
Subo los dos o tres escalones que he bajado. Me paro a mirar tontamente la puerta cerrada. Vacilo. De pronto se me ocurre y no me doy tiempo a rechazar la idea. Toco el timbre y retrocedo expectante… No sé si la sangre ha aumentado su velocidad dentro de cada vena, de cada arteria, de cada humilde vasito capilar. No sé si, por el contrario, se ha detenido. Como tampoco sé si es frío o calor lo que me invade, deseos de reír tranquila o de echar a correr despavorida, cuando la puerta empieza a abrirse, lentamente, frente a mí.