Este mes, un cuento de João Guimarães Rosa (1908-1967), narrador brasileño: una historia magistral, desconcertante, en la que la relación de un hijo con su padre es la puerta de entrada a (por lo menos) un misterio. Aquí reproduzco la traducción de Paz Díez Taboada del cuento, aparecido en la colección Primeras historias (Primeiras Estórias, 1962).
LA TERCERA ORILLA DEL RÍO
João Guimarães Rosa
Nuestro padre era hombre cumplidor, de orden, positivo; y así había sido desde muy joven y aún de niño, según me testimoniaron diversas personas sensatas, cuando les pedí información. De lo que yo mismo me acuerdo, él no parecía más raro ni más triste que otros conocidos nuestros. Sólo tranquilo. Nuestra madre era quien gobernaba y peleaba a diario con nosotros -mi hermana, mi hermano y yo. Pero sucedió que, cierto día, nuestro padre mandó hacerse una canoa.
Iba en serio. Encargó una canoa especial, de madera de viñátigo, pequeña, sólo con la tablilla de popa, como para caber justo el remero. Pero tuvo que fabricarse toda con una madera escogida, fuerte y arqueada en seco, apropiada para que durara en el agua unos veinte o treinta años. Nuestra madre maldijo la idea. ¿Sería posible que él, que no andaba en esas artes, se fuera a dedicar ahora a pescatas y cacerías? Nuestro padre no decía nada. Nuestra casa, por entonces, aún estaba más cerca del río, ni a un cuarto de legua: el río por allí se extendía grande, profundo, navegable como siempre. Ancho, que no podía divisarse la otra ribera. Y no puedo olvidarme del día en que la canoa estuvo lista.
Sin pena ni alegría, nuestro padre se caló el sombrero y nos dirigió un adiós a todos. No dijo otras palabras, no tomó fardel ni ropa, no hizo ninguna recomendación. Nuestra madre, nosotros pensamos que iba a bramar, pero permaneció blanca de tan pálida, se mordió los labios y gritó: “Se vaya usted o usted se quede, no vuelva usted nunca”. Nuestro padre no respondió. Me miró tranquilo, invitándome a seguirle unos pasos. Temí la ira de nuestra madre, pero obedecí en seguida de buena gana. El rumbo de aquello me animaba, tuve una idea y pregunté: “Padre, ¿me lleva con usted en su canoa?”. Él sólo se volvió a mirarme, y me dio su bendición, con gesto de mandarme a regresar. Hice como que me iba, pero aún volví, a la gruta del matorral, para enterarme. Nuestro padre entró en la canoa y desamarró, para remar. Y la canoa comenzó a irse -su sombra igual como un yacaré, completamente alargada.
Nuestro padre no volvió. No se había ido a ninguna parte. Sólo realizaba la idea de permanecer en aquellos espacios del río, de medio en medio, siempre dentro de la canoa, para no salir de ella, nunca más. Lo extraño de esa verdad nos espantó del todo a todos. Lo que no existía ocurría. Parientes, vecinos y conocidos nuestros se reunieron en consejo.
Nuestra madre, avergonzada, se comportó con mucha cordura; por eso, todos habían pensado de nuestro padre lo que no querían decir: locura. Sólo algunos creían, no obstante, que podría ser también el cumplimiento de una promesa; o que nuestro padre, quién sabe, por vergüenza de padecer alguna fea dolencia, como es la lepra, se retiraba a otro modo de vida, cerca y lejos de su familia. Las voces de las noticias que daban ciertas personas -caminantes, habitantes de las riberas, hasta de lo más apartado de la otra orilla- decían que nuestro padre nunca se disponía a tomar tierra, ni aquí ni allá, ni de día ni de noche, de modo que navegaba por el río, libre y solitario. Entonces, pues, nuestra madre y nuestros parientes habían establecido que el alimento que tuviera, oculto en la canoa, se acabaría; y él, o desembarcaba y se marchaba, para siempre, lo que se consideraba más probable, o se arrepentía, por fin, y volvía a casa.
Se engañaban. Yo mismo trataba de llevarle, cada día, un poco de comida robada: la idea la tuve, después de la primera noche, cuando nuestra gente encendió hogueras en la ribera del río, en tanto que, a la luz de ellas, se rezaba y se le llamaba. Después, al día siguiente, aparecí, con dulce de caña, pan de maíz, penca de bananas. Espié a nuestro padre, durante una hora, difícil de soportar: solo así, él a lo lejos, sentado en el fondo de la canoa, detenida en la tabla del río. Me vio, no remó para acá, no hizo ninguna señal. Le mostré la comida, la dejé en el hueco de piedra del barranco, a salvo de alimaña y al resguardo de lluvia y rocío. Eso, que hice y rehice, siempre, durante mucho tiempo. Sorpresa que tuve más tarde: que nuestra madre sabía de ese mi afán, sólo que simulando no saberlo; ella misma dejaba, a la mano, sobras de comida, a mi alcance. Nuestra madre no era muy expresiva.
Mandó venir a nuestro tío, hermano de ella, para ayudar en la hacienda y en los negocios. Mandó venir al maestro, para nosotros, los niños. Le pidió al cura que un día se revistiera, en la playa de la orilla, para conjurar y gritarle a nuestro padre el deber de desistir de la loca idea. En otra ocasión, por decisión de ella, vinieron dos soldados. Todo lo cual no sirvió de nada. Nuestro padre pasaba de largo, a la vista o escondido, cruzando en la canoa, sin dejar que nadie se acercara a agarrarlo o a hablarle. Incluso cuando fueron, no hace mucho, dos periodistas, que habían traído la lancha y trataban de sacarle una foto, no habían podido: nuestro padre desaparecía hacia la otra banda, guiaba la canoa al brezal, de muchas leguas, el que hay, por entre juncos y matorrales, y sólo él lo conocía, palmo a palmo, en la oscuridad, por entonces.
Tuvimos que acostumbrarnos a aquello. Apenas, porque a aquello, en sí, nunca nos acostumbramos, de verdad. Lo digo por mí que, cuando quería y cuando no, sólo en nuestro padre pensaba: era el asunto que andaba tras de mis pensamientos. Lo difícil era, que no se entendía de ninguna manera, cómo él aguantaba. De día y de noche, con sol o aguaceros, calor, escarcha, y en los terribles fríos del invierno, sin abrigo, sólo con el sombrero viejo en la cabeza, durante todas las semanas, y meses y años -sin darse cuenta de que se le iba la vida. No atracaba en ninguna de las dos riberas, ni en las islas y bajíos del río; no pisó nunca más ni tierra ni hierba. Aunque, al menos, para dormir un poco, él amarrara la canoa en algún islote, en lo escondido. Pero no armaba una hoguerita en la playa, ni disponía de su luz ya encendida, ni nunca más rascó una cerilla. Lo que comía era un apenas; incluso de lo que dejábamos entre las raíces de la ceiba o en el hueco de la piedra del barranco, él recogía poco, nunca lo bastante. ¿No enfermaba? Y la constante fuerza de los brazos, para mantener la canoa, resistiendo, incluso en el empuje de las crecidas, al subir el río, ahí, cuando al impulso de la enorme corriente del río, todo forma remolinos peligrosos, aquellos cuerpos de bichos muertos y troncos de árbol descendiendo -de espanto el encontronazo. Y nunca más habló ni una palabra, con nadie. Tampoco nosotros hablábamos de él. Sólo se pensaba en él. No, de nuestro padre no podíamos olvidarnos; y si, en algunos momentos, hacíamos como que olvidábamos, era sólo para despertar de nuevo, de repente, con su recuerdo, al paso de otros sobresaltos.
Mi hermana se casó; nuestra madre no quiso fiesta. Pensábamos en él cuando comíamos una comida más sabrosa; así como, en el abrigo de la noche, en el desamparo de esas noches de mucha lluvia, fría, fuerte, nuestro padre con sólo la mano y una calabaza para ir achicando la canoa del agua del temporal. A veces, algún conocido nuestro notaba que yo me iba pareciendo a nuestro padre. Pero yo sabía que él ahora se había vuelto greñudo, barbudo, con las uñas crecidas, débil y flaco, renegrido por el sol y la pelambre, con el aspecto de una alimaña, casi desnudo, apenas disponiendo de las ropas que, de vez en cuando, le dejábamos.
Ni quería saber de nosotros, ¿no nos tenía cariño? Pero, por el cariño mismo, por respeto, siempre que, a veces, me elogiaban por alguna cosa bien hecha, yo decía: “Fue mi padre el que un día me enseñó a hacerlo así…”; lo que no era cierto, exacto, sino una mentira piadosa. Porque, si él no se acordaba más, ni quería saber de nosotros, ¿por qué, entonces, no subía o descendía por el río, hacia otros lugares, lejos, en lo no encontrable? Sólo él sabría. Pero mi hermana tuvo un niño, ella se empeñó en que quería mostrarle el nieto. Fuimos, todos, al barranco; fue un día bonito, mi hermana con un vestido blanco, que había sido el de la boda, levantaba en los brazos a la criaturita, su marido sostenía, para proteger a los dos, la sombrilla. Le llamamos, esperamos. Nuestro padre no apareció. Mi hermana lloró, todos nosotros lloramos allí, abrazados.
Mi hermana se mudó, con su marido, lejos de aquí. Mi hermano se decidió y se fue, a una ciudad. Los tiempos cambiaban, en el rápido devenir de los tiempos. Nuestra madre acabó yéndose también, para siempre, a vivir con mi hermana; ya había envejecido. Yo me quedé aquí, el único. Yo nunca pude querer casarme. Yo permanecí, con las cargas de la vida. Nuestro padre necesitaba de mí, lo sé -en la navegación, en el río, en el yermo-, sin dar razón de sus hechos. O sea que, cuando quise saber e indagué en firme, me dijeron que habían dicho que constaba que nuestro padre, alguna vez, había revelado la explicación al hombre que le había preparado la canoa. Pero, ahora, ese hombre ya había muerto; nadie sabría, aunque hiciera memoria, nada más. Sólo en las charlas vanas, sin sentido, ocasionales, al comienzo, en la venida de las primeras crecidas del río, con lluvias que no escampaban, todos habían temido el fin del mundo, decían que nuestro padre había sido elegido, como Noé, que, por tanto, la canoa él la había anticipado; pues ahora medio lo recuerdo. Mi padre, yo no podía maldecirlo. Y ya me apuntaban las primeras canas.
Soy hombre de tristes palabras. ¿De qué era de lo que yo tenía tanta, tanta culpa? Si mi padre siempre estaba ausente; y el río-río-río, el río – perpetuo pesar. Yo sufría ya el comienzo de la vejez -esta vida era sólo su demora. Ya tenía achaques, ansias, por aquí dentro, cansancios, molestias del reumatismo. ¿Y él? ¿Por qué? Debía padecer demasiado. De tan viejo, no habría, día más día menos, de flaquear su vigor, dejar que la canoa volcara o que vagara a la deriva, en la crecida del río, para despeñarse horas después, con estruendo en la caída de la cascada, brava, con hervor y muerte. Me apretaba el corazón. Él estaba allá, sin mi tranquilidad. Soy el culpable de lo que ni sé, de un abierto dolor, dentro de mí. Lo sabría -si las cosas fueran otras. Y fui madurando una idea.
Sin mirar atrás. ¿Estoy loco? No. En nuestra casa, la palabra loco no se decía, nunca más se dijo, en todos aquellos años, no se condenaba a nadie por loco. Nadie está loco. O, entonces, todos. Lo único que hice fue ir allá. Con un pañuelo, para hacerle señas. Yo estaba totalmente en mis cabales. Esperé. Por fin, apareció, ahí y allá, el rostro. Estaba allí, sentado en la popa. Estaba allí, a un grito. Le llamé, unas cuantas veces. Y hablé, lo que me urgía, lo que había jurado y declarado, tuve que levantar la voz: “Padre, usted es viejo, ya cumplió lo suyo… Ahora, vuelva, no ha de hacer más… Usted regrese, y yo, ahora mismo, cuando ambos lo acordemos, yo tomo su lugar, el de usted, en la canoa…”. Y, al decir esto, mi corazón latió al compás de lo más cierto.
Él me oyó. Se puso en pie. Movió el remo en el agua, puso proa para acá, asintiendo. Y yo temblé, con fuerza, de repente: porque, antes, él había levantado el brazo y hecho un gesto de saludo -¡el primero, después de tantos años transcurridos! Y yo no podía… De miedo, erizados los cabellos, corrí, huí, me alejé de allí, de un modo desatinado. Porque me pareció que él venía del Más Allá. Y estoy pidiendo, pidiendo, pidiendo perdón.
Sufrí el hondo frío del miedo, enfermé. Sé que nadie supo más de él. ¿Soy un hombre, después de esa traición? Soy el que no fue, el que va a quedarse callado. Sé que ahora es tarde y temo perder la vida en los caminos del mundo. Pero, entonces, por lo menos, que, en el momento de la muerte, me agarren y me depositen también en una canoíta de nada, en esa agua que no para, de anchas orillas; y yo, río abajo, río afuera, río adentro —el río.
Este mes de Mundial de Futbol, un cuento de Machado de Assis (1839-1908), extraordinario autor brasileño. «A Igreja do Diabo» se publicó inicialmente en 1884, y es un raro ejemplo de las historias de imaginación fantástica del escritor. También es una historia atemporal: sus ideas sobre la virtud moral, la rebeldía y el carácter contradictorio del ser humano siguen vigentes. Agradezco a Sarai Robledo la transcripción del texto.
LA IGLESIA DEL DIABLO
Joaquim Maria Machado de Assis
I De una idea magnífica
Cuenta un viejo manuscrito benedictino que el diablo, en cierto día, tuvo la idea de fundar una iglesia. Aunque sus ganancias fueran continuas y grandes, se sentía humillado con el papel aislado que ejercía desde hacía siglos, sin organización, sin normas, sin cánones ni ritual ni nada. Vivía, por así decirlo, de los sobrantes divinos, de los descuidos y obsequios humanos. Nada de fijo, nada regular. ¿Por qué no iba a tener él una iglesia? Una iglesia del Diablo era el medio más eficaz para combatir a las demás religiones y destruirlas de una vez.
—Bueno, crearé una iglesia –concluyó—. Escritura contra Escritura, breviario contra breviario. Tendré mi misa, con vino y pan hasta el hartazgo, mis sermones, mis bulas, novenas y todo el aparato eclesiástico. Mi credo será el núcleo universal de los espíritus y mi iglesia una tienda de Abraham. Y luego, mientras que las otras religiones luchan entre sí y se dividen, mi iglesia se mantendrá unida; no tendré ante mí ni Mahoma ni Lutero. Hay muchas maneras de afirmar pero sólo una de negarlo todo.
Y diciendo esto, el Diablo sacudió la cabeza y extendió los brazos, en un gesto magnífico y varonil. En seguida se acordó de ir con Dios para comunicarle su idea y desafiarlo; levantó los ojos, encendidos de odio, ásperos por la venganza y se dijo a sí mismo: “Vamos, es tiempo”. Y rápido, batiendo las alas, con tal estruendo que prendió a todas las provincias del abismo, salió de la sombra hacia el azul infinito.
II Entre Dios y el Diablo
Dios estaba recibiendo a un anciano cuando el Diablo llegó al Cielo. Los serafines que enguirnaldaban al recién llegado se detuvieron inmediatamente y el Diablo se quedó en la entrada, con los ojos puestos en el Señor.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó éste.
—No vengo por tu siervo Fausto —respondió el Diablo, riéndose—, sino por todos los faustos del siglo y de los siglos.
—Explícate.
—Señor, la explicación es sencilla; pero permite que te diga: recoge primero a ese buen viejo; dale el mejor lugar, ordena que las más afinadas cítaras laúdes lo reciban con los más divinos coros…
—¿Sabes lo que hizo él? —preguntó el señor, con los ojos llenos de dulzura,
—No, pero probablemente es de los últimos que vendrán a estar con vosotros. No tardará mucho que el cielo quede parecido a una casa vacía, a causa del precio, que es elevado. Voy a construir un alojamiento barato; en dos palabras, voy a fundar una iglesia. Estoy cansado de mi desorganización, de mi reino azaroso y adventicio. Es tiempo de alcanzar la victoria final y completa. Y entonces he venido a contártelo, con lealtad, para que no me acuses de disimulo… Buena idea, ¿no te parece?
—Viniste a contármela, no a legitimarla — advirtió el Señor.
—Tienes razón —aceptó el Diablo—; pero al amor propio le gusta oír el aplauso de los maestros. Verdad es que en este caso sería el aplauso de un maestro vencido, y una tal exigencia… Señor, vuelvo a la tierra; voy a poner mi primera piedra.
—Ve.
—¿Quieres que venga a anunciarte la conclusión de la obra?
—No es necesario; basta que me digas desde ahora por qué motivo, cansado de tu desorganización, sólo hasta ahora pensaste en fundar una iglesia.
El Diablo sonrió con cierto aire de escarnio y triunfo. Tenía alguna idea cruel en mente, algún reparo picante en la alforja de la memoria, algo que en ese breve instante de la eternidad lo hacía creerse superior al propio Dios. Pero concluyó su sonrisa y dijo:
—–Sólo ahora concluí una observación que comencé a hacer desde hace algunos siglos, y es que las virtudes, hijas del cielo, son en gran número comparables a reinas cuyo manto de terciopelo rematara en franjas de algodón. Ahora me propongo jalarles de esa franja y traerlas a todas ellas a mi Iglesia; tras ellas vendrán las de seda pura…
—¡Viejo retórico! —murmuro el Señor.
—Mira bien. Muchos cuerpos que se arrodillan ante vuestros pies, en los templos del mundo, llevan encima el ropaje de la sala y la calle, los rostros se tiñen con el mismo polvo, los pañuelos huelen a los mismos olores, las pupilas centellean de curiosidad y devoción entre el libro santo y la atracción del pecado. Mire el ardor –la indiferencia al menos– con que ese caballero anuncia al público los beneficios que liberalmente distribuyen, ya sean ropas o zapatos, monedas o cualesquiera de esas materias necesarias para la existencia…, pero no quiero parecer como que me detengo en cosas menudas; no hablo, por ejemplo, de la placidez con la que este jefe de hermandad, en las procesiones, carga piadosamente en el pecho vuestro amor y una manda… Voy a negocios más elevados…
En esto los serafines agitaron las pesadas alas con hastío y sueño. Miguel y Gabriel contemplaron al señor con una mirada de súplica. Dios interrumpió al Diablo:
—Tú eres vulgar, que es lo peor que le puede suceder a un espíritu de tu especie —replicó el Señor–. Todo lo que dices o que puedas decir ya ha sido dicho y redicho por los moralistas del mundo. Es un asunto superado; y si no tienes fuerza ni originalidad para renovar un asunto superado, mejor es que te calles y retires. Mira, todas mis legiones muestran en la cara las señales vivas del tedio que les provocas. Ese mismo anciano parece mareado; ¿sabes tú lo que hizo?
—Ya te dije que no.
—Después de una vida honesta, tuvo una muerte sublime. Atrapado en un naufragio, se iba a salvar en una tabla. Pero vio a unos recién casados, en la flor de la vida, que se debatían ya en la muerte: les cedió la tabla de salvación y se hundió en la eternidad. Sin ningún público, sólo el agua y cielo arriba de él. ¿Dónde encuentras la franja de algodón?
—Señor, yo soy como tú sabes, el espíritu de la negación.
—¿Niegas estas muerte?
—Lo niego todo. La misantropía puede tomar la apariencia de caridad; dejarles la vida a los demás, para un misántropo, es realmente odiarlos…
—¡Sutil retórico! —exclamó el Señor— Ve, ve y funda tu iglesia, llama a todas las virtudes, recoge todas las franjas, convoca a todos los hombres…, pero, ¡vete, vete ya!
En vano el Diablo intentó proferir algo más. Dios le impuso silencio; los serafines, ante una seña divina, llenaron el cielo con armonía de sus cánticos. El Diablo sintió, de repente, que se hallaba en el aire; dobló las alas y, como rayo, cayó en la tierra.
III La buena nueva a los hombres
Una vez en la tierra, el Diablo no perdió un minuto. Se apresuró a vestir la túnica benedictina, como hábito de buena fama, y se metió a divulgar una doctrina nueva y extraordinaria, con una voz que hacía retumbar las entrañas del mundo. Él prometía a sus discípulos y fieles las delicias de la tierra, todas las glorias los deleites más íntimos. Confesaba que era el Diablo; pero lo confesaba para corregir la noción que los hombres tenían de él y desmentir las historias que las viejas beatas contaban de él.
—Sí, soy el Diablo —repetía él—; no el Diablo de las noches sulfúreas, de los cuentos para dormir, terror de los niños, sino el Diablo verdadero y único, el propio genio de la naturaleza, al que se le dio aquel nombre para arrancarlo del corazón de los hombres. Ved cómo soy gentil y cortés. Soy vuestro verdadero padre. Pero vamos, tomad ese nombre, inventado para mi descrédito, haced con ello un trofeo, un lábaro y yo os daré todo, todo, todo, todo, todo, todo…
Era así como hablaba, al principio, para excitar el entusiasmo, avisar a los indiferentes, congregar, en suma, a las multitudes a sus pies. Y ellas vinieron; y después de que vinieron, el Diablo pasó a definir su doctrina. La doctrina era la única que podía estar en la boca de un espíritu de la negación. Eso en lo que toca a la sustancia, porque en lo referente a la forma, unas veces era sutil y otras cínica y pálida.
Él clamaba que las virtudes aceptadas debían ser sustituidas por otras, que eran las naturales y legítimas. La soberbia, la lujuria, la pereza fueron rehabilitadas, y así también la avaricia, que declaró no ser sino la madre de la economía, con la diferencia que la madre era robusta y la hija una flaca. La ira encontraba su mejor defensa en la obra de Homero; sin el furor de Aquiles no hubiera habido la Ilíada: “Canta, oh musa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo”… Lo mismo dijo de la gula, que produjo las mejores páginas de Rabelais y muchos buenos versos del Hyssope; virtud tan superior que nadie recuerda las batallas de Lúculo sino sus cenas; fue la gula que realmente lo hizo inmortal. Pero aun haciendo a su lado las razones de orden literario o histórico, sólo para mostrar el valor intrínseco de aquella virtud, ¿quién podría negar que era mucho mejor sentir en la boca y el vientre los buenos manjares, en gran acopio, que los malos bocados, o la saliva del ayuno? Por su parte, el Diablo prometía sustituir la viña del Señor, expresión metafórica, por las viñas del Diablo, locución directa y verdadera, pues no iba a faltarles nunca a los suyos el fruto de las más bellas cepas del mundo. En lo referente a la envidia, pregonó fríamente que era la principal virtud, origen de prosperidades infinitas; preciosa virtud, que llegaría a suplir a todas las demás y hasta el mismo talento.
Las turbas corrían detrás de él, entusiasmadas. El diablo les inculcaba, con los grandes golpes de elocuencia, todo el nuevo orden de las cosas, cambiando la noción de ellas, haciendo amar a las perversas y odiar a las sanas.
Nada más curioso, por ejemplo, que la definición que él daba de fraude. Lo llamaba el brazo izquierdo el hombre; el brazo derecho era la fuerza, y concluía: muchos hombres son zurdos, eso es todo. Ahora bien, él no exigía que fueran todos zurdos, no era exclusivista. Que unos fueran zurdos y otros diestros; aceptaba a todos, menos a los que no fueran nada. Pero la demostración más rigurosa y profunda, fue la venalidad. Una casuista del tiempo llegó a confesar que era un monumento de lógica. La venalidad, dijo el Diablo, era el ejercicio de un derecho superior a todos los derechos. Si tú puedes vender tu casa, tu buey, tus zapatos, tu sombrero, cosas que son tuyas por una razón jurídica legal, pero que, en todo caso, están fuera de ti, ¿cómo es que no puede vender tu opinión, tu voto, tu palabra, tu fe, cosas que son más que tuyas porque son tu propia conciencia, esto es, tú mismo? Negarlo es caer en o absurdo y contradictorio. ¿Pues no hay mujeres que venden sus cabellos? ¿No puede un hombre vender parte de su sangre para transfundirla a otro hombre anémico? ¿Y la sangre y los cabellos, partes físicas, tendrán un privilegio que se le niega al carácter, a la parte moral del hombre?
Demostrando así el principio, el Diablo no tardó en exponer las ventajas del orden temporal o pecuniario; después, enseño todavía que, en vista del perjuicio social, convenía disimular el ejercicio de un derecho tan legítimo, es decir, ejercer al mismo tiempo la venalidad y la hipocresía, esto es merecer doblemente. Y así por arriba y por abajo, examinaba todo, corregía todo. Claro está, combatió el perdón de las injurias y otras máximas de suavidad y cordialidad. No prohibió formalmente a la calumnia gratuita, sino que introdujo a ejercitarla mediante retribución, pecuniaria o de otra especie; pero en los casos en que fuera una imperiosa expansión de la fuerza de imaginación y nada más, prohibía aceptar compensación alguna, ya que ello equivalía a hacer pagar la inspiración. Todas las formas del respeto fueron condenadas por él, como posibles elementos de un cierto decoro social y personal, con la única excepción del interés. Pero esa misma excepción fue después eliminada, por considerar que el interés, que convierte al respeto en simple adulación, era el sentimiento aplicado y no aquél.
Para rematar la obra, el Diablo pensó que le correspondía acabar con toda la solidaridad humana. En efecto, el amor al prójimo era un grave obstáculo para la nueva institución. Él demostró que esa norma era una simple invención de los parásitos y negociantes insolventes; no se debía dar al prójimo sino indiferencia; en algunos de los casos, odio o desprecio. Incluso llegó a demostrar que la noción de prójimo estaba equivocada, y citaba esta fase de un padre de Nápoles, aquel fino y letrado Galiani, que le escribía una de las marquesas del Antiguo Régimen: “¡Que se enoje el prójimo! ¡No hay prójimo!” La única hipótesis en la que él permitía amar al prójimo era cuando se trataba de amar a las mujeres ajenas, porque esa clase de amor tenía la particularidad de no ser otra cosa que el amor del individuo a sí mismo. Y como algunos discípulos encontraran que tal explicación, por metafísica, escapaba a la comprensión de la turba, el Diablo recurrió a un apólogo: “Cien personas adquieren acciones de un banco, para las operaciones comunes; pera coda accionista no cuida realmente sino de sus dividendos: es lo que sucede con los adúlteros. “Este apólogo fue incluido en su Libro de Sabiduría.
IV Franjas y franjas
La perversión de Diablo se consumó. Todas las virtudes cuya capa de terciopelo remataba en franja de algodón, una vez jaladas de la franja, arrojaban la capa a las ortigas y venían a alistarse en una iglesia nueva. Detrás fueron llegando las demás, y el tiempo bendijo la institución. La iglesia se fundó; la doctrina se propagaba; no había una sola región en el globo que no la conociera, una lengua a la que no se tradujera, una raza que no la amara. El Diablo levantó gritos de triunfo.
Pero un día, muchos años después, notó el Diablo que sus fieles, a escondidas, practicaban las antiguas virtudes. No las practicaban todas, ni íntegramente, sino más bien algunas y por partes y, como digo, a escondidas. Ciertos glotones se ocultaban a comer frugalmente tres o cuatro ocasiones por año, justamente en los días del precepto católico; muchos avaros daban limosas, en la noche, o en las calles semidesiertas; varios dilapidadores del erario restituían pequeñas cantidades; los fraudulentos, hacían cosas legales una que otra vez, con el corazón en las manos, pero con el mismo rostro de disimulo, para hacer creer que estaban embaucando a los demás.
Este descubrimiento asombró al Diablo. Se metió a investigar más hondamente el mal, y vio cuan extendido se hallaba. Algunos casos eran hasta incomprensibles, como el de un farmacéutico del Levante que había envenenado a una generación completa, y con el producto de sus drogas socorría a los hijos de las víctimas. En el Cairo encontró a un perfecto ladón de camellos, que se cubría la cara para acudir a las mezquitas. El Diablo se encontró con él a la entrada, y lo increpó por su procedimiento; él lo negó, diciendo que iba allí a robarle el camello a un trujamán: lo robó en efecto, a la vista del Diablo y fue a ofrecérselo de presente a un muezín que oró por él a Alá. El manuscrito benedictino cita muchos otros descubrimientos extraordinarios, y entre ellos éste, que desorientó por completo al Diablo. Uno de sus mejores apóstoles era un calabrés, varón de cincuenta años, insigne falsificador de documentos, que poseía una hermosa casa en la compañía romana, telas, estatuas, biblioteca, etc. Era el fraude en persona; incluso había llegado a meterse en la cama para no confesar que estaba sano. Pues ese hombre no sólo robaba en el juego, sino que todavía daba gratificaciones a los criados. Habiéndose hecho amigo de un canónigo, iba todas las semanas a confesarse con él, en una capilla solitaria; y, aunque no le descubría ninguna de sus acciones secretas, se santiguaba dos veces, al arrodillarse y al levantar. El diablo apenas pudo creer tan grande alevosía. Pero no había forma de dudar; el caso era verdadero.
No se detuvo un instante. El asombro no le dio tiempo para reflexionar, comparar y concluir que el espectáculo presente tenía algo de análogo con el pasado. Voló de nuevo al cielo, trémulo de rabia, ansioso por conocer la causa secreta de tan singular fenómeno. Dios lo escuchó con infinita complacencia; no lo interrumpió, no lo reprendió, no se vanaglorió, siquiera, de aquella agonía satánica. Puso sus ojos en él y le dijo:
—¡Qué quieres tú, mi pobre Diablo! Las capas de algodón tienen ahora franjas de seda, como las de terciopelo tuvieron franjas de algodón. ¡Qué le vamos a hacer: es la eterna contradicción humana!
Este mes, un cuento extraño y magnífico de Clarice Lispector (1920-1977), gran escritora brasileña; está tomado de Silencio, una colección de sus historias traducida por Cristina Peri Rossi (Grijalbo Mondadori, 1988).
Iba a poner un fragmento del prólogo de Peri Rossi, donde se explica la importancia de la mirada y la experiencia interior en la obra de Lispector y se ofrece un punto de partida para explicar el texto. Pero mejor no: mejor que los lectores se adentren en él y descubran por su cuenta lo que ha de descubrirse.
DÓNDE ESTUVISTE DE NOCHE
Clarice Lispector
Las historias no tienen desperdicio.
ALBERTO DIÑES
Lo desconocido envicia.
FUAZI ARAP
Sentado en el sofá con la boca llena de dientes, esperando la muerte.
RAÚL SEIXAS
Lo que voy a anunciar es tan nuevo que sospecho todos los hombres se convertirán en mis enemigos, a tal punto se enraizan en el mundo los prejuicios y las doctrinas, una vez aceptadas.
WILLIAM HARVEY
La noche era una posibilidad excepcional. En plena noche cerrada de un verano tórrido un gallo soltó su grito fuera de hora y una sola vez para anunciar el inicio de la subida por la montaña. La multitud, abajo, aguardaba en silencio.
Él-ella ya estaba presente en lo alto de la montaña, y Ella-él estaba personalizada en él y él estaba personalizado en ella. La mezcla andrógina creaba un ser tan terriblemente bello, tan horrorosamente sorprendente que los participantes no podían mirarlo de una sola vez: así como una persona va poco a poco habituándose a la oscuridad y lentamente discierne. Lentamente discernían a Ella-él y cuando Él-ella se les aparecía con una claridad que emanaba de Ella-él, los paralizados por la belleza iban a decir: «¡Ah, ah!». Era una exclamación que estaba permitida en el silencio de la noche. Miraban la asustadora belleza y su peligro. Pero ellos habían venido exactamente para sufrir el peligro.
Los pantanos se elevaban. Una estrella de enorme densidad los guiaba. Ellos eran el revés del Bien. Subían la montaña mezclando hombres, mujeres, duendes, gnomos y enanos, como dioses extintos. La campana de oro sonaba por los suicidas. Fuera de la estrella grande, ninguna estrella. Y no había mar. Lo que había desde lo alto de la montaña era oscuridad. Soplaba un viento noroeste. ¿Él-ella era un farol? La adoración de los malditos comenzaba.
Los hombres coleaban en el suelo como gruesos y blandos gusanos: subían. Lo arriesgaban todo, ya que fatalmente un día iban a morir, tal vez dentro de dos meses, tal vez siete años: quizás fuera esto lo que Él-ella pensaba dentro de ellos.
Mira al gato. Mira lo que el gato vio. Mira lo que el gato pensó. Mira lo que era. En fin, en fin, no había símbolo, la «cosa» era. La cosa orgiástica. Los que subían estaban al borde de la verdad. Nabucodonosor. Ellos parecían veinte nabucodonosores. Y en la noche se desquitaban. Ellos están esperándonos. Era una ausencia, el viaje fuera del tiempo.
Un perro daba carcajadas en la oscuridad. «Tengo miedo», dijo la niña. «¿Miedo de qué?», preguntó la madre. «De mi perro.» «Pero si tú no tienes perro.» «Tengo, sí.» Pero después la niñita también carcajeó llorando, mezclando lágrimas de risa y de espanto.
Al fin llegaron, los malditos. Y miraban a aquella eterna Viuda, la gran Solitaria que fascinaba a todos, y los hombres y las mujeres no podían resistir y querían aproximarse a ella para amarla muriendo, pero ella con un gesto los mantenía a todos a distancia. Ellos querían amarla con un amor extraño que vibra en la muerte. No se inquietaban por amarla muriendo. El manto de Ella-él era de sufrido color rosa. Pero las mercenarias del sexo en festín intentaban imitarla en vano.
¿Qué hora sería? Nadie podía vivir en el tiempo, el tiempo era indirecto y por su propia naturaleza siempre inalcanzable. Ellos ya estaban con las articulaciones hinchadas, los dolores roncaban en los estómagos llenos de tierra y con los labios inflamados y hendidos subían la colina. Las tinieblas eran de un sonido bajo y oscuro como la nota más oscura de un violoncelo. Llegaron. El Mal-Aventurado, o Él-ella, frente a la adoración de los reyes y vasallos, brillaba como una iluminada águila gigantesca. El silencio pululaba de respiraciones ansiosas. La visión era de bocas entreabiertas por la sensualidad que casi los paralizaba de tan gruesa. Ellos se sentían a salvo del Gran Tedio.
La colina era de chatarra. Cuando Ella-él se detenía un instante, los hombres y mujeres, entregados a ellos mismos por un momento, decíanse asustados: yo no sé pensar. Pero Él-ella pensaba dentro de ellos.
Un mensajero mudo de clarinete agudo anunciaba la noticia. ¿Qué noticia? ¿La de la bestialidad? Quizá lo que ocurría era lo siguiente: a partir del mensajero cada uno de ellos comenzó a «sentirse», a sentirse a sí mismo. Y no había represión: ¡libres!
Entonces ellos comenzaron a balbucear para adentro, porque Ella-él era cáustica y no quería que se perturbaran los unos a los otros en su lenta metamorfosis. «Soy Jesús, soy judío», gritaba en silencio el judío pobre. Los anales de astronomía nunca registraron nada como este espectacular cometa, recientemente descubierto, su cola vaporosa se arrastrará durante millones de quilómetros en el espacio. Sin hablar del tiempo.
Un enano jorobado daba saltos como un sapo, de una encrucijada a otra (el lugar era de encrucijadas). De repente las estrellas aparecieron, y eran brillantes y diamantes en el cielo oscuro. Y el enano giboso daba saltos, los más altos que conseguía para alcanzar los brillantes que su codicia despertaba. ¡Cristales! ¡Cristales!, gritó él, con pensamientos que eran saltarines como los brincos.
La latencia pulsaba leve, ritmada, ininterrumpida. Todos eran todo en latencia. «No hay crimen que no hayamos cometido con el pensamiento»: Goethe. Una nueva y no auténtica historia brasileña era escrita en el extranjero. Además, los investigadores nacionales se quejaban de la falta de recursos para el trabajo.
La montaña era de origen volcánico. Y de repente el mar: la rabiosa rebeldía del Atlántico henchía sus oídos. Y el olor salado del mar los fecundaba y los multiplicaba en monstruitos.
¿El cuerpo humano puede volar? La levitación. Santa Teresa de Ávila: «Parecía que una gran fuerza me elevaba en el aire. Eso me provocaba un gran miedo». El enano levitaba por segundos, pero le gustaba y no tenía miedo.
—¿Cómo se llama? —dijo mudo el chico—. Para poder llamarla, para poder llamarla la vida entera. Yo gritaré su nombre.
—Yo no tengo nombre allá abajo. Aquí, tengo el nombre de Xantipa.
—¡Ah! ¡Quiero gritar Xantipa! ¡Xantipa!
Mire, estoy gritando hacia adentro. ¿Y cuál es su nombre durante el día?
—Me parece que es…, es… Creo que María Luisa.
Y se estremeció como un caballo se eriza. Cayó exangüe en el suelo. Nadie asesinaba a nadie porque ya estaban asesinados. Nadie quería morir y nadie moría.
En cuanto a eso, delicada, delicada, Él-ella usaba un timbre. El color del timbre. Porque yo quiero vivir en abundancia y traicionaría al mejor amigo a cambio de más vida de la que se puede tener. Esa búsqueda, esa ambición. Ya despreciaba los preceptos de los sabios que aconsejan la moderación y la pobreza del alma; la simplificación del alma, según mi propia experiencia, era la santa inocencia. Pero yo luchaba contra la tentación.
Sí. Sí: caer hasta la abyección. Ésa era la ambición de ellos. El sonido era el mensajero del silencio. Porque nadie podía dejarse poseer por Aquel-aquella-sin-nombre.
Ellos querían gozar de lo prohibido. Querían elogiar la vida y no querían el dolor que es necesario para vivir, para sentir y para amar. Ellos querían sentir la inmortalidad aterradora. Pues lo prohibido es siempre lo mejor. Al mismo tiempo, ellos no se preocupaban ante la posibilidad de caer en el enorme agujero de la muerte. Y la vida sólo les era preciosa cuando gritaban y gemían. Sentir la fuerza del odio era lo que más querían. Yo me llamo pueblo, pensaban.
—¿Qué hago para ser un héroe? Porque en los templos sólo hay héroes.
Y en el silencio, de pronto su grito agudo, no se sabía si de amor o de mortal, el héroe oliendo a mirra, a incienso y a benjuí.
Él-ella cubría su desnudez con un manto bonito, pero parecido a una mortaja, mortaja púrpura, color bermejo-catedral. En noches sin luna Ella-él se transformaba en coruja. Comerás a tu hermano, dijo ella en el pensamiento de los otros, y en la hora salvaje habrá un eclipse de sol.
Para no traicionarse, ellos ignoraban que hoy era ayer y habría mañana. Soplaba en el aire una transparencia como ningún hombre había respirado antes. Pero ellos esparcían pimienta en polvo en los propios órganos genitales y se contorsionaban de ardor. Y de repente el odio. Ellos no se mataban los unos a los otros, pero sentían tan implacable odio que era como dardo lanzado al cuerpo. Y se regocijaban, enloquecidos por lo que sentían. El odio era un vómito que los libraba del vómito mayor, el vómito del alma.
Él-ella con las siete notas musicales conseguía el aullido. Así como con las mismas siete notas podría crear música sacra. Ellos oían dentro de ellos mismos el do-re-mi-fa-sol-la-si, el si suave y agudísimo. Ellos eran independientes y soberanos, a pesar de estar guiados por Él-ella. Rugiendo la muerte en los poros oscuros. Fuego, grito, color, vicio, cruz. Estoy vigilante en el mundo: de noche vivo y de día duermo, huyo. Yo, como olfato de perro, orgiástico.
En cuanto a ellos, cumplían los rituales que los fieles ejecutan sin entender los misterios. El ceremonial. Con un gesto leve Ella-él tocó a una niña fulminándola y todos dijeron: amén. La madre dio un aullido de lobo: estaba muerta, ella también.
Pero era para tener supersensaciones que se iba hasta allí. Y era una sensación tan secreta y tan profunda que el júbilo centelleaba en el aire. Ellos querían la fuerza superior que reina en el mundo a través de los siglos. ¿Tenían miedo? Nada sustituía la riqueza del silencioso pavor. Tener miedo era la maldita gloria de la oscuridad, silente como la Luna.
Poco a poco se habituaban a la oscuridad y a la Luna, antes escondida, muy redonda y pálida, que les suavizaba la subida. Era oscuro cuando uno por uno subían «la montaña», como llamaban a la colina un poco más elevada. Se apoyaban en el suelo para no caer, pisando ramas secas y ásperas, pisando cactus espinosos. Era un miedo irresistiblemente atrayente, preferían morir que abandonarlo. Él-ella era como la Amante. Pero si alguien osaba, por ambición, tocarla, era congelado en la posición en que estuviera.
Él-ella contóles, dentro de sus cerebros —y todos escucharon dentro de sí—, lo que le ocurría a una persona cuando no atendía al llamado de la noche: le ocurría que en la ceguera de la luz del día la persona vivía en carne abierta y con los ojos ofuscados por el pecado de la luz, vivía sin anestesia el terror de estar vivo. Nada hay que temer, cuando no se tiene miedo. Era la víspera del apocalipsis. ¿Quién era el rey de la Tierra? Si se abusa del poder que se ha conquistado, los maestros lo castigarán. Llenos de terror, de una feroz alegría, ellos bajaban y a carcajadas comían hierbas dañinas del suelo y las carcajadas rebosaban de oscuridades y de ecos de oscuridades. Un perfume sofocante de rosas henchía el peso del aire, rosas malditas en su fuerza de naturaleza demente, la misma naturaleza que inventaba las cobras y los ratones y perlas y niños, la naturaleza extravagante que ora era noche de tinieblas, ora el día de luz. Esta carne que se mueve sólo porque tiene espíritu.
De las bocas se deslizaba una saliva gruesa, amarga y untuosa, y ellos se orinaban sin sentirlo. Las mujeres que habían parido recientemente apretaban con violencia los propios senos y de las puntas una gruesa leche oscura manaba. Una mujer escupió con fuerza en la cara de un hombre y la saliva áspera se deslizó de la cara hasta la boca: ávidamente, se lamió los labios.
Todos estaban sueltos. La alegría era frenética. Ellos eran el harén de Él-ella. Habían caído finalmente en lo imposible. El misticismo era la forma más alta de la superstición.
El millonario gritaba: ¡Quiero el poder! ¡Poder! ¡Quiero que hasta los objetos obedezcan mis órdenes! Yo diré: ¡Muévete, objeto! Y él, por sí solo, se moverá.
La mujer vieja y desgreñada le dijo al millonario: ¿Quiere ver cómo no es millonario? Pues le diré: usted no es dueño del próximo segundo de vida, usted puede morir sin saberlo. La muerte lo humillará. El millonario: Yo quiero la verdad, ¡la verdad pura!
La periodista estaba haciendo un reportaje magnífico sobre la vida cruda. Voy a ganar fama internacional, como la autora de El exorcista, que no leí para no dejarme influenciar. Estoy viendo en directo la vida cruda, la estoy viviendo.
Yo soy solitario, se dijo el masturbador. Estoy en la espera, espera, nada jamás me sucede, ya desistí de esperar. Ellos bebían el amargo licor de hierbas ásperas.
—¡Yo soy un profeta! ¡Veo el más allá! —gritaba un muchacho.
El padre Joaquín Jesús Jacinto —todo con jota, porque a la madre le gustaba la letra jota.
Era el día treinta y uno de diciembre de 1973. El horario astronómico sería medido por los relojes atómicos, cuyo atraso es sólo de un segundo cada tres mil trescientos años.
A otro le dio por estornudar, un estornudo detrás de otro, sin parar. Pero le gustaba. La otra se llamaba J. B.
—¡Mi vida es una verdadera novela! —gritaba la escritora fracasada.
El éxtasis estaba reservado para Él-ella. Que de pronto sufrió la exaltación del cuerpo, largamente. Ella-él dijo: ¡Paren! Porque se endemoniaba por sentir el gozo del Mal. A través de ella, todos gozaban: era la celebración de la Gran Ley. Los eunucos hacían una cosa que estaba prohibido mirar. Los otros, a través de Ella-él, recibían temblorosos las ondas del orgasmo, pero sólo las ondas porque no tenían fuerza de, sin destruirse, recibir todo. Las mujeres pintaban sus bocas de rojo como si fuese fruta aplastada por los afilados dientes.
Ella-él les contó lo que ocurría cuando no se iniciaba en la profetización de la noche. Estado de choc. Por ejemplo: la muchacha era rubia y como si no alcanzara con eso, era rosada por dentro y además, daltónica. Tanto que en su pequeño apartamento había una cruz verde sobre fondo rojo: ella confundíalos dos colores. ¿Cómo es que comenzó su terror? Escuchando un disco, o el silencio reinante, o los pasos en el piso de arriba, y hela allí, aterrorizada. Con miedo al espejo que la refleja. De frente había un armario y tenía la impresión de que las ropas se movían en su interior. Poco a poco iba reduciendo el apartamento. Tenía miedo hasta de salir de la cama. Tenía la impresión de que iban a agarrarle el pie desde abajo de la cama. Era delgadísima. Su nombre era Psiu, nombre rojo. Tenía miedo de encender la luz en la oscuridad y de encontrar la fría lagartija que habitaba en ella. Sentía con aflicción los dedos helados y blancos de la lagartija. Buscaba ávidamente en el periódico las páginas policiales, noticias de lo que estaba ocurriendo. Siempre le ocurrían cosas horribles a las personas como ella, que vivían solas y eran asaltadas por la noche. Tenía en la pared un cuadro que era de un hombre que la miraba bien a los ojos, vigilándola. Imaginaba que esa figura la seguía por todos los rincones de la casa. Tenía terror pánico a los ratones. Prefería morir a entrar en contacto con ellos. Pero oía sus gritos. Llegaba a sentir sus mordiscos en los pies. Despertaba siempre sobresaltada, sudando frío.
Ella era un bicho arrinconado. Normalmente dialogaba consigo misma. Daba los pros y los contras y siempre quien perdía era ella. Su vida era una constante sustracción de sí misma. Todo eso porque no atendió a la llamada de la sirena.
Él-ella sólo mostraba el rostro de andrógina. Y de él se irradiaba tal ciego esplendor de locura que los otros gozaban la propia locura. Ella era el vaticinio y la disolución y ya nació tatuada. Todo el aire olía ahora a fatal jazmín y era tan fuerte que algunos vomitaban las propias entrañas. La Luna estaba plena en el cielo. Quince mil adolescentes esperaban para saber qué especie de hombre y mujer iban a ser.
Entonces Ella-él dijo:
—Comeré a tu hermano y habrá un eclipse total y el fin del mundo.
De vez en cuando se escuchaba un largo relincho, pero no se veía caballo alguno. Sólo se sabía que con siete notas musicales se hacían todas las músicas que existen y que existieron y que existirán. De Ella-él manaba un fuerte olor a jazmín marchito porque era noche de Luna llena. El sortilegio o la hechicería. Max Ernst, cuando niño, fue confundido con el Niño Jesús en una procesión. Después, provocaba escándalos artísticos. Tenía una pasión ilimitada por los hombres y una inmensa y poética libertad. Pero, ¿por qué estoy hablando de eso? No lo sé. «No lo sé» es una respuesta óptima.
¿Qué hacía Thomas Edison, tan inventor y libre, en medio de aquellos que eran comandados por Él-ella?
Garabatos, pensó el estudiante perfecto, era la palabra más difícil de la lengua.
¡Escuchad! ¡Los ángeles anunciadores cantan!
El judío pobre gritaba mudo y nadie lo oyó, el mundo entero no oía. Él dijo: tengo sed, sudor y lágrimas. Y para saciar mi sed bebo mi sudor y mis propias lágrimas saladas. ¡Y no como cerdo! ¡Sigo la Torah! ¡Pero alivíame, Jehová, por favor!
Jubileu de Almeida escuchaba la radio a pilas, siempre. «El pastel más sabroso está hecho con Cremogema.» Y después, anunciaba, de Strauss, un vals que por increíble que pareciera se llamaba El pensador libre. Es cierto, existe, yo lo escuché. Jubileu era el dueño de La Mandolina de Oro, tienda de instrumentos musicales casi en quiebra, estaba loco por los valses de Strauss. Era viudo, él, quiero decir Jubileu. Su rival era El Clarín, también en la calle Gomes Freiré o Freí Caneca. Jubileu era también afinador de pianos. Todos, allí, estaban dispuestos a apasionarse. Sexo. Puro sexo. Ellos se frenaban. Rumania era un país peligroso: gitanos.
Faltaba petróleo en el mundo. Y, sin petróleo, faltaba comida. Carne, sobre todo. Y sin carne ellos se volvían terriblemente carnívoros.
«Aquí, Señor, encomiendo mi alma», dijo Cristóbal Colón al morir, vestido con el hábito franciscano. Él no comía carne. Se santificaba, Cristóbal Colón, el descubridor de olas, y que descubrió san Francisco de Asís. ¡Hete aquí! Él murió. ¿Dónde está ahora? ¿Dónde? Por el amor de Dios, ¡responde!
De pronto, y suavemente, fíat lux.
Hubo una desbandada asustadiza, como de gorriones.
Tan veloz que parecía que se hubieran desvanecido.
Al mismo tiempo estaban ya echados en la cama para dormir, ya despiertos. Lo que existía era el silencio. Ellos no sabían de nada. Los ángeles de la guarda —que se habían tomado un descanso, ya que todos estaban sosegados en la cama— despertaban frescos, bostezando todavía, pero ya protegiendo a sus pupilos.
Madrugada: el huevo venía girando lentamente del horizonte al espacio. Era de mañana: una joven rubia, casada con un joven rico, da a luz un bebé negro. ¿Hijo del demonio de la noche? No se sabe. Apuros, vergüenza.
Jubileu de Almeida se despertó como pan dormido: tonto. Desde pequeño fue así. Encendió la radio y escuchó: «Zapatería Morena donde está prohibido vender caro». Iría allí, necesitaba zapatos. Jubileu era albino, negro acero con las cejas amarillas casi blancas. Cogió un huevo de la nevera. Y pensó: si pudiera algún día oír El pensador libre, de Strauss, mi soledad estaría recompensada. Sólo había escuchado ese vals una vez, no recordaba cuándo.
El poderoso quería en su breakfast comer caviar danés a cucharadas, masticando con los dientes agudos las bolitas. Pertenecía al Rotary Club, a la Masonería y al Diners Club. Tenía el escrúpulo de no comer caviar ruso: era una manera de derrotar a la poderosa Rusia.
El judío pobre despierta y bebe agua del grifo, ansiosamente. Era la única agua que había en los fondos de la pensión baratísima donde vivía: una vez vio una cucaracha nadando en la comida. Las prostitutas que vivían allí protestaban.
El estudiante perfecto, que no sabía que era un tonto, pensó: ¿cuál era la palabra más difícil que existía?, ¿cuál era? ¿Una que significaba adornos, afeites, atavíos? Ah, sí, garabatos. Recordó la palabra para escribirla en el próximo examen.
Cuando comenzó a rayar el día todos estaban en la cama sin parar de bostezar. Cuando despertaban, uno era zapatero, otro estaba preso por estupro, una era ama de casa, dando órdenes a la cocinera, que nunca llegaba tarde, otro era banquero, otro era secretario, etc. Despertaban, pues, un poco cansados, satisfechos por la noche tan profunda de sueño. El sábado había pasado y hoy era domingo. Y muchos fueron a la misa celebrada por el padre Jacinto, que era el padre de moda: pero ninguno se confesó, ya que no tenían nada que confesar.
La escritora fracasada abrió su diario encuadernado en cuero rojo y comenzó a anotar: «Siete de julio de mil novecientos sesenta y cuatro. Yo, yo, yo, yo, yo, yo, yo.
En esta bella mañana de sol de domingo, después de haber dormido muy mal, yo, a pesar de todo, aprecio las bellezas maravillosas de la Naturaleza-madre. No voy a la playa porque estoy demasiado gorda, y esto es una desgracia para quien aprecia tanto las olas verdes del mar. ¡Me rebelo! Pero no consigo hacer régimen: me muero de hambre. Me gusta vivir peligrosamente. Tu lengua viperina será cortada por la tijera de la complacencia».
De mañana: Agnus Dei. ¿Becerro de oro? Buitre.
El judío pobre: ¡líbrame del orgullo de ser judío!
La periodista de mañana, bien temprano, telefonea a su amiga:
—Claudia, discúlpame por telefonear un domingo a esta hora. Pero me desperté con una inspiración fabulosa: ¡voy a escribir un libro sobre la Magia Negra! No, no leí El exorcista, porque me dijeron que es mala literatura y no quiero que piensen que estoy en el mismo camino. ¿Lo has pensado? El ser humano siempre intentó comunicarse con lo sobrenatural, desde el Antiguo Egipto, con el secreto de las Pirámides, pasando por Grecia con sus dioses, pasando por Shakespeare en Hamlet. Pues yo voy también a ir por ese camino. Y, ¡por Dios!, voy a ganar esa apuesta.
En muchas casas de Río olía a café. Era domingo. Y el chico en la cama, lleno de sopor, todavía mal despierto, se dijo: otro domingo de tedio. ¿Con qué había soñado? Ya lo sé, respondióse, si soñé, soñé con una mujer.
En fin, el aire era más claro. Y el día siempre comienza. El día bruto. La luz era maléfica: instaurábase el mal asombrado día diario. Una religión era necesaria: una religión que no tuviera miedo del mañana. Yo quiero ser envidiado. Yo quiero el estupro, el robo, el infanticidio, el desafío mío es fuerte. Quiero oro y fama, despreciaba hasta el sexo: amaba de prisa y no sabía qué era el amor. Quiero el oro malo. Profanación. Voy a mi extremo. Después de la fiesta —¿qué fiesta? ¿nocturna?—, después de la fiesta, desolación.
Estaba también el observador que escribió esto en el cuaderno de notas: «El progreso y todos los fenómenos que lo rodean parecen participar íntimamente de esa ley de aceleración general, cósmica y centrífuga que arrastra a la civilización al «progreso máximo», a fin de que enseguida venga la caída. ¿Una caída ininterrumpida o una caída rápidamente contenida? Ahí está el problema: no podemos saber si esta sociedad se destruirá completamente o se conocerá sólo una interrupción brusca y después la marcha se retomará». Y después: «El Sol disminuiría sus efectos sobre la Tierra y provocaría el inicio de un nuevo período glacial que podría durar por lo menos diez mil años». Diez mil años era mucho tiempo y asustaba. Es lo que ocurre cuando alguien escoge, por miedo a la noche oscura, vivir en la superficial luz del día. Es que lo sobrenatural, divino o demoníaco, es una tentación desde el Egipto, pasando por la Edad Media, hasta las novelas baratas de misterio.
El carnicero, que ese día sólo trabajaba de las ocho a las once, abrió la carnicería, y se detuvo, embriagado de placer ante el olor de carnes y carnes crudas, crudas y sanguinolentas. Era lo único en que el día continuaba a la noche.
El padre Jacinto estaba de moda porque nadie corno él erguía tan límpidamente el cáliz y bebía con sagrada unción y pureza, salvando a todos, la sangre de Jesús, que era el Bien. Con suma delicadeza en las manos pálidas, durante la ofrenda.
El panadero, como siempre, despertó a las cuatro y comenzó a hacer la masa del pan. ¿De noche amasa el Diablo?
Un ángel pintado por Fra Angélico, siglo quince, voceaba por los aires: era el clarín anunciador de la mañana. Los postes de la luz eléctrica todavía no habían sido apagados y lucían empalidecidos. Postes. La velocidad se come los postes cuando se anda en auto.
El mas turbador de mañana: mi único amigo fiel es mi perro. Él no confiaba en nadie, especialmente, no confiaba en las mujeres.
La que bostezó la noche entera y dijo: «Te conjuro, ¡madre de santo!» , comenzó a restregarse los ojos y a bostezar. Diablos, dijo.
El poderoso —que cuidaba orquídeas, dalias, camelias y lilas— hizo sonar impaciente la campana para llamar al mayordomo: quería que le trajera el ya atrasado breakfast. El mayordomo le adivinaba los pensamientos y sabía cuándo traerle los galgos daneses para que fueran rápidamente acariciados.
Aquella que de noche gritaba: «Estoy en espera, en espera», de mañana, despeinada, dijo a la leche que estaba en el cazo, al fuego:
—¡Te voy a dar, porquería! Quiero ver si te estropeas y si hierves en mi cara, mi vida es esperar. Es sabido que si desvío un instante la mirada de la leche, va a aprovecharse, la desgraciada, para hervir y volcarse. Como la muerte que viene cuando nadie la espera.
Ella esperó, esperó, y la leche no hervía. Entonces, apagó el gas.
En el cielo, un leve arco iris: era el anuncio. La mañana como una oveja blanca. Paloma blanca era la profecía. Pesebre. Secreto. La mañana preestablecida. Ave María, gratia plena, Dominus tecum. Benedicta tu in mulieribus et benedictus fructus ventris tui, Jesús. Sancta María, Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus. Nunc et in hora mortis nostrae. Amen.
El padre Jacinto elevó con las dos manos el cáliz de cristal que contenía la sangre escarlata de Cristo. El vino bueno. Y una flor nació. Una flor leve, rosada, con el perfume de Dios. Él-ella había desaparecido, hacía mucho, en el aire. La mañana era límpida como algo recién lavado.
AMÉN.
Los fieles distraídos hicieron la señal de la Cruz.
AMÉN.
DIOS.
FIN.
Epílogo:
Todo lo que escribí es verdad y existe. Existe una mente universal que me guió. ¿Dónde estuviste de noche? Nadie lo sabe. No intentes responder, por amor de Dios. No quiero saber la respuesta. Adiós. A-Dios.
Para estos días violentos, una historia de amor del brasileño RubemFonseca (1925). El cuento apareció primero, justamente, en el libro Historias de amor (1997); la traducción es de Romeo Tello Garrido.
Su nombre es João Romeiro, pero es conocido como Zinho en la Ciudad de Dios, una favela en Jacarepaguá, donde controla el tráfico de drogas. Ella es Soraia Gonçalves, una mujer dócil y callada. Soraia supo que Zinho era traficante de drogas dos meses después de que empezaron a vivir juntos en un condominio de clase media alta en la Barra de Tijuca. «¿Te molesta?», preguntó Zinho y ella contestó que ya había tenido en su vida un hombre dedicado al derecho que no pasaba de ser un canalla. En el condominio Zinho es conocido como vendedor de una firma de importaciones. Cuando llega una partida grande de droga a la favela, Zinho desaparece por unos días. Para justificar su ausencia Soraia dice a las vecinas que encuentra en el playground o en la piscina que la firma tiene viajando al marido. La policía anda tras él, pero sólo sabe su apellido, y que es blanco. Zinho nunca ha estado preso.
Hoy por la noche Zinho llegó a la casa luego de pasarse tres días distribuyendo, en sus puntos, cocaína que envió su proveedor de Puerto Suárez, y marihuana que llegó de Pernambuco. Fueron a la cama. Zinho era rápido y rudo y luego de joder a la mujer le daba la espalda y se dormía. Soraia era callada y sin iniciativa, pero Zinho la quería así, le gustaba ser obedecido en la cama como era obedecido en la Ciudad de Dios. “¿Antes de que te duermas te puedo preguntar una cosa?” “Dime rápido, estoy cansado y quiero dormir, amorcito.” “¿Serías capaz de matar a una persona por mí?” “Amorcito, maté a un tipo porque me robó cinco gramos, ¿crees que no voy a matar a un sujeto si me lo pides? Dime quién es. ¿Es de aquí, del condominio?”
“No.”
“¿De dónde es?”
“Vive en Taquara.”
“¿Y qué te hizo?”
“Nada. Es un niño de siete años. ¿Has matado algún niño de siete años?”
“He mandado que agujeren las palmas de las manos a dos mierditas que desaparecieron con unos paquetes, para que sirva de ejemplo, pero creo que éstos tenían diez años. ¿Por qué quieres matar a un negrito de siete años?”
“Para hacer sufrir a su madre. Ella me humilló. Me quitó a mi novio. Me hizo menos, a todo el mundo le decía que yo era una burra. Luego se casó con él. Ella es rubia, tiene ojos azules y se cree lo máximo.”
“¿Quieres vengarte porque te quitó a tu novio? Todavía te gusta ese puto, ¿verdad?”
“Sólo me gustas tú, Zinho, eres todo para mí, ese mierda del Rodrigo no vale nada, sólo siento desprecio por él. Quiero hacer sufrir a la mujer porque me humilló, me llamó burra delante de todos.”
“Puedo matar a ese puto.”
“A ella ni siquiera le gusta él. Quiero hacer que sufra mucho. La muerte del hijo deja a las madres desesperadas.”
“Está bien. ¿Sabes dónde vive el niño?”
“Sí.”
“Voy a mandar que cojan al niño y lo lleven a Ciudad de Dios.”
“Pero no hagas que el niño sufra mucho.”
“Si la puta ésa se entera que el hijo murió sufriendo es mejor, ¿o no? Dame la dirección. Mañana mando que hagan el trabajo, Taquara está cerca de mi base.”
Por la mañana bien temprano Zinho salió en el carro y fue a Ciudad de Dios. Permaneció dos días fuera. Cuando volvió, llevó a Soraia a la cama y ella obedeció dócilmente a todas sus órdenes. Antes de que él se durmiera, ella preguntó, “¿hiciste lo que te pedí?”
“Cumplo lo que prometo, amorcito. Mandé a mi personal a que cogieran al niño cuando iba al colegio y que lo llevaran a Ciudad de Dios. En la madrugada le rompieron los brazos y las piernas al negrito, lo estrangularon, lo cortaron todo y luego lo tiraron en la puerta de la casa de la madre. Olvida a ese mierda, no quiero oír hablar más de ese asunto”, dijo Zinho.
“Sí, ya lo olvidé.”
Zinho le dio la espalda a Soraia y se durmió. Zinho tenía un sueño pesado. Soraia se quedó despierta oyendo roncar a Zinho. Después se levantó y tomó un retrato de Rodrigo que mantenía escondido en un lugar que Zinho nunca descubriría. Siempre que Soraia miraba el retrato del antiguo novio, durante todos aquellos años, sus ojos se llenaban de lágrimas. Pero ese día las lágrimas fueron más abundantes.
“Amor de mi vida”, dijo, apretando el retrato de Rodrigo contra su corazón sobresaltado.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
El brasileño Joaquim Maria Machado de Assis (1839-1908; otro aniversario para este año) está considerado como «el padre del realismo» en la narrativa de su país. Pero esta descripción es injusta: por un lado, además de narrador, Machado de Assis fue traductor, articulista, crítico y, de hecho, el mayor intelectual brasileño de todo su siglo; por el otro, sus mejores obras, a pesar de ser en efecto estudios agudos de personajes y costumbres, van mucho más allá de la mera reproducción y a veces resultan imposibles de clasificar. Además del ejemplo sutil de esta «Misa de gallo» (y de otros de sus grandes cuentos, como «El alienista») hay que leer Memorias póstumas de Blas Cubas (1881), su novela central, efectivamente contada en primera persona por un difunto.
En un texto sobre ese libro, la escritora estadounidense Susan Sontag declaró a Machado de Assis el mejor escritor latinoamericano que haya existido, con Borges en segundo lugar; aun si no se quiere poner a competir a nuestros escritores (y es realmente una tarea inútil, al menos como se emprende aquí por estos días), vale la pena acercarse siquiera un poco a la obra de este autor extraordinario.
MISA DE GALLO
Joaquim Maria Machado de Assis
Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora hace muchos años; tenía yo diecisiete, ella treinta. Era noche de Navidad. Había acordado con un vecino ir a la misa de gallo y preferí no dormirme; quedamos en que yo lo despertaría a medianoche.
La casa en la que estaba hospedado era la del escribano Meneses, que había estado casado en primeras nupcias con una de mis primas. La segunda mujer, Concepción, y la madre de ésta me acogieron bien cuando llegué de Mangaratiba a Río de Janeiro, unos meses antes, a estudiar preparatoria. Vivía tranquilo en aquella casa soleada de la Rua do Senado con mis libros, unas pocas relaciones, algunos paseos. La familia era pequeña: el notario, la mujer, la suegra y dos esclavas. Eran de viejas costumbres.
A las diez de la noche toda la gente se recogía en los cuartos; a las diez y media la casa dormía. Nunca había ido al teatro, y en más de una ocasión, escuchando a Meneses decir que iba, le pedí que me llevase con él. Esas veces la suegra gesticulaba y las esclavas reían a sus espaldas; él no respondía, se vestía, salía y solamente regresaba a la mañana siguiente. Después supe que el teatro era un eufemismo. Meneses tenía amoríos con una señora separada del esposo y dormía fuera de casa una vez por semana. Concepción sufría al principio con la existencia de la concubina, pero al fin se resignó, se acostumbró, y acabó pensando que estaba bien hecho.
¡Qué buena Concepción! La llamaban santa, y hacía justicia al mote porque soportaba muy fácilmente los olvidos del marido. En verdad era de un temperamento moderado, sin extremos, ni lágrimas, ni risas. En el capítulo del que trato, parecía mahometana; bien habría aceptado un harén, con las apariencias guardadas. Dios me perdone si la juzgo mal. Todo en ella era atenuado y pasivo. El propio rostro era mediano, ni bonito ni feo. Era lo que llamamos una persona simpática. No hablaba mal de nadie, perdonaba todo. No sabía odiar; puede ser que ni supiera amar.
Aquella noche el escribano había ido al teatro. Era por los años 1861 o 1862. Yo debería de estar ya en Mangaratiba de vacaciones; pero me había quedado hasta Navidad para ver la misa de gallo en la Corte. La familia se recogió a la hora de costumbre, yo permanecí en la sala del frente, vestido y listo. De ahí pasaría al corredor de la entrada y saldría sin despertar a nadie. Había tres copias de las llaves de la puerta; una la tenía el escribano, yo me llevaría otra y la tercera se quedaba en casa.
–Pero, señor Nogueira, ¿qué hará usted todo este tiempo? –me preguntó la madre de Concepción.
–Leer, doña Ignacia.
Llevaba conmigo una novela, Los tres mosqueteros, en una vieja traducción del Jornal do Comércio. Me senté en la mesa que estaba en el centro de la sala, y a la luz de un quinqué, mientras la casa dormía, subí una vez más al magro caballo de D’Artagnan y me lancé a la aventura. Dentro de poco estaba yo ebrio de Dumas. Los minutos volaban, muy al contrario de lo que acostumbran hacer cuando son de espera; oí que daban las once, apenas, de casualidad. Mientras tanto, un pequeño rumor adentro llegó a despertarme de la lectura. Eran unos pasos en el corredor que iba de la sala al comedor; levanté la cabeza; enseguida vi un bulto asomarse en la puerta, era Concepción.
–¿Todavía no se ha ido? –preguntó.
–No, parece que aún no es medianoche.
–¡Qué paciencia!
Concepción entró en la sala, arrastraba las chinelas. Traía puesta una bata blanca, mal ceñida a la cintura. Era delgada, tenía un aire de visión romántica, como salida de mi novela de aventuras.
Cerré el libro; ella fue a sentarse en la silla que quedaba frente a mí, cerca de la otomana. Le pregunté si la había despertado sin querer, haciendo ruido, pero ella respondió enseguida:
–¡No! ¡Cómo cree! Me desperté yo sola.
La encaré y dudé de su respuesta. Sus ojos no eran de alguien que se acabara de dormir; parecían no haber empezado el sueño. Sin embargo, esa observación, que tendría un significado en otro espíritu, yo la deseché de inmediato, sin advertir que precisamente tal vez no durmiese por mi causa y que mintiese para no preocuparme o enfadarme. Ya dije que ella era buena, muy buena.
–Pero la hora ya debe de estar cerca.
–¡Qué paciencia la suya de esperar despierto mientras el vecino duerme! ¡Y esperar solo! ¿No le dan miedo las almas del otro mundo?
Observé que se asustaba al verme.
–Cuando escuché pasos, me pareció raro; pero usted apareció enseguida.
–¿Qué estaba leyendo? No me diga, ya sé, es la novela de los mosqueteros.
–Justamente; es muy bonita.
–¿Le gustan las novelas?
–Sí.
–¿Ya leyó La morenita?
–¿Del doctor Macedo? La tengo allá en Mangaratiba.
–A mí me gustan mucho las novelas, pero leo poco, por falta de tiempo. ¿Qué novelas ha leído?
Comencé a nombrar algunas. Concepción me escuchaba con la cabeza recargada en el respaldo, metía los ojos entre los párpados a medio cerrar, sin apartarlos de mí. De vez en cuando se pasaba la lengua por los labios, para humedecerlos. Cuando terminé de hablar no me dijo nada; nos quedamos así algunos segundos. Enseguida vi que enderezaba la cabeza, cruzaba los dedos y se apoyaba sobre ellos mientras los codos descansaban en los brazos de la silla; todo esto lo había hecho sin desviar sus astutos ojos grandes.
«Tal vez esté aburrida», pensé.
Y luego añadí en voz alta:
–Doña Concepción, creo que se va llegando la hora, y yo…
–No, no, todavía es temprano. Acabo de ver el reloj; son las once y media. Hay tiempo. ¿Usted si no duerme de noche es capaz de no dormir de día?
–Lo he hecho.
–Yo no; si no duermo una noche, al otro día no soporto, aunque sea media hora debo dormir. Pero también es que me estoy haciendo vieja.
Qué vieja ni qué nada, doña Concepción.
Mi expresión fue tan emotiva que la hizo sonreír. Habitualmente sus gestos eran lentos y sus actitudes tranquilas; sin embargo, ahora se levantó rápido, fue al otro lado de la sala y dio unos pasos, entre la ventana de la calle y la puerta del despacho de su marido. Así, con su desaliño honesto, me daba una impresión singular. A pesar de que era delgada, tenía no se qué cadencia en el andar, como alguien que le cuesta llevar el cuerpo; ese gesto nunca me pareció tan de ella como en aquella noche. Se detenía algunas veces, examinaba una parte de la cortina, o ponía en su lugar algún adorno de la vitrina; al fin se detuvo ante mí, con la mesa de por medio. El círculo de sus ideas era estrecho; volvió a su sorpresa de encontrarme despierto, esperando. Yo le repetí lo que ella ya sabía, es decir, que nunca había oído la misa de gallo en la Corte, y no me la quería perder.
–Es la misma misa de pueblo; todas las misas se parecen.
–Ya lo creo; pero aquí debe haber más lujo y más gente también. Oiga, la semana santa en la Corte es más bonita que en los pueblos. Y qué decir de las fiestas de San Juan, y las de San Antonio…
Poco a poco se había inclinado; apoyaba los codos sobre el mármol de la mesa y metía el rostro entre sus manos abiertas. No traía las mangas abotonadas, le caían naturalmente, y le vi la mitad de los brazos, muy claros y menos delgados de lo que se podría suponer. Aunque el espectáculo no era una novedad para mí, tampoco era común; en aquel momento, sin embargo, la impresión que tuve fue fuerte. Sus venas eran tan azules que, a pesar de la poca claridad, podía contarlas desde mi lugar. La presencia de Concepción me despertó aún más que la del libro. Continué diciendo lo que pensaba de las fiestas de pueblo y de ciudad, y de otras cosas que se me ocurrían.
Hablaba enmendando los temas, sin saber por qué, variándolos y volviendo a los primeros, y riendo para hacerla sonreír y ver sus dientes que lucían tan blancos, todos iguales. Sus ojos no eran exactamente negros, pero sí oscuros; la nariz, seca y larga, un poquito curva, le daba a su cara un aire interrogativo. Cuando yo subía el tono de voz, ella me reprimía:
–¡Más bajo! Mamá puede despertarse.
Y no salía de aquella posición, que me llenaba de gusto, tan cerca quedaban nuestras caras. Realmente, no era necesario hablar en voz alta para ser escuchado; murmurábamos los dos, yo más que ella, porque hablaba más; ella, a veces, se quedaba seria, muy seria, con la cabeza un poco torcida. Finalmente se cansó; cambió de actitud y de lugar. Dio la vuelta y vino a sentarse a mi lado, en la otomana. Volteé, y pude ver, de reojo, la punta de las chinelas; pero fue sólo el tiempo que a ella le llevó sentarse, la bata era larga y se las tapó enseguida. Recuerdo que eran negras.
Concepción dijo bajito:
–Mamá está lejos, pero tiene el sueño muy ligero, si despierta ahora, pobre, se le va a ir el sueño.
–Yo también soy así.
–¿Cómo? –preguntó ella inclinando el cuerpo para escuchar mejor.
Fui a sentarme en la silla que quedaba al lado de la otomana y le repetí la frase. Se rió de la coincidencia, también ella tenía el sueño ligero; éramos tres sueños ligeros.
–Hay ocasiones en que soy igual a mamá; si me despierto me cuesta dormir de nuevo, doy vueltas en la cama a lo tonto, me levanto, enciendo una vela, paseo, vuelvo a acostarme y nada.
–Fue lo que le pasó hoy.
–No, no –me interrumpió ella.
No entendí la negativa; puede ser que ella tampoco la entendiera. Agarró las puntas del cinturón de la bata y se pegó con ellas sobre las rodillas, es decir, la rodilla derecha, porque acababa de cruzar las piernas. Después habló de una historia de sueños y me aseguró que únicamente había tenido una pesadilla, cuando era niña. Quiso saber si yo las tenía. La charla se fue hilvanando así lentamente, largamente, sin que yo me diese cuenta ni de la hora ni de la misa. Cuando acababa una narración o una explicación, ella inventaba otra pregunta u otro tema, y yo tomaba de nuevo la palabra. De vez en cuando me reprimía:
–Más bajo, más bajo.
Había también unas pausas. Dos o tres veces me pareció que dormía, pero sus ojos cerrados por un instante se abrían luego, sin sueño ni fatiga, como si los hubiese cerrado para ver mejor. Una de esas veces, creo, se dio cuenta de lo embebido que estaba yo de su persona, y recuerdo que los volvió a cerrar, no sé si rápido o despacio. Hay impresiones de esa noche que me aparecen truncadas o confusas. Me contradigo, me cuesta trabajo. Una de ésas que todavía tengo frescas es que, de repente, ella, que apenas era simpática, se volvió linda, lindísima. Estaba de pie, con los brazos cruzados; yo, por respeto, quise levantarme; no lo permitió, puso una de sus manos en mi hombro, y me obligó a permanecer sentado. Pensé que iba a decir alguna cosa, pero se estremeció, como si tuviese un escalofrío, me dio la espalda y fue a sentarse en la silla, en donde me encontrara leyendo. Desde allí, lanzó la vista por el espejo que quedaba encima de la otomana, habló de dos grabados que colgaban de la pared.
–Estos cuadros se están haciendo viejos. Ya le pedí a Chiquinho que compremos otros.
Chiquinho era el marido. Los cuadros hablaban del asunto principal de este hombre. Uno representaba a «Cleopatra»; no recuerdo el tema del otro, eran mujeres. Vulgares ambos; en aquel tiempo no me parecieron feos.
–Son bonitos –dije.
–Son bonitos, pero están manchados. Y además, para ser francos, yo preferiría dos imágenes, dos santas. Estas se ven más apropiadas para cuarto de muchacho o de barbero.
–¿De barbero? Usted no ha ido a ninguna barbería.
–Pero me imagino que los clientes, mientras esperan, hablan de señoritas y de enamoramientos, y naturalmente el dueño de la casa les alegra la vista con figuras bonitas. En casa de familia es que no me parece que sea apropiado. Es lo que pienso; pero yo pienso muchas cosas; así, raras. Sea lo que sea, no me gustan los cuadros. Yo tengo una Nuestra Señora de la Concepción, mi patrona, muy bonita; pero es escultura, no se puede poner en la pared, ni yo quiero, está en mi oratorio.
La idea del oratorio me trajo la de la misa, me recordó que podría ser tarde y quise decirlo. Creo que llegué a abrir la boca, pero luego la cerré para escuchar lo que ella contaba, con dulzura, con gracia, con tal languidez que le provocaba pereza a mi alma y la hacía olvidarse de la misa y de la iglesia. Hablaba de sus devociones de niña y señorita. Después se refería a unas anécdotas, historias de paseos, reminiscencias de Paquetá, todo mezclado, casi sin interrupción. Cuando se cansó del pasado, habló del presente, de los asuntos de la casa, de los cuidados de la familia que, desde antes de casarse, le habían dicho que eran muchos, pero no eran nada. No me contó, pero yo sabía que se había casado a los veintisiete años.
Y ahora no se cambiaba de lugar, como al principio, y casi no salía de la misma actitud. No tenía los grandes ojos largos, y empezó a mirar a lo tonto hacia las paredes.
–Necesitamos cambiar el tapiz de la sala –dijo poco después, como si hablara consigo misma.
Estuve de acuerdo para decir alguna cosa, para salir de la especie de sueño magnético, o lo que sea que fuere que me cohibía la lengua y los sentidos. Quería, y no, acabar la charla; hacía un esfuerzo para desviar mis ojos de ella, y los desviaba por un sentimiento de respeto; pero la idea de que pareciera que me estaba aburriendo, cuando no lo era, me llevaba de nuevo los ojos hacia Concepción. La conversación moría. En la calle, el silencio era total.
Llegamos a quedarnos por algún tiempo –no puedo decir cuánto– completamente callados. El rumor, único y escaso, era un roído de ratón en el despacho, que me despertó de aquella especie de somnolencia; quise hablar de ello, pero no encontré la manera. Concepción parecía divagar. Un golpe en la ventana, por fuera, y una voz que gritaba: «¡Misa de gallo!, ¡misa de gallo!»
–Allí está su compañero, qué gracioso; usted quedó de ir a despertarlo, y es él quien viene a despertarlo a usted. Vaya, que ya debe de ser la hora; adiós.
–¿De verdad? –pregunté.
–Claro.
–¡Misa de gallo! –repitieron desde afuera, golpeando.
–Vaya, vaya, no se haga esperar. La culpa ha sido mía. Adiós, hasta mañana.
Y con la misma cadencia del cuerpo, Concepción entró por el corredor adentro; pisaba mansamente. Salí a la calle y encontré al vecino que me esperaba. Nos dirigimos de allí a la iglesia. Durante la misa, la figura de Concepción se interpuso más de una vez entre el sacerdote y yo; que se disculpe esto por mis diecisiete años. A la mañana siguiente, en la comida, hablé de la misa de gallo y de la gente que estaba en la iglesia, sin excitar la curiosidad de Concepción. Durante el día la encontré como siempre, natural, benigna, sin nada que hiciera recordar la charla de la víspera. Para Año Nuevo fui a Mangaratiba. Cuando regresé a Río de Janeiro, en marzo, el escribano había muerto de una apoplejía. Concepción vivía en Engenho Novo, pero no la visité, ni me la encontré. Más tarde escuché que se había casado con el escribiente sucesor de su marido.