He aquí un cuento sobre la infancia, la enfermedad y la crueldad humana de Margarita García Robayo (1980), escritora colombiana radicada en argentina. Entre otros reconocimientos, su libro Cosas peores (2014), del que proviene esta narración, fue ganador del Premio Casa de las Américas. El texto está tomado de este sitio y su anécdota, imagino, de más de un caso de la vida real, a la que no le faltan historias sobre el mal que viene del interior del propio cuerpo o de la comunidad que nos rodea.
COSAS PEORES
Margarita García Robayo
Titi se llamaba Ernesto, como su tío materno, que hacía las veces de papá. El papá de Titi vivía en otra ciudad con su otra familia, pero iba a visitarlo cada quince días. No era una ciudad lejana. Quedaba a una hora en carro y su papá tenía un carro rapidísimo. Titi solía esperarlo sentado en la vereda de su casa, vestido con un jean oscuro y una camisa de manga larga, que le daba calor. A su mamá le gustaba vestirlo así cuando venía su papá. Desde la vereda, Titi podía oír el motor resonando cuadras antes de llegar; a los pocos segundos sonaba un chirrido y se levantaba una polvareda de tierra amarillenta que lo cubría todo.
En su cabeza –como solía explicárselo a sí mismo, o a veces a su tío Ernesto– a Titi le gustaba ver a su papá, pero en la vida real no la pasaba tan bien con él: no compartían muchas cosas. El papá de Titi, que se llamaba Daniel, era esencialmente un tipo atlético. Practicaba todo tipo de deportes y corría cada mañana con un grupo de personas que se inscribían en las maratones de aficionados que organizaban las marcas deportivas. Titi no había heredado ni uno solo de esos genes. Era un caso raro. Su mamá, que se llamaba Fanny, no era tan atlética como su papá, pero era una mujer espigada como una garza: así le decían las amigas del club de lectura, que se reunían los martes en su casa. Cada vez que le decían eso, ella miraba de reojo a Titi, que simulaba estar viendo televisión echado en el piso de la sala, panza arriba, como un pequeño mamut. Luego le indicaba a sus amigas, con señas, que por favor hablaran de otra cosa.
—Naciste así, mi amor, no hay nada que podamos hacer para remediarlo —le explicó su mamá la primera vez que Titi le preguntó por qué era tan pero tan gordo.
Titi había nacido con un sobrepeso poco común, y su condición, según los médicos, no supo tratarse desde temprano. Al principio, Fanny no veía mayor problema en que fuera un bebé gordo; al contrario, para ella era un síntoma de buena salud. Daniel, en cambio, insistió en que lo sometieran a una dieta, que consultaran a un especialista en nutrición.
—¿Quieres que le haga una liposucción? —decía Fanny—. ¿Quieres que tu hijo se parezca a la anoréxica de tu amante?
Para ese momento el papá de Titi ya vivía con su otra mujer. Ella sí era como él: atlética. También era mucho menor que Fanny y trabajaba en una multinacional, no en una biblioteca pública. Cuando Titi tenía cinco años, tuvo una hermanita que a los seis meses ganaba carreras de gateo en el nursery al que la llevaban; a los nueve meses caminó; a los catorce meses corría a la velocidad de una liebre cazadora. Al menos eso le contaba su papá, que había mandado a hacer camisetas con una foto de la nena empuñando un trofeo en forma de biberón, que decía: «Soy veloz». Cuando Titi se ponía la camiseta, la cara de su hermanita se ensanchaba hacia los lados. Pero no se la puso muchas veces. Faltó que Fanny la descubriera entre la ropa sucia para que empezara a usarla como trapo de limpiar.
Su papá dedicaba buena parte de las veladas que pasaban juntos a tratar de convencerlo de que practicara algún deporte o de que, al menos, cada mañana le diera una vuelta caminando a la manzana de su casa.
—El primer día camina hasta la esquina y vuelve. Después súmale la cuadra siguiente, y así, cada día te vas poniendo nuevas metas.
Titi lo escuchaba atento, mirándolo de frente, mientras succionaba el sorbete de su jugo de frutas sin azúcar, que era lo único que le permitía tomar su papá cuando salía con él.
—¿Lo vas a hacer, hijito? —le preguntaba al final, con una cara de desolación que hacía que Titi asintiera enérgico, aunque sabía que nunca haría cosa semejante; no podía hacerlo por lo de su insuficiencia respiratoria. Le parecía extraño que su papá no supiera eso, pero tampoco tenía ganas de explicárselo.
***
Hubo una época en que las compañeras de colegio de Titi se dedicaron a rondarlo sigilosas: se le iban acercando de a poquito y, de buenas a primeras, le pinchaban la barriga con lápices de punta afilada para ver si se desinflaba. A veces le sacaban sangre, y eso era grave porque Titi tenía problemas de coagulación. Entonces corría hasta la enfermería, con dificultad, para que lo curaran y llamaran a su mamá o a su tío. Los niños le hacían otras bromas: le llenaban el pupitre con restos de comida. En general lo hacían el viernes, al final del día, y cuando Titi llegaba el lunes se encontraba con una nube de abejas y moscas sobrevolando su puesto, embutido de comida podrida. Por eso ya no dejaba los libros ni los cuadernos. Cargaba con todo, todos los días, a pesar de que le hacía doler la espalda. Por suerte, su tío Ernesto lo llevaba cada mañana y lo buscaba cada tarde, y lo ayudaba con la mochila. Pero en el colegio se lo veía andar por ahí, con la cara mantecosa de sudor y su bulto de libros a cuestas como un gran caparazón. Algunas maestras lo invitaban a merendar con ellas; entonces Titi podía descargarse y sentarse un rato a descansar. Titi siempre quiso a sus maestras, aunque no entendía por qué ellas no podían hacer que sus compañeros dejaran de molestarlo.
***
Cuando Titi cumplió doce años dejó de usar jeans. La talla de niño grande o adulto pequeño no le quedaba, y la de adulto medio le daba vergüenza. «¿Vergüenza con quién?», chillaba Fanny, y Titi miraba a la vendedora de la tienda y alzaba los hombros. Optaron por las sudaderas de algodón. Por esa época su tío Ernesto dijo que ya era hora de que le dieran un poco más de independencia: a los doce años todos los muchachitos iban y venían del colegio en bicicleta o en bus. El mismo Titi, con su permiso, ya había salido solo algunas veces. Fanny se opuso. Primero, Titi no cabía en los asientos de los buses y la gente, en vez de ser comprensiva y solidaria, lo empujaba brusca, haciendo que el muchachito se replegara como un bulto hediondo en el escalón del fondo, donde no podía ver bien la parada de su casa y terminaba pasándose. Eso a Titi no le parecía particularmente malo: sentado allí podía mirarle los calzones a las señoras que iban de falda y eso le gustaba. Segundo, la bicicleta de Titi era demasiado aparatosa y nunca había aprendido a manejarla bien. Se podía caer y raspar y, Dios no lo quisiera –decía Fanny con el mentón tembloroso–, desangrarse antes de que llegara una ambulancia.
No se volvió a mencionar el tema.
—¿Cómo estuvo tu día, campeón?
Últimamente su tío le decía campeón, y eso a Titi no le gustaba. Estaba claro que él no era ni sería nunca campeón de nada, y le parecía una grosería que alguien le dijera eso. Titi alzaba los hombros y le gruñía a su tío algo incomprensible como única respuesta.
—Es la adolescencia —le decía Fanny a su hermano cuando él le venía con que Titi se estaba portando raro: hosco e introvertido. A Fanny le molestaba la atención excesiva que algunas personas ponían en las deficiencias de su hijo, como si todo lo que hacía o dejaba de hacer tuviera que ver con su peso. Y no, se decía Fanny, había cosas que no. Ernesto no insistía, pero se quedaba incómodo y molesto porque, a medida que crecía, Titi se iba haciendo una persona más ausente. Se pasaba horas con los ojos enterrados en un jueguito electrónico que consistía en cazar personas con una red inmensa que se autogeneraba a partir de los gargajos que lanzaba el jugador: un muñeco diseñado por Titi, a imagen y semejanza del propio Titi.
***
—Su condición le impide socializar normalmente; pasa más tiempo en la enfermería que en el salón de clases.
La profesora hablaba de un modo que a Fanny le pareció absolutamente impostado:
—No será para tanto —dijo.
Daniel, que estaba a su lado, la miró como si recién la descubriera.
Para ese momento Titi tenía catorce años, pesaba ciento nueve kilos y le habían descubierto una nueva afección: era alérgico. No era alérgico a tal o cual cosa, era simplemente alérgico. Cada tanto le aparecían unas protuberancias en la piel que le picaban horriblemente y solo podían controlarse con una inyección carísima.
—¿Y usted qué nos recomienda, señorita? —dijo Daniel, frunciendo el entrecejo, mirando a la profesora con un gesto que intentaba aparentar preocupación pero que, Fanny sabía, era lascivia pura y dura.
—Yo diría que necesita un colegio especial —dijo la profesora, y Fanny sintió como un puñetazo en la cara. Miró a Daniel, que estaba pensativo: su frente atravesada por tres líneas rectas y profundas. Imaginó que él imaginaba cosas que podría hacerle a la profesora con la lengua. El hombre estaba obsesionado con la lengua; habían pasado años, pero ella bien que se acordaba. Fanny se levantó de la silla y respiró hondo, se presionó el entrecejo con el dedo índice y lo movió en forma circular.
—¿Se siente bien, señora? —dijo la profesora.
—Lo que está diciendo es inaceptable —contestó ella—. ¿Sabe que la puedo denunciar por discriminación? No puede ser que no quieran a Titi en este colegio solo por ser gordo.
—No es eso, Fanny, es que… —Daniel empezó a hablar, pero Fanny agarró su cartera y salió del salón, del colegio, de la cuadra, del barrio y llegó caminando hasta su casa.
Esta vez Ernesto la apoyó:
—De ninguna manera.
Titi estaba presente:
—Quiero ir a un colegio especial —dijo, sin apartar los ojos de su jueguito electrónico.
Fanny lo miró, deshecha:
—Pero, no eres «especial».
Los hombros, que solía mantener erguidos y rectos como una percha de ropa, se le vinieron abajo. Ernesto miró el piso. Titi pinchó el botón de shoot y mató a tres. Alzó la cara y le dijo a su madre:
—Entonces no quiero ir a ningún colegio.
***
—Su chico no es especial —dijo el director del colegio especial y Fanny empuñó las manos.
—Claro que es especial, ¿no lo vio bien? Le puedo recitar durante horas todas las enfermedades de las que sufre por culpa de la obesidad. O quizá es al revés: la obesidad es un síntoma más de las múltiples deficiencias de su organismo. Aunque eso nunca lo sabremos.
Ese día Titi iba vestido con un conjunto gris de pantalones tipo bombacho y camisa muy ancha de algodón; su mamá se lo había mandado a hacer con una modista del barrio. Era un pequeño Buda. Fanny pensó que exagerando su gordura, lo tomarían más en serio. Titi esperaba afuera de la oficina del director con su tío Ernesto, que elogiaba los espacios amplios del colegio y los jardines frondosos y el laboratorio de química con esos pequeños fetos en formol, mientras Titi alcanzaba la última etapa de su juego. Cuando estaba en esas, Titi parecía en trance: las pupilas sobredilatadas, los vasos inyectándole sangre en la córnea amarillenta y el resto de la cara distendida; la quijada se le aflojaba y dejaba caer lo que tuviera en la boca. Baba, mayormente.
—Vámonos.
Fanny salió de la Dirección con paso decidido y Ernesto se levantó de un salto:
—¿Y? ¿Cuándo empieza las clases?
—Nunca.
***
A los dieciséis solo podía usar kimonos. Su obesidad, habían descubierto, era progresiva y, a estas alturas, incontrolable. Con el tiempo se irían deteriorando, primero, sus funciones motrices, y después, los órganos internos. Era difícil predecir a qué velocidad. Por el momento lo más complicado era caminar, así que decidieron limitárselo al máximo. Una enfermera lo asistía de nueve a cinco, cuando llegaba Fanny del trabajo y la relevaba. De todas formas, Titi no hacía mucho más que jugar en la computadora –que habían colocado en una mesita auxiliar enfrente de la cama y tenía controles–, comer lo poco que su dieta le permitía –granos, sopas y papillas– y caminar hasta el baño.
—¿Cómo está mi príncipe valiente? —Cuando Fanny llegaba a la casa lo primero que hacía era ir al cuarto de Titi; siempre lo encontraba en la misma posición: con el cuerpo encorvado, la boca abierta y los ojos fijos en la computadora—. ¿La pasaste bien hoy?
—Genial, mamá, tuve un día fabuloso —le contestaba, amargo.
—¿Quieres jugar al Monopolio?
—No.
—¿Al parqués?
—No.
Titi había avanzado mucho en su juego de video. Se había conseguido un programa que le permitió modificar el diseño inicial: ahora el Titi virtual no lanzaba gargajos, sino que cargaba un arma que disparaba pequeñas cabezas de niños que, cuando impactaban en el objetivo, estallaban. La ciudad en la que se movía estaba hecha de escombros y restos de personas. La calle principal estaba asfaltada de huesos que, al pisarlos, craqueaban.
—¿A los naipes?
—…
A las nueve en punto lo llamaba su papá. Se veían poco: Daniel estaba muy ocupado en el trabajo. Era un trabajo nuevo que consistía, según le contaba a Titi, en gritarle a mucha gente inútil.
—Me gustaría que me contaras algo, hijo.
—No tengo nada que contarte.
Titi trataba de no perder la paciencia ni la concentración en el juego porque a esa hora era cuando mejor le iba. Por la mañana se levantaba de mal humor; después de almorzar tenía sueño; después de la siesta hacía calor. Nada de eso ayudaba a mejorar su ranking. Por la tarde llegaba su madre con su algarabía, después se aparecía su tío con su cara lamentable y, cuando por fin se iban todos, lo llamaba su papá. Titi todo lo que quería, por una vez en el día, era empuñar el control y disparar cabecitas.
***
—¿Es definitivo? —la voz de Daniel estaba quebrada.
—El médico habló de un tratamiento alternativo, algo experimental que hacen en Estados Unidos…
Fanny lloraba, hablaba en susurros desde el teléfono de la cocina, mientras vigilaba el pasillo con el rabillo del ojo, como si existiera la posibilidad de que Titi se levantara de la cama para espiarla.
—Si hay que llevarlo hasta allá, lo llevamos hasta allá. —A veces Daniel adoptaba unos aires optimistas que Fanny detestaba—. ¿Te dijo el doctor cuánto costaría todo el tratamiento?
—No.
—¿Va a parar el deterioro?
—No.
—¿Entonces?
—Puede alargar… —Fanny se ahogaba.
—¿Puede qué?
Fanny colgó. Abrió el grifo, se lavó la cara. Fue hasta el cuarto de Titi y entró.
***
—No —dijo Titi, sin dejarla terminar.
—Pero, mi amor, es un tratamiento sencillo, muy fiable. Podrías hacer tantas cosas que…
Titi ni la miraba, no notaba la gravedad de su voz, estaba entregado a la pantalla. Y a la tos. Era un nuevo síntoma de su insuficiencia respiratoria: uno de los más peligrosos, porque si tosía con flema podía ahogarse. Por eso era mejor que permaneciera sentado.
El aire del cuarto estaba tan cargado de olores que Fanny se mareó. Se sentó en una esquinita de la cama, lloró en silencio y entrelazó las manos. En la computadora vio la cara del muñeco, igual a la de Titi, pero llena de cicatrices. Los pies eran los de un palmípedo; las manos, garras; y tenía tetas largas, lengüetas que le llegaban a las rodillas.
—Tú no tienes tetas, Titi —le dijo, en un tono que parecía más el de una pregunta que el de una afirmación.
***
—¿Titi tiene tetas? —le preguntó Fanny a Ernesto, mientras tomaban una infusión digestiva, después de la comida, varias noches después.
—¿Qué?
—Me parece que él cree que tiene tetas.
—No tiene tetas.
—Eso mismo digo yo.
Los dos sorbieron sus pocillos. Los dos pensaron que no había mucho más que decir al respecto. No era algo que pudiera debatirse: Titi tiene tetas, ¿sí o no? No. Eso habían dicho, y eso era. Punto.
***
—Quiero cagar —dijo Titi.
Desde hacía unos meses lo asistía un enfermero fortachón, porque la enfermera de antes ya no podía con su peso.
—¿Qué dices? —preguntó el enfermero, acercando su oreja a la boca de Titi, cuya voz se había debilitado. O no exactamente: la enfermedad hacía que el cuerpo aumentara de peso, pero algunos de los órganos internos mantenían su tamaño y resultaban insuficientes. En una radiografía era posible ver cómo sus cuerdas vocales se perdían dentro de la inmensidad de su aparato fonador: «Tiene la caja de resonancia de un elefante, pero con la capacidad de un mosquito», algo así había explicado Fanny alguna vez.
El enfermero lo sentó en el inodoro, entrecerró la puerta y esperó afuera.
—Ya —dijo Titi al rato, y el enfermero fue por él.
Por esa época se aburrió del juego; ya no podía mover los pulgares con tanta facilidad. Además, le dijo una tarde al enfermero, ya había superado todos los rankings posibles. Había llegado a jugar en línea con otros jugadores y también los venció. Fueron pocos: su juego estaba tan «customizado» que a nadie le parecía tan atractivo como a él. Hasta que ni siquiera a él. Un día el Titi virtual se dejó matar por unos niños voladores que disparaban ácido por el ombligo y no se volvió a regenerar. Ese mismo día descubrió la ventana.
—Quiero salir.
—¿Qué dices?
Cuando consiguió entender lo que Titi le decía, el enfermero se quedó mudo. Al cabo de un rato dijo:
—Lo consultaré con tu mamá.
Fanny pensó que Titi no toleraría la lástima de los vecinos. Y ella tampoco. Pensó que era mejor no inventar complicaciones que no tenía, que eso era lo que la vida les había puesto y que las cosas estaban bien. Relativamente bien. Y que peor sería… Tantas cosas. Había cosas peores.
Después miró los ojos expectantes de su hijo y dijo:
—Pienso que es una gran idea.
—Yo también —dijo Ernesto. El enfermero asintió.
Tardaron tres días en organizar la salida. Fue un viernes a eso de las once de la mañana en una silla de ruedas que el enfermero consiguió prestada; lo llevaron a un parque cercano, en un horario no muy concurrido. Al cabo de una semana se convirtió en rutina. Daniel pidió vacaciones y pasaba a buscarlos: iban Ernesto, el enfermero y Titi adelante. Cuando llegaban al parque lo bajaban de la silla, lo sentaban en el pasto, la espalda contra un banco de piedra. Si Fanny se hubiese enterado, a lo mejor habría suspendido los paseos por el tema de la alergia; pero ninguno le dijo nada a Fanny. Los tres hombres se sentaban cerca de Titi, custodiándolo de los perros y los niños y las pelotas voladoras. Tomaban cerveza, le daban sorbitos; hacían chistes, hablaban de mujeres: amenazaban a Titi con llevarlo a un burdel. Se reían. Titi asentía, decía pocas cosas, se sonreía más por ellos que por él. Después decía: «Me duele la espalda», y lo ayudaban a acostarse boca arriba: la cabeza elevada sobre un almohadón, por si tosía con flema. Ahí dejaba de oírlos. Se dedicaba a mirar las nubes, arrastrándose lentísimas: se preguntaba si iban o venían. Hacia dónde. Pasaban horas, pasaban días, pasaban nubes y Titi deseaba que alguna se detuviera y se derramara furiosa sobre él. Hasta arrasarlo, hasta que no quedara nada.
Un relato de Luz Stella Mejía (1964), narradora migrante. Originaria de Colombia, es también bióloga marina, profesión que ejerció en su país natal. Posteriormente decidió radicarse en Estados Unidos. En la actualidad vive en Virginia, cerca de Washington, D.C., y trabaja en una biblioteca pública. Ha publicado un libro de poesía, Palabras sumergidas, y varios poemas y relatos cortos en diferentes antologías y medios. Participó en el Festival Internacional Savannah, 2018 como autora y tallerista invitada, y también escribe en su página, El Sur es América. De este sitio proviene «Zoom in, zoom out», viñeta realista en un escenario que hace unas décadas hubiera sido de ciencia ficción. También la imaginación en castellano está ocupando ese espacio nuevo para las experiencias humanas.
ZOOM IN, ZOOM OUT
Luz Stella Mejía
La claustrofobia es una de las primeras pruebas que debemos superar para poder llegar hasta aquí. Pasar 24 horas encerrada en un cuarto de dos por dos es duro, pero nada se compara con la experiencia real. Ya llevamos diez días con la vista enfocada a menos de tres metros todo el tiempo, salvo descansos cortos en los que podemos mirar por la pequeña ventanilla el paisaje espacial que se extiende en todas direcciones. Dos semanas viéndonos las caras, que ya empiezan a tener señales de molestias: labios apretados, miradas desviadas y ceños fruncidos. Después de estar trabajando y durmiendo con las mismas personas por tanto tiempo, mejor no hablar sino lo imprescindible, pues todo lo demás puede ser la chispa que encienda una discusión absurda. Sólo se escucha el silencio de la cápsula, excepto cuando hablamos con la base y en cuanto terminamos nuestro turno en los comandos, que podemos conectarnos los audífonos y escuchar nuestra música.
Aquí adentro la atmósfera es cerrada, y después de tantos días de vuelo, el aire huele un poco rancio, como la ropa sucia que espera el día de lavado. Menos mal que antes de subirnos, un “oledor” experto nos huele todo el equipaje, para que no traigamos nada que sea irritante. También tenemos el acuerdo tácito de no usar lociones ni desodorantes con olores fuertes —nada de Axe ni Chanel. A veces huele un poco como a fusibles y cables. Me recuerda al olor del taller que mi tío tenía cuando yo era niña, lleno de televisores desbaratados. El día del despegue la nave toda olía a carro nuevo. ¡Era tan emocionante! Todo era suave al tacto, novedoso, brillante y prometedor.
En ese momento, cuando ingresé a la nave, ya listos para el despegue, me sentí muy feliz, era la culminación de años de anhelar ser la elegida para un vuelo espacial. Días y días de entrenamiento duro, exámenes físicos y sicológicos y todo el tiempo alerta, tratando de demostrar que sé tanto o más que los compañeros. Ya se sabe, a los muchachos les queda más fácil; el primer requisito, ser hombre, pensar y actuar como hombre, ya lo tienen resuelto. Desde el día que me anunciaron que iría en una misión espacial no he podido dejar de sonreír. Luego me enteré que George y Anthony también venían y me alegré mucho, los tres nos llevamos muy bien. Ellos son tranquilos y considerados, no les gusta alardear y sé que lo que muestran es lo que son, sin dobleces. En eso nos parecemos.
El tablero de mando del Soyuz está abarrotado de botones, pomos, palancas y pantallas. Ahora ya sé para qué sirve cada cosa y hemos entrenado tanto que puedo manipularlo con los ojos cerrados. Pero recuerdo que la primera vez que tuve que practicar con el panel me sentí abrumada, tenía un poco de nervios, de no ser capaz de manejarlo. Al final aprendí rápido. Claro que es diferente cuando entrenas en un simulador, una vez superado el miedo de la primera vez, luego es muy fácil y lo haces casi con descuido. Pero el día del despegue, cuando ya era de verdad, me sentí muy nerviosa. Sentí un verdadero gusanillo en el estómago, ya no por temor a no ser capaz, sino por miedo a lo desconocido. ¿Cómo será estar en medio de la nada? ¿Y qué tal si nos equivocamos en un solo comando? Es que para volar un módulo de éstos se necesita precisión de relojero y un trabajo en equipo perfectamente sincronizado, sobre todo en tres momentos: al despegue, cuando necesitamos acoplarnos a la estación espacial y, especialmente, al reentrar a la atmósfera.
Adentro de la cápsula todo es frío al tacto, metal por todas partes. Es como estar dentro de una lata de atún, como dice Bowie en su famosa canción de Space Oddity “For here, am I sitting in a tin can”. Con George siempre tenemos esa discusión, él dice que Bowie se refiere a que está sentado encima de una lata, como por ejemplo, un bidón de gasolina. Yo digo que se refiere a la nave, comparándola con un tarro de hojalata. Porque eso es lo que yo siento. Cuando me preguntan cómo es estar sentada en el módulo, yo les digo que es como estar dentro de una lata de sardinas: pequeña, atestada —de personas y objetos— y metálica.
Ya estamos llegando a nuestro destino. Después de darle la vuelta a la luna, vamos a acoplarnos a la estación internacional Lunar II, que orbita a su alrededor. Ya la he visto, a la luna, por la ventanilla, pero no he podido tener una visión completa. Yo tengo programado un spacewalk, o sea, una caminata espacial, y ya tengo puesto mi traje presurizado desde hace una hora, respirando oxígeno puro. Tengo mucha impaciencia, no puedo esperar a sentirme flotando en el espacio y ver la luna tan cerca, debe ser la sensación más impresionante de la vida. Con el traje me muevo como en cámara lenta, toda acción pequeña cuesta tres veces más que en la tierra, no solo por el traje, que es grueso e incómodo, sino porque acostumbrarse a hacer todo sin gravedad es muy difícil. El entrenamiento para la caminata espacial es bajo el agua, estar en el espacio se parece un poco a bucear en las profundidades del mar, sólo que es el efecto contrario. En el agua, la presión es más grande que en la superficie, aquí, no hay ninguna presión. Pero en ambos casos debemos usar un equipo que limita mucho los movimientos, porque estamos en ambientes que son hostiles a nuestra naturaleza terrestre.
Es difícil acostumbrase a manipular cualquier cosa con los gruesos guantes. Las herramientas que utilizamos para hacer reparaciones por fuera de la nave son más grandes que las normales. La visión es muy limitada, tienes que girar la cabeza constantemente para ver lo que en condiciones normales ves en un solo golpe de vista. Incluso esas cosas que normalmente captamos por el rabillo del ojo, con el casco no se ven, pues no hay rabillo que valga. Tampoco se escucha nada, sólo la propia respiración. Me ha pasado que después de estar con el casco por un buen rato, en silencio, me sobresalto con el sonido de mi propia voz encerrada. Menos mal tenemos un buen sistema de micrófonos y audífonos para comunicarnos, pues no se puede en la distancia llamar la atención de alguien agitando las manos o algo así, por la visión tan limitada. Siempre pasa que si alguien se aproxima por el lado, me sorprende porque no lo veo hasta que ya me toca el hombro o está justo frente a mí.
Por fin es hora de abrir la escotilla. Cuando avanzo y doy el paso que me saca por primera vez de la cápsula al vacío espacial, siento los latidos de mi corazón golpeando en mis oídos. Abro mis ojos más de la cuenta, tratando de ver más allá del negro estrellado. Esa sensación de dar el paso sin caminar porque no hay suelo en el que apoyarse, de hecho no hay nada de que apoyarse, nada que pueda ayudarme a orientarme ¿dónde es arriba, dónde es abajo? Es como si mi cuerpo se separara de mi mente. Mi cerebro corre a mil por hora tratando de adaptarse y entender una situación tan peculiar. Mientras mi cuerpo se relaja y flota, no hay sensaciones, no hay presión atmosférica que me empuje hacia abajo y tape mis oídos, no hay suelo duro bajo mis pies, no hay nada. No siento el exterior, todas las sensaciones provienen de mi propio cuerpo adaptándose, un poco mareado, con el estómago también flotando dentro de mí, que si hubiera comido a lo terrícola estaría vomitando.
Pero entonces la veo. La luna. Qué bella y grande. Está allí, tan solitaria en medio de la nada, con su cara brillante, con sus zonas sombreadas que parecen un reguero de agua. Cuando éramos niños nos decían que era la cara de la virgen, pero la verdad yo nunca vi ninguna cara. Desde aquí veo sus cráteres y crestas, parecen cicatrices en un cuerpo guerrero. Es el paisaje más hermoso que haya visto en mi vida. La vemos todas las noches en el cielo, pero se nos olvida que es un cuerpo celeste. O sea, tridimensional, una esfera que flota en medio del espacio vacío. Es simplemente sobrecogedor.
En ese momento siento el cable que me ata a la nave enrollado alrededor de mi cuello. No puedo desenrollarlo, entonces abro el gancho que lo conecta a mi traje y así lo desenredo. George viene hacia mí y chocamos, me agarra del brazo pero el impulso hace que giremos sin control y perdamos contacto. Con el impacto, el cable se soltó de mis manos antes de poder reconectarlo. Entro en pánico y empiezo a hiperventilar. La idea aterradora de estar flotando sin control y sin amarre en medio del espacio está sucediendo. Tengo que cerrar los ojos muy fuerte y tratar de dejar mi mente en blanco. Comienzo a repasar mentalmente los pasos para una emergencia como ésta. Una vez que me tranquilizo un poco, abro los ojos y veo que George viene hacia mí de nuevo, así que preparo mi cuerpo para el choque, abriendo mis brazos, lista para agarrar lo primero que pueda. El impacto es violento pero los dos nos enlazamos en un abrazo feroz. No hay poder humano que me haga soltarlo ahora. Siento un gran vacío después de la explosión de adrenalina, me dan ganas de reír y de llorar al mismo tiempo y siento algo como una burbuja que crece en mi pecho y me deja sin aliento.
En el giro salimos por encima de la nave y me quedo absolutamente sin palabras. Algo que es mucho más impresionante que la luna se asoma por detrás de la estación lunar. Es el paisaje más impactante: La Tierra. Es tan bella, tan azul, tan nuestra. Nada podría prepararme para esta visión. De pronto siento una nostalgia insoportable, más que la sola nostalgia del hogar, es la certeza física de que no podría vivir sin ella, porque físicamente es imposible vivir fuera de la tierra. Parece obvio, pero nunca lo había visto tan claro, una verdad que me ha golpeado, como un martillo en la cabeza: no podemos vivir sin la tierra.
No podía quitar mis ojos de ella. No es como la luna, una roca hermosa, pero sin vida. Es algo vivo. La tierra es un ser vivo. Los colores que la hacen tan hermosa no son superficiales ni artificiales. Ese azul no está pintado: es un mar profundo, poblado de criaturas. Y no es un azul uniforme, sus tonos dependen de la profundidad y de los corales y de las algas y del plancton que flota a la deriva. Es un océano lleno de vida. Es agua sin la cual no existiríamos.
Esas pequeñas manchas verdes, tan escasas en la superficie azul, son en realidad vida: los bosques boreales, la selva del Amazonas, las sabanas africanas, los manglares costeros. Pasa como una película por mi mente donde veo las inmensas sequoias, los helechos frondosos, el césped mullido, las orquídeas, el musgo. Una variedad casi imposible de plantas.
Me puse a detallarla. Es posible identificar los continentes, pero no hay fronteras, no hay países, no hay diferencias. Y entendí que no hay dos tierras, una para los ricos y otra para los pobres. Es sólo una. Lo que unos pocos hacen, lo sufrimos todos. No hay veinte tierras: una para los blancos y otra para los negros, los mestizos, los hispanos, los indios, los indígenas, los asiáticos y cada uno de los tonos posibles. Vista desde aquí ¡es tan pequeña! Y en miles de kilómetros alrededor no hay ningún planeta parecido. Estamos todos juntos en esto. Es la única Tierra.
De pronto, no sé por qué, me acorde de cuando mi tío Osvaldo se accidentó en la finca. Toda la familia estaba en la ciudad y allá en el pueblo dónde él estaba se necesitaba sangre O+ para poder hacerle una transfusión. No había suficientes reservas en el hospital, pero un enfermero se ofreció a donar la suya. Recuerdo el alivio de mi abuelo y de toda la familia, excepto mi abuela, que estaba escandalizada porque le iban a poner a Osvaldito sangre de negro. Pues mi abuela tenía su manera de levantar la nariz frente a los que tuvieran la piel un grado más oscura que la suya, que no era alabastro, ni mucho menos. Y mi abuelo con su vozarrón de general en guerra le grito:“cállate mujer, es la vida de Osvaldo la que está en juego, no esas estúpidas colchas de croché de las remilgadas Damas del Sagrado Corazón por los Pobres, que creen que se entecan si las tocan las negras”. Y mi abuela, ofendida, torció la boca. Y la siguió torciendo incluso cuando Osvaldo volvió a ser el mismo, completamente recuperado.
Entonces entendí porqué ese recuerdo me visita en este instante. Es como ver esas fotos digitales que se pueden agrandar cada vez más y se ve una persona y mucho más pequeño, un insecto, una célula, un átomo, una partícula. Y luego se puede alejar digitalmente la imagen y se ve un edificio, una ciudad, un continente, el planeta, la galaxia, el universo… La realidad está formada por tantos niveles y sólo en uno de ellos, somos diferentes. La piel es un accidente sin consecuencias. En todos los demás niveles somos un conjunto de partículas o somos apenas las pequeñas partículas dentro de la infinitud del universo.
George volvió a chocarme, esta vez sin tanto impulso y agarrado a mi brazo se quedó conmigo contemplando el paisaje. Sacó su cámara y, girándome, tomó una foto de los dos, con la tierra al fondo. Luego escuché su voz metálica pero inconfundible que decía dentro de mi casco: “He aquí una foto de toda la humanidad”, y Anthony desde el Soyuz protestó en mis audífonos “Hey ¿y yo qué?”.
Andrés Caicedo (Cali, 1951-1977) fue un narrador colombiano. A pesar, o a causa, de su corta vida (se suicidó, según se cuenta, tras recibir ejemplares de su novela ¡Que viva la música!, por considerar que seguir viviendo sería «una insensatez»), es un autor legendario, representante de una narrativa visceral, urbana… y opuesta al realismo mágico que parecía entonces la literatura dominante en su país. «Maternidad», el favorito de Caicedo entre sus propios cuentos, es una prueba de todo esto. La mayor parte de su obra se publicó de manera póstuma; yo he tomado esta versión del texto de este sitio.
MATERNIDAD
Andrés Caicedo
A las vacaciones de quinto de bachillerato salimos con un saldo de muertos. “Es una verdadera tragedia terminar un año marcado por triunfo –la construcción de un nuevo pabellón deportivo, por ejemplo– con la desaparición de seis jóvenes que apenas despuntaban la que sería una brillante carrera”, se lamentó el padre rector, en el discurso de clausura.
Pepito Torres hizo un viaje repentino a Bogotá (faltó a un examen final) y dicen que vino a pie, devorando cuanto hongo mágico encontró a la vera del camino, y al llegar a Cali comenzó a dar escándalo público por la Sexta, lo agarraron dos policías sin avisar a sus papás, lo metieron en la radio patrulla en donde murió como un perro, dándose contra las rejas, exhalando por boca y narices un polvito negro.
Manolín Camacho y Alfredo Campos, los inseparables, se volaron del colegio y fueron a pasar un viernes de tarde deportiva en el río Pance, hubo crecida, y a los dos días encontraron sus cuerpos “entrelazados”, pero el periódico no explicaba cómo. Tiempo después un campesino encontraría, entre las raíces de un carbonero a la orilla del río, una botella con un manuscrito de Alfredo, redactado compasivamente: “Vemos cómo crece el río. Es increíble. Es como si viniera a cobrar venganza por el pasado esplendoroso que le quitaron las modernas urbanizaciones. Pero ruge, recobra su poder. La idea se nos ha ocurrido a ambos. No seremos víctimas en vano. Mejorarán los tiempos. Cogidos de la mano caminamos hacia el río”.
Yo nunca pensé que las cosas mejorarían así no más. Un mes antes de exámenes finales Diego A. Castro (Castrico) salió con su hermano mayor, Julián, a la bocana del Océano Pacifico. Le encantaba ese mar de agua, arena, cielo, selva y gentes negras. Ambos habían ganado medallas en intercolegiados, departamentales y nacionales de natación. No fueron a ninguna competencia internacional por el uso de las pepas. Así, podían nadar hasta la línea del horizonte, de allí alcanzar la línea que uno podría divisar si llegara al horizonte, y aún la otra. Pero no esa vez. A las pocas brazadas, Julián le resopló que se sentía muy mal, que se devolvía. Castrico, abstraído en sus movimientos parejos sobre las cresticas de cada ola, le dijo que bueno, y siguió nadando. Al regresar, feliz de su inmensa travesía, lo encontró en la playa, muerto, con el pescuezo inflado. Nadie sabe cómo regresó Castrico a Cali, pero ya se le había atravesado la existencia. Comenzó a buscarle pelea a todo el mundo, en especial a los más amigos de su hermano. Cargó puñal. Viajaba al campo y allá peleaba con machete y ruana envuelta. Lo encerraron en el manicomio y se voló del manicomio reclamando la presencia de su madre. No era más que ella le tuviera al lado su frasco de pepas y Castrico se quedaba calmado, acariciando las flores, jugando con los gatos. Salía a la Sexta una vez cada dos meses, y yo lo veía parado solo, hablando incoherencias sobre todas las mujeres, sonriendo. En la última pepera salió despavorido a buscar pelea, pero murió antes de que se la dieran: quedó como clavado en el suelo, gritó que se le abría el suelo y cayó muerto. Y van cinco.
El sexto, Manolín Camacho, es el que más me duele. Mi compañero de pupitre. Solíamos caminar distraídos en los recreos, hablando de paisajes que nos imaginábamos en tres dimensiones de sólo mirar mapas. Nunca había probado ninguna droga, ni en las fiestas bebía. Sólo un sábado. Vaya a saber uno con quién se metió, quién lo invitó, por qué‚ lo vieron recorriendo calles a la velocidad que iba, con la velocidad que iba, con la mirada desencajada, buscando qué, con la piel llena de huecos, insultando ancianas, pateando carros. Murió solo, en un baño cualquiera, esforzándose por vomitar lo que seguro se había tragado inocentemente y ahora le cercenaba el coccis, la próstata, el cerebelo. Le dieron una mezcla de analgésico para caballos y líquido de freno para aviones: “es una lástima, una serie así de muertes sin ningún, sin ningún sentido”, decía el padre rector. Y yo, agarrado a mi asiento, con una rabia inmensa, sabía qué sentido había. Nos habían escogido como primeras víctimas de la decadencia de todo, pero yo no iba a llevar del bulto.
“Haré mi afirmación de vida”, pensaba, y no sonreí ni una sola de las seis veces que me llamaron para recibir diplomas de matemáticas, historia, religión, inglés, geografía y excelencia. Miraba a ese público compuesto por curas, alumnos y padres de familia, y recibía los aplausos con apretón de dientes. “Haré mi afirmación de vida”.
“¿Qué te pasaba?”, me decían los compañeros, luego. “Como si no te gustara el éxito”, y yo, a todos, silencio, y me negué a ir a la fiesta de curso que organizaba Mauricio Gamboa. A mi casa llegué en el carro de mis padres, entre sus cuerpos blandos. Ya me habían felicitado por tanto triunfo, y no se habló de más en el camino. Yo no me aburrí, pues llovió y me distraje imaginando que las gotas en el parabrisas eran gente, personitas con hombros y cabezas bien formadas, y venían las plumillas y chas, las barrían dejando minúsculas porciones de la primera gota, irrecuperable para siempre.
Esa noche soñé con un viaje en tren por entre campos de mangos y trigo, y una muchacha rubia se me acercaba y nos volvíamos uno solo en la alborozada contemplación de esa feliz naturaleza. Luego el tren se metió a un túnel muy negro y desperté, demorándome en identificar como miedo o gozo el sentimiento con que empezaba ese nuevo día.
Antes de almuerzo me llamó el mismo Mauricio a comunicarme que en la fiesta de anoche, una pelada, Patricia Simón, se había pegado la gran desilusionada ante mi ausencia, que era la mejor alumna de quinto del Sagrado Corazón y que quería, que se moría por conocerme. Yo le pregunté que entonces cómo. Él me indicó que en otra fiesta, esa misma noche. Yo accedí.
Al llegar, no vi más que caras pálidas, poca amistosidad, puertas cerradas, prevención, horrible humo. Muy poca gente bailaba la música Rock que yo jamás aprendí y que hace medio año ponía frenético a todo el mundo. Me alegró ver que los invitados se recostaban en las paredes y nada más oían, con el ánimo ido. Yo me paré en toda la mitad de la pista para no dar aires de vencido, hasta que del fondo, de bien al fondo de esa casa vino a mí una muchacha vestida de rosado y rubia, y haciendo mágico todo el trayecto hacia mí mientras sonreía. Se presentó: “Patricia Simón”, muy tímida me dio la mano, yo se la apreté exageradamente para intimidarla aún más. “Eres muy inteligente”, fue lo primero que me dijo cuando la conduje al patio, puesto que con el volumen de la música no podía oír sus lánguidas palabras de alabanza y devoción por mis conocimientos del Imperio Romano, de la Cordillera Occidental Colombiana, del Misterio de la Transubstanciación. Se respiraba mejor en ese patio acosado por el color azul de la noche que perdía a cuantos jóvenes más allá de nosotros, acorralando –lo supe– a los que buscaban refugio en esa casa. Yo me sentí libre de la noche, de su muerte, superior a su extravío. Con mucha cautela le comenté a Patricia mis temores sobre la feroz época, y ella como si fuera su forma peculiar de explicarme que los compartía, me relató un sueño. Soñó que alguien muy amado le regalaba un pastel de fresas –su bocado predilecto– y al irlo a morder no había fresas sino gillettes, alfileres, etcétera, que se le incrustaron en las encías y le reemplazon los dientes, de tal manera que quedó con alfileres en lugar de dientes. “Extraño”, pensé, mirándola, pues sus dientes eran grandes, muy sanos, de encías duras. Ella alzaba la cabeza para mirar a mí o al cielo. Era pequeña, pero fuerte, de buenas espaldas y caderas, ojos azules y largas cejas. “Buena raza”, pensé, y luego “Edelrasse”, observando que tendría mínimo cuatro dedos de frente, rosada la piel. Resolví: “Le haré un hijo a esta mujer”.
El tiempo pasó en el sentido que quiso nuestro amor. De esa fiesta salimos cogidos de la mano, y empezamos a vernos todos los días, y yo le fui llenando la cabeza de cucarachas como Nietzsche y Rousseau, y por miles de argumentos la fui llevando a una conclusión sencilla: que la única manera de salvarnos sería trascendiendo en algo. Un día me salió con que le provocaría escribir versos, pero yo le espanté la idea como si fuese un enjambre de moscas: “La poesía es una profesión decadente”, y ella me creyó. Y le ponía cara de moribundo siempre que la miraba a los ojos, y ella apuesto que pensaba: “Lo que haría para hacerte feliz”, y en los cines me le pegaba mucho o suspiraba cada vez que había un pasaje de maternidad, y ella salía conmovida toda, aún sin decirme nada pero ya pensando en la idea de que la única manera de trascender sería quedando preñada y pariendo un hijo.
Lo que la decidió fue precisamente la muerte de Ignacio Moreira, que tuvo una discusión con sus papás, subió corriendo las escaleras y se dio un tiro en la cabeza. Ella vivía al frente, conocía a Ignacio desde chiquito, oyó el disparo, el chapoteo: estuve, pues, de buenas.
Conseguí que me prestaran la finca de la Carretera al Mar, lugar que yo había escogido para que se diera la concepción. Con nosotros subieron varios amigos, pero casi nunca nos mezclábamos. Los días amanecían oscuros y la niebla bajaba temprano, y ella se llenaba de añoranzas y de melancolías, lo que, curiosamente, no le producía impavidez sino movimiento. Caminábamos horas, acercándonos cada vez más al filo de las montañas. Ella resistía el empinadísimo camino sin una queja.
Mi día vino claro, de visibilidad profunda. Nos levantamos con el sol y empezamos a subir, dispuestos a llegar esta vez hasta la cumbre. Los guayabos y los lecheros viraban en múltiples tonos verdes a cada paso que ganábamos, y los pájaros cantaban “pichajué-pichajué”, y todo eso me llegaba como puro presagio y signo de fertilidad. Hacia las dos de la tarde salvamos la última pendiente de piedras blancas y tuvimos, repentinísimamente, una enloquecedora visión del mar, a miles y miles de kilometros. El frío de la montaña y el ardor que se contemplaba allá en el mar la llevó a abrazarme, y yo le respondí mejor que nunca. Descubrí sus senos con valentía, chupé su pelo, rasgué con su sangre el pasto yaraguá, pude sentir cómo sus complicadas entrañas se abrían para darle paso, cabina y fermento a mi espermatozoide sano y cabezón que daría con los años, testimonio de mi existencia. No creo que ella gozó.
Nos casamos al escondido, toque muy aristocrático para familias como la suya y la mía. Fuimos el matrimonio más joven de la sociedad caleña y salimos mucho en el periódico y la gente nos miraba y nos hicieron muchas fiestas y nosotros respondíamos a todas con actitud calladita y mayor, reflexionando siempre. Con alegría entramos a sexto de bachillerato, comparando y acariciando nuestros libros de texto. A los pocos meses engordó muchísimo y le vinieron los vómitos, así que no pudo volver al colegio y perdió sexto. Yo solamente falté a clase un día: el día en que después de cuatro horas de terquedad y mucho sufrimiento, dejó salir a mi hijo. Nació en un día lluvioso. No nos pusimos de acuerdo con el nombre, pero prevaleció mi opinión: lo llamé Augusto, que hace pensar en porte distinguido y en conciencia de victoria, siempre. Fui toda una celebridad en el colegio, padre a los 16 años. Ella no quiso hacer gimnasia y le quedó una barriga arrugada muy fea, y los senos se le hincharon como brevas y después se le cayeron.
Recuerdo madrugadas en las que yo abría el ojo sólo para hallarme en la física gloria, despertado por el llanto de Augusto, y volteaba a mirarla a ella, despierta desde hace muchas horas con la mirada perdida en el cielo raso, negándose siempre a contestarme en qué era que pensaba. Yo no insistí. Yo había previsto eso. No cuidó bien a nuestro hijo. No quiso tampoco volver al colegio. Le perdió interés a todo, se pasaba los días sin asearse ni asear la casa, mal sentada en una silla, presa de un vacío que supongo debe ser normal después de que uno ha estado lleno y redondo como una naranja ombligona. Yo no la toqué más. Ella tampoco se hubiera dejado. Al fin, un día salió de la casa, y se demoró en regresar. Hizo amistades nuevas, jóvenes más viejos que ella, y seguía saliendo. Pero falta no me hacía. Yo cumplía puntualmente con mis deberes escolares. Me levantaba temprano, le daba el tetero al niño, cambiaba pañales, barría, trapeaba. Al volver del colegio me la pasaba horas dejando que Augusto me apretara el dedo índice y contemplándole su pipí, lo único que sacó igualito a mí, porque todo lo demás, ojos, pelo y frente eran de ella.
Cuando regresaba, nunca conversábamos. Se tiraba por ahí, sin dormir, o a oír música. Supe que estaba metiendo droga. Me importó un comino. Conseguí una hipodérmica desechable, con mi amigo Gómez un gramo de la mejor cocaína y una noche la esperé. Llegó muy tarde, cayéndose de la borrachera, bajando de todas las trabas. Yo la recibí, le sobé su cabecita hasta que se quedó dormida en mi pecho. Preparé la cocaína, tomé uno de sus brazos, cuando lo estiré y palpé sus buenas venas, abrió los ojos y me miró, perpleja. Yo le sonreí. Creo que le inyecté medio gramo, en empujaditas leves. Ella hizo caras y risitas y yo sentí celos: nunca se portó así con mis orgasmos. Luego se levantó y comenzó a saltar por toda la casa, puso el estéreo a todo volumen y a mí no me importó que despertara a Augusto. Yo reí con ella.
Hace días que no la veo. Se fue a paseo creo que a San Agustín, con una manada de gringos. Espero que no vuelva, que se muera o que reciba allá su merecido. Yo he terminado sexto con todos los honores, leo cómics y espero con mi hijo una mejor época.
En el nuevo número de la revista Crítica, de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla (#137 abril-mayo de 2010), ha aparecido un ensayo mío: «Lo fantástico y Gabriel García Márquez». Es una versión mejorada de un texto que leí el año pasado en una mesa redonda sobre Gabo; también es mi opinión sobre varios lugares comunes alrededor del realismo mágico, las posibilidades futuras de ese subgénero (debo decir que no le veo muchas) y la idea de «realidad» que parece defender. La revista se puede conseguir en los proverbiales locales cerrados…
Tengo que empezar con una anécdota de mi propia vida. Descubrí la obra de Gabriel García Márquez en la infancia –primero una edición de sus cuentos; más tarde Cien años de soledad– y entendí que él escribía literatura fantástica.
Así es el azar de las lecturas sin guía, que por lo demás son casi todas: sin que nadie se lo propusiera, los más de mis primeros libros e historias podían etiquetarse como de ese “subgénero” –que sigue siendo un bicho raro y ligeramente apestoso entre nosotros– y nadie me dijo que García Márquez fuera radicalmente distinto. Tampoco lo parecía: para mí estaba entre Jorge Luis Borges y Philip K. Dick, y el conjunto de sus historias se me figuraba uno más de los tratados mitológicos, como mi primera versión de la tragedia de los nibelungos (que venía con unas ilustraciones preciosas) o la obra de H. P. Lovecraft. Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles, se me hacía pariente lejano de Urashima, el pescador que se fue a vivir al fondo del mar, donde el tiempo pasa más rápido; el ascenso al cielo en cuerpo y alma de Remedios la Bella, que pone a la belleza física por encima de la virtud en el orden del universo, me pareció la expresión de una injusticia no menos grande que la de la serpiente que se come la planta mágica de la juventud en la historia de Gilgamesh. Y así sucesivamente.
Más tarde he seguido pensando lo mismo incluso contra el desdén y las malas lecturas habituales, que hacen más o menos ruido pero no desaparecen: las grandes obras de imaginación me siguen pareciendo más interesantes que las que se limitan a repetir el mundo y, desde luego, que las historias ñoñas y confortables que habitualmente se etiquetan como “fantasía”. Pero comencé a entender las dificultades que tiene lo fantástico justamente a partir de mi primer encuentro con García Márquez. Por años me intrigó que, profundizando en aquellos autores y aquellos libros, era posible encontrar trazas, influencias, de muchos autores cruciales de siglos pasados y aun del XX en otros posteriores…, pero no de Gabo. Emiliano González le debía a Lovecraft, a los modernistas, a Borges; el gran Mario Levrero soñaba como Kafka; John Crowley hacía malabares con Carroll y Nabokov; Angélica Gorodischer retomaba a Calvino; José Luis Zárate jugaba con Stoker y las películas del Santo; Neil Gaiman reescribía la obra de James Branch Cabell, etcétera. ¿Dónde estaban los sucesores de García Márquez? ¿Dónde estaba la obra fantástica que buscara las alturas de su modo de contar, de su capacidad de invención?
La respuesta fue desalentadora (…)
* * *
En estos días se cumplen veinte años de que terminé La luna y 37’000,000 de libras, un librito que usted no conoce y no leerá nunca. Lo publicó en Toluca, en 1990, el Centro Toluqueño de Escritores; sin ese apoyo temprano, y tal vez injustificado, no habría continuado escribiendo.
La estructura alocada del libro (no exactamente cuento, ni novela; no de una sola trama, no sin fragmentos contradictorios) le debe todo a Mario Levrero; el título es una caricatura de La luna y seis peniques de Somerset Maugham y la imaginación era la mía, para bien o mal: me sigue dando risa que algunos de sus lectores de entonces (no todos) hayan comprendido solamente sus defectos y se hayan indignado, por ejemplo, con la idea de que una compañía de focos destruyera la luna sólo para cambiarla por una bombilla gigante
–No puede pasar, es físicamente imposible –dijeron–. Y es injusto burlarse así de una empresa que genera fuentes de trabajo…
Una caricatura de lo que pasó entonces (no: un cuento basado muy vagamente en aquel tiempo, y a la vez una especie de pesadilla/fantasía masoquista) se puede leer aquí. Pero no pienso en nada de eso al recordar ese libro. Al contrario, pienso que sigo escribiendo. Y pienso en lo por venir: en que si tengo suerte será tan libre como fue aquello, y tan raro, y habrá alguien a quien interese.
Quería completar esta nota con un documental en tres partes sobre Jan Svankmajer, quien será familiar para algunos lectores de esta bitácora. Está en inglés pero las imágenes, al menos, son impagables… Entonces descubrí que el audio de la tercera parte fue borrado por YouTube, el servicio donde los videos se alojan. En la página dice, escuetamente, «Este vídeo contiene una pista de audio que no ha sido autorizada por WMG. El audio se ha desactivado». WMG es Warner Music Group, una de las empresas discográficas más poderosas del mundo.
Esto me hace pensar que las formas actuales (y las por venir) de protección de los derechos autorales no sólo favorecen más a las grandes empresas (como ya sabíamos), sino que tienen enormes fallas en su concepción, en sus alcances. Es simplemente esto: si todos respetamos (o somos obligados a respetar) sus reclamaciones, ¿WMG –o cualquier otra corporación– estaría dispuesta a hacer que circularan de manera legal todos los «contenidos» bajo su control? Estos videos, a juzgar por el número de visitas que han tenido, no son de lo más popular en YouTube: nadie se ha hecho rico con ellos, y sin embargo son valiosos. ¿Irá a contar ese valor más allá del monetario?
Supongamos que de verdad se llega a la distribución de video pagado por internet que varios proponen: yo pagaría por ver un documental como éste, pero ¿estaría disponible? ¿O sólo se me ofrecerían, como en la tele por cable, los estrenos del mes (por tiempo limitado) y unas pocas películas basura? ¿Todo lo que no venda rápido y grandes cantidades estará condenado al olvido cuando seamos expulsados de la publicación en la red?
Parte 1
Parte 2
Parte 3
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