El idioma del Paraíso
Para este mes, un cuento de la escritora mexicana Verónica Murguía, proveniente de su libro El ángel de Nicolás (2003). Si el escenario y el tema de la historia dan la impresión de ser remotos, hay que leer un poco más despacio: su centro es una idea de lo divino pero también una imagen de la ambición y la locura humanas, que en estos tiempos se ven tan claramente. Agradezco a la autora el permiso para publicar el texto y a Ovidio Ríos la transcripción del mismo.
EL IDIOMA DEL PARAÍSO
Verónica Murguía
Así que ordenó a las nodrizas que amamantaran a los niños y que los bañaran y limpiaran, pero de ninguna forma charlar con ellos o hablarles, pues quería saber si hablarían hebreo, que es el lenguaje más antiguo, o griego o latín, o árabe, o tal vez el idioma de sus padres. Pero sus esfuerzos fueron vanos, porque todos los niños murieron.
Dicen en la plaza y en la iglesia que el emperador Federico ha muerto. Doy gracias a Dios. Que no pudo ser enterrado en Palermo, en el cementerio majestuoso donde yacen todos los reyes de Sicilia, porque su cuerpo se deshizo en una masa corrupta a las pocas horas de haber entregado el espíritu. Doy gracias a Dios, que así nos muestra Su ira contra el emperador. Que el hedor que emanaban su boca y sus miembros hinchados era insoportable, que por eso su hijo, el príncipe Manfredo, no pudo ocultar a sus hermanos la muerte de su padre, pues la fetidez que exhalaba el cadáver salía del palacio e inundaba la calle, provocando asco y horror a los que pasaban por ahí.
El pueblo ha sido convocado a las iglesias para rezar por el descanso del alma del emperador. No iré. En cambio desde mi casa pido a Dios:
–Señor, tú eres justo: impide que Manfredo o sus hermanos ocupen el trono de Federico, que tanto dolor causó a las gentes.
Dicen que los frailes encendieron hogueras de cedro y arrojaron a las llamas puñados de mirra e incienso, pero de Federico se desprendía una pestilencia sobrenatural y los monjes, atemorizados, lo enterraron rápidamente allá en Abulia, excomulgado y sin corona, dentro de un féretro descomunal, construido aprisa para contener el cuerpo tumefacto y pestífero. Me parece justo.
Aún recuerdo el día en que los hombres del emperador llegaron aquí en busca de las nodrizas. Yo tenía diecinueve años, y mi hijo menor seis meses. Todavía lo amamantaba. La leche fluía de mí como un blanco manantial y mi niño, gordo y sonrosado, parecía un ángel.
Nos reunieron a todas en la plaza, y con brusquedad nos ordenaron descubrirnos los senos, para comprobar que tuviéramos leche. Tuve tanto miedo que creí que me secaría. Ojalá hubiera sido así.
Un hombre enjuto y rubio mojaba un paño en el líquido que manaba de nuestro pecho y lo olía. Los soldados guardaban silencio y miraban el suelo. Luego nos prometieron oro si íbamos con ellos, y cadenas si nos negábamos. Un soldado hirió con su espada la mejilla del molinero que se negaba a separarse de su mujer, así que tuvimos que ir, a pesar del llanto de nuestros hijos y la rabia de nuestros maridos.
Stupor mundi, el asombro del mundo, llamaban entonces al emperador. Es verdad que en el castillo y su corte abundaba todo lo que causa maravilla: los ropajes bordados, los objetos preciosos, los lebreles y halcones –aquellos que amaba como si fueran sus hijos, que mimaba con canciones y besos en los acerados picos-, las fieras fabulosas que el emperador hizo traer de África. Las mujeres se paseaban seguidas de bufones, de enanos cubiertos de joyas, de sirvientas altivas y, al vernos, sus caras, pintadas apenas, cambiaron de expresión.
Íbamos asustadas, en un corro apretado y silencioso, y nos tomábamos las manos sudorosas para darnos ánimos.
Los soldados nos llevaron a conocer las vastas jaulas que el emperador mandó construir. Adentro se paseaban impacientes leones y una bestia de piel terrosa que tenía el tamaño de un campanario de iglesia. Todas sentimos un gran miedo y mucha curiosidad al verlos, y cuando los leones rugían, era tal nuestro asombro que algunas quisieron huir, a pesar de las risas burlonas de los soldados, que nos llamaron rústicas.
Los esclavos sarracenos, morenos y sinuosos, llevaban en la grupa de sus caballos leopardos mansos, enormes gatos moteados, y detrás de ellos corrían los pajes vestidos de oro.
Allí vivían magos, alquimistas y astrólogos, como el famoso Michael Scot, de quien hasta en mi aldea pobre y alejada de la corte se hablaba en voz baja. Scot era pelirrojo, pecoso, alto, como son los hombres de su isla. Iba vestido con un negro hábito talar.
Las sirvientas nos dieron buena ropa, frazadas de lana, zapatos de cuero suave y nos pidieron los vestidos que traíamos puestos. Accedimos alegremente, comparando los colores vivos y el fino género de las mantas, con los colores desgastados de aquellas que habíamos tejido nosotras mismas.
Los cortesanos eran pájaros de plumajes deslumbrantes; el edificio, una ciudad populosa y amplia; las paredes sólidas y gruesas que lo rodeaban, semejantes a los peñascos que dan sombra a mi pueblo.
A Federico sólo lo vimos una vez, a los pocos días de nuestra llegada al palacio y, a causa de su rango altísimo, iba cubierto de terciopelos púrpuras, rasos, oro y perlas. Comprobé que la efigie hecha a su semejanza y que adornaba las monedas era su fiel retrato. Era bello y sonreía, mostrando unos dientes blancos. No imaginé entonces cuán negro era su corazón. Sabíamos que el emperador odiaba al papa, y que Gregorio lo había excomulgado, pero no teníamos opinión sobre eso, porque los problemas entre los príncipes y la Iglesia escapan a la comprensión de los simples.
Un fraile que había abominado del papa, el sombrío Fray Inocencio, nos comunicó cuál era nuestra misión. En poder del emperador; y no sé si usó el oro o la espada para tenerlos, había doce niños. Todos contaban apenas unos días. El emperador que padecía una curiosidad abominable, quería saber cuál era el idioma que Dios había puesto en la lengua de Adán cuando todavía moraba en el Paraíso. Ése era el idioma que se hablaba en el mundo antes de la erección de la Torre de Babel, antes de la confusión de lenguas con la que Dios castigó esa construcción, cuyos cimientos eran la vanidad y la soberbia. Federico aspiraba a ser llamado como Adán, el Nomothete, el dador de nombres. Estaba convencido de que si aprendía esa lengua, que algunos de sus sabios habían afirmado era una suerte de hebreo celestial, distinto del que hablan los judíos de ahora, podría mandar con poder absoluto sobre los corazones de los hombres y seducir con unas cuantas palabras a las mujeres. Que le serviría de escudo contra la deslealtad, pues el emperador había sido traicionado por su hijo mayor, Enrico, y por Piero della Vigna, a quien había colmado de honores. Federico mismo le había sacado los ojos al barón Teobaldo Francesco; el barón se había levantado en armas contra él y Federico odiaba la traición.
Él creía entonces que si los niños no escuchaban palabra alguna de sus bocas infantiles saldría el idioma original, y él lo aprendería de ellos. Todo esto nos fue explicado por el fraile, quien nos prohibió, so pena de muerte, decir una sola palabra en nuestro dialecto siciliano a los niños o hablar en presencia de ellos. Tampoco podíamos rezar, no fuera a suceder que el latín suplantara a la lengua de Adán.
Nos llevaron a una cámara iluminada por una ventana hecha por pequeños cristales de colores a la manera alemana. A lo largo de las paredes se alineaban doce camas y junto a las camas doce cunas. En ellas, ¡ay!, los doce niños, doce cuerpos diminutos envueltos en pañales de lino finamente bordado. Inocencio nos detuvo en la puerta antes de entrar:
–Recuerden sus órdenes. Ni una sola palabra, ni una sola canción, ni un murmullo. No los acaricien ni les canten nanas. Aliméntenlos, báñenlos y vean que no les falte nada. Pero siles dicen una sola palabra, o hablan entre ustedes, por órdenes de nuestro señor Federico se le hará tormento y luego la muerte. Él –y señaló a un guardia de pie junto a la ventana- vigilará que todo se cumpla según los deseos del emperador. Mis compañeros y yo nos turnaremos, siempre con el cuerno de tinta y el pergamino en las manos, por si los niños comienzan a hablar.
Nos acercamos a verlos. Hasta hoy sospecho que les fue dada una poción para que durmieran, algún filtro hecho por los magos que pululaban por esa corte corrupta, porque toda esa tarde durmieron, y ésa fue la última vez que tuvimos paz.
Los primeros días transcurrieron con cierta tranquilidad. Algunas de nosotras, y lo confieso, entre ellas me encontraba yo, teníamos curiosidad por saber qué lenguaje saldría de los labios de los pequeños. Pero ellos sólo lloraban y dormían. Era muy difícil no hablar, ni cantar, porque cuando se le da el pecho a un crío es natural que el corazón conmovido por la ternura dicte palabras amorosas a la boca, palabras que debíamos acallar. Cuando el niño toma el pezón con los labios, a veces se olvida de mamar y es necesario tocarle la mejilla para que despierte y coma. Y al palpar esa piel suavísima, al aspirar su olor, que es dulce como el pan, se les ama. Al oír sus minúsculos suspiros, sus eructos y todos los ruidos que sus cuerpos hacen, se les ama. Esos días, algunas nos colocamos una mordaza hecha con un lienzo, para irnos acostumbrando a guardar silencio y para que los niños no nos vieran sonreír. Cuando el que me había sido asignado, un niño moreno con la cabecita cubierta de una suave pelusa negra, rompía a llorar, yo le daba el pecho y pensaba:
–Pequeño, niño, ¿quién es tu madre?
También me preguntaba qué sería de él cuando creciera y en qué clase de hombre se convertiría; como todas las madres y nodrizas del mundo, temía que la vida fuera cruel.
Los guardias, tan silenciosos como nosotras, eran relevados cada noche y cada mañana. Los monjes recorrían la habitación semejantes a fantasmas. Los sirvientes nos llevaban la comida a la cámara contigua: capones, pechos de ternera, manjar blanco y vino dulce de Malvasía. Oíamos misa en una capilla que se levantaba en uno de los jardines. Allí, rodeada por decenas de críos níveos, una pintura que representaba a la Virgen con el Niño adornaba el altar. El Niño, grave y sereno, se aferraba a un seno redondo y marfileño. La Virgen miraba amorosamente el rostro de su hijo. Los ángeles que los rodeaban, vestidos con los mismos rasos y paños bordados de oro de los cortesanos, tocaban laúdes y flautas. Creímos que era un buen augurio rezar presididas por una imagen de la Virgen dándole el pecho de Nuestro Señor.
Acudíamos por turnos, pues siempre debía haber una nodriza en la habitación, por si los niños necesitaban comer.
Pronto su llanto fue incesante. Si alguno dormía y otro comenzaba a llorar, de inmediato todos se despertaban y gritaban y plañían como presas de un gran dolor y sólo se calmaban si caminábamos con ellos en brazos durante horas. Vinieron los médicos del palacio los examinaron silenciosamente y vieron que estaban sanos. Inocencio nos comunicó, después de misa, que también estaría prohibido llevarlos en brazos.
Comenzamos a tener miedo. Ya todas usábamos el lienzo para taparnos la cara y a diario se empapaba con nuestras lágrimas. Apenas intercambiábamos algunas palabras en las mañanas, mientras íbamos a misa por las veredas bordeadas de rosas y jazmines. Cada vez que pedíamos confesión los sacerdotes nos respondían que no podían escucharnos, pues los designios del emperador, de los cuales nosotras participábamos, eran un secreto.
Sólo comíamos para que no se nos secara la leche, pues todos los platos nos parecían insípidos y el vino amargo. Los primero días hablábamos de los hijos que habíamos dejado en nuestras aldeas, pero luego callamos. En las caras ojerosas, en las manos trémulas y la mirada espantadiza de mis compañeras, yo veía la huella que dejaban las lágrimas de los niños.
La desesperación se apoderó de todas. No podíamos acariciarlos, ni cantarles para que se durmieran, y ellos parecían pedirnos a gritos una sola palabra. Rechazaban el pecho, aunque no hubieran comido, y sus cuerpos eran sacudidos por el llanto como por una fiebre alta e incurable. Luego se quedaban dormidos y gemían en sueños, suavemente, mientras por nuestras caras corrían las lágrimas. Sólo había llanto en esa habitación.
Cuando sus dedos nos cogían un mechón de pelo o el lóbulo de la oreja y nos veíamos obligadas por la mirada del soldado o del fraile a soltarnos, sentíamos que alejábamos a nuestros hijos.
El único idioma que poseían los niños era el de las lágrimas. Sé que ése es el lenguaje humano primero. He visto, además, que en la muerte a algunos se les olvida el habla y se despiden de la vida entre moco y lágrimas, así que con frecuencia también es el último. El llanto es el idioma que de verdad nos pertenece a todos, porque cualquiera que sea la lengua que hablemos, todos lloramos igual. El llanto era el idioma de la humanidad; el del Paraíso seguía siendo un misterio.
Cualquier ruido sobresaltaba a los niños: un suspiro, el metálico susurro de la espada del soldado cuando le rozaba la pierna, el rechinar de la puerta, los lejanos ecos de la algarabía cortesana. Entonces veíamos el miedo en sus caras. Cuando los desnudábamos para cambiarlos y bañarlos, veíamos que sus cuerpos diminutos, enflaquecidos, se debilitaban día a día. Ya llorábamos a la par que ellos. Enmudecidas por nuestras mordazas, movidas por una piedad impotente que nos agarrotaba la víceras, nos tendíamos en los lechos y nos tapábamos la cara con las mantas para tratar de ahogar nuestros sollozos.
En los pocos momentos de silencio que teníamos, cuando los niños dormían al mismo tiempo, mis compañeras y yo nos tomábamos las manos y de espaldas a las cunas nos dolíamos calladamente. Sin sonidos nos golpeábamos el pecho y nos mesábamos el pelo, balanceándonos en una pantomima desesperada. Una muchacha calabresa enloqueció y se arañaba la frente y el dorso de las manos. La sangre le manchaba los vestidos y la mordaza; una tarde regresó del retrete con una herida en la cabeza y los nudillos amoratados y pelados hasta el hueso; ella misma se había maltratado, presa de la desesperación. A pesar de la mirada severa del fraile y de los gestos admonitorios, loa tomé de la mano y la obligué a tenderse en el suelo. Me acuclillé junto a ella, besé sus labios fríos y lívidos y la mecí hasta que se serenó, como hubiera querido hacer con los niños.
Los guardias fueron indiferentes al principio, pero el llanto de los niños terminó por afectarlos también. Veíamos sus manos trémulas, los ojos desorbitados, las quijadas trabadas en un gesto denodado que parecía más propio del campo de batalla. Cualquiera que no hubiera sido nosotras lo hubiera juzgado ridículo.
Hubo uno que fue víctima de nuestra dolencia. Se acercó a una cuna con la cara deformada por la ira, tomó al niño, que ya estaba morado de tanto lamentarse, y lo sacudió con brusquedad. El llanto del niño se convirtió en un agudo alarido. Creímos que el hombre lo mataría; otra mujer y yo nos precipitamos sobre él. Yo me arrojé al suelo, ceñí las piernas del soldado con los brazos y puse la frente sobre sus muslos. Dentro del círculo que formaban mis brazos él también temblaba, igual que el niño que tenía en sus manos. La otra nodriza le aferraba el codo, suplicante, moviendo los labios, pidiendo clemencia en silencio.
Me fijé en el rostro del hombre. Y tenía morada la barba por las lágrimas y cuajarones de espuma seca le manchaban los labios. Era joven y rubio, como los alemanes que vi en el palacio. El fraile que nos vigilaba, con su pergamino blanco en una mano y su pluma en la otra, había salido despavorido en busca de ayuda. En minutos llegó con otro guardia para que lo ayudara a contener al hombre extraviado poseso, que se tambaleaba como un borracho, con el bebé en las manos, una mujer colgada del brazo y conmigo aferrada a sus piernas.
A mí llegó el acre olor del soldado, el olor a sudor, a miedo. Le besé las rodillas y le pedí en voz baja que tuviera piedad. Cuando el fraile regresó con más guardias, ya me habían entregado al niño y él mismo era presa del dolor. Lloraba de hinojos, con la boca abierta en un grito que era terrible ver, porque era silencioso. Como la calabresa, se hirió las mejillas con las uñas. Nunca más volvió.
Mientras, la curiosidad perversa del emperador seguía haciendo sufrir a su pueblo. Uno de los frailes, amigo de Fra Salimbene el cronista de Federico, supo por éste que el emperador había causado la muerte de un hombre al que llamaban Pez, porque lo habían enviado al fondo del mar a recoger un anillo. Como el Pez regresara con el anillo, el emperador le ordenó que volviera al fondo del mar, a lo que el hombre contestó:
–No me mandes allá de nuevo por ningún precio, porque si me envías ahora que el fondo del mar está inquieto, nunca volverán a verme.
Pero Federico arrojó de nuevo el anillo y el Pez nunca más salió del agua.
Y dijeron también que mandó cortar el pulgar a un notario porque había escrito Fredericus en lugar de escribir Fridericus, y otras, muchas, crueldades. Pero apenas podíamos entender esas noticias, porque el clamor de los niños resonaba adentro de nuestras cabezas y hacía galopar nuestros corazones, y ni en la capilla, frente a la Madre de Dios que miraba a su Hijo en la tabla policromada, podíamos tener paz.
Nuestro silencio terminó por matarlos. El primer niño murió una noche, antes del amanecer. Lloraba ya muy quedo y, aunque la nodriza le ponía el pecho en la boca, no tenía fuerzas para chupar. Al ver que el pequeño estaba muerto, la mujer cayó al suelo con los ojos abiertos y fijos. Tuvieron que mojarle la cara con vinagre y acercar un tizón encendido a su mano para que volviera en sí. Se le secó la leche; la mandaron a su pueblo con una bolsa llena de monedas de oro.
Yo fui de las últimas en regresar, porque el niñito que me había sido asignado era fuerte y valiente, aunque de nada sirvió que su corazón fuera tan fiero como el de los halcones del emperador. Como a los otros, el llanto le quitó la fuerza, y dejó de comer. También se me secó la leche y casi perdí la razón. Los médicos de la corte me cuidaron durante las semanas de delirio que siguieron a su muerte, cuando creía oír a los niños que, entre vagidos y sollozos, me llamaban por mi nombre.
De regreso en mi aldea, pasaron dos años antes de que pudiera reír de nuevo. Nunca quise hablar con nadie de lo que había pasado en la corte. Tuve otro hijo, pero no leche para darle y lo crió mi hermana menor. Las monedas que me dio Fray Inocencio las entregué a mi marido y él las regaló a los pobres.
Creo saber cuál es el idioma que el emperador Federico -¡ojalá esté ardiendo en el Infierno!- quería conocer. Cualquier palabra, en cualquier lengua, dicha amorosamente, desciende de ese idioma. Tal vez el amor con el que Dios le habló a Adán antes de la expulsión del Edén sea el verdadero idioma del Paraíso, y sus ecos resuenan débilmente en las torpes palabras de amor que proferimos con nuestras bocas imperfectas.
El emperador Federico nunca lo habló ni lo escuchó, pues él jamás amó a nadie y fue traicionado por los que decían amarlo.
© Verónica Murguía, 2003
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