He aquí un cuento relativamente poco conocido del gran Edgar Allan Poe (1809-1849), maestro de la narrativa breve, precursor influyentísimo de la literatura contemporánea y objeto de varios homenajes en este sitio (incluyendo, hace diez años, este acopio de textos para su bicentenario).
La narración no se parece a las que acostumbramos asociar al escritor: tiene forma de diálogo y sus únicos personajes son dos espíritus, o ángeles, que hablan sobre ciencia (filosofía, dice Poe, al modo de su propio tiempo) mientras flotan por el cosmos. Pero la pasión, el arrebato, el dolor aparecen de manera inesperada en las lecciones que el ángel más «joven», Oinos, recibe del otro, Agathos, y el resultado es sorprendente. En la literatura occidental, el Más Allá es en muchas ocasiones una fantasía optimista: la vida tras la muerte, la redención tras el sufrimiento en el mundo. Pero ningún pensamiento muere tampoco, dice Poe, y en el universo que él inventa todos ellos, incluyendo los desdichados, se vuelven visibles y eternos.
«The Power of Words» se publicó por primera vez en la revista Democratic Review en junio de 1845. La traducción es mía, recién hecha y parte de un proyecto que, si todo sale bien, será publicado este mismo año.
EL PODER DE LAS PALABRAS
Edgar Allan Poe
Oinos. — Perdona, Agathos, la debilidad de un espíritu que estrena las alas de la inmortalidad.
Agathos. — No has dicho nada, mi Oinos, por lo que deba exigirse perdón. Ni siquiera aquí es el conocimiento una cosa de intuición. Si buscas sabiduría, pídela con libertad a los ángeles, y se te dará.
Oinos. — Imaginaba que, en esta existencia, conocería de inmediato todas las cosas, y sería feliz al conocerlo todo.
Agathos. — ¡Ah, pero la felicidad no está en el conocimiento, sino en la adquisición de conocimiento! Saber siempre más es nuestra bendición eterna; saberlo todo sería la maldición de un demonio.
Oinos. — Pero ¿acaso el Altísimo no lo sabe todo?
Agathos. — Esa, dado que Él es el Más Bendecido, debe ser todavía la única cosa desconocida hasta para Él.
Oinos. — Pero, si con cada hora crecemos en conocimiento, ¿al final no se sabrán todas las cosas?
Agathos. — ¡Contempla las distancias abismales! Intenta llevar tu mirada a través de las vistas incontables de las estrellas, mientras nos desplazamos despacio a través de ellas, así…, así…, así. ¿No ocurre que incluso la visión espiritual es detenida por las continuas paredes de oro del universo, las que están formadas por las miríadas de cuerpos resplandecientes cuyo solo número parece convertirlos en una unidad?
Oinos. — Claramente percibo que no es un sueño la infinitud de la materia.
Agathos. — No hay sueños en el Edén…, pero aquí se murmura que el único propósito de esta infinitud de la materia es permitir infinitas fuentes en las que el alma pueda calmar la sed de saber que es para siempre inextinguible en su interior, dado que saciarla por completo sería extinguir la propia alma. Pregúntame, pues, mi Oinos, libremente y sin miedo. ¡Ven! Dejaremos a la izquierda la clamorosa armonía de las Pléyades, y volaremos hacia fuera desde el trono, hacia las praderas estrelladas más allá de Orión, donde en vez de violetas, pensamientos y trinitarias encontraremos arriates de soles triples y tricolores.
Oinos. — Y ahora, Agathos, mientras avanzamos, ¡instrúyeme! Háblame con los tonos familiares de la Tierra. No entendí lo que acababas de insinuarme sobre los modos o métodos de lo que, durante la vida mortal, acostumbrábamos llamar Creación. ¿Quieres decir que el Creador no es Dios?
Agathos. — Quiero decir que la Deidad no crea.
Oinos. — ¡Explícate!
Agathos. — Sólo en el comienzo creó. Las innumerables criaturas que existen hoy en todo del universo, perpetuamente surgiendo a la existencia, sólo pueden considerarse un resultado mediato o indirecto, no inmediato ni directo, del poder creativo divino.
Oinos. — Entre los hombres, mi Agathos, esa idea sería considerada enormemente herética.
Agathos. — Entre los ángeles, mi Oinos, se le ve como simplemente cierta.
Oinos. — Puedo comprenderte hasta aquí: que ciertas operaciones de lo que llamamos la Naturaleza, o las leyes naturales, darán bajo ciertas condiciones origen a lo que tiene toda la apariencia de creación. Poco antes de la caída final de la Tierra, hubo, me acuerdo bien, muchos experimentos muy exitosos de lo que algunos filósofos llamaron tontamente “creación de animálculos”.
Agathos. — Los casos de los que hablas fueron, en realidad, ejemplos de creación secundaria…, y de la única especie de creación que ha habido jamás desde que la primera palabra dio existencia a la primera ley.
Oinos. — Los cuerpos estelares que, desde el abismo de la no-existencia, brotan cada hora hacia los cielos, ¿no son esas estrellas, Agathos, obra inmediata de la mano del Rey?
Agathos. — Déjame tratar, mi Oinos, de llevarte paso a paso a este concepto. Sabes bien que, igual que ningún pensamiento puede morir, ningún acto tiene menos que infinitas consecuencias. Movíamos las manos, por ejemplo, cuando éramos habitantes de la Tierra, y al hacerlo hacíamos vibrar a la atmósfera que la circundaba. Esta vibración se extendía infinitamente hasta que daba impulso a cada partícula de aire terrestre, que a partir de entonces, y para siempre, era animado por aquel movimiento de la mano. Los matemáticos de nuestro mundo sabían bien este hecho. De hecho, llegaron a calcular con exactitud los efectos ejercidos en un fluido por impulsos especiales, de modo que fuera fácil determinar en qué tiempo preciso llegaría a rodear el mundo un impulso de determinada fuerza, afectando (para siempre) a cada átomo de la atmósfera circundante. Mediante retrogradación, no tenían dificultad en determinar, para un efecto y unas condiciones dadas, el valor de su impulso original. Ahora bien, los matemáticos que vieron que los resultados de cualquier impulso dado eran absolutamente interminables, y que una parte de esos resultados se podía rastrear con exactitud por medio del análisis algebraico –y que vieron también la facilidad de la retrogradación–, esos hombres, digo, vieron al mismo tiempo que esta especie de análisis tenía en sí misma la posibilidad de progreso indefinido: que no había límites concebibles a su avance y aplicabilidad, excepto dentro del intelecto de quien lo hacía progresar o lo aplicaba. Pero en este punto, nuestros matemáticos se detuvieron.
Oinos. — ¿Y por qué, Agathos, deberían haber continuado?
Agathos. — Porque más allá había algunas consideraciones de profundo interés. De lo que ellos sabían, se podía deducir que para un ser de infinito entendimiento –uno para el cual la perfección del análisis algebraico se mostrara plena–, no habría dificultad en rastrear cada impulso dado al aire, y al éter a través del aire, hasta sus más remotas consecuencias en la más infinitamente remota época del tiempo. De hecho, se puede demostrar que cada impulso dado al aire influye, finalmente, en cada cosa individual que existe en el universo…, y el ser de infinito entendimiento que hemos imaginado podría rastrear las ondulaciones remotas de ese impulso: rastrearlas hacia arriba y hacia delante en sus influencias sobre todas las partículas de toda la materia, para siempre, en sus modificaciones de viejas formas –o, dicho de otro modo, en la creación de nuevas formas–, hasta llegar a ellas reflejadas, ya sin más efecto, en el trono de Dios. Y este ser no sólo podría hacer esto, sino que en todo tiempo, si se le diera un cierto resultado –si se le propusiera inspeccionar uno de estos cometas innumerables, por ejemplo–, no tendría dificultad en determinar, por retrogradación analítica, a qué impulso original se debió. Este poder de retrogradación, con absoluta plenitud y perfección; esta facultad de relacionar en todas las épocas todos los efectos a todas las causas, es por supuesto prerrogativa única de la Divinidad. Pero en cualquier otro grado, por debajo de la perfección absoluta, ese poder lo tienen las huestes completas de las Inteligencias Angélicas.
Oinos. — Pero sólo hablas de impulsos en el aire.
Agathos. — Al hablar del aire, me refería solamente a la Tierra. Pero la proposición general es aplicable a impulsos sobre el éter, que como penetra, y es lo único que penetra, todo el espacio, es por lo tanto el gran medio de la creación.
Oinos. — ¿Entonces todo movimiento, de cualquier naturaleza, crea?
Agathos. — Así debe ser. Pero una filosofía verdadera ha enseñado por largo tiempo que la fuente de todo movimiento es el pensamiento, y la fuente de todo pensamiento es…
Oinos. — Dios.
Agathos. — Te he hablado, Oinos, como a una criatura de la bella Tierra que pereció hace poco, acerca de impulsos sobre la atmósfera terrestre.
Oinos. — Así fue.
Agathos. — Y mientras hablaba, ¿no te pasó por la mente algún pensamiento sobre el poder físico de las palabras? ¿No es cada palabra un impulso dado al aire?
Oinos. — Pero, Agathos, ¿por qué lloras? ¿Y por qué…, oh, por qué tus alas se cierran mientras flotamos sobre esta hermosa estrella, la más verde y a la vez la más terrible de las que hemos encontrado en nuestro vuelo? Sus brillantes flores parecen un sueño de hadas…, pero sus fieros volcanes parecen las pasiones de un corazón violento.
Agathos. — ¡Lo son! ¡Lo son! Esta estrella salvaje… Ya son tres siglos desde que, con las manos unidas y los ojos llorosos, a los pies de mi amor…, yo la dije: la hice nacer con unas cuantas frases apasionadas. Sus brillantes flores son mis más queridos sueños sin realizar, y sus rugientes volcanes son las pasiones del corazón más turbulento y más impío.
Va un nuevo ejercicio después de una pausa obligada: el cuento y su reverso (aviso, por si es necesario, que incluye spoilers –adelantos– de un cuento de Shirley Jackson).
La del cuento «clásico» es una estructura narrativa muy conocida y utilizada. En las tres partes habituales de una narración (planteamiento, desarrollo y conclusión) se coloca información sobre personajes y sucesos en el mundo narrado que va aumentando la tensión dramática, es decir, la expectativa o interés de quien está leyendo, a partir de que lo narrado se va complicando. Al final se llega a un momento de máxima emoción e impacto (el famoso «clímax» o «momento climático» tras del cual el cuento termina). Esta emoción se va preparando con ciertas informaciones cruciales sembradas a todo lo largo de la narración, que sirven para dar lógica a lo que suceda en el clímax. Las bases de esta idea están en autores que van desde Aristóteles hasta Edgar Allan Poe (y en nuestra época, hasta quienes emplean esa estructura narrativa en el cine y la televisión).
Ahora bien, la estructura «clásica» tiene un reverso, también adelantado por Poe: es la estructura «de misterio», en la cual el suceso más emotivo o impactante tiene lugar en la primera parte de la narración (el planteamiento) o incluso, de forma sugerida, antes de ella. El grueso del texto es la investigación o averiguación de las causas de dicho suceso, hasta llegar a una explicación clara y racional del mismo en la conclusión. Comúnmente se asocia este tipo de narraciones con relatos de crimen, como lo hizo el propio Poe, pero también se puede utilizar para describir cualquier otro tipo de averiguación o investigación. En la imagen que sigue se puede ver un par de diagramas donde la forma clásica y la forma de misterio se explican: de cierta forma, la segunda es la clásica al revés. La tensión dramática disminuye en vez de aumentar y el interés se logra a partir de involucrar a quien esté leyendo en un proceso racional, no emotivo. Las informaciones cruciales del cuento clásico, que justifican su conclusión, se convierten en «pistas» que se van descubriendo a lo largo de la investigación y sirven para aclarar la verdad.
Un gran ejemplo es la averiguación que se puede leer en «Los crímenes de la calle Morgue». La escena del crimen se describe de manera brutal, la explicación del final es desapasionada, y una vez que se sabe lo que realmente sucedió es posible imaginar una narración que contara exclusivamente los hechos que llevaron al asesinato, y que culminara con éste, de forma totalmente clásica.
El ejercicio propuesto es el siguiente: tomar un cuento de forma clásica (por ejemplo, «La lotería» de Shirley Jackson) y redactar a partir de él un cuento de misterio, es decir, empezar relatando el clímax, o sus resultas, y luego contar la averiguación de las causas del suceso hasta llegar a una explicación de los hechos.
Si se usa como base el cuento de Jackson, la muerte de la señora Hutchinson sería sólo el punto de partida: podría haber un investigador (un detective) que se enterara del descubrimiento de un cadáver apedreado, se intrigara por esa forma tan rara de morir y fuera a averiguar lo que sucedió, y por qué, a aquel pueblo pequeño. Poco a poco iría descubriendo que sus habitantes, aunque no quieren hablar del tema, están todos implicados en un extraño ritual…
Como siempre, quien se interese en realizar el ejercicio puede publicar aquí su texto o enlazar a una publicación en un blog u otro sitio.
Me gusta sentir miedo en la noche, ¿podría darme una lista de relatos para leer en la noche?
Por supuesto, la respuesta debía ser una lista de relatos de miedo. He hecho una selección de veinte.
Como con cualquier vertiente de la literatura popular, a la hora de hablar de este tipo de narraciones se han hecho distinciones y subdivisiones incontables. Para evitarlas aquí, no menciono ninguna. La mayoría de los textos que seleccioné podrían describirse como de horror sobrenatural, tal como lo entendía H. P. Lovecraft –el que logra sus efectos a la hora de describirnos un encuentro inquietante con lo desconocido, lo indescriptible, lo que está más allá de la experiencia humana común–, pero no todos. Lo que los une es simplemente su carácter perturbador: varios de ellos asustaron enormemente a un lector joven y de mucha imaginación –yo mismo– que no los ha olvidado pese a haberlos leído hace muchos años, y todos se proponen afectar a sus lectores de manera sutil, insidiosa. Más que describir horrores evidentes, como el cine gore con sus imágenes de vísceras, los cuentos quieren dejar imágenes, ideas, anécdotas inquietantes que sobrevivan a su primera lectura. Con frecuencia, al leer es posible preguntarse qué se sentiría tener las experiencias espantosas que viven los personajes: esa cercanía de la imaginación es parte de lo que los hace memorables, así como un requisito para disfrutarlos (para lograr el «estremecimiento agradable» del horror, como decía Edgar Allan Poe).
La lista está ordenada por los apellidos de sus autores. Los incisos traen enlaces a versiones en línea de los cuentos cuando he podido encontrarlas. No pongo resúmenes de las historias: lo que hay que hacer es leerlas.
Por supuesto, esta lista no pretende ser la de «los veinte mejores cuentos» ni mucho menos la de «los únicos veinte». Son veinte, son los que están, son todos excelentes, y nada más. En una lista semejante que hice –hace unos años– de libros de ciencia ficción, hubo muchas sugerencias de más textos por parte de lectores y visitantes del sitio. Ojalá aquí suceda lo mismo.
Da gusto que la editorial española Páginas de Espuma haya publicado Transformación y otros cuentos, colección de tres narraciones breves de Mary Shelley, en 2010. Da gusto también que el libro haya sido reimpreso en México al año siguiente, para disminuir su costo al público nacional, por Colofón. Igualmente da gusto que Marian Womack, muy interesante escritora gaditana, haya sido la encargada de la traducción y del prólogo.
Hay que alegrarse, en fin, y lo digo con toda sinceridad: Mary Shelley es más mencionada que leída, y la imagen popular de su obra más importante –la novela Frankenstein o El moderno Prometeo (1819)– proviene sobre todo de sus versiones cinematográficas. Y hay que leer a Mary Shelley. Si no bastan la originalidad de su imaginación y de su prosa, siempre se puede agregar que es una escritora pertinente: su obra tiene un lugar privilegiado en la historia literaria de occidente porque al mismo tiempo introdujo al menos una idea que, al parecer, ya no va a abandonarnos –la razón como causa de una subversión o crisis de lo humano–, y dos personajes icónicos, multiformes, capaces de articular esa idea y de existir a su vez en incontables versiones: junto al monstruo, por supuesto, está siempre el científico impío/megalómano/trágico que lo crea y debe afrontar las consecuencias de su curiosidad o su arrogancia.
Como la obra de Shelley no es sólo Frankenstein, los cuentos de este volumen pueden servirle al lector curioso –además de interesarlo, entretenerlo, etcétera– como muestra de una amplitud mayor de las preocupaciones de la escritora y también de la constancia de ciertos de sus temas: “Transformación” sugiere la inconstancia de la identidad y de la percepción –la diferencia entre el hombre y el monstruo– en una trama alrededor de un pacto fáustico; “El mal de ojo” cuenta una historia sumamente improbable pero no sobrenatural –con pretensiones análogas, pues, a las de la moderna ciencia ficción, de la que Shelley es precursora– alrededor de otro tipo de desdoblamiento: el mal que sufre un personaje lo lleva a infligir el mismo mal a otros, pero también a la oportunidad de redimirse; por último, “El inmortal mortal” tiene como protagonista a un hombre que ha conseguido eludir a la muerte, desde luego, pero el texto se concentra en la forma en la que la eternidad se vuelve monstruosa pues distancia al personaje del resto de la especie humana, y lo condena a una soledad terrible…
(Si este último argumento suena como el de muchas otras historias, incluyendo numerosas películas, hay que recordar que el cuento de Shelley se adelanta a todas ellas. En un tiempo en el que la tarea exigía un genio creativo extraordinario, Mary Shelley exploró, como pocos autores de la historia, el sentido y los límites de nuestra naturaleza.)
Los anteriores son los motivos para celebrar este libro. Sin embargo, aparte de esta exploración y del valor que da a la obra de Shelley, un tema importante que se plantea en el prólogo de Transformación es el del cuento como género literario. Y aquí hay un problema, pues el texto de Womack resulta, por lo menos, desconcertante. No me refiero a los términos teóricos que utiliza, y que son los europeos –hasta un lector mexicano poco versado en el tema notará con facilidad que el “relato” español es el “cuento” latinoamericano, por ejemplo, y no el “relato” como se entiende aquí–, sino a su premisa central. “El relato corto históricamente es un vástago, una ramificación, de la novela” (!), escribe Womack, y continúa describiendo el origen de las historias breves a partir de las condiciones de publicación de la novela por entregas en Inglaterra durante el siglo XIX; en las revistas impresas, donde en ocasiones quedaban espacios sobrantes o demasiado pequeños para ser ocupados por una entrega típica de novela, los cuentos habrían surgido como relleno y se habrían desarrollado ante un público que no los esperaba, en una especie de laboratorio de condiciones muy ventajosas, para especializarse en diferentes temas y formas.
Esto subordina el desarrollo entero del cuento como género a una serie de innovaciones en las técnicas de impresión, y en sus efectos sobre el mercado editorial, que el prólogo fecha entre 1840 y 1871. Por lo tanto, no toma en cuenta las aportaciones formales ni la obra de (para empezar) Nathaniel Hawthorne (1804-1864) y Edgar Allan Poe (1809-1849), otros dos sospechosos habituales de haber inventado el cuento… y tampoco reconoce, por lo demás, que nombrar a Poe y Hawthorne puede ser igualmente incorrecto. Aunque lo más habitual en nuestra época es no ir pasar del siglo XIX y de la literatura en lengua inglesa al hablar de los orígenes del cuento, lo cierto es que poner ese límite es ignorar que un precursor claro y mucho más antiguo de la narración breve es, por supuesto,la tradición oral: las historias populares que fueron la base de las kunstmärchen alemanas –el «cuento de hadas literario» de los siglos XVIII y XIX– y, por supuesto, de sus ramificaciones en autores como Poe, Hawthorne, Hans Christian Andersen… y la propia Mary Shelley.
(Famosamente, ésta leyó, junto con Percy Shelley, Lord Byron y John Polidori, textos de una antología alemana de cuentos de horror [fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Fantasmagoriana, traducción francesa de Das Gespensterbuch de Friedrich August Schulze] durante su estadía en la Villa Diodati, Suiza, en 1816. En aquel periodo, como se sabe, surgió la idea de Frankenstein.)
Tal vez la clave para aclarar la cuestión se menciona una sola vez, justo en la última oración del prólogo: “relato corto moderno”, escribe Womack, y el adjetivo podría acotar y reducir toda su argumentación.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Esta nota se publicó en la revista Posdata a principios de 2011]
El año pasado, los dos lanzamientos más publicitados de historias de vampiros firmadas por autores mexicanos fueron el de Vlad, la nouvelle de Carlos Fuentes que ya había aparecido algunos años antes en su libro Inquieta compañía, y el de Nocturna, la novela a cuatro manos de Guillermo del Toro y Chuck Hogan. Los dos libros se difundieron ampliamente; toda la discusión sobre ambos se quedó en sus superficies. Nadie se preguntó si alguno de los dos podía siquiera tener éxito en su intento de volver a escribir el Drácula de Stoker, que no sólo no ha sido olvidado sino que es la base de una tradición a la que Fuentes, Hogan y del Toro llegan tardísimo. Apenas hubo auténticas lecturas críticas de Vlad. Absolutamente nadie discutió las semejanzas de Nocturna –menos argumentales que de estilo y textura, por lo menos– con la obra de Justin Cronin, Joe Hill y otros autores de una nueva generación de autores de horror en lengua inglesa: la primera que puede llamarse realmente del siglo XXI.
No: las notas disponibles se quedaban en la repetición los lugares comunes que se dicen de absolutamente todo («gran obra nueva», «innovadora», «distinta a lo anterior»), el mismo chiste fácil («los políticos mexicanos son vampiros»: hubo periódicos que elogiaron esta bobería como si fuera un gran hallazgo) y la comparación con Crepúsculo. En el fondo, la opinión general es evidente: (más…)
Hoy, precisamente hoy, cumpliría 120 años H. P. Lovecraft, otro de los grandes reclusos de la literatura de occidente y el creador de una parte de la mejor literatura fantástica de los últimos cien años. Sus cuentos no son difíciles de hallar en la red pero, de todos modos, dejo aquí uno de ellos, como un homenaje: una de sus historias tempranas, en la que aparece uno de los más conocidos entre sus exploradores e investigadores de lo extraño.
Este personaje, con diferentes nombres, aparece muchas veces en la obra de Lovecraft: el hombre que se acerca a lo terrible, lo que está más allá de lo humano, y sólo por azar (o por las limitaciones de nuestro pobre espíritu) consigue escapar a todo lo que es peor que la locura y la muerte.
«The Statement of Randolph Carter» fue escrito en 1919 y se publicó en mayo de 1920 en The Vagrant. He revisado un poco esta traducción que no he podido situar y que se encuentra en muchos sitios de internet.
(Un detalle. Muchas veces se ha criticado el estilo de Lovecraft, calificándolo de recargado; si bien la calidad de sus textos no siempre es la misma, y el texto que sigue no es el que me parece su mejor obra –ésta sería, creo, «El que murmuraba en las tinieblas», un cuento de 1931–, es necesario considerar la personalidad que el escritor crea con esta habla nerviosa y repleta de adjetivos: como la de algunos personajes de Poe, empezando con el narrador de «El corazón delator», lo voz que escuchamos aquí es la de un hombre en su estado de mayor debilidad, cuando acaba de encontrarse con algo que lo sobrepasa por mucho y que reduce a nada la estatura humana.)
DECLARACIÓN DE RANDOLPH CARTER
H. P. Lovecraft
Les repito que no sé qué ha sido de Harley Warren, aunque pienso –y casi espero– que ya disfruta de la paz del olvido, si es que semejante bendición existe en alguna parte. Es cierto que durante cinco años fui su más íntimo amigo, y que he compartido en parte sus terribles investigaciones sobre lo desconocido. No negaré, aunque mis recuerdos son inciertos y confusos, que este testigo de ustedes pueda habernos visto juntos como dice, a las once y media de aquella terrible noche, por la carretera de Gainsville, camino del pantano del Gran Ciprés. Incluso puedo afirmar que llevábamos linternas y palas, y un curioso rollo de cable unido a ciertos instrumentos, pues todas estas cosas han desempeñado un papel en esa única y espantosa escena que permanece grabada en mi trastornada memoria. Pero debo insistir en que, de lo que sucedió después, y de la razón por la cual me encontraron solo y aturdido a la orilla del pantano a la mañana siguiente, no sé más que lo que he repetido una y otra vez. Ustedes me dicen que no hay nada en el pantano ni en sus alrededores que hubiera podido servir de escenario de aquel terrible episodio. Y yo respondo que no sé más de lo que vi. Ya fuera visión o pesadilla –deseo fervientemente que así haya sido–, es todo cuanto puedo recordar de aquellas horribles horas que viví, después de haber dejado atrás el mundo de los hombres. Pero por qué no regresó Harley Warren es cosa que sólo él, o su sombra –o alguna innombrable criatura que no me es posible describir–, podrían contar.
Como he dicho antes, yo estaba bien enterado de los estudios sobrenaturales de Harley Warren, y hasta cierto punto participé en ellos. De su inmensa colección de libros extraños sobre temas prohibidos, he leído todos aquellos que están escritos en las lenguas que yo domino; pero son pocos en comparación con los que están en lenguas que desconozco. Me parece que la mayoría están en árabe; y el infernal libro que provocó el desenlace –volumen que él se llevó consigo fuera de este mundo–, estaba escrito en caracteres que jamás he visto en ninguna otra parte. Warren no me dijo jamás de qué se trataba exactamente. En cuanto a la naturaleza de nuestros estudios, ¿debo decir nuevamente que ya no recuerdo nada con certeza? Y me parece misericordioso que así sea, porque se trataba de estudios terribles, a los que yo me dedicaba más por morbosa fascinación que por una inclinación real. Warren me dominó siempre, y a veces le temía. Recuerdo cómo me estremecí la noche anterior a que sucediera aquello, al contemplar la expresión de su rostro mientras me explicaba con todo detalle por qué, según su teoría, ciertos cadáveres no se corrompen jamás, sino que se conservan frescos y carnosos en sus tumbas durante mil años. Pero ahora ya no tengo miedo de Warren, pues sospecho que ha conocido horrores que superan mi entendimiento. Ahora temo por él.
Confieso una vez más que no tengo una idea clara de cuál era nuestro propósito aquella noche. Desde luego, se trataba de algo relacionado con el libro que Warren llevaba consigo –con ese libro antiguo, de caracteres indescifrables, que se había traído de la India un mes antes–; pero juro que no sé qué es lo que esperábamos encontrar. El testigo de ustedes dice que nos vio a las once y media en la carretera de Gainsville, de camino al pantano del Gran Ciprés. Probablemente es cierto, pero yo no lo recuerdo con precisión. Solamente se ha quedado grabada en mi alma una escena, y puede que ocurriese mucho después de la medianoche, pues recuerdo una opaca luna creciente ya muy alta en el cielo vaporoso.
Ocurrió en un cementerio antiguo; tan antiguo que me estremecí ante los innumerables vestigios de edades olvidadas. Se hallaba en una hondonada húmeda y profunda, cubierta de espesa maleza, musgo y yerbas extrañas de tallo rastrero, en donde se sentía un vago hedor que mi ociosa imaginación asoció absurdamente con rocas corrompidas. Por todas partes se veían signos de abandono y decrepitud. Me sentía perturbado por la impresión de que Warren y yo éramos los primeros seres vivos que interrumpíamos un letal silencio de siglos. Por encima de la orilla del valle, una luna creciente asomó entre fétidos vapores que parecían emanar de catacumbas ignoradas; y bajo sus rayos trémulos y tenues puede distinguir un paisaje repelente de antiguas lápidas, urnas, cenotafios y fachadas de mausoleos, todo convertido en escombros mohosos y ennegrecido por la humedad, y parcialmente oculto en la densa exuberancia de una vegetación malsana.
La primera impresión vívida que tuve de mi propia presencia en esta terrible necrópolis fue el momento en que me detuve con Warren ante un sepulcro semidestruido y dejamos caer unos bultos que al parecer habíamos llevado. Entonces me di cuenta de que tenía conmigo una linterna eléctrica y dos palas, mientras que mi compañero llevaba otra linterna y un teléfono portátil. No pronunciamos una sola palabra, ya que parecíamos conocer el lugar y nuestra misión allí; y, sin demora, tomamos nuestras palas y comenzamos a quitar el pasto, las yerbas, matojos y tierra de aquella morgue plana y arcaica. Después de descubrir enteramente su superficie, que consistía en tres inmensas losas de granito, retrocedimos unos pasos para examinar la sepulcral escena. Warren pareció hacer ciertos cálculos mentales. Luego regresó al sepulcro, y empleando su pala como palanca, trató de levantar la losa inmediata a unas ruinas de piedra que probablemente fueron un monumento. No lo consiguió y me hizo una seña para que lo ayudara. Finalmente, nuestra fuerza combinada aflojó la piedra y la levantamos hacia un lado.
La losa levantada reveló una negra abertura, de la cual brotó un hedor a miasmas tan nauseabundo que retrocedimos horrorizados. Sin embargo, poco después nos acercamos de nuevo al pozo, y encontramos que las exhalaciones eran menos insoportables. Nuestras linternas revelaron el arranque de una escalera de piedra, sobre la cual goteaba una sustancia inmunda nacida de las entrañas de la tierra, y cuyos húmedos muros estaban incrustados de salitre. Y ahora me vienen por primera vez a la memoria las palabras que Warren me dirigió con su voz melodiosa de tenor; una voz singularmente tranquila para el pavoroso escenario que nos rodeaba:
–Siento tener que pedirte que aguardes en el exterior –dijo–, pero sería un crimen permitir que baje a este lugar una persona de nervios tan frágiles como tú. No puedes imaginarte, ni siquiera por lo que has leído y por lo que te he contado, las cosas que voy a tener que ver y hacer. Es un trabajo diabólico, Carter, y dudo que nadie que no tenga una voluntad de acero pueda pasar por él y regresar después a la superficie vivo y en su sano juicio. No quiero ofenderte, y bien sabe el cielo que me gustaría tenerte conmigo; pero, en cierto sentido, la responsabilidad es mía, y no podría llevar a un manojo de nervios como tú a una muerte probable, o a la locura. ¡De verdad no te puedes imaginar cómo es realmente esa cosa! Pero te doy mi palabra de mantenerte informado, por teléfono, de cada uno de mis movimientos. ¡Tengo aquí cable suficiente para llegar al centro de la tierra y volver!
Aún resuenan en mi memoria aquellas serenas palabras, y todavía puedo recordar mis objeciones. Parecía yo desesperadamente ansioso de acompañar a mi amigo a aquellas profundidades sepulcrales, pero él se mantuvo inflexible. Incluso amenazó con abandonar la expedición si yo seguía insistiendo, amenaza que resultó eficaz, pues sólo él poseía la clave del asunto. Recuerdo aún todo esto, aunque ya no sé qué buscábamos. Después de haber conseguido mi reacia aceptación de sus propósitos, Warren levantó el carrete de cable y ajustó los aparatos. A una señal suya, tomé uno de éstos y me senté sobre la lápida antigua y descolorida que había junto a la abertura recién descubierta. Luego me estrechó la mano, se cargó el rollo de cable y desapareció en el interior de aquel indescriptible osario.
Durante un minuto seguí viendo el brillo de su linterna y oyendo el crujido del cable a medida que lo iba soltando; pero luego la luz desapareció abruptamente, como si mi compañero hubiera doblado un recodo de la escalera, y el crujido dejó de oírse también casi al mismo tiempo. Me quedé solo; pero estaba en comunicación con las desconocidas profundidades por medio de aquellos hilos mágicos cuya superficie aislante aparecía verdosa bajo la pálida luna creciente.
Consulté constantemente mi reloj a la luz de la linterna eléctrica, y escuché con febril ansiedad por el receptor del teléfono, pero no logré oír nada por más de un cuarto de hora. Luego sonó un chasquido en el aparato, y llamé a mi amigo con voz tensa. A pesar de lo aprehensivo que era, no estaba preparado para escuchar las palabras que me llegaron de aquella misteriosa bóveda, pronunciadas con la voz más desgarrada y temblorosa que le oyera a Harley Warren. Él, que con tanta serenidad me había abandonado poco antes, me hablaba ahora desde abajo con un murmullo trémulo, más siniestro que el más estridente alarido:
–¡Dios! ¡Si pudieras ver lo que veo yo!
No pude contestar. Enmudecido, sólo me quedaba esperar. Luego volví a oír sus frenéticas palabras:
–¡Carter, es terrible…, monstruoso…, increíble!
Esta vez no me falló la voz, y derramé por el transmisor un diluvio de preguntas excitadas. Aterrado, seguí repitiendo:
–¡Warren! ¿Qué es? ¿Qué es?
De nuevo me llegó la voz de mi amigo, ronca por el miedo, teñida ahora de desesperación:
–¡No te lo puedo decir, Carter! Es algo que no se puede imaginar… No me atrevo a decírtelo… Ningún hombre podría conocerlo y seguir vivo… ¡Dios mío! ¡Jamás imaginé algo así!
Otra vez se hizo el silencio, interrumpido por mi torrente de temblorosas preguntas. Después se oyó la voz de Warren, en un tono de salvaje terror:
–¡Carter, por el amor de Dios, vuelve a colocar la losa y márchate de aquí, si puedes!… ¡Rápido! Déjalo todo y vete… ¡Es tu única oportunidad! ¡Hazlo y no me preguntes más!
Lo oí, pero sólo fui capaz de repetir mis frenéticas preguntas. Estaba rodeado de tumbas, de oscuridad y de sombras; y abajo se ocultaba una amenaza superior a los límites de la imaginación humana. Pero mi amigo se hallaba en mayor peligro que yo, y en medio de mi terror, sentí un vago rencor de que pudiera considerarme capaz de abandonarlo en tales circunstancias. Más chasquidos y, después de una pausa, se oyó un grito lastimero de Warren:
–¡Lárgate! ¡Por el amor de Dios, pon la losa y lárgate, Carter!
Algo en el habla infantil que acababa de emplear mi horrorizado compañero me devolvió mis facultades. Tomé una determinación y le grité:
–¡Warren, ánimo! ¡Voy para abajo!
Pero, a este ofrecimiento, el tono de mi interlocutor cambió a un grito de total desesperación:
–¡No! ¡No puedes entenderlo! Es demasiado tarde… y la culpa es mía. Pon la losa y corre… ¡Ni tú ni nadie puede hacer nada ya!
El tono de su voz cambió de nuevo; había adquirido un matiz más suave, como de una desesperanzada resignación. Sin embargo, permanecía en él una tensa ansiedad por mí.
–¡Rápido…, antes de que sea demasiado tarde!
Traté de no hacerle caso; intenté vencer la parálisis que me retenía y cumplir con mi palabra de correr en su ayuda, pero lo que murmuró a continuación me encontró aún inerte, encadenado por mi absoluto horror.
–¡Carter…, apúrate! Es inútil…, debes irte…, mejor uno solo que los dos… la losa…
Una pausa, otro chasquido y luego la débil voz de Warren:
–Ya casi ha terminado todo… No me hagas esto más difícil todavía… Cubre esa escalera maldita y salva tu vida… Estás perdiendo tiempo… Adiós, Carter…, nunca te volveré a ver.
Aquí, el susurro de Warren se dilató en un grito; un grito que se fue convirtiendo gradualmente en un alarido preñado del horror de todos los tiempos…
–¡Malditas sean estas criaturas infernales…, son legiones! ¡Dios mío! ¡Esfúmate! ¡¡Vete!! ¡¡¡Vete!!!
Después, el silencio. No sé durante cuánto tiempo permanecí allí, estupefacto, murmurando, susurrando, gritando en el teléfono. Una y otra vez, por todos esos eones, susurré y murmuré, llamé, grité, chillé:
–¡Warren! ¡Warren! Contéstame, ¿estás ahí?
Y entonces llegó hasta mí el mayor de todos los horrores, lo increíble, lo impensable y casi inmencionable. He dicho que me habían parecido eones el tiempo transcurrido desde que oyera por última vez la desgarrada advertencia de Warren, y que sólo mis propios gritos rompían ahora el terrible silencio. Pero al cabo de un rato, sonó otro chasquido en el receptor, y agucé mis oídos para escuchar. Llamé de nuevo:
–¡Warren!, ¿estás ahí?
Y en respuesta, oí lo que ha provocado estas tinieblas en mi mente. No intentaré, caballeros, dar razón de aquella cosa –aquella voz–, ni me aventuraré a describirla con detalle, pues las primeras palabras me dejaron sin conocimiento y provocaron una laguna en mi memoria que duró hasta el momento en que desperté en el hospital. ¿Diré que la voz era profunda, hueca, gelatinosa, lejana, ultraterrena, inhumana, espectral? ¿Qué debo decir? Esto fue el final de mi experiencia, y aquí termina mi relato. Oí la voz, y no supe más… La oí allí, sentado, petrificado en aquel desconocido cementerio de la hondonada, entre los escombros de las lápidas y tumbas desmoronadas, la vegetación putrefacta y los vapores corrompidos. Escuché claramente la voz que brotó de las recónditas profundidades de aquel abominable sepulcro abierto, mientras a mi alrededor miraba danzar las sombras amorfas, necrófagas, bajo la maldita luna menguante.
Y esto fue lo que dijo:
–¡Tonto, Warren ya está MUERTO![/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
La Feria del Libro de Azcapotzalco tiene varios días de inaugurada, y está en la explanada delegacional «Fernando Montes de Oca» Jerusalem y Avenida 22 de Febrero, colonia Azcapotzalco Centro, en el norte de la ciudad de México.
Si todo sale bien (y no tendría por qué no suceder así), este domingo 18 de abril, a las 13:00 horas, presentaremos allí Poliziano, la obra de teatro de Edgar Allan Poe que traduje y que publicó recientemente la editorial independiente La Guillotina. En lo que será mi primera salida en un buen rato, comentaré el libro, leeré tal vez algún fragmento y llevaré, de acuerdo con el proyecto de la editorial, ejemplares para regalar; tantos como sea posible. Si se animan a ir, allá nos vemos.
Después de mucho tiempo de espera, por fin ha salido la versión impresa de mi traducción de Poliziano, la tragedia inconclusa de Edgar Allan Poe que fue su única incursión en el mundo del teatro. El libro está publicado en edición bilingüe por la editorial de libros libres La Guillotina.
La obra es una rareza de Poe, habitualmente dejada de lado en las antologías; su historia, sin embargo, es muy interesante, porque está basada en un caso de nota roja del temprano siglo XIX, que Poe quiso adaptar y convertir en una suerte de drama isabelino, con escenarios de época y diálogos en pentámetro yámbico. Esta estrategia es, básicamente, la misma que la de «El misterio de Marie Roget», aquella aventura del detective Dupin que fingía resolver un crimen realmente cometido: los hechos no cambian pero sí su contexto y, sobre todo, la forma de contarlos. En la introducción del libro escribí que Poliziano se parece a «Marie Roget» y varios otros textos centrales de Poe en su intención de transformar la realidad más que dar la impresión de reproducirla: en anteponer la subjetividad del artista. Quizá es, incluso, de los primeros trabajos que permitieron al escritor vislumbrar esta posibilidad creativa.
La Guillotina se llama así porque utiliza papel sobrante de las imprentas, que de otra forma se habría desechado, lo que hace que los libros se puedan fabricar prácticamente gratis siempre que haya papel disponible (en este caso, por ejemplo, hubo que esperar hasta 2010, aunque el libro estaba pensado para aparecer el año pasado, a tiempo para el bicentenario de Poe); por otra parte, la editorial se llama de «libros libres» porque los ejemplares se regalan. No cuestan; ninguno de los involucrados ganamos dinero con esto. Quizá ganamos algo distinto.
La desventaja, por supuesto, es que los ejemplares tampoco se pueden distribuir en librerías, pero lo que haremos, para que los posibles interesados consigan su ejemplar, será llevarlos a donde vayamos y organizar presentaciones. Así que, mientras yo tenga ejemplares, podrán encontrar Polizianos en lecturas, mesas redondas y otras actividades semejantes de las se anuncian aquí en Las Historias.
Otra alternativa: si no les molestan los libros electrónicos, pueden descargar gratuitamente la edición digital de Poliziano, disponible en línea como todos los títulos de La Guillotina.
Este proyecto editorial es animado por Raúl Berea y Erika Mergruen, a quienes envío mis agradecimientos.
La presente nota es muy breve: con ella termina el proyecto Poe 2009, por el que se reunieron en esta bitácora, durante todo el año, diversos enlaces y textos relacionados con Edgar Allan Poe (1809-1849) en el bicentenario de su nacimiento. Todas las referencias y enlaces están disponibles en esta página, y seguirán allí para quien pueda servirse de ellos. Se incluyen comentarios críticos, ediciones digitales de los textos de Poe, reseñas y convocatorias de congresos y otras actividades, y más.
Sigo pensando lo mismo que hace un año: si la influencia de Poe es difícil de ver, es que está por todas partes, tanto en la literatura como más allá de ella y del resto de las artes. Todos los amigos y lectores que participaron a lo largo del año ofreciendo informaciones y textos (y cuyos nombres están listados en la página principal del proyecto) nos permitieron constatarlo a todos. Poe, felizmente, sigue entre nosotros, por igual con su leyenda negra y su obra brillante, con su teoría y su práctica de la escritura.
Quedan por agregar unos pocos enlaces a textos publicados aquí mismo y a un par que yo escribí. Los pondré más tarde. Entretanto, sólo me queda agradecer, y así lo hago: gracias a todos.
La primera de las novedades recientes de Poe en México es una nueva traducción de La caída de la casa de Usher. La segunda es Guarida del horror (¿por qué no La guarida…?), una compilación de historietas breves dibujadas por Richard Corben a partir de cuentos y poemas de Edgar Allan Poe y H. P. Lovecraft.
Además de tener muy descuidada nuestra propia tradición del cómic de horror, conocemos muy mal la de otros lugares e incluso la de los Estados Unidos, de cuya cultura importamos tantas cosas. Puede ser que, ignorantes del éxito que en otras épocas tuvieron historietas como Tradiciones y leyendas de la Colonia o El caballo del Diablo, más de un editor actual crea que nuestra tibia sociedad conservadora no se interesaría en semejantes historias. Si esto es verdad (si así lo creen), resulta aún más asombroso que Guarida del horror –traducción de una serie de especiales que, bajo el título de Haunt of Horror, fueron publicados por Marvel Comics– llegue a México publicada precisamente por Editorial Televisa, rama de esa empresa de medios que es de las más fervientes defensoras del conservadurismo y la «proverbial» sumisión del mexicano.
En todo caso, la oportunidad es excelente: no sólo Corben es un gran dibujante, más eficaz y poderoso a la hora de dibujar expresiones y actitudes humanas perturbadoras que de concentrarse en lo obviamente terrorífico (cuerpos desmembrados, calaveras, etcétera), sino que el libro incluye las adaptaciones y los textos adaptados. Que yo sepa, ésta es la primera antología de cómic publicada en México que ofrece algo semejante: la posibilidad de que el lector compare la fuente y la adaptación, y de que conozca a Poe y Lovecraft, si es el caso, acompañado por semejantes ilustraciones.
Un reparo que se podría hacer a algunas versiones (en especial, las de poemas como «El cuervo», «El día más feliz» o «El pozo») es que Corben y sus ocasionales colaboradores en los guiones –Rick Margopoulos y Rick Dahl– intentan exprimir un sentido macabro o una trama violenta de textos que no necesariamente los sugieren. Sin embargo, los textos originales permiten también comparar y ver qué tanto de ellos queda en las versiones de Corben, o hasta dónde pueden sugerir otras atmósferas y otros personajes.
Mauricio Matamoros se encargó de la traducción de los textos; sus versiones son las más precisas, decorosas y literarias que he visto en años en un cómic publicado en México. Un prólogo suyo abre el volumen (que hoy mismo se puede conseguir en puestos de revistas) y ayuda a poner en perspectiva las historias, para los lectores que lleguen a ellas por primera vez.