En todos los cursos de novela que doy recomiendo un libro que no es novela y es obra de un autor que jamás escribió una novela: The Unstrung Harp (El arpa sin encordar, 1953), un breve relato ilustrado del artista estadounidense Edward Gorey. Hay una traducción disponible del mismo en la compilación Amphigorey, publicada en español por Valdemar, pero si no tienen demasiados problemas con el inglés no es difìcil disfrutar a Gorey en su idioma original. Es una pequeña obra maestra además de un texto paradójico (Gorey debutó como ¿narrador gráfico?, ¿historietista? con The Unstrung Harp) y cuenta el proceso creativo del novelista con una potencia y una exactitud extraordinarias (y también, agrego, con mucho humor).
Su protagonista, que lleva el nombre improbable de Clavius Frederick Earbrass, es un novelista de carrera: cada cierto tiempo se embarca en la escritura de un nuevo proyecto, que siempre está dentro del mismo subgénero: dramas familiares en entornos de clase alta, al modo de los que aparecen (con diversos enfoques y tonos) en la obra de autores desde P. G. Wodehouse hasta Ford Maddox Ford. A lo largo de la historia de Gorey, éste se ríe de varios de los clichés del trabajo novelesco, incluyendo los rituales preparatorios para poder escribir; también muestra lo necesario de la concentración en la escritura de largo aliento (y los efectos extraños que puede producir), el caos que puede tener lugar cuando se acumulan las revisiones y modificaciones del proyecto de apariencia más sencilla, y, muy importante, el contraste que quien escribe acaba por percibir (por experimentar) entre su propia vida y la “vida” de sus personajes. Los detalles de la vida cotidiana de Earbrass son apenas menos triviales y sosos que los de su vida en el medio literario; por el contrario, la absorción en su novela produce, en un momento mágico evidente, la aparición literal de uno de sus personajes, y en otro más sutil y prolongado la llegada de una sensación de irrealidad que se cuela a sus días y lo nulifica: lo afantasma. Ese momento culminante de vacío tras la creación es mágico y cierto a la vez: perfectamente claro y pese a todo ambiguo, como tantos finales de grandes novelas.
(Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, el Sr. Earbrass descubrió que tenía toda la intención de pasar algunas semanas en el Continente. En un trance de eficiencia, que no hubiera sorprendido a nadie más de lo que lo sorprendía a él mismo, hizo los preparativos complicados y enloquecedores para su partida en casi nada de tiempo. Ahora, al amanecer, está de pie, entumecido por el frío y la duda, mirando la superficie agitada del Canal de la Mancha. Supone que tendrá terribles malestares por horas y horas, pero no importa. Aunque es una persona a quien las cosas no le suceden, tal vez le puedan suceder cuando esté del otro lado.)
Hay algo de vampírico en la novela, porque se alimenta de su creador. Y porque el creador es una víctima dispuesta de esa criatura que (para modificar la frase hecha) no puede cobrar vida si no es gracias a él.
(Dos textos más sobre Gorey se pueden leer aquí y aquí.)
El proceso creativo es misterioso. Ninguna idea que surja en la cabeza de un artista adquiere todo su sentido mientras no se manifieste de algún modo en el mundo, para que los demás podamos conocerla, pero el camino entre esa concepción inicial y la obra terminada nunca es recto: la idea no “pasa” a la realidad exactamente con su forma original y en cambio sufre accidentes, imprevistos, toda clase de modificaciones. Peor aún, el camino nunca se recorre a la velocidad que la mayoría de nosotros imaginamos: hasta la obra más humilde requiere un esfuerzo enorme, y el artista, tarde o temprano, descubre que debe pasar una buena porción de cada día a solas con sus instrumentos de trabajo, sus ideas, sus reflexiones, sus frustraciones.
Seres humanos al fin, los artistas inventan (conscientemente o no) numerosos trucos para aligerar esa carga. Para sentir que tienen el control de su pensamiento, algunos elaboran esquemas, planes, diagramas que les permitan orientarse y medir sus progresos; otros, para concentrarse, recurren a medios que van de la meditación trascendental hasta el iPod; otros más, para que sus miedos, sus aspiraciones, las partes más llamativas o más tremendas de su personalidad ayuden a la creatividad (o por lo menos no se le atraviesen), usan ciertos objetos como amuletos o fetiches: accesorio, muletas, estimulantes, símbolos.
Estos objetos, en especial, son materia de leyendas porque hay algo (desde luego) que suena a mágico en ellos, en la idea de su utilidad, en el misterio de su relación con el creador que los emplea, y porque en ocasiones esa relación se vuelve tan estrecha que los objetos se convierten en parte de sus dueños, elementos imprescindibles de sus vidas como creadores.
El caso más famoso de todos debe ser el del bastón de Honoré de Balzac, que el gran novelista francés compró en 1834 y del que no se desprendió jamás. Era un objeto monstruoso: demasiado largo para usarlo cómodamente, demasiado elaborado, con un puño cubierto de turquesa que llamaba la atención de quien estuviera cerca…, pero esa manufactura excesiva y recargada parecía convenir a Balzac, pues se convirtió en el punto focal de su imagen pública – las imágenes que se conservan de él lo muestran, casi siempre, en compañía del bastón – y el propio escritor llegó a decir que el objeto era “parte inseparable de su ser”. Acaso el bastón nunca fue parte de la rutina de trabajo de Balzac (es decir, lo más probable es que éste no tuviera la manía de, digamos, tocar el bastón con una mano mientras escribía con la otra, como si fuese una pila o una antena para comunicarse con el mundo espiritual) pero sí fue, en un sentido muy literal, un objeto de poder: cuando menos, sus contemporáneos –quienes tenían a Balzac como una de las glorias de su época– lo consideraban un símbolo y un instrumento de su capacidad creativa, semejante al bastón de mando de un general o al cetro de un rey. Tal vez Balzac creía necesitar una seguridad semejante.
Otros objetos son utilizados de otras formas indirectas. En su prólogo a los Cuentos completos de Julio Cortázar, Mario Vargas Llosa se refiere tersamente a la leyenda de los objetos especiales del autor de Rayuela, que éste mantuvo, se cuenta, durante sus largos años de vida en la ciudad de París: “Me fascinaba”, escribe Vargas Llosa, “ese tablero de recortes de noticias insólitas y los objetos inverosímiles que recogía o fabricaba, y ese recinto misterioso, que, según la leyenda, existía en su casa, en el que Julio se encerraba a tocar la trompeta y a divertirse como un niño: el cuarto de los juguetes.” Si semejante lugar existía, Cortázar tampoco escribía en él, pero, como el propio Vargas Llosa lo dice en otro lugar de su texto, Cortázar era “un hombre eminentemente privado, con un mundo interior construido y preservado como una obra de arte”, y en esa obra de arte están, por supuesto, el goce de la música y la libertad de la imaginación de los niños.
Por último, hay objetos que sí son parte esencial del proceso creativo, aunque sea menos por sí mismos que como parte de un ritual relacionado con la creación, que permite a quien lo celebra colocarse en cierto estado mental, cierto ánimo preciso. Según ha declarado el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño, antes de perder la vista, cuando iba a comenzar a trabajar en algún texto, debía vestirse elegantemente (incluyendo corbata, saco, mancuernillas, sombrero y reloj) como parte de sus preparativos, pues de este modo daba a notar, para quien estuviera cerca y sobre todo para sí mismo, lo mucho que respetaba su trabajo y la absoluta seriedad con que lo abordaba.
Se podría continuar indefinidamente este catálogo, para extrañeza de los lectores, pero mejor será recordar que nada de esto vuelve a los artistas especialmente distintos del resto de los mortales. Cada uno de los objetos fetiche de un creador tiene alguna relación con su vida interior, y la única diferencia entre la vida interior de un artista y la de cualquier otra persona es que el trabajo del artista lo obliga a estar en contacto permanente con la suya propia, con esos estados de su propia conciencia que no se pueden compartir ni comunicar…, porque de ellos vienen las ideas para las obras. La mente de cada individuo es única y las conexiones que establece entre recuerdos, ideas e impulsos son (como lo ha ido descubriendo la psicología desde hace un siglo) igualmente únicas y, casi siempre, misteriosas hasta para el propio individuo. Quién sabe que nos encontraríamos si, aun sin dedicarnos a la literatura o a cualquier otra de las artes, renunciáramos a las innumerables distracciones de la vida y dedicáramos un rato de cada día simplemente a pensar, a estar un poco con nosotros…
Entretanto, las manías de los objetos fetiche dan, desde hace mucho, para toda clase de caricaturas, sátiras y versiones humorísticas. Una de las mejores es El arpa sin encordar (The Unstrung Harp, 1953), una breve historia del narrador y dibujante estadounidense Edward Gorey, en la que se describen las tribulaciones de Clavius Frederick Earbrass, un novelista neurasténico de principios del siglo XX, quien sufre lo indecible a la hora de emprender un proyecto literario y tiene su propio amuleto: no puede sentarse a escribir si no se ha puesto, al revés, un “suéter para deportes de origen olvidado e importancia desconocida”.
Un ejercicio con restricciones: escribir una historia de exactamente veintisiete palabras, en la que cada palabra comience con una letra distinta del alfabeto convencional (ABCDEFGHIJKLMNÑOPQRSTUVWXYZ) y todas se encuentren en orden alfabético.
En el caso de la Ñ y la X, se pueden usar palabras que usen dichas letras en la primera sílaba.
Hay al menos dos estrategias que pueden seguirse para hacer este ejercicio: es posible tratar de hacer una historia brevísima, o bien ofrecer una especie de sinopsis o resumen. El escritor y dibujante Edward Gorey hizo lo segundo en un libro ilustrado: El secante mortal (The Deadly Blotter, 1997) en el que reduce a su mínima expresión y casi sin fallar la trama típica de una novela policial a la manera de las de Agatha Christie. El texto se entiende mejor con los dibujos, que por ejemplo muestran el ambiente de sofisticación y riqueza que también es típico de estas historias, pero el texto se puede citar de todas formas:
Alarming behavior. (Comportamiento alarmante; es el de la sirvienta que descubre el crimen) Corpse. (Cadáver) Detective enters. (Entra detective) Fearful glances. (Miradas temerosas) Helpful irrelevancies. (Irrelevancias bienintencionadas; aquí los hombres y mujeres en la casa intentan ayudar al detective y señalan todos a un lugar distinto) Jitters. (Temblores) Knitting. (Tejer; aquí tal vez Gorey tuvo problemas con el alfabeto, pues el detective no mira a la mujer que teje sino al lector, con cara de desconcierto) Likely motives. (Motivos probables) Notable omissions. (Omisiones notables) Pointed questions. (Preguntas agudas; aquí y en las anteriores el detective está, por supuesto, llevando a cabo los interrogatorios y discusiones que lo llevarán a desenmascarar al culpable) Reluctance. (Reluctancia; de los sospechosos para responder, se entiende) Subtle trap. (Trampa sutil) Unmasked villain. (Villano desenmascarado) Who? (¿Quién?; los personajes se preguntan quién entre ellos es el asesino) Extenuation yields zero. (La extenuación da cero por resultado; la mujer que tejía es arrestada por la policía, con lo que tal vez la frase pueda leerse como una versión retorcida de «El crimen no paga»)
Como siempre, la sección de comentarios queda abierta para quien quiera intentar el ejercicio.
Para el trabajo en el curso de literatura de horror, he traducido «August Heat» de William Fryer Harvey (1885-1937), un cuento que encontré en la antología The Haunted Looking Glass (El espejo embrujado), una serie de cuentos fantásticos y de horror seleccionados por Edward Gorey.
W. F. Harvey publicó tres colecciones de relatos de fantasmas: La casa de la medianoche, La bestia de cinco dedos y Ambientes y tiempos, además de un libro para niños: Caprimulgus.
EL CALOR DE AGOSTO
W. F. Harvey
PENISTONE ROAD, CLAPHAM
20 DE AGOSTO DE 190…
Creo haber vivido el día más extraordinario de mi vida, y mientras los sucesos siguen frescos en mi mente quiero ponerlos por escrito con tanta claridad como pueda.
Permítanme comenzar diciendo que mi nombre es James Clarence Withencroft.
Tengo cuarenta años y gozo de perfecta salud: no he estado enfermo ni una sola vez.
De profesión soy artista, no muy exitoso, pero con mis dibujos a lápiz gano bastante dinero para satisfacer mis necesidades.
Mi única pariente cercana, una hermana, murió hace cinco años, de modo que soy independiente.
Desayuné esta mañana a las nueve y, después de echar un vistazo al periódico de la mañana, encendí mi pipa y procedí a dejar que mi mente vagara, con la esperanza de que diera con algo para dibujar.
En el cuarto, aunque puerta y ventanas estaban abiertas, se sentía un calor opresivo, y apenas había decidido que el lugar más fresco y confortable en el vecindario debía ser la parte más profunda de la piscina pública cuando la idea llegó.
Empecé a dibujar. Tan concentrado estaba en mi trabajo que no toqué mi almuerzo y sólo dejé de trabajar cuando el reloj de St. Jude dio las cuatro de la tarde.
El resultado final, con todo y ser un boceto apresurado, era (me sentí seguro de esto) lo mejor que hubiera hecho jamás.
El dibujo mostraba a un criminal en el banquillo inmediatamente después de escuchar su sentencia. El hombre era gordo, enormemente gordo: la carne le colgaba en rollos alrededor de la barbilla y creaba pliegues en su cuello ancho y grueso. Estaba rasurado (tal vez debería decir: unos días antes debía haberse visto rasurado) y era casi calvo. Sentado en el banquillo, sus dedos cortos y torpes se aferraban a la barandilla de madera. Miraba directo hacia el frente. El sentimiento que su expresión comunicaba no era tanto de horror como de colapso, total, absoluto.
Parecía no tener fuerzas para sostener su propia mole de carne.
Enrollé el boceto y, sin saber del todo por qué, lo puse en mi bolsillo. Entonces, con el raro sentimiento de felicidad que da el conocimiento de haber hecho algo bien, salí de mi casa.
Creo que tenía la intención de visitar a Trenton, porque recuerdo haber caminado por Lytton Street y haber dado la vuelta a la derecha por Gilchrist Road, al pie de la colina donde se trabaja en la nueva línea del tranvía.
Desde ese punto sólo tengo el recuerdo más vago de para dónde fui. Lo único de lo que estaba enteramente consciente era del horrible calor, que subía del asfalto polvoriento en oleadas casi palpables. Ansiaba oír los truenos que prometían unos grandes bancos de nubes del color del cobre, suspendidos muy abajo en el cielo del oeste.
Debo haber caminado cinco o seis millas cuando un niño me despertó de mi ensueño al preguntarme la hora.
Eran veinte para las siete.
Cuando el niño se fue empecé a fijarme en dónde estaba. Me encontraba de pie ante una puerta que llevaba a un patio bordeado por una cinta de tierra seca en la que había alhelíes y geranios. Sobre la entrada había un cartel con las palabras
CHARLES ATKINSON MONUMENTOS MÁRMOLES INGLESES E ITALIANOS
Del patio propiamente dicho llegaba un silbido alegre, el ruido de golpes de martillo y el sonido frío del metal sobre la piedra.
Un súbito impulso me hizo entrar.
Un hombre estaba sentado, dándome la espalda, trabajando en una losa de mármol curiosamente veteado. Se volvió hacia mí al oír mis pasos y al verlo me detuve.
Era el hombre que yo había estado dibujando, aquel cuyo retrato estaba en mi bolsillo.
Estaba ahí sentado, enorme, elefantino, con el sudor fluyendo de su calva, que él limpiaba con un pañuelo de seda roja. Pero aunque su cara era la misma, su expresión era totalmente diferente.
Me saludó sonriendo, como si fuéramos viejos amigos, y estrechó mi mano.
Yo me disculpé por mi intrusión.
—Afuera hace muchísimo calor y todo deslumbra —dije—. En cambio aquí parece un oasis en el desierto.
—No sé si será un oasis —contestó— pero ciertamente hace un calor infernal. Siéntese, señor.
Señaló un extremo de la lápida en la que trabajaba y yo me senté.
—Ésta es una piedra hermosa —dije.
Él agitó la cabeza.
—Lo es en cierto modo —contestó—; la superficie de este lado es tan buena como cualquiera podría desear, pero hay un gran defecto en la parte de atrás. A lo mejor usted no podría verlo, pero realmente este trozo de mármol no sirve para un buen trabajo. En un verano como éste se vería muy bien, no le pasaría nada con este maldito calor. Pero espere a que llegue el invierno. No hay nada como una helada para mostrar los puntos débiles de la piedra.
—¿Entonces para qué la va a usar? —pregunté.
El hombre rió a carcajadas.
—A lo mejor le suena raro, pero es para exhibirla. Los artistas hacen exhibiciones, los verduleros y los carniceros hacen exhibiciones, y nosotros también. Todas las nuevas tendencias en lápidas, ya sabe..
Continuó hablando de mármoles, cuáles aguantaban mejor el viento y la lluvia y cuáles eran más fáciles de trabajar; luego, de su jardín y de una nueva variedad de clavel que había comprado. Cada par de minutos dejaba sus herramientas, se limpiaba la cabeza brillante y maldecía el calor.
Yo dije poco porque me sentía incómodo. Había algo antinatural, siniestro, en haber encontrado a aquel hombre.
Primero quise persuadirme de que debía haberlo visto antes: de que su cara, aunque me pareciera desconocida, debía tener un lugar en algún rincón apartado de mi memoria, pero entendí que aquello sólo era una forma razonable de engañarme a mí mismo.
El señor Atkinson terminó su trabajo, escupió en el suelo y se levantó con un suspiro de alivio.
—¡Listo! ¿Qué le parece? —dijo, con evidente aire de orgullo.
La inscripción, que leí entonces por primera vez, era ésta:
DEDICADO A LA MEMORIA
DE
JAMES CLARENCE WITHENCROFT
NACIDO EL 18 DE ENERO DE 1860
MURIÓ REPENTINAMENTE
EL 20 DE AGOSTO DE 190…
“En mitad de la vida llegamos la muerte”
Por un tiempo me quedé sentado en silencio. Entonces un escalofrío bajó por mi espalda. Le pregunté dónde había visto el nombre.
—Oh, no lo vi en ninguna parte —respondió el señor Atkinson—. Quería algún nombre, y escribí el primero que se me ocurrió. ¿Por qué lo pregunta?
—Es una extraña coincidencia, pero resulta que es mi nombre.
Él dio un silbido largo y grave.
—¿Y las fechas?
—Sólo puedo estar seguro de una, y es la correcta.
—¡Qué cosa más extraña! —dijo él.
Pero él sabía menos que yo. Le conté de mi trabajo de la mañana. Saqué el boceto de mi bolsillo y se lo mostré.
Mientras lo miraba, la expresión de su cara se fue alterando hasta parecerse a la del hombre que yo había dibujado.
—¡Y pensar que apenas antier —comentó— le dije a Maria que los fantasmas no existen!
Ninguno de los dos había visto un fantasma, pero entendí a qué se refería.
—Usted probablemente escuchó mi nombre —dije.
—¡Y usted debe haberme visto en alguna parte y no se acuerda! ¿No estuvo en Clacton-on-Sea en julio pasado?
Nunca en mi vida he estado en Clacton. Nos quedamos callados por un tiempo. Los dos mirábamos la misma cosa: las dos fechas en la lápida, de las cuales una era correcta.
—Pase adentro y cene con nosotros —dijo el señor Atkinson.
Su esposa es una mujer pequeña y alegre, con las mejillas rojas y resecas de quienes se crían en el campo. Él me presentó como un amigo suyo que era artista. Esto fue desafortunado: luego de que quitara de la mesa las sardinas y los berros, ella sacó una Biblia de Doré y tuve que sentarme y expresar mi admiración durante cerca de media hora.
Salí y encontré a Atkinson sentado en la lápida, fumando.
Reanudamos nuestra conversación donde la habíamos dejado.
—Perdone la pregunta —dije—, pero ¿sabe de algo que haya hecho por lo que pudieran llevarlo a juicio?
Él agitó la cabeza.
—No estoy en bancarrota, el negocio es bastante próspero. Hace tres años le di pavos a algunos policías en Navidad, pero es lo único que se me ocurre. Y no eran pavos grandes —agregó después de pensarlo un poco.
Se levantó, tomó una regadera del porche y empezó a regar las flores.
—Dos veces al día cuando hace calor —dijo— y a veces el calor acaba con las más delicadas de todos modos. ¡Y los helechos, Dios mío! Nunca lo soportan. ¿Dónde vive usted?
Le di mi dirección. Me tomaría una hora regresar a pie, yendo a buen paso.
—Mire, la cosa es así —dijo—. Vamos a hablar de esto sin rodeos. Si usted regresa a su casa esta noche, corre el riego de accidentarse. Un carro puede atropellarlo, y siempre puede haber cáscaras de plátano o de naranja, por no hablar de escaleras que caen.
Hablaba de lo improbable con una intensa seriedad que hubiera sido risible seis horas antes. Pero yo no me reí.
—Lo mejor que podemos hacer —continuó— es que usted se quede aquí hasta las doce. Iremos arriba a fumar; a lo mejor hace menos calor.
Para mi sorpresa, acepté.
* * *
Ahora estamos sentados en un cuarto bajo y largo debajo del segundo piso. Atkinson ha mandado a la cama a su mujer. Él está ocupado, afilando algunas herramientas con una piedra de afilar mientras se fuma uno de mis cigarros.
El aire parece cargado de truenos. Escribo esto sobre una mesa temblorosa ante la ventana abierta. Una pata está a punto de romperse, y Atkinson, quien parece un hombre hábil con sus herramientas, va a arreglarla tan pronto como haya terminado de afilar su cincel.
Ya son las once. Me habré marchado en menos de una hora.
Pero este calor es espantoso.
Es de los que vuelven loca a la gente.