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La trama celeste

(Como se dice en esta época, el siguiente párrafo contiene spoilers.)
      Publicado en el libro del mismo título en 1948, este cuento del gran narrador argentino Adolfo Bioy Casares (1914-1999) es famoso por su argumento, planteado como un misterio policiaco, resuelto en clave de imaginación fantástica y después utilizado muchas veces en diferentes medios. Primero, el cuento relata una serie de acontecimientos aparentemente inexplicables (incluyendo cambios en la personalidad y la memoria de ciertos personajes, o en la geografía de una ciudad); luego, el protagonista resulta haber viajado a otro mundo, a un universo paralelo, y esto explica todas las disparidades entre lo que sabe y lo que ve.
      Desde luego, el tema de las «realidades alternativas» está muy de moda en nuestra época. Pero aquí, aparte de la maestría de su autor para crear una trama sorprendente y a la vez de una lógica perfecta, quiero destacar un detalle de la caracterización de sus personajes. Sus hombres son todos de su tiempo, es decir, vaga o francamente machistas y absolutamente inconscientes de sus privilegios; pero una historia que se desarrolla paralelamente a la de los sucesos fantásticos en «La trama celeste» es la de cómo todos ellos son puestos en ridículo ante lo que no comprenden tanto del cosmos como del mundo que los rodea, y quedan en peligro a causa de su propia vanidad. En esto, el cuento de Bioy –que es contemporáneo de obras de asunto afín como “La otra muerte” o “El jardín de senderos que se bifurcan” de Jorge Luis Borges– está adelantado a su época.

LA TRAMA CELESTE
Adolfo Bioy Casares

Cuando el capitán Ireneo Morris y el doctor Carlos Alberto Servian, médico homeópata, desaparecieron, un 20 de diciembre, de Buenos Aires, los diarios apenas comentaron el hecho. Se dijo que había gente engañada, gente complicada y que una comisión estaba investigando; se dijo también que el escaso radio de acción del aeroplano utilizado por los fugitivos permitía afirmar que éstos no habían ido muy lejos. Yo recibí en esos días una encomienda; contenía: tres volúmenes in quarto (las obras completas del comunista Luis Augusto Blanqui); un anillo de escaso valor (un aguamarina en cuyo fondo se veía la efigie de una diosa con cabeza de caballo); unas cuantas páginas escritas a máquina —Las aventuras del capitán Morris— firmadas C. A. S. Transcribiré esas páginas.

* * * *

LAS AVENTURAS DEL CAPITÁN MORRIS

Este relato podría empezar con alguna leyenda celta que nos hablara del viaje de un héroe a un país que está del otro lado de una fuente, o de una infranqueable prisión hecha de ramas tiernas, o de un anillo que torna invisible a quien lo lleva, o de una nube mágica, o de una joven llorando en el remoto fondo de un espejo que está en la mano del caballero destinado a salvarla, o de la busca, interminable y sin esperanza, de la tumba del rey Arturo:

Ésta es la tumba de March y ésta la de Gwythyir;
ésta es la tumba de Gwgawn Gleddyffreidd;
pero la tumba de Arturo es desconocida.

También podría empezar con la noticia, que oí con asombro y con indiferencia, de que el tribunal militar acusaba de traición al capitán Morris. O con la negación de la astronomía. O con una teoría de esos movimientos, llamados “pases”, que se emplean para que aparezcan o desaparezcan los espíritus.
      Sin embargo, yo elegiré un comienzo menos estimulante; si no lo favorece la magia, lo recomienda el método. Esto no importa un repudio de lo sobrenatural, menos aún el repudio de las alusiones o invocaciones del primer párrafo.
      Me llamo Carlos Alberto Servian, y nací en Rauch; soy armenio. Hace ocho siglos que mi país no existe; pero deje que un armenio se arrime a su árbol genealógico: toda su descendencia odiará a los turcos. “Una vez armenio, siempre arrnenio.” Somos como una sociedad secreta, como un clan, y dispersos por los continentes, la indefinible sangre, unos ojos y una nariz que se repiten, un modo de comprender y de gozar la tierra, ciertas habilidades, ciertas intrigas, ciertos desarreglos en que nos reconocemos, la apasionada belleza de nuestras mujeres, nos unen.
      Soy, además, hombre soltero y, como el Quijote, vivo (vivía) con una sobrina: una muchacha agradable, joven y laboriosa. Añadiría otro calificativo —tranquila—, pero debo confesar que en los últimos tiempos no lo mereció. Mi sobrina se entretenía en hacer las funciones de secretaria, y, como no tengo secretaria, ella misma atendía el teléfono, pasaba en limpio y arreglaba con certera lucidez las historias médicas y las sintomatologías que yo apuntaba al azar de las declaraciones de los enfermos (cuya regla común es el desorden) y organizaba mi vasto archivo. Practicaba otra diversión no menos inocente: ir conmigo al cinematógrafo los viernes a la tarde. Esa tarde era viernes.
      Se abrió la puerta; un joven militar entró, enérgicamente, en el consultorio.
      Mi secretaria estaba a mi derecha, de pie, atrás de la mesa, y me extendía, impasible, una de esas grandes hojas en que apunto los datos que me dan los enfermos. El joven militar se presentó sin vacilaciones —era el teniente Kramer— y después de mirar ostensiblemente a mi secretaria, preguntó con voz firme:
      —¿Hablo?
      Le dije que hablara. Continuó:
      —El capitán Ireneo Morris quiere verlo. Está detenido en el Hospital Militar.
      Tal vez contaminado por la marcialidad de mi interlocutor, respondí:
      —A sus órdenes.
      —¿Cuándo irá?—preguntó Kramer.
      —Hoy mismo. Siempre que me dejen entrar a estas horas…
      —Lo dejarán—declaró Kramer, y con movimientos ruidosos y gimnásticos hizo la venia. Se retiró en el acto.
      Miré a mi sobrina; estaba demudada. Sentí rabia y le pregunté qué le sucedía. Me interpeló:
      —¿Sabes quién es la única persona que te interesa?
      Tuve la ingenuidad de mirar hacia donde me señalaba. Me vi en el espejo. Mi sobrina salió del cuarto, corriendo.
      Desde hacía un tiempo estaba menos tranquila. Además había tomado la costumbre de llamarme egoísta. Parte de la culpa de esto la atribuyo a mi ex libris. Lleva triplemente inscrita —en griego, en latín y en español— la sentencia Conócete a ti mismo (nunca sospeché hasta dónde me llevaría esta sentencia) y me reproduce contemplando, a través de una lupa, mi imagen en un espejo. Mi sobrina ha pegado miles de estos ex libris en miles de volúmenes de mi versátil biblioteca. Pero hay otra causa para esta fama de egoísmo. Yo era un metódico, y los hombres metódicos, los que sumidos en oscuras ocupaciones postergamos los caprichos de las mujeres, parecemos locos, o imbéciles, o egoístas.
      Atendí (confusamente) a dos clientes y me fui al Hospital Militar.
      Habían dado las seis cuando llegué al viejo edificio de la calle Pozos. Después de una solitaria espera y de un cándido y breve interrogatorio me condujeron a la pieza ocupada por Morris. En la puerta había un centinela con bayoneta. Adentro, muy cerca de la cama de Morris, dos hombres que no me saludaron jugaban al dominó.
      Con Morris nos conocemos de toda la vida; nunca fuimos amigos. He querido mucho a su padre. Era un viejo excelente, con la cabeza blanca, redonda, rapada, y los ojos azules, excesivamente duros y despiertos; tenía un ingobernable patriotismo galés, una incontenible manía de contar leyendas celtas. Durante muchos años (los más felices de mi vida) fue mi profesor. Todas las tardes estudiábamos un poco, él contaba y yo escuchaba las aventuras de los Mabinogion, y en seguida reponíamos fuerzas tomando unos mates con azúcar quemada. Por los patios andaba Ireneo; cazaba pájaros y ratas, y con un cortaplumas, un hilo y una aguja, combinaba cadáveres heterogéneos; el viejo Morris decía que Ireneo iba a ser médico. Yo iba a ser inventor, porque aborrecía los experimentos de Ireneo y porque alguna vez había dibujado una bala con resortes, que permitiría los más envejecedores viajes interplanetarios, y un motor hidráulico, que, puesto en marcha, no se detendría nunca. Ireneo y yo estábamos alejados por una mutua y consciente antipatía. Ahora, cuando nos encontramos, sentimos una gran dicha, una floración de nostalgias y de cordialidades, repetimos un breve diálogo con fervientes alusiones a una amistad y a un pasado imaginarios, y en seguida no sabemos qué decirnos.
      El País de Gales, la tenaz corriente celta, había acabado en su padre. Ireneo es tranquilamente argentino, e ignora y desdeña por igual a todos los extranjeros. Hasta en su apariencia es típicamente argentino (algunos lo han creído sudamericano): más bien chico, delgado, fino de huesos, de pelo negro—muy peinado, reluciente—, de mirada sagaz.
      Al verme pareció emocionado (yo nunca lo había visto emocionado, ni siquiera en la noche de la muerte de su padre). Me dijo con voz clara; como para que oyeran los que jugaban al dominó:
      —Dame esa mano. En estas horas de prueba has demostrado ser el único amigo.
      Esto me pareció un agradecimiento excesivo para mi visita. Morris continuó:
      —Tenemos que hablar de muchas cosas, pero comprenderás que ante un par de circunstancias así —miró con gravedad a los dos hombres—prefiero callar. Dentro de pocos días estaré en casa; entonces será un placer recibirte.
      Creí que la frase era una despedida. Morris agregó que “si no tenía apuro” me quedara un rato.
      —No quiero olvidarme —continuó—. Gracias por los libros.
      Murmuré algo, confusamente. Ignoraba qué libros me agradecía. He cometido errores; no el de mandar libros a Ireneo.
      Habló de accidentes de aviación; negó que hubiera lugares —El Palomar, en Buenos Aires; el Valle de los Reyes, en Egipto— que irradiaran corrientes capaces de provocarlos.
      En sus labios, “el Valle de los Reyes” me pareció increíble. Le pregunté cómo lo conocía.
      —Son las teorías del cura Moreau —repuso Morris—. Otros dicen que nos falta disciplina. Es contraria a la idiosincrasia de nuestro pueblo, si me seguís. La aspiración del aviador criollo es aeroplanos como la gente. Si no, acordate de las proezas de Mira, con el Golondrina, una lata de conservas atada con alambres . . .
      Le pregunté por su estado y por el tratamiento a que lo sometían. Entonces fui yo quien habló en voz bien alta, para que oyeran los que jugaban al dominó.
      —No admitas inyecciones. Nada de inyecciones. No te envenenes la sangre. Toma un Depuratum 6 y después un Árnica 10000. Sos un caso típico de Árnica. No lo olvides: dosis infinitesimales.
      Me retiré con la impresión de haber logrado un pequeño triunfo. Pasaron tres semanas. En casa hubo pocas novedades. Ahora, retrospectivamente, quizá descubra que mi sobrina estuvo más atenta que nunca, y menos cordial. Según nuestra costumbre los dos viernes siguientes fuimos al cinematógrafo; pero el tercer viernes, cuando entré en su cuarto, no estaba. Había salido, ¡había olvidado que esa tarde iríamos al cinematógrafo!
      Después llegó un mensaje de Morris. Me decía que ya estaba en su casa y que fuera a verlo cualquier tarde.
      Me recibió en el escritorio. Lo digo sin reticencias: Morris había mejorado. Hay naturalezas que tienden tan invenciblemente al equilibrio de la salud, que los peores venenos inventados por la alopatía no las abruman.
      Al entrar en esa pieza tuve la impresión de retroceder en el tiempo; casi diría que me sorprendió no encontrar al viejo Morris (muerto hace diez años), aseado y benigno, administrando con reposo los impedimenta del mate. Nada había cambiado. En la biblioteca encontré los mismos libros, los mismos bustos de Lloyd George y de William Morris, que habían contemplado mi agradable y ociosa juventud, ahora me contemplaban; y en la pared colgaba el horrible cuadro que sobrecogió mis primeros insomnios: la muerte de Griffith ap Rhys, conocido como El fulgor y el poder y la dulzura de los varones del sur.
      Traté de llevarlo inmediatamente a la conversación que le interesaba. Dijo que sólo tenía que agregar unos detalles a lo que me había expuesto en su carta. Yo no sabía qué responder; yo no había recibido ninguna carta de Ireneo. Con súbita decisión le pedí que si no le fatigaba me contara todo desde el principio.
      Entonces Ireneo Morris me relató su misteriosa historia.
      Hasta el 23 de junio pasado había sido probador de los aeroplanos del ejército. Primero cumplió esas funciones en la fábrica militar de Córdoba, últimamente había conseguido que lo trasladaran a la base del Palomar.
      Me dio su palabra de que él, como probador, era una persona importante. Había hecho más vuelos de ensayo que cualquier aviador americano (sur y centro). Su resistencia era extraordinaria.
      Tanto había repetido esos vuelos de prueba, que, automáticamente, inevitablemente, llegó a ejecutar uno solo.
      Sacó del bolsillo una libreta y en una hoja en blanco trazó una serie de líneas en zigzag; escrupulosamente anotó números (distancias, alturas, graduación de ángulos); después arrancó la hoja y me la obsequió. Me apresuré a agradecerle. Declaró que yo poseía “el esquema clásico de sus pruebas”.
      Alrededor del 15 de junio le comunicaron que en esos días probaría un nuevo Breguet —el 309— monoplaza, de combate. Se trataba de un aparato construido según una patente francesa de hacía dos o tres años y el ensayo se cumpliría con bastante secreto. Morris se fue a su casa, tomó una libreta de apuntes —”como lo había hecho hoy”—, dibujó el esquema —”el mismo que yo tenía en el bolsillo”—. Después se entretuvo en complicarlo; después —”en ese mismo escritorio donde nosotros departíamos amigablemente”— imaginó esos agregados, los grabó en la memoria.
      El 23 de junio, alba de una hermosa y terrible aventura, fue un día gris, lluvioso. Cuando Morris llegó al aeródromo, el aparato estaba en el hangar. Tuvo que esperar que lo sacaran. Caminó para no enfermarse de frío, consiguió que se le empaparan los pies. Finalmente, apareció el Breguet. Era un monoplano de alas bajas, “nada del otro mundo, te aseguro”. Lo inspeccionó someramente. Morris me miró en los ojos y en voz baja me comunicó: el asiento era estrecho, notablemente incómodo. Recordó que el indicador de combustible marcaba “lleno” y que en las alas el Breguet no tenía ninguna insignia. Dijo que saludó con la mano y que en seguida el ademán le pareció falso. Corrió unos quinientos metros y despegó. Empezó a cumplir lo que él llamaba su “nuevo esquema de prueba”.
      Era el probador más resistente de la República. Pura resistencia física, me aseguró. Estaba dispuesto a contarme la verdad. Aunque yo no podía creerlo, de pronto se le nubló la vista. Aquí Morris habló mucho; llegó a exaltarse; por mi parte, olvidé el “compadrito” peinado que tenía enfrente; seguí el relato: poco después de emprender los ejercicios nuevos sintió que la vista se le nublaba, se oyó decir “qué vergüenza, voy a perder el conocimiento”, embistió una vasta mole oscura (quizá una nube), tuvo una visión efímera y feliz, como la visión de un radiante paraíso… Apenas consiguió enderezar el aeroplano cuando estaba por tocar el campo de aterrizaje.
      Volvió en sí. Estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Zumbó un moscardón; durante algunos segundos creyó que dormía la siesta, en el campo. Después supo que estaba herido; que estaba detenido; que estaba en el Hospital Militar. Nada de esto le sorprendió, pero todavía tardó un rato en recordar el accidente. Al recordarlo tuvo la verdadera sorpresa: no comprendía cómo había perdido el conocimiento. Sin embargo, no lo perdió una sola vez… De esto hablaré mas adelante.
      La persona que lo acompañaba era una mujer. La miró. Era una enfermera.
      Dogmático y discriminativo, habló de mujeres en general. Fue desagradable. Dijo que había un tipo de mujer, y hasta una mujer determinada y única, para el animal que hay en el centro de cada hombre, y agregó algo en el sentido de que era un infortunio encontrarla, porque el hombre siente lo decisiva que es para su destino y la trata con temor y con torpeza, preparándose un futuro de ansiedad y de monótona frustración. Afirmó que, para el hombre “como es debido”, entre las demás mujeres no habrá diferencias notables, ni peligros. Le pregunté si la enfermera correspondía a su tipo. Me respondió que no, y aclaró: “Es una mujer plácida y maternal, pero bastante linda.”
      Continuó su relato. Entraron unos oficiales (precisó las jerarquías). Un soldado trajo una mesa y una silla; se fue, y volvió con una máquina de escribir. Se sentó frente a la máquina, y escribió en silencio. Cuando el soldado se detuvo, un oficial interrogó a Morris:
      —¿Su nombre?
      No le sorprendió esta pregunta. Pensó: “mero formulismo”. Dijo su nombre, y tuvo el primer signo del horrible complot que inexplicablemente lo envolvía. Todos los oficiales rieron. Él nunca había imaginado que su nombre fuera ridículo. Se enfureció. Otro de los oficiales dijo:
      —Podía inventar algo menos increíble —ordenó al soldado de la máquina: —Escriba, no más.
      —¿Nacionalidad?
      —Argentino —afirmó sin vacilaciones.
      —¿Pertenece al ejército?
      Tuvo una ironía:
      —Yo soy el del accidente, y ustedes parecen los golpeados.
      Si rieron un poco (entre ellos, como si Morris estuviera ausente).
      Continuó:
      —Pertenezco al ejército, con grado de capitán, regimiento 7, escuadrilla novena.
      —¿Con base en Montevideo? —preguntó sarcásticamente uno de los oficiales.
      —En Palomar —respondió Morris.
      Dio su domicilio: Bolívar 971. Los oficiales se retiraron. Volvieron al día siguiente, ésos y otros. Cuando comprendió que dudaban de su nacionalidad, o que simulaban dudar, quiso levantarse de la cama, pelearlos. La herida y la tierna presión de la enfermera lo contuvieron. Los oficiales volvieron a la tarde del otro día, a la mañana del siguiente. Hacía un calor tremendo; le dolía todo el cuerpo; me confesó que hubiera declarado cualquier cosa para que lo dejaran en paz.
      ¿Qué se proponían? ¿Por qué ignoraban quién era? ¿Por qué lo insultaban, por qué simulaban que no era argentino? Estaba perplejo y enfurecido. Una noche la enfermera lo tomó de la mano y le dijo que no se defendía juiciosamente. Respondió que no tenía de qué defenderse. Pasó la noche despierto, entre accesos de cólera, momentos en que estaba decidido a encarar con tranquilidad la situación, y violentas reacciones en que se negaba a “entrar en ese juego absurdo”. A la mañana quiso pedir disculpas a la enfermera por el modo con que la había tratado; comprendía que la intención de ella era benévola, “y no es fea, me entendés”; pero como no sabía pedir disculpas, le preguntó irritadamente qué le aconsejaba. La enfermera le aconsejó que llamara a declarar a alguna persona de responsabilidad.
      Cuando vinieron los oficiales dijo que era amigo del teniente Kramer y del teniente Viera, del capitán Faverio, de los tenientes coroneles Margaride y Navarro.
      A eso de las cinco apareció con los oficiales el teniente Kramer, su amigo de toda la vida. Morris dijo con vergüenza que “después de una conmoción, el hombre no es el mismo” y que al ver a Kramer sintió lágrimas en los ojos. Reconoció que se incorporó en la cama y abrió los brazos cuando lo vio entrar. Le gritó:
      —Vení, hermano.
      Kramer se detuvo y lo miró impávidamente. Un oficial le preguntó:
      —Teniente Kramer, ¿conoce usted al sujeto?
      La voz era insidiosa. Morris dice que esperó —esperó que el teniente Kramer, con una súbita exclamación cordial, revelara su actitud como parte de una broma—… Kramer contestó con demasiado calor, como si temiera no ser creído:
      —Nunca lo he visto. Mi palabra que nunca lo he visto.
      Le creyeron inmediatamente, y la tensión que durante unos segundos hubo entre ellos desapareció. Se alejaron: Morris oyó las risas de los oficiales, y la risa franca de Kramer, y la voz de un oficial que repetía “A mí no me sorprende, créame que no me sorprende. Tiene un descaro.”
      Con Viera y con Margaride la escena volvió a repetirse, en lo esencial. Hubo mayor violencia. Un libro —uno de los libros que yo le habría enviado— estaba debajo de las sábanas, al alcance de su mano y alcanzó el rostro de Viera cuando éste simuló que no se conocían. Morris dio una descripción circunstanciada que no creo íntegramente. Aclaro: no dudo de su coraje, sí de su velocidad epigramática. Los oficiales opinaron que no era indispensable llamar a Faverio, que estaba en Mendoza. Imaginó entonces tener una inspiración; pensó que si las amenazas convertían en traidores a los jóvenes, fracasarían ante el general Huet, antiguo amigo de su casa, que siempre había sido con él como un padre, o, más bien, como un rectísimo padrastro.
      Le contestaron secamente que no había, que nunca hubo, un general de nombre tan ridículo en el ejército argentino.
      Morris no tenía miedo; tal vez si hubiera conocido el miedo se hubiera defendido mejor. Afortunadamente, le interesaban las mujeres, “y usted sabe cómo les gusta agrandar los peligros y lo cavilosas que son”. La otra vez la enfermera le había tomado la mano para convencerlo del peligro que lo amenazaba; ahora Morris la miró en los ojos y le preguntó el significado de la confabulación que había contra él. La enfermera repitió lo que había oído: su afirmación de que el 23 había probado el Breguet en El Palomar era falsa; en El Palomar nadie había probado aeroplanos esa tarde. El Breguet era de un tipo recientemente adoptado por el ejército argentino, pero su numeración no correspondía a la de ningún aeroplano del ejército argentino. “¿Me creen espía?”, preguntó con incredulidad. Sintió que volvía a enfurecerse. Tímidamente, la enfermera respondió: “Creen que ha venido de algún país hermano.” Morris le juró como argentino que era argentino, que no era espía; ella pareció emocionada, y continuó en el mismo tono de voz: “El uniforme es igual al nuestro; pero han descubierto que las costuras son diferentes.” Agregó: “Un detalle imperdonable”, y Morris comprendió que ella tampoco le creía. Sintió que se ahogaba de rabia, y, para disimular, la besó en la boca y la abrazó.
      A los pocos días la enfermera le comunicó: “Se ha comprobado que diste un domicilio falso.” Morris protestó inútilmente; la mujer estaba documentada: el ocupante de la casa era el señor Carlos Grimaldi. Morris tuvo la sensación del recuerdo, de la amnesia. Le pareció que ese nombre estaba vinculado a alguna experiencia pasada; no pudo precisarla.
      La enfermera le aseguró que su caso había determinado la formación de dos grupos antagónicos: el de los que sostenían que era extranjero y el de los que sostenían que era argentino. Más claramente: unos querían desterrarlo; otros fusilarlo.
      —Con tu insistencia de que sos argentino —dijo la mujer— ayudás a los que reclaman tu muerte.
      Morris le confesó que por primera vez había sentido en su patria “el desamparo que sienten los que visitan otros países”. Pero seguía no temiendo nada.
      La mujer lloró tanto que él, por fin, le prometió acceder a lo que pidiera. “Aunque te parezca ridículo, me gustaba verla contenta.” La mujer le pidió que “reconociera” que no era argentino. “Fue un golpe terrible, como si me dieran una ducha. Le prometí complacerla, sin ninguna intención de cumplir la promesa.” Opuso dificultades:
      —Digo que soy de tal país. Al día siguiente contestan de ese país que mi declaración es falsa.
      —No importa —afirmó la enfermera—. Ningún país va a reconocer que manda espías. Pero con esa declaración y algunas influencias que yo mueva, tal vez triunfen los partidarios del destierro, si no es demasiado tarde.
      Al otro día un oficial fue a tomarle declaración. Estaban solos; el hombre le dijo:
      —Es un asunto resuelto. Dentro de una semana firman la sentencia de muerte.
      Morris me explicó:
      —No me quedaba nada que perder…
       “Para ver lo que sucedía”, le dijo al oficial:
      —Confieso que soy uruguayo.
      A la tarde confesó la enfermera: le dijo a Morris que todo había sido una estratagema; que había temido que no cumpliera su promesa; el oficial era amigo y llevaba instrucciones para sacarle la declaración. Morris comentó brevemente:—Si era otra mujer, la azoto.
      Su declaración no había llegado a tiempo; la situación empeoraba. Según la enfermera, la única esperanza estaba en un señor que ella conocía y cuya identidad no podía revelar. Este señor quería verlo antes de interceder en su favor.
      —Me dijo francamente—aseguró Morris—: trató de evitar la entrevista. Temía que yo causara mala impresión. Pero el señor quería verme y era la última esperanza que nos quedaba. Me recomendó no ser intransigente.
      —El señor no vendrá al hospital—dijo la enfermera.
      —Entonces no hay nada que hacer—respondió Morris, con alivio.
      La enfermera siguió:
      —La primera noche que tengamos centinelas de confianza, vas a verlo. Ya estás bien, irás solo.
      Se sacó un anillo del dedo anular y se lo entregó.
      —Lo calcé en el dedo meñique. Es una piedra, un vidrio o un brillante, con la cabeza de un caballo en el fondo. Debía llevarlo con la piedra hacia el interior de la mano, y los centinelas me dejarían entrar y salir como si no me vieran.
      La enfermera le dio instrucciones. Saldría a las doce y media y debía volver antes de las tres y cuarto de la madrugada. La enfermera le escribió en un papelito la dirección del señor.
      —¿Tenés el papel? —le pregunté.
      —Sí, creo que sí —respondió, y lo buscó en su billetera. Me lo entregó displicentemente.
      Era un papelito azul; la dirección —Márquez 6890— estaba escrita con letra femenina y firme (“del Sacré-Coeur”, declaró Morris, con inesperada erudición).
      —¿Cómo se llama la enfermera?—inquirí por simple curiosidad.
      Morris pareció incomodo. Finalmente, dijo:
      —La llamaban Idibal. Ignoro si es nombre o apellido.
      Continuó su relato:
      Llegó la noche fijada para la salida. Idibal no apareció. Él no sabía qué hacer. A las doce y media resolvió salir.
      Le pareció inútil mostrar el anillo al centinela que estaba en la puerta de su cuarto. El hombre levantó la bayoneta. Morris mostró el anillo; salió libremente. Se recostó contra una puerta: a lo lejos, en el fondo del corredor, había visto a un cabo. Después, siguiendo indicaciones de Idibal, bajó por una escalera de servicio y llegó a la puerta de calle. Mostró el anillo y salió.
      Tomó un taxímetro; dio la dirección apuntada en el papel. Anduvieron más de media hora; rodearon por Juan B. Justo y Gaona los talleres del F.C.O. y tomaron una calle arbolada, hacia el limite de la ciudad; después de cinco o seis cuadras se detuvieron ante una iglesia que emergía, copiosa de columnas y de cúpulas, entre las casas bajas del barrio, blanca en la noche.
      Creyó que había un error; miró el número en el papel: era el de la iglesia.
      —¿Debías esperar afuera o adentro? —interrogué.
      El detalle no le incumbía; entró. No vio a nadie. Le pregunté cómo era la iglesia. Igual a todas, contestó. Después supe que estuvo un rato junto a una fuente con peces, en la que caían tres chorros de agua.
      Apareció “un cura de esos que se visten de hombres, como los del Ejército de Salvación” y le preguntó si buscaba a alguien. Dijo que no. El cura se fue; al rato volvió a pasar. Estas venidas se repitieron tres o cuatro veces. Aseguró Morris que era admirable la curiosidad del sujeto, y que él ya iba a interpelarlo; pero que el otro le preguntó si tenía “el anillo del convivio”.
      —¿El anillo del qué?… —preguntó Morris. Y continuó explicándome:— Imaginate ¿cómo se me iba a ocurrir que hablaba del anillo que me dio Idibal?
      El hombre le miró curiosamente las manos, y le ordenó:
      —Muéstreme ese anillo.
      Morris tuvo un movimiento de repulsión; después mostró el anillo.
      El hombre lo llevó a la sacristía y le pidió que le explicara el asunto. Oyó el relato con aquiescencia; Morris aclara: “Como una explicación más o menos hábil, pero falsa; seguro de que no pretendería engañarlo, de que él oiría, finalmente, la explicación verdadera, mi confesión.”
      Cuando se convenció de que Morris no hablaría más, se irritó y quiso terminar la entrevista. Dijo que trataría de hacer algo por él.
      Al salir, Morris buscó Rivadavia. Se encontró frente a dos torres que parecían la entrada de un castillo o de una ciudad antigua; realmente eran la entrada de un hueco, interminable en la oscuridad. Tuvo la impresión de estar en un Buenos Aires sobrenatural y siniestro. Caminó unas cuadras; se cansó; llegó a Rivadavia, tomó un taxímetro y le dio la dirección de su casa: Bolívar 971.
      Se bajó en Independencia y Bolívar; caminó hasta la puerta de la casa. No eran todavía las dos de la mañana. Le quedaba tiempo.
      Quiso poner la llave en la cerradura; no pudo. Apretó el timbre. No le abrían; pasaron diez minutos. Se indignó de que la sirvientita aprovechara su ausencia —su desgracia— para dormir afuera. Apretó el timbre con toda su fuerza. Oyó ruidos que parecían venir de muy lejos; después, una serie de golpes —uno seco, otro fugaz— rítmicos, crecientes. Apareció, enorme en la sombra, una figura humana. Morris se bajó el ala del sombrero y retrocedió hasta la parte menos iluminada del zaguán. Reconoció inmediatamente a ese hombre soñoliento y furioso y tuvo la impresión de ser él quien estaba soñando. Se dijo: “Si, el rengo Grimaldi, Carlos Grimaldi.” Ahora recordaba el nombre. Ahora, increíblemente, estaba frente al inquilino que ocupaba la casa cuando su padre la compró, hacía más de quince años.
      Grimaldi irrumpió:
      —¿Qué quiere?
      Morris recordó el astuto empecinamiento del hombre en quedarse en la casa y las infructuosas indignaciones de su padre, que decía “lo voy a sacar con el carrito de la Municipalidad”, y le mandaba regalos para que se fuera.
      —¿Está la señorita Carmen Soares? —preguntó Morris, “ganando tiempo”.
      Grimaldi blasfemó, dio un portazo, apagó la luz. En la oscuridad, Morris oyó alejarse los pasos alternados; después, en una conmoción de vidrios y de hierros, pasó un tranvía; después se restableció el silencio. Morris pensó triunfalmente: “No me ha reconocido.”
      En seguida sintió vergüenza, sorpresa, indignación. Resolvió romper la puerta a puntapiés y sacar al intruso. Como si estuviera borracho, dijo en voz alta: “Voy a levantar una denuncia en la seccional.” Se preguntó qué significaba esa ofensiva múltiple y envolvente que sus compañeros habían lanzado contra él. Decidió consultarme.
      Si me encontraba en casa, tendría tiempo de explicarme los hechos. Subió a un taxímetro, y ordenó al chofer que lo llevara al pasaje Owen. El hombre lo ignoraba. Morris le preguntó de mal modo para qué daban exámenes. Abominó de todo: de la policía, que deja que nuestras casas se llenen de intrusos; de los extranjeros, que nos cambian el país y nunca aprenden a manejar. El chofer le propuso que tomara otro taxímetro. Morris le ordenó que tomara Vélez Sársfield hasta cruzar las vías.
      Se detuvieron en las barreras; interminables trenes grises hacían maniobras. Morris ordenó que rodeara por Toll la estación Sola. Bajó en Australia y Luzuriaga. El chofer le dijo que le pagara; que no podía esperarlo; que no existía tal pasaje. No le contestó; caminó con seguridad por Luzuriaga hacia el sur. El chofer lo siguió con el automóvil, insultándolo estrepitosamente. Morris pensó que si aparecía un vigilante, el chofer y él dormirían en la comisaría.
      —Además —le dije— descubrirían que te habías fugado del hospital. La enfermera y los que te ayudaron tal vez se verían en un compromiso.
      —Eso me tenía sin inquietud—respondió Morris, y continuó el relato:
      Caminó una cuadra y no encontró el pasaje. Caminó otra cuadra, y otra. El chofer seguía protestando; la voz era más baja, el tono más sarcástico. Morris volvió sobre sus pasos; dobló por Alvarado; ahí estaba el parque Pereyra, la calle Rochadale. Tomó Rochadale; a mitad de cuadra, a la derecha, debían interrumpirse las casas, y dejar lugar al pasaje Owen. Morris sintió como la antelación de un vértigo. Las casas no se interrumpieron; se encontró en Austratia. Vio en lo alto, con un fondo de nubes nocturnas, el tanque de la International, en Luzuriaga; enfrente debía estar el pasaje Owen; no estaba.
      Miró la hora; le quedaban apenas veinte minutos.
      Caminó rápidamente. Muy pronto se detuvo. Estaba, con los pies hundidos en un espeso fango resbaladizo, ante una lúgubre serie de casas iguales, perdido. Quiso volver al parque Pereyra; no lo encontró. Temía que el chofer descubriera que se había perdido. Vio a un hombre, le preguntó dónde estaba el pasaje Owen. El hombre no era del barrio. Morris siguió caminando, exasperado. Apareció otro hombre. Morris caminó hacia él; rápidamente, el chofer se bajó del automóvil y también corrió. Morris y el chofer le preguntaron a gritos si sabía dónde estaba el pasaje Owen. El hombre parecía asustado, como si creyera que lo asaltaban. Respondió que nunca oyó nombrar ese pasaje; iba a decir algo más, pero Morris lo miró amenazadoramente.
      Eran las tres y cuarto de la madrugada. Morris le dijo al chofer que lo llevara a Caseros y Entre Ríos.
      En el hospital había otro centinela. Pasó dos o tres veces frente a la puerta, sin atreverse a entrar. Se resolvió a probar la suerte; mostró el anillo. El centinela no lo detuvo.
      La enfermera apareció al final de la tarde siguiente. Le dijo:
      —La impresión que le causaste al señor de la iglesia no es favorable. Tuvo que aprobar tu disimulo: su eterna prédica a los miembros del convivio. Pero tu falta de confianza en su persona, lo ofendió.
      Dudaba de que el señor se interesara verdaderamente en favor de Morris.
      La situación había empeorado. Las esperanzas de hacerlo pasar por extranjero habían desaparecido, su vida estaba en inmediato peligro.
      Escribió una minuciosa relación de los hechos y me la envió. Después quiso justificarse: dijo que la preocupación de la mujer lo molestaba. Tal vez él mismo empezaba a preocuparse.
      Idibal visitó de nuevo al señor; consiguió, como un favor hacia ella —”no hacia el desagradable espía”— la promesa de que “las mejores influencias intervendrían activamente en el asunto”. El plan era que obligaran a Morris a intentar una reproducción realista del hecho; vale decir: que le dieran un aeroplano y le permitieran reproducir la prueba que, según él, había cumplido el día del accidente.
      Las mejores influencias prevalecieron, pero el avión de la prueba sería de dos plazas. Esto significaba una dificultad para la segunda parte del plan: la fuga de Morris al Uruguay. Morris dijo que él sabría disponer del acompañante. Las influencias insistieron en que el aeroplano fuera un monoplano idéntico al del accidente.
      Idibal, después de una semana en que lo abrumó con esperanzas y ansiedades, llegó radiante y declaró que todo se había conseguido. La fecha de la prueba se había fijado para el viernes próximo (faltaban cinco días). Volaría solo.
      La mujer lo miró ansiosamente y le dijo:
      —Te espero en la Colonia. En cuanto “despegues”, enfilás al Uruguay. ¿Lo prometés?
      Lo prometió. Se dio vuelta en la cama y simuló dormir. Comentó: “Me parecía que me llevaba de la mano al casamiento y eso me daba rabia.” Ignoraba que se despedían.
      Como estaba restablecido, a la mañana siguiente lo llevaron al cuartel.
      —Esos días fueron bravos —comentó—. Los pasé en una pieza de dos por dos, mateando y truqueando de lo lindo con los centinelas.
      —Si vos no jugás al truco —le dije.
      Fue una brusca inspiración. Naturalmente, yo no sabía si jugaba o no.
      —Bueno: poné cualquier juego de naipes —respondió sin inquietarse.
      Yo estaba asombrado. Había creído que la casualidad, o las circunstancias, habían hecho de Morris un arquetipo; jamás creí que fuera un artista del color local. Continuó:
      —Me creerás un infeliz, pero yo me pasaba las horas pensando en la mujer. Estaba tan loco que llegué a creer que la había olvidado…
      Lo interpreté:
      —¿Tratabas de imaginar su cara y no podías?
      —¿Cómo adivinaste? —no aguardó mi contestación. Continuó el relato:
      Una mañana lluviosa lo sacaron en un pretérito doble-faetón. En El Palomar lo esperaba una solemne comitiva de militares y de funcionarios. “Parecía un duelo —dijo Morris—, un duelo o una ejecución.” Dos o tres mecánicos abrieron el hangar y empujaron hacia afuera un Dewotine de caza, “un serio competidor del doble-faetón, créeme”.
      Lo puso en marcha; vio que no había nafta para diez minutos de vuelo; llegar al Uruguay era imposible. Tuvo un momento de tristeza; melancólicamente se dijo que tal vez fuera mejor morir que vivir como un esclavo. Había fracasado la estratagema; salir a volar era inútil; tuvo ganas de llamar a esa gente y decirles: “Señores, esto se acabó.” Por apatía dejó que los acontecimientos siguieran su curso. Decidió ejecutar otra vez su nuevo esquema de prueba.
      Corrió unos quinientos metros y despegó. Cumplió regularmente la primera parte del ejercicio, pero al emprender las operaciones nuevas volvió a sentirse mareado, a perder el conocimiento, a oírse una avergonzada queja por estar perdiendo el conocimiento. Sobre el campo de aterrizaje, logró enderezar el aeroplano.
      Cuando volvió en sí estaba dolorosamente acostado en una cama blanca, en un cuarto alto, de paredes blancuzcas y desnudas. Comprendió que estaba herido, que estaba detenido, que estaba en el Hospital Militar. Se preguntó si todo no era una alucinación.
      Completé su pensamiento:
      —Una alucinación que tenías en el instante de despertar.
      Supo que la caída ocurrió el 31 de agosto. Perdió la noción del tiempo. Pasaron tres o cuatro días. Se alegró de que Idibal estuviera en la Colonia; este nuevo accidente lo avergonzaba; además, la mujer le reprocharía no haber planeado hasta el Uruguay.
      Reflexionó: “Cuando se entere del accidente, volverá. Habrá que esperar dos o tres días.”
      Lo atendía una nueva enfermera. Pasaban las tardes tomados de la mano.
      Idibal no volvía. Morris empezó a inquietarse. Una noche tuvo gran ansiedad. “Me creerás loco —me dijo—. Estaba con ganas de verla. Pensé que había vuelto, que sabía la historia de la otra enfermera y que por eso no quería verme.
      Le pidió a un practicante que llamara a Idibal. El hombre no volvía. Mucho después (pero esa misma noche; a Morris le parecía increíble que una noche durara tanto) volvió; el jefe le había dicho que en el hospital no trabajaba ninguna persona de ese nombre. Morris le ordenó que averiguara cuándo había dejado el empleo. El practicante volvió a la madrugada y le dijo que el jefe de personal ya se había retirado.
      Soñaba con Idibal. De día la imaginaba. Empezó a soñar que no podía encontrarla. Finalmente, no podía imaginarla, ni soñar con ella.
      Le dijeron que ninguna persona llamada Idibal “trabajaba ni había trabajado en el establecimiento”.
      La nueva enfermera le aconsejó que leyera. Le trajeron los diarios. Ni la sección “Al margen de los deportes y el turf” le interesaba. “Me dio la loca y pedí los libros que me mandaste.” Le respondieron que nadie le había mandado libros.
       (Estuve a punto de cometer una imprudencia; de reconocer que yo no le había mandado nada.)
      Pensó que se había descubierto el plan de la fuga y la participación de Idibal; por eso Idibal no aparecía. Se miró las manos: el anillo no estaba. Lo pidió. Le dijeron que era tarde, que la intendenta se había retirado. Pasó una noche atroz y vastísima, pensando que nunca le traerían el anillo…
      —Pensando —agregué— que si no te devolvían el anillo no quedaría ningún rastro de Idibal.
      —No pensé en eso —afirmó honestamente—. Pero pasé la noche como un desequilibrado. Al otro día me trajeron el anillo.
      —¿Lo tenés?—le pregunté con una incredulidad que me asombró a mí mismo.
      —Sí —respondió—. En lugar seguro.
      Abrió un cajón lateral del escritorio y sacó un anillo. La piedra del anillo tenía una vívida transparencia; no brillaba mucho. En el fondo había un altorrelieve en colores: un busto humano, femenino, con cabeza de caballo; sospeché que se trataba de la efigie de alguna divinidad antigua. Aunque no soy un experto en la materia, me atrevo a afirmar que ese anillo era una pieza de valor.
      Una mañana entraron en su cuarto unos oficiales con un soldado que traía una mesa. El soldado dejó la mesa y se fue. Volvió con una máquina de escribir; la colocó sobre la mesa, acercó una silla y se sentó frente a la máquina. Empezó a escribir. Un oficial dictó: “Nombre: Ireneo Morris; nacionalidad: argentina; regimiento: tercero; escuadrilla: novena; base: El Palomar.”
      Le pareció natural que pasaran por alto esas formalidades, que no le preguntaran el nombre; ésta era una segunda declaración; “sin embargo —me dijo— se notaba algún progreso”; ahora aceptaban que fuera argentino, que perteneciera a su regimiento, a su escuadrilla, al Palomar. La cordura duró poco. Le preguntaron cuál fue su paradero desde el 23 de junio (fecha de la primera prueba); dónde había dejado el Breguet 304 (“El número no era 304 —aclaró Morris—. Era 309”; este error inútil lo asombró); de dónde sacó ese viejo Dewotine… Cuando dijo que el Breguet estaría por ahí cerca, ya que la caída del 23 ocurrió en El Palomar, y que sabrían de dónde salía el Dewotine, ya que ellos mismos se lo habían dado para reproducir la prueba del 23, simularon no creerle.
      Pero ya no simulaban que era un desconocido, ni que era un espía. Lo acusaban de haber estado en otro país desde el 23 de junio; lo acusaban —comprendió con renovado furor— de haber vendido a otro país un arma secreta. La indescifrable conjuración continuaba, pero los acusadores habían cambiado el plan de ataque.
      Gesticulante y cordial, apareció el teniente Viera. Morris lo insultó. Viera simuló una gran sorpresa; finalmente, declaró que tendrían que batirse.
      —Pensé que la situación había mejorado —dijo—. Los traidores volvían a poner cara de amigos.
      Lo visitó el general Huet. El mismo Kramer lo visitó. Morris estaba distraído y no tuvo tiempo de reaccionar. Kramer le gritó: “No creo una palabra de las acusaciones, hermano.” Se abrazaron, efusivos. Algún día —pensó Morris— aclararía el asunto. Le pidió a Kramer que me viera.
      Me atreví a preguntar:
      —Decime una cosa, Morris, ¿te acordás qué libros te mandé?
      —El título no lo recuerdo—sentenció gravemente—. En tu nota está consignado.
      Yo no le había escrito ninguna nota.
      Lo ayudé a caminar hasta el dormitorio. Sacó del cajón de la mesa de luz una hoja de papel de carta (de un papel de carta que no reconocí). Me la entregó:
      La letra parecía una mala imitación de la mía; mis T y E mayúsculas remedan las de imprenta; éstas eran “inglesas”. Leí:

Acuso recibo de su atenta del 16, que me ha llegado con algún retraso, debido, sin duda, a un sugerente error en la dirección. Yo no vivo en el pasaje “Owen” sino en la calle Miranda, en el barrio Nazca. Le aseguro que he leído su relación con mucho interés. Por ahora no puedo visitarlo; estoy enfermo; pero me cuidan solícitas manos femeninas y dentro de poco me repondré; entonces tendré el gusto de verlo.
      Le envío, como símbolo de comprensión, estos libros de Blanqui, y le recomiendo leer, en el tomo tercero, el poema que empieza en la página 281.

      Me despedí de Morris. Le prometí volver la semana siguiente. El asunto me interesaba y me dejaba perplejo. No dudaba de la buena fe de Morris; pero yo no le había escrito esa carta; yo nunca le había mandado libros; yo no conocía las obras de Blanqui.
      Sobre “mi carta” debo hacer algunas observaciones: 1) su autor no tutea a Morris felizmente, Morris es poco diestro en asuntos de letras: no advirtió el “cambio” de tratamiento y no se ofendió conmigo: yo siempre lo he tuteado; 2) juro que soy inocente de la frase “Acuso recibo de su atenta”; 3) en cuanto a escribir Owen entre comillas, me asombra y lo propongo a la atención del lector.
      Mi ignorancia de las obras de Blanqui se debe, quizá, al plan de lectura. Desde muy joven he comprendido que para no dejarse arrasar por la inconsiderada producción de libros y para conseguir, siquiera en apariencia, una cultura enciclopédica, era irnprescindible un plan de lecturas. Este plan jalona mi vida: una época estuvo ocupada por la filosofía, otra por la literatura francesa, otra por las ciencias naturales, otra por la antigua literatura celta y en especial la del país de Kimris (debido a la influencia del padre de Morris). La medicina se ha intercalado en este plan, sin interrumpirlo nunca.
      Pocos días antes de la visita del teniente Kramer a mi consultorio, yo había concluido con las ciencias ocultas. Había explorado las obras de Papus, de Richet de Lhomond, de Stanislas de Guaita, de Labougle, del obispo de la Rocheia, de Lodge, de Hogden, de Alberto el Grande. Me interesaban especialmente los conjuros, las apariciones y las desapariciones; con relación a estas últimas recordaré siempre el caso de Sir Daniel Sludge Home, quien, a instancias de la Society for Psychical Research, de Londres, y ante una concurrencia compuesta exclusivamente de baronets, intentó unos pases que se emplean para provocar la desaparición de fantasmas y murió en el acto. En cuanto a esos nuevos Elías, que habrían desaparecido sin dejar rastros ni cadáveres, me permito dudar.
      El “misterio” de la carta me incitó a leer las obras de Blanqui (autor que yo ignoraba). Lo encontré en la enciclopedia, y comprobé que había escrito sobre temas políticos. Esto me complació: inmediatas a las ciencias ocultas se hallan la política y la sociología. Mi plan observa tales transiciones para evitar que el espíritu se adormezca en largas tendencias.
      Una madrugada, en la calle Corrientes, en una librería apenas atendida por un viejo borroso, encontré un polvoriento atado de libros encuadernados en cuero pardo, con títulos y filetes dorados: las obras completas de Blanqui. Lo compré por quince pesos.
      En la página 281 de mi edición no hay ninguna poesía. Aunque no he leído íntegramente la obra, creo que el escrito aludido es “L’Éternité par les Astres” un poema en prosa; en mi edición comienza en la página 307, del segundo tomo.
      En ese poema o ensayo encontré la explicación de la aventura de Morris.
      Fui a Nazca; hablé con los comerciantes del barrio; en las dos cuadras que agotan la calle Miranda no vive ninguna persona de mi nombre.
      Fui a Márquez; no hay número 6890; no hay iglesias; había —esa tarde— una poética luz, con el pasto de los potreros muy verde, muy claro y con los árboles lilas y transparentes. Además la calle no está cerca de los talleres del F.C.O. Está cerca del puente de la Noria.
      Fui a los talleres del F.C.O. Tuve dificultades para rodearlos por Juan B. Justo y Gaona. Pregunté cómo salir del otro lado de los talleres. “Siga por Rivadavia —me dijeron— hasta Cuzco. Después cruce las vías.” Como era previsible, allí no existe ninguna calle Márquez; la calle que Morris denomina Márquez debe ser Bynnon. Es verdad que ni en el número 6890 —ni en el resto de la calle— hay iglesias. Muy cerca, por Cuzco, está San Cayetano; el hecho no tiene importancia: San Cayetano no es la iglesia del relato. La inexistencia de iglesias en la misma calle Bynnon, no invalida mi hipótesis de que esa calle es la mencionada por Morris. .. Pero esto se verá después.
      Hallé también las torres que mi amigo creyó ver en un lugar despejado y solitario: son el pórtico del Club Atlético Vélez Sársfield, en Fragueiro y Barragán.
      No tuve que visitar especialmente el pasaje Owen: vivo en él. Cuando Morris se encontró perdido, sospecho que estaba frente a las casas lúgubremente iguales del barrio obrero Monseñor Espinosa, con los pies enterrados en el barro blanco de la calle Perdriel.
      Volví a visitar a Morris. Le pregunté si no recordaba haber pasado por una calle Hamílcar, o Haníbal, en su memorable recorrida nocturna. Afirmó que no conocía calles de esos nombres. Le pregunté si en la iglesia que él visitó había algún símbolo junto a la cruz. Se quedó en silencio, mirándome. Creía que yo no le hablaba en serio. Finalmente, me preguntó:
      —¿Cómo querés que uno se fije en esas cosas?
      Le di la razón.
      —Sin embargo, sería importante… —insistí—. Tratá de hacer memoria. Tratá de recordar si junto a la cruz no había alguna figura.
      —Tal vez —murmuró—, tal vez un…
      —¿Un trapecio? —insinué.
      —Sí, un trapecio —dijo sin convicción.
      —¿Simple o cruzado por una línea?
      —Verdad —exclamó—. ¿Cómo sabés? ¿Estuviste en la calle Márquez? Al principio no me acordaba nada… De pronto he visto el conjunto: la cruz y el trapecio; un trapecio cruzado por una línea con puntas dobladas.
      Hablaba animadamente.
      —¿Y te fijaste en alguna estatua de santos?
      —Viejo —exclamó con reprimida impaciencia—. No me habías pedido que levantara el inventario.
      Le dije que no se enojara. Cuando se calmó, le pedí que me mostrase el anillo y que me repitiese el nombre de la enfermera.
      Volví a casa, feliz. Oí ruidos en el cuarto de mi sobrina; pensé que estaría ordenando sus cosas. Procuré que no descubriera mi presencia; no quería que me interrumpieran. Tomé el libro de Blanqui, me lo puse debajo del brazo y salí a la calle.
      Me senté en un banco del parque Pereyra. Una vez más leí este párrafo:

Habrá infinitos mundos idénticos, infinitos mundos ligeramente variados, infinitos mundos diferentes. Lo que ahora escribo en este calabozo del fuerte del Toro, lo he escrito y lo escribiré durante la eternidad, en una mesa, en un papel, en un calabozo, enteramente parecidos. En infinitos mundos mi situación será la misma, pero tal vez la causa de mi encierro gradualmente pierda su nobleza, hasta ser sórdida, y quizá mis líneas tengan, en otros mundos, la innegable superioridad de un adjetivo feliz.

El 23 de junio Morris cayó con su Breguet en el Buenos Aires de un mundo casi igual a éste. El período confuso que siguió al accidente le impidió notar las primeras diferencias; para notar las otras se hubieran requerido una perspicacia y una educación que Morris no poseía.
      Remontó vuelo una mañana gris y lluviosa; cayó en un día radiante. El moscardón, en el hospital, sugiere el verano; el “calor tremendo” que lo abrumó durante los interrogatorios, lo confirma.
      Morris da en su relato algunas características diferenciales del mundo que visitó. Allí, por ejemplo, falta el País de Gales: las calles con nombre galés no existen en ese Buenos Aires: Bynnon se convierte en Márquez, y Morris, por laberintos de la noche y de su propia ofuscación, busca en vano el pasaje Owen… Yo, y Viera, y Kramer, y Margaride, y Faverio, existimos allí porque nuestro origen no es galés; el general Huet y el mismo Ireneo Morris, ambos de ascendencia galesa, no existen (él penetró por accidente). El Carlos Alberto Servian de allá, en su carta, escribe entre comillas la palabra “Owen”, porque le parece extraña; por la misma razón, los oficiales rieron cuando Morris declaró su nombre.
      Porque no existieron allí los Morris, en Bolívar 971 sigue viviendo el inamovible Grimaldi.
      La relación de Morris revela, también, que en ese mundo Cartago no desapareció. Cuando comprendí esto hice mis tontas preguntas sobre las calles Haníbal y Hamílcar.
      Alguien preguntará cómo, si no desapareció Cartago, existe el idioma español. ¿Recordaré que entre la victoria y la aniquilación puede haber grados intermedios?
      El anillo es una doble prueba que tengo en mi poder. Es una prueba de que Morris estuvo en otro mundo: ningún experto, de los muchos que he consultado, reconoció la piedra. Es una prueba de la existencia (en ese otro mundo) de Cartago: el caballo es un símbolo cartaginés. ¿Quién no ha visto anillos iguales en el museo de Lavigerie?
      Además —Idibal, o Iddibal— el nombre de la enfermera, es cartaginés; la fuente con peces rituales y el trapecio cruzado son cartagineses; por último —horresco referens— están los convivios o circuli, de memoria tan cartaginesa y funesta como el insaciable Moloch…
      Pero volvamos a la especulación tranquila. Me pregunto si yo compré las obras de Blanqui porque estaban citadas en la carta que me mostró Morris o porque las historias de estos dos mundos son paralelas. Como allí los Morris no existen, las leyendas celtas no ocuparon parte del plan de lecturas; el otro Carlos Alberto Servian pudo adelantarse; pudo llegar antes que yo a las obras políticas.
      Estoy orgulloso de él: con los pocos datos que tenía, aclaró la misteriosa aparición de Morris; para que Morris también la comprendiera, le recomendó “L’Éternite par les Astres”. Me asombra, sin embargo, su jactancia de vivir en el bochornoso barrio Nazca y de ignorar el pasaje Owen.
      Morris fue a ese otro mundo y regresó. No apeló a mi bala con resorte ni a los demás vehículos que se han ideado para surcar la increíble astronomía. ¿Cómo cumplió sus viajes? Abrí el diccionario de Kent; en la palabra pase, leí: “Complicadas series de movimientos que se hacen con las manos, por las cuales se provocan apariciones y desapariciones.” Pensé que las manos tal vez no fueran indispensables; que los movimientos podrían hacerse con otros objetos; por ejemplo, con aviones.
      Mi teoría es que el “nuevo esquema de prueba” coincide con algún pase (las dos veces que lo intenta, Morris se desmaya, y cambia de mundo).
      Allí supusieron que era un espía venido de un país limítrofe: aquí explican su ausencia, imputándole una fuga al extranjero, con propósitos de vender un arma secreta. Él no entiende nada y se cree víctima de un complot inicuo.
      Cuando volví a casa encontré sobre el escritorio una nota de mi sobrina. Me comunicaba que se había fugado con ese traidor arrepentido, el teniente Kramer. Añadía esta crueldad: “Tengo el consuelo de saber que no sufrirás mucho, ya que nunca te interesaste en mí.” La última línea estaba escrita con evidente saña; decía: “Kramer se interesa en mí; soy feliz.”
      Tuve un gran abatimiento, no atendí a los enfermos y por más de veinte días no salí a la calle. Pensé con alguna envidia en ese yo astral, encerrado, como yo, en su casa, pero atendido por “solicitas manos femeninas”. Creo conocer su intimidad; creo conocer esas manos.
      Lo visité a Morris. Traté de hablarle de mi sobrina (apenas me contengo de hablar, incesantemente, de mi sobrina). Me preguntó si era una muchacha maternal. Le dije que no. Le oí hablar de la enfermera.
      No es la posibilidad de encontrarme con una nueva versión de mí mismo lo que me incitaría a viajar hasta ese otro Buenos Aires. La idea de reproducirme, según la imagen de mi ex libris, o de conocerme, según su lema, no me ilusiona. Me ilusiona, tal vez, la idea de aprovechar una experiencia que el otro Servian, en su dicha, no ha adquirido.
      Pero éstos son problemas personales. En cambio la situación de Morris me preocupa. Aquí todos lo conocen y han querido ser considerados con él; pero como tiene un modo de negar verdaderamente monótono y su falta de confianza exaspera a los jefes, la degradación, si no la descarga del fusilamiento, es su porvenir.
      Si le hubiera pedido el anillo que le dio la enfermera, me lo habría negado. Refractario a las ideas generales, jamás hubiera entendido el derecho de la humanidad sobre ese testimonio de la existencia de otros mundos. Debo reconocer, además, que Morris tenía un insensato apego por ese anillo. Tal vez mi acción repugne a los sentimientos del gentleman (alias, infalible, del cambrioleur); la conciencia del humanista la aprueba. Finalmente, me es grato señalar un resultado inesperado: desde la pérdida del anillo, Morris está más dispuesto a escuchar mis planes de evasión.
      Nosotros, los armenios, estamos unidos. Dentro de la sociedad formamos un núcleo indestructible. Tengo buenas amistades en el ejército. Morris podrá intentar una reproducción de su accidente. Yo me atreveré a acompañarlo.

C. A. S.
* * * *

El relato de Carlos Alberto Servian me pareció inverosímil. No ignoro la antigua leyenda del carro de Morgan; el pasajero dice dónde quiere ir, y el carro lo lleva, pero es una leyenda. Admitamos que, por casualidad, el capitán Ireneo Morris haya caído en otro mundo; que vuelva a caer en éste sería un exceso de casualidad.
      Desde el principio tuve esa opinión. Los hechos la confirmaron.
      Un grupo de amigos proyectamos y postergamos, año tras año, un viaje a la frontera del Uruguay con el Brasil. Este año no pudimos evitarlo, y partimos.
      El 3 de abril almorzábamos en un almacén en medio del campo; después visitaríamos una “fazenda” interesantísima.
      Seguido de una polvareda, llegó un interminable Packard; una especie de jockey bajó. Era el capitán Morris.
      Pagó el almuerzo de sus compatriotas y bebió con ellos. Supe después que era secretario, o sirviente, de un contrabandista.
      No acompañé a mis amigos a visitar la “fazenda”. Morris me contó sus aventuras: tiroteos con la policía; estratagemas para tentar a la justicia y perder a los rivales; cruce de ríos prendido a la cola de los caballos; borracheras y mujeres… Sin duda exageró su astucia y su valor. No podré exagerar su monotonía.
      De pronto, como en un vahído, creí entrever un descubrimiento. Empecé a investigar; investigué con Morris; investigué con otros, cuando Morris se fue.
      Recogí pruebas de que Morris llegó a mediados de junio del año pasado, y de que muchas veces fue visto en la región, entre principios de septiembre y fines de diciembre. El 8 de septiembre intervino en unas carreras cuadreras, en Yaguarao; después pasó varios días en cama, a consecuencia de una caída del caballo.
      Sin embargo, en esos días de septiembre, el capitán Morris estaba internado y detenido en el Hospital Militar, de Buenos Aires: las autoridades militares, compañeros de armas, sus amigos de infancia, el doctor Servian y el ahora capitán Kramer, el general Huet, viejo amigo de su casa, lo atestiguan.
      La explicación es evidente:
      En varios mundos casi iguales, varios capitanes Morris salieron un día (aquí el 23 de junio) a probar aeroplanos. Nuestro Morris se fugó al Uruguay o al Brasil. Otro, que salió de otro Buenos Aires, hizo unos “pases” con su aeroplano y se encontró en el Buenos Aires de otro mundo (donde no existía Gales y donde existía Cartago; donde espera Idibal). Ese Ireneo Morris subió después en el Dewotine, volvió a hacer los “pases”, y cayó en este Buenos Aires. Como era idéntico al otro Morris, hasta sus compañeros lo confundieron. Pero no era el mismo. El nuestro (el que está en el Brasil) remontó vuelo, el 23 de junio, con el Breguet 304; el otro sabía perfectamente que había probado el Breguet 309. Después, con el doctor Servian de acompañante, intenta los pases de nuevo y desaparece. Quizá lleguen a otro mundo; es menos probable que encuentren a la sobrina de Servian y a la cartaginesa.
      Alegar a Blanqui, para encarecer la teoría de la pluralidad de los mundos, fue tal vez, un mérito de Servian; yo, más limitado, hubiera propuesto la autoridad de un clásico; por ejemplo: «según Demócrito, hay una infinidad de mundos, entre los cuales algunos son, no tan sólo parecidos, sino perfectamente iguales» (Cicerón, Primeras Académicas, II, XVII).

Henos aquí, en Bauli, cerca de Pezzuoli, ¿piensas tú que ahora, en un número infinito de lugares exactamente iguales, habrá reuniones de personas con nuestros mismos nombres, revestidas de los mismos honores, que hayan pasado por las mismas circunstancias, y en ingenio, en edad, en aspecto, idénticas a nosotros, discutiendo este mismo tema? [id., id., II, XL].

      Finalmente, para lectores acostumbrados a la antigua noción de mundos planetarios y esféricos, los viajes entre Buenos Aires de distintos mundos parecerán increíbles. Se preguntarán por qué los viajeros llegan siempre a Buenos Aires y no a otras regiones, a los mares o a los desiertos. La única respuesta que puedo ofrecer a una cuestión tan ajena a mi incumbencia, es que tal vez estos mundos sean como haces de espacios y de tiempos paralelos.

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Perdiendo velocidad

Este es un cuento breve y desolador de Samanta Schweblin (1978), narradora argentina y una de las escritoras más celebradas, traducidas y premiadas de nuestro tiempo. En este año en que las autoras latinoamericanas se han destacado enormemente, su libro más reciente es la novela Kentukis (2018), pero Schweblin se dio a conocer en especial por sus colecciones de cuento. De la segunda de ellas: Pájaros en la boca (2009, ganadora del Premio Casa de las Américas), proviene este relato de vida cotidiana y decadencia, que ha aparecido en diversas antologías virtuales (pero no había llegado a ésta).

Samanta Schweblin (fuente)

PERDIENDO VELOCIDAD
Samanta Schweblin

Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos.
      —¿Qué pasa? —le pregunté.
      Tardó en sacar la vista de los huevos.
      —Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad.
      Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto.
      —No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido.
      —¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario.
      Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría –el público atento a la mecha que se consumía–, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad.
      Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo.
      —Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo.
      Miró los huevos.
      —Creo que me estoy por morir.
      Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar.
      —Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere.
      Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso.
      Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar.
      —¿Café? —pregunto.
      —¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.

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Undr

Para quien escribe esta bitácora, la obra de Jorge Luis Borges (1899-1986) es una de las más importantes para su trabajo y para su vida de lector (es decir, para su vida, a secas). Pero, por alguna razón, no había aparecido ningún cuento suyo en esta antología virtual.
      Hoy, que Borges hubiera cumplido 120 años, aquí está un cuento que no es de sus más conocidos, proveniente de El libro de arena (1975). Según el propio texto, la palabra undr significa maravilla; la que se revela no es la de un suceso fantástico, pero de ella, de alguna manera, participan todas las historias, y también todas las personas que alguna vez han contado una historia.
      La copia del texto está tomada del excelente sitio Borges todo el año.

Jorge Luis Borges

UNDR
Jorge Luis Borges

Debo prevenir al lector que las páginas que traslado se buscarán en vano en el Libellus (1615) de Adán de Bremen, que, según se sabe, nació y murió en el siglo once. Lappenberg las halló en un manuscrito de la Bodleiana de Oxford y las juzgó, dado el acopio de pormenores circunstanciales, una tardía interpolación, pero las publicó, a título de curiosidad, en sus Analecta Germanica (Leipzig, 1894). El parecer de un mero aficionado argentino vale muy poco; júzguelas el lector como quiera. Mi versión española no es literal, pero es digna de fe.

Escribe Adán de Bremen:

«…De las naciones que lindan con el desierto que se dilata en la otra margen del Golfo, más allá de las tierras en que procrea el caballo salvaje, la más digna de mención es la de los urnos. La incierta o fabulosa información de los mercaderes, lo azaroso del rumbo y las depredaciones de los nómadas, nunca me permitieron arribar a su territorio. Me consta, sin embargo, que sus precarias y apartadas aldeas quedan en las tierras bajas del Vístula. A diferencia de los suecos, los urnos profesan la genuina fe de Jesús, no maculada de arrianismo ni del sangriento culto de los demonios, de los que derivan su estirpe las casas reales de Inglaterra y de otras naciones del Norte. Son pastores, barqueros, hechiceros, forjadores de espadas y trenzadores. Debido a la inclemencia de las guerras casi no aran la tierra. La llanura y las tribus que la recorren los han hecho muy diestros en el manejo del caballo y del arco. Siempre uno acaba por asemejarse a sus enemigos. Las lanzas son más largas que las nuestras, ya que son de jinetes y no de peones.
      »Desconocen, como es de suponer, el uso de la pluma, del cuerno de tinta y del pergamino. Graban sus caracteres como nuestros mayores las runas que Odín les reveló, después de haber pendido del fresno, Odín sacrificado a Odín, durante nueve noches.
      »A estas noticias generales agregaré la historia de mi diálogo con el islandés Ulf Sigurdarson, hombre de graves y medidas palabras. Nos encontramos en Uppsala, cerca del templo. El fuego de leña había muerto; por las desparejas hendijas de la pared fueron entrando el frío y el alba. Afuera dejarían su cautelosa marca en la nieve los lobos grises que devoran la carne de los paganos destinados a los tres dioses. Nuestro coloquio había comenzado en latín, como es de uso entre clérigos, pero no tardamos en pasar a la lengua del norte que se dilata desde la Última Thule hasta los mercados del Asia. El hombre dijo:
      »—Soy de estirpe de Skalds; me bastó saber que la poesía de los urnos consta de una sola palabra para emprender su busca y el derrotero que me conduciría a su tierra. No sin fatigas y trabajos llegué al cabo de un año. Era de noche; advertí que los hombres que se cruzaban en mi camino me miraban curiosamente y una que otra pedrada me alcanzó. Vi el resplandor de una herrería y entré.
      »El herrero me ofreció albergue para la noche. Se llamaba Orm. Su lengua era más o menos la nuestra. Cambiamos unas pocas palabras. De sus labios oí por primera vez el nombre del rey, que era Gunnlaug. Supe que libraba la última guerra, miraba con recelo a los forasteros y que su hábito era crucificarlos. Para eludir ese destino, menos adecuado a un hombre que a un Dios, emprendí la escritura de una drápa, o composición laudatoria, que celebraba las victorias, la fama y la misericordia del rey. Apenas la aprendí de memoria vinieron a buscarme dos hombres. No quise entregarles mi espada, pero me dejé conducir.
      »Aún había estrellas en el alba. Atravesamos un espacio de tierra con chozas a los lados. Me habían hablado de pirámides; lo que vi en la primera de las plazas fue un poste de madera amarilla. Distinguí en una punta la figura negra de un pez. Orm, que nos había acompañado, me dijo que ese pez era la Palabra. En la siguiente plaza vi un poste rojo con un disco. Orm repitió que era la Palabra. Le pedí que me la dijera. Me dijo que era un simple artesano y que no la sabía.
      »En la tercera plaza, que fue la última, vi un poste pintado de negro, con un dibujo que he olvidado. En el fondo había una larga pared derecha, cuyos extremos no divisé. Comprobé después que era circular, techada de barro, sin puertas interiores, y que daba toda la vuelta de la ciudad. Los caballos atados al palenque eran de poca alzada y crinudos. Al herrero no lo dejaron entrar. Adentro había gente de armas, toda de pie. Gunnlaug, el rey, que estaba doliente, yacía con los ojos semicerrados en una suerte de tarima, sobre unos cueros de camello. Era un hombre gastado y amarillento, una cosa sagrada y casi olvidada; viejas y largas cicatrices le cruzaban el pecho. Uno de los soldados me abrió camino. Alguien había traído un arpa. Hincado, entoné en voz baja la drápa. No faltaban las figuras retóricas, las aliteraciones y los acentos que el género requiere. No sé si el rey la comprendió pero me dio un anillo de plata que guardo aún. Bajo la almohada pude entrever el filo de un puñal. A su derecha había un tablero de ajedrez, con un centenar de casillas y unas pocas piezas desordenadas.
      »La guardia me empujó hacia el fondo. Un hombre tomó mi lugar, y lo hizo de pie. Pulsó las cuerdas como templándolas y repitió en voz baja la palabra que yo hubiera querido penetrar y no penetré. Alguien dijo con reverencia: ‘Ahora no quiere decir nada’.
      »Vi alguna lágrima. El hombre alzaba o alejaba la voz y los acordes casi iguales eran monótonos o, mejor aún, infinitos. Yo hubiera querido que el canto siguiera para siempre y fuera mi vida. Bruscamente cesó. Oí el ruido del arpa cuando el cantor, sin duda exhausto, la arrojó al suelo. Salimos en desorden. Fui de los últimos. Vi con asombro que la luz estaba declinando.
      »Caminé unos pasos. Una mano en el hombro me detuvo. Me dijo:
      »—La sortija del rey fue tu talismán, pero no tardarás en morir porque has oído la Palabra. Yo, Bjarni Thorkelsson, te salvaré. Soy de estirpe de Skalds. En tu ditirambo apodaste agua de la espada a la sangre y batalla de hombres a la batalla. Recuerdo haber oído esas figuras al padre de mi padre. Tú y yo somos poetas; te salvaré. Ahora no definimos cada hecho que enciende nuestro canto; lo ciframos en una sola palabra que es la Palabra.
      »Le respondí:
      »—No pude oírla. Te pido que me digas cuál es.
      »Vaciló unos instantes y contestó:
      »—He jurado no revelarla. Además, nadie puede enseñar nada. Debes buscarla solo. Apresurémonos, que tu vida corre peligro. Te esconderé en mi casa, donde no se atreverán a buscarte. Si el viento es favorable, navegarás mañana hacia el Sur.
      »Así tuvo principio la aventura que duraría tantos inviernos. No referiré sus azares ni trataré de recordar el orden cabal de sus inconstancias. Fui remero, mercader de esclavos, esclavo, leñador, salteador de caravanas, cantor, catador de aguas hondas y de metales. Padecí cautiverio durante un año en las minas de azogue, que aflojan los dientes. Milité con hombres de Suecia en la guardia de Mikligarthr (Constantinopla). A orillas del Azov me quiso una mujer que no olvidaré; la dejé o ella me dejó, lo cual es lo mismo. Fui traicionado y traicioné. Más de una vez el destino me hizo matar. Un soldado griego me desafió y me dio la elección de dos espadas. Una le llevaba un palmo a la otra. Comprendí que trataba de intimidarme y elegí la más corta. Me preguntó por qué. Le respondí que de mi puño a su corazón la distancia era igual. En una margen del Mar Negro está el epitafio rúnico que grabé para mi compañero Leif Arnarson. He combatido con los Hombres Azules de Serkland, los sarracenos. En el curso del tiempo he sido muchos, pero ese torbellino fue un largo sueño. Lo esencial era la Palabra. Alguna vez descreí de ella. Me repetí que renunciar al hermoso juego de combinar palabras hermosas era insensato y que no hay por qué indagar una sola, acaso ilusoria. Ese razonamiento fue vano. Un misionero me propuso la palabra Dios, que rechacé. Cierta aurora a orillas de un río que se dilataba en un mar creí haber dado con la revelación.
      »Volví a la tierra de los urnos y me dio trabajo encontrar la casa del cantor.
      »Entré y dije mi nombre. Ya era de noche. Thorkelsson, desde el suelo me dijo que encendiera un velón en el candelero de bronce. Tanto había envejecido su cara que no pude dejar de pensar que yo mismo era viejo. Como es de uso le pregunté por su rey. Me replicó:
      »—Ya no se llama Gunnlaug. Ahora es otro su nombre. Cuéntame bien tus viajes.
      »Lo hice con mejor orden y con prolijos pormenores que omito. Antes del fin me interrogó:
      »—¿Cantaste muchas veces por esas tierras?
      »La pregunta me tomó de sorpresa.
      »—Al principio —le dije— canté para ganarme la vida. Luego, un temor que no comprendo me alejó del canto y del arpa.
      »—Está bien —asintió—. Ya puedes proseguir con tu historia.
      »Acaté la orden. Sobrevino después un largo silencio.
      »—¿Qué te dio la primera mujer que tuviste? —me preguntó.
      »—Todo —le contesté.
      »—A mí también la vida me dio todo. A todos la vida les da todo, pero los más lo ignoran. Mi voz está cansada y mis dedos débiles, pero escúchame.
      »Dijo la palabra Undr, que quiere decir maravilla.
      »Me sentí arrebatado por el canto del hombre que moría, pero en su canto y en su acorde vi mis propios trabajos, la esclava que me dio el primer amor, los hombres que maté, las albas de frío, la aurora sobre el agua, los remos. Tomé el arpa y canté con una palabra distinta.
      »—Está bien —dijo el otro y tuve que acercarme para oírlo—. Me has entendido.»

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El desentierro de la angelita

Este mes, un cuento de horror sobrenatural de Mariana Enríquez (1973), escritora argentina muy elogiada como una de las más interesantes entre quienes cultivan la narrativa de imaginación fantástica en la actualidad (como se evidencia en Las cosas que perdimos en el fuego, uno de sus libros más conocidos). El texto, que apareció en el libro Los peligros de fumar en la cama, fue tomado de esta página, donde la propia Enríquez escribe de su cuento:

No me gusta leer prosa en voz alta –ni escuchar leer, para el caso–, pero cuando alguien me pide que lo haga y yo accedo por buena educación, suelo elegir este cuento, porque hace reír a la gente. Me dicen que tiene humor negro, pero yo creo que se ríen de nerviosos. También es el favorito de los adolescentes, por eso confío en él. Cuando lo escribí no me sentí ensañada, pero ahora me doy cuenta de que el relato guarda una sonrisa cruel. Es uno de los pocos cuentos de fantasmas que haya escrito (…)

Mariana Enríquez (fuente)

EL DESENTIERRO DE LA ANGELITA
Mariana Enríquez

A mi abuela no le gustaba la lluvia y antes de que cayeran las primeras gotas, cuando el cielo se oscurecía, salía al patio del fondo con botellas y las enterraba hasta la mitad, todo el pico bajo tierra. Yo la seguía y le preguntaba abuela por qué no te gusta la lluvia por qué no te gusta. Pero ella, nada, evasiva, con la palita en la mano, frunciendo la nariz para oler la humedad en el aire. Si finalmente llovía, fuera garúa o tormenta, cerraba puertas y ventanas y subía el volumen del televisor hasta tapar el ruido de las gotas y el viento –el techo de su casa era de chapa–, y si el aguacero coincidía con su serie favorita, Combate, no había quien pudiera sacarle una palabra porque estaba perdidamente enamorada de Vic Morrow.
      Yo adoraba la lluvia porque ablandaba la tierra seca y permitía que se desatara mi manía excavatoria. ¡Qué de pozos! Usaba la misma pala que la abuela, una muy chica, del tamaño que usaría un niño para jugar en la playa, pero de metal y madera, no de plástico. La tierra del fondo albergaba pedacitos de botellas de vidrio color verde, con los bordes tan lisos que ya no cortaban; piedras suaves que parecían cantos rodados o pequeñas rocas de playa, ¿por qué estarían en el fondo de mi casa? Alguien debía haberlas sepultado. Una vez encontré una piedra ovalada, del tamaño y color de una cucaracha pero sin patas ni antenas. De un lado era lisa, del otro unas muescas formaban los claros rasgos de una cara sonriente. Se la mostré a mi papá, enloquecida porque creía encontrarme ante una reliquia, y me dijo que las marcas formaban un rostro de casualidad. Mi papá nunca se entusiasmaba. También encontré dados negros, con los puntos blancos ya casi invisibles. Encontré restos de vidrios esmerilados verde manzana y turquesa. Mi abuela se acordó de que habían sido parte de una puerta vieja. También jugaba con lombrices y las cortaba en pedacitos bien chiquitos. No me divertía ver el cuerpo dividido retorciéndose un poco para al final seguir adelante. Me parecía que si picaba bien a la lombriz, como a una cebolla, sin dejar contacto alguno entre los anillos, no iba a poder reconstruirse. Nunca me gustaron los bichos.
      Encontré los huesos después de una tormenta que convirtió al cuadrado de tierra del fondo en una piscina de barro. Los guardé en el balde que usaba para llevar los tesoros hasta la pileta del patio, donde los lavaba. Se los mostré a papá. Dijo que eran huesos de pollo, o a lo mejor de bifes de lomo, o de alguna mascota muerta que debían haber enterrado hacía mucho. Perros o gatos. Insistía con lo de los pollos porque antes, en el fondo, cuando él era chico, mi abuela tenía un gallinero.
      Parecía una explicación posible hasta que mi abuela se enteró de los huesitos y empezó a arrancarse los pelos y a gritar; la angelita la angelita. Pero el escándalo no duró mucho bajo la mirada de papá: él admitía las “supersticiones” (así las llamaba) de la abuela siempre y cuando no se desbordara. Ella le conocía el gesto de desaprobación y se tranquilizó a la fuerza. Me pidió los huesitos y se los di. Después me pidió que me fuera a la habitación a dormir. Yo me enojé un poco porque no entendía la causa de la penitencia.
      Pero más tarde, esa misma noche, me llamó y me contó todo. Era la hermana número diez u once, mi abuela no estaba demasiado segura, en aquel entonces no se les prestaba tanta atención a los chicos. Se había muerto a los pocos meses de nacida, entre fiebres y diarrea. Como era angelita, la sentaron sobre una mesa adornada con flores, envuelta en un trapo rosa, apoyada en un almohadón. Le hicieron alitas de cartón para que subiera al cielo más rápido, y no le llenaron la boca de pétalos de flores rojas porque a la mamá, mi bisabuela, le impresionaba, le parecía sangre. Hubo baile y canto toda la noche, y hasta hubo que echar a un tío borracho y reanimar a mi bisabuela, que se desmayó por el llanto y el calor. Una rezadora india cantó trisagios, y lo único que les cobró fue unas empanadas.
      —¿Eso fue acá, abuela?
      —No, en Salavina, en Santiago. ¡Hacía un calor!
      —Entonces no son los huesos de la nena, si se murió allá.
      —Sí que son. Yo me los traje cuando vinimos para acá. No la quise dejar porque lloraba todas las noches, pobrecita. Si lloraba con nosotros cerquita, en la casa, ¡lo que iba a llorar sola, abandonada! Así que me la traje. Ya era huesitos nomás, la puse en una bolsa y la enterré acá en los fondos. Ni tu abuelo sabía. Ni tu bisabuela, nadie. Es que nomás yo la escuchaba llorar. Tu bisabuelo también, pero se hacía el tonto.
      —¿Y acá llora la nena?
      —Cuando llueve, nomás.
      Después le pregunté a mi papá si la historia de la nena angelita era cierta, y él dijo que la abuela ya estaba muy grande y desvariaba. Muy convencido no parecía, o a lo mejor le resultaba incómoda la conversación. Después la abuela se murió, la casa se vendió, yo me fui a vivir sola sin marido ni hijos; mi papá se quedó con un departamento de Balvanera, y me olvidé de la angelita.
      Hasta que apareció al lado de la cama, en mi departamento, diez años después, llorando, una noche de torm.
      La angelita no parece un fantasma. Ni flota ni está pálida ni lleva vestido blanco. Está a medio pudrir y no habla. La primera vez que apareció creí que soñaba y traté de despertarme de la pesadilla; cuando no pude y empecé a entender que era real grité y lloré y me tapé con las sábanas, los ojos cerrados fuerte y las manos tapando los oídos para no escucharla –porque en ese momento no sabía que era muda–. Pero cuando salí de ahí abajo, unas cuantas horas después, la angelita seguía ahí con los restos de una manta vieja puesta sobre los hombros como un poncho. Señalaba con el dedo hacia afuera, hacia la ventana y la calle, y así me di cuenta de que era de día. Es raro ver un muerto de día. Le pregunté qué quería, pero como respuesta siguió señalando como en una película de terror.
      Me levanté y salí corriendo hacia la cocina, a buscar los guantes que usaba para lavar los platos. La angelita me siguió. Apenas una primera muestra de su personalidad demandante. No me amedrentó. Con los guantes puestos la agarré del cogotito y apreté. No es muy coherente intentar ahorcar a un muerto, pero no se puede estar desesperado y ser razonable al mismo tiempo. No le provoqué ni una tos, nada más yo quedé con restos de carne en descomposición entre los dedos enguantados y a ella le quedó la tráquea a la vista.
      Hasta ese momento no sabía que se trataba de Angelita, la hermana de mi abuela. Seguía cerrando los ojos bien fuerte a ver si ella desaparecía o yo me despertaba. Como no funcionaba le caminé alrededor y vi, en la espalda, colgando de los restos amarillentos de lo que ahora sé era la mortaja rosa, dos rudimentarias alitas de cartón con plumas de gallina pegoteadas. En tantos años tendrían que haber desaparecido, pensé y después me reí un poco histérica y me dije que tenía un bebé muerto en la cocina, que era mi tía abuela y que caminaba, aunque por el tamaño debía haber vivido apenas unos tres meses. Tenía que dejar definitivamente de pensar en términos de qué era posible y qué no.
      Le pregunté si era mi tía abuela Angelita –como no habían hecho tiempo de anotarla con un nombre legal, eran otros tiempos, la llamaron siempre por ese nombre genérico–; así descubrí que no hablaba pero contestaba moviendo la cabeza. Entonces mi abuela decía la verdad, pensé, no eran del gallinero, eran los huesitos de su hermana los que desenterré cuando era chica.
      Lo que quería Angelita era un misterio, porque más que mover la cabeza afirmativa o negativamente no hacía. Pero algo quería con suma urgencia, porque no sólo seguía señalando, sino que no me dejaba en paz. Me seguía por toda la casa. Me esperaba atrás de la cortina del baño cuando tomaba una ducha; se sentaba en el bidet cuando yo hacía pis o caca; se paraba al lado de la heladera cuando lavaba los platos y se sentaba al lado de la silla cuando yo trabajaba con la computadora.
      Seguí haciendo mi vida normal durante la primera semana. Creía que a lo mejor se trataba de un pico de estrés con alucinación, y que se iría. Me pedí unos días en el trabajo, tomé pastillas para dormir. La angelita seguía ahí, esperando al lado de la cama a que me despertara. Algunos amigos me visitaron. Al principio no quise atender los mensajes ni abrirles la puerta pero, para no preocuparlos más, accedí a verlos aduciendo agotamiento mental. Ellos comprendieron, estuviste trabajando como una negra, me decían. Ninguno vio a la angelita. La primera vez que me visitó mi amiga Marina metí a la angelita en el placard, pero para mi terror y disgusto, se escapó y se sentó en el brazo del sillón, con esa fea cara podrida verdegrís. Marina ni se dio cuenta.
      Poco después saqué a la angelita a la calle. Nada. Salvo ese señor que la miró de pasada y después se dio vuelta y la volvió a mirar y se le descompuso la cara, le debe haber bajado la presión; o la señora que directamente salió corriendo y casi la atropella el 45 en la calle Chacabuco. Alguna gente tenía que verla, eso me lo imaginaba, seguramente no mucha. Para evitarles el mal momento, cuando salíamos juntas –mejor dicho, cuando ella me seguía y a mí no me quedaba otra que dejarme acompañar– lo hacía con una especie de mochila para cargarla (es feo verla caminar, es tan chiquita, es antinatural). También le compré una venda tipo máscara para la cara, de las que se usan para tapar cicatrices de quemaduras. La gente ahora cuando la ve siente asco, pero también conmoción y pena. Ven a un bebé muy enfermo o muy lastimado, ya no a un bebé muerto.
      Si me viera mi papá, pensaba, él que siempre se quejó de que iba a morirse sin nietos (y se murió sin nietos, yo lo decepcioné en esa y muchas otras cosas). Le compré juguetes para que se entretuviera, muñecas y dados de plástico y chupetes para que mordiera, pero nada parecía gustarle demasiado, y seguía con el dichoso dedo apuntando para el Sur –de eso me di cuenta, era siempre para el Sur– mañana, tarde y noche. Yo le hablaba y le preguntaba, pero ella no se podía comunicar bien.
      Hasta que una mañana se apareció con una foto de mi casa de la infancia, la casa donde yo había encontrado sus huesitos en el patio del fondo. La sacó de la caja donde guardo las fotografías: un asco, dejó todas las otras manchadas de su piel podrida que se desprendía, húmedas y pringosas. Ahora señalaba la casa con el dedo, bien insistente. Querés ir ahí, le pregunté, y me dijo que sí. Le expliqué que la casa ya no era nuestra, que la habíamos vendido, y me dijo que sí otra vez.
      La cargué en la mochila con su máscara puesta y nos tomamos el 15 hasta Avellaneda. Ella no mira por la ventana en los viajes, tampoco mira a la gente ni se entretiene con nada, le da a lo exterior la misma importancia que a los juguetes. La llevé sentada a upa para que estuviera cómoda, aunque no sé si es posible que esté incómoda o si eso significa algo para ella; ni siquiera sé qué siente. Solamente sé que no es mala, y que le tuve miedo al principio, pero hace rato que no.
      Llegamos a la que fue mi casa a eso de las cuatro de la tarde. Como siempre en verano, había un olor pesado a Riachuelo y nafta sobre la avenida Mitre, mezclado con tufos de basura; en las esquinas, helados caídos de cucuruchos que dejaban el suelo pegoteado. Hay muchas heladerías sobre la avenida y mucha gente torpe. Cruzamos la plaza caminando, después pasamos por el Sanatorio Itoiz, donde se murió mi abuela, y finalmente rodeamos la cancha de Racing. Atrás estaba mi casa vieja, a dos cuadras de distancia del estadio. Pero ahora que estaba en la puerta, ¿qué hacer? ¿Pedirles a los dueños nuevos que me dejaran pasar? ¿Con qué pretexto? Ni lo había pensado. Claramente me estaba afectando la mente andar para todos lados con una niña muerta.
      Angelita fue la que se encargó de la situación. No hacía falta entrar. Era posible asomarse al fondo por la medianera, eso era lo único que ella quería, ver el fondo. Espiamos las dos, ella en mis brazos –la medianera era más bien baja, debía estar mal hecha–. Ahí, donde solía estar el cuadrado de tierra, había una pileta de natación de plástico azul, empotrada en un hueco del suelo. Evidentemente habían levantado toda la tierra para hacer el hoyo, y con esa acción habían tirado los huesos de la angelita vaya a saber dónde, los habían revoleado, se habían perdido. Me dio lástima, pobrecita, y le dije que lo sentía mucho, que no podía solucionárselo; hasta le dije que lamentaba no haberlos desenterrado otra vez cuando la casa se vendió, para sepultarlos en algún lugar pacífico, o cerca de la familia si a ella le gustaba así. ¡Pero si tranquilamente podría haberlos puesto adentro de una caja o un florero, y llevarlos a casa! Estuve mal con ella y le pedí disculpas. Angelita dijo que sí. Entendí que las aceptaba. Le pregunté si ahora estaba tranquila y se iba a ir, si me iba a dejar sola. Me dijo que no. Bueno, contesté, y como la respuesta no me cayó muy bien, salí caminando rápido hasta la parada del 15 y la obligué a corretear atrás mío con sus pies descalzos que, de tan podridos, estaban dejando asomar los huesitos blancos.

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El vendedor de estatuas

Un cuento de Silvina Ocampo (1903- 1993), escritora y artista visual argentina. Hija de una familia de las más encumbradas de su país, tuvo una educación a la que pocas mujeres podían tener acceso en su tiempo, pero a pesar de ello tuvo que vencer numerosos prejuicios y obstáculos sociales y hasta familiares para poder dar a conocer, y respetar, su trabajo literario. Lo consiguió de un modo que se ve en otros autores de su país: ocultando, o poniendo «en clave», aquello que hubiera parecido más transgresor. Como Amparo Dávila en México, escribió muchas veces de personajes oprimidos, cercados por su entorno social y dominados por voluntades arbitrarias e injustas…, pero ese entorno no era siempre el de la propia Ocampo, y los personajes no siempre eran mujeres. Ambas cosas ocurren a la vez en este cuento de terror, aparecido en su primer libro, Viaje olvidado (1937).
      Como, además, «El vendedor de estatuas» parece plantear varias expectativas convencionales y al final no satisface ninguna, dejando en cambio una atmósfera de intriga tanto como de miedo, bien podría haber sido parte de la famosa Antología de la literatura fantástica (1940), que Ocampo editó junto con Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, su esposo durante más de medio siglo.

EL VENDEDOR DE ESTATUAS
Silvina Ocampo

Para llegar hasta el comedor, había que atravesar hileras de puertas que daban sobre un corredor estrechísimo y frío, con paredes recubiertas de algunas plantas verdes que encuadraban la puerta del excusado.
      En el comedor había manteles muy manchados y sillas de Viena donde se habían sentado muchas mujeres y profesores gordos.
      Mme. Renard, la dueña de la pensión, recorría el corredor golpeando las manos y contemplaba a los pensionistas a la hora de las comidas. Había un profesor de griego que miraba fijamente, con miedo de caerse, el centro de la mesa; había un jugador de ajedrez; un ciclista; había también un vendedor de estatuas y una comisionista de puntillas, acariciando siempre con manos de ciega las puntas del mantel. Un chico de siete años corría de mesa en mesa, hasta que se detuvo en la del vendedor de estatuas. No era un chico travieso, y sin embargo una secreta enemistad los unía. Para el vendedor de estatuas aun el beso de un chico era una travesura peligrosa; les tenía el mismo miedo que se les tiene a los payasos y a las mascaritas.
      En un corralón de al lado el vendedor de estatuas tenía su taller. Grandes letras anunciaban sobre la puerta de entrada: “Octaviano Crivellini. Copias de estatuas de jardines europeos, de cementerios y de salones”; y ahí estaba un batallón de estatuas temibles para los compradores que no sabían elegir. Había mandado construir una pequeña habitación para poder vivir confortablemente. Mientras tanto vivía en la casa de pensión de al lado y antes de dormirse les decía disimuladamente buenas noches a las estatuas.
      Sentado en la mesa del comedor Octaviano Crivellini era un hombre devorado de angustias. Estaba delante de los fiambres desganado y triste, repitiendo: “No tengo que preocuparme por estas cosas”, “No tengo que preocuparme por estas cosas”.
      El chico de siete años se alojaba detrás de la silla y con perversidad malabarista le daba pequeñas patadas invisibles, y esta escena se repetía diariamente; pero eso no era todo. Las patadas invisibles a la hora de las comidas, las hubiera podido soportar como picaduras de mosquitos de otoño, terribles y tolerables porque existe el descanso del mosquitero por la noche, las piezas sin luz y el alambre tejido en las ventanas, pero las diversas molestias que ocasionaba Tirso, el chico de siete años, eran constantes y sin descanso. No había adónde acudir para librarse de él. Debía de tener una madre anónima, un padre aterrorizado que nadie se atrevía a interpelar.
      Hacía ya una semana de aquella noche en que se había escapado de la casa detrás de él. Sin duda lo había visto repartir besos con un movimiento habitual de limpieza sobre las cabezas de yeso que se movían en la noche con frialdad de estrella. Tirso se rió destempladamente y cabalgó sobre un león con melena suelta y abultada. La luna hacía de la tierra un lago relleno de sombras donde lloraban ángeles de cementerio, alguna Venus de ojos vacíos, alguna Diana Cazadora corriendo contra el viento, algún busto de Sócrates. Octaviano, al ver a Tirso cabalgando sobre uno de sus leones preferidos, abrevió rápidamente su despedida nocturna y se fue abrumado de vergüenza y terror.
      Tirso, creyendo que el vendedor inmóvil de estatuas no lo había visto, sintió que tenía un poder prodigioso de invisibilidad, y volvió a acostarse en puntas de pie con la sensación de haber presenciado un milagro. Desde ese día todas las noches lo había seguido hasta el corralón, se había familiarizado con las estatuas, con las manos y los pies de yeso guardados en los armarios, con los perros blancos. Octaviano en cambio se había distanciado de sus estatuas, las limpiaba ahora con escasas caricias delante del chico.
      Tirso empezó a cansarse de ese don de invisibilidad del que gozaba desde hacía poco tiempo. El jugador de ajedrez le había hablado dos o tres veces. El ciclista le había dado un caramelo. La comisionista le había probado un cuello de puntillas, confundiéndolo con una chica, un día que llevaba un delantal, pero el vendedor de estatuas no le hablaba.
      Cuando terminaron de comer, Octaviano se levantó como un chico en penitencia, sin postre -él, que hubiera deseado que Tirso se quedara sin postre.
      Se ató un pañuelo alrededor del pescuezo y salió como de costumbre. Tirso lo siguió. Empezaba a grabar su nombre con tiza colorada en las estatuas y Octaviano creía enloquecer de pena. Tirso lo desalojaba, le robaba su tranquilidad, lo asesinaba subterráneamente, y Tirso era inconmovible e independiente como lo son raras veces los grandes criminales. Cuando volvió a acostarse, al querer cerrar la puerta de su cuarto sintió una fuerza gigante que la retenía; hizo tentativas inútiles por cerrarla, hasta que de pronto, inesperadamente, se le vino encima, aplastándole casi el brazo. Pocos minutos después la puerta volvió a abrirse. No era necesario ver quién abría la puerta con esa fuerza, no podía ser sino Tirso; y esta escena, como las otras, se repitió todas las noches.
      Las primeras veces trató de juntar toda su fuerza en los ojos al clavarlos sobre Tirso, pero los ojos de Tirso eran duros como paredes metálicas. Tenía unos ojos que nunca debían de haber llorado, y solamente matándolo se lo podía quizás lastimar un poco.
      En el fondo del corralón había un gran armario donde el hombre desesperado se refugió una noche. Tirso, al ver que no estaba allí el vendedor de estatuas, se fue decepcionado. Pero persistió en sus cabalgatas nocturnas. Empezó a notar que sus actos eran tan invisibles como su cuerpo: los nombres que había grabado en las estatuas, no los encontraba nunca la noche siguiente; por eso sacó su cortaplumas para grabarlos, como en los árboles, de una manera más segura.
      Una noche llena de perros que ladraban a la luna, el vendedor de estatuas se retiró más temprano que de costumbre en el refugio del armario. Tirso no se resolvía a bajarse de encima del león, pero al fin empezó a trotar en círculos y semicírculos enloquecidos, arrastrando un ruido de fierros oxidados por el suelo. El vendedor de estatuas después de un rato no oyó más nada; el silencio y el bienestar habían entrado de nuevo en la noche circundante. Iba a salirse del armario cuando oyó dar a la llave dos vueltas que lo encerraban.
      Quedaba poco aire respirable, quizás alcanzaría para unas horas de vida; sintió desfilar todas las estatuas que había vendido y que no había vendido a lo largo de su existencia. Un ángel de cementerio estaba cerca de él y le indicaba el camino al cielo. Llevaba un nombre grabado sobre la frente. Tuvo miedo: sacó el pañuelo y borró largamente el nombre en la obscuridad del armario donde se acababan las últimas gotas de aire y de luz que todavía le permitían vivir.

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Acerca de ciudades que crecen descontroladamente

He aquí un cuento sobre el poder, la historia y la vida en comunidad de la escritora argentina Angélica Gorodischer (1928-2022), proveniente de un libro extraordinario: Kalpa imperial (1983). El libro entero, publicado en plena dictadura en su país natal, puede leerse como una crítica y un desafío; a la conciencia política, este cuento en concreto agrega una forma engañosamente simple y una serie de personajes sorprendentes, que revelan sorpresas en cada relectura.

ACERCA DE CIUDADES QUE CRECEN DESCONTROLADAMENTE

Angélica Gorodischer

   aquel cuarto (encierro empecinado
cadáveres del sol tirados entre
amapolas
hombres sumisos ya heridos en los
botes pidiendo socorro vanamente)
yo diría un cubo atravesado con voces obligatorias con horarios trastornados
pero les pidió por favor que no hablaran hasta que pudiera decirles
las razones que afectaban a las
ciudades contaminadas por el aire espeso de
bobinas
motores
fábricas
automóviles
subterráneos
abejas africanas
tigres en celo
amantes abandonadas en el muelle de las brumas.
bicicletas montadas por parejas difíciles de
definir.

Alfredo Veiravé, El imperio milenario

 

Dijo el narrador: —Con muchos nombres la llamaron y muchos orígenes le pretendieron y todo era mentira. Los nombres, porque no fueron más que invenciones de hombrecitos oscuros, ambiciosos y rastreros, que lo único que querían era ascender un escalón más en una miserable repartición oficial o conseguir un lugar entre los adulones de palacio o un poco de dinero extra para satisfacer alguna pequeña vanidad. Los orígenes, porque también fueron trabajosos artificios maquinados para incluir algún personaje influyente en la genealogía de un héroe que la habría fundado en un rapto de locura divina. Faro del Desierto la llamaron, y también Joya del Norte. Estrella, Madre, Guía, Cuna, todas esas palabras que, como verán ustedes, están estrechamente relacionadas, se le aplicaron en designaciones vanidosas y huecas. Que el hermano menor de Ylleädil el Grande, hambriento y aterido, perseguido por los que habían destronado al Emperador Guerrero, había llegado hasta el pie de los montes y había desenvainado la espada imperial para quitarse la vida, pero que en vez de hundir la hoja en su corazón la había clavado en la tierra y había dicho: «Aquí se levantará la nueva capital del nuevo Imperio», eso se dijo. Y también que una virgen desvalida había llegado hasta allí, allí mismo, donde todavía se alza la Fuente de los Cinco Ríos, y había cavado con las manos un pozo en la tierra mojada por las lluvias y se había enterrado viva en el barro mezclado con su sangre antes que permitir que el lascivo Emperador la mancillara. No se dijo cuál era el emperador aunque hubo quienes arriesgaron algunos nombres, todos perfectamente factibles porque no faltaron, y no sólo no faltaron sino que si se los contabiliza bien sobraron, señores lascivos en el trono del Imperio. Pero se sostuvo que este emperador se arrepintió, cosa que ya es bastante menos factible, y levantó un monumento a la niña que se le había escapado de entre los gordos dedos; y que levantó también algunas viviendas para los cuidadores del monumento. Otros fruncen el ceño, tosen, alzan los ojos al cielo y explican cómo Ylleranves el Filósofo también llamado el Narices no por el apéndice que le crece a la gente común y a los emperadores también en el medio de la cara, sino por su olfato para hacer lo que no debía, había reconocido el lugar corno el asiento del Jardín de la Belleza Perfecta del que hablan los libros místicos, y había querido poblarlo con una ciudad perfecta en la que viviera una nueva generación perfecta que repitiera la edad de oro del hombre. Claro que el Narices no tuvo tiempo para tanto porque era aún joven cuando por suerte lo cortaron en rebanadas los hombres de su guardia personal y elevaron al trono a Legyi el Corto que no fue peor que Ylleranves porque era difícil ser peor emperador que el Narices, pero que fue casi tan nefasto como él, aunque tuvieron la dicha, él y el Imperio, de que lo casaran con una mujer enérgica, inteligente y justa. Sí, señores, sí, la Emperatriz Ahia’Della que dio al Imperio hijos y nietos y bisnietos tan justos y sensatos como ella, cosa que fue un merecido descanso para todos.
Y esas invenciones, desgraciadamente, se asentaron en crónicas que se escribieron en libros a los que todo el mundo respetó y por lo tanto creyó, solamente porque eran gruesos, difíciles de manejar, aburridos y viejos. También figuraron en leyendas que son esos recitados en los que todo el mundo dice que no cree porque son poco serios y en los que todo el mundo cree precisamente porque son poco serios. Y se cantaron en canciones insidiosas que por fáciles se repitieron en las plazas y en los puertos y en los salones de baile. Y nada era verdad, nada: ni los orígenes novelescos ni los nombres sonoros y fantasiosos.
Yo soy el que les va a contar cómo sucedieron las cosas, porque es a los contadores de cuentos a quienes toca decir la verdad aunque la verdad no tenga el brillo de lo inventado sino la otra belleza, a la que los tontos califican de miserable o mezquina.
¿Ven la ciudad? ¿La ven ahora, tal como es? Empieza en el llano, de pronto, con las espaldas de las casas vueltas a lo que fue un desierto. No tiene puertas de honor ni almenas ni torres ni muros de ronda. Se mete uno por un hueco que es una calle, y asciende. Desde lejos es un cuadriculado irregular y lleno de colores, agujereado por puntos oscuros que son de luz en la noche. Se entretejen las calles y los edificios y los balcones y las fachadas, y los talleres se codean con las mansiones y los comercios con los ministerios y muy pocos de sus habitantes la conocen a fondo. No me arriesgaría a afirmar que es un laberinto. Diría si tuviera que describirla en pocas palabras que una colonia de insectos escapó enloquecida de una telaraña feroz y construyó algo para protegerse. Sube por la ladera, sube con una temeridad desesperada en la que no falta el orgullo. Apoya los cimientos en la piedra o en la arena, no importa dónde: la cuestión es subir hasta lo imposible. Lo consigue, como era de esperar: los montes desaparecen bajo las paredes, los balcones, las terrazas, los parques; crece una plaza oblicua cerrada por arcadas de piedra contra una cuesta abrupta; el tercer piso de una casa es el sótano de otra que se abre a la calle siguiente; la pared oeste de un ministerio linda con las rejas del patio de una escuela para niñas sordas; los basamentos de la casona de un funcionario se convierten en la buharda de un edificio abandonado, mientras una gatera coronada por una archivolta agregada doscientos años después sirve de túnel hacia un depósito de carbón, y un entrepaño hace las veces de crucero de una ventana con escudos de oro en los vidrios, y los tragaluces no miran al cielo sino a una galería con adarajas de cerámica. Una calle que serpentea hacia arriba y otra vez hacía abajo se convierte sin aviso previo en el jardín de una señora viuda; un mercado desemboca en un templo y el pregón del vendedor de objetos de cobre se mezcla con las admoniciones del preste; la sala de moribundos de un hospital abre sus ventanas al despacho de bebidas de un ex presidiario; el farmacéutico tiene que atravesar la biblioteca de la Agrupación de Patrones Cargadores para ir a tomar su baño; una palmera frizzata crece en el despacho de un juez de paz y sale hacia la fachada por un boquete abierto en la mampostería. Y no hay vehículos porque nada que sea más ancho que los hombros de una persona puede circular por las calles, lo que quiere decir que los gordos y los levantadores de pesas tienen enormes problemas para salir a pasear y hasta para ir a lo del carnicero a comprar un cordero tierno para la comida del día siguiente.
Y no la fundaron ni la espada de un héroe ni el sacrificio de una virgen, ni se llamó nunca Reina del Alba. Allí en las catacumbas pintadas hoy con colores fosforescentes donde bailan los jóvenes disolutos y se emborrachan los que van a morir, allí vivieron bandoleros y contrabandistas y asesinos cuando el Imperio era joven y luchaba por su unidad, y desde allí trazaron un sendero de mulas que bordeaba los montes y atravesaba los marjales para llegar a ciudades y pueblos donde ejercían sus nobles profesiones: he ahí la miserable belleza de la verdad.
Un poco más arriba de la boca de las catacumbas levantó su palacio de piedra alguien de quien todos ustedes han oído hablar pero a quien no conocen en absoluto: Drauwdo el Fortachón. El palacio no era un palacio sino una construcción torcida y malformada, amplia, de techos bajos, sin ventanas, con un hueco abierto hacia el sur por el que había que entrar a gatas, una enorme chimenea adentro y afuera un foso erizado de estacas puntiagudas en el fondo.
Drauwdo era estúpido, cruel, ignorante y vanidoso, cualidades que fueron su perdición. Pero era fuerte y valiente a su modo, cualidades que le valieron su breve y violento caudillaje. Capitaneó a los bandoleros y a los asesinos y se organizó a su alrededor pero no gracias a él una especie de tropa desharrapada que asaltaba y mataba para conseguir lo que fuera, vestidos, comida, muebles, oro, sobre todo oro. El jefe concedía premios, una mujer aquí, un puñado más de piedras preciosas allá, una parcela de tierra acá. Y los segundones emulaban al jefe y construían sus casas de piedra si a eso podía llamarse casas, mientras el grueso de la recua seguía abrigándose en las cavernas y en los túneles.
Uno de esos no tan raros emperadores ilustrados y progresistas se inclinó un día sobre un mapa del Imperio y ese gesto banal terminó con el liderazgo de Drauwdo el Fortachón, el tonto vanidoso cruel y valiente a su modo.
—Aquí —dijo el Emperador,
y puso su dedo manicurado y enjoyado en un punto sobre la costa de un mar frío y brumoso, muy al norte. Y miró a los ingenieros y a los geólogos y a los capitanes de su marina mercante y siguió:
—Si construimos un puerto aquí, el transporte de mercaderías hacia el este se hará más rápidamente y costará mucho menos.
Así que los ingenieros y los geólogos se pusieron a trabajar, los capitanes a esperar, y Drauwdo, sin saberlo, a agonizar.
Se tendió un camino desde la lejana capital hasta los montes, y los bandoleros del Fortachón salieron alegremente de las casas de piedra y de las cuevas y mataron a los capataces y a los obreros y les robaron lo poco que tenían y Drauwdo felicitó a sus hombres y repartió equitativamente el botín. Ya ven cómo era de estúpido.
El Emperador preguntó:
—¿Bandoleros?
Y un capitancito que no era muy valiente pero que no era ningún estúpido, recibió una orden de un coronel que la había recibido de un general que la había recibido de un ministro que había oído la pregunta del Emperador, preparó una emboscada y en tres horas, sin arrugarse el uniforme y sin perder ningún hombre, terminó con Drauwdo y sus asesinos, sus segundones, sus cavernícolas y sus contrabandistas. Con todos, según creyó y según informó a sus superiores, cosa que aceleró su ascenso en el arma de choque y por lo tanto adelantó considerablemente la fecha de su muerte.
Sólo que uno de los hombres de Drauwdo se había salvado, huyendo a tiempo y escondiéndose en las cuevas más profundas. Bah, ni siquiera era un hombre, era un muchachito al que llamaban el Raposo, un aprendiz de bandido, una sanguijuela insignificante nacida y criada en las alcantarillas de alguna ciudad, que no había servido en los dominios de Drauwdo más que para cumplir encargos viles y recibir golpes y burlas. Pero cuando las cabezas de Drauwdo y los bandoleros se exhibieron al borde del camino en construcción, clavadas en picas pudriéndose al sol, cubiertas de moscas doradas y verdes, la cabeza del Raposo seguía pegada a su cuello pensando lo poco que semejante cabeza había aprendido a pensar.
El camino contorneó los montes, atravesó el llano y hendió los marjales que se desecaron y se fertilizaron. Se construyó el puerto, llegaron los barcos, los vehículos rodaron cargados hasta el tope, y el Raposo se sentó a la boca de una cueva y esperó.
Para cuando el ilustre Emperador murió y para cuando lo sucedió su hijo mayor que fue incluso más ilustre que él, las cuevas estaban vacías y nadie se sentaba a esperar a la entrada oscura. Pero directamente debajo, a la orilla del camino, se alzaban paradores y casas de comida, albergues y tiendas donde se vendían ejes, ruedas, riendas, forrajes, mantas, y todo lo que necesita el conductor de un vehículo de carga. El dueño de todo eso era un hombre flaco y moreno, de cara zorruna y pocas palabras, que había empezado vendiéndoles frutas silvestres a los obreros del camino y había hecho fortuna rápidamente. Se llamaba Nilkamm que es un nombre del sur pero nombre al fin, y estaba sentado tras el mostrador del albergue principal mirando entrar y salir a sus clientes, vigilando a sus empleados, calculando si valdría la pena levantar otra construcción un poco más allá, quizá sobre la ladera, una casa con muchas habitaciones y una terraza sobre el llano, y traer a algunas mujeres de la capital.
Y para cuando la joven Emperatriz tuvo su segundo hijo, que fue una hija, la princesa Hilfa, la del nombre desdichado y la vida desdichada, el señor Nilkamm’Dau era presidente de la Cámara de Comercio de la ciudad, se había casado con la viuda de un magistrado de la capital, vivía en una gran casa construida sobre los cimientos de piedra de las casas deformes de los segundones de Drauwdo el Fortachón, y los burdeles, las casas de juego y los albergues dudosos tenían nominalmente otro dueño.
Era entonces una ciudad de paso, una ciudad de calles anchas pero retorcidas que no llevaban a ningún puerto, a ninguna playa, a ningún belvedere, sino a otras calles retorcidas que morían en un paredón desprolijo o en un baldío sembrado de basuras. Había más gatos famélicos que jacas de pelo brillante enjaezadas de cuero y plata; había más suicidas que maestros, más borrachos que matemáticos, más fulleros que músicos, más viajantes que contadores de cuentos, más encantadores de serpientes que arquitectos, más curanderos que poetas. Y sin embargo, ah, sin embargo era una ciudad inquieta, era una ciudad que estaba reclamando algo y no sabía muy bien qué, como les pasa a todos los jóvenes.
Lo encontró, claro que sí, con creces, como que lo tuvo todo y lo perdió todo y lo volvió a tener y fue la Joya del Norte y fue la Madre de las Artes y el Faro del Caminante y la Cuna de la dicha: como que surgieron las leyendas de héroes desdichados y vírgenes perseguidas y sabios visionarios y tantas cosas más, lo sublime, lo increíble, lo ridículo y la mentira.
El hombre se llamaba Ferager-Manad y era escultor y llegó vestido lujosamente en un coche tirado por las primeras jacas de pelo brillante y arreos de cuero y plata que veía la ciudad, y atendido por tres sirvientes. Es cierto que en el coche y los animales y los servidores se había gastado hasta su última moneda porque no era un escultor muy bueno y hacía mucho que nadie le encargaba grupos alegóricos ni monumentos y ni siquiera un pequeño bajorrelieve para una tumba modesta. Pero también es cierto que esperaba encontrar en la ciudad su fortuna porque hacía apenas veinte días que había muerto el señor Nilkamm’Dau, primer alcalde de la ciudad, presidente de la Cámara de Comercio, del Club de Residentes Fundadores, forjador del primer Censo Municipal, la primera escuela, el primer hospital, la primera biblioteca, el primer asilo y la primera repartición oficial acopiadora de carnes, cueros y granos. Y su viuda que ya lo era dos veces pero que ya no era joven y se veía obligada a encontrar cuanto antes otros motivos de admiración y respeto, ella que secretamente lo había despreciado por su origen humilde y porque venía del sur, se encontró con una fortuna más copiosa de lo que en sus insomnios había calculado y decidió no sólo exhibir una pequeña parte del dinero sino también hacerse perdonar su desprecio agradeciendo a su silencioso marido la riqueza y la muerte. Pensó en un mausoleo, qué buena idea. Un mausoleo era lo que les hacía falta, a ella, a su segundo marido y al humilde cementerio en las afueras. A ver, se dijo, un escultor, un escultor venido de la capital, un artista salido de la regia Academia Imperial que levante un monumento en mármol rosa y negro, coronado por figuras dolientes, cubierto de guirnaldas y de ánforas, rodeado por rejas de bronce rematadas en juncieras donde ardan hierbas aromáticas. Y eligió un nombre al azar, porque creía recordarlo y porque figuraba entre los de los egresados de la Academia.
Ustedes han visto lo que queda: las bellas mujeres de mármol con túnicas de mármol y cabelleras flotantes de mármol lloran alrededor de una silueta yacente y una de ellas levanta las manos al cielo clamando por el que se ha ido. Pero el cementerio ya no está, invadido por la ciudad que lo fue borrando hasta olvidarlo, y lo que fue una cripta es hoy un depósito de golosinas y las figuras dolientes se apoyan en el tanque de agua que surte a las oficinas del Registro de la Propiedad Inmueble. Y sin embargo no es eso lo que pesa en el orden de los acontecimientos: la piedra se trabaja, se modela y se pule y los ojos vacíos de las estatuas miran a los hombres pero no los ven. Lo que sí importa son los hombres, que tienen ojos y a veces ven; lo que sí importa es que el escultor era viudo y pobre y su mandataria era viuda y rica. Se casaron, no antes de que se terminara el monumento fúnebre porque eso hubiera sido una inconveniencia, pero se casaron apenas encendidos los puñados de hierbas aromáticas, y el escultor pagó sus deudas y adquirió sirvientes y más coches y más jacas y ya no trabajó el mármol ni el bronce y se convirtió en mecenas, que es mucho más descansado, menos peligroso y más honorable.
Entonces llegaron los artistas. Los primeros no eran más que bochincheros y holgazanes que habían oído decir que en esa ciudad vivía un rico protector de las artes que les daría de comer y les pagaría el alojamiento mientras ellos se sentaban en los cafés hasta la madrugada, hablando de los poemas que escribirían, de los cuadros que pintarían de las sinfonías que compondrían, riéndose del mundo que hasta entonces no los había comprendido y despreciando al hombre rico que decía que sí los comprendía y que antes de pagarles la cama y el vino y la sopa les hacía escuchar la descripción de sus propias obras, y peor, les daba consejos. Pero después llegaron otros, que no se sentaban en los cafés sino ocasionalmente y que pasaban la mayor parte del tiempo encerrados en cuartos silenciosos y tejiendo palabras o mezclando colores y sonidos. Entre todos ésos que habían ido llegando a la ciudad, antes o después, había algunos a los que les faltaba talento; a otros les faltaba disciplina, a otros dedicación. Pero a todos les sobraba imaginación. La ciudad subió y se retorció aún más: no ganó en elegancia pero sí en cierta belleza excéntrica e inesperada. Se construyeron galerías vidriadas a las que se llegaba por escaleras que arrancaban de cualquier parte, del medio de una calle, del balcón del primer piso de una casa, y hasta de otras escaleras; se construyeron casas redondas, casas laberínticas, casas subterráneas, estudios minúsculos, grandes salas de música, teatros de cámara, estadios para conciertos. Cambió la moda, y los severos trajes de los comerciantes y los tristes vestidos de cuello alto de sus mujeres, dieron paso a blusones violeta y verde, a delantales manchados de pintura, a hopalandas, capas, túnicas, chalecos, torsos desnudos, chalinas, sandalias, botas, chinelas bordadas, pies descalzos, babuchas floreadas, coturnos, cadenas doradas, aros en una sola oreja, collares, pulseras, vinchas, tatuajes, petos, cuentas de colores incrustadas en la frente, ajorcas y camafeos. Los horarios también cambiaron: esa ciudad que se levantaba temprano, desayunaba apresuradamente, trabajaba, almorzaba en paz en su casa, seguía trabajando, comía en familia y se acostaba con las primeras estrellas, desapareció poco a poco. Los comercios y las instituciones abrían ahora casi a mediodía, las horas de la tarde eran las de mayor actividad, los cafés y las casas de comida estaban siempre repletos y a la noche la ciudad brillaba y desde el lejano puerto muy al norte podía verse sobre los montes un halo de luz que no se apagaba, que sólo empalidecía con la salida del sol.
Pero no nos olvidemos de Ferager-Manad y su mujer: ella no pudo darse el gusto de enviudar por tercera vez y fue una lástima si se piensa en qué monumento fúnebre extraordinario pudo haber erigido a su marido ahora que tenía a su alcance tantos escultores entre los cuales elegir. Se murió de apoplejía una tarde de verano y lamento decir que el viudo no pensó en mausoleos sino en salir todas las noches con sus protegidos a probar nuevas bebidas y nuevas muchachas mientras hablaban de la forma pura o del contenido trascendente de la línea. Se murió a su vez, no sin haber empleado varios años en productivas discusiones y cateos, de una pulmonía, y lo enterraron apresuradamente porque ya le quedaba muy poco de la inmensa fortuna que le había dejado su mujer, y en cualquier parte, porque la puerta del mausoleo rematado con figuras dolientes estaba trancada y no se la pudo abrir.
Y no nos olvidemos de la capital. Se sentaba en el trono del Imperio Mezsiadar III el Asceta, un hombre bien intencionado que dedicaba tantas horas y tanta energía a hacer el bien que sólo logró hacer tanto mal como veinte emperadores cargados de iniquidad juntos. Mezsiadar quería que todos sus súbditos fueran buenos, y ésa es una pretensión peligrosa. Se habían terminado los días pacíficos de la dinastía de los Danoubbes fundada hacía siglos por Cellasdanm el Gordo, un emperador ni bueno ni malo que comprendía, quizá por pereza, que los hombres y las mujeres no son ni buenos ni malos y que más valía dejarlos que siguieran siendo así, y reinaban los Embaroddar de los que se decía aquello de «Bisabuelo negro, abuelo blanco, padre negro, hijo blanco, nieto negro, bisnieto blanco» porque si un emperador reinaba bien, seguro que el siguiente sería una desgracia; y si un emperador reinaba mal las gentes se consolaban pensando que el sucesor haría dichoso a su pueblo. Los Embaroddar también conocían el dicho, y como Mezsiadar II había sido un buen emperador, Mezsiadar III sería sin duda una desdicha para todos, sólo que él estaba decidido a lo contrario y fue justamente por eso que se cumplió lo que se esperaba de los miembros de esa larga dinastía que por suerte estaba por terminarse aunque en ese momento nadie lo sabía.
Madre de las Artes la llamaban en ese momento a la ciudad, y sus habitantes, pobres tontos, se sentían muy orgullosos de semejante nombre. Mezsiadar el Asceta oyó hablar de la Madre de las Artes y desconfió, no porque recelara de las artes sino porque por inclinación y por convicción desconfiaba de todo. Pidió informes y los funcionarios de la ciudad, pobres tontos ellos también, elevaron un memorial entusiasta y detallado. Así que como primera medida Mezsiadar el Asceta les hizo cortar la cabeza.
—¡Cómo! —dijo el Emperador al llegar a la página 174 del memorial que tenía 215—. ¿Y la piedad? ¿Y la decencia? ¿Y el recato? ¿Y el pudor y la modestia y la frugalidad y el sacrificio?
Mezsiadar III el Asceta tenía miedo de sí mismo y sus noches eran agitadas. Eso, creo, lo explica todo. Después de haber mandado que cortaran la cabeza a los funcionarios de la ciudad, se sentó solo en la penumbra, en una habitación desnuda y fría y pensó detenidamente en la ciudad multicolor que vivía de noche, en los soñadores descalzos, en las modelos desnudas, en la promiscuidad, el ajenjo, el ocio; pensó en las cosas que pasan en la oscuridad, pensó en roces y murmullos, pensó en habitaciones alfombradas, en voces roncas, en instrumentos de cuerda que tañen perezosamente, en escaleras estrechas que llevan a ambientes sofocantes donde se adivinan las formas de los cuerpos y el olor picante se mete por las narices; pensó en lenguas, en pechos, en muslos, en sexos y en nalgas, pintados, cantados, de carne, bamboleantes, groseros, burlones, pesados, inmundamente atractivos. Esa noche rechazó la comida, se acostó en la cama sin mantas y tuvo fiebre. Al día siguiente dos cuerpos, de ejército partieron hacia la ciudad.
Cuando murió o escapó el último de los artistas, vaya a saber si fue un actor o un poeta o un músico, los soldados pintaron de gris verdoso todas las fachadas, cortaron las enredaderas y echaron desinfectante en los sótanos y en los estudios de techos de vidrio y en las salas de música. Con las pinturas y los laúdes y los libros se hizo una gran hoguera que tiñó de luz por última vez la noche de la cima de los montes. La ciudad fue un cuartel durante toda la vida de Mezsiadar el Asceta que no por eso pasó noches más tranquilas ni tuvo menos dolores de cabeza o calambres en las tripas. Al contrario, se le cubrieron los brazos, los hombros y la cabeza de un eczema pustuloso al que consideró un castigo por no haber tratado de saber antes lo que pasaba en la ciudad de los montes, de modo que pidió informes sobre todas las otras ciudades del Imperio que ya eran muchísimas; pero lo que pasó en otras ciudades del Imperio no es cosa que me toque a mí contar. Un noble de su séquito daba vuelta las páginas de los innumerables informes porque el Emperador tenía las manos atadas a los brazos del sillón para evitar que se rascara. De paso, no murió de eso ni murió leyendo informes. Murió pocos años después, cuando ya del eczema no iban quedando más que las cicatrices, y los médicos del palacio dijeron que se le había reventado el hígado, vaya a saber por qué.
Su sucesor fue Riggameth II, un Emperador blanco que había odiado profundamente a su padre desde muy chico y que lo siguió odiando aun después de muerto Mezsiadar. Por lo tanto trató de deshacer todo lo que el Asceta había hecho. Aunque Riggameth llegó a viejo no tuvo tiempo para deshacerlo estrictamente todo, pero alcanzó a hacer bastante: sacar al ejército de la ciudad gris, por ejemplo.
Se fueron los soldados y los capitanes y los tenientes, y algunas gentes pintaron sus casas de blanco o de rosa o de verde; algún muchacho compuso una canción, alguna mujer dibujó un paisaje, sin que por eso se los ahorcara. Se abrió un teatro, una o dos enredaderas volvieron a dar brotes. Y aunque nunca fue otra vez la Madre de las Artes, tuvo su cuota razonable de músicos, de actores y de poetas.
Y en el orden secreto de las cosas aparecen entonces dos mujeres: a una de ellas el Asceta la hubiera aprobado sin reservas puesto que era viuda, limpia y tonta; no había conocido más que un hombre en su vida y había considerado la experiencia como un largo calvario. A la otra la hubiera hecho quemar en la plaza pública por indecente, que lo era, por impúdica, que lo era, y por promiscua, que también lo era.
Ninguna de las dos era ya joven, y las dos se acordaban de la ciudad tal como había sido antes de la piadosa intervención del difunto Emperador. A la viuda le gustaban la jardinería y el bordado, y a la otra le gustaban los hombres. La viuda reverenciaba el recuerdo de Mezsiadar y la otra escupía cuando se lo nombraba en su presencia. La viuda cavaba en su jardín para plantar un retoño de trissingalia adurata cuando se mojó las manos en agua caliente que parecía venir de la profundidad del suelo. La otra había sido modelo y amante de pintores y escultores y había abierto después un albergue para oficiales; se le estaba terminando el dinero de los artistas y de los militares y trataba de adivinar qué negocio podría instalar, algo entretenido, un local por el que pasara mucha gente, un lugar en el que pudiera conversar con muchos clientes y quizá también, por qué no, quizá, en fin, aunque ya no era la muchacha que había sido, quizá.
Fue así como se descubrieron las fuentes de aguas termales. A una mujer se le inundó el jardín con aguas salobres que le marchitaban las plantas, y decepcionada puso en venta su casa. Otra mujer la compró pensando que la gran habitación del frente podría servir para poner un salón de té, pero como el agua no dejaba de manar, llamó al maestro’ de la escuela del barrio y le preguntó qué podría ser eso.
La primera fuente termal de la ciudad se levantó en un jardín interior, en la casa recién comprada en la que no funcionaría ya un salón de té. La viuda aficionada a la jardinería intentó un pleito sosteniendo que la otra sabía qué era lo que surgía del subsuelo y había comprado con fraude por mucho menos de lo que la casa valía. Pero la otra se rio y hasta le ofreció dinero a modo de compensación, y cuando la viuda no aceptó dejó el asunto en manos de sus abogados y se dedicó a su negocio así que no se enteró, o si se enteró no le dio mucha importancia, de que la viuda había perdido el pleito. Se hizo rica por otra parte, muy rica; no me refiero a la viuda sino a la otra, por supuesto, y llegó a dirigir más de una docena de establecimientos termales hasta que se casó y vendió una parte y puso administradores en la otra parte y se fue a viajar. Se casó con un noble arruinado, un hombre muy buen mozo, muy tranquilo, muy elegante, que hasta la quiso un poco. Y fue ella la que mandó construir la Fuente de los Cinco Ríos.
Una ciudad termal no puede ser gris: fue blanca. Se levantaron hoteles, consultorios y casas de reposo; sonó una música lenta que adormecía a los pacientes encerrados en sus habitaciones o sometidos a masajes o a gimnasia o a baños de barro; tintineó el cristal en las lámparas, los vasos y las jarras, y nadie tuvo de qué quejarse, del Emperador para abajo, nadie salvo los enfermos que rezongaban porque estaban enfermos, porque los masajes eran muy violentos o muy suaves o porque el agua estaba muy fría o muy caliente o porque no los daban de alta o porque los daban de alta o porque les cobraban demasiado. Pero los enfermos venían de todas partes, a veces de muy lejos, a dejar su dinero en la ciudad, así que todos los escuchaban con una sonrisa y si tenían tiempo trataban de darles el gusto.
Les voy a hablar ahora de Blaggarde II el Escuchador, aquel Emperador que tenía sueños y visiones y oía voces que salían de las piedras y que sin embargo no fue un mal gobernante. ¿O quizá fue precisamente porque tenía visiones y oía voces que no fue un mal gobernante? Menudo problema, que un contador de cuentos no tiene por qué tener la pretensión de resolver; de modo que sigamos. Hacía por lo menos trescientos años que las aguas tibias y saladas salían de la tierra, y los hombres habían construido ingeniosos y bellos artificios para el líquido que los había hecho ricos y les había traído la paz: la Fuente de los Cinco Ríos no se secaba nunca; estatuas de mujeres danzantes lanzaban chorros transparentes por la boca; figuras de regordetes niños de piedra ahuecaban las manos entre las que se ocultaba el surtidor de bronce; grandes copas de alabastro, monstruos alados de picos abiertos, improbables florones de mármol dejaban caer hilos de agua en estanques desde los que se escurrían hacia las piletas y las piscinas y los lagos artificiales, cuando Blaggarde II marchó hacia el sur a sofocar la rebelión. Ya sabemos en qué terminó esa expedición y cómo influyó sobre Blaggarde el Escuchador, sobre su estirpe y sobre la historia del Imperio. Pero lo que a veces no se dice en las crónicas es que la herida que finalmente llevó al Emperador a la muerte quedó abierta desde el día de la última batalla, y que ningún cirujano pudo conseguir que cerrara, ni siquiera temporariamente. Un año después de la incursión al sur alguien le habló al Emperador de las aguas que lo curaban todo, en la ciudad de los montes, a la que ahora llamaban Estrella de la Esperanza, y el Escuchador viajó una vez más, pero no hacia el sur sino hacia el norte; no a caballo en uniforme de gala, sino reclinado en una litera y abrigado con ropas y mantas de lana; no entre cantos sino entre lamentos; no rodeado de soldados sino de médicos y enfermeros, y vio una ciudad amable y blanca, un poco desprolija pero sólida, donde ni las voces ni la música se alzaban hasta la indiscreción, donde todo se hacía pausadamente y donde casi todos los que caminaban por las calles o se asomaban a las ventanas tenían los ojos tan apagados como los del Señor del Imperio.
Se construyó un palacio. Esta vez un verdadero palacio, no un deforme refugio de piedra: un palacio erizado de torres, flanqueado por jardines y terrazas a los que asomaban los ventanales de vidrios azules de los comedores y las salas de reposo, y los ventanales de vidrios amarillos o carmesíes de las salas de diversiones y fiestas; un palacio de estancias desmesuradas y corredores interminables, con sus propias bocas de agua para el Emperador enfermo.
Blaggarde el Escuchador no descuidó sus funciones: ya no vestía cota de malla ni salía a guerrear y la vida se le iba por la herida que rezumaba día y noche, pero nunca dejó de ocuparse de los asuntos del Imperio. Primero llegaron los ministros y después los secretarios. Hubo que llamar al personal administrativo y de comunicaciones con la lejana capital. Entonces aparecieron algunos nobles con sus familias y sus servidores. Y cuando el Emperador dispuso que la Emperatriz y sus hijos fueran a vivir junto a él, la siguieren las damas y los preceptores, los proveedores de palacio y más familias nobles, y las guardias personales y los genuflexos y las pequeñas gentes que rodean a los poderosos.
La ciudad cambió otra vez. Se demolieron muchas construcciones para dar cabida a las grandes casas de los señores; se arrasaron grupos de edificios para tender parques y jardines, se ensancharon las calles para que pudieran pasear los coches, y se regó el desierto para abastecer de frutas y legumbres y flores a una población que cubría los montes y se desbordaba en los llanos. Sin embargo no fue todo destrucción y hubo cosas que permanecieron: las bocas del agua que lo curaba todo o casi todo, la Fuente de los Cinco Ríos, los subterráneos de Drauwdo el Fortachón, algún inexplicable cimiento de piedra rústica, el mausoleo del primer alcalde de la ciudad, alguna escalera estrafalaria en mitad de una calle.
La herida del Emperador se secó pero sus bordes inflamados no se juntaban a pesar de las dolorosas suturas y de los no menos dolorosos cocimientos con que se la cubría. El Emperador comprendió, o quizá se lo dijeron las voces que salían de las piedras, que iba a pasar allí el resto de su vida, y firmó entonces un decreto por el cual la ciudad de los montes se convertía en la capital del Imperio. Y todo el Imperio puso los ojos en la nueva capital y todos los caminos convergieron a los montes más allá de lo que había sido un desierto, y todos los ambiciosos soñaron con irse a vivir allí y algunos lo hicieron, y no hubo en muchos cientos de años en el pasado y en el futuro una capital tan esplendorosa, tan rica, tan activa, tan bella, tan próspera. Y las dinastías de los Selbiddóés, de los Avvoggardios y de los Rubbaerderum gobernaron desde allí el vasto Imperio, en algunos casos bien, en otros regular, en otros mal, como sucede siempre, y el agua siguió manando y algunos palacios cayeron y se levantaron otros y algunas calles se abrieron y otras se cerraron entre las casas y los parques, y las mujeres dieron a luz, los poetas cantaron, los ladrones robaron, los contadores de cuentos se sentaron en los pabellones y le hablaron a la gente, los archivistas enceguecieron clasificando viejos escritos, los jueces dictaminaron, las parejas se amaron y lloraron, los hombres pelearon por cosas estúpidas que de todos modos no les iban a durar mucho, los jardineros produjeron nuevas variedades de amelantos, los asesinos se agazaparon en las sombras, los chicos inventaron juegos, los herreros golpearon, los locos aullaron, las muchachas se enamoraron y los desesperados se ahorcaron y un día nació una niña con los ojos abiertos. No es tan grande prodigio como creen las gentes simples: a cada rato nacen chicos con los ojos abiertos aunque hay que reconocer que en general vienen al mundo con los ojos sensatamente cerrados, pero todos creen que los ojos abiertos de un recién nacido anuncian grandes hechos, fastos o nefastos pero grandes, en la vida del chico. Y los padres de la niña cometieron la torpeza de repetirlo para vanagloriarse y de repetírselo a ella a fin de prepararla para su destino, y la hija les creyó. Si se hubiera tratado de otra cosa probablemente hubiera sonreído como sonríen las hijas ante las tonterías de los padres y lo hubiera olvidado; pero eso de que a uno le anuncien que su vida va a estar sembrada de hechos grandiosos es algo que cualquiera está dispuesto a creer. Cuando Sesdimillia tenía diez años miró a su alrededor y se preguntó de dónde vendrían la grandeza, la fama, la tragedia, el martirio, la felicidad, la gloria. La ciudad trabajaba y se divertía y vivía y se moría, y allá arriba brillaba el palacio imperial.
—Yo voy a ser Emperatriz —dijo.
No tenía muchas posibilidades de llegar al trono porque no era hija de reyes ni de nobles sino de un comerciante moderadamente próspero, pero llegó.
Cuando ella tenía veinte años murió el viejo Emperador Llandoïvar, el que alcanzó los ciento un años, y lo sucedió su bisnieto mayor Ledonoïnor, porque ya todos los hijos y las hijas y los nietos habían muerto. Y el nuevo Emperador estuvo a punto de casarse con la hija de un Duque con la que había jugado en los jardines del palacio cuando eran muy chicos, pero Ledonoïnor I el Vacío no llevaba su apodo por nada. No amaba a la hija del Duque porque no parecía amar a nadie ni a nada ni interesarse por nadie ni por nada. Tampoco amó a esa muchacha de pelo negro, ágil, eficiente, bella y dura, que extrañamente ocupaba en el palacio el cargo de Jefe de las Fuerzas de Vigilancia Interna que había ganado dos años atrás disfrazada de hombre, demostrando mayor capacidad y destreza en la lucha con armas y a mano desnuda que todos sus oponentes varones, que eran muchos. Pero dos meses antes de la boda del Emperador con la hija del Duque entró inexplicablemente un asesino en el palacio y alzó una espada contra Ledonoïnor I y la muchacha lo redujo y le cortó el cuello con su propia arma y el Emperador se casó con ella porque ella le dijo:
—Que te cases conmigo, Señor,
cuando él le prometió la recompensa que ella reclamara por haberle salvado la vida. Se dijo, aunque no hubo testigos ni pruebas, que ella había provocado el atentado, le había pagado al casi regicida, y le había prometido la libertad. Es muy posible, pero y qué. Infamias más grandes se cometieron en los palacios de los emperadores, cuyas consecuencias sufrieron todos, los nobles y los plebeyos, los ricos y los pobres. En este caso no sufrió nadie, ni siquiera la hija del Duque que al principio se sintió muy ofendida pero que se casó con un hombre al que se podía amar u odiar y que podía amar u odiar. El Emperador no sufrió porque no sabía sufrir; la Emperatriz consiguió lo que quería; y el pueblo fue dichoso porque ella gobernó bien, qué digo, muy bien.
Por suerte Ledonoïnor el Vacío se dedicó a pasear por los jardines y las galerías con los ojos vacíos puestos en el vacío y su alma vacía y quieta dentro de su cuerpo vacío, y dejó que ella reinara, eficazmente, duramente a veces, pero bellamente siempre. De vez en cuando ella lo llamaba a sus aposentos y nueve meses después el Imperio tenía otro príncipe, y así fue durante cinco años hasta que el Emperador murió de un tumor que creció en su estómago, probablemente porque había tanto lugar allí adentro que pudo extenderse a su antojo hasta ahogarlo.
Y poco tiempo después hubo otra rebelión en el sur y la Emperatriz viuda se puso sus viejas ropas de hombre, calzó encima la armadura y marchó como tantos otros gobernantes a defender la unidad del Imperio. Y la defendió y la ganó en un solo enfrentamiento, en la batalla de los Campos de Nnarient, donde el sur inclinó su despeinada y rebelde cabeza. Triunfó porque era valiente, porque creía en lo que estaba haciendo, porque sabía manejar a los ejércitos, y porque el jefe de la rebelión era un idiota. Un idiota bello y fervoroso, pero un idiota.
Se firmó el Tratado de Nnarient-Issinn, único en la historia del Imperio, y el sur se sometió sin restricciones y juró fidelidad a la Emperatriz. Ella trasladó la capital a los límites entre la comarca rebelde y los estados del norte, y se casó con el idiota fervoroso. La capital en el límite fue un golpe de audacia y estrategia que aseguró la paz por muchos más años de lo que se podía esperar tratándose del sur, no así el casamiento de la Emperatriz con el jefe de los rebeldes. Pero ella se casó con él porque estaba en su destino como dicen las gentes que creen en eso de nacer con los ojos abiertos. Yo digo que se casó con él porque fue una de esas Emperatrices que tuvo poder suficiente como para hacer lo que se le diera la gana. Y fueron felices y hubo más príncipes para el Imperio y sangre nueva para el trono pero eso se puede leer en cualquier tratado de historia y en cualquier librito de poemas de amor, y en todo caso a nosotros no nos importa.
Lo que sí nos importa es lo que pasó en la ciudad de los montes. Se despoblaron los palacios, las grandes casas, las tiendas elegantes, los parques y los jardines y las avenidas. Se fueron los nobles, los señores, los ricos, los mariscales, las damas, los anticuarios, los joyeros y los ebanistas. Quedaron gentes sin importancia, algunos nostálgicos, los pequeños comerciantes, los que vivían del agua que curaba, los que habían estado allí como sus padres y sus abuelos desde hacía mucho tiempo. Se dividieron y se subdividieron las residencias de los nobles una y otra vez y se abrieron puertas en lugares insospechados y se tendieron rampas y escaleras para subir a los pisos altos que ahora ya no eran parte de una casa sino una casa entera o varias. En cada una de las habitaciones, en cada uno de los salones desmesurados cabían dos y hasta tres departamentos para familias modestas si se construían entrepisos y mamparas y se cerraban balcones para instalar cocinas. Se abrieron pasillos que cortaban habitaciones y que después de recorridos difíciles llegaban de algún modo a la calle. Las fachadas se deterioraron y perdieron la pintura y los adornos. Se tapiaron ventanas y se abrieron otras; los grandes portales ya no servían y dejaron de funcionar los goznes y los aldabones. Con todo eso las calles se hicieron más estrechas porque se agregaron cubículos, cuartos y patios apoyándolos contra los muros exteriores, y la ciudad adquirió un silencio y un misterio que no había tenido hasta entonces. No era amenazadora sin embargo, sino resignada: vivió tranquilamente muchos años, cada día más abigarrada, cada día más intrincada, cada día más inesperada. Había barrios enteros abandonados y mudos, y de pronto, una calle flanqueada por casas elegantes e intocadas o por las mansiones en cuyo interior bullían laberintos de hogares con construcciones precarias más atrás en lo que habían sido los parques, daba paso a una fila de casas de comercio bajas y oscuras. Después había palacios cortados en dos, o avenidas solitarias en las que crecía el pasto y en las que se instalaban bajo las carpas multicolores, ya sucias y raídas, que alguna vez habían servido de lugar de recreo para los nobles, ópticos y adivinadoras del porvenir, dentistas y masajistas, academias de cultura física, costureras y tintoreros.
Al principio el palacio de la Emperatriz Sesdimillia se mantuvo cerrado pero bien cuidado a cargo de sirvientes que habían quedado atrás especialmente para eso, pero si los hijos de la Emperatriz y Ledonoïnor el Vacío y los hijos de la Emperatriz y el hombre del sur respetaron las disposiciones, los nietos no se ocuparon mucho de un palacio que nunca habían visto y no enviaron otros encargados cuando los que había envejecieron y murieron. Alguien robó una noche la gran campana de bronce y oro de la puerta principal y eso fue la señal para el saqueo. No un saqueo escandaloso y violento como en una guerra, sino una destrucción tranquila, pausada, natural, disimulada; tampoco totalmente secreta pero sí recatada, hasta que del palacio no quedaron más que los muros, los techos, algunas puertas y los pisos de piedra y mármol.
La ciudad misteriosa, pacífica y laberíntica seguía dando sus aguas a los que venían a curarse de algo, que eran muchos menos que en los tiempos del Escuchador, es cierto, y el esqueleto del palacio abandonado amenazaba con desmoronarse cuando un alcalde pidió permiso a la capital para hacerse cargo de lo que quedaba y convertirlo en un centro cultural. Le contestaron que hiciera lo que quisiera y eso fue justamente lo que hizo el alcalde que en su juventud había escrito poemas y obras de teatro: reparó a bajo costo las casi ruinas y equipó salones para conferencias, conciertos, cursos, teatro, salas de danza y de exposiciones de obras arte. Hubo también un museo de historia natural, dos bibliotecas y un archivo de obras históricas. La gente de la ciudad nunca llegó a interesarse mucho por tanta cultura y tanto arte, pero los enfermos y los convalescientes pagaban unas monedas para entrar a ver teatro o a oír música, o nada más que para curiosear, y por eso fue que las grandes puertas no se cerraron nunca a lo largo de muchos años.
No se puede decir que el Imperio haya olvidado en ese período a la ciudad de los montes, porque allí estaba el agua de las curaciones para impedir que se la olvidara y porque los vehículos de carga seguían tomando el camino del norte para llegar al puerto, pero sí puede afirmarse que perdió fama, importancia y atractivo. Era una ciudad más: alguien conocía a alguien que vivía o que había vivido allí, alguien tenía un pariente que tomaba las aguas allí, alguien consultaba su historia en los anales porque necesitaba precisiones sobre las capitales del Imperio, alguien recordaba algún viaje, o alguna conversación, o algún nombre. Y eso era todo. La ciudad no se moría, pero descansaba, aletargada. Yo diría que se preparaba para algo.
¿Oyeron hablar ustedes de Heldinav’Var? Claro, claro que sí. Apuesto mis zapatos y mis gorros a que han olvidado los nombres de los emperadores virtuosos. Pero quién no mira a su vecino con un guiño y una sonrisa torcida cuando se nombra a Heldinav’Var, ¿eh?, ¿quién? Y bien, sé que los voy a desilusionar pero no les voy a hablar del Emperador procaz y vicioso. Que también tuvo sus cosas buenas, aunque muchos no lo crean o no quieran creerlo. No, no les voy a hablar de él sino de uno de sus parientes, Meabramiddir’Ven, Barón de las Torres, Senescal de la Muralla, y otros títulos que tampoco querían decir nada. Y primo hermano del Emperador, que quería decir mucho. Quería decir, por ejemplo, que alimentó ciertas pretensiones en cuanto a sentarse un día en el trono del Imperio, aunque era el noveno en la línea de sucesión. Heldinav’Var era un cochino pero no era tonto, y ésa fue una de sus buenas cualidades. No ser tonto es siempre conveniente, pero cuando es un Emperador el que no es tonto, los hombres pueden tener esperanzas, no muy firmes, es cierto, pero ya es bastante. Heldinav’Var era aún Príncipe Heredero y su padre el Emperador Embemdarv’Var II se moría rápidamente. El príncipe comenzó a disponer su vida y sus planes para cuando sucediera al padre moribundo. Supo entre otras cosas que su primo el de las Torres era capaz de empezar a matar gente con tal de llegar él a ser Emperador, y como el primero en caer sería el Príncipe Heredero, y como el Príncipe Heredero no tenía el más mínimo interés en morirse porque lo estaba pasando estupendamente y había que ver lo estupendamente que lo pensaba pasar cuando fuera Emperador, y como, otra de sus buenas cualidades, no era un asesino ni un déspota y por lo tanto no pensaba envenenar o ahorcar a su primo por más que su primo se lo merecía, llamó al Senescal de la Muralla y le dijo en público lo que pensaba de él y agregó que, o su augusto primo desaparecía de la capital antes que cayera la noche y se iba lo más lejos posible, o el que estaba décimo en la línea de sucesión, Goldarab’Bar el Obeso, autor, ya saben ustedes, del Primer Código de Comercio Fluvial, pasaba inmediatamente a noveno por ausencia irremediable del titular. Meabramiddir’Ven, que no se lo esperaba, intentó una defensa, una explicación, algo, pero no se le ocurría nada, cosa que sugiere que era bastante más tonto que el futuro Emperador. Y para colmo su ilustre primo no lo interpelaba indignado ni exigía una justificación ni una protesta de inocencia, sino que esperaba, casi sonriendo, de brazos cruzados, a ver qué diría el aspirante a regicida. Hay que confesar que encontró una salida, no muy plausible pero sí decorosa: él no aspiraba al trono, al poder, al gobierno del Imperio, oh no, no, no; si bien él había andado tanteando a algunas gentes estratégicamente ubicadas sobre la conveniencia o la inconveniencia de que Heldinav’Var subiera al trono, eso era porque lo que él quería era impedir que el vicio, el descaro, la indecencia de su primo, se exhibieran en la persona de un Emperador. ¿Qué sería del Imperio? ¿Qué sería de los súbditos, con semejante ejemplo? Y de paso explicó cómo era él de bueno, honesto, decente, discreto, modesto y virtuoso. El futuro Emperador lo echó de todas maneras, no sólo porque era peligroso y porque mentía muy mal, sino porque los virtuosos lo aburrían. Y el Señor de las Torres no tuvo más remedio que irse, no jurando venganza porque eso no hubiera correspondido a su papel de redentor, sino impartiendo perdón.
Y como se le había especificado que tenía que irse muy lejos, se dirigió a la ciudad de los montes. A la que previendo que quizá lo vigilarían, también llegó como redentor, a pie, como un peregrino, pobremente vestido. Tanto que algunos le dieron limosna y algunos otros inclinaron la cabeza a su paso. Cuando una mujer muy vieja y muy desdichada lo llamó desde una puerta para que compartiera con ella la comida del mediodía, se negó a sentarse a la mesa y comió humildemente acuclillado en el umbral. Ahí fue cuando descubrió que le gustaba el oficio, no tanto como el de emperador, pero qué otro remedio le quedaba. Esa misma tarde empezó a predicar.
Él mismo no sabía muy bien qué era lo que predicaba, y en los primeros días tenía que cuidarse mucho para no equivocarse o contradecirse, pero bueno y qué, ya que no podía ser emperador sería santo. Cierto que no había sido una elección de su parte sino un azar, pero cierto también que el escenario de su santificación era perfecto. La ciudad estaba llena de gentecitas sin grandeza, que todo lo que tenían eran sus pequeños oficios y sus pequeñas supersticiones listas para ser ordenadas y clasificadas. Estaban también los enfermos que querían curarse o que querían morirse, y estaban los parientes que querían que los enfermos se curaran o que no se curaran o que se murieran, según el grado de los parentescos y la cantidad de dinero de cada uno. Y a todos ellos les convenía la piedad y la oración.
El primo del Emperador hizo fortuna. No en oro, porque en cuanto empezó a ganar adeptos se convenció de que la Verdad y el Bien hablaban por su boca y ya no necesitó fingir y aceptó de corazón la pobreza, pero sí en prestigio y fama y respeto, es decir, en una suerte de poder. Y poder era lo que él había estado buscando. Predicaba en las calles, vivía frugalmente, andaba descalzo, caminaba con los ojos bajos y las manos juntas, no alzaba la voz ni tenía estallidos de mal humor ni de rabia ni de impaciencia. No era un santo, pero parecía.
Ahora yo les digo a ustedes que la santidad es contagiosa, mucho más que el vicio. Y si no vean que Heldinav’Var nunca convenció a nadie y ni siquiera trató, puesto que eran los ya convencidos los que acudían a rodearlo, pero que su primo convenció a multitudes de incrédulos e inclinó a muchos a orar, a vivir frugal y castamente, a hacer ayunos y sacrificios, y otras tonterías por el estilo. E inclinó a muchos otros a predicar.
Un año después de la precipitada salida del Barón de las Torres, que ahora era el Servidor de la Fe, de la capital, la ciudad de los montes se había convertido en la población más pía, más santa, más abrumadoramente rezadora que tuvo nunca el Imperio. Cien religiones y mil sectas brotaban y medraban como en otras épocas habían brotado las pinturas, los poemas, el agua que curaba, el toque de queda, el lujo o las tiendas de las adivinadoras del futuro. Uno salía a la calle y no lo asaltaban los vendedores de cestas, de joyas, de alfombras, de cacharros o de hierbas: lo asaltaban los vendedores de salvación eterna, que es una mercadería traicionera, créanme, como que hay que ser muy hábil y muy prudente para manejarla porque aun cuando pueda vendérsela a buen precio, todavía, una vez cerrado el trato, puede volverse contra el vendedor. Pero como con las cestas, los cacharros y las alfombras, con las religiones había para elegir. Los hombres descubrieron que según los prestes, los caminos para llegar a la bienaventuranza eran casi infinitos y pasaban por las estaciones más inesperadas. Desde la frugalidad y la abstinencia hasta la práctica desenfrenada de todos los libertinajes y todas las perversiones, pasando por ejercicios espirituales y corporales, estudio de textos crípticos, contemplación, renunciamiento, introspección, oración, lo que fuera, todo figuraba entre los medios programados para alcanzar un paraíso que según decían los mercachifles de lo divino, se podía ganar con un pequeño esfuerzo y, claro está, una pequeña donación, en el mejor de los casos directamente proporcional a la fortuna del cliente, digo del creyente.
Y sin embargo fueron los años en los que menos cambios hubo en la cara y en el cuerpo de la ciudad. Eso no es tan inexplicable ya que la religión no necesita mucho espacio y ustedes saben que hay quienes dicen que no necesita nada de espacio, no ahí afuera por lo menos. Bastaba con un recinto del tamaño de un comedor para una familia numerosa, con una plataforma o un púlpito, o una columna, o una hornacina, o un pozo, o unos almohadones, o nada, según fuera el camino que conducía a las alturas. Y hay que ver también que había muchos que organizaban sus servicios al aire libre pensando tal vez que sin el obstáculo de un techo las propiciaciones iban a llegar más pronto allá arriba. El cambio, si cambio hubo, sobrevino en las techumbres, en las terrazas, en las azoteas, donde se alzaron los símbolos de las mil religiones, imágenes, estrellas, cruces, esferas, fustes, signos, algunos muy ricos, algunos muy pobres, todos compitiendo a ver quién conseguía más en menos tiempo. Porque hubo escarceos, batallas y hasta guerras entre las sectas, por un quíteme allá esos pecados o un tráiganme acá esas dispensas, por una docena de renegados o media docena de apóstatas, por un matiz ritual o una tonalidad del dogma. Pero eso no trajo cambios. Que la gente discutiera de religión en vez de discutir de política o de dinero, no hacía que las calles cambiaran de rumbo ni que cayeran edificios viejos ni se levantaran otros nuevos. Sólo aumentaba la población: no venían ya de lejanas tierras los que buscaban curación para sus males en el agua que brotaba de la profundidad, pero en cambio venían los que buscaban en los símbolos erigidos en los techos curación para otros males, no muy distintos de los otros, permítanme que les diga.
Murió el Emperador Heldinav’Var, murió su primo el que había sido Señor de las Torres y de las Murallas, y ya sabemos quién sucedió al Emperador vicioso, pero al predicador no lo sucedió nadie: su secta se dividió una y otra vez hasta perderse en el mar de credos, y pronto se lo olvidó. En realidad la ciudad llegó a su apogeo como centro religioso unos cien años después, bajo el reinado de Sderemir el Borénide, el que de soldado de fortuna en el oeste llegó al trono por medios no muy confesables y que fue a pesar de ese antecedente un buen gobernante, mucho mejor que muchos que tenían sangre de reyes y derecho a sentarse en el trono.
Claro que para llegar desde las provincias del oeste hasta la capital no había ninguna necesidad de pasar por la ciudad de las religiones, pero hay que recordar cuáles eran los designios del Borénide para entender el complicado itinerario que siguió. Y nunca olvidó la generosa bienvenida ni los favores, desinteresados casi todos, que se le hicieron cuando acampó a las puertas de la ciudad. Así que tres años después, cuando ocupó el trono del Imperio, la proclamó Madre de la Religión Verdadera y la colmó de presentes y le otorgó subsidios especiales.
Era un título muy bello. Y muy hábil. Recuerden ustedes que el Borénide, ese hombre aparentemente brutal, ese engañoso guerrero que sin embargo conocía mejor las almas de los hombres que las armas y los escudos y los carros de guerra, desconfió siempre del poder más allá del poder que pueden adquirir las fuerzas inexplicables. Gracias a esa sutileza que él disfrazó de benevolencia, cada credo, cada iglesia de la ciudad de los montes se convenció de que lo de Religión Verdadera le correspondía, y se hinchó de soberbia y la soberbia es mala consejera; y cada credo y cada iglesia miró con amabilidad y condescendencia a sus rivales. Tantos dones y tanto reconocimiento oficial no fueron sino la perdición de las mil sectas. La marginalidad, la existencia de hecho pero sin respaldo, son mucho más estimulantes que el reconocimiento público, y las Religiones Verdaderas se robustecen en la lucha y en la polémica, inventan nuevos medios para ganar adeptos, fabrican santos y profetas y apóstoles y popes, aguzan el ingenio y renuevan la mercadería y la exponen con todo artificio. ¿Pero en qué se convierten si sólo tienen que repetir hoy y mañana y el año que viene lo mismo que dijeron ayer, las mismas palabras, los mismos gestos, las mismas expresiones de piedad y convicción, sin riesgos, sin competencia, sin altibajos, sin martirio, en una palabra? Se convierten en algo muy aburrido. Se cansaron los sacerdotes, se cansaron los dioses, y se cansaron los fieles. Menos y menos devotos viajaban a la ciudad del norte, y como ella conservaba de esos años en los que había sido capital del Imperio, los medios para abastecerse a sí misma sin acudir a otras regiones, los caminos de acceso quedaron desiertos, se resquebrajaron, se cubrieron de hierbas, de montículos de hormigas y de cuevas de tejones, y el Imperio, ahora sí, la olvidó. Sólo recordaban su existencia los que iban en las caravanas de vehículos de carga que pasaban rumbo al puerto, pero qué son esas pocas gentes comparadas con la vasta población del más vasto Imperio que conoció la historia de los hombres. Fue apenas un leve motivo de extrañeza para los que bebían y fumaban en los bares del puerto, y fue nada para las otras ciudades, los otros puertos, los otros estados y la capital. El Borénide gobernó muchos años, y como fue un hombre excepcional, muchos dicen que fue el peor Emperador que ocupó el trono y otros tantos dicen que fue el mejor y que ninguno puede compararse con él. Sea como fuere, él no se olvidó de la ciudad de las religiones verdaderas porque según se decía no se olvidaba nunca de nada, y puede que fuera cierto. No se olvidó pero se tranquilizó y sin descuidarse del todo ya que por lo menos una vez al año mandaba a un nombre de su confianza a mirar y oler y oír lo que pasaba, la clasificó como inofensiva.
Lo fue durante toda la vida del Borénide, sus hijos, sus nietos y los nietos de sus nietos. Vivió calladamente, oscuramente, estrechamente, con sus comerciantes, sus ricos, sus pobres, sus tribunales, sus mujeres de la vida, sus funcionarios, chicos, locos, fiestas, escuelas, teatros, sociedades profesionales, con todo lo que debe tener una ciudad, aislada, sorda y muda, de espaldas al Imperio, sola. Como había sido sólida y rica y grande, conservó los monumentos y las mansiones que no habían sido construidos para venirse abajo en un par de años, pero todo se fue cubriendo de musgo y de líquenes y de plantas y crecieron flores acuáticas en las piscinas abandonadas y variedades salvajes de drahilea en las cabelleras de mármol de las estatuas. Parecía blanda y carnosa, hecha de hojas y tallos verdes engordados por la savia perezosa. Muchos dicen que nunca fue tan bella, y es posible que tengan razón. Se confundía con los montes y con lo que crecía en los montes; fue parte de la tierra en la que había nacido desde adentro, desde lo hondo de las cavernas. Quizá hubiera sido justo que siguiera así, y hoy sería una ciudad vegetal habitada por hombres sauces y mujeres palmeras, una ciudad que se inclina bajo el viento y canta y crece bajo el sol. Pero los hombres son incapaces de quedarse quietos y tranquilos y permitir que las cosas sucedan y no interferir. Puede opinarse que es una suerte que así sea puesto que la inquietud y la insatisfacción son la base del progreso. Es una opinión que hay que tener en cuenta, aun cuando no sea del todo respetable.
Para explicar los acontecimientos que siguieron, tenemos que volver al Borénide. Ese hombre extraordinario, fuerte como un toro, astuto como un zorro, frugal como un santo aunque de santo no tenía absolutamente nada, ese conquistador salido de la bruma, ese rey de la sangre engendrado en un vientre plebeyo por un vagabundo sin nombre, no sólo supo mantener al Imperio unido y satisfecho, en paz, próspero, activo y orgulloso durante toda su vida, sino que se las arregló para que su obra no resultara fácil de destruir. Sus sucesores no lo intentaron, por otra parte. Generaciones y generaciones de emperadores y emperatrices se beneficiaron de la herencia del Borénide, y si bien ninguno, salvo quizá Evviarav III el Drakúvide, tuvo su fuerza ni su visión, todos fueron sensatos y de paso justos y prudentes. Qué más se puede pedir. Sentada en el trono la dinastía de los Eilaffes, que era también lejana descendiente del Borénide pero a la que ya no quedaban sino trazas ínfimas y equívocas de su sangre, hizo su aparición la catástrofe.
Esta vez el sur no tuvo nada que ver. El sur se mantuvo tranquilo y se dispuso a mirar con sorna, entre divertido y esperanzado, cómo se despedazaban sus hermanos del norte. Y sus hermanos del norte le dieron el gusto y le proporcionaron un buen espectáculo, violento y estruendoso; y llenaron la tierra y el cielo de alaridos de guerra y de dolor. Sí, les estoy hablando de la Guerra de los Seis Mil Días. Que no duró seis mil días sino mucho menos y que nadie parece saber por qué se la llama así salvo algún maniático buscador de rarezas históricas que podría decirles que más o menos seis mil días le llevó al Imperio recuperarse de la lucha entre las tres dinastías y establecer de nuevo el orden, las fronteras y la paz. Eso dicen las historias académicas, por lo menos. Quizá la verdadera verdad sea otra, sólo digo que quizá. Quizá la verdadera verdad sea que seis mil días más o menos empleó Oddembar’Seïl el Sanguinario en buscar, perseguir, exterminar a los miembros y a los partidarios de las otras dos dinastías. Lo cierto es que todo el norte fue un solo campo de batalla, y que como nada que no fuera pelear ocupó a los hombres en esos tiempos, el puerto del norte quedó paralizado y ya ni los vehículos de carga se acercaban a la ciudad de los montes. La guerra, para ella, estaba muy lejos; la ciudad seguía cubierta de musgo y de hiedra, floreciendo en los estanques y en las cornisas, abrigando bichos de colores en los ojos de piedra de los monumentos y las fuentes, y así permaneció casi hasta el final y todo hubiera seguido igual, siempre, tal vez hasta hoy, de no haber sido porque al Sanguinario, que ya merecía su apodo, lo traicionó un general ambicioso.
Oddembar’Seïl tuvo que huir, sólo que no había adonde huir. El sur se mantenía neutral pero no era seguro; nunca fue seguro el sur para los hombres deseosos de poder. Y Oddembar’Seïl estaba decidido a reinar. Escapó hacia el norte. No solo, claro está. Dividió a sus hombres en numerosos grupos que se confundieron con las fuerzas que luchaban en cada territorio de los que debían atravesar, y los dirigió hacia el norte, muy hacia el norte, en un intento desesperado y no muy razonable de llegar al mar, de encontrar barcos con los cuales navegar bordeando la costa en la vieja ruta de los cargueros, y volver a atacar desembarcando por el este. Parecía que iba a tener éxito. El grueso de sus tropas lo alcanzó al pie de los montes y en un amanecer de verano se pusieron nuevamente en marcha y se encontraron ante la ciudad. No sé, nadie lo sabe, si el Sanguinario blasfemó o sonrió; no sé si miró con gula la ciudad desconocida o si se rascó la cabeza intrigado. Sé que entró en ella pacíficamente, todos sus hombres con las armas al alcance de la mano pero no enarboladas, y que los habitantes de la ciudad de los montes lo miraron con curiosidad. Sé que hasta se le acercaron y le ofrecieron alimentos y cobijo. Los necesitaba, pero no sé si llegó a aceptarlos. Sé que el ejército enemigo lo alcanzó allí mismo, por la retaguardia, a medias en las calles de la ciudad, a medias en el llano. Adiós los barcos, adiós la ruta de los cargueros y la esperanza de triunfar atacando sorpresivamente por el este. Todo estaba perdido, pero cuando hay que luchar, se lucha.
Ha habido batallas atroces en la larga historia del Imperio. Hasta es posible que haya habido algunas, pocas, más crueles que la que después se llamó la Batalla del Norte, como si hubiera habido un solo norte y una sola batalla. Pero es difícil que alguien pueda imaginar lo que pasó, y no sé si yo voy a poder contarlo tal cual pasó. Voy a intentar, eso es todo lo que puedo hacer. Oddembar’Seïl el Sanguinario gritó, gritó al oír que la carga enemiga se les venía encima cuando ellos estaban en una situación de inferioridad, desprevenidos, atascados algunos en las calles estrechas de la ciudad, desperdigados otros en los campos que la rodeaban. Cualquier cosa puede decirse de los hombres del que iba a ser Emperador: todo eso que se dice generalmente de soldados y guerreros, pero no que eran cobardes o indisciplinados. Lo oyeron gritar y se reagruparon, sacaron las armas, formaron como pudieron, y trataron de rechazar el ataque. El Sanguinario saltó sobre los caídos y corrió a pelear en primera fila codo a codo con sus soldados. Él tampoco era cobarde.
La Batalla del Norte duró exactamente cincuenta horas. Los hombres se acometían, se desgarraban, se despedazaban; retrocedían, tomaban aliento y volvían a acometerse. Cuando se cuentan estas cosas uno se asquea de la criatura que es el hombre. Ésos no eran hombres; no eran ni siquiera lobos, ni hienas, ni carroñeros ni rapaces. Eran organismos ciegos, sin cerebros, desprovistos de nervios, de sentimientos y de pensamientos; dotados solamente de garras para herir y de sangre para ser derramada. No pensaban, no creían, no sentían, no miraban, no esperaban: solamente mataban, una y otra vez; solamente retrocedían, una y otra vez, y volvían a avanzar y a matar. Habían nacido, trabajado, amado, jugado, crecido, solamente para esto, para matar en los llanos del norte al pie de una ciudad cubierta de musgo y flores. Cincuenta horas después del primer ataque no quedaban en pie mas de cien hombres desnudos, sucios, sangrantes, mutilados, enloquecidos. No se sabía y no importaba quién era el enemigo: los cien seguían matando y retrocediendo, gritando por las bocas partidas, llorando por los ojos heridos, respirando por las narices quebradas, asiendo las armas con los dedos que les quedaban, y volviendo a atacar y a matar. Y fue entonces cuando Oddembar’Seïl cortó una cabeza que rodó sobre la tierra viscosa de sangre, y en el torso que caía brilló un momento entre la mugre y los restos de un peto labrado, un collar de oro y amatistas. El futuro Emperador volvió a gritar y así terminó la Batalla del Norte: había muerto Reggnevon hijo de Reggnevavaün, pretendiente al trono del Imperio.
Ustedes ya saben cómo fue coronado Emperador Oddembar’Seïl el Sanguinario por los habitantes de la ciudad del norte y sus pocos soldados sobrevivientes en el mismo sitio de su victoria, de pie sobre el cadáver de su enemigo, sucio, herido, afiebrado y desnudo, con una corona de mármol desprendida a golpes de escoplo y martillo de la cabeza de una estatua que adornaba un jardín noble invadido después por canchas de juego, y cómo allí mismo firmó su primer decreto declarando capital del Imperio a la ciudad que lo había visto triunfar.
No habían pasado seis mil días, todavía no. Pero la guerra había terminado, y cuando realmente se cumplieron, la ciudad del norte seguía siendo la capital del Imperio y los personajes de la corte, los funcionarios, las damas, los almirantes y los jueces, pasaban frente a la Fuente de los Cinco Ríos, bajo el arco que sostiene a las figuras dolientes del mausoleo del primer alcalde, por las calles sinuosas y estrechas, y se detenían a veces a beber o a mojarse los dedos y la frente en los florones de alabastro de los que sigue manando el agua salobre. Porque el Emperador había mandado que se la respetara: recordó siempre que los habitantes le habían ofrecido alimentos y refugio y creyó que ella lo había favorecido. También mandó erigir su palacio utilizando los muros del de la Emperatriz Sesdimillia, respetando el estilo y la distribución aunque ya fueran anticuados, y prohibió reformas en las calles y en los edificios, en los parques y en las fuentes. Las fachadas podían retocarse y pintarse, pero no debían cambiar; las escaleras increíbles no podían moverse; los muros inoportunos no podían derribarse. Podía construirse fuera de los límites, cosa que muchos hicieron, y podían reformarse por dentro los edificios, cosa que otros muchos hicieron para que las mansiones volvieran a ser lo que habían sido bajo el reinado del Escuchador y sus sucesores. Y nada más.
Se cumplieron en su momento lo seis mil días del Emperador Oddembar’Seïl el Sanguinario, y pasaron otros seis mil días y un poco más. Gobernó dura y violentamente y fue implacable con sus enemigos y demasiado blando con sus amigos. Pero una cosa hay que decir en su favor y es que reorganizó el Imperio y le devolvió la paz, el territorio y la unidad. Lo hizo trágicamente, con más sangre y más muertes, con luto y llanto, pero Reggnevaün no hubiera sido más piadoso, y tampoco puede saberse qué hubiera pasado de no haberse desencadenado la Guerra de los Seis Mil Días. Lo fulminó un ataque en medio de un banquete, y las lágrimas que se derramaron por él fueron escasas y falsas.
Han pasado muchos años y han vivido y reinado muchos emperadores, pero la ciudad de los montes sigue siendo la capital del Imperio. Los adulones y los trepadores le inventaron sobrenombres poéticos y orígenes ilustres, y Drauwdo el Fortachón no es más que un personaje de leyenda con el que se amenaza a los chicos que no quieren irse a dormir, pero el Sanguinario fue quizá el primero que la comprendió y que le hizo saber que la comprendía cuando ordenó que no se la tocara ni se la cambiara. Y los que vinieron después de él deben haber adivinado que había una profunda sabiduría en esa disposición que parece muy poco de acuerdo con los tiempos, porque ellos tampoco la forzaron. Ahí está, como en los años de las aguas salobres, de los dioses, de los músicos y de las batallas. Parece una apretada malla de oro, entretejida muy estrechamente, con orificios diminutos e irregulares, extendida sobre los montes. Ha crecido hacia la otra ladera, es cierto, y llegan a ella siete caminos en vez de uno solo, y los ocho son anchos y lisos como deben ser las rutas reales, hormigueantes de viajeros y de cargas. Ha dado la espalda al llano que fue un desierto y una huerta y un campo de batalla, pero hacia el norte, sobre el camino que lleva al puerto lejano, se alzan las nuevas mansiones, las casas ricas, los palacios de los nobles. Brilla de noche y la luz sobre las cimas no se apaga nunca, sólo empalidece al amanecer como cuando los pintores y los poetas hablaban y bebían en los cafés. Prospera y se enriquece como cuando brotó el agua de la tierra. Es una capital prestigiosa, bella, misteriosa, atractiva, vieja como corresponde a un viejo Imperio, sólida y rica, hecha para durar muchos miles de años. Pero yo me pregunto—

© Angélica Gorodischer

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El hijo de Butch Cassidy

Un cuento futbolero, y rarísimo, de Osvaldo Soriano (1943-1997), escritor argentino; proviene del libro Cuentos de los años felices (1993). Sobre el origen del cuento, que tiene que ver con el deporte pero también con el cine y con varios de los grandes temas de Soriano, éste escribió:

Escribí varios cuentos sobre futbol durante los mundiales de 1986 y para Página/12 e II Manifesto de Roma. Así, en la concentración de Trígona, una noche conocí a Diego Maradona. Al comienzo fingí no interesarme en él con el propósito de lastimar su orgullo y ganarme su atención. Entonces, para impresionarme, se puso una naranja sobre la cabeza y la hizo bailar por todas las curvas del cuerpo sin que se cayera ni una sola vez. Por fin la atrapó y sin fijarse en mi le preguntó a su amigo Gianni Mina, que me había llevado con él: «Qué tal, ¿cuántas veces la toqué con el brazo?» Yo estaba embobado. «¡Nunca!», respondimos a coro. Maradona sonrió y dijo con voz de pícaro: «Sí, una vez, pero no hay referí en el mundo que pueda verme». Tenía tanta razón que me fui corriendo al hotel y escribí un cuento sobre el hijo de Butch Cassidy, cowboy, filósofo y arbitro de fútbol.

 

Soriano por Andrés Cascioli
(fuente: rafaelton.com.ar)

El HIJO DE BUTCH CASSIDY

Osvaldo Soriano

El Mundial de 1942 no figura en ningún libro de historia pero se jugó en la Patagonia argentina sin sponsors ni periodistas y en la final ocurrieron cosas tan extrañas como que se jugó sin descanso durante un día y una noche, los arcos y la pelota desaparecieron y el temerario hijo de Butch Cassidy despojó a Italia de todos sus títulos.

Mi tío Casimiro, que nunca había visto de cerca una pelota de fútbol, fue juez de línea en la final y años más tarde escribió unas memorias fantásticas, llenas de des­aciertos históricos y de insanias ahora irremediables por falta de mejores testigos.

La guerra en Europa había interrumpido los mun­diales. Los dos últimos, en 1934 y 1938, los había ganado Italia y los obreros piamonteses y emilianos que cons­truían la represa de Barda del Medio en la Argentina y las rutas de Villarrica en Chile se sentían campeones para siempre. Entre los obreros que trabajaban de sol a sol también había indios mapuches conocidos por sus artes de ilusionismo y magia y sobre todo europeos escapados de la guerra. Había españoles que monopolizaban los almacenes de comida, italianos de Genova, Calabria y Sicilia, polacos, franceses, algunos ingleses que alargaban los ferrocarriles de Su Majestad, unos pocos guaraníes del Paraguay y los argentinos que avanzaban hacia la lejana Tierra del Fuego. Todos estaban allí porque aún no había llegado el telégrafo y se sentían a salvo del terrible mundo donde habían nacido.

Hacia abril, cuando bajó el calor y se calmó el viento del desierto, llegaron sorpresivamente los electrotécnicos del Tercer Reich que instalaban la primera línea de teléfonos del Pacífico al Atlántico. Con ellos traían una punta del cable que inauguraba la era de las comunica­ciones y la primera pelota del mundo a válvula automá­tica que decían haber inventado en Hamburgo. Luego de mostrarla en el patio del corralón para admiración de todos desafiaron a quien se animara a jugarles un partido internacional. Un ingeniero de nombre Celedonio Sosa, que venía de Balvanera, aceptó el reto en nombre de toda la nación argentina y formó un equipo de vagos y borrachos que volvían decepcionados de buscar oro en las hondonadas de la Cordillera de los Andes.

El atrevimiento fue catastrófico para los argentinos que perdieron 6 a 1 con un pésimo arbitraje del William Brett Cassidy, que se decía hijo natural del cowboy Butch Cassidy que antes de morir acribillado en Bolivia vivió muchos años en las estancias de la Patagonia con el Sundance Kid y Edna, la amante de los dos.

No bien advirtieron la diversidad de países y razas representados en ese rincón de la tierra, los alemanes lanzaron la idea de un campeonato mundial que debía eternizar con la primera llamada telefónica su paso civilizador por aquellos confines del planeta. El primer problema para los organizadores fue que los italianos antifascistas se negaban a poner en juego su condición de campeones porque eso implicaba reconocer los títulos conseguidos por los profesionales del régimen de Mussolini.

Algunos irresponsables, ganados por la curiosidad de patear una pelota completamente redonda y sin tiento, se dejaban apabullar por los alemanes a la caída del sol mientras la línea del teléfono avanzaba por la cordillera hacia las obras del dique: un combinado de almaceneros gallegos e intelectuales franceses perdió por 7 a 0 y un equipo de curas polacos y desarraigados guaraníes cayó por 5 a 0 en una cancha improvisada al borde del río Limay.

Nadie recordaba bien las reglas del juego ni cuánto tiempo debía jugarse ni las dimensiones del terreno, de manera que lo único prohibido era tocar la pelota con las manos y golpear en la cabeza a los jugadores caídos. Cualquier persona con criterio para juzgar esas dos infracciones podía ser el árbitro y así fue como mi tío y el hijo de Butch Cassidy se hicieron famosos y respetables hasta que por fin llegó el teléfono.

Hubo un momento en que la posición principista de los italianos se volvió insostenible. ¿Cómo seguir procla­mándose campeones de una Copa que ni siquiera reco­nocían cuando los alemanes goleaban a quien se les pusiera adelante? ¿Podían seguir soportando las pullas y las bromas de los visitantes que los acusaban de no atreverse a jugar por temor a la humillación?

En mayo, cuando empezaron las lloviznas, el capa­taz calabrés Giorgio Casciolo advirtió que con la arena mojada la pelota empezaba a rebotar para cualquier parte y que los enviados del Führer, que ya probaban el teléfono en secreto y abusaban de la cerveza, no las tenían todas consigo. En un nuevo partido contra los guaraníes el resultado, luego de dos horas de juego sin descanso fue apenas de 5 a 2. En otro, los ingleses que colocaban las vías del ferrocarril se pusieron 4 goles a 5 cuando se hizo de noche y los alemanes argumentaron que había que guardar la pelota para que no se perdiera entre los espesos matorrales. A fin de mes los pescadores del Limay, que eran casi todos chilenos, perdieron por 4 a 2 porque William Brett Cassidy concedió dos penales á favor de los alemanes por manos cometidas muy lejos del arco.

Una noche de juerga en el prostíbulo de Zapala mientras un ingeniero de Baden-Baden trataba de captar noticias sobre el frente ruso en la radio de la señora Fanny -La-Joly, un anarquista genovés de nombre Mandril al que le habían robado los pantalones se puso a vivar al proletariado de Barda del Medio y salió a los pasillos a gritar que ni los alemanes ni los rusos eran invencibles. En el lugar no había ningún ruso que pudiera darse por aludido, pero el ingeniero alemán dio un salto, levanté, el brazo y aceptó el desafío. El capataz Casciolo, que estaba en una habitación vecina con los pantalones puestos, escuchó la discusión y temió que la Copa de 1938 empezara a alejarse para siempre de Italia.

A la madrugada, mientras regresaban a Barda delMedio a bordo de un Ford A, los italianos decidieron jugarse el título y defenderlo con todo el honor que fuera posible en ese tiempo y en ese lugar. Sólo cinco o seis de ellos habían jugado alguna vez al fútbol pero uno, el anarquista Mancini, había pasado su infancia en un colegio de curas en el que le enseñaron a correr con una pelota pegada a los pies.

Al día siguiente la noticia corrió por todos los andamios de la obra gigantesca: los campeones del mundo aceptaban poner en juego su Copa. Los mapuches no sabían de qué se trataba pero creían que la Copa poseía los secretos de los blancos que los habían diezmado en las guerras de conquista. Los ingleses lamentaban que sus enemigos alemanes se quedaran con la gloria de aquel torneo fugaz; los argentinos esperaban que el gobierno los sacara de aquel infierno de calor y de arena y en secreto tramaban un sistema defensivo para impedir otra goleada alemana. Los guaraníes habían hecho la guerra por el petróleo con Bolivia y estaban acostumbra­dos a los rigores del desierto aunque no tenían más de tres o cuatro hombres que conocieran una pelota de fútbol. También formaron equipos los curas y obreros polacos, los intelectuales franceses y los almaceneros españoles. Los franceses no eran suficientes y para com­pletar los once pidieron autorización para incorporar a tres pescadores chilenos.

Los alemanes insistieron en que todo se hiciera de acuerdo con las reglas que ellos creían recordar: había que sortear tres grupos y se jugaría en los lugares adonde llegaría el teléfono para llamar a Berlín y dar la noticia. William Brett Cassidy insistió en que los árbitros fueran autorizados a llevar un revólver para hacer respetar su autoridad y como la mayoría de los jugadores entraban a la cancha borrachos y a veces armados de cuchillos, se aprobó la iniciativa.

Se limpiaron a machetazos tres terrenos de cien metros y como nadie recordaba las medidas de los arcos se los hizo de diez metros de ancho y dos de altura. No había redes para contener la pelota pero tanto Cassidy como mi tío Casimiro, que oficiarían de árbitros, se manifestaron capaces de medir con un golpe de vista si la pelota pasaba por adentro o por afuera del rectángulo.

El sorteo de las sedes y los partidos se hizo con sistema de la paja más corta. La inauguración, en Barda del Medio, quedó para la Italia campeona y el aguerrido equipo de los guaraníes. Al otro lado del río, en Villa Centenario, jugaron alemanes, franceses y argentinos sobre la ruta de tierra, cerca del prostíbulo, se enfrentaron españoles, ingleses y mapuches.                 |

En todos los partidos hubo incidentes de arma blanca y las obras del dique tuvieron que suspenderse, por los graves rebrotes de nacionalismo que provocaba el campeonato. En la inauguración Italia les ganó 4 a 1 a los guaraníes que no tenían otra bandera que la del Paraguay. En las otras canchas salieron vencedores los alemanes contra los franceses y los indios mapuches se llevaron por delante a los ingleses y a los almaceneros españoles por cinco o seis goles de diferencia.

Los dos primeros heridos fueron guaraníes que no acataron las decisiones de Cassidy. El referí tuvo que emprenderla a culatazos para hacer ejecutar un penal en favor de Italia. Al otro lado del río mi tío Casimiro tuvo que disparar contra un delantero mapuche que se guardó la pelota abajo de la camisa y empezó a correr como loco hacia el arco británico en el segundo partido de la serie, Los mapuches tuvieron dos o tres bajas pero ganaron la zona porque los británicos se empecinaron en un fair play digno de los terrenos de Cambridge.

La memoria escrita por mi tío flaquea y tal vez confunde aquellos acontecimientos olvidados. Cuenta que hubo tres finalistas: Alemania, Italia y los mapuches sin patria. La bandera del Tercer Reich flameó más alta que las otras durante todo el campeonato sobre las obras del dique pero por las noches alguien le disparaba salvas de escopeta. William Brett Cassidy permitió que los alemanes eliminaran a la Argentina gracias a la expulsión de sus dos mejores defensores. Es verdad que el arquero cordobés se defendía a piedrazos cuando los alemanes se acercaban al arco, pero ése era un recurso que usaban todos los defensores cuando estaban en peligro. Antes de cada partido los hinchas acumulaban pilas de cascotes detrás de cada arco y al final de los enfrentamientos, una vez retirados los heridos, se juntaban también las piedras que quedaban dentro del terreno.

En la semifinal ocurrieron algunas anormalidades que Cassidy no pudo controlar. Los alemanes se presen­taron con cascos para protegerse las cabezas y algunos llevaban alfileres casi invisibles para utilizar en los amontonamientos. Los italianos quemaron un emblema fascista y entonaron a Verdi pero entraron a la cancha escondiendo puñados de pimienta colorada para arrojar a los ojos de sus adversarios.

Cassidy quiso darle relieve al acontecimiento y sor­teó los arcos con un dólar de oro, pero no bien la moneda cayó al suelo alguien se la robó y ahí se produjo el primer revuelo. El capitán alemán acusó de ladrón y de comu­nista a un cocinero italiano que por las noches leía a Lenin encerrado en una letrina del corralón. En aquel lugar nada estaba prohibido, pero los rusos eran mal vistos por casi todos y el cocinero fue expulsado de la cancha por rebelión y lecturas contagiosas. Antes de dar por iniciado el partido, Cassidy lanzó una arenga bastan­te dura sobre el peligro de mezclar el fútbol con la eolítica y después se retiró a mirar el partido desde un montículo de arena, a un costado de la cancha.

Como no tenía silbato y las cosas se presentaban difíciles, él sólo bajaba de la colina revólver en mano para apartar a los jugadores que se trenzaban a golpes. Cassidy disparaba al aire y aunque algunos espectadores escon­didos entre los matorrales le respondían con salvas de escopeta, el testimonio de mi tío asegura que afrontó las tres horas de juego con un coraje digno de la memoria de su padre.

Cassidy hizo durar el juego tanto tiempo porque los italianos resistían con bravura y mucho polvo de pimienta el ataque alemán y en los contragolpes el anarquista Mancini se escapaba como una anguila entre los defensores demasiado adelantados. Hubo momentos en que Italia, que jugaba con un hombre menos, estuvo arriba 2 a l y 3 a 2 pero a la caída del sol alguien le devolvió a Cassidy su dólar de oro en una tabaquera donde había por lo menos veinte monedas más. Entonces el hijo de Butch Cassidy decidió entrar al terreno y poner las cosas en orden.

En un córner, Mancini fue a buscar la pelota de cabeza pero un defensor alemán le pinchó el cuello con un alfiler y cuando el italiano fue a protestar, Cassidy le puso el revólver en la cabeza y lo expulsó sin más trámite. Luego, cuando descubrió que los italianos usaban pimienta colorada para alejar a los delanteros rivales detuvo el juego y sancionó tres penales en favor de los alemanes. El capataz Casciolo, furioso por tanta parcialidad, se interpuso entre el arquero y el hombre que iba a tirar los penales pero Cassidy volvió a cargar el revól­ver y lo hirió en un pie. Un ingeniero prusiano bastante tímido, que había jugado todo el partido recitando el Edesiastés, se puso los anteojos para ejecutar los penales (Cassidy había contado sólo nueve pasos de distancia) y anotó dos goles. Enseguida el hijo de Butch Cassidy dio por terminado el partido y así se le escapó a Italia la Copa que había ganado en 1934 y 1938.

Los alemanes se fueron a festejar al prostíbulo y ni siquiera imaginaron que los mapuches bajados de los Andes pudieran ganarles la final como ocurrió tres días más tarde, un domingo gris que la historia no recuerda. Ese día el teléfono empezó a funcionar y a las tres de la tarde Berlín respondió a la primera llamada desde la Patagonia. Toda la comarca fue a la cancha a ver el partido y el flamante teléfono negro traído por los alemanes. Un regimiento basado en la frontera con Chile envió su mejor tropa para tocar los himnos nacionales y custo­diar el orden pero los mapuches no tenían país recono­cido ni música escrita y ejecutaron una danza que invo­caba el auxilio de sus dioses.

Mi tío, que ofició de juez de línea, anota en su memoria que a poco de comenzado el partido aparecie­ron bailando sobre las colinas unas mujeres de pecho desnudo y enseguida empezó a llover y a caer granizo. En medio de la tormenta y las piedras Cassidy pensó en suspender el partido, pero los alemanes ya habían anun­ciado la victoria por teléfono y se negaron a postergar el acontecimiento. Pronto la cancha se convirtió en un pantano y los jugadores se embarraron hasta hacerse irreconocibles. Después, sin que nadie se diera cuenta, los arcos desaparecieron y por más que se jugó sin parar hasta la hora de la cena ya no había dónde convertir los goles. A medianoche cuando la lluvia arreciaba, Cassidy detuvo el juego y conferenció con mi tío para aclarar la situación. Los alemanes dijeron haber visto unas mujeres que se llevaban los postes y de inmediato el árbitro otorgó seis penales de castigo contra los mapuches pero nadie encontró los arcos para poder tirarlos. Una partida del ejército salió a buscarlos, pero nunca más se supo de ella. El juego tuvo que seguir en plena oscuridad porque Berlín reclamaba el resultado, pero ya ni siquiera había pelota y al amanecer todos corrían detrás de una ilusión que picaba aquí o allá, según lo quisieran unos u otros.

A la salida del sol el teléfono sonó en medio del desierto y todo el mundo se detuvo a escuchar. El ingeniero jefe pidió a Cassidy que detuviera el juego por unos instantes pero fue inútil: los mapuches seguían corriendo, saltando y arrojándose al suelo como si toda­vía hubiera una pelota. Los alemanes, curiosos o inquie­tos pero seguramente agotados, fueron a descolgar el teléfono y escucharon la voz de su Führer que iniciaba un discurso en alguna parte de la patria lejana. Nadie más se movió entonces y el susurro alborotado del teléfono corrió por todo el terreno en aquel primer Mundial de la era de las comunicaciones.

En ese momento de quietud uno de los arcos apareció de pronto en lo alto de una colina, a la vista de todos, y las mujeres reanudaron su danza sin música. Una de ellas, la más gorda y coloreada de fiesta, fue al encuentro de la pelota que caía de muy alto, de cualquier parte, y con una caricia de la cabeza la dejó dormida frente a los palos para que un bailarín descalzo que reía a carcajadas la empujara derecho al gol.

William Brett Cassidy anuló la jugada a balazos pero en su memoria alucinada mi tío dio el gol como válido. Lástima que olvidó anotar otros detalles y el nombre de aquel alegre goleador de los mapuches.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]

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Una flor lenta

El cuento de este mes proviene de Latinoamérica Fantástica (1985), una antología ya venerable que publicó la extinta editorial española Ultramar. Entre grandes cuentos de autores que ya eran un referente entre los aficionados a la literatura fantástica de fines del siglo XX, como Angélica Gorodischer y Mario Levrero, estaba también éste: «Una flor lenta», de Raul Alzogaray (1960). En la antología, el texto introductorio del compilador Marcial Souto lo consideraba «de los autores jóvenes más prometedores del panorama argentino actual, con títulos como ‘Clan de clones’, ‘Mano en el desierto’, o ‘Para que el mundo no caiga como una pluma’, que le han granjeado una cierta fama de especialista en ‘relatos extraños'». Posteriormente, según he podido averiguar, Alzogaray –doctor en biología y profesor e investigador universitario– se ha dedicado principalmente a la divulgación científica. Sin embargo, este cuento hermoso e inquietante sigue tan potente como entonces.

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UNA FLOR LENTA

Raúl Alzogaray

Mi nombre es Jeni.

Ahora que Anet se ha ido, ellos me pidieron que escriba.

Deslizo la pluma impregnando con tinta las páginas de este inmenso libro que soporta el peso de sucesivas narraciones que se marchitan en la aséptica seguridad del sótano cuya única llave poseo; no puede ser de otro modo, ya que soy la más antigua de la casa: llegué antes que cualquiera de mis actuales compañeras, aunque después de Anet, por supuesto. Ignoraba la existencia de este libro. Anet no estaba autorizada a revelarla; tampoco yo lo estoy. Tiene tapas duras del color de la tierra húmeda, sus hojas compiten en grosor con el ala de una mariposa y su número, con toda seguridad, supera largamente la suma de las luces celestiales. El libro nunca ha sido cerrado; talladuras en madera lo sostienen ligeramente inclinado para facilitar la tarea de quien escribe. Ellos me pidieron que no lea nada que no haya sido escrito por mí. La pausada caligrafía que agobia el macizo de páginas sobre el que descansa mi brazo cuando trazo estos signos, está vedada a mi vista. Así debe ser. Desconozco la finalidad del libro. Ni siquiera sé con precisión qué es lo que debo apuntar en él. Pero eso no tiene importancia. Quizás sea conveniente que comience enumerando lo que sucedió hoy. Vine al sótano al amanecer para ver si todo se encontraba en orden en esta primera jornada. Anet ya no estaba. Subí al dormitorio y comprobé que habían concluido los preparativos para deshacerse del bebé. Ami había cobijado a la pequeña en su vientre el largo período necesario para que se desarrollara y pudiese salir de tan opresivo encierro. Nada anormal se produjo durante la espera. Nada, como si se tratara de un calco de las veces anteriores. No era menester continuar esperando, de manera que nos instalamos a una distancia conveniente, a la espera de que Ami actuara. No obstante el silencio guardado en lo relativo a este instante, hacía mucho que sabíamos que llegaría, porque todas habíamos pasado por él. Aún persisten en mi piel las agradables sensaciones, el anhelo vehemente de procrear un ser, de sentir cómo se alimenta de una, se fortalece, se unifica. Algo se quiebra en mi interior al rememorarlo. Ami fue muy valiente y se desempeñó como le había sido indicado. No quiero decir que se haya mantenido insensible a lo que realizaba; las lágrimas apenas contenidas amenazaban anegarle el rostro, y sus dientes se mantenían ferozmente apretados, pero ella estaba convencida de que ése era el camino correcto, de modo que la criatura se marchó sin soltar un solo gemido. Llevamos el cuerpecito deforme al sitio convenido, bosque adentro: tanto caminamos que en la distancia creí divisar el muro descolorido, asomándose por entre las grietas de la vegetación. Al mediodía Ami recibió el castigo correspondiente y, tan pronto terminamos de ejecutarlo, huyó a refugiarse de nuestra presencia. Toda la tarde oímos los gritos desgarradores que Ami era incapaz de contener. A sabiendas de que no debíamos acudir en su ayuda, optamos por encerrarnos en el dormitorio, tapándonos los oídos en un intento de mitigar el dolor y la impotencia.

 

Ami tuvo anoche una pesadilla. Despertamos y la descubrimos corriendo por la pradera, casi invisible a pesar de la Luna enorme. Nos apresuramos a seguirla. La perdimos de vista, y nos demoramos en vano en la pradera. Finalmente nos separamos para explorar un área mayor. Vagué apesadumbrada sobre la alfombra humedecida y verde, bajo la bóveda negra sembrada de candiles; un ave alzó vuelo a mi paso, batiendo las alas con una suavidad esponjosa. Hallé a Ami arrodillada, los puños presionando con dureza las rodillas violáceas, la mirada perdida mucho más allá de cualquier punto concebible. Me despojé de la túnica que pendía de mis hombros y la cubrí con ella. La brisa fría se enredó en mis muslos descubiertos, provocándome un involuntario estremecimiento. Cuando re­tornamos a la casa supe que yo era quien más se había demorado en la búsqueda. Las demás se movían ansiosas en la escalinata de la entrada principal, y al vernos se nos acercaron corriendo, ahogando contenidas exclamaciones de júbilo. Preparamos una de las camas más grandes, y nos acostamos muy juntas. Antes de dormirnos, los abrazos y el llanto se trocaron en risa.

 

He oído que, mucho antes de mi llegada, la casa bullía de vida. Casi todas las habitaciones estaban ocupadas. Me emociona imaginar tal vitalidad, hoy pérdida. Los constantes ires y venires, puertas que se abren y se cierran, un murmullo ininterrumpido. Todo sería muy diferente, sin duda.

 

Sili cree que las antorchas que brillan en el cielo nocturno son mundos como éste. Ella afirma que el muro que vemos es sólo la parte superior de un cuenco inconmensurable que contiene la llanura, el bosque, la casa y a nosotras. En el cielo hay, entonces, infinitos cuencos similares en los que se tornan reales las más insólitas variantes imaginables, y a ellos somos conducidas al irnos de aquí. Un recorrido sin fin.

El muro –cubierto en gran medida por un musgo blando y resbaloso– es bastante más alto que cualquiera de los árboles que conocemos. Cada roca que lo constituye tiene unas dimensiones que no titubeo en comparar con las de la casa. Se nos ha dicho que el muro carece de prin­cipio o fin, aunque hace mucho, en la creencia de que era circular, se realizaron intentos de recorrerlo. Imposible conocer lo sucedido.

 

Alois acostumbra transplantar los brotes de su jardín a los límites del bosque una vez que alcanzan la altura adecuada. Así reemplaza los árboles que dejan de crecer y se deterioran convirtiéndose en una estilizada costra pe­trificada. Estas plantas que dejaron de ser no abundan. En una ocasión me interné como no lo había hecho nunca. El número de árboles normales disminuía con rapi­dez a medida que avanzaba, substituidos por los otros; de pronto me encontré en un yermo en el que únicamente se erguían los macabros restos arbóreos. Me asusté y corrí hasta perder el aliento. Esta mañana Alois nos comunicó entusiasmada la aparición de una flor. La noticia nos alborozó, pues ninguna de nosotras había visto una antes: son demasiado infrecuentes. Formamos un círculo en torno del rebosante capullo cuya cáscara resquebrajada cedería enseguida, y entonamos una dulce tonada para arrullar esa nueva vida que nos ofrecían. Los pétalos se desplegaron con timidez. La flor era rosada, saturada de motas violáceas, y nos pareció horrible, embebida en algún tipo de maldad. Alois se le acercó venciendo la repugnancia, la arrancó con violencia y, tras arrojarla al piso, la pisoteó mientras nos alejábamos cabizbajas.

 

Contemplando el firmamento me he convencido de que todo él es un enorme cristal, un ventanal similar a los de la casa, y por él nos observan seres indescriptibles que viven, sufren y aman.

 

Esto es de Poli: Al principio nada había. El mundo era una interminable llanura sumida en la obscuridad. Entonces llegó Ella y su sola presencia iluminó la inmensidad. Ella sembró la tierra, colocó cada piedra del muro, plantó cada árbol y tachonó el cielo de luminosidad. Por último creó a la primera de nosotras y se retiró, satisfecha de su obra.

 

Mascota suele caminar en dos patas a menos que el apuro la lleve a usar las cuatro que posee. A menudo me parece que hay algo que desea comunicarme, pero tiene dificultades para expresarse. Sin embargo, conoce una peculiar manera de hacerme partícipe de sus estados de ánimo. Un débil vibrar de las orejas indica alegría, una contracción de las comisuras de los labios me habla de su tristeza. Alegría y tristeza. La existencia consiste en una monótona ascensión por estos dos escalones que se repiten incansablemente alternados. La alegría de vestirnos de Sol por las mañanas y de Luna en las noches, la tristeza de encontrar un nido caído rodeado de inmóviles pichones. El color del Sol es el de las hojas más tiernas de las germinaciones que asoman en la tierra, un tono que es muchos y ninguno a la vez. La Luna es del color de las hojas maduras, una tonalidad muy intensa. No hay dos pájaros del mismo color. Una vez caídos alimentan las raíces que sustentan el follaje que no pudo darles el abrigo adecuado, y las ramas secas se desploman sobre los sitios donde ya desaparecieron los pequeños montículos.

 

Esto fue contado por Anet en una espesa tarde de lluvia helada: Una de nosotras (su nombre fue olvidado), liándose cerca del muro vio que alguien estaba parado sobre éste ejecutando gestos frenéticos. Posteriormente se mencionaron hasta el cansancio los marcados rasgos que nos diferenciaban de él. Tenía el pecho plano, una maraña de cabellos desfiguraba sus contornos y una protuberancia sin sentido abultaba su entrepierna; en lo que hace a estas descripciones, hubo diversas interpretaciones no siempre concordantes. El ser gesticuló un largo rato y, acto seguido, se puso a descender el muro comportándose igual que los diminutos habitantes del bosque que construyen sus refugios en las copas. Lo hizo bien, pero de pronto perdió el equilibrio y cayó desde una considerable altura. Dicen que tenía manos como garras, con tres dedos, orejas ligeramente puntiagudas y prácticamente carecía de nariz. Así fue descripto por las observadoras, que no se aproximaron demasiado. Quieto, tendido en las rocas, retorcido y embadurnado por una substancia rosada que se resecó, fueron a verlo en repetidas ocasiones hasta que la piel, como una hoja caída, se le ennegreció despidiendo un olor desagradable. Lo abandonaron y no volvió a saberse de él.

 

La casa tiene tres pisos. El dormitorio está en el segun­do; es muy amplio, y sus ventanas, festoneadas por pesadas cortinas, nos permiten observar tanto la arboleda como el llano que se extiende en dirección opuesta. Allí vivimos: comemos, dormimos, jugamos. En el cuarto contiguo, más reducido, se encuentran las instalaciones de aseo: bañera, piletón y retrete. Tiene solamente un pequeño ventiluz próximo al techo por el cual no se puede ver gran cosa. La biblioteca está en la planta baja y ahora sé que alberga los lomos que alguna vez contuvieron libros que ya no pueden ser leídos, los ventanales dan al jardín, la chimenea no parece haber sido usada. El resto de la casa permanece abandonado (excepto el sótano). Raramente nos molestamos en transitar los pasillos y piezas donde el polvo se acumula mullidamente.

 

Sucedió por la noche. Las noches son cómplices de las emociones más hondas, mudas testigos de heridas y desconciertos. En los últimos tiempos Sili insistía en vestir permanentemente su túnica, contrastando con la desnudez a la que estamos habituadas. Las manchas se aprestaban a completar su trabajo, por eso respetamos la decisión de Sili. La tarde anterior se había ido a dormir temprano. No volvió a moverse hasta la medianoche, cuando empezaron los quejidos. Acordamos turnarnos para velar a su lado, para que en forma continuada una mano sostuviera la suya o despejara su frente. No fuimos capaces de conciliar el sueño; no habíamos podido hacerlo con Anet, ni con las otras. Intentamos hacerle notar que no la abandonaríamos, pero ya comenzaban a esfumarse los vínculos que la relacionaban con cuanto la rodeaba. Me adormecí. El Sol, alto en la ventana, jugueteó en mi cabello, deseoso de atenuar la inevitable noticia que no necesitaba recibir porque podía anticiparla. Sili, oculta bajo las sábanas que otrora cobijaran su reposo, había emprendido el viaje. Me incorporé y, entre todas, cargamos el cuerpo y lo depositamos en el sótano, en la mesa designada. De inmediato me asaltó el espectro de Anet y me sentí muy mal. Nos retiramos sin llorar. Cada acto pertenece a la normal sucesión de acontecimientos, que no pueden ser modificados. Así debe ser.

 

Los hechos se suceden sin pausa y se desmoronan sobre nosotras, que los recibimos con abnegada resignación; ninguna defensa es válida. ¿Existe una entidad superior responsable de esta absurda concatenación? ¿Alguien a quien agradecer los destellos de felicidad, a quien reprochar los súbitos dolores? Releo las frases recientes y me asombra que provengan de mi pluma. Incluso no concibo que se me hayan ocurrido. Si soy lo que soy, las cosas son como deben ser. Así es.

 

Según Alois, nuestros retoños son demasiado puros e inocentes para habitar este lugar. Por ese motivo las pobrecitas se empeñan en crecer con anomalías que nos obligan a dejarlas partir hacia remotas regiones que escapan a nuestro entendimiento.

 

El sótano es un laberinto repleto de puertas que conducen a lugares ignotos. Tengo el acceso restringido; puedo atravesar la puerta que traspusimos doblegadas bajo el cuerpo de Anet y, más recientemente, de Sili; la puerta tras la cual, cada mañana, cada mediodía, cada atardecer, recojo los alimentos; la puerta que custodia el libro y algunas otras. Las paredes reflejan la luz que sale de ninguna parte y en ellas veo mi imagen.

 

Se ha repetido el ciclo. Un mecanismo invisible nos permite olvidar las cosas desagradables y, cuando éstas se repiten, la sorpresa es tan grande como la primera vez. Amaneció sin que un solo sonido nos saludara desde el exterior. Nos miramos unas a otras y supimos que aquello estaba ocurriendo. Mis sentidos alertas registraban las impresiones más sutiles. Ocupamos la mayor parte del día recogiendo los cientos de pájaros que yacían por doquier: alrededor de la casa, al pie de los árboles, ocultos por arbustos y matorrales, en el pasto. Llenamos numerosas bolsas y las arrastramos al sótano para que ellos se encargaran.

 

Las manchas acostumbran aparecer rodeando los frágiles cálices en que culminan nuestros senos. Primero poco perceptibles, crecen con rapidez tiñéndose de un tinte violáceo que resalta vivamente sobre la piel rosada. Surgen luego manchas aisladas en distintas regiones del cuerpo, y se entregan a la ardua labor de extenderse como intrincadas telas de araña, sin causar dolores ni molestias. Se limitan a marcar una cadencia, son los mojones que señalan la proximidad de la partida.

 

Lamento no haber interrogado a Anet acerca de los libros. Me pregunto si habrá tenido oportunidad de leer alguno. Yo no. Anet era muy parca, y siempre tenía un secreto para revelar en las ocasiones especiales. Se la veía constantemente abatida por causas que quizás estoy empezando a comprender. Nunca me atreví a abordarla al respecto. En mi primera incursión a la biblioteca me sorprendió el impresionante tapiz de libros que ocultaba las paredes, de rincón a rincón, del suelo al techo. Volví con regularidad a admirar los estantes colmados sin atreverme a tocarlos, pues se me antojaban inexplicablemente envueltos en un halo sobrenatural, cuya violación acarrearía funestas consecuencias. En una de tantas visitas, especialmente armada de coraje, extendí un brazo tembloroso y, asiendo un volumen del anaquel más inmediato lo retiré con precaución; por algún motivo temía que se derramara su contenido. Eso fue lo que sucedió. Una finísima lluvia de polvo descendió sobre las alfombra, extendiéndose a mis pies en una inestable loma. Lo mismo ocurrió con el siguiente y con el que siguió a éste. Las duras tapas se adelgazaban, impotentes, al ser atenazadas por mis dedos. No quiero regresar a la biblioteca.

 

Mi pasado es una noche sin Luna en la que las estrellas caen convertidas en gotas de rocío mientras sueñan en vano con que un Sol inexistente las evapore haciéndolas subir hasta sus posiciones originales. Mi vida es una flor lenta apenas rozada por el beso de una mariposa nocturna.

 

Ellos nos someten al tratamiento en el mismo recinto al que fuimos conducidas cuando implantaron en nuestros vientres la semilla de vida. El tratamiento es esporádico y no parece seguir un patrón determinado. Hoy fue mi turno. Me colocaron en un estrecho cubículo transparente y cilíndrico que fue inundado por una obscura niebla amarilla que me impidió ver en derredor y provocó ardor en mis ojos. La niebla se espesó ofreciendo al tacto una sensación de solidificación, mis pies se separaron del suelo y floté y desperté en la sala solitaria sin que otros detalles acudieran a mi memoria. Después sufrí breves mareos. Soy la misma de antes, no me siento ni mejor ni peor.

 

Detrás del muro, dice Nati, existen todo tipo de mundos. Mundos que no sería correcto que se mezclaran con el que habitamos, por eso el muro los contiene en el lugar que les corresponde. Una función muy adecuada.

 

Me preocupan hechos que, aparentemente, pasan inadvertidos para mis compañeras. Venzo la tentación de transmitírselos diciéndome que resultaría inútil introducir en sus vidas problemas que no pueden ser resueltos, para los que no existe solución. También considero la posibilidad de que sí se planteen esas cuestiones y las calles por razones idénticas a las mías.

 

Acaricié largamente a mascota. Se obstinaba en acompañarme a dondequiera que fuese; estoy segura de que presiente la separación inminente, mi pobre pequeña. A la tarde, en la soledad del dormitorio, me demoré buscando ínfimas zonas de piel rosada que ya se obscurecen, ninguna mayor que aquel pimpollo, aquella mañana. Mi cara invadida. Lloré. Durante la comida aumentó mi tensión. Alguien preguntó a Alois algo referente a los brotes, a lo cual respondió que estaban muy bien y que pensaba que en breve se produciría otra floración. Iba a añadir algo pero se interrumpió con brusquedad al cruzarse su mirada con la mía. Creo saber lo que iba a decir. Comprendo su silencio.

 

Hoy me sentí excesivamente deprimida. Tendré que irme, y no volveré a ver el cielo ni el bosque ni la tierra que los sostiene. Caminé sin rumbo, notando cómo mi corazón se vaciaba y el vacío dolía. Me detuve a escuchar los melodiosos trinos que venían de lo alto. Una acogedora calidez se apoderó de mi mano. Era Poli. Nos contemplamos durante un instante en el que el orden natural se detuvo. Aprendí en ese lapso que una mirada sincera puede desnudar lo más íntimo de nuestra esencia, lo que supera lo visible. No necesitábamos palabras: los ojos se hablaban mutuamente con una plenitud que no hubiera podido ser igualada de otra manera, y un gozo sin fronteras rebosó mi corazón devolviéndome sentimientos que consideraba definitivamente perdidos. Poli me condujo por senderos sinuosos y borrosos paisajes erigidos dentro de un sueño. En un claro techado por anudadas enredaderas nos dejamos caer confundidas en un abrazo. Poli me acarició con ternura, y mi respuesta no se hizo esperar. Besó mis pechos mientras cada porción de nosotras se afanaba en propagar un mensaje que yo creía agotado, y el bosque palpitó adaptándose a las contorsiones, y la hierba y la tierra desmenuzada se sumaron al ondular. Todas éramos una. Teníamos mucho que entregar, y lo hicimos a través de labios, lenguas y dedos. Jugamos hasta quedar rendidas. Poli se adormeció en mi regazo. Le agradecí con todo mi ser el calor que me había dado cuando tanto lo necesitaba. Ya no me afligía la partida; las indelebles huellas que quedaban en mí eran suficientes para reconfortarme.

 

Ya no hay zonas rosadas en mi piel. ¿Será esta noche? ¿La próxima? ¿Serán éstos los últimos párrafos que escribo? ¿Qué pasará conmigo al terminar lo que se avecina? El Sol brilla después de la tormenta: ¿Brillará también cuando concluye la tempestad de los espíritus? Quiero pensar. Necesito pensar. Voy al bosque.

 

Me llamo Poli.

Jeni se ha ido, y ellos me pidieron que escriba en este libro.

 

© Raúl Alzogaray

Raúl Alzogaray en 2013
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El jorobadito

Este cuento no es precisamente una rareza, ni será éste el primer lugar en internet donde pueda encontrársele. Pero no importa: alguien lo leerá aquí por primera vez y se impresionará con la prosa de Roberto Arlt (1900-1942), el escritor argentino que escribió también, entre muchas otras, las novelas Los siete locos y El juguete rabioso, y que ha sido admirado por numerosos autores posteriores que llegan hasta Ricardo Piglia o Roberto Bolaño.
Es un lugar común hablar de la «mirada descarnada» de tal o cual autor: de la forma en la que (se quiere decir) sus textos tratan la condición humana tal como es, sin engañar ni engañarse sobre nuestras debilidades y flaquezas. La forma en que la «mirada» de Arlt se vuelve «descarnada» es muy especial, y aún más en este cuento, que apareció en 1933 en el libro del mismo título.

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Muchacha punk

Para terminar este año, el cuento con el que Rodolfo Fogwill (1941-2010), el extraño y tremendo y gran escritor argentino, se dio a conocer. «Muchacha punk», de 1979, ganó un concurso convocado por la Coca-Cola; si como arranque literario esto era sorprendente (e incómodo para muchos), el cuento fue el comienzo de una carrera legendaria tanto por los textos como por la vida que los rodeaba.
El texto proviene de Muchacha punk, edición de 1992 de cuentos de Fogwill.

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