Este mes, una salida de dos semanas (de la que espero escribir algo pronto; muchos saludos, entretanto a todos los amigos de Europa) puso en pausa esta bitácora. Para esta sección, rescato ahora un texto que se publicó hace algunos años en el sitio de Fatal Espejo, y al que agrego un par de imágenes e informaciones tomadas de El blog de la Muerte.
Advertencia: varias de las imágenes que siguen pueden molestar o perturbar a algunos lectores.
En la segunda mitad del siglo XIX, a la par de los diarios comunes, en Japón eran muy populares las nishiki-e: hojas volantes de contenido sensacionalista que se vendían semanalmente, con ilustraciones en xilografía y textos que las familias se leían para disfrutar con el que Poe llamaba el “estremecimiento voluptuoso”. En 1866, Ochiai Yoshiiku y Tsukioka Yoshitoshi, dos de los dibujantes más populares de nishiki-e, decidieron unirse para publicar un álbum de 28 ilustraciones, aún más brutales y atrevidas que de costumbre, al que titularon Eimei Nijuhasshuku (28 poemas plebeyos sobre figuras gloriosas).
El escándalo, la indignación de las buenas conciencias y el horror deliberado y provocador de las imágenes fueron causa de que se les diera un nombre propio, y de este modo quedaron como fundadoras de un nuevo subgénero: muzan-e, la estampa de atrocidades.
Ésta se invoca, con frecuencia alarmante (y casi siempre sin explicaciones ni ejemplos), en notas y reseñas publicadas por todo el mundo sobre Suehiro Maruo (1956), uno de los mejores historietistas del Japón actual, lo que podría parecer una de tantas simplificaciones hechas en occidente. No es del todo así, incluso si se considera que Maruo, en 1988, colaboró en una reedición de los 28 poemas plebeyos que le agregaba otra veintena de nuevas imágenes.
Aunque se inició en una revista de cómic sadomasoquista y siempre ha sido un dibujante explícito, incómodo, pasó pronto a ser un artista de culto en el sentido más esnob del término y a difundir su trabajo en compilaciones o álbumes de dibujos sueltos con escasa tirada: todo lo contrario de sus precursores. Sin embargo, uno y otros comparten el interés por la violencia explícita, y junto con algunos artistas más –el ejemplo más notable es el de Kazuichi Hanawa, dibujante provocador y morboso con el que Maruo trabajó, precisamente, en la reedición ya mencionada de las muzan-e– ofrecen a los lectores no especializados, que somos casi todos, una versión del arte de su país muy diferente de lo que acostumbramos llamar manga y que, asimilado a la cultura global –“ojos grandes y muchas rayas para indicar velocidad” es una fórmula reconocible por todos–, ha perdido casi por entero su capacidad crítica y su intención original de lidiar con las oscuridades de su cultura madre.
Y, de rebote, de la nuestra. Este otro Japón dibujado tiene, quiero decir, numerosas conexiones con Occidente, pero menos con la ciencia ficción que con Balthus y Nabokov, a quienes Maruo cita explícitamente: menos con Osamu Tezuka y su Astroboy que con Nagisa Oshima y El imperio de los sentidos. Y lo que incomoda a muchos es precisamente lo diferente de Maruo, quien previsiblemente no se contiene al dibujar coitos (“normales” y parafílicos), mutilaciones, asesinatos, violaciones, canibalismo y más que aparece con frecuencia en sus historias, pero en quien, sobre todo, puede verse aún la preocupación por el devenir de su país luego del trauma de la posguerra y la ligazón, rara vez fácil de comprender, que Oriente y Occidente han establecido entre sí, y que no se reduce a un intercambio de tecnologías y de iconos. Las visiones de Maruo, espantosas, totalmente personales, permiten atisbar una imagen de la existencia en la que la carne sólo puede ofrecer mal y dolor, pero no a causa de una perversidad intrínseca sino por una influencia siempre exterior, siempre antigua, que a veces se manifiesta en el otro, el ajeno, el incomprendido, y otras en las figuras de autoridad, desde padres hasta gobernantes. La propensión a caer es connatural a la especie, o impuesta por las fuerzas que nos sobrepasan y nos destruyen, pero además de no poder evitarla, no caemos (parece decir Maruo) todos juntos ni a la misma velocidad: así, la tragedia proviene siempre de lo desigual.
El mejor ejemplo de esto es Midori, la niña de las camelias (1984), una historia de trama simplísima pero alusiones numerosas y espesas. Midori, una niña pobre, es vendida a un circo de fenómenos y explotada, de todas las formas concebibles, por los miembros de la caravana, cada uno a la vez miserable y monstruoso; sólo Masamitsu, un enano cuyo acto consiste en introducirse en una botella pequeñísima –o en hipnotizar a la multitud para hacerla “ver” esta hazaña imposible– parece interesado en ayudarla y se convierte, a pesar de su propia rareza y de su amor posesivo, pedófilo, por Midori, en la única esperanza de afecto que tiene la niña en su mundo terrible. Sin embargo, al final, la muerte de Masamitsu, a la mitad de un viaje a sitios del pasado de Midori en busca de una paz aparentemente posible, conduce a un episodio más terrible que cualquiera de los anteriores: el universo minucioso, increíblemente detallado, que ha creado Maruo, y que se mueve en composiciones audaces en espiral y en simetrías extrañas, literalmente se cae alrededor de Midori, quien una vez más es víctima de sus torturadores y queda sola, sollozante, en una doble página en blanco.
La niña, por supuesto, es una amalgama de Lolita, del arquetipo gastado de la escolar japonesa y de una o dos heroínas del Marqués de Sade; pero como la lógica de su padecer es la de una pesadilla –que constantemente se llena y se vacía de detalles y en la que todas las formas de violencia convergen en composiciones arduas y pastiches deslumbrantes–, el lector no tiene tiempo de fijarse en su irrealidad de personaje intertextual y, en cambio, puede sufrir con cada estación de su martirio, por absurda que parezca. Maruo es consciente de esta facultad de sus imágenes y sus textos: una de las secuencias más espantosas, en la que Midori sufre torceduras y luxaciones en todos sus miembros antes de ser violada con la ayuda de una culebra, está representada en el estilo más amable e «infantil» del manga de Tezuka, a la manera de Kimba el león blanco o La princesa caballero…
Poco a poco, años o décadas después de su aparición original, las historias de Maruo –en compilaciones como El monstruo de color de rosa, Lunatic Lover’s, La sonrisa del vampiro o Gichi Gichi Kid, todas publicadas por la filial española de la editora francesa Glénat– han comenzado a llegar a los lectores de habla castellana.
Un cuento de Pu Sung-Lin (1640-1715), un escritor que dedicó a su trabajo literario, según la leyenda, la vida entera… o los ratos de ocio que le dejaba un trabajo miserable de preceptor; Pu no consiguió nunca pasar los exámenes de ingreso a la burocracia china, tan impenetrable que se propaga, hasta en algunos de sus cuentos, a los cielos y las estrellas, y no llegó a enterarse de que se sus historias se convertirían en clásicas y resumirían una idea fascinante de lo maravilloso y lo mágico para lectores de muchos siglos posteriores. Este cuento también apareció primero en mi antigua bitácora, Ánima dispersa.
LA SEÑORITA DOU
Pu Sung-Lin
Nan Shan-Fu era uno de los hombres más ricos y respetables de Jin-Yang, un pequeño lugar de la provincia de Xiangxi. Aunque se trataba de una aldea tranquila, Nan Shan-Fu poseía una casa de campo a unos doce kilómetros, en la que pasaba la mayor parte del tiempo, meditando y componiendo poemas.
Un día, cuando regresaba a casa montado en un espléndido caballo, se vio sorprendido por una lluvia torrencial. Afortunadamente, muy cerca del lugar en el que le alcanzó la tormenta se levantaba un caserío y decidió buscar refugio en él. Sin saber por qué, escogió para guarecerse la casa con las puertas más grandes. Dentro vivía una familia de campesinos, que se pusieron a temblar de miedo, al verle, aunque tuvieron la delicadeza de invitarle a tomar asiento.
Nan Shan-Fu se sorprendió de que le trataran con tanta cortesía, sobre todo teniendo en cuenta que la habitación a la que le condujeron no podía estar más desordenada: El polvo se amontonaba sobre los escasos muebles y el suelo aparecía cubierto de una tupida capa de desperdicios y restos de comida. El dueño de la casa los limpió lo mejor que pudo y ordenó a su mujer que sacara algo de comer.
No pasó mucho tiempo antes de que Nan Shan-Fu saboreara una espléndida sopa de miel. Era tan deliciosa que, agradecido, pidió a su anfitrión que se sentara a su lado. Cuando lo hubo hecho, le preguntó por su nombre y el campesino respondió:
–Me llamo Dou Yen-Zhang, señor –y se retiró al interior de la casa a preparar un pollo y un poco de vino. Se notaba que, a pesar de su humilde condición, conocía los principios de la hospitalidad.
Cuando todo estuvo dispuesto, se encargó de servir la comida una muchacha de unos quince o dieciséis años. Era bellísima, aunque vestía unas prendas tan extrañas que sólo le dejaban visible la mitad de la cara. Eso bastó para que Nan Shan-Fu quedara al instante prendado de ella.
Su porte le impresionó de tal manera que no pudo quitársela de la cabeza en todo el día. La comodidad de su mansión fue insuficiente para hacerle olvidar semejante belleza. Se había convertido para él en una obsesión. Tanto que al día siguiente, en cuanto hubo amanecido, ordenó a sus criados que prepararan una buena cantidad de arroz y partió al galope hacia la humilde cabaña de los Dou. Aunque aquello no era más que una simple expresión de agradecimiento, lo que en realidad pretendía era ver de nuevo a la muchacha.
Su visión fue en esta ocasión tan fugaz que decidió repetir la visita al día siguiente, hasta que, finalmente, se terminó convirtiendo en una costumbre. De esa forma, la muchacha se familiarizó con su presencia, aunque nunca se atrevía a mirarle de frente. Se limitaba a sonreír y a bajar, tímida, la cabeza. Era claro que no existía para ella ningún afán de reclamo. Eso animó de tal manera a Nan Shan-Fu que, por muy ocupado que estuviera, raro era el día que no pasaba a visitarla.
Una tarde el caballero comprobó, esperanzado, que no había nadie en la casa y alargó su visita hasta la hora del crepúsculo. La señorita Dou le sirvió con el recato que la caracterizaba, pero él, presa de la pasión, la agarró de la mano y trató de aprovecharse de su buena fe. La muchacha se defendió con inesperada firmeza y dijo, en cuanto se sintió libre de sus brazos:
–No penséis que, porque seáis un hombre rico, podéis poseerme como a una cualquiera. Deberíais saber que no existe ninguna relación entre las monedas de oro y la virtud.
Nan Shan-Fu acababa de enviudar y se disculpó, diciendo:
–Lamento que hayáis malinterpretado mi gesto. Si he tratado de tomaros en mis brazos, ha sido, porque estoy decidido a casarme con vos. No existe para mí mujer más exquisita y estoy dispuesto a compartir con vuestra persona cuanto poseo.
–Si es eso cierto –replicó la muchacha–, ¿por qué no lo juráis?
Tomando por testigo al Cielo y a la Tierra, Nan Shan-Fu juró desposarse con ella y no volver a amar a ninguna otra mujer. Eso bastó para que la señorita Dou se le entregara allí mismo. Nan Shan-Fu creía estar soñando, pero su carne pronto le convenció de que no se trataba de ninguna ilusión.
Cada vez que tenía noticia de que Don Yen-Zhang se halla fuera de casa, corría junto a su hija y yacía con ella. Aunque la muchacha jamás le rechazaba, había perdido la alegría de los primeros momentos y reprendía a su amante, diciendo:
– ¿Por qué no pides, de una vez, mi mano? Eres un caballero y mi padre se sentirá orgulloso de entregarme a una persona de tu posición. ¿Por qué lo demoras tanto? ¿Es que ya no me amas?
Nan Shan-Fu juraba y perjuraba que todo se debía a los negocios que entonces se traía entre manos, pero, en cuanto regresaba a su mansión, se decía:
–¿Para qué atarme para siempre a una pueblerina? A pesar de su belleza, sus modales son toscos en extremo y desdicen claramente de la finura de mi educación. Si accedo a casarme con ella, todo el mundo se burlará de mí.
No pasó mucho tiempo antes de que se presentara en su casa una casamentera. La enviaba la familia más rica de toda la comarca y Nan Shan-Fu no se atrevió a rechazarla. Había oído, además, comentar que se trataba de una doncella bellísima y dotada de todas las cualidades que un hombre puede anhelar en una mujer. Eso le hizo olvidarse de la promesa dada a la hija de los Dou y terminó aceptando la proposición de la anciana.
El compromiso matrimonial se celebró con el fasto que era de esperar de familias tan renombradas. Toda la comarca se unió, alborozada, a los festejos, menos la señorita Dou, que para entonces estaba ya encinta. Cuando Nan Shan-Fu tuvo noticia de su estado, se negó a seguir viéndola, renunciando incluso a pasar por delante de su casa.
Una vez cumplido el tiempo, la muchacha dio a luz a un varón, pero sus padres no se alegraron de su alumbramiento. Al contrario, la hicieron azotar, tildándola de mala mujer. Acto seguido, el padre le exigió el nombre de la persona que la había deshonrado. De esa forma, se enteró que había sido el mismísimo caballero Nan Shan-Fu. Loco de ira, envió unos criados a su mansión, pero él negó de plano que tuviera algo que ver con el recién nacido. Comprendiendo que no había nada que hacer, Dou Yen-Zhang tomó al niño y lo abandonó en un campo, repudiando a continuación a su hija.
La muchacha suplicó a una vecina que fuera a contar a Nan Shan-Fu cuanto había ocurrido, pero él se negó, una vez más, a abrirle las puertas de su casa. Lejos de desanimarse, la señorita Dou buscó al niño por todos los páramos. Lo encontró, aterido de frío, poco antes de que se hubiera puesto el sol. Con indescriptible solicitud lo tomó en sus brazos y lo llevó a la mansión de Nan Shan-Fu. El hombre que custodiaba la puerta le echó el alto de un modo grosero y ella respondió:
–Si quieres salvarme la vida, vete a anunciar mi llegada a tu señor; de lo contrario, mi muerte pesará para siempre sobre tu conciencia. No pienses que soy una cobarde. Si me he arrastrado ante ti, no ha sido por mí, sino por el niño.
Impresionado, el portero corrió a dar cuenta de sus palabras a su amo, pero Nan Shan-Fu se negó a escucharlas, ordenándole, indignado:
–Cierra inmediatamente la puerta y no dejes entrar a nadie.
La hija de los Dou se acurrucó junto a las jambas y empezó a llorar, desconsolada. Su llanto se prolongó durante toda la noche. Al amanecer, el portero se extrañó de que hubiera remitido totalmente y descorrió los cerrojos, picado por la curiosidad. La muchacha estaba tan rígida como una rama seca de bambú. Aunque todavía seguía sosteniendo al niño en sus brazos, su cuerpo se hallaba tan frío como la superficie de un lago en invierno.
Al enterarse de lo ocurrido, Dou Yen-Zhang montó en cólera y corrió al palacio del gobernador a presentar una demanda. Todos los jueces se asombraron de la crueldad con la que había actuado Nan Shan-Fu, pero desestimaron el caso, porque hacía dos horas que les había hecho llegar unos regalos realmente espléndidos.
Toda la ciudad celebró, alborozada, su declaración de inocencia, particularmente la familia de la mujer con la que había de casarse dentro de muy poco tiempo. Su futuro suegro tuvo, incluso, la delicadeza de invitarle a cenar. Pero en cuanto se hubieron acallado los tañidos del kujeng, el anciano se quedó dormido y soñó con la hija de los Dou. Traía en brazos a un niño recién nacido y le advirtió en tono amenazador:
–Si consientes en que tu hija se despose con Nan Shan-Fu, vendré a pedirte cuentas y me llevaré su espíritu a los infiernos.
El anciano se despertó, sobresaltado, pero decidió seguir adelante con lo acordado, porque Nan Shan-Fu era un partido excelente y necesitaba su apoyo. ¿Para qué prestar, además, oídos a los sueños?
La ceremonia nupcial se celebró, pues, en el día y hora convenidos. Los regalos fueron espléndidos y el ajuar maravilló por igual a propios y extraños. Lo que más llamó la atención, sin embargo, fue la belleza de la novia. Su rostro recordaba al de una inmortal y sus vestidos y sus joyas superaban en lujo a los de las damas de la corte. Pese a todo, los invitados creyeron adivinar en su rostro una nota de profunda tristeza. Al preguntarle por el motivo, se echó a llorar, negándose obstinadamente a revelar la causa de tan extraña conducta.
Al cabo de varios días su padre se presentó de improviso en la mansión de Nan Shan-Fu. Parecía tan excitado que no se sabía si estaba riendo o llorando. Como una exhalación, se llegó hasta el dormitorio de su hija y lanzó un grito terrible. Señalándola con mano temblorosa, preguntó, muerto de espanto:
–¿Quién es esa mujer? ¡No puede ser la muchacha que un día trajo al mundo mi esposa, porque acabo de verla colgada de uno de los melocotoneros de tu jardín! ¿Cómo es posible que siga viva, cuando acabo de verla muerta?
Al oírlo, la mujer cambió de color y se desplomó en el suelo. Nan ShanFu corrió a auxiliarla, pero llegó demasiado tarde. Su esposa acababa de morir. Lo más desconcertante, no obstante, fue que, al darle la vuelta, sus rasgos se transformaron en los de la hija de los Dou. Presa del pánico, Nan Shan-Fu la dejó caer y corrió al jardín que había en la parte posterior de su mansión. La que había sido su esposa colgaba, en efecto, como fruto ya maduro, del mayor de sus melocotoneros.
Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, hizo llamar a Dou Yen-Zhang y le contó cuanto acababa de suceder. El campesino pensó que se trataba de una broma de mal gusto e hizo abrir la tumba de su hija. El cadáver había desaparecido. El lugar en el que lo había enterrado se hallaba tan vacío como el tesoro de un palacio recién arrasado. Sin poder contener la ira, Dou Yen-Zhang agarró al caballero y lo llevó ante los tribunales. El juez se asombró de tan extraño suceso y ordenó llevar a cabo una investigación exhaustiva. Nan Shan-Fu se opuso de plano y le hizo entrega de una fuerte suma de dinero. De esa forma, todo quedó en una simple anécdota, que no trascendió las paredes del juzgado.
Sin embargo, cada vez que Nan Shan-Fu ponía los ojos en una joven, terminaba muriendo en extrañas circunstancias. Pronto adquirió fama de brujo y ninguna muchacha se atrevía a acercarse a él. Todas huían como hojas de arce arrastradas por los vientos invemales. Nan Shan-Fu supo, de esa forma, que estaba condenado a vivir soltero el resto de sus días. Pero no se desanimó. Recorrió cientos de kilómetros, hasta que llegó a una ciudad en la que nadie le conocía. Allí se prometió en matrimonio con la hija de un tal Dhzao, literato de cierto renombre.
Aún no se había fijado la fecha de la ceremonia, cuando corrió por toda la región la nueva de que un grupo de emisarios imperiales andaba reclutando doncellas para los harenes de la corte. Eso aceleró de tal forma la celebración de matrimonios que por doquier se veían muchachas camino de las casas de sus futuros esposos.
Nan Shan-Fu no se extrañó lo más mínimo, cuando un día se presentó en su casa una anciana que decía venir de parte de los Dhzao. La acompañaban cuatro criados con una litera cubierta de vistosos encajes. Tras anunciarse como una casamentera, la mujer dijo a Nan Shan-Fu:
–Como sabéis, el emperador anda buscando doncellas para sus harenes y hemos decidido traer a vuestra prometida antes de la fecha convenida. ¿Qué importa que los adivinos no hayan fijado esta hora? Cuando ruge el tigre, nadie se detiene a pensar si es de día o de noche.
–¿Cómo es que no vienen con vos los portadores del ajuar? –preguntó Nan Shan-Fu.
–¿Quién te ha dicho semejante cosa? –se defendió la anciana–. Vienen ahí detrás. Deberíais damos las gracias por habemos adelantado –y, despidiéndose de él, abandonó la mansión a una velocidad impropia de una persona de su edad.
Nan Shan-Fu clavó los ojos en su prometida y comprobó que se trataba de una mujer realmente bellísima. El rubor arreboló sus mejillas y bajó la vista al suelo con indescriptible coquetería. Nan Shan-Fu dio un paso atrás, sobresaltado. ¡Aquel era un gesto que repetía con harta frecuencia la hija de los Dou!
Su estado de turbación era tan profundo que ni siquiera se dio cuenta del momento en el que la muchacha se había metido en la cama. Vio sus ropas a los pies del lecho y en seguida supo que le esperaba una larga noche de amor. Se extrañó, no obstante, de que tuviera la cara totalmente tapada con la sábana, pero lo achacó a la timidez propia de una recién desposada.
Loco de excitación, se dispuso a yacer con ella. Apenas había empezado a quitarse la ropa, se presentaron unos criados y le anunciaron la visita de uno de los principales de la ciudad.
Era noche cerrada cuando el funcionario se levantó de la mesa y regresó a su mansión. Nan Shan-Fu se sorprendió de que aún no hubiera llegado el ajuar, pero no comentó con nadie sus sospechas. Como una exhalación, se llegó hasta el dormitorio y retiró con mano insegura las mantas que cubrían el cuerpo de su amada. Horrorizado, lanzó un grito que se escuchó en toda la ciudad. ¡La muchacha estaba rígida y fría como un carámbano!
Presa del pánico, Nan Shan-Fu corrió a la mansión de los Dhzao y les preguntó a qué hora le habían enviado a su hija. Los padres de la novia se miraron extrañados, porque la muchacha no se había movido de sus aposentos en todo el día.
A pesar de lo avanzado de la hora, la noticia corrió por toda la ciudad con la velocidad de un viento huracanado. Uno de los literatos que en ella habitaban, un hombre apellidado Tse, acababa de enterrar a su hija y, sin saber por qué, se vio compelido a hacer una visita a Nan Shan-Fu. Al llegar a su casa, se dirigió directamente al dormitorio y, sin encomendarse a nadie, echó para atrás las mantas. El rostro se le demudó, porque la mujer que allí yacía era la misma a la que había dado sepultura aquella tarde. Lo más asombroso, de todas formas, fue que estaba totalmente desnuda. ¿Cómo podía hallarse en semejante estado, si acababa de enterrarla con sus mejores galas?
Abandonándose a la ira, agarró a Nan Shan-Fu por el cuello y le llevó a los tribunales. El juez era un viejo conocido suyo y no tuvo más remedio que aceptar su pleito. Convocó a un grupo de alguaciles y se dirigió a toda prisa al lugar en el que se hallaba enterrada la hija de los Tse. Al levantar la losa, vieron, horrorizados, que la tumba estaba totalmente vacía.
Nan Shan-Fu fue condenado a muerte, pero nadie vertió una lágrima por él. ¿Quién iba a llorar por un fornicador de cadáveres?
Leopoldo María Panero, Visión de la literatura de terror anglo-americana.
Madrid, Felmar, 1977.
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Esta nota debe comenzar con el siguiente fragmento de Leopoldo María Panero (1948), poeta español:
¿Qué sucede con las palabras que no llegan a ser pronunciadas, con los pensamientos que se olvidan, con las inteligencias destruidas? Cuando creemos hablar, ellas nos hablan: los muertos guían nuestros pasos.
A la hora de leer la discusión sobre autores visionarios que se dio hace algún tiempo en relación con Tolkien, me di cuenta de que un texto mío al que se enlazaba desde esta bitácora no está más en la red. Trata del extraño caso de Achilles G. Rizzoli y tiene relación, también, con este otro artículo. Lo reproduzco a continuación.
En 1896, Achilles G. Rizzoli nació en Port Reyes, California, al norte de San Francisco. Era hijo de inmigrantes suizos (de Ticino, la región italoparlante al sur de Suiza). No carecía de talento, pero durante años debió conformarse con trabajos miserables, que aceptaba para ayudar a la manutención de la familia: su padre, Innocente, se separó de ella en 1913, cuando una de las hijas quedó embarazada sin haberse casado.
Como para incrementar el dramatismo de la ruptura, y nuestra morbosa animación, dos años después de que Achilles –junto con su madre, Emma, y sus hermanos– abandonara en Port Reyes a Innocente, éste robó una pistola y desapareció, como dicen, sin dejar rastro: su cadáver tardó veinte años en ser encontrado, y mientras tanto los Rizzoli terminaron por dispersarse (un hermano siguió los pasos del padre y jamás volvió a saberse de él). Cuando se acercaba a los cuarenta años, Achilles vivía solo con Emma en una casa en San Francisco, seguía virgen y apenas había logrado dar con un trabajo más o menos estable, como trazador de planos, en un despacho de arquitectos; entre sus estudios estaban diversas materias de ingeniería y dibujo en una escuela politécnica. También había fracasado en el proyecto de dedicarse a la literatura: escribió varios cuentos y una novela, La columnata, cuyo tiraje pagó entero en 1933, pero nadie se avino a leerlos (todos los textos, o casi todos –según se cuenta– tenían por héroes a arquitectos empeñados en realizar proyectos utópicos).
Achilles, por supuesto, era un excéntrico: nunca se casó ni siquiera se halló una pareja, dormía en un catre a los pies de la cama de su madre, era tímido y dado a extrañas manías. Pero en 1937, tras la muerte de Emma (obligado detalle sensacionalista: durante el funeral, se aproximó al ataúd y se empeñó en abrir los ojos del cadáver), llevaba dos años de dedicar sus ratos libres a un nuevo proyecto: los dibujos de sus arquitectos ficticios, que eran edificios monumentales y no menos inexistentes, como las pirámides y las esferas de Étienne-Louis Boullée –el arquitecto de lo imposible a quien Peter Greenaway hace homenaje en La panza de un arquitecto— pero más cercanos a las formas fálicas y angulares del arte gótico, o de los maestros de la edificación imponente y siniestra como Nicholas Hawksmoor. Cada uno de los dibujos era, además, la representación simbólica de una persona, querida o por lo menos conocida de Rizzoli, y en cierto sentido eran las formas que esas personas (quienes rara vez se enteraron del homenaje que recibían) iban a tomar después de la muerte de sus cuerpos.
En agosto de 1935, Rizzoli abrió una exposición pública de sus dibujos en uno de los cuartos de su casa: la tituló A. T. E. P. (Achilles’ Tectonic Exhibit Portfolio, su Muestrario de Exhibición Tectónica), pero casi nadie hizo caso de sus invitaciones; con todo –obsérvese el impulso incesante, la voluntad con resortes secretos y fortísimos–, Rizzoli no dejó de organizar el evento una vez al año, aunque a partir de 1940 renunció a convocar a otros y lo hizo sólo para él. La pieza central de esas exposiciones era, siempre, Emma, transformada en una catedral.
Durante las décadas siguientes, sus dibujos, casi siempre alzados de fachadas aunque también hay algunos planos, fueron dando forma al proyecto de una ciudad entera: Y. T. T. E., «Yield To Total Elation», «Rendíos A La Total Exaltación», en la que el sistema de símbolos de Rizzoli, siempre lleno de acrónimos y abreviaturas, incorporaba numerosos símbolos. Desde los textos en los márgenes de cada dibujo hasta las esculturas en «sitios públicos» que representaban la Poesía, la Felicidad o la Paz, todo en Y. T. T. E. respondía a necesidades inaplazables y no siempre relacionadas con lo trascendente: un edificio, equivalente al excusado, era el «A. S. S.» ( «Acme Sitting Station»), y varios más querían referirse a los muy escasos vislumbres de la sexualidad humana que Rizzoli tuvo en su vida. Sin embargo, Rizzoli modificó su proyecto a partir de 1945, cuando empezó a tener visiones; éstas lo convencieron de que podían formar una suerte de Tercer Testamento de la Biblia, y de que lo inspiraba, directamente, la señorita A. M. T. E. («Architecture Made To Entertain», «Arquitectura Hecha Para Entretener»), quien se le reveló como esposa virginal de Jesucristo.
Pero la apoteosis de semejante revelación no tuvo lugar. Aunque la habilidad de Rizzoli no disminuía, su A. C. E. («Estravaganza Celestial de A. M. T. E», su último proyecto) no quedaba a la altura de lo que percibía, y en 1977 no pudo continuar dibujando: un ataque lo dejó incapacitado, y todas sus pertenencias debieron venderse para pagar su estadía en un asilo. Rizzoli murió en 1981, y fue enterrado junto a su madre en San Francisco.
b)
Luego de su vida de recluso y su muerte en la pobreza –y sin haber logrado interesar a nadie en su trabajo «secreto» de cuarenta años–, A. G. Rizzoli fue «descubierto» en 1990 por Bonnie Grossman, una galerista de Berkeley. Grossman supo de planos, alzados y otras ilustraciones almacenados en una cochera, «al cuidado» de los parientes vivos de Rizzoli (quienes habían rematado el resto de sus pertenencias para pagarle el asilo); al ver las imágenes, entendió que el desconocido autor de todo aquello había sido un genio: un artista de gran estatura pero marginado de todos los circuitos y conventículos. Poco después se organizó una exhibición «retrospectiva», que se presentó en varios museos de los Estados Unidos, con imágenes de todos los proyectos y cosmogonías de Rizzoli; luego se editaron libros sobre su vida y su obra y hasta se filmó un documental. Luego, el conocimiento de estos asuntos comenzó a propagarse por el mundo, llegó a países subdesarrollados y fue tema de columnistas en los suplementos culturales (o de notas en bitácoras).
Como puede verse, la historia tiene la cantidad apropiada de altibajos melodramáticos para ser reconfortante: después de todo, está hecha para nosotros (consumidores del mito de Rizzoli, tan semejante al de Van Gogh, Munch y otros héroes trágicos de las artes de occidente), que nos beneficiamos de la «justicia poética» hecha al artista como celebridad –es decir, como mera imagen– y no debemos tratarlo con justicia de ningún otro tipo, remediar las carencias de su existencia cotidiana ni siquiera lidiar con la persona viva. Más aún, basta con que lo vindiquemos apreciando su «calidad», y a partir de ese reconocimiento podemos comenzar a malinterpretarlo, como a Kafka, de acuerdo con nuestro sentimentalismo o con los clichés más cercanos a nuestra idea de su arte. No importa que las visiones de Y. T. T. E. o de A. M. T. E., los hombres y mujeres renacidos como edificios, el plan por el que todos los planos juntos formaban la imagen de un mundo distinto e inalcanzable, sean, en efecto, atisbos de una realidad que trasciende nuestra propia idea del mundo: fragmentos de una experiencia intransferible, reflejada sólo de modo imperfecto en los dibujos.
Tampoco importa que las categorías más accesibles (como «arte naïf«) sean realmente incapaces de asimilar del todo lo que Rizzoli creó, pues había tenido cierta formación como dibujante. En realidad, podemos reducirlo todavía más: cualquier día veremos su biografía al estilo Hollywood, con una plantilla de guión parecida a la de Mente brillante (Ron Howard, 2001), con Russell Crowe u otro semejante en el papel de Rizzoli y con el guionista haciendo grandes esfuerzos para callar su celibato (tal vez Jennifer Connelly interprete a la Señorita Arquitectura, apropiadamente despojada de atributos religiosos, y haya besos con música estilo Titanic), así como el amor obsesivo que Rizzoli sentía por su madre.
Un paso en la dirección correcta (o por lo menos en una dirección distinta) sería recordar la idea del art brut que propusieron André Breton, Jean Dubuffet y Antoni Tapiès en 1948: el término ha sido explotado con exceso y muy poco rigor, pero en su mejor definición apunta a la base misma de la división entre «el arte» y «el resto», y al hecho de que, aun sin discutir su justicia, no es posible negar su arbitrariedad y su carácter excluyente. Aunque Rizzoli es un artista marginal, sabemos de él cuando se le saca del margen porque sus trabajos tienen la suerte de ser conocidos por alguien con autoridad en el mundo del arte.
(Miles de otros jamás verán su trabajo en una galería. He aquí un caso relativamente reciente: Carlos Coffeen-Serpas, mexicano, autor de numerosos dibujos con pluma sobre cartulina que muestran variaciones sobre el dolor, el sol y la luna, las deformidades y los monstruos. La madre del artista, para obtener algo de dinero tras la muerte de éste, subía a los autobuses con dibujos bajo el brazo, para venderlos por unos pesos. Muy pocos deben haberse dado cuenta del valor de lo que estaban comprando; uno de ellos fue el dramaturgo Hugo Argüelles, quien adquirió varios, y otro el narrador Ricardo Bernal, quien me contó esta historia.)
A. G. Rizzoli se pasea por el mismo jardín (está en el manicomio de la imaginación) que frecuentan William Blake, quien conversaba con los ángeles y compiló los proverbios del infierno; que Daniel Paul Schreber, quien iba a convertirse en mujer y engendrar una nueva especie humana, y cuya cosmogonía fue malentendida, con gran prestigio, por Sigmund Freud; que Philip K. Dick, quien oía voces y escribía novelas costumbristas en mundos puestos cabeza abajo. También están otros muchos, sin nombres. Todos señalan, a cierta hora del día, un mismo umbral; del otro lado estamos nosotros, que sólo entendemos a medias sus gestos y los llamamos con nombres de belleza.
Este cuento de Marguerite Yourcenar (1903-1987), escrito entre 1937 y 1930, es muy anterior a las Memorias de Adriano y los Cuentos orientales, dos de los libros por los que más se conoce a la escritora. Apareció en «Ánima dispersa», la bitácora que tenía hace un par de años, y lo rescato en este momento, pero preparo ya la adición de textos nuevos para los próximos meses. Y, en todo caso, la historia vale su lectura.
CUENTO AZUL
Marguerite Yourcenar
Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
Al crepúsculo, los mercaderes desembarcaron en una orilla embaldosada de mármol blanco; vetas azuladas surcaban la superficie de las grandes losas que antaño fueran revestimiento de templos. La sombra que cada uno de los mercaderes arrastraba tras de sí por la calzada, al caminar en el sentido del ocaso, era más alargada, más estrecha y no tan oscura como en pleno mediodía; su tonalidad, de un azul muy pálido, recordaba a la de las ojeras que se extienden por debajo de los párpados de una enferma. En las blancas cúpulas de las mezquitas espejeaban inscripciones azules, cual tatuajes en un seno delicado; de vez en cuando, una turquesa se desprendía por su propio peso del artesonado y caía con un ruido sordo sobre las alfombras de un azul muelle y descolorido.
Se levantó la luna y emprendió una danza errática, como un espíritu endiablado, entre las tumbas cónicas del cementerio. El cielo era azul, semejante a la cola de escamas de una sirena, y el mercader griego encontraba en las montañas desnudas que bordeaban el horizonte un parecido con las grupas azules y rasas de los centauros.
Todas las estrellas concentraban su fulgor en el interior del palacio de las mujeres. Los mercaderes penetraron en el patio de honor para resguardarse del viento y del mar, pero las mujeres, asustadas, se negaban a recibirlos y ellos se desollaron en vano las manos a fuerza de llamar a las puertas de acero, relucientes como la hoja de un sable.
Tan intenso era el frío, que el mercader holandés perdió los cinco dedos de su pie izquierdo; al mercader italiano le amputó los dedos de la mano derecha una tortuga que él había tomado, en la oscuridad, por un simple cabujón de lapislázuli. Por fin, un negrazo salió del palacio llorando y les explicó que, noche tras noche, las damas rechazaban su amor por no tener la piel suficientemente oscura. El mercader griego supo congraciarse con el negro merced al regalo de un talismán hecho de sangre seca y de tierra de cementerio, así es que el nubio los introdujo en una gran sala color ultramar y recomendó a las mujeres que no hablaran demasiado alto para que no despertaran los camellos en su establo y no se alterasen las serpientes que chupan la leche del claro de luna.
Los mercaderes abrieron sus cofres ante los ojos ávidos de las esclavas, en medio de olorosos humos azules, pero ninguna de las damas respondió a sus preguntas y las princesas no aceptaron sus regalos. En una sala revestida de dorados, una china ataviada con un traje anaranjado los tachó de impostores, pues las sortijas que le ofrecían se volvían invisibles al contacto de su piel amarilla. Ninguno advirtió la presencia de una mujer vestida de negro, sentada en el fondo de un corredor, y como le pisaran sin darse cuenta los pliegues de su falda, ella los maldijo invocando al cielo azul en la lengua de los tártaros, invocando al sol en la lengua turca, e invocando la arena en la lengua del desierto. En una sala tapizada de telas de araña, los mercaderes no obtuvieron respuesta de otra mujer, vestida de gris, que sin cesar se palpaba para estar segura de que existía; en la siguiente sala, color grana, los mercaderes huyeron a la vista de una mujer vestida de rojo que se desangraba por una ancha herida abierta en el pecho, aunque ella parecía no darse cuenta, ya que su vestido no estaba ni siquiera manchado.
Pudieron al cabo refugiarse en el ala donde estaban las cocinas y allí deliberaron acerca del mejor medio para llegar hasta la caverna de los zafiros. Constantemente los molestaba el trajín de los aguadores, y un perro sarnoso fue a lamer el muñón azul del mercader italiano, el que había perdido los dedos. Al fin, vieron aparecer por la escalera de la bodega a una joven esclava que llevaba hielo granizado en un ataifor de cristal turbio; lo depositó sin mirar dónde, sobre una columna de aire, para dejarse las manos libres y poder saludar, levantándolas hasta la frente, donde llevaba tatuada la estrella de los magos. Sus cabellos azul-negros fluían desde las sienes hasta los hombros; sus ojos claros miraban el mundo a través de dos lágrimas; y su boca no era sino una herida azul. Su vestido color lavanda, de fina tela desteñida por hartos lavados, estaba desgarrado en las rodillas, pues la joven tenía por costumbre prosternarse para rezar y lo hacía constantemente.
Poco importaba que no comprendiera la lengua de los mercaderes, pues era sordomuda; así, se limitó a asentir gravemente con la cabeza cuando ellos inquirieron cómo ir hasta el tesoro mostrándole en un espejo sus ojos color de gema y señalando luego la huella de sus pasos en el polvo del corredor. El mercader griego le ofreció sus talismanes: la niña los rechazó como lo hubiera hecho una mujer dichosa, pero con la sonrisa amarga de una mujer desesperada; el mercader holandés le tendió un saco lleno de joyas, pero ella hizo una reverencia desplegando con las manos el pobre vestido todo roto, y no les fue posible adivinar si es que se juzgaba demasiado indigente o demasiado rica para tales esplendores.
Luego, con una brizna de hierba levantó el picaporte de la puerta y se encontraron en un patio redondo como el interior de un pozal, lleno hasta los bordes de la fría luz matinal. La joven se sirvió de su dedo meñique para abrir la segunda puerta que daba a la llanura y, uno tras otro, se encaminaron hacia el interior de la isla por un camino bordeado de matas de aloe. Las sombras de los mercaderes iban pegadas a sus talones, cual siete víboras pequeñas y negras, en tanto que la muchacha estaba desprovista de toda sombra, lo que les dio que pensar si no sería un fantasma.
Las colinas, azules a distancia, se volvían negras, pardas o grises a medida que se aproximaban; sin embargo, el mercader de la Turena no perdía el valor y para darse ánimos cantaba canciones de su tierra francesa. El mercader castellano recibió por dos veces la picadura de un escorpión y sus piernas se hincharon hasta las rodillas y cobraron un color de berenjena madura, pero no parecía sentir dolor alguno e incluso caminaba con el paso más seguro y más solemne que los otros, como si estuviera sostenido por dos gruesos pilares de basalto azul. El mercader irlandés lloraba viendo cómo gotas de sangre pálida perlaban los talones de la muchacha, que andaba descalza sobre cascos de porcelana y de vidrios rotos.
Cuando llegaron al sitio, tuvieron que arrastrarse de rodillas para entrar a la caverna, que no abría al mundo más que una boca angosta y agrietada. La gruta era, sin embargo, más espaciosa de lo que hubiera podido esperarse y, así que sus ojos hubieron hecho buenas migas con las tinieblas, descubrieron por doquier fragmentos de cielo entre las fisuras de la roca. Un lago muy puro ocupaba el centro del subterráneo, y cuando el mercader italiano lanzó una guija para calcular la profundidad, no se la oyó caer, pero se formaron pompas en la superficie, como si una sirena bruscamente desesperada hubiera expelido todo el aire que llenaba sus pulmones. El mercader griego empapó sus manos ávidas en aquella agua y las sacó teñidas hasta las muñecas, como si se tratara de la tina hirviendo de una tintorera; mas no logró apoderarse de los zafiros que bogaban, cual flotillas de nautilos, por aquellas aguas más densas que las de los mares. Entonces, la joven deshizo sus largas trenzas y sumergió los cabellos en el lago: los zafiros se prendieron en ellos como en las mallas sedosas de una oscura red. Llamó primero al mercader holandés, que se metió las piedras preciosas en las calzas; luego, al mercader francés, que se llenó el chapeo de zafiros; el mercader griego atiborró un odre que llevaba al mercader castellano, arrancándose los sudados guantes de cuero, los llenó y se los puso colgados al cuello, de tal suerte que parecía llevar dos manos cortadas. Cuando le llegó el turno al mercader irlandés, ya no quedaban zafiros en el lago; la joven esclava se quitó un colgante de abalorios que llevaba y por señas le ordenó que se lo pusiera sobre el corazón.
Salieron arrastrándose de la caverna y la muchacha pidió al mercader irlandés que la ayudara a rodar una gruesa piedra para cerrar la entrada. Luego, colocó un precinto confeccionado con un poco de arcilla y una hebra de sus cabellos.
El camino se les hizo más largo que a la ida por la mañana. El mercader castellano, que empezaba a sufrir a causa de sus piernas emponzoñadas, se tambaleaba y blasfemaba invocando el nombre de la madre de Dios. El mercader holandés, que estaba hambriento, trató de arrancar las azules brevas maduras, de una higuera, pero un enjambre de abejas ocultas en la espesura almibarada lo picaron profundamente en la garganta y en las manos.
Llegados al pie de las murallas, el grupo dio un rodeo para evitar a los centinelas y se dirigieron sin hacer ruido hacia el puerto de los pescadores de sirenas, que estaba siempre desierto, pues hacía largo tiempo que no se pescaban ya sirenas en aquel país. La barca flotaba blandamente en el agua, amarrada al dedo de un pie de bronce, único resto de una estatua colosal erigida antaño en honor a un dios del que ya nadie recordaba el nombre. En el muelle, la esclava sordomuda hizo intención de despedirse de los hombres, saludándolos con las manos puestas en el corazón; entonces, el mercader griego la tomó por las muñecas y la arrastró hasta el barco, movido por el propósito de venderla al príncipe veneciano del Negroponto, de quien se sabía que le gustaban las mujeres heridas o afectadas de alguna invalidez. La doncella se dejó llevar sin oponer resistencia y sus lágrimas, al caer sobre las maderas del puente, se transformaban en bellas aguamarinas, así es que sus verdugos se las ingeniaron para darle motivos que la hicieran llorar.
La dejaron desnuda y la ataron al palo mayor; su cuerpo era tan blanco que servía de fanal al barco en aquella noche clara navegando entre las islas. Cuando hubieron terminado su partida de palillos, los mercaderes bajaron a la cabina para echarse a dormir. Hacia el alba, el holandés subió al puente aguijoneado por el deseo y se acercó a la prisionera, dispuesto a violentarla. Mas he aquí que la niña había desaparecido: las ligaduras colgaban, vacías, del tronco negro del mástil, como un cinturón demasiado ancho, y en el lugar donde se habían posado sus pies suaves y delgados no quedaba otra cosa que un mantoncito de hierbas aromáticas que exhalaban un humillo azul.
En los días que siguieron reinó una calma chicha, y los rayos del sol, que caían a plomo sobre la lisa superficie color de algas, producían un chirrido de hierro candente sumergido en agua fría. Las piernas gangrenadas del mercader castellano se habían puesto azules como las montañas que se columbraban en el horizonte y purulentos regueros se deslizaban desde las tablas del puente hasta el mar. Cuando el sufrimiento se hizo intolerable, el hombre sacó del cinturón una ancha daga triangular y se cercenó a la altura de los muslos las dos piernas envenenadas. Murió agotado al despuntar la aurora, después de haber legado sus zafiros al mercader suizo, que era su enemigo mortal.
Al cabo de una semana recalaron en Esmirna y el mercader de Turena, que siempre había temido al mar, optó por desembarcar, con intención de continuar su viaje a lomos de una buena mula. Un banquero armenio le cambió los zafiros por diez mil monedas con la efigie del Preste Juan. Eran piezas perfectamente redondas y el francés cargó alegremente con ellas hasta trece mulos; pero, así que llegó a Angers, tras siete años de viaje, se encontró con la sorpresa de que las monedas del monarca-preste no tenían curso en su país.
En Ragusa, el mercader holandés trocó sus zafiros por una jarra de cerveza servida en el mismo muelle, pero tuvo que escupir aquel insulso líquido aventado que no tenía el mismo gusto que la cerveza de las tabernas de Ámsterdam. El mercader italiano desembarcó en Venecia con el propósito de hacerse proclamar Dogo, mas pereció asesinado al día siguiente de sus nupcias con la laguna. En cuanto al mercader griego, se le ocurrió atar los zafiros a un cabo largo y suspenderlos en el costado de la barca, esperando que el contacto con las olas fuera benéfico para su hermoso color azul. Al mojarse, las gemas se volvieron líquidas y apenas si añadieron al tesoro del mar unas pocas gotas de agua transparente. El hombre se consoló pescando peces y asándolos al rescoldo de la ceniza.
Un atardecer, al cabo de veintisiete días de navegación, el barco fue atacado por un corsario. El mercader de Basilea se tragó sus zafiros para sustraerlos de la avaricia de los piratas y murió de atroces dolores de entrañas. El griego se echó al mar y fue recogido por un delfín, que lo condujo hasta Tinos. El irlandés, molido a golpes, fue dejado por muerto en la barca, entre los cadáveres y los sacos vacíos; nadie se tomó la molestia de quitarle el colgante de falsas piedras azules, que no tenía ningún valor. Treinta días más tarde, la barca a la deriva entró por sí misma en el puerto de Dublín y el irlandés echó pie a tierra para mendigar un pedazo de pan.
Estaba lloviendo. Los tejados oblicuos de las casas bajas sugerían grandes espejos destinados a captar los espectros de la luz muerta. La calzada desigual se encharcaba más y más; el cielo, de un parduzco sucio, parecía tan cenagoso que ni los ángeles se hubieran atrevido a salir de la casa de Dios; las calles estaban desiertas; el puesto de un mercero ambulante, que vendía calcetines de lana cruda y cordones para los zapatos, se veía abandonado al borde de una acera debajo de un paraguas abierto. Los reyes y los obispos esculpidos en el pórtico de la catedral no hacían nada para impedir que cayera la lluvia sobre sus coronas o sus mitras, y la Magdalena recibía el agua en sus senos desnudos.
El mercader, todo desalentado, fue a sentarse bajo el pórtico junto a una joven mendiga, tan pobre que su cuerpo, azulenco de frío, se veía a través de los desgarrones de su vestido gris. Sus rodillas se entrechocaban ligeramente; sus dedos cubiertos de sabañones apretaban un mendrugo de pan. El mercader le pidió por el amor de Dios que se lo diera, y ella se lo tendió en el acto. El mercader hubiera querido regalarle el colgante de abalorios azules, puesto que no tenla ninguna otra cosa que ofrecer; más en vano buscó en sus bolsillos, alrededor de su cuello, entre las cuentas de su rosario. No hallándolo, se echó a llorar desconsolado: no poseía ya nada que pudiera recordarle el color del cielo y la tonalidad del mar en donde había estado a punto de perecer.
Suspiró profundamente y, como el crepúsculo y la fría niebla se espesaban en derredor, la muchachita se apretujó contra él para darle calor. El hombre le hizo preguntas acerca del país y ella le contestó en el tosco dialecto del pueblo que dejara antaño, siendo aún muy chico. Entonces, apartó los cabellos desgreñados que cubrían el rostro de la mendiga, pero tan sucio estaba que la lluvia iba trazando en él regueritos blancos, y el mercader descubrió horrorizado que la niña era ciega y que una siniestra nube velaba el ojo izquierdo. No dejó por ello, sin embargo, de posar su cabeza en aquellas rodillas mal cubiertas de harapos y se durmió sosegado: el ojo derecho, que había visto privado de mirada, era milagrosamente azul.
Philip K. Dick, Ubik.
Nueva York, Doubleday, 1969.
(Hay numerosas ediciones posteriores.)
NOTA: Luego de mucho tiempo y varias revisiones, este texto aparece aquí en su versión definitiva, que fue publicada por vez primera hace dos meses en la revista Luvina.
1
Una mañana, mientras se dispone a tomar un café, Joe Chip recibe en su departamento a un compañero de trabajo. El lugar está muy sucio, y Joe, avergonzado, pide a su visitante que espere mientras busca una escoba o una aspiradora con la que limpiar. Pero no hay: es el año 1992, y en el mundo en el que Joe vive (el de la novela Ubik, del estadounidense Philip K. Dick, publicada en 1969) todas las labores de limpieza las hacen robots especializados, propiedad de los edificios de departamentos (llamados conapts).
Además, el verdadero problema es que, aun si hubiese una escoba o una aspiradora, los implementos se cobran al igual que los servicios —nada en un conapt es gratuito y la radio, la regadera, el armario, todo tiene una ranura para monedas—, y Joe es incapaz, de modo casi patológico, «de mantener consigo un solo centavo»: tiene muchas deudas, como puede leerse en su conversación telefónica con la inteligencia artificial que hace las veces de gerente del conapt:
—Escuche—dijo, cuando le respondió la entidad homeostática—. Ahora me es posible desviar algo de mis fondos a fin de saldar mi cuenta con los robots de limpieza. Me gustaría que viniesen de inmediato a mi apt. Les pagaré la totalidad de mi cuenta cuando hayan terminado.
—Señor, usted debe pagar la totalidad de su cuenta antes de que empiecen.
Para entonces tenía su cartera en la mano; sacó de ella todas sus Tarjetas Mágicas, la mayoría de las cuales, para entonces, ya habían sido canceladas. Dada la relación que tenía con el dinero y el pago de deudas apremiantes, probablemente habían sido canceladas a perpetuidad.
—Cargaré mi cuenta retrasada a mi Tarjeta Triangular —informó a su nebuloso antagonista—. Eso transferirá mi obligación fuera de su jurisdicción. En sus libros aparecerá como restitución total…
—Más multas y recargos.
—Esos los cargaré a mi Tarjeta Corazón…
—Señor Chip, la Agencia de Auditores y Análisis de Crédito Comercial Ferris y Brickman lo tiene boletinado especialmente. Nuestra ranura de avisos recibió el aviso ayer y lo tenemos muy presente. Desde julio usted ha bajado en su estatus crediticio de triple G a cuádruple G. Nuestro departamento (y de hecho todo este edificio conapt) está ahora programado contra toda extensión de servicios y/o crédito a anomalías tan patéticas como usted. A partir de ahora, cualquier trato con usted se deberá manejar en estricto efectivo. En realidad, probablemente tenga que pagar todo en efectivo el resto de su vida. En realidad… (La traducción es mía.)
Nadie, por supuesto, va a limpiar el departamento. Peor aún, como Joe se ha gastado su última moneda en hacer funcionar su cafetera, el visitante tiene que pagar de su bolsillo a la cerradura de la puerta, y ya en el departamento se siente con derecho de criticar a Joe y reprocharle cuán despreciable es. (Por lo demás, Joe quiso desarmar la cerradura con un destornillador, y sólo se detuvo cuando el mecanismo amenazó con demandarlo.)
2
La escena anterior, desde luego, apenas puede llamarse de ciencia ficción, que es la categoría que se asigna habitualmente a los trabajos de Dick. No se sabe cómo funciona el cerebro electrónico del conapt, ni si está conectado a internet; Joe tampoco recibe la misión de abrirse paso a tiros en una base militar infestada de zombis; peor aún, los intercambios entre los personajes suenan más a Thomas Pynchon que a Asimov, Clarke y demás cultivadores de mediocridades científicas. Esto dice mucho acerca del sentido de la novela y de la obra entera de su autor. Dick (1928-1982) describió futuros supuestos llenos de prodigios —más bien horrores— tecnológicos en muchos cuentos y novelas, pero nunca se dedicó a los divertimentos elementales de su gueto literario. Más todavía —y para la perplejidad de incontables lectores—, Dick cometió el pecado terrible (al menos para la mayoría de los editores de su país) de escribir literatura que se vendería como «de estricto consumo» pero con las aspiraciones que habitualmente son exclusivas de los autores canónicos. Sus narraciones tratan mucho menos del futuro que de su propio presente, y mucho menos del presente (de las modas o las coyunturas) que de la condición humana.
Aún es difícil ver esto porque la ficción especulativa no ha dejado de ser una vertiente periférica de la literatura y en estos días se encuentra, creo, totalmente agotada, vacía de ideas tras décadas de explotación y convertida en una mera etiqueta para el comercio de libros. Pero la marginalidad de Dick es diferente.
Gilles Deleuze y Félix Guattari definieron la literatura menor como aquella «que una minoría hace en una lengua mayor». Habitualmente, se piensa en esta idea en relación con el caso preciso de Franz Kafka —un judío checo, pero acostumbrado como buena parte de sus compatriotas al uso habitual de la lengua alemana—, y se tiende a pensar que sólo es útil para explicar el caso de pueblos y culturas en situación semejante. Pero también se puede pensar en otros tipos de minoría. Por ejemplo, ciertos autores (y lectores) de literatura «poco seria», a la vez desdeñados por las academias y poco frecuentados en la industria del entretenimiento. O bien, de modo aún más interesante, una población que rara vez está bien representada en la ficción, sea general o no: los perdedores, los mediocres, los que están lejos de las celebridades y los grandes hechos; los hombres y mujeres que simplemente sobreviven. Éstos son los auténticos pobladores de Ubik, novela sobre la muerte, la resistencia humana y los objetos de consumo.
3
Joe Chip de la impresión de existir para la impotencia y el ridículo. Es un tipo insignificante en su mundo tremendo: un técnico empleado por la Runciter Associates, una compañía que se dedica a combatir la acción de criminales psíquicos (!) dedicados al espionaje industrial. Debido a las dificultades de Joe con el dinero, todos lo miran con desprecio; Al Hammond, un personaje secundario, declara que el problema de Joe es «una voluntad de fracasar» tal que ninguna combinación de circunstancias podrá sacarlo de la miseria. Cuando no pelea con los electrodomésticos de su propio departamento, Joe se desvive intentando estafar a las cafeterías, pide prestado a todo el mundo, es humillado hasta por las puertas de edificios que no lo conocen. También es manipulado por Pat Conley, una psíquica de extraños poderes, y por Glen Runciter, el presidente de la compañía, un hombre de acción tan exitoso que puede permitirse «tener confianza» en Joe o bromear diciendo que le heredará su cargo. Nada altera a este «ganador», el reverso de Joe, quien parece sobreponerse aun a su propia tragedia: el lento deterioro de su esposa Ella, fallecida años antes pero colocada en un estado de «media vida» (en el que su cuerpo se protege de la putrefacción en un tanque especial y su cerebro se mantiene, también artificialmente, en un estado de actividad mínima; así, la señora Runciter puede comunicarse con el mundo de tanto en tanto, mientras espera la muerte definitiva).
La torsión previsible de las circunstancias parece llegar cuando Runciter, Joe y otros empleados son víctimas de un atentado con bomba organizado por una empresa rival. Tras la explosión, Joe y otros, que sobreviven con lesiones menores, deben afanarse por llevar a Runciter, quien agoniza, a un tanque congelador, para mantenerlo en «media vida». No llegan a tiempo, y ya no es posible comunicarse con él. Peor aún, Joe se entera de que su jefe jamás tuvo intenciones de hacerlo presidente de la compañía, y entiende que ahora debe serlo, por las circunstancias, pero (desde luego) no podrá mantener la empresa a flote…
4
(Es interesante observar que la violencia de estos episodios tampoco surge ni desemboca en guerras auténticas, conquistas de territorio, grandes discursos para afirmar el poderío de una nación o una cultura: no hay aquí ninguna de las «ideas de grandeza» —derivadas de las que llenaban la narrativa de aventuras que era XX popular en el occidente colonialista a principios del siglo —por las que la science fiction, entendida como se entendía entonces, era una sucursal de las historias de vaqueros, con alienígenas en lugar de indios, o de las de guerra, con enemigos políticos de más allá de esta tierra. A la vez, el texto no deja de ser de ficción especulativa, ni dejó de ser publicado y leído, primero, en ese ámbito. Pero Dick es problemático justamente por estas razones. No importa el punto de vista desde el que se examine su obra, siempre se podrá decir que se vale de una lengua —de un género, de varios temas o imágenes o símbolos—a cuyo «canon» no es admitido: en sus novelas tardías como Valis o La invasión divina, el canon que lo rechaza es filosófico y religioso.
Por otra parte, si bien Dick propone historias individuales, del modo en que lo haría cualquier novelista convencional, también logra que las vidas de sus personajes se entrelacen de modo tal que la situación del mundo que los rodea sea claramente visible y no quede sólo en su trasfondo. Su visión, por lo tanto, es menos individualista que colectiva, y este solo hecho cuestiona la forma en la que la cultura —asistida por el avance tecnológico que, se supone, un escritor como éste debería celebrar—se aparta cada vez más de la acción sobre el mundo y la reflexión sobre la propia conciencia: el modo en el que se vuelca en la imagen, la representación, el «viaje interior» como una forma no de descubrimiento —a la manera de las culturas «alternativas» de los años sesenta—, sino de simple fuga: escape de un futuro real y desesperado en el que sólo caben la resignación y la derrota como negación de cualesquiera otras cualidades humanas).
5
Tras la muerte de Runciter, y mientras sus empleados preparan el entierro, tiene lugar el planteamiento del conflicto verdadero de la novela: el mundo entero alrededor de los personajes comienza a decaer de manera velocísima y muy curiosa. Como si pertenecieran a un universo platónico, y la realidad tuviese un sustrato inmaterial, de ideas universales de las cosas, los objetos a su alrededor empiezan no a deteriorarse, sino a transformarse en versiones antiguas, arruinadas, de sí mismos. Los periódicos del día se vuelven atrasados; los aparatos pasan de ser modelos avanzados a reliquias; las latas de comida se vuelven frascos de marcas antiguas, y su contenido está descompuesto; la historia se despoja de hechos y las fechas retroceden años y décadas; los cuerpos de los empleados de Runciter empiezan a morir, víctimas de una fuerza que los hace envejecer en minutos y los deja transformados en guiñapos…
Luego de varias de esas muertes, y muchos episodios desconcertantes, Joe encuentra la primera pista clara para entender estos hechos: es un graffiti, misteriosamente escrito en una pared, con la letra de Runciter:
Yo soy quien está vivo, todos ustedes están muertos
Una escena posterior muestra a Runciter, vivo, mirando a sus empleados, muertos en sus tanques; entonces parece claro que el universo que ellos creen percibir —y para el lector fue el único durante muchas páginas—es sólo producto de su imaginación: los últimos signos de actividad de su cerebro, o los últimos reflejos (diría Borges) de un proceso irrecuperable, ya concluido; la materia ilusoria, creación exclusiva de la mente, involuciona y se pudre como anuncio de la muerte de la conciencia.
Esta desintegración no reduce a sus víctimas a la pasividad. La única manera de detener o al menos de ralentizar esa muerte es —según se revela—rociar en los cuerpos y los entornos imaginados algo llamado Ubik en aerosol: un reconstituyente espiritual «disponible en cualquier tienda», capaz de lograr que cualquier cosa renuncie, por un tiempo, a extinguirse. Joe Chip decide ir en busca del producto, abriéndose paso por escenarios que se caen a su alrededor o se metamorfosean en decorados de una película de época, poblados por automóviles antiguos y «hombres creados a la ligera» como los de Daniel Paul Schreber: seres de sueño que ignoran serlo y se creen personas decentes y temerosas de Dios.
6
Las dificultades de Joe para encontrar el Ubik forman el último tercio del libro, y la naturaleza lastimera del personaje se ve enfrentada, como la de los antihéroes de Kafka, a un viaje siempre cuesta arriba, enfrentado a fuerzas que lo superan infinitamente y, más que odiarlo, lo desprecian. Cuando trata de salir de su departamento, que ha «retrocedido» hasta ser uno de los años cuarenta, la puerta sigue equipada con el mecanismo que le tenía encono al comenzar la novela; sólo ella, en su «innata terquedad», se opone al proceso de reversión. Más tarde, el primer envase de Ubik que Joe encuentra ya ha sido revertido a otra forma, más antigua e inútil, con sólo un mensaje de Runciter en la etiqueta, instándolo a que no desista. Finalmente, en un episodio que oculta la última vuelta de la trama, el personaje de Pat Conley (que había desaparecido de la trama al igual que de estas notas) reaparece y se proclama causante de la muerte del universo ilusorio, a la manera de tantas deidades ausentes, por mero tedio: por una perversidad amoral que la acerca a los ángeles de Mark Twain o a otros personajes del propio Dick.
En una escena larga y dolorosa, de las mejores del escritor, Joe se ve de pronto, gracias a Conley, en la fase final de su segunda muerte. Mientras experimenta una dolorosa agonía, y su adversaria da vueltas a su alrededor y se complace en su sufrimiento, él advierte en sí mismo la necesidad de esconderse:
(…) estar solo. Encerrado en un cuarto vacío, sin ningún testigo, silencioso y supino. Estirado, sin necesidad de hablar ni de moverse. (…) Y nadie sabrá siquiera dónde estoy, se dijo. Eso, de pronto, parecía muy importante; quería estar solo, ser invisible, vivir sin ser visto. (…)
—Aquí estamos —dijo Pat. Lo guió, haciéndolo girar levemente a la izquierda—. Justo frente a ti. Sólo sostente de la barandilla y sube las escaleras, pum-te-pum hasta la cama. ¿Ves? —ella ascendió hábilmente, bailando, inclinándose, saltando como si careciera de peso hacia el siguiente escalón. (La traducción es mía.)
Mientras Joe sube la escalera, dolorosamente, presa de ese impulso que lo obliga a desear la soledad y reconciliarse con el destino incluso a pesar suyo, Pat continúa subiendo y bajando a su alrededor, sonriente, cruel de una forma monstruosa. No deja de burlarse de lo patético que es Joe, de su puntillosidad, de su estupidez. Al final, ella declara que la de Joe es la más grande escalada hecha por el hombre, y tiene razón. Los personajes de la obra mayor de Dick —la obra mayor de un escritor «menor», partidario de ideas impopulares para la gran mayoría de sus colegas—son hombres como Joe, inadaptados, muchas veces de minorías perseguidas, y se arrastran en un sentido u otro mientras un poder enorme, distante, camina con ligereza junto a ellos. Pero allí está su fuerza y la medida de su humanidad.
El mundo virtual de Ubik es, en cierto sentido, este mundo, que los seres humanos habitamos en este punto de la historia para no tener que soportar la certeza de la muerte —la «planicie a la que el sol ha abandonado»— ni la posibilidad de que nuestra propia existencia cotidiana sea ya una «media vida», un sueño de muertos. La cultura de ahora, que nosotros mismos hemos construido, insiste en imponernos esa forma de olvido, pero en el último instante seguimos solos. Joe no tiene más remedio que aceptarlo, pero lo hace en sus propios términos: mediocres, risibles (cada tanto se pregunta cómo podrá ganarse la vida en el mundo soñado, cuánto costará un automóvil), pero suyos. Está condenado, pero lo ha estado desde el principio, y de todos modos no hay otra salida, ningún «otro lugar».
(Además, en otro extraño fragmento, Ubik —algo que se llama a sí mismo Ubik— toma la palabra y declara su naturaleza divina, omnipotente, ajena a cualquier voluntad inferior. La esperanza, como también decía Kafka, existe pero no nos pertenece.)
Dick habla de una unión en el dolor, o en la paciencia: el dolor constante y aplazado a la vez, que no tiene ninguna relación con la inanidad de casi toda la ficción especulativa. Esa sola idea sirve para percibir su valor, y el de una comunidad de otros escritores y lectores, testigos del derrumbe de numerosas utopías pero empeñados en sobrevivir a la mera caída interminable, al diálogo de sordos —o con el mal puro y mudo— que es buena parte de la literatura del tiempo de Dick y del nuestro.
RolandTopor (1938-1997) fue fundador del movimiento pánico junto con Alejandro Jodorowsky y Fernando Arrabal; fue dibujante, diseñador, actor, dramaturgo…, aunque yo lo recuerdo más como el (co) guionista de El planeta fantástico (1973), esa película maravillosa de René Laloux, o de El quimérico inquilino de Roman Polanski. También fue un prolífico narrador y este es uno de sus cuentos.
BUENA ACCIÓN
Roland Topor
El anciano señor Scrouge no conseguía dormirse. Le atormentaban toda clase de pensamientos extraños, cosa a la que no estaba acostumbrado. Era como si una bolsa de ideas, guardada intacta durante setenta y cinco años hubiera reventado de repente.
El anciano señor Scrouge daba vueltas en la cama. Al ritmo de sus movimientos, las imágenes surgían ante ojos abiertos. Pasaba revista, una tras otra, a todas las personas con las que se había relacionado a lo largo de su existencia, sin haber conseguido nunca hacerse un solo amigo. Volvía a ver los rostros de las mujeres con las que nunca quiso mantener una relación íntima, por miedo a perder su precioso y pequeño confort. Recordaba al mendigo al que había rehusado un pedazo de pan, al ciego, perdido en el centro de la calzada, al que deliberadamente había fingido no ver. Ahogó un sollozo.
Tuvo de repente tanto frío que se estremeció. Se envolvió en las mantas e introdujo la cabeza en su interior para reconfortarse con su propio calor. Las doce campanadas de la medianoche llegaron a él, amortiguadas por el espeso tejido de lana. Después le pareció oír que alguien gritaba.
Retiró las mantas bruscamente y escuchó con la máxima atención. No se había equivocado. Una voz que se debilitaba rápidamente gritó aún varias veces: «¡Socorro!»
El señor Scrouge vivía en un apartamento situado junto al río. La voz provenía, sin duda, de un desgraciado caído al Sena.
Sin hacer caso al frío que hacía temblar sus resecos miembros, se puso apresuradamente el batín y las zapatillas y se precipitó al exterior. Atravesó la calzada y apoyado en el parapeto escrutó el agua negra. Un hombre, como cogido en una trampa de líquido viscoso, se debatía débilmente.
«Soy viejo –se dijo el señor Scrouge–. ¿Qué puedo esperar ya de la vida? Si salvo a este hombre que se está ahogando, obtendré más satisfacciones que las que puedan darme algunos años de vida miserable.»
Franqueó valientemente el parapeto y se lanzó al agua.
Se fue al fondo, porque tenía un corazón de piedra.
Grant Morrison y Frank Quitely, WE3. Nueva York, Vertigo/DC Comics, 2005.
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En 1983, la película Cuerpos invadidos (Videodrome) de David Cronenberg introdujo en un término nuevo en la cultura de occidente: New Flesh (Nueva Carne), que con el tiempo ha llegado a reunir todas las formas en que pensamos y representamos la intervención de la tecnología en el cuerpo humano y su consiguiente transformación. Desde hace unos dos siglos, el movimiento de nuestra conciencia ha tendido, en general, a alejarnos de la naturaleza; a juzgar por la difusión creciente de las ideas de la Nueva Carne (que se puede rastrear en obras tan diversas como los ensayos sobre el “sujeto virtual” de Scott Bukatman, el cine de Katsuhiro Otomo, las novelas de Clive Barker o Mario Bellatin, entre miles de otros), parecería imposible una vuelta atrás y la relación compleja de la especie con sus creaciones se diría capaz de perdurar más allá de la extinción de la propia humanidad, como se le concibe desde antiguo.
Sobre tema tan grande, una historia como la de We3 (2005), novelita gráfica de Grant Morrison y Frank Quitely, sólo puede considerarse una obra menor: precisamente de mis favoritas.
El año pasado [2005] tuve el gusto de curar una exposición: «El Quijote, una aventura centenaria», para la Biblioteca de México. Se exhibieron ediciones antiguas de la novela (la más vieja data de 1723), así como ediciones raras e ilustradas y otros volúmenes curiosos.
Lo que sigue, como una entrega especial de «El libro del mes», es el texto que escribí para el catálogo de la exposición, y que también se publicó en la revista Biblioteca de México; sobre las fechas, todas tienen como referencia el año 2005, el del cuarto centenario del gran libro de Cervantes.
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En este año celebramos el cuarto centenario de la aparición de una novela tan familiar para nosotros que no necesitamos, para reconocerla, decir su título preciso ni siquiera enfatizarlo –en textos impresos como éste– mediante itálicas. Es “El Quijote”, sin más, y en esas dos palabras se funden no sólo dos libros –El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, publicado en 1605, y la Segunda parte del ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha, de 1615, que ahora leemos como una sola historia– sino, además, la figura del personaje central en ambos textos: el viejo hacendado Alonso Quijano, a quien “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el celebro” y le dio por convertirse en caballero andante y salir a los caminos a combatir el mal y ayudar a quien lo necesitase. Solo primero, y luego acompañado de Sancho Panza, labrador “de poca sal en la mollera” en el papel de su escudero, Don Quijote tiene, en las páginas escritas por Miguel de Cervantes, numerosas aventuras, que siguen con nosotros por su belleza, su humor y su humanidad.
Pero las más de las veces, aun si estamos interesados en la literatura y en la obra de Cervantes, no pensamos con detenimiento en el significado de estas pocas palabras. Muy pocos libros “siguen con nosotros” del mismo modo que el Quijote. Nada permanece, como sabemos, y aun las historias más famosas y los hechos más tremendos de la historia serán olvidados y desaparecerán. Pero lo más de cuanto se publica en cualquier momento dado de la historia se olvida de inmediato, se destruye y se pierde sin que pueda interesar a nadie más allá de unos pocos días o meses: pocos son los textos que son vueltos a leer luego de su primera aparición, y menos aún los que ganan la atención de siglos de lectores.
Para comprender mejor este hecho, y por tanto la altura de lo que Cervantes logró en su obra cumbre, puede servir el examinar la fortuna del Quijote: la historia de cómo se publica y vuelve a publicarse, cómo sus personajes viajan por el mundo y por las lenguas, cómo llama la atención de toda clase de lectores.
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La primera edición de la primera parte del Quijote (a la que se llama editio princeps, o edición príncipe, en la jerga editorial) fue publicada en Madrid, en los primeros días de 1605, en la imprenta de la calle de Atocha, una de los cuatro establecimientos de ese tipo que la ciudad tenía por entonces.
El encargado de hacer la edición fue Juan de la Cuesta, un impresor llegado de Segovia en 1599, quien trabajó sin duda a partir de un original armado de prisa, desigual y difícil de leer. Cervantes tardó varios años en escribir su libro, pero no debe olvidarse que lo escribió a mano, sin la ayuda de ninguna de las herramientas modernas a las que estamos habituados, y lo ensambló en su forma definitiva colocando en secuencia no sólo materiales escritos en diferentes momentos –y cambiando de parecer en más de una ocasión sobre dónde debían ir– sino textos que no habían sido concebidos originalmente para formar parte de una historia mayor (como la novela de El curioso impertinente, que se invoca desde la trama principal pero no tiene relación directa con ella). Semejantes trabajos exigen siempre la redacción de “parches”: pasajes de conexión que unan un fragmento con el siguiente de modo que su lectura sea fluida, y también enmiendas que resuelvan confusiones e incongruencias; además, una vez creados tales parches, era necesario que Cervantes mandara rehacer todo el manuscrito para dar al impresor (y a las varias autoridades encargadas de la censura) un original legible del mismo, hecho otra vez a mano pero por un copista profesional, experto en escribir letras de tamaño uniforme en renglones bien contados, que permitieran al impresor estimar la extensión del libro una vez impreso.
El resultado de estos problemas es que la edición príncipe de la parte primera del Quijote –como ocurre, en menor medida, con la segunda– está llena de errores tipográficos, producto de la prisa de de la Cuesta; de las dificultades, bien documentadas luego de siglos de estudios, que el copista debe haber tenido para descifrar la letra de Cervantes (quien, como observa el cervantista Francisco Rico, “nunca marca la tilde del acento y a cada paso olvida el punto de la i”), y del hecho de que Cervantes todavía hizo correcciones de última hora sobre la transcripción del copista.
Por lo demás, el volumen no podía ser de los más hermosos de su tiempo: el papel era de mala calidad, amarillento y basto, e impreso con tipos viejos y gastados. Y, finalmente, aparecidos los 1,500 ó 1,750 ejemplares del tiraje, algunos lectores de entonces deben haber advertido la falta de algunos de los materiales aledaños que debían contener las ediciones de entonces, como la autorización eclesiástica y la civil del Consejo Real: en las prisas, las páginas correspondientes se extraviaron o no se hicieron nunca, al igual que la dedicatoria escrita por Cervantes al duque de Béjar (el libro tiene una dedicatoria, pero está hecha con fragmentos de textos del escritor Fernando de Herrera, probablemente reunidos por de la Cuesta).
En promedio, según se sabe, la calidad de los trabajos en las imprentas españolas era más bien baja en aquella época, y el tomo –664 páginas, hechas en 83 pliegos de papel– resulta más representativo que anómalo. Lo que no es en absoluto usual es la enorme popularidad que el Quijote se gana desde el comienzo. Sólo en 1605 se hicieron siete tirajes, y Cervantes llegó a ver 13 ediciones antes de su muerte en 1616, más traducciones al francés y al inglés. Ya en 1605 hay noticia de ejemplares traídos a América, y también recuentos, provenientes de uno y otro lado del Atlántico, de cómo Don Quijote y Sancho se volvieron no sólo conocidas figuras literarias sino personajes populares. Hay testimonios de fiestas de todo tipo en las que intervenían personas disfrazadas como ellos para alegrar a los asistentes con números cómicos o musicales; hay menciones del libro y de sus hechos en documentos provenientes de todos los ámbitos de la vida de su tiempo.
En 1614, un escritor desconocido hasta hoy publica una falsa continuación del Quijote: la firma con el nombre “Alonso Fernández de Avellaneda”. Al saberlo, Cervantes acelera la preparación de su propia segunda parte, y a partir del capítulo L de la misma incluye numerosas burlas contra Avellaneda (quien, sin ser mal escritor, se muestra sumamente torpe y vulgar, incapaz de comprender a los personajes cervantinos). Pero no hace falta: el Quijote de Avellaneda tiene poquísimos lectores a pesar de que la práctica de continuar obras de otros era mucho más frecuente que hoy, y el nuevo libro de Cervantes lo supera y, literalmente, lo borra, hasta el punto de que no se reedita por más de un siglo y todavía hoy es considerado una mera curiosidad, el trabajo de un resentido muy inferior al verdadero creador de Don Quijote y Sancho. Éstos, junto con los centenares de personajes que comparten o participan en sus idas y venidas por España, han quedado consagrados como grandes invenciones, pero sobre todo como criaturas entrañables.
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A partir de este éxito, que no ha cesado todavía, proliferan las ediciones posteriores de ambas partes de la novela y también el crecimiento de los estudios cervantinos, así como de obras relacionadas con la de Cervantes de diversas formas.
El segundo grupo es un conjunto amplio y curioso, que empieza a crecer casi desde la misma publicación del Quijote pero adquiere plena fuerza en el siglo XVIII, cien años después de la muerte de Cervantes. Lo impulsa, desde luego, el hecho de que la novela sigue siendo leída entonces –y es más popular incluso fuera de España que en su propio país–, y se pregunta por la naturaleza precisa del genio de Cervantes, cuyo mérito se consideró por mucho tiempo el de un buen parodista pero no más: poco a poco se comienza a ver que algo debe haber en las dos partes de su libro que provoca tal interés a tanto tiempo de su composición, cuando la “actualidad” de sus asuntos y sus referencias se ha perdido y los libros de caballería de los que se burla ya no son leídos por nadie.
Además de que las técnicas literarias de Cervantes han influido sobre todos los novelistas venidos después de él, hasta el punto de que podemos considerar al Quijote la primera novela moderna, numerosos escritores usan a los personajes y las ideas de Cervantes del modo más diverso, desde la aparición de las dos partes de la novela El caballero puntual (1614 y 1619) de Alonso Jerónimo de Salas Barbadillo, quien satiriza las ambiciones e ínfulas de la nobleza española con estrategias literarias que imitan (aunque no igualen) las del Quijote. Entre incontables ejemplos posteriores, están la novela Tartarín de Tarascón de Alphonse Daudet, en la que el protagonista es una extraña fusión de Don Quijote y Sancho; la Vida de Don Quijote y Sancho de Miguel de Unamuno, quien propone a los personajes como símbolos complejos del destino de España y los entrevera también con su propia vida; el cuento “Pierre Menard, autor del Quijote” de Jorge Luis Borges, una reflexión afilada y traviesa sobre la lectura que parte de imaginar la empresa imposible de volver a escribir el Quijote tal cual…
Al mismo tiempo, académicos y estudiosos ensayan análisis de lo más diverso a partir del Quijote (literarios, sociológicos, políticos…, por no hablar de los libros que pretenden demostrar uno de los varios “orígenes secretos” que se han querido dar a Cervantes, o que la obra es una alegoría política, religiosa o sobre el derecho laboral), y también procuran avanzar en dos tareas que se consideran imprescindibles. La primera es fijar el texto del Quijote, es decir, limpiarlo de erratas de tal modo que podamos leer la novela en una forma tan cercana como sea posible a la que Cervantes quiso darle originalmente. Desde luego, sabemos que esa forma no es la de la edición príncipe por la combinación ya descrita de apresuramientos y circunstancias desafortunadas; desde 1780, cuando apareció la primera edición corregida del Quijote con el aval de la Academia Española, se ha intentado repetidas veces, y con distintos criterios, encontrar todas las inadvertencias y equivocaciones y llevar al libro a esa forma ideal (que, por lo demás, no fue conocida por ninguno de sus lectores originales).
La segunda tarea es glosar el Quijote: procurar que todos los términos empleados en el texto se entiendan cabalmente, por medio de ediciones anotadas. Éstas se proponen explicar los pasajes cuyo sentido pudo haber sido claro para los lectores del siglo XVII, pero que los de épocas posteriores podemos considerar difíciles o hasta impenetrables.
Las vidas de muchas personas, cervantistas por igual reconocidos y olvidados, se han dedicado a ambas labores, y durante siglos sus esfuerzos se han visto, en letra pequeña, en las notas de pie de página de las numerosas ediciones críticas del Quijote, que se editan constantemente y proponen a los lectores numerosas informaciones históricas y literarias. No sólo es útil o instructiva la lectura de estas notas: además es, por sí misma, una experiencia fascinante, pues los cervantistas son en su mayoría gente apasionada por su tema y, por así decirlo, discuten entre ellos: desde los primeros, como el inglés John Bowle o el español Juan Antonio Pellicer, hasta algunos de los más influyentes todavía, como Francisco Rodríguez Marín (quien hizo cuatro ediciones anotadas, cada una más vasta y profunda que la anterior, y es considerado el último gran maestro de los cervantistas actuales), no se limitan a explicar el significado de las palabras y las implicaciones sutiles en los diálogos, por ejemplo, sino que comentan las diferentes teorías sobre cada interpretación, las elogian o –en su caso– las atacan, y a veces en términos sumamente exaltados o sarcásticos. Las bibliotecas del mundo, y en especial de los países de habla española, tienen muchas muestras de estos debates silenciosos, entre personas de diferentes épocas y lugares; sólo en nuestra propia época se ha acallado un tanto el fervor de las anotaciones y se prefieren textos más breves y lacónicos, que distraigan lo menos posible a los lectores. (De esta tendencia es ejemplo la más nueva edición crítica del Quijote, patrocinada por la Asociación de Academias de la Lengua Española para conmemorar el cuarto centenario).
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En cuanto a las ediciones y traducciones del propio Quijote, sólo podemos especular sobre su número: si bien hay versiones famosas por una u otra causa, que son recordadas y marcan etapas en la historia de las publicaciones del Quijote, la mayoría se hace sin otra intención que llevar el texto a sus lectores, no se distingue especialmente y no siempre puede ser recogida y catalogada: así de rápido se ha reproducido la novela durante los últimos cuatrocientos años.
En 1609, mientras la primera parte de la novela no deja de leerse en España, se publica en Francia su primera versión (abreviada y bilingüe), titulada Homicidio de la infidelidad y defensa del honor y destinada a la enseñanza del castellano. En 1612 aparece la primera traducción completa de la primera parte, hecha por Thomas Shelton. Y luego, como se dice, el diluvio: la famosa colección Sedó, reunida por el empresario español Juan Sedó Peris-Mencheta, contenía en 1959 un total de 2,047 versiones del Quijote publicadas entre el siglo XVII y el XX, contando 843 ediciones en castellano y traducciones a otros 52 idiomas, desde alemán, francés o inglés hasta chino, tagalo, letón e incluso esperanto. (Diez años más tarde, la colección fue donada a la Biblioteca Nacional de España, donde creció hasta reunir 8,853 volúmenes y 138 cajas de documentos diversos, desde opúsculos hasta separatas de revistas.) Muchos de estos volúmenes ofrecen sorpresas: ediciones en castellano, por ejemplo, hechas en Alemania o Inglaterra; transcripciones en taquigrafía (?); estudios de lo más peregrino o agregados curiosos como mapas con la posible ruta de Don Quijote a lo largo de sus salidas…
Una exposición imposible, utópica, de todos los Quijotes del mundo incluiría además el trabajo de ilustradores adeptos en todas las técnicas y todos los estilos, desde Gustave Doré (quien para muchos sigue siendo el que mejor supo representar los personajes y ambientes de la novela) hasta Salvador Dalí; ejemplares impresos con todas las técnicas y sobre todos los materiales conocidos, desde los Quijotes de de la Cuesta impresos con tipos móviles y distribuidos sin encuadernar, como conjuntos de pliegos, hasta las sólidas ediciones de bolsillo que se pueden encontrar en cualquier parte y en ocasiones viajan largos kilómetros por el mundo, o las impresiones de lujo, con todas las prendas del trabajo para bibliófilos (ejemplares numerados, primorosos grabados sobre el papel más fino, etcétera); Quijotes hechos para distribución masiva y también en ediciones diminutas, para regalar en ocasiones especiales; densas ediciones críticas (las del gran cervantista Diego Clemencín tienen notas para explicar sus notas) y refundiciones o resúmenes para niños; tomos del siglo XX que parecen del XVII, de tan gastados y amarillos, y al contrario, incunables que inspiran respeto pero se conservan de manera sorprendente…
La medida de la trascendencia de Cervantes se encuentra, entre otros sitios, en la riqueza y variedad de estos materiales. En este tiempo de clásicos instantáneos (porque cualquier cosa se vuelve popular con un poco de publicidad) en los que todo, por otro lado, termina desechándose (porque una vez terminada la campaña de una cosa hay que empezar la de la siguiente, para que se venda), los libros-basura se acumulan por todas partes y languidecen por miles en librerías de viejo, se confunden con los desperdicios en los tiraderos, y sus títulos y autores no dicen nada ni siquiera a quien los consumió pocos meses antes. En cambio, como las obras de Shakespeare, como la Biblia, como muy pocos libros, el Quijote de Cervantes continúa ramificándose en el mundo y en la imaginación. Su fortuna es la de aquellas, sus muchas formas, que son inagotables e incesantes.
Este artículo es el sexto de una serie de textos cervantinos –alrededor del autor y de su obra– que aparecieron durante 2005 en el desaparecido suplemento Arena.
Como toda especialidad, el mundo de los estudios literarios puede ser (si así se quiere verlo) un ámbito de apariencia misteriosa, de prácticas secretas y términos empleados con naturalidad pero que nadie, salvo unos pocos iniciados, entiende. Por ejemplo, las ediciones anotadas de tal o cual clásico –arropadas con profundos ensayos, acompañadas de bibliografía, con sus numerosas y abstrusas llamadas aclaratorias colgando del texto en página tras página– llegan a parecer de lo más tremebundo, de lo más ajeno a las costumbres de los lectores de a pie, y sin embargo tienen el propósito inicial de hacerle más llevadera, más rica, la experiencia de acercarse al libro. (más…)