La señorita Dou
Un cuento de Pu Sung-Lin (1640-1715), un escritor que dedicó a su trabajo literario, según la leyenda, la vida entera… o los ratos de ocio que le dejaba un trabajo miserable de preceptor; Pu no consiguió nunca pasar los exámenes de ingreso a la burocracia china, tan impenetrable que se propaga, hasta en algunos de sus cuentos, a los cielos y las estrellas, y no llegó a enterarse de que se sus historias se convertirían en clásicas y resumirían una idea fascinante de lo maravilloso y lo mágico para lectores de muchos siglos posteriores. Este cuento también apareció primero en mi antigua bitácora, Ánima dispersa.
LA SEÑORITA DOU
Pu Sung-Lin
Nan Shan-Fu era uno de los hombres más ricos y respetables de Jin-Yang, un pequeño lugar de la provincia de Xiangxi. Aunque se trataba de una aldea tranquila, Nan Shan-Fu poseía una casa de campo a unos doce kilómetros, en la que pasaba la mayor parte del tiempo, meditando y componiendo poemas.
Un día, cuando regresaba a casa montado en un espléndido caballo, se vio sorprendido por una lluvia torrencial. Afortunadamente, muy cerca del lugar en el que le alcanzó la tormenta se levantaba un caserío y decidió buscar refugio en él. Sin saber por qué, escogió para guarecerse la casa con las puertas más grandes. Dentro vivía una familia de campesinos, que se pusieron a temblar de miedo, al verle, aunque tuvieron la delicadeza de invitarle a tomar asiento.
Nan Shan-Fu se sorprendió de que le trataran con tanta cortesía, sobre todo teniendo en cuenta que la habitación a la que le condujeron no podía estar más desordenada: El polvo se amontonaba sobre los escasos muebles y el suelo aparecía cubierto de una tupida capa de desperdicios y restos de comida. El dueño de la casa los limpió lo mejor que pudo y ordenó a su mujer que sacara algo de comer.
No pasó mucho tiempo antes de que Nan Shan-Fu saboreara una espléndida sopa de miel. Era tan deliciosa que, agradecido, pidió a su anfitrión que se sentara a su lado. Cuando lo hubo hecho, le preguntó por su nombre y el campesino respondió:
–Me llamo Dou Yen-Zhang, señor –y se retiró al interior de la casa a preparar un pollo y un poco de vino. Se notaba que, a pesar de su humilde condición, conocía los principios de la hospitalidad.
Cuando todo estuvo dispuesto, se encargó de servir la comida una muchacha de unos quince o dieciséis años. Era bellísima, aunque vestía unas prendas tan extrañas que sólo le dejaban visible la mitad de la cara. Eso bastó para que Nan Shan-Fu quedara al instante prendado de ella.
Su porte le impresionó de tal manera que no pudo quitársela de la cabeza en todo el día. La comodidad de su mansión fue insuficiente para hacerle olvidar semejante belleza. Se había convertido para él en una obsesión. Tanto que al día siguiente, en cuanto hubo amanecido, ordenó a sus criados que prepararan una buena cantidad de arroz y partió al galope hacia la humilde cabaña de los Dou. Aunque aquello no era más que una simple expresión de agradecimiento, lo que en realidad pretendía era ver de nuevo a la muchacha.
Su visión fue en esta ocasión tan fugaz que decidió repetir la visita al día siguiente, hasta que, finalmente, se terminó convirtiendo en una costumbre. De esa forma, la muchacha se familiarizó con su presencia, aunque nunca se atrevía a mirarle de frente. Se limitaba a sonreír y a bajar, tímida, la cabeza. Era claro que no existía para ella ningún afán de reclamo. Eso animó de tal manera a Nan Shan-Fu que, por muy ocupado que estuviera, raro era el día que no pasaba a visitarla.
Una tarde el caballero comprobó, esperanzado, que no había nadie en la casa y alargó su visita hasta la hora del crepúsculo. La señorita Dou le sirvió con el recato que la caracterizaba, pero él, presa de la pasión, la agarró de la mano y trató de aprovecharse de su buena fe. La muchacha se defendió con inesperada firmeza y dijo, en cuanto se sintió libre de sus brazos:
–No penséis que, porque seáis un hombre rico, podéis poseerme como a una cualquiera. Deberíais saber que no existe ninguna relación entre las monedas de oro y la virtud.
Nan Shan-Fu acababa de enviudar y se disculpó, diciendo:
–Lamento que hayáis malinterpretado mi gesto. Si he tratado de tomaros en mis brazos, ha sido, porque estoy decidido a casarme con vos. No existe para mí mujer más exquisita y estoy dispuesto a compartir con vuestra persona cuanto poseo.
–Si es eso cierto –replicó la muchacha–, ¿por qué no lo juráis?
Tomando por testigo al Cielo y a la Tierra, Nan Shan-Fu juró desposarse con ella y no volver a amar a ninguna otra mujer. Eso bastó para que la señorita Dou se le entregara allí mismo. Nan Shan-Fu creía estar soñando, pero su carne pronto le convenció de que no se trataba de ninguna ilusión.
Cada vez que tenía noticia de que Don Yen-Zhang se halla fuera de casa, corría junto a su hija y yacía con ella. Aunque la muchacha jamás le rechazaba, había perdido la alegría de los primeros momentos y reprendía a su amante, diciendo:
– ¿Por qué no pides, de una vez, mi mano? Eres un caballero y mi padre se sentirá orgulloso de entregarme a una persona de tu posición. ¿Por qué lo demoras tanto? ¿Es que ya no me amas?
Nan Shan-Fu juraba y perjuraba que todo se debía a los negocios que entonces se traía entre manos, pero, en cuanto regresaba a su mansión, se decía:
–¿Para qué atarme para siempre a una pueblerina? A pesar de su belleza, sus modales son toscos en extremo y desdicen claramente de la finura de mi educación. Si accedo a casarme con ella, todo el mundo se burlará de mí.
No pasó mucho tiempo antes de que se presentara en su casa una casamentera. La enviaba la familia más rica de toda la comarca y Nan Shan-Fu no se atrevió a rechazarla. Había oído, además, comentar que se trataba de una doncella bellísima y dotada de todas las cualidades que un hombre puede anhelar en una mujer. Eso le hizo olvidarse de la promesa dada a la hija de los Dou y terminó aceptando la proposición de la anciana.
El compromiso matrimonial se celebró con el fasto que era de esperar de familias tan renombradas. Toda la comarca se unió, alborozada, a los festejos, menos la señorita Dou, que para entonces estaba ya encinta. Cuando Nan Shan-Fu tuvo noticia de su estado, se negó a seguir viéndola, renunciando incluso a pasar por delante de su casa.
Una vez cumplido el tiempo, la muchacha dio a luz a un varón, pero sus padres no se alegraron de su alumbramiento. Al contrario, la hicieron azotar, tildándola de mala mujer. Acto seguido, el padre le exigió el nombre de la persona que la había deshonrado. De esa forma, se enteró que había sido el mismísimo caballero Nan Shan-Fu. Loco de ira, envió unos criados a su mansión, pero él negó de plano que tuviera algo que ver con el recién nacido. Comprendiendo que no había nada que hacer, Dou Yen-Zhang tomó al niño y lo abandonó en un campo, repudiando a continuación a su hija.
La muchacha suplicó a una vecina que fuera a contar a Nan Shan-Fu cuanto había ocurrido, pero él se negó, una vez más, a abrirle las puertas de su casa. Lejos de desanimarse, la señorita Dou buscó al niño por todos los páramos. Lo encontró, aterido de frío, poco antes de que se hubiera puesto el sol. Con indescriptible solicitud lo tomó en sus brazos y lo llevó a la mansión de Nan Shan-Fu. El hombre que custodiaba la puerta le echó el alto de un modo grosero y ella respondió:
–Si quieres salvarme la vida, vete a anunciar mi llegada a tu señor; de lo contrario, mi muerte pesará para siempre sobre tu conciencia. No pienses que soy una cobarde. Si me he arrastrado ante ti, no ha sido por mí, sino por el niño.
Impresionado, el portero corrió a dar cuenta de sus palabras a su amo, pero Nan Shan-Fu se negó a escucharlas, ordenándole, indignado:
–Cierra inmediatamente la puerta y no dejes entrar a nadie.
La hija de los Dou se acurrucó junto a las jambas y empezó a llorar, desconsolada. Su llanto se prolongó durante toda la noche. Al amanecer, el portero se extrañó de que hubiera remitido totalmente y descorrió los cerrojos, picado por la curiosidad. La muchacha estaba tan rígida como una rama seca de bambú. Aunque todavía seguía sosteniendo al niño en sus brazos, su cuerpo se hallaba tan frío como la superficie de un lago en invierno.
Al enterarse de lo ocurrido, Dou Yen-Zhang montó en cólera y corrió al palacio del gobernador a presentar una demanda. Todos los jueces se asombraron de la crueldad con la que había actuado Nan Shan-Fu, pero desestimaron el caso, porque hacía dos horas que les había hecho llegar unos regalos realmente espléndidos.
Toda la ciudad celebró, alborozada, su declaración de inocencia, particularmente la familia de la mujer con la que había de casarse dentro de muy poco tiempo. Su futuro suegro tuvo, incluso, la delicadeza de invitarle a cenar. Pero en cuanto se hubieron acallado los tañidos del kujeng, el anciano se quedó dormido y soñó con la hija de los Dou. Traía en brazos a un niño recién nacido y le advirtió en tono amenazador:
–Si consientes en que tu hija se despose con Nan Shan-Fu, vendré a pedirte cuentas y me llevaré su espíritu a los infiernos.
El anciano se despertó, sobresaltado, pero decidió seguir adelante con lo acordado, porque Nan Shan-Fu era un partido excelente y necesitaba su apoyo. ¿Para qué prestar, además, oídos a los sueños?
La ceremonia nupcial se celebró, pues, en el día y hora convenidos. Los regalos fueron espléndidos y el ajuar maravilló por igual a propios y extraños. Lo que más llamó la atención, sin embargo, fue la belleza de la novia. Su rostro recordaba al de una inmortal y sus vestidos y sus joyas superaban en lujo a los de las damas de la corte. Pese a todo, los invitados creyeron adivinar en su rostro una nota de profunda tristeza. Al preguntarle por el motivo, se echó a llorar, negándose obstinadamente a revelar la causa de tan extraña conducta.
Al cabo de varios días su padre se presentó de improviso en la mansión de Nan Shan-Fu. Parecía tan excitado que no se sabía si estaba riendo o llorando. Como una exhalación, se llegó hasta el dormitorio de su hija y lanzó un grito terrible. Señalándola con mano temblorosa, preguntó, muerto de espanto:
–¿Quién es esa mujer? ¡No puede ser la muchacha que un día trajo al mundo mi esposa, porque acabo de verla colgada de uno de los melocotoneros de tu jardín! ¿Cómo es posible que siga viva, cuando acabo de verla muerta?
Al oírlo, la mujer cambió de color y se desplomó en el suelo. Nan ShanFu corrió a auxiliarla, pero llegó demasiado tarde. Su esposa acababa de morir. Lo más desconcertante, no obstante, fue que, al darle la vuelta, sus rasgos se transformaron en los de la hija de los Dou. Presa del pánico, Nan Shan-Fu la dejó caer y corrió al jardín que había en la parte posterior de su mansión. La que había sido su esposa colgaba, en efecto, como fruto ya maduro, del mayor de sus melocotoneros.
Sin dar crédito a lo que veían sus ojos, hizo llamar a Dou Yen-Zhang y le contó cuanto acababa de suceder. El campesino pensó que se trataba de una broma de mal gusto e hizo abrir la tumba de su hija. El cadáver había desaparecido. El lugar en el que lo había enterrado se hallaba tan vacío como el tesoro de un palacio recién arrasado. Sin poder contener la ira, Dou Yen-Zhang agarró al caballero y lo llevó ante los tribunales. El juez se asombró de tan extraño suceso y ordenó llevar a cabo una investigación exhaustiva. Nan Shan-Fu se opuso de plano y le hizo entrega de una fuerte suma de dinero. De esa forma, todo quedó en una simple anécdota, que no trascendió las paredes del juzgado.
Sin embargo, cada vez que Nan Shan-Fu ponía los ojos en una joven, terminaba muriendo en extrañas circunstancias. Pronto adquirió fama de brujo y ninguna muchacha se atrevía a acercarse a él. Todas huían como hojas de arce arrastradas por los vientos invemales. Nan Shan-Fu supo, de esa forma, que estaba condenado a vivir soltero el resto de sus días. Pero no se desanimó. Recorrió cientos de kilómetros, hasta que llegó a una ciudad en la que nadie le conocía. Allí se prometió en matrimonio con la hija de un tal Dhzao, literato de cierto renombre.
Aún no se había fijado la fecha de la ceremonia, cuando corrió por toda la región la nueva de que un grupo de emisarios imperiales andaba reclutando doncellas para los harenes de la corte. Eso aceleró de tal forma la celebración de matrimonios que por doquier se veían muchachas camino de las casas de sus futuros esposos.
Nan Shan-Fu no se extrañó lo más mínimo, cuando un día se presentó en su casa una anciana que decía venir de parte de los Dhzao. La acompañaban cuatro criados con una litera cubierta de vistosos encajes. Tras anunciarse como una casamentera, la mujer dijo a Nan Shan-Fu:
–Como sabéis, el emperador anda buscando doncellas para sus harenes y hemos decidido traer a vuestra prometida antes de la fecha convenida. ¿Qué importa que los adivinos no hayan fijado esta hora? Cuando ruge el tigre, nadie se detiene a pensar si es de día o de noche.
–¿Cómo es que no vienen con vos los portadores del ajuar? –preguntó Nan Shan-Fu.
–¿Quién te ha dicho semejante cosa? –se defendió la anciana–. Vienen ahí detrás. Deberíais damos las gracias por habemos adelantado –y, despidiéndose de él, abandonó la mansión a una velocidad impropia de una persona de su edad.
Nan Shan-Fu clavó los ojos en su prometida y comprobó que se trataba de una mujer realmente bellísima. El rubor arreboló sus mejillas y bajó la vista al suelo con indescriptible coquetería. Nan Shan-Fu dio un paso atrás, sobresaltado. ¡Aquel era un gesto que repetía con harta frecuencia la hija de los Dou!
Su estado de turbación era tan profundo que ni siquiera se dio cuenta del momento en el que la muchacha se había metido en la cama. Vio sus ropas a los pies del lecho y en seguida supo que le esperaba una larga noche de amor. Se extrañó, no obstante, de que tuviera la cara totalmente tapada con la sábana, pero lo achacó a la timidez propia de una recién desposada.
Loco de excitación, se dispuso a yacer con ella. Apenas había empezado a quitarse la ropa, se presentaron unos criados y le anunciaron la visita de uno de los principales de la ciudad.
Era noche cerrada cuando el funcionario se levantó de la mesa y regresó a su mansión. Nan Shan-Fu se sorprendió de que aún no hubiera llegado el ajuar, pero no comentó con nadie sus sospechas. Como una exhalación, se llegó hasta el dormitorio y retiró con mano insegura las mantas que cubrían el cuerpo de su amada. Horrorizado, lanzó un grito que se escuchó en toda la ciudad. ¡La muchacha estaba rígida y fría como un carámbano!
Presa del pánico, Nan Shan-Fu corrió a la mansión de los Dhzao y les preguntó a qué hora le habían enviado a su hija. Los padres de la novia se miraron extrañados, porque la muchacha no se había movido de sus aposentos en todo el día.
A pesar de lo avanzado de la hora, la noticia corrió por toda la ciudad con la velocidad de un viento huracanado. Uno de los literatos que en ella habitaban, un hombre apellidado Tse, acababa de enterrar a su hija y, sin saber por qué, se vio compelido a hacer una visita a Nan Shan-Fu. Al llegar a su casa, se dirigió directamente al dormitorio y, sin encomendarse a nadie, echó para atrás las mantas. El rostro se le demudó, porque la mujer que allí yacía era la misma a la que había dado sepultura aquella tarde. Lo más asombroso, de todas formas, fue que estaba totalmente desnuda. ¿Cómo podía hallarse en semejante estado, si acababa de enterrarla con sus mejores galas?
Abandonándose a la ira, agarró a Nan Shan-Fu por el cuello y le llevó a los tribunales. El juez era un viejo conocido suyo y no tuvo más remedio que aceptar su pleito. Convocó a un grupo de alguaciles y se dirigió a toda prisa al lugar en el que se hallaba enterrada la hija de los Tse. Al levantar la losa, vieron, horrorizados, que la tumba estaba totalmente vacía.
Nan Shan-Fu fue condenado a muerte, pero nadie vertió una lágrima por él. ¿Quién iba a llorar por un fornicador de cadáveres?