A un año de su muerte, que tanto conmocionó a quienes lo conocíamos en persona o a través de sus libros, un cuento de Ignacio Padilla (1968-2016), narrador mexicano, miembro del famoso grupo del Crack, cervantista y gran practicante de la narrativa breve.
La palabra trampantojo significa ilusión óptica: esta es una narración policiaca de forma extraña, engañosa, en la que la investigación de un caso cerrado revela, tal vez, otros crímenes.
El cuento proviene del libro Los reflejos y la escarcha (2012) y fue publicado primero en la Revista de la Universidad.
TRAMPANTOJO
Ignacio Padilla
No confío en el tal Pankovsky. Supongo que estamos a mano: él tampoco confía en mí. Ese tipo va diciendo por ahí que le asusta mi estilo. Francamente, me da igual. Nunca pretendí tener estilo.Como sea, nada lograré con desconfiar de él. Tampoco lograré gran cosa con decírselo al teniente Buonano: de cualquier modo ese Pankovsky seguirá a mi lado hasta que sea demasiado tarde. Quiero decir: demasiado tarde para él. Debo asumir que el teniente Buonano no hará nada al respecto: dice que, de cualquier modo, yo no confío en nadie ni lograré que nunca nadie confíe en mí. Dice también que Pankovsky es demasiado joven para entender mi estilo, o para el caso, el estilo de cualquiera de los veteranos. La verdad, a mí me parece que, aunque fuera un octogenario, Pankovsky no entendería una mierda. Hay gente así en todos los oficios. El problema es que en este oficio particular los Pankovsky del mundo rara vez llegan a viejos: su candor los entumece, las manos les sudan, titubean a la hora de disparar. Y todo eso acaba por matarlos. Luego, encima, le piden a uno que se haga cargo de los funerales. Hay que armar un papeleo de mil diablos y enfrentar el dolor de una madre que rara vez es bella o tolerante. Ésas son las peores: nos miran a los veteranos como si tuviéramos la culpa de la muerte de sus pimpollos, nos reclaman no haber sabido proteger al fruto de sus entrañas, nos aborrecen como si hubiésemos conducido a la muerte a aquel muchacho, ay, dicen, tan bueno que era, y que tenía tanto futuro. Entiéndanlo de una vez, señoras: hombres como sus Pankovsky no tienen futuro en este oficio, no pueden tenerlo.
Algo me consuela saber que el recelo de Pankovsky apenas puede dañarme. Su desconfianza me atormenta menos que la desconfianza que yo estoy obligado a mostrarle. El otro día el teniente Buonano me salió con el cuento ése de que sesupone que un colega está ahí para cuidarte las espaldas. Cierto, le dije, se supone que así es, pero vamos, teniente, si le confiara mis espaldas a Pankovsky tampoco yo tendría futuro, ¿o sí? El teniente Buonano tendría que ver ahora mismo a su querido Pankovsky. Si estuviera aquí podría ver cómo le sudan las manos al muchacho. Sí, apostaría que le sudan las manos como a un condenado a muerte. Eso me enfada, desde luego, siempre me ha enfadado. Profundamente. Camino acá Pankovsky me ha preguntado qué se nos ha perdido en el domicilio particular de un Juez de Distrito. No he querido responderle. Luego el muy bestia inquirió si no tendríamos que contar con una orden de registro para ingresar en el departamento. Le he dicho que no suelo responder a preguntas zafias. Si acaso, habría debido responderle con otra pregunta, tendría que haberle preguntado: Dígame,Pankovsky, ¿con qué cargos podríamos haber solicitado una orden de registro para entrar legalmente en casa de un Juez de Distrito? No pregunté eso, preferí decirle: ¿Quién cree usted, Pankovsky, que emite las órdenes de registro? Pankovsky se lo pensó. No le di tiempo para responderme: Pues los Jueces de Distrito, sentencié. Ni más ni menos, muchacho.
Llegados acá, las cosas no han mejorado. A Pankovsky todavía le sudan las manos. Parece que le roba el alma la facilidad con la que hemos forzado los cerrojos del departamento del Juez de Distrito. Desde su puesto de observación junto a la puerta, Pankovsky mira la cerradura como si fuera un animal ponzoñoso. En algún momento me propuso cerrar el departamento mientras buscábamos lo que sea que hemos venido a buscar. No sea imbécil, le he dicho. Vigile usted, Pankovsky, y déjeme hacer mi trabajo.
El departamento se encuentra en el cuarto piso de un lujoso edificio en el centro de la ciudad. Es un edificio antiguo, seguramente construido a la vuelta del siglo. Tiene un frente de cantera amarilla similar a la del Palacio de la Asamblea. No bien entramos en el edificio, Pankovsky se dirigió apresuradamente al ascensor. Lo detuve y le informé que antes que cualquier cosa vamos a saludar al portero. ¿Cómo? ¿Al portero?, inquirió asombrado Pankovsky, y agregó que, si lo saludábamos, el portero le avisaría al juez que habíamos venido a inspeccionar su departamento. De eso se trata, Pankovsky, le dije. Pero, señor, insistió él, el Juez de Distrito nos denunciará por allanamiento de morada. No, le dije, si tenemos suerte, el juez hará cualquier cosa menos denunciarnos por allanamiento de su puta madre. Esto dicho saludé al portero con familiaridad. Pankovsky calló, sudó y obedeció. Volvimos al ascensor.
El departamento es amplio, ofensivamente amplio. Me sorprende no hallarlo tan ordenado como esperaba. Algo aquí no encaja con la imagen que me he ido haciendo de su dueño a lo largo de las últimas semanas. Quizás el Juez de Distrito se ha vuelto descuidado. Me consuela ver su dejadez como señal de que mis sospechas no son del todo infundadas. Desde los ventanales se ve la ciudad, el boulevard de las jacarandas, el borde del Canal Mayor, las esclusas. En el estudio hay un imponente escritorio de caoba. Dos libreros abarrotados. Sillones de piel. Me acerco a uno de los libreros, leo los títulos mientras Pankovsky sigue sudando como un condenado en la puerta principal, y observando la cerradura como si se tratara de un escorpión. Reconozco obras de Foucault y de Beccaria, un ejemplar raído de El extranjero, una edición francesa de El conde de Montecristo. No está mal para un simple Juez de Distrito. Me acerco al escritorio, que está sucio, quiero decir, no lo han sacudido en varios días. Sobre el escritorio descansa un lujoso juego de plumas, un abrecartas dorado, papelería fina que contrasta con un vulgar cuadernillo de hojas desprendibles en las que puede verse el sello de agua de una tienda departamental. Las hojas finas están intactas. Las del cuadernillo, en cambio, están salpicadas de notas. En una de ellas se lee: Confrontar Expediente de C, y después una frase escrita y tachada luego con bolígrafo azul. De la frase suprimida sólo se distingue con claridad la palabra decano y después otra que podría ser discípulo o escrúpulo. En la última hoja hay varios círculos que recuerdan los ejercicios caligráficos de un niño pequeño y otras figuras dispersas que sugieren una meditación entre apresurada e iracunda.
Abro el cajón superior del escritorio. ¿Encontró algo?, clama de pronto una voz desde la puerta del departamento. Mierda, es Pankovsky. Lo había olvidado por completo. Parece que el cretino se ha relajado, sólo falta que ahora se ponga a silbar. Intento ignorarlo, vuelvo a mi búsqueda. En el cajón hay algunos recortes de periódico, nada que pueda servirme, y una lata de tabaco y un tubo con aspirinas. ¿Tardará mucho, señor?, insiste el mentecato de Pankovsky. Abro el cajón inferior. Bajo un par de carpetas reconozco los bordes de una pequeña caja de cartón marcada con el sello de la Penitenciaría Estatal. No necesito leer la etiqueta en la tapa para saber cómo llegó hasta allí ni qué contiene: yo mismo se la entregué hace unos días al Juez de Distrito. Ya sé que de eso suelen encargarse los custodios del presidio. Pero el teniente Buonano me debe un par de favores y no ha tenido más remedio que autorizarme a entregar la caja al Juez de Distrito en persona. Nadie mejor que el teniente Buonano puede entender mis razones: me conoce desde la academia y sabe cuánto necesitaba yo verle la cara al juez, por qué necesitaba enfrentarlo, descifrar sus facciones después de tantos días de escrutarlas sólo en fotografías, una sola vez en televisión. De cualquier modo el teniente Buonano procuró disuadirme con la escasa convicción de quien sólo hace su trabajo o procura defender su puesto de las obsesiones y fantasmas de sus subordinados. ¿Por qué no lo deja ya?, me preguntó el teniente aquella tarde en su oficina. El caso está cerrado, añadió. Me encogí de hombros. Cierto, el caso estaba oficialmente cerrado, pero a mí todavía me quedaba algo por hacer. No tenga apuro, teniente, le dije, es sólo que necesito entender algunas cosas. El teniente Buonano me entregó de mala gana la autorización para obtener la caja de cartón. ¿Entender?, bufó. Vaya, pues, dijo. Sólo recuerde que se trata de un Juez de Distrito. Lo sé, teniente, respondí. Un Juez de Distrito, vaya cosa.
La caja de cartón está intacta. Tiene todavía la cinta con que la cerraron los custodios de la penitenciaria después de inventariar su contenido. Probablemente el Juez de Distrito la metió en la gaveta de su escritorio sin siquiera mirarla, como si guardarla fuese un modo de olvidar lo que guardaba. Supongo que en cualquier otro caso aquel acto de rechazo o postergación habría tenido que sorprenderme. No esta vez: desde el día en que le entregué la caja, intuí que el juez no iba a abrirla. No es el tipo de hombre que se entregue sin más a las tentaciones de la nostalgia, menos aún a la culpa. Su estirpe es otra. Éste es un hombre cerebral, hermético como la caja misma. Nadie que mire y se vista de ese modo querría ahogarse en la congoja del pasado. Nadie capaz de anudarse de ese modo la corbata estaría dispuesto a vulnerarse ni a mezclarse con la ordinaria hueste de padres, esposas o hermanos que abren enseguida las cajas del presidio y extraen llorosos los objetos que antes pertenecieron a sus muertos de ahora: el reloj sin batería, la cartera con billetes que podrían haber salido ya de circulación, el recibo de un boleto de viaje redondo cuya vuelta jamás fue utilizada, las cerillas del motel donde se perpetró el crimen. No es muy distinto el contenido de la caja que tengo frente a mí. Podría enunciarlo ahora mismo. Lo recuerdo tan claramente como recuerdo el rostro del Juez de Distrito cuando se la entregué. Pensé que me despediría con gesto displicente. No fue así. Iba a pedirle al juez que firmase el recibo por la caja cuando me atajó: Usted no viene del presidio, dijo. Asentí, no hacía falta más. Acto seguido el Juez de Distrito me preguntó por qué me habían enviado a mí a entregarle las cosas que pertenecieran a su hermano. Pedí que me dejaran hacerlo, respondí. Conocí bien a su hermano, señoría, estuve a cargo de la investigación de su caso, dije. Esta vez fue él quien asintió. Al cabo de un breve silencio me dijo sin mucha convicción: No entiendo por qué insisten ustedes en investigar el caso de mi hermano, él lo confesó todo desde un principio, dijo. Le expliqué que era precisamente eso lo que me inquietaba: el caso había sido tan sencillo que no podía ser cierto. En varias ocasiones, le dije, pude hablar con el recluso y estaba convencido de que había pagado las faltas de otra persona. Con todo respeto, señoría, un hombre como su hermano era incapaz de cometer un crimen. No le recordé que aquel pobre se había entregado sin dudarlo a la justicia y había confesado los detalles de su crimen con una precisión que desentonaba con su natural taimado y elusivo. En mi vida he visto muchos asesinos, señoría, y su hermano no era uno de ellos, le dije al Juez de Distrito. No podía serlo, señoría. Añadí a esto que el suicidio de su hermano en la cárcel me parecía menos una revelación de su aptitud para la violencia que la confirmación de su incapacidad para arrancar otra vida que no fuera la suya. El juez no parecía demasiado preocupado por lo que estaba escuchando. ¿Qué más da?, suspiró al fin. En ese momento me habría gustado decirle muchas cosas al Juez de Distrito, pero me limité a preguntarle si sabía que su hermano padecía una enfermedad terminal cuando lo encarcelaron, por lo que de cualquier modo habría muerto al cabo de unos meses en prisión. El Juez de Distrito respondió que lo sabía. ¿Y lo sabía su hermano?, pregunté. Sí, dijo él extendiéndome la mano, también él lo sabía. Eso fue todo.
Desde entonces no he dejado de sentir la mano helada del Juez de Distrito al estrechar la mía. No he dejado de ver sus ojos, tan fríos como su mano. He revisado hasta el cansancio el expediente de su hermano, he estudiado las fotografías del cadáver, su mirada de último momento, no endurecida por el odio sino suavizada por una suerte de beatitud por el deber cumplido. Por más que lo intento no consigo imaginar a ese desgraciado cometiendo el crimen que él mismo describió con inadmisible lujo de detalles al entregarse. Contra los hechos y las palabras, sólo puedo ver a ese pobre diablo sometido, sujeto a la voluntad y al destino de otros. Así como hay Pankovskys destinados al fracaso, hay otros a quienes la vida sólo deja el talento para ser víctimas o sucedáneos, hombres cuya voluntad sólo puede manifestarse en el propio sacrificio en aras de alguien más. A éste no lo veo dispuesto ni capaz de meterse en un confesionario y disparar a sangre fría sobre el cuerpo indefenso de un anciano sacerdote, como dijo que había hecho. No lo concibo caminando tan tranquilo por la calle para entregarse a la policía. No puedo. Este crimen sólo pudo perpetrarlo una estatua de hielo, alguien con manos y mirada de hielo. Por eso insistí en ver al Juez de Distrito aquella tarde. Por eso estreché aquel día su mano, y por eso estoy aquí ahora.
Aparto la caja y busco a Pankovsky, o mejor dicho, el reflejo de Pankovsky en el espejo del ropero. Se ha sentado en un sillón, cabecea. Cierro de golpe los cajones del escritorio. Pankovsky se sobresalta, pasea la mirada entre la puerta y el estudio. ¿Encontró la prueba, señor?, me pregunta al fin. No diré nada, no vale la pena. ¿Cómo explicarle que en este oficio a veces no se buscan sólo pruebas para incriminar o capturar o exonerar? Cuando un caso se ha cerrado, algunos permanecemos condenados a seguir buscando aunque no quede más que hacer. Ésa es nuestra maldición: necesitar antes una señal que una prueba, buscar un signo que nos permita entender por qué se ha cometido un crimen, y por qué unos han pagado gustosos por el crimen de otros. ¿Cómo decirle a alguien como Pankovsky que si no hallamos esa señal se nos envenena la existencia? Ahora estoy a punto de darme por vencido. Sé que estoy cerca de lo que he buscado en estos días, pero no lo alcanzo. Veo venir la resignación, y le temo. Un poco más, me digo. Entonces lo encuentro: al alzar la vista ha llamado mi atención que no haya cuadros en las paredes. Sólo hay uno, muy pequeño, en el pasillo que une el estudio con el recibidor. Más que un cuadro, es la hoja enmarcada de un anuario donde se ve un grupo de muchachos en una escena escolar. Los muchachos sonríen cobijados por un joven sacerdote. Entre los muchachos reconozco a uno cuyos rasgos me resultan familiares, pero no sabría decir si se trata del Juez de Distrito o de su hermano. Ya está, le grito entonces a Pankovsky. Vámonos.
Bajamos. El portero nos despide con una inclinación de cabeza. Pankovsky todavía le rehúye la mirada. Cruzamos la plaza y tomamos el boulevard de las jacarandas. Damos vuelta sin motivo en una calle muy estrecha que seguramente nos conducirá a algún cafetín mal iluminado. ¿Qué fue lo que encontró, señor?, me pregunta nuevamente Pankovsky. Lo que buscaba, respondo. Pankovsky titubea. Siento un poco de lástima por él, un lío de lástima y desprecio. No sé cuál de esos dos sentimientos me lleva a decirle: Evidentemente, Pankovsky, por si le interesa saberlo, el Juez de Distrito mató a ese cura hijueputa. Pankovsky se sorprende, palidece, me pregunta cómo lo sé. Le respondo que lo sé porque yo también estudié en un colegio de curas, nada más. ¿Y ahora qué hacemos, señor?, me pregunta Pankovsky debatiéndose contra su propia resignación. Nada, respondo, no haremos absolutamente nada, se ha hecho justicia y ya está. Luego, sin más, nos adentramos en la calle, y siento que de pronto yo también me adentro en los oscuros pasillos del colegio de mi infancia, atemorizado, convocado sin razón aparente a la prefectura, cuando también a mí me sudaban las manos pero era todavía demasiado ingenuo y estaba demasiado solo como para disparar a tiempo y fraguarme algún futuro.
Este es un cuento de Iris García Cuevas (Acapulco, 1977), narradora mexicana reconocida por sus obras dentro de la narrativa policial y sus retratos, duros y penetrantes, de la violencia contemporánea. «Gatos pardos» apareció primero en el libro Ojos que no ven, corazón desierto (2009), y muestra no sólo una forma tristemente habitual del abuso del poder en el México actual, sino también el reverso del machismo nacional. Además, es el segundo cuento de la entrega especial con la que Las Historias quiere terminar este 2016. Habrá otras tres entregas más antes de fin de año.
GATOS PARDOS
Iris García Cuevas
Tanto pedo por otro pinche puto, piensa Jesús Palomino Alberto, alias Chucho el loco, comandante de la Policía Judicial del Estado, mientras sale del privado del jefe. Le duele la cabeza. Necesitaba dormir un par de horas más para librarse definitivamente de la cruda. Pero un reportero entrometido interrumpió la siesta.
Dentro de la oficina, el licenciado Martín Flores Romero, director de averiguaciones previas de la Procuraduría, deposita el periódico parsimoniosamente en el cesto de basura. Él tampoco se ha recuperado de la cruda y no está de humor para contestar preguntas. Mira con desgano al reportero, se arrellana aún más en el sillón y reacomoda las piernas sobre el escritorio.
Es el quinto insiste el periodista. Lo dejaron en una bolsa de basura en frente de su casa.
Leí la nota, ¿qué no vio? la barbilla del licenciado Flores señala el basurero.
¿Entonces? inquiere el reportero sin lograr disimular su indignación por la actitud del director de averiguaciones previas y por el paradero de la historia que llevó su nombre a la primera plana.
¿Entonces qué? pregunta a su vez Flores sin inmutarse.
¿Qué están haciendo para aprehender a los degenerados?
Flores advierte un matiz solidario oculto tras el calificativo. “Este también es puto”, piensa y se dispone a concluir la charla.
Estamos investigando.
No se nota.
Todo a su tiempo responde Flores, llevándose las manos a la nuca. Nosotros sabemos lo que hacemos.
¿Eso es todo?
Cuando tengamos algo nosotros le avisamos.
El periodista sale. Flores se incorpora con la agilidad de una recién parida, observa Chucho el loco desde el quicio de la puerta. Flores abre el cajón del escritorio y saca una grapa. Limpia cuidadosamente la tierra dejada por sus botas. Tiende una línea. Aspira.
Ya me estaba cagando la madre ese pendejo comenta el licenciado, ya con las pupilas dilatadas y el ánimo repuesto.
Le van a meter un periodicazo, jefe, debe tener cuidado en cómo le contesta a un periodista.
Al rato de hablo a Montes. Me quejo de su pinche reportero pendejo y le pregunto cuando viene a recoger su chayo. Verás cómo no saca nada.
Yo nomás le digo, no hay que confiarse tanto.
Chucho el loco se acerca al escritorio y se embute la línea dejada gentilmente por el licenciado.
Vámonos al Arcelia, pinche Chucho, déjate de mamadas.
Hoy es el operativo en los bares de jotos. Al procurador le urge encontrar un culpable. A él también lo están chingando los medios con esto de los muertos le recuerda al licenciado Flores, con la esperanza de ahorrarse la juerga de esta noche. Chucho el loco lleva una semana sin llegar a su casa, manteniéndose despierto a punta de rayas, para cuidarle el culo al director de averiguaciones previas.
No vamos a ir con ellos, pero hazles un encargo a los muchachos: si descubren quién es el mata putos, que le den un abrazo de mi parte, por hacerle un favor a los machines ríe.
A Chucho el loco no le hace gracia el chiste. No entiende cómo alguien puede hacerse pendejo de ese modo: Ir al Arcelia es hacerla de nana y alcahuete. Después del tercer trago, Flores lo manda por La Cony, un travesti moreno de pelo oxigenado que la hace de fichera en El Zarape. Él debe estar pendiente del hocico de todos los presentes, porque si alguien se atreve a señalarle al jefe que le gustan las viejas con regalo, termina con las tripas de fuera, por tacharlo de joto.
Así le pasó al güey del Azuceno, mesero amanerado del Arcelia, que un día, en son de guasa, le dijo al licenciado: Quién me lo iba decir, se ve tan hombrecito y tiene sus requiebros. Fue lo último que dijo, antes que Flores le apretara los huevos, le estrellara la cara encima de la mesa y le enterrara una botella rota en el ombligo, ante el silencio de la orquesta y los gritos de La Cony.
Después fue Chucho el loco quien se llevó al difunto, repartió billetes y amenazas para borrarles la memoria a los presentes, contrató a otros testigos para convencer a Fermín Regules, cliente asiduo y solitario del Arcelia, de que fue él quien se la armó de pedo al Azuceno, porque el mesero se lo quiso ligar cuando se dio cuenta que estaba hasta la madre. El tipo estuvo preso más o menos dos años, por más que juraba: Por mi madrecita santa muerta, no me acuerdo de nada. Esa es la bronca, que no te acuerdas, pero sí lo hiciste, le decía Chucho el loco cuando le llevaba cigarros a la cárcel, porque no por cabrón deja de tener uno conciencia. Lo iba a visitar casi cada semana, hasta que lo mataron en su celda. Chucho el loco no investigó el porqué, más bien se conformó con tener libres las tardes del domingo.
Tanto pedo para cogerse un puto, piensa Chucho el loco. No lo dice en voz alta. No porque le tenga miedo a Flores, pobre pendejo que se las da de macho y le gusta la ñonga, sino por el aprecio y gratitud que le tiene, aunque se le haga agua la canoa después de cinco güisquis. Una vez una de las hijas del loco se moría de tifo en el seguro, Flores le dio el dinero para llevársela a un hospital privado. La chamaca está viva y soy agradecido, se dice cuando quiere mandarlo a la chingada. Además, fue Flores quien le consiguió la comandancia: pago por arreglarle el asunto del mesero del Arcelia que, según el licenciado, no recordaba ni por qué había matado. Chucho el loco respira profundo, para que los restos de la coca que hayan quedado en los pelos de la nariz le den ánimos para la desvelada que le espera. Debe conseguir fondos. Se acuerda del dueño de una disco acusado de abuso por una de sus empleadas. El hombre prometió 30 mil pesos si la actuación del emepé en su contra se pierde del despacho de Flores. Eso será mañana. La oficina está lejos. Habría que bajar a la costera. A esta hora debe estar hasta la madre. La opción es el Quelites. A él seguro lo encuentra en su taller mecánico. Y le queda de paso. Hoy se reportaron cinco coches robados. Él debe tener uno por lo menos. Con eso basta para sacarle un buen billete. Chucho el loco conduce. Después de la parada en Niños Héroes toma la Baja California y se mete por Ejido. Se estaciona en la puerta del Arcelia. Las Luces de Nueva York se escurren por debajo de la cortina azul junto con el humo de los cigarros: cualquiera pensaría que es hielo seco. Entran. Flores saluda al capitán de meseros. Los lleva a la mesa de pista que les tiene reservada de perpetuo. Cuando llega la primera botella de Old Parr Flores manda al loco ir por La Cony.
Es muy temprano, jefe.
¡Que te vayas, carajo! Chucho el loco está más acostumbrado a la penumbra de cantinas y tugurios: le molesta la luz ámbar del alumbrado público. Quisiera entrar de nuevo, pero debe esperar que el jefe se acabe la primera botella y pida la segunda. Si no, cómo echarle la culpa a la peda de haberse confundido. Lo malo es que siempre se confunde y termina jodiendo con vestidas. Para equivocaciones, con La Cony van varias. ¿Qué le ve el licenciado a ese pinche marica? Trata de encontrarle una justificación a la preferencia de su jefe. Al final se le ocurre solo una: Cualquier hoyo es trinchera.
Camina por las calles aledañas a los burdeles hasta la fonda de doña Lencha. Pide un socorrido. Se le ocurre: al licenciado también le gusta el huevo con chile pero no revuelto. Sonríe. Pero el jefe está solo, lo recuerda: se le acaba la risa. No le gusta dejarlo mucho rato porque termina haciendo pendejadas. Luego es él quien tiene que arreglarlas. Pide una cerveza para pasarse los bocados y la muina. Media hora después desanda el camino y se mete al Zarape.
Cuando entra al tugurio, se pregunta por qué nunca ha logrado provocar un incendio, por más colillas de cigarro prendidas arrojadas al piso cubierto de aserrín, con la esperanza de llegarle al jefe con la buena nueva: La Cony se murió chamuscada. Pinche vieja con güevos, seguro le dio yerba al licenciado. Revisa el local. El ambiente es oscuro para que los clientes no se enteren cuando les meten gallo por gallina. Pero a nadie le importa. Todo es cuestión de gustos.
Encuentra a La Cony en un privado haciéndole el servicio a un gordo bigotón con camisa de cuadros. La toma de los hombros. La separar de la bragueta. El fulano protesta. Se calla cuando al abrir los ojos se encuentra con la fusca frente a ellos.
Te espera el jefe.
Dile que se vaya a la chingada. La última vez me mordió el pito y casi me lo arranca. Quesque porque estorbaba, yo no sé para qué si lo que le gusta es meterla por el culo. La Cony se zafa. Al loco se le ocurre llevársela a la fuerza, pero el fulano ha tenido tiempo de reaccionar: ahora es él quien le apunta. También el padrote de La Cony lo tiene encañonado. El loco lo sabe: con una pistola no puede matar a dos al mismo tiempo. Se sale del lugar mentando madres, en voz baja como hombre precavido.
En el Arcelia el licenciado Flores se cachondea con la Rocío. La fichera se deja manosear, por quince pesos, lo que dura una pieza tocada por la orquesta. La matrona le cuenta: Se metió al talón cuando nació su hija. La abandonó el marido y ella no tenía ni para comprar pañales. Flores ha escuchado esa historia muchas veces y sabe: la niña ya tiene diecisiete, ahora ayuda a su madre con la renta, es artista exclusiva de un table en la costera.
El loco entra solo y compungido. Flores deja a Rocío en medio de la pista.
¿Y La Cony?
No estaba, Jefe, la estuve esperando pero no llegó.
Vámonos a la chingada dice flores en medio de su encabronamiento. Chucho el loco lamenta no haber podido complacer a su jefe. Mucho más engañarlo. Casi nunca le ha echado mentiras. Pero si le dice: La Cony no quiso venir, capaz se le trepa el diablo y se va echando tiros al Zarape. Lo malo no sería que matara a La Cony, sino que el padrote o el gordo bigotón dispararan primero y mataran a Flores. Eso no le conviene. Él es quien lo protege dentro de la procuraduría. Nomás por eso lo hago, se dice Chucho el loco. Ya después vendrá él solo a ajustarle las cuentas al puto y al mayate por ponérsele al tiro y despreciar al jefe.
Pagan la cuenta. Salen del Arcelia. Flores se mete en el asiento trasero del coche. Chucho el loco ya sabe lo que sigue: Hacer de catador tocando las verijas de las putas, hasta encontrar una con huevos que le guste a su jefe. Es el arte de hacerse pendejo, piensa el loco, porque Flores, sobre todo borracho, tiene ojo clínico para detectar a las vestidas. El loco está allí para asegurarle al licenciado, contra las evidencias, que son hembras de veras.
En la Condesa escogen. Chucho el loco se pone de acuerdo en la tarifa. La vestida se sube en la parte trasera con el jefe. Empieza a manosearlo. Chucho el loco siente un retorcijón en la barriga. Procura no ver por el retrovisor, porque si lo hace, tendrá ganas de madrearse al marica. Es por el pinche asco, se dice Chucho el loco. Da vuelta en la Diana. Para frente a un súper para comprar cervezas. Suben por farallón hasta llegar a los moteles de la Rancho Acapulco. Se meten al Edén. El empleado corre la cortina y extiende la mano por entre los pliegues para recibir el pago por dos horas. El licenciado Flores sube con su conquista. Chuco el loco espera en el coche. Fumando mariguana y tomando cervezas. Escucha los quejidos. Los gritos. Prende el radio y destapa otra chela para no imaginarse a su jefe cogiéndose al travesti.
Muy poquito después, el licenciado Flores baja solo. Desnudo. Se sienta junto al loco.
Era puto, pinche Chucho, ¿por qué no te fijaste?
Las lágrimas escurren por el rostro de Flores y Chucho el loco siente algo parecido a la ternura.
Lo traía bien escondido, licenciado asegura Chucho el loco limpiándole los mocos con una servilleta.
Parecía vieja ¿verdad? pregunta, como niño asustado, necesita que su madre le diga: no has hecho nada malo.
Sí, licenciado.
Pero no tenía chichis, pinche Chucho, traía chichis postizas y peluca.
No me fijé en eso, licenciado.
¿Y ahora? el licenciado Flores se deshace en pucheros.
Usted no se preocupe, licenciado.
¿Verdad que no soy puto, pinche Chucho?
Cómo cree, licenciado. De noche cualquiera se equivoca. Chucho el loco lo abraza, le pasa una cerveza para que se entretenga. Flores se tranquiliza. El loco sube al cuarto. Lo sabe: va encontrar al hombre con las manos de Flores marcadas en el cuello. Deberá recoger la ropa y cualquier cosa dejada por el jefe. Luego, meterá el cuerpo en la cajuela.
Pinches putos, si se meten de putas, por lo menos que se inyecten las chichis. Flores puede pasar por alto los tanates, pero no le parece que le salgan sin tetas. Con éste ya son seis, en lo que va del año, metidos en bolsas de plástico nomás por no inyectarse. A éste no va a entregarlo a domicilio. Quiere uno ser amable y lo tachan de degenerado.
El loco ayuda a Flores a vestirse. Lo sube al coche y le da otra cerveza. Salen del motel y se encaminan al baldío de la Suiza. En el trayecto el licenciado Flores se queda dormido en el hombro del loco, por eso, cuando llegan, el loco lo toma del rostro suavemente y lo acomoda poco a poco en el respaldo del asiento para no despertarlo. Procura hacer el menor ruido posible al abrir la cajuela y bajar el cadáver. Lo bueno de los putos que le gustan al jefe es que no pesan mucho. Bastante tiene ya la espalda del loco con cargar a Flores cada vez que se embriaga.
Ya en casa del licenciado lo desviste, lo baña y lo mete en la cama.
¿Qué pasó con el puto? pregunta Flores con desasosiego.
Le metí unos madrazos y lo mandé a su casa, licenciado.
Flores acostumbra dormir con el aire acondicionado encendido. Chucho el loco lo arropa para evitar que se resfríe.
Ya no puede uno confiar en nadie, pinche Chucho.
En mi sí, licenciado afirma Chucho el loco antes de apagar la luz del cuarto y hacerse un lugarcito en el sofá para velar los sueños de su jefe. Chucho el loco es sincero.
El que sigue es un cuento del gran Antón Chéjov (1860-1904), maestro de la narración breve. El argumento puede resultar muy actual ahora: hay violencia terrible —nacida del error y la incomunicación— en medio de gran precariedad, y también un conflicto de fe en un mundo desprovisto de toda orientación y sentido.
En el cuento (que no debe confundirse con otro de Chéjov que lleva el mismo título, pero cuenta otra historia y es considerablemente más breve) se menciona la colonia penal de la isla de Sajalín, una de las cárceles más temibles del mundo en el siglo XIX; el episodio proviene de la propia experiencia del escritor, quien visitó Sajalín en 1890 con la idea de escribir un estudio científico del lugar y terminó por hacer un testimonio desgarrador de la vida en la prisión: uno de los primeros reportajes modernos.
«Un asesinato» se publicó por primera vez en 1895 y se le puede encontrar en varias antologías de la obra de Chéjov.
UN ASESINATO Antón Chéjov
I
En la estación de Progónnaia se estaban celebrando las vísperas. Ante la gran imagen pintada con vivos colores sobre fondo de oro, se agrupaban los empleados de ferrocarriles con sus mujeres e hijos, y también los leñadores y aserradores que trabajaban en las inmediaciones, a lo largo de la línea. Todos se mantenían en silencio, fascinados por el brillo de las luces y los aullidos de la nevasca que, cuando nadie la esperaba, se había desatado a pesar de estar ya en vísperas de la Anunciación. Oficiaba el viejo sacerdote de Vedeniápino y el canto corría a cargo del salmista y de Matvei Teréjov.
La cara de Matvei resplandecía de felicidad; alargaba el cuello como si quisiera salir volando. Cantaba con voz de tenor y recitaba con el mismo timbre, poniendo en ello un dulce vigor. Al llegar a «La voz del Arcángel», empezó a agitar la mano como un director de orquesta y, procurando ajustarse al sordo bajo del sacristán, dejó oír una complicada floritura. Veíase que esto le producía gran satisfacción.
Terminadas las vísperas, todos se dispersaron tranquilamente. Volvieron la oscuridad, el vacío y el silencio que sólo se observa en las estaciones de ferrocarril levantadas en pleno campo o en el bosque cuando el viento silba y no se oye nada más, cuando se siente todo el vacío que reina alrededor, toda la angustia de la vida que transcurre pausadamente.
Matvei vivía no lejos de la estación, en la posada de un primo suyo. Pero no sentía deseos de volver a casa. Se había quedado con el cantinero, detrás del mostrador, y contaba a media voz:
—En la fábrica de azulejos teníamos nuestro coro. Y he de decirle que, aunque lo componíamos simples obreros, cantábamos de veras, magníficamente. A menudo nos hacían ir a la ciudad, y cuando el vicario Ioann celebraba en la iglesia de la Trinidad, el coro de la diócesis cantaba a la derecha y nosotros a la izquierda. De lo único que en la ciudad se quejaban era de que dilatábamos mucho el canto, que aquello se prolongaba demasiado. Bien es verdad que empezábamos a las siete el himno de San Andrés y el Hosanna, y terminábamos pasadas las once; así que, cuando llegábamos a la fábrica, eran ya más de las doce. ¡Qué bien se pasaba allí! — suspiró Matvei—. Lo que se dice muy bien, Serguei Nikanórich. En cambio, aquí, en la casa familiar, no hay la menor alegría. La iglesia más próxima está a cinco verstas, y con mi mala salud me resulta imposible llegar hasta ella. No hay cantores. En nuestra familia no se conoce la tranquilidad: todo es ruido, blasfemias y suciedad. Comemos todos de la misma cazuela, como los mujiks, y en la sopa aparecen cucarachas… Dios no me concede la salud, y, a no ser por esto, ya me habría marchado hace tiempo, Serguei Nikanórich.
Matvei Teréjov no era viejo, no pasaba de los cuarenta y cinco, pero su expresión era enfermiza, su cara estaba llena de arrugas y su barbita, rala y transparente, era ya blanca, lo que le hacía aparentar muchos más años. Hablaba con voz débil, como poniendo cuidado, y al toser se llevaba las manos al echo; en aquellos momentos su mirada se hacía inquieta, como en las personas muy aprensivas. Nunca decía fijamente qué era lo que le dolía, pero le agradaba contar con gran lujo de detalles cómo en una ocasión, al levantar un pesado cajón, había sentido un profundo dolor y se le había formado una hernia, obligándole a abandonar el trabajo en la fábrica de azulejos y volver a sus lares. Pero no podía explicar lo que era una hernia.
—A decir verdad, no quiero a mi primo —prosiguió, sirviéndose un vaso de té—. Es mayor que yo, y parece pecado criticarlo; temo a Dios nuestro Señor, pero no lo puedo aguantar. Es un hombre orgulloso, muy serio, mal hablado, tortura a sus familiares y criados y no frecuenta la iglesia. El domingo pasado le pedí cariñosamente: «Primo, vayamos a la misa de Pajómovo.» Y él replicó: «No quiero; el pope de Pajómovo juega a las cartas.» Y tampoco ha venido hoy aquí, porque dice que el sacerdote de Vedeniápino fuma y bebe. ¡No es amigo del clero! El mismo dice en su casa la misa, los maitines y las vísperas, y su hermana le sirve de sacristán. El empieza el Oremus y ella sigue con una voz muy fina, como una pava: «¡Señor, ten piedad de nosotros! …» Un verdadero pecado. Todos los días le digo: «Date cuenta de lo que haces, primo. Arrepiéntete», pero no me hace caso.
Serguei Nikanórich, el cantinero, llenó cinco vasos de té y los llevó en una bandeja a la sala de espera de señoras. Apenas había entrado cuando se oyó un grito:
—¿Qué maneras son ésas, hocico de cerdo? ¡Ni siquiera sabes servir!
Era la voz del jefe de estación. Siguió un tímido balbuceo y luego se levantó otro grito, malhumorado y duro:
—¡Largo de aquí!
El cantinero volvió todo turbado.
—En tiempos dejaba complacidos a condes y príncipes —murmuró—. Y ahora dice que no sé servir el té… ¡Me ha reñido en presencia del sacerdote y de las señoras!
Serguei Nikanórich había tenido en otros tiempos mucho dinero y había sido dueño de la cantina de una estación de primer orden, en una capital de provincia donde se cruzaban dos vías férreas. Entonces usaba frac y reloj de oro. Pero las cosas empezaron a irle mal, invirtió todos sus recursos en un lujoso servicio, los criados le robaban y, de mal en peor, pasó a otra estación menos importante. Allí se le escapó la mujer, llevándose toda la plata, y él descendió a una tercera estación de menos categoría, en la que ya no se servían platos calientes. Luego a una cuarta. Cambiando a menudo y bajando cada vez más, llegó a Progónnaia, donde sólo se vendían té, vodka barato y, como aperitivos, huevos duros y un embutido al que no se le podía meter el diente, que olía a brea y que él mismo, en son de burla, llamaba «embutido musical». Estaba completamente calvo, sus ojos eran azules y saltones, y lucía unas espesas y rizadas patillas que se peinaba a menudo, mirándose en un espejito. Los recuerdos del pasado le atormentaban sin cesar; le era imposible acostumbrarse al «embutido musical», a las groserías del jefe de estación y a los mujiks, que regateaban en el precio, siendo así que, según él, regatear en la cantina era tan indecoroso, como en una farmacia. Sentía el bochorno de su pobreza y humillación, y este bochorno era ahora lo principal en su vida.
—La primavera viene este año con retraso —dijo Matvei, prestando atención al silbido del viento—. Y es preferible. No me gusta la primavera. Hay mucho barro, Serguei Nikanórich. En los libros escriben que al llegar la primavera cantan los pájaros y calienta el sol. ¿Qué tiene eso de agradable? El pájaro no es más que un pájaro. A mí me agrada la buena sociedad; oír hablar a la gente, conversar sobre cuestiones religiosas o cantar a coro algo hermoso, pero los ruiseñores y las flores, ¡que se vayan con Dios!
Empezó de nuevo a hablar de la fábrica y del coro, pero el ofendido Serguei Nikanórich no acababa de calmarse, ni encoger los hombros y gruñir. Matvei se despidió y encaminó a su casa.
No helaba, y ya goteaba de los tejados, pero la nieve caía en grandes copos que se arremolinaban en el aire, y sus blancas nubes se perseguían por la vía del ferrocarril. El robledal, que se extendía a ambos lados de los carriles, apenas iluminado por la luna, y se escondía en lo alto, tras las nubes, dejaba oír un zumbido áspero y prolongado. ¡Los árboles infunden miedo cuando un fuerte vendaval los azota! Matvei caminaba por la carretera, a lo largo de la línea, protegiéndose la cara y las manos, empujado por el viento. De pronto apareció un caballero cubierto de nieve, un trineo rechinó por las desnudas piedras de la carretera y un mujik, con la cabeza envuelta y todo él blanco, también hizo restallar el látigo. Cuando Matvei se volvió para mirar, ya habían desaparecido el trineo y el mujik, como si todo hubiese sido una visión, y apretó el paso sintiendo un vago miedo.
Llegó al paso a nivel y a la oscura caseta del guarda. La barrera estaba levantada. Junto a ella se habían formado verdaderas montañas de nieve y los copos giraban como las brujas en la noche del sábado. En aquel punto cruzaba la línea un viejo camino, importante en otros tiempos, al que todavía se le daba el nombre de calzada. A la derecha, cerca del paso a nivel y al borde mismo de la carretera, estaba la taberna de Teréjov, que antes había sido posada. Allí, por las noches, siempre lucía una luz.
Cuando Matvei llegó, en todas las habitaciones, incluso en el zaguán, había un intenso olor a incienso. Su primo Yákob Ivánich seguía oficiando las vísperas. En un rincón del oratorio donde la ceremonia tenía lugar, había una urna con viejas imágenes heredadas de los abuelos, en marcos sobredorados; a ambos lados, derecha e izquierda, había imágenes antiguas y modernas, en urnas o sin ellas. Sobre la mesa, cubierta con un tapete que llegaba hasta el suelo, había una imagen de la Anunciación, una cruz de ciprés y un incensario. Ardían las velas de cera. junto a la mesa había un atril. Al pasar junto al oratorio, Matvei se detuvo y asomó la cabeza. Yákov Ivánich estaba leyendo junto al atril. Le acompañaba en las oraciones su hermana Aglaia, una vieja alta y flaca, vestida de azul y con un pañuelo blanco en la cabeza. Estaba también Dashutka, la hija de Yákov Ivánich, una moza de dieciocho años, fea y pecosa, que siempre iba descalza y con el mismo vestido que llevaba cuando, por la tarde, abrevaba los animales.
—¡Gloria a ti, que nos mostraste la luz! —entonó Yákov Ivánich con voz cantarina, e hizo una profunda reverencia.
Aglaia, con la barbilla apoyada en la mano, se unió al canto con una voz fina y chillona. Arriba, sobre el techo, también resonaron unas voces confusas que amenazaban o anunciaban algo malo. En la segunda planta, después de un incendio que se había producido hacía mucho tiempo, no vivía nadie; las ventanas habían sido clavadas y el suelo, entre las vigas, estaba sembrado de botellas vacías. Ahora el viento zumbaba allí y parecía como si alguien corriese, tropezando en las vigas.
La mitad de la planta baja estaba destinada a taberna; la otra mitad la ocupaba la familia de los Teréjov; así que, cuando en la taberna alborotaban los viajeros borrachos, en las habitaciones se oía hasta la última palabra. Matvei ocupaba una habitación junto a la cocina; en ella había un gran horno en el cual en otros tiempos, cuando aquello era posada, cocían pan todos los días. En la misma habitación, detrás del horno, dormía Dashutka, que no tenía cuarto para ella sola. Todas las noches cantaban los grillos y se oía el ruido de los ratones.
Matvei encendió una vela y se puso a leer un libro que le había prestado el gendarme de la estación. Entre tanto, terminaron los rezos y todos se acostaron. También lo hizo Dashutka, que empezó a roncar acto seguido, aunque no tardó en despertarse y dijo, bostezando:
—No debías tener la vela encendida sin necesidad, tío Matvei.
—La vela es mía —replicó él—. La compré con mi dinero.
Dashutka dio unas cuantas vueltas y no tardó en dormirse de nuevo. Matvei siguió aún largo rato, pues no tenía sueño, y, al terminar la última página, sacó del baúl un lápiz y escribió en la primera: «Yo, Matvei Teréjov, he leído este libro y creo que es el mejor de los que he leído nunca, por lo cual expreso mi gratitud a Kuzmá Nikoláievich Zhúkov, suboficial de la gendarmería de la Dirección de Ferrocarriles, propietario de este inapreciable libro.»
Para él era un deber de cortesía hacer tales anotaciones en los libros que le prestaban.
II
El día de la Anunciación, cuando ya había salido el tren correo, Matvei tomaba té con limón en la cantina y hablaba animado.
Le escuchaban el cantinero y el gendarme Zhúkov.
—He de decirles —contaba Matvei— que desde muy chico me sentí atraído por la religión. A los doce años leía ya en la iglesia la Epístola, cosa que alegraba mucho a mis padres, y todos los veranos iba con mi difunta madre en peregrinación. Mientras los otros chicos cantaban o cogían cangrejos, yo solía quedarme con ella. Los mayores me alentaban, y a mí mismo me agradaba observar tan buena conducta. Y cuando mi madre me mandó a la fábrica, fuera de las horas de trabajo yo fui el tenor de nuestro coro, y para mí no había mayor placer. No hace falta decir que no bebía ni fumaba y que me bañaba a menudo, y esta vida, como ya se sabe, no agrada al enemigo del género humano. El maldito quiso perderme y trató de oscurecer mi entendimiento, como ahora hace con mi primo. Lo primero de todo, hice voto de observar vigilia los lunes y no comer carne nunca. Con el tiempo empezaron a dominarme toda clase de fantasías. En la primera semana de la Cuaresma, hasta el sábado, según ordenaron los santos padres, no se puede comer caliente, aunque los que trabajan y los débiles pueden tomar hasta té; pero yo no probaba bocado hasta el domingo mismo, y luego, durante toda la Cuaresma, no me permitía la mantequilla, y los miércoles y los viernes guardaba ayuno absoluto. Lo mismo hacía en las vigilias menores. En la cuaresma de San Pedro la gente de la fábrica solía tomar sopa de col con sollo, pero yo, procurando que no me vieran, rumiaba un trozo de pan seco.
»Cada cual tiene su fuerza, ya se sabe, pero yo hablo de mí: en los días de vigilia, el ayuno no me costaba ningún esfuerzo, y cuanto mayor era mi celo, mejor me sentía. Unicamente sentía apetito los primeros días de ayuno, luego me acostumbraba, cada vez me notaba mejor y al cabo de una semana me encontraba perfectamente. Mis piernas estaban tan ligeras, que me parecía encontrare en una nube, y no en la tierra. Además, me imponía toda clase de obligaciones: me levantaba por la noche para hacer reverencias, arrastraba pesadas piedras de un lugar a otro, iba descalzo por la nieve y, claro es, usaba cilicio. Pero al cabo de algún tiempo, al ir a confesarme, se me ocurrió: Este sacerdote está casado, come carne y fuma. ¿Cómo puede confesarme? ¿Qué poder tiene para absolverme, si es más pecador que yo? Yo me privo hasta de la mantequilla y él puede que haya comido esturión. Acudí a otro sacerdote, y éste, como a propio intento, era gordo, llevaba sotana de seda, que hacía el mismo ruido que las faldas de una señora, y también olía a tabaco. Me fui a hacer mis ayunos a un monasterio, y allí mi corazón tampoco se sentía tranquilo; me parecía que los monjes no observaban las reglas. Después de esto no había ningún servicio religioso que me satisficiera: en un sitio la misa acababa demasiado pronto, en otro no habían cantado conforme es debido, en el tercero el sacristán era gangoso… En ocasiones, que el Señor perdone a este pecador, mi corazón se estremecía de ira en pleno templo. ¿Qué oración era aquélla? Creía que la gente no se santiguaba ni escuchaba debidamente; a cualquier lugar que mirase, todo eran borrachos, glotones, fumadores, libertinos, jugadores. Yo era el único que vivía según los mandamientos. El maligno no dormía y, conforme el tiempo pasaba, aquello iba en aumento. Dejé de cantar en el coro e ir a la iglesia. Me creía un hombre justo y la iglesia, viendo su imperfección, no me agradaba; es decir, como el ángel caído, me ensoberbecí hasta lo increíble.
»Después de ésto quise tener una iglesia para mí solo. Alquilé a una mujer sorda un pequeño cuarto muy a las afueras, cerca del cementerio, y la convertí en un oratorio por el estilo del de mi primo, aunque en el mío había candelabros y un incensario de veras. En este oratorio me atenía a las reglas del santo monte Athos; es decir, cada día los maitines empezaban siempre a medianoche, y en las fiestas más solemnes la misa duraba diez y hasta doce horas. Después de todo, los frailes, según las reglas, permanecen sentados durante la lectura del Evangelio, pero yo, para hacerme más agradable a Dios, solía leerlo de rodillas. Leía y cantaba durante largo rato, con lágrimas en los ojos y suspirando, alzando los brazos, y nada más terminada la oración, sin dormir, me iba a la fábrica, y durante el trabajo no cesaba de orar. En fin, que por la ciudad empezó a correr el rumor: Matvei es un santo, Matvei cura a los enfermos y a los locos. Claro que no había curado a nadie, pero, ya se sabe, en cuanto aparece un cisma o una falsa doctrina, las mujeres no le dejan a uno. Acuden como las moscas a la miel. Empezaron a acosarme casadas y solteronas de toda clase; me hacían reverencias, me besaban las manos y afirmaban que yo era un santo. Una llegó a verme con la cabeza aureolada por un nimbo. El oratorio se había hecho pequeño, por lo que alquilé un cuarto más espacioso, y aquello se convirtió en una verdadera torre de Babel. El diablo se apoderó de mí definitivamente y tapó la luz de mis ojos con sus repugnantes pezuñas. Todos parecíamos posesos. Yo leía y las casadas y solteronas cantaban, y así, sin comer ni beber, permanecíamos de pie días enteros. De pronto ellas empezaban a estremecerse como si tuviesen calentura, y luego se ponía a gritar una, y otra, ¡Aquello daba miedo! También yo me estremecía como un judío en la caldera. Yo mismo no sé la causa, pero mis piernas empezaban a saltar. Era algo portentoso: no quería, pero saltaba y agitaba los brazos. Después de esto empezaban los gritos y chillidos, bailábamos todos y nos perseguíamos hasta que caíamos rendidos. Así, en un momento de absurda locura, caí en el pecado de la lujuria.
El gendarme soltó la risa, pero, al advertir que nadie le acompañaba, se puso serio y dijo:
—Eso es molokanismo. He leído que en el Cáucaso lo practican todos.
—Pero no me mató un rayo —prosiguió Matvei, haciendo la señal de la cruz ante la imagen y bisbisando una oración—. Seguramente intercedió por mí en el otro mundo mi difunta madre. Cuando en la ciudad me tenían ya por santo y hasta señoras y señores venían a mí secretamente en busca de consuelo, yo fui a despedirme de nuestro amo, Osip Varlámich. Era el día del perdón. El cerró la puerta con cerrojo y nos quedamos los dos solos cara a cara. Empezó a leerme la cartilla. Debo decirles que Osip Varlámich era un hombre sin estudios, pero de muchas luces; todos le respetaban y temían, porque era severo y trabajador, y observaba una conducta ejemplar. Fue durante veinte años alcalde e hizo mucho bien: empedró la calle Novo-Moskóvskaia e hizo pintar la catedral y las columnas, éstas de color de malaquita. Pues bien, cerró la puerta y empezó: «Ya hace tiempo que quería hablar contigo, hijo de tal y de cual… ¿Te crees santo? Nada de eso, eres un apóstata, un malvado hereje…» Y así siguió… No me siento capaz de explicar lo bien que habló, con qué talento, como si estuviese escrito, hasta que llegó a conmoverme. Estuvo hablando dos horas. Sus palabras me entraron en el corazón, me abrieron los ojos. Acabé por romper en sollozos. «Sé – me dijo – una persona como todas las demás: come, bebe, vístete y reza como el resto de la gente; todo lo demás viene del diablo. Tu cilicio es cosa del demonio, lo mismo que tus ayunos y tu oratorio. Todo eso proviene de tu soberbia.»
»Al día siguiente, que era primer lunes de cuaresma, Dios dispuso que cayera enfermo. Se me produjo una hernia al levantar un peso y me llevaron al hospital. Experimenté grandes tormentos y lloré amargamente, sin cesar de temblar. Pensaba que del hospital iba a ir al infierno, pues en verdad estuve para morir. Padecí en el lecho del dolor medio año y, al darme de alta, lo primero de todo me desquité de los ayunos y de nuevo me sentí persona. Al despedirme de él, Osip Varlámich insistió: «Recuerda, Matvei, que todo lo que se sale de lo corriente viene del diablo.» Y ahora como, bebo y rezo como todos… Si, por ejemplo, el pope huele a tabaco o a vodka, no oso censurarle, porque también él es un hombre como cualquier otro. En cuanto se dice que en la ciudad o en una aldea ha aparecido un santo que se pasa las semanas sin comer e implanta sus reglas, comprendo de quién es obra todo eso. Esta es, señores, la historia de mi vida. Ahora yo, como hizo Osip Varlámich, trato de convencer a mis primos, pero mi voz clama en el desierto. No me concedió Dios ese don.
El relato de Matvei no pareció producir impresión alguna. Serguei Nikanórich no dijo nada y se dedicó a retirar los bocadillos del mostrador. El gendarme se refirió a lo rico que era Yákov Ivánich, el primo de Matvei.
—Por lo menos tendrá treinta mil rublos —dijo.
El gendarme Zhúkov, pelirrojo, carirredondo – al andar le temblaban las mejillas -, robusto y bien nutrido, cuando no estaba en presencia de sus superiores, solía retreparse en el asiento, pierna sobre pierna, y, al hablar, se balanceaba y silbaba descuidadamente, mientras que su cara expresaba la satisfacción del que acaba de despachar una buena comida. Tenía algún dinerillo y siempre hablaba de este tema como gran conocedor de la materia. Se dedicaba al corretaje y cualquiera que quisiese vender una finca, un caballo o un coche usado recurría a él.
—Sí, seguramente guardará sus treinta mil rubios —coincidió Serguei Nikanórich—. Su abuelo de usted tenía una fortuna enorme —dijo, volviéndose hacia Matvei—. ¡Enorme! Todo pasó a su padre y a su tío. Su padre murió joven, su tío se hizo con todo y luego, se entiende, fue a parar a Yákov Ivánich, Mientras usted iba con su madre en peregrinación y cantaba en la fábrica, aquí no estaban con los brazos cruzados.
—A usted le corresponden quince mil —dijo el gendarme, balanceándose—. La taberna es de los dos, por lo que el capital también debe serlo. Sí, En su lugar, yo lo habría llevado a los tribunales. Eso se entiende. Y luego, mientras las cosas se ponían en claro, a solas, le habría dado una buena somanta…
A Yákov Ivánich no le querían, porque cuando alguien profesa unas creencias que se salen de lo común, esto desagrada hasta a quienes son indiferentes en materia religiosa. Además de esto, el gendarme le tenía ojeriza porque también se dedicaba a la venta de caballos y coches usados.
—Si no quiere ponerle pleito a su primo, es porque usted mismo tiene bastante dinero —dijo el cantinero a Matvei, con una mirada de envidia—. El que cuenta con recursos se siente satisfecho, pero yo, por ejemplo, creo que reventaré sin haber salido de esta miseria.
Matvei trató de convencerle de que no tenía ningún dinero, pero Serguei Nikanórich ya no le escuchaba; habían afluido en él los recuerdos del pasado y de las ofensas que debía sufrir a diario. Su calva se cubrió de sudor, enrojeció y empezó a parpadear.
-¡Maldita vida! -dijo, y arrojó furioso el embutido al suelo.
III
Se contaba que la posada fue construida en tiempos de Alejandro por una viuda que se había instalado allí con un hijo. Se llamaba Avdotia Teréjova. A quienes pasaban en coche de posta, sobre todo en las noches de luna, el sombrío patio, con el cobertizo y el portón siempre cerrado, les infundía un sentimiento de angustia y vaga inquietud, como si allí viviesen brujos o bandidos. Y siempre, al pasar de largo, el cochero volvía la cabeza y arreaba los caballos. Los viajeros se quedaban de mala gana, porque los dueños siempre se mostraban muy adustos y cobraban muy caro. El patio estaba embarrado hasta en verano. Entre el fango se revolcaban unos enormes cerdos y andaban sueltos los caballos con los que traficaban los Teréjov. A veces los caballos, deseosos de libertad, se escapaban del patio y emprendían una furiosa carrera por el camino, asustando a quienes por allí pasaban. Entonces aquello estaba muy animado, pasaban largas caravanas de mercancías y se producían casos como el ocurrido treinta años antes, cuando los carreteros, enfurecidos, mataron en una reyerta a un comerciante que iba de paso: todavía se levantaba a media versta de la casa la cruz de madera, medio podrida. Pasaban coches de posta con sus campanillas y pesadas carrozas señoriales. Entre mugidos y nubes de polvo, cruzaban también rebaños de vacas y toros.
Cuando construyeron el ferrocarril, aquello era un simple apeadero, que luego, diez años más tarde, se convirtió en la actual estación de Progénnaia. El movimiento por el viejo camino de postas cesó casi por completo: por él sólo circulaban los propietarios y mujiks de la comarca, y en la primavera y el otoño, cuadrillas de trabajadores. La posada se convirtió en taberna. El piso alto se quemó, la techumbre adquirió un color amarillento, al oxidarse la chapa, y el cobertizo se fue viniendo abajo, pero en el patio seguían revolcándose entre el fango los enormes cerdos, rosáceos y repugnantes. Como antes, a veces se escapaba un caballo que, con la cola recogida, galopaba furiosamente por el camino. En la taberna vendían té, heno, avena, harina y también vodka y cerveza, para consumir en el mostrador o para llevarse. Las bebidas alcohólicas las vendían bajo cuerda, puesto que nunca sacaban la necesaria licencia.
Los Teréjov fueron siempre muy religiosos, hasta el punto que la gente los llamaba «los Beatos». Pero, acaso porque vivían aislados, como osos, rehuían a la gente y a todo llegaban con su propia cabeza, se mostraban propensos a la fantasía y a las fluctuaciones en materia religiosa, y cada generación creía a su manera. La abuela Avdotia, la que construyó la posada, pertenecía al rito viejo, pero su hijo y sus dos nietos (los padres de Matvei y Yákov) iban a la iglesia ortodoxa, recibían en su casa al clero y rezaban ante las imágenes nuevas con la misma devoción que ante las antiguas. El hijo, al llegar a la vejez, dejó de comer carne e hizo voto de silencio, viendo en cualquier conversación un pecado. Los nietos presentaron la particularidad de que entendían las Escrituras a su manera, no como todos, sino buscando en ellas un sentido oculto, afirmando que cada palabra sagrada debía contener un secreto. Matvei, el bisnieto de Avdotia, luchó desde la misma infancia con visiones que estuvieron a punto de costarle la vida. El otro bisnieto, Yákov Ivánich, era ortodoxo, pero después de la muerte de su mujer dejó de ir a la iglesia y hacía los rezos en casa. Esto contagió a su hermana Aglaia, que ni acudía a la iglesia ni dejaba ir a Dashutka. De Aglaia se contaba también que en su juventud solía ir a Vedeniápino, donde había una secta de flagelantes, y que en secreto seguía perteneciendo a ella, razón por la cual usaba pañuelo blanco.
Yákov Ivánich le llevaba a Matvei diez años. Era un viejo de muy buena planta, alto, de barba ancha y gris que casi le llegaba a la cintura y espesas cejas que le daban una expresión severa y hasta perversa. Usaba un largo chaquetón de buen paño o una pelliza negra y siempre trataba de ir bien vestido, cuidando la limpieza de la ropa; los chanclos no se los quitaba ni cuando el suelo estaba seco. No frecuentaba la iglesia porque, según él, allí no se cumplía el rito al pie de la letra y porque los sacerdotes bebían vino fuera de la misa y fumaban. El y Aglaia leían las Escrituras y cantaban los salmos en casa todos los días. En Vedeniápino no leían la Epístola en los maitines, y las vísperas no se celebraban ni siquiera con ocasión de las grandes fiestas; él, en cambio, leía en casa cuanto correspondía a cada día, sin saltarse una sola línea y sin prisas, y en el tiempo libre leía en voz alta las vidas de los santos. Se atenía fielmente a los preceptos en todos los aspectos de la vida; así, si un día de la Cuaresma estaba permitido beber vino «en recompensa del trabajo celoso», lo tomaba aunque no sintiese deseos de beber.
Recitaba sus oraciones, cantaba los salmos, incensaba la casa y observaba fielmente el ayuno, no para alcanzar favores de Dios, sino para observar el orden establecido. El hombre no puede vivir sin fe, y la fe debe adquirir una expresión justa, de año en año y de día en día, según cierto orden, de tal modo que cada mañana y cada tarde Dios sea invocado precisamente con las palabras y pensamientos que correspondan al día y a la hora. Hay que vivir y, por tanto, rezar tal y como es grato a Dios; por eso, cada día hay que recitar y cantar sólo lo que le es grato; es decir, lo que corresponde según el rito. Así, el primer capítulo de San Juan sólo había que leerlo el día de la Pascua, y desde la Pascua hasta la Ascensión no se podía cantar el «Dignísimo». Y así todo lo demás. La conciencia de este orden y su importancia proporcionaba a Yákov Ivánich profunda satisfacción durante sus oraciones. Cuando las circunstancias le obligaban a alterar dicho orden, por ejemplo, cuando tenía que ir a la ciudad a hacer provisiones o al Banco, le atormentaba la conciencia y se sentía desgraciado.
Su primo Matvei, que había llegado inesperadamente de la fábrica y se había instalado en la taberna como en su propia casa, empezó a incumplir las reglas desde los primeros días. Se negaba a participar en los rezos conjuntos, comía y tomaba té a horas en que no se debía, se levantaba tarde y los miércoles y viernes tomaba té alegando que se sentía débil; casi cada día, durante los rezos, entraba en el oratorio gritando: «¡Date cuenta de lo que haces, primo! ¡Arrepiéntete, primo!» Estas palabras sacaban de quicio a Yákov Ivánich, y Aglaia, sin poderse contener, empezaba a injuriarle. O bien de noche, sigilosamente, Matvei entraba en el oratorio y decía a media voz: «Primo, tus oraciones no son gratas a Dios. Porque está dicho: Reconcíliate primero con tu hermano y ven entonces a ofrecer tus dones. Y tú das dinero a rédito y vendes vodka. ¡Arrepiéntete!»
En las palabras de Matvei, Yákov no veía más que el habitual pretexto de los hombres vacíos y negligentes que, si hablan de amor al prójimo o de reconciliarse con el hermano, no es más que para no orar, no ayunar y no leer las Sagradas Escrituras, y que si hablan con desprecio del lucro y los réditos, es porque no les gusta trabajar. Porque ser pobre y no ahorrar nada es mucho más fácil que ser rico.
A pesar de todo, se sentía inquieto y ya no podía rezar como antes. Apenas entraba en el oratorio y abría el libro, le embargaba el temor de que su primo llegase a molestarle. Y, en efecto, Matvei no tardaba en presentarse para gritar con voz temblorosa: «¡Date cuenta de lo que haces, primo! ¡Arrepiéntete, primo!» La hermana empezaba sus injurias y Yákov, también fuera de sí, gritaba: «¡Vete de mi casa!», a lo que Matvei replicaba: «La casa es de todos. »Yákov reanudaba la lectura y el canto, pero ya no podía recobrar la calma y, sin él mismo advertirlo, se quedaba pensativo con el libro delante. Aunque consideraba una estupidez las palabras de su primo, últimamente empezaba también a recordar que al rico le es difícil entrar en el reino de los cielos, que tres años antes había comprado a muy bajo precio un caballo robado, que todavía en vida de su difunta mujer un borracho había muerto en la misma taberna a causa del vodka…
Por la noche dormía mal, con un sueño muy ligero, y oía que Matvei, que tampoco podía dormir, no cesaba de suspirar, echando de menos su fábrica de azulejos. Y mientras daba vueltas en la cama recordaba el caballo robado, el borracho y las palabras del Evangelio acerca del camello.
Parecía como si volviesen las alucinaciones de otros tiempos. Y como a propio intento, a pesar de que estaban a fines de marzo, nevaba todos los días y el viento zumbaba en el bosque cual si fuese invierno; parecía como si la primavera no fuese a llegar nunca. El tiempo predisponía al tedio, a las peleas, al odio, y por la noche, cuando el viento zumbaba sobre el techo, le parecía que alguien vivía allí arriba, en el piso vacío, y las visiones empezaban poco a poco a acudir a él, la cabeza le ardía y no podía conciliar el sueño.
IV
El lunes santo, por la mañana, Matveí oyó desde su habitación que Dashutka decía a Aglaia:
—El tío Matvei aseguró ayer que no hay que guardar el ayuno.
Matvei recordó toda la conversación de la víspera con Dashutka y se sintió irritado.
—¡No mientas, muchacha! -dijo con voz plañidera, como la de un enfermo—. No es posible vivir sin ayunar. El mismo Señor ayunó cuarenta días. Lo único que te dije es que las personas enfermas no deben hacerlo.
—Haz caso de lo que te dice la gente de la fábrica; ellos te enseñarán lo que debe hacerse —dijo en tono de burla Aglaia, que estaba fregando el suelo (los días de labor solía hacer esta faena, que la ponía irritada con todos)—. Ya se sabe cómo ayunan en la fábrica. Tú pregúntale a tu tío por la víbora, cómo los dos juntos tomaban leche en los días de ayuno. Trata de instruir a los otros y él mismo ha olvidado lo de la víbora. Pregúntale a quién dejó su dinero.
Matvei ocultaba de todos cuidadosamente, como una úlcera repugnante, que en aquel período de su vida en que viejas y mozas acudían al oratorio para saltar y correr con él, se puso en relaciones con una mujer, de la que había tenido un hijo. Al volver a casa le entregó cuanto había ahorrado en la fábrica; para los gastos del viaje tuvo que pedir prestado al dueño, y ahora no le quedaban más que unos rublos, que reservaba para té y velas. La mujer en cuestión le comunicó más tarde que el niño había muerto y preguntaba en la carta qué hacer con el dinero. La carta en cuestión la había traído de la estación un obrero; Aglaia se había hecho con ella y la había leído, y luego, cada día, se lo echaba en cara a Matvei.
—No es broma: ¡novecientos rublos! —siguió Aglaia—. ¡Ahí es nada, dar novecientos rublos a una víbora, a una perdida de la fábrica! ¡Ojalá revientes! -Había perdido ya la compostura y gritaba con voz chillona- -¿Te callas? ¡Te haría pedazos, inútil! ¡Dar novecientos rublos como si fueran un kópek! Se los podías haber dejado a Dashutka, que es cosa tuya, y no a una extraña; o podías haberlos mandado a Bélev, para los infelices huérfanos de María. ¡Por qué no reventó tu víbora, sea mil veces maldita la condenada! ¡Ojalá no tenga un día bueno en su vida!
Yákov Ivánich la llamó: era el momento de rezar las horas. Ella se lavó, se puso el pañuelo blanco y acudió al oratorio a reunirse con su amado hermano, ya llena de recogimiento. Cuando hablaba con Matvei o servía en la posada el té a los hombres, era una vieja flaca, siempre alerta y malhumorada, pero en el oratorio su cara adquiría una expresión pura y devota, parecía rejuvenecer, se sentaba reposadamente y hasta juntaba los labios en un gesto humilde.
Yákov Ivánich empezó a leer el libro de horas con la voz tranquila y melancólica que siempre reservaba para la Cuaresma. Al poco rato se detuvo para prestar atención al silencio reinante en toda la casa. Reanudó la lectura con un sentimiento de satisfacción. Tenía las manos juntas en actitud devota, con los ojos muy abiertos, meneaba la cabeza y lanzaba un suspiro tras otro. Pero en esto se oyeron unas voces. El gendarme y Serguei Nikanórich habían llegado a visitar a Matvei. Yákov Ivánich no se atrevía a leer o cantar cuando en casa había gente extraña, y ahora, al oír las voces, prosiguió la lectura en un susurro y lentamente. En el oratorio se oyó decir al cantinero:
—El tártaro de Schepovo traspasa su negocio por mil quinientos rublos. Puedo darle quinientos al contado y firmarle un pagaré por el resto. Verá, Matvei Vasílich; hágame el favor de prestarme esos quinientos rublos. Le daré el dos por ciento mensual.
—¿De dónde voy a sacar el dinero? —se asombró Matvei—. ¿De dónde voy a sacarlo?
—El dos por ciento mensual es para usted algo caído del cielo —explicó el gendarme—. Y, si guarda su dinero en casa, se lo comerá la polilla sin provecho alguno.
Los visitantes se fueron y volvió el silencio. Pero apenas Yákov Ivánich había reanudado la lectura en voz alta y el canto, al otro lado de la puerta resonó una voz:
—Primo, necesito un caballo para ir a Vedeniápino.
Era Matvei. Yákov volvió a sentirse inquieto.
—¿Con cuál vas a ir? —preguntó el después de Pensarlo—. El bayo se lo ha llevado un criado con un cerdo, y el potro lo necesitaré yo para ir a Shutéikino en cuanto termine.
—Primo, ¿por qué tú puedes disponer de los caballos y yo no? —preguntó Matvei, irritado.
—Porque yo voy a un asunto del negocio, y no a darme un paseo.
—Los bienes son de los dos; quiere decirse que los caballos también lo son. Deberías comprenderlo, hermano.
Sobrevino un silencio. Yákov, sin reanudar sus oraciones, esperaba a que Matvei se alejase.
—Primo —insistió Matvei—, yo soy un hombre enfermo y no quiero la hacienda. Que se vaya con Dios, dispón tú de ella. Pero dame siquiera una pequeña parte para que pueda sustentarme en mi enfermedad. Dámela y me iré.
Yákov guardó silencio. Tenía muchos deseos de deshacerse de Matvei, pero no podía darle dinero porque lo tenía todo invertido. Además, en el linaje de los Teréjov no existía un ejemplo de que los bienes se hubieran repartido. Repartirlos significaba arruinarse.
Yákov callaba, esperando que Matvei se fuera y sin cesar de mirar a su hermana, temeroso de que ésta se mezclase en el asunto y volviesen los insultos de la mañana. Cuando, por fin, Matvei se retiró, reanudó la lectura, pero ya sin placer alguno; las genuflexiones le producían dolor de cabeza y los ojos se le nublaban; le causaba tedio su voz apagada y tristona. Cuando tal estado de depresión se producía en él de noche, lo atribuía a la falta de sueño, pero cuando le acometía de día, esto le asustaba, y entonces empezaba a figurarse que los demonios se le habían subido a la cabeza y a los hombros.
Terminado que hubo mal que bien las horas, descontento e irritado, se fue a Shutéikino. El otoño último unos obreros habían estado abriendo una zanja cerca de Progónnaia y habían hecho en la taberna un gasto de dieciocho rublos; ahora necesitaba encontrar en Shutéikino al contratista para cobrar este dinero. El deshielo y la nevasca habían estropeado el camino, que estaba oscuro y lleno de baches; en algunos sitios parecía a punto de hundirse. A los lados, la nieve estaba por debajo del nivel del camino, así que tenía que ir como por la parte alta de un estrecho terraplén, y resultaba muy difícil hacerse a un lado cuando alguien venía en dirección contraria. El cielo estaba ceñudo desde por la mañana y soplaba un viento húmedo… Un largo convoy vino a su encuentro: eran unas mujeres que llevaban ladrillos. Yákov tuvo que apartarse del camino, su caballo se hundió en la nieve hasta el vientre, el trineo se inclinó hacia la derecha y él, para no caer, tuvo que hacerlo hacia la izquierda, y así permaneció mientras el convoy desafilaba lentamente. Entre los silbidos del viento, oyó los chirridos de los trineos y el resoplar de los escuálidos caballos. Las mujeres se decían: «Es el Beato», y una de ellas, mirando con lástima su caballo, dijo con voz rápida:
—Parece que va a haber nieve hasta San Jorge. ¡Qué tormento!
Yákov se sentía incómodo, hecho un ovillo y con los ojos medio cerrados a causa del viento. Ante él pasaban ya los caballos, ya los rojos ladrillos. Y, acaso porque permanecía en una Posición incómoda y le dolía el costado, se sintió irritado, le pareció que su asunto no era tan importante y pensó que podía haber mandado a Shutéikino a un criado cualquier otro día. De nuevo, como en la noche de insomnio anterior, recordó lo del camello y a continuación empezó a pensar en lo del mujik que le había vendido un caballo robado, en lo del borracho, en las mujeres que le traían los samovares en prenda. Cierto, cualquier mercader trata de sacar la ganancia máxima, pero Yákov sintió una sensación de agobio al pensar que había querido ir más allá de lo generalmente admitido, y le molestó pensar que aquel día todavía tenía que leer las vísperas. El viento le soplaba a la cara y producía un zumbido en el cuello del abrigo, como si le susurrase estas mismas ideas, que traía del ancho campo blanco… Al mirar este campo, familiar desde su niñez, Yákov recordó que esa misma inquietud y esas mismas ideas le habían asaltado en sus años jóvenes, cuando tenía visiones y su fe vacilaba.
Sintió miedo de quedarse solo en el campo. Dio la vuelta y siguió lentamente el convoy, mientras las mujeres reían y comentaban:
—El Beato vuelve.
En casa, con ocasión de la Cuaresma, no habían guisado ni encendido el samovar, por lo que el día pareció larguísimo. Yákov Ivánich hacía ya mucho rato que había desenganchado el caballo, había mandado harina a la estación y en dos ocasiones se había puesto a leer el Salterio, pero todavía quedaba mucho tiempo por delante. Aglaia había fregado todos los suelos y, sin nada que hacer, se dedicó a ordenar su baúl, cuya tapa estaba toda ella adornada por dentro con etiquetas de botellas. Matvei, hambriento y triste, leía o se acercaba a la estufa holandesa para contemplar los azulejos, que le recordaban la fábrica. Dashutka dormía; luego, al despertarse, se fue a dar de beber a los animales. Cuando sacaba agua del pozo, se rompió la cuerda y el cubo cayó al agua. Un criado empezó a buscar un bichero para sacarlo. Dashutka, descalza y con los pies rojos como las patas de un ganso, le siguió por la sucia nieve, sin cesar de repetir que el pozo era más hondo de lo que podía alcanzar el bichero; pero el criado no parecía entenderla y, cansado al parecer, se volvió llenándola de improperios. Yákov Ivánich, que en este momento salía al patio, oyó que Dashutka le contestaba con una granizada de soeces insultos que sólo había podido oír a los borrachos en la taberna.
—¿Qué dices, desvergonzada? —gritó, horrorizado—. ¿Qué palabras son ésas?
Ella miró a su padre perpleja, con cara de estúpida, sin comprender por qué no se podían decir semejantes palabras. Yákov Ivánich quiso darle una lección, pero la chica le pareció tan salvaje e ignorante, que por primera vez se dio cuenta de que no tenía fe alguna. Y toda aquella vida en el bosque, entre la nieve, entre borrachos y blasfemias, le pareció tan ignorante y salvaje como la misma moza. Así que, en vez de reprenderla, hizo un gesto de desaliento y se metió en su habitación.
El gendarme y Serguei Nikanórich habían vuelto para hablar con Matvei. Yákov Ivánich recordó que tampoco estas gentes tenían fe alguna y que esto no les preocupaba en absoluto, y la vida le pareció extraña, insensata y oscura corno la de un perro. Sin preocuparse de ponerse el gorro, dio una vuelta por el patio; luego salió al camino y echó a andar con los puños apretados. Empezó a nevar, el viento removía su barba y él no cesaba de sacudir la cabeza, sintiendo que algo le oprimía el cráneo y los hombros como si los diablos se le hubiesen subido encima. Se le figuró que no era él quien caminaba, sino una fiera, una fiera enorme y terrible, y que si lanzaba un grito, su voz se extendería como un rugido por todo el campo y el bosque, asustando a todos.
V
Al volver a casa, el gendarme se había marchado. El cantinero, sentado en el cuarto de Matvei, estaba haciendo unas cuentas. Acudía casi a diario; antes iba a visitar a Yákov Ivánich, pero últimamente era Matvei quien le atraía. Hacía sus cuentas con ayuda del ábaco, sudoroso y reconcentrado, o pedía dinero, o bien, acariciándose las patillas, refería cómo, en cierta ocasión, estando en una estación de primera categoría, había preparado un ponche para unos oficiales y cómo en las comidas de gala servía él mismo la sopa de esturión. Lo único que le interesaba eran las cantinas, y sólo sabía hablar de distintos platos, de servicios y de vinos. Cierta vez, al ofrecer un vaso de té a una joven señora que estaba dando el pecho a su hijo, le dijo, con el deseo de complacerla:
—El pecho de la madre es la cantina del niño.
Mientras hacía sus cuentas en la habitación de Matvei, le pedía dinero, afirmaba que en Progónnaia le era imposible la vida y repitió varias veces en un tono que parecía que iba a romper a llorar:
—¿Adónde puedo ir? ¿Adónde puedo ir, dígame?
Luego Matvei entró en la cocina y se puso a pelar unas patatas cocidas que, probablemente, tenía guardadas desde la víspera. Todo estaba silencioso y Yákov Ivánich creyó que el cantinero se había ido. Ya tenía que haber empezado a rezar las vísperas. Llamó a Aglaia y, pensando que en la casa no había nadie, empezó a cantar en voz alta, sin reparo alguno. Cantaba y recitaba las oraciones, pero mentalmente pronunciaba otras palabras: «¡Perdóname, Señor! ¡Sálvame, Señor!», y, con una invocación tras otra, no cesaba de hacer grandes genuflexiones, como si quisiera fatigarse. No cesaba de sacudir la cabeza, tanto, que Aglaia le miraba asombrada. Yákov temía que entrase Matvei, estaba seguro de que éste lo haría y sentía contra él un rencor que no podían vencer ni los rezos ni las genuflexiones.
Matvei abrió suavemente la puerta y entró en el oratorio.
—¡Qué pecado, qué pecado! —dijo en tono de reproche, y dejó escapar un suspiro—. ¡Arrepiéntete! ¡Date cuenta de lo que haces, primo!
Yákov Ivánich, con los puños apretados y sin mirarle, para no darle un golpe, salió rápidamente del oratorio. Lo mismo que antes en el camino, sintiéndose una fiera enorme y terrible, cruzó el zaguán para entrar en el cuarto gris, sucio y lleno de humo, en el que los mujiks solían tomar el té. Allí, durante largo rato, caminó de un rincón a otro pisando tan fuerte, que la vajilla tambaleaba en los aparadores y las mesas se tambaleaban. Tenía ya la clara noción de que su fe no le satisfacía y no podía orar como antes. Debía arrepentirse, entrar en razón, vivir y orar de otro modo. Pero ¿cómo hacerlo? ¿Y si todo esto era obra del demonio y no hacía falta cambiar nada? … ¿Qué camino seguir? ¿Qué hacer? ¿Quién podría aconsejarle? ¡Qué sensación de impotencia! Se detuvo y, con la cabeza entre las manos, trató de pensar, pero el hecho de que Matvei se encontrase allí cerca le impedía recapacitar tranquilo. Se dirigió rápidamente a las habitaciones.
Matvei permanecía sentado en la cocina ante una escudilla con patatas que estaba comiendo. Junto a la estufa, una frente a otra, Aglaia y Dashutka devanaban una madeja. Entre la estufa y la mesa ante la que Matvei se encontraba, habían puesto una tabla de planchar sobre la que había una plancha fría.
—Prima —suplicó Matvei—, dame un poco de mantequilla.
—¿Quién come mantequilla en un día como hoy? —preguntó Aglaia.
—Yo, prima; no soy fraile, sino un simple feligrés. Y, considerando mi débil salud, no sólo me está permitida la mantequilla, sino también la leche.
—Sí, en la fábrica se permite todo.
Aglaia tomó del estante una botella de aceite y la colocó ante Matvei, dando un golpe en la mesa y sonriendo rencorosa, al parecer satisfecha de que fuese tan gran pecador.
—¡Pues ya te digo que no puedes probar comidas grasas! —gritó Yákov.
Aglaia y Dashutka se estremecieron. Matvei, haciéndose el sordo, se echó aceite en la escudilla y siguió comiendo.
—¡Te digo que no puedes probar comidas grasas! —repitió Yákov en voz más alta todavía, congestionado, y de pronto agarró la escudilla, la levantó sobre su cabeza y la arrojó violentamente contra el suelo—. ¡Ni una palabra! —vociferó frenético, aunque Matvei no había abierto la boca— ¡No digas ni una sola palabra! —repitió, descargando un puñetazo sobre la mesa.
Matvei se levantó pálido.
—Primo —dijo, sin cesar de masticar—, primo, date cuenta de lo que haces.
—¡Fuera de mi casa ahora mismo! —gritó Yákov; le repugnaban la cara arrugada de Matvei, su voz, las migajas que se le habían quedado en el bigote, el simple hecho de verle masticar—. ¡Fuera de aquí!
—¡Cálmate, hermano! ¡Te has dejado dominar por la soberbia de Satanás!
—¡Cállate! —Yákov dio una patada en el suelo— ¡Vete de aquí, demonio!
—Si quieres saberlo – prosiguió Matvei en voz alta, pues también empezaba a enfadarse—, eres un apóstata y un hereje. Los diablos malditos te impiden ver la verdadera luz; tus oraciones no son gratas a Dios. ¡Arrepiéntete antes de que sea tarde! ¡El que muere en pecado no tiene salvación! ¡Arrepiéntete, primo!
Yákov lo agarró de los hombros y lo arrastró fuera de la mesa. Matvei, más pálido todavía, temeroso y desconcertado, balbuceó: «¿Qué haces? ¿Qué es esto?», y resistiendo, esforzándose en desasirse de Yákov, sin darse cuenta, le agarró de la camisa y le desgarró el cuello. Aglaia, creyendo que quería matar a Yákov, lanzó un grito, cogió la botella del aceite y la descargó con todas sus fuerzas sobre la sien de su odiado primo. Matvei se tambaleó y su rostro adquirió al instante una expresión de tranquilidad e indiferencia. Yákov, jadeante y excitado, satisfecho de que la botella hubiese producido, al tocar con la cabeza, una especie de graznido, como si fuese un ser vivo, lo sujetó para evitar que cayera, y varias veces (esto había de recordarlo muy bien) señaló a Aglaia la plancha con el dedo. Y sólo cuando la sangre corrió por sus manos y se oyó el sonoro llanto de Dashutka, cuando la tabla de planchar cayó con estrépito y sobre ella se derrumbó pesadamente Matvei, Yákov sintió que su ira se desvanecía y comprendió lo que acababa de suceder.
—¡Que reviente el garañón! —exclamó Aglaia con repugnancia, sin soltar la plancha. El pañuelo blanco, salpicado de sangre, se le había deslizado hasta los hombros y sus grises cabellos estaban revueltos— ¡Es lo que se merecía!
Era un cuadro terrible. Dashutka, sentada en el suelo junto a la estufa y con la madeja entre las manos, sollozaba y no cesaba de hacer inclinaciones, repitiendo a cada una de ellas: « ¡Ay, ay! » Pero nada producía a Yákov tanto horror como las patatas cocidas manchadas de sangre y que temía pisar. Había también algo espantoso, que le oprimía como una pesadilla y representaba un peligro mayor, aunque en un principio no podía comprender de qué se trataba: era el cantinero Serguei Nikanórich, que estaba en el umbral muy pálido y contemplando horrorizado lo que había sucedido en la cocina. Sólo cuando volvió la espalda y salió rápidamente al zaguán, y de allí al patio, comprendió Yákov de quién se trataba y siguió tras él.
Mientras se limpiaba las manos con nieve, sin detenerse, pensaba. Se acordó de que el criado había pedido permiso para pasar la noche en su casa, en la aldea, y se había ido hacía un buen rato; la víspera habían matado un cerdo y grandes manchas rojizas cubrían la nieve, el trinco y hasta un lado del brocal de troncos, así que no podía despertar sospechas el que toda la familia de Yákov estuviese manchada de sangre. Era espantoso ocultar la muerte, pero aún le resultaba más espantosa la perspectiva de que de la estación acudirla el gendarme, quien silbaría y sonreiría burlonamente; acudirían otros y maniatarían a Aglaia y a él, llevándolos en son de triunfo a la cabeza del distrito, y de allí a la ciudad, y por el camino todos los señalarían con el dedo y dirían jovialmente : «¡Ahí llevan a los Beatos!» Hacía falta dejar correr el tiempo de cualquier modo, no sufrir esta vergüenza ahora, sino más tarde.
—Le puedo prestar mil rublos… —dijo al alcanzar a Serguei Nikanórich—. Si usted lo dice, no ganará nada… y ya no es posible volverlo a la vida.
Apenas podía seguir al cantinero, que no volvía la cabeza y apretaba cada vez más el paso. Prosiguió:
—Puedo darle mil quinientos…
Se detuvo jadeante y Serguei Nikanórich siguió sin aflojar el paso, probablemente con el temor de que también le asesinaran a él. Sólo después de cruzar el paso a nivel y haber recorrido la mitad del camino de la estación, volvió por un momento la cabeza y aflojó el paso. En la estación y a lo largo de la vía brillaban ya las luces rojas y verdes. El viento se había calmado, aunque seguía nevando y el camino había quedado blanco de nuevo. Pero, ya casi en la estación, Serguei Nikanórich se detuvo, se quedó pensando unos instantes y volvió atrás con paso decidido.
-Deme los mil quinientos, Yákov Ivánich – dijo a media voz y temblando-. De acuerdo.
VI
Yákov Ivánich guardaba parte de su dinero en el Banco de la ciudad y el resto lo tenía invertido en hipotecas; en casa sólo guardaba lo indispensable para los pagos diarios. Al entrar en la cocina buscó a tientas la caja metálica de las cerillas y, mientras ardía con luz azulenca el azufre, pudo echar un vistazo a Matvei, que seguía tendido junto a la mesa, en el mismo lugar de antes, pero ya cubierto con una sábana de la que únicamente asomaban las botas. Cantaba el grillo. Aglaia y Dashutka no estaban en las habitaciones: ambas se encontraban tras el mostrador, devanando su madeja en silencio. Yákov Ivánich, alumbrándose con una palmatoria, pasó a su cuarto y sacó de debajo de la cama una arqueta en la que guardaba el dinero. Esta vez había cuatrocientos veintiún rublos en billetes pequeños y treinta y cinco en monedas de plata; los billetes emanaban un olor intenso y desagradable. Metiéndolo todo en el gorro, Yákov Ivánich salió al patio y luego a la carretera. Miró a su alrededor, pero el cantinero no estaba.
—¡Eh! —gritó.
En el mismo paso a nivel se destacó de la barrera una silueta oscura que se le acercó con paso indeciso.
—¿Qué hace usted de un sitio para otro? —dijo Yákov, irritado, al reconocer al cantinero— Aquí tiene: falta algo para los quinientos… No tenía más en casa.
—Está bien… Le quedo muy agradecido —balbuceó Serguei Nikanórich, cogiendo ávidamente el dinero y guardándoselo en los bolsillos.
No cesaba de temblar, lo que se advertía a pesar de la oscuridad reinante.
—Usted, Yákov Ivánich, puede quedar tranquilo… ¿Para qué voy a hablar? Estuve allí, pero me había ido. No sé nada de nada… —y añadió con un suspiro: —¡Maldita vida!
Permanecieron unos instantes en silencio, sin mirarse.
—Hay que ver lo que ha ocurrido por nada… — dijo el cantinero, temblando— Estaba yo allí tan tranquilamente, haciendo mis cuentas, cuando se armó un alboroto… Me acerqué a la puerta y usted, por un poco de aceite… ¿Dónde está ahora?
—Sigue en la cocina.
—Deberían llevarlo a cualquier sitio… ¿Para qué esperar?
Yákov le acompañó en silencio hasta la estación, luego volvió a casa y enganchó el caballo para llevar a Matvei a Limárovo. Había pensado llevar el cadáver al bosque y dejarlo allí, en el camino. Después diría a todos que Matvei había ido a Vedeniápino y que no había vuelto; así pensarían que lo habían matado unos transeúntes. Sabía que con esto no engañaría a nadie, pero moverse, hacer algo, estar ocupado, no era tan doloroso como permanecer quieto y esperar. Llamó a Dashutka y entre los dos sacaron el cadáver de Matvei. Aglaia se quedó para fregar la cocina.
Cuando Yákov y Dashutka volvían, la barrera del paso a nivel estaba echada. Pasaba un largo tren de mercancías, arrastrado por dos locomotoras que respiraban pesadamente y arrojaban haces de chispas rojas. Al llegar al paso a nivel, entrando en la estación, la máquina de cabeza dejó escapar un penetrante silbido.
—Silba… —articuló Dashutka.
El tren acabó de pasar y el guardabarrera, sin prisas, dejó el paso libre.
—¿Eres tú, Yákov Ivánich? —preguntó—. No te había conocido, señal de que voy a hacerme rico.
Luego, cuando llegaron a casa, había que dormir. Aglaia y Dashutka se acostaron juntas, en un colchón que habían tendido en el suelo de la tienda. Yákov se acomodó en el mostrador. No rezaron ni encendieron la lamparilla. Ninguno de los tres pudo concilias el sueño hasta la madrugada, pero no pronunciaron ni una sola palabra. Les pareció que arriba, en el piso vacío, había alguien que no cesaba de ir y venir.
A los dos días llegaron de la ciudad el comisario de policía del distrito y el juez de instrucción, quienes empezaron por practicar un registro en la habitación de Matvei y, después, en toda la casa. Interrogaron en primer término a Yákov, quien manifestó que Matvei había ido el lunes, a la caída de la tarde, a Vedeniápino con el propósito de ayunar y que en el camino debían de haberle asesinado los aserradores que trabajaban en la línea. Cuando el juez de instrucción le preguntó por qué Matvei había aparecido en el camino y su gorro estaba en casa, cuando no podía concebirse que hubiese ido a Vedeniápino descubierto, y por qué en la nieve del camino, junto al cadáver, no habían encontrado ni una sola gota de sangre, siendo así que tenía la cabeza destrozada y la cara y el pecho estaban negros de sangre, Yákov se turbó y contestó confuso:
—No sé qué decirle.
Sucedió precisamente lo que tanto temía Yákov: llegó el gendarme, un policía rural se puso a fumar en el oratorio y Aglaia se abalanzó sobre él, cubriéndole de insultos que hizo extensivos al comisario. Y cuando luego sacaron a Yákov y a Aglaia, en el portón se agolpaban los mujiks comentando: «¡Se llevan a los Beatos! », y parecía que todos estaban contentos.
El gendarme declaró abiertamente que Yákov y Aglaia habían matado a Matvei para no repartir los bienes, que este último tenía también su dinero; si no aparecía, era porque Yákov y Aglaia se habían apropiado de él. También interrogaron a Dashutka. Esta dijo que el tío Matvei y la tía Aglaia disputaban a diario y llegaban casi a las manos a causa del dinero; el tío era rico, porque hasta había llegado al punto de regalar novecientos rublos a su querida.
Dashutka quedó sola en la taberna. Nadie acudía a tomar té o vodka y ella se dedicaba a hacer la limpieza de las habitaciones, o bien se pasaba el tiempo comiendo miel y rosquillas. Pero a los pocos días interrogaron al guardabarreras y éste dijo que el lunes, ya tarde, había visto a Yákov y Dashutka que venían de Limárovo.
Dashutka fue también detenida y la condujeron a la cárcel de la ciudad. No tardó en saberse por Aglaia que Serguei Nikanórich había presenciado el hecho; registraron su casa y encontraron dinero en un lugar muy poco apropiado, dentro de una bota de fieltro escondida debajo del horno. Y todo eran billetes pequeños; de un rublo, había trescientos. El aseguraba que lo había reunido en su cantina y que hacía más de un año que no había estado en la taberna. Pero los testigos declararon que era pobre y que últimamente andaba muy falto de recursos. Además, iba a la taberna todos los días tratando de obtener un préstamo de Matvei; el gendarme dijo que el día de autos había acompañado dos veces al cantinero a la taberna para ayudarle a conseguir el préstamo. Recordaron también que el lunes por la tarde Serguei Nikanórich no estaba presente a la llegada del mixto, sino que se había ausentado. También fue detenido y conducido a la ciudad.
Once meses después se celebraba el juicio.
Yákov Ivánich había envejecido mucho, estaba flaco y hablaba con voz apagada, como un enfermo. Se sentía débil y miserable, por debajo de todos, y parecía como si los remordimientos y las visiones, que no le habían abandonado en la cárcel, hubiesen hecho envejecer y adelgazar su alma lo mismo que su cuerpo. Cuando salió a cuento lo de que no iba a la iglesia, el presidente le preguntó:
—¿Es usted cismático?
—No lo sé —contestó él.
No tenía ya fe en nada, nada sabía ni comprendía. Sus creencias de tintes le parecían ahora repulsivas, insensatas, turbias. Aglaia no se conformaba con su suerte y seguía maldiciendo al difunto Matvei, a quien hacía culpable de todas las desdichas. A Serguei Nikanórich, que antes lucía patillas, le había crecido la barba; en la sala de la audiencia sudaba y enrojecía, avergonzándose al parecer de su bata gris de recluso y de que le hubieran hecho sentar en el mismo banquillo de una gente ordinaria. Se justificaba torpemente y, en sus deseos de demostrar que durante el último año no había estado en la taberna, entraba en discusión con cada testigo y hacía reír al público. Dashutka había engordado durante su estancia en la cárcel; no comprendía las preguntas que se le hacían y se limitaba a decir que se había asustado mucho cuando mataron al tío Matvei, pero después se le pasó todo.
Los cuatro fueron declarados culpables de asesinato con fines de lucro. Yákov Ivánich fue condenado a veinte años de trabajos forzados; Aglaia, a trece años y seis meses; Serguei Nikanórich, a diez años, y Dashutka, a seis.
VII
A la caída de la tarde un barco extranjero ancló en la bahía de Due, en la isla de Sajalín, para carbonear. Pidieron al capitán que aguardase hasta la mañana siguiente, pero él no quiso esperar ni una hora, diciendo que, si por la noche se estropeaba el tiempo, corría el riesgo de marcharse sin carbón. En el estrecho de Tartaria el tiempo puede cambiar bruscamente en cosa de media hora, y entonces las costas de Sajalín resultan peligrosas. Y ya refrescaba y el oleaje era bastante fuerte.
Del penal de Voievodskaia, el más miserable y riguroso de todos los presidios de Sajalín, llevaron a las minas un grupo de presos. Había que cargar el carbón en las barcazas; éstas eran después remolcadas por una lancha de vapor hasta el barco, que se encontraba a más de media versta de la orilla, y allí debía empezar el traslado de la carga: un trabajo torturador cuando la barcaza chocaba con el barco y la gente apenas podía mantenerse en pie a causa del mareo. Los presidiarios, a quienes habían hecho levantar de sus camastros, caminaban soñolientos por la orilla, tropezando en la oscuridad y haciendo sonar sus grilletes. A la izquierda apenas se veía el acantilado de la orilla, extraordinariamente sombrío, y a la derecha, entre una completa oscuridad, gemía el mar, emitiendo un prolongado y monótono «a… a… a… a…» Sólo cuando el guardián encendía la pipa, alumbrando unos instantes al soldado de la escolta, con su fusil, y a los dos o tres presidiarios más próximos, de groseras facciones, o cuando se acercaba con el farol al agua, se podían distinguir las blancas crestas de las primeras olas.
Entre los presidiarios se encontraba Yákov lvánich, a quien en el penal habían dado el apodo de «Escoba», a causa de su larga barba. Nadie le llamaba ya por su nombre y patronímico, sino utilizando el diminutivo despectivo de Yashka. Estaba mal considerado, pues a los tres meses de su llegada al penal, movido por una irresistible nostalgia, sin cesar de pensar en su patria chica, cedió a la tentación y se escapó, pero lo capturaron en seguida, fue condenado a trabajos forzados a perpetuidad y le dieron cuarenta azotes. Los azotes se repitieron otras dos veces, al ser acusado de haber vendido su traje de presidiario, aunque en las dos ocasiones se lo habían robado. Su nostalgia empezó en el momento mismo en que, cuando el tren de los presidiarios lo llevaba a Odesa, se detuvo de noche en Progónnaia. Yákov, con la cara pegada a la ventanilla, trató de ver su casa, sin que su propósito pudiese verse cumplido a causa de la oscuridad.
No había nadie con quien hablar de su tierra. Su hermana Aglaia había sido conducida a presidio a través de Siberia y no sabía dónde se encontraba. Dashutka estaba en Sajalín, pero la habían entregado como concubina a un colono de un lugar muy alejado. No sabía nada de ella, aunque en una ocasión otro colono, que había ido a parar al penal de Voievódskaia, contó a Yákov que Dashutka tenía ya tres hijos. Serguei Nikanórich prestaba los oficios de criado de un funcionario cerca de allí, en Due, pero no era nada fácil que pudieran verse, pues el antiguo cantinero se avergonzaba de sus conocidos entre los presidiarios de baja extracción.
El grupo llegó a la mina y se situó junto al embarcadero. Se decía que no se podría efectuar la carga porque el tiempo seguía estropeándose y el barco parecía dispuesto a zarpar. Se vetan tres luces. Una de ellas se movía: era la lancha de vapor, que se había acercado al barco y ahora, al parecer, volvía para comunicar si habría trabajo o no. Tiritando por el frío del otoño y la humedad del mar, envolviéndose en su corta y andrajosa pelliza, Yákov Ivánich miraba fijamente, sin pestañear, hacia el lado donde estaba su pueblo. Desde que convivía en un mismo presidio con gentes llegadas de distintos confines – rusos, ucranianos, tártaros, georgianos, chinos, fineses, gitanos, judíos- y desde que había empezado a prestar atención a sus conversaciones y había visto sus padecimientos, de nuevo empezó a elevar sus plegarias a Dios, y le pareció que, por fin, había encontrado la verdadera fe, aquella que tanto ansiaba y tanto había buscado, sin encontrarla, todo su linaje, a partir de la abuela Avdotia. Ya lo sabía todo y comprendía dónde está Dios y cómo había que servirle. Lo que no comprendía era por qué la suerte de la gente es tan distinta, por qué esta fe sencilla, que Dios concedía a unos graciosamente junto con la vida, le había costado a él tan cara, al precio de tantos horrores y penalidades que, a juzgar por todo, se prolongarían hasta su misma muerte. Esto le hacía temblar los brazos y las piernas como si estuviera borracho. Miraba fijamente las tinieblas y le parecía ver, a través de miles de verstas de oscuridad, su tierra natal, su provincia, su distrito, Progónnaia. Le parecía ver la ignorancia, el salvajismo, la insensibilidad y la torpe y bestial indiferencia de la gente que él había dejado allí. Las lágrimas le nublaban los ojos, pero él seguía mirando hacia la lejanía, donde apenas se distinguían las pálidas luces del barco, y el corazón se le oprimía dominado por la nostalgia. Deseaba vivir, volver a casa, hablar allí de su nueva fe, salvar de la perdición siquiera fuese a una persona y vivir sin sufrimientos siquiera fuese un día.
La lancha llegó y el guardián anunció en voz alta que no habría carga.
—¡Atrás! —mandó— ¡Firmes!
Se pudo oír el ruido que se producía en el barco al levar anclas. Soplaba ya un viento fuerte y áspero. Arriba, en la abrupta orilla, crujían los árboles. Parecía empezar la tempestad.
Al escritor estadounidense William Sydney Porter (1862-1910) se le recuerda por el seudónimo con el que firmaba sus cuentos: O. Henry. Durante las últimas dos décadas de su vida, y por algunas más después de ésta, se le consideró uno de los grandes maestros de la literatura de su país, a la vez en la línea de Edgar Allan Poe y de Mark Twain pues, si bien sus escenarios eran casi siempre los de la vida cotidiana en entornos rurales y urbanos, su tratamiento de personajes y ambientes se acercaba a lo gótico. También se admiraba mucho la construcción de las llamadas trick-stories, en las que Porter se especializó: cuentos con un final sorpresivo, muy contundente, en los últimos renglones.
Posteriormente la reputación de O. Henry ha disminuido, al ponerse en boga otros estilos de contar y al señalarse el carácter mecánico, manipulador, de muchos de sus textos. Pero otros son auténticas obras maestras y por ellos aún se le tiene en alta estima; por ejemplo, todavía hoy se entrega el O. Henry Memorial Award, un premio instituido en 1919 que se da anualmente a los mejores cuentos que se publican en los Estados Unidos.
«After Twenty Years» fue publicado en el libro Los cuatro millones (1906). Por si a alguien le interesa, este enlace lleva a una grabación de la versión original en inglés del cuento, leído por Dave Ranson.
DESPUÉS DE VEINTE AÑOS
O. Henry
El policía tenía un aspecto imponente mientras efectuaba su ronda por la avenida. Esa imponencia era lo habitual en él, y no para presumir, pues los espectadores escaseaban. Aunque apenas eran las 10 de la noche, las heladas ráfagas de viento, con regusto a lluvia, habían despoblado las calles, o poco menos.
El agente probaba puertas al pasar, haciendo girar su porra con movimientos artísticos e intrincados; de vez en vez se volvía para recorrer el distrito con una mirada alerta. Con su silueta robusta y su leve contoneo, representaba dignamente a los guardianes de la paz. El vecindario era de los que se ponen en movimiento a hora temprana. Aquí y allá se veían las luces de alguna tabaquería o de un bar abierto durante toda la noche, pero la mayoría de las puertas correspondían a locales comerciales que llevaban unas cuantas horas cerrados.
Hacia la mitad de una cuadra, el policía aminoró súbitamente el paso. En el portal de una ferretería oscura había un hombre, apoyado contra la pared y con un cigarro sin encender en la boca. Al acercarse él, el hombre se apresuró a decirle, tranquilizador:
—No hay problema, agente. Estoy esperando a un amigo, nada más. Se trata de una cita convenida hace 20 años. A usted le parecerá extraño, ¿no? Bueno, se lo voy a explicar, para hacerle ver que no hay nada malo en esto. Hace más o menos ese tiempo, en este lugar había un restaurante, el Big Joe Brady.
—Sí, lo derribaron hace cinco años —dijo el policía.
El hombre del portal encendió un fósforo y lo acercó a su cigarro. La llama reveló un rostro pálido, de mandíbula cuadrada y ojos perspicaces, con una pequeña cicatriz blanca junto a la ceja derecha. El alfiler de corbata era un gran diamante, engarzado de un modo extraño.
—Esta noche se cumplen 20 años del día en que cené aquí, en el Big Joe Brady, con Jimmy Wells, mi mejor amigo, la persona más buena del mundo. Él y yo nos criamos aquí, en Nueva York, como si fuéramos hermanos. El tenía 20 años y yo, 18. A la mañana siguiente me iba al Oeste para hacer fortuna. A Jimmy no se le podía arrancar de Nueva York; para él no había otro lugar en la tierra. Bueno, esa noche acordamos encontrarnos nuevamente aquí, a 20 años exactos de esa fecha y esa hora, cualquiera fuese nuestra condición y la distancia a recorrer para llegar. Suponíamos que, después de 20 años, cada uno tendría ya la vida hecha y la fortuna conseguida.
—Parece muy interesante —dijo el agente—. Pero se me ocurre que es mucho tiempo entre una cita y otra. ¿No ha sabido nada de su amigo desde que se fue?
—Bueno, sí. Nos escribimos por un tiempo —respondió el otro—. Pero al cabo de un año o dos nos perdimos la pista. Usted sabe, el Oeste es muy grande y yo vivía mudándome de un lado a otro. Pero estoy seguro de que Jimmy, si está con vida, vendrá a la cita; siempre fue el tipo más recto y digno de confianza del mundo, y no se va a olvidar. Ya viajé mil quinientos kilómetros para venir a este sitio, pero habrá valido la pena si él aparece.
El hombre sacó un hermoso reloj, con pequeños diamantes incrustados en las tapas.
—Faltan tres minutos —anunció—. Cuando nos separamos, a la puerta del restaurante, eran las 10 en punto.
—A usted le fue bastante bien en el Oeste, ¿no? —preguntó el policía.
—¡A no dudarlo! Espero que Jimmy haya tenido la mitad de mi suerte. Bueno, muy inteligente no era; trabajador sí, y muy buen tipo. Yo he tenido que vérmelas con gente muy avispada para llenarme el bolsillo. Aquí, en Nueva York, la gente se estanca. Hay que ir al Oeste para ponerse en forma.
El policía balanceó la porra y dio un paso o dos.
—Tengo que seguir la ronda —dijo—. Espero que su amigo no le falle. ¿No piensa darle unos minutos de tolerancia?
—¡Por supuesto! —afirmó el otro—. Le daré cuanto menos media hora. Por entonces Jimmy tendrá que estar aquí, si está con vida. Hasta luego, agente.
—Buenas noches, señor —saludó el policía.
Y prosiguió su ronda, probando los picaportes al pasar.
Había empezado a caer una llovizna helada; las ráfagas inciertas se transformaron en un viento constante. Los pocos peatones se apresuraban, incómodos y silenciosos, con los cuellos vueltos hacia arriba y las manos en los bolsillos. Y en la puerta de la ferretería, el hombre que había viajado mil quinientos kilómetros para cumplir con una cita, insegura hasta lo absurdo, con su amigo de la juventud, fumaba su cigarro y seguía esperando.
Esperó unos 20 minutos. Al cabo, un hombre alto, de sobretodo largo y cuello subido hasta las orejas, cruzó apresuradamente desde la vereda opuesta para acercarse al hombre que esperaba.
—¿Eres tú, Bob? —preguntó, vacilando.
—¿Jimmy Wells? —gritó el hombre de la puerta.
—¡Bendito sea Dios! —exclamó el recién llegado, aferrando al otro por los dos brazos—. ¡Claro que eres Bob, qué duda cabe! Estaba seguro de encontrarte aquí, si vivías. Bueno, bueno, bueno… Veinte años es mucho tiempo. El viejo restaurante ya no existe, Bob; ojalá no lo hubieran derribado, así habríamos podido cenar otra vez aquí. Y dime, viejo, ¿cómo te ha tratado el Oeste?
—Fantásticamente. Me dio todo lo que le pedí. Pero has cambiado muchísimo, Jimmy. Te hacía cinco o seis centímetros más bajo.
—Bueno, crecí un poco después de los 20 años.
—¿Te va bien en Nueva York, Jimmy?
—Más o menos. Tengo un puesto en uno de los departamentos de la Municipalidad. Vamos, Bob; iremos a un sitio que conozco para charlar largo y tendido sobre los viejos tiempos.
Los dos echaron a andar por la calle, del brazo. El hombre del Oeste, aumentado su egotismo por el éxito, empezó a esbozar un relato de su carrera. El otro, inmerso en su sobretodo, escuchaba con interés.
Cuando llegaron a la esquina, donde las luces eléctricas de una farmacia iluminaban la calle, cada uno de ellos se volvió para mirar la cara de su compañero.
El hombre del Oeste se detuvo bruscamente, apartando el brazo.
—Usted no es Jimmy Wells —dijo de pronto—. Veinte años son mucho tiempo, pero no tanto como para que a uno le cambie la nariz de recta a respingada.
—A veces es bastante para transformar a un hombre bueno en malo —dijo el desconocido—. Estás arrestado desde hace diez minutos, Bob, alias “el Sedoso”. A los de Chicago se les ocurrió que podías andar por aquí y enviaron un cable diciendo que querían charlar contigo. No te vas a resistir, ¿verdad? Así me gusta. Ahora bien, antes de llevarte a la comisaría te daré esta nota que me entregaron para ti. La puedes leer aquí, a la luz de la ventana. Es del agente Wells.
El hombre del Oeste desplegó el pedacito de papel que acababa de recibir. Cuando empezó a leer su mano estaba serena, pero al terminar le temblaba un poquito. La nota era bastante breve.
Bob: Llegué a nuestra cita a la hora justa. Cuando encendiste el fósforo te reconocí como el hombre que buscaban en Chicago. Como no pude hacerlo personalmente, fui en busca de un agente de civil para que se hiciera cargo.
Esta vez, un cuento de Ambrose Bierce (1842-1914?), el escritor y periodista estadounidense que escribió el Diccionario del diablo y hasta hoy es recordado por su gran influencia en el cuento estadounidense y en la literatura fantástica del siglo XX, por su humor ácido e irónico y por sus descripciones duras y amargas, exactas, de los males de la naturaleza humana.
Por haber desaparecido en México –acaso fue muerto en Ojinaga, Chihuahua, durante una batalla entre los ejércitos de Pancho Villa y Victoriano Huerta– es parte de más de una leyenda local; una novela de Carlos Fuentes, Gringo viejo, trata de imaginar las circunstancias precisas de su muerte.
«My Favorite Murder» se publicó por primera vez en el diario San Francisco Examiner, el 16 de septiembre de 1888. Posteriormente se incluyó en el libro de cuentos Can Such Things Be? (1893).
Después de haber asesinado a mi madre en circunstancias singularmente atroces, fui arrestado y tuve que hacer frente a un juicio que duraría siete años. El juez del tribunal de Absolución, el encomendar al jurado su tarea, señaló que mi crimen era uno de los más espantosos que le había tocado resolver en su vida.
En ese momento, mi abogado se levantó y dijo:
–Con la venia de su señoría, los crímenes son horribles o agradables sólo cuando se los compara. Si usted conociera los detalles del anterior asesinato que mi cliente cometió, el de su tío, apreciaría en su último delito (si es que así puede denominarse) una cierta compasión paciente y consideración filial hacia los sentimientos de la víctima. De la espantosa crueldad que acompaña al primer crimen no podía deducirse, si se quería ser consecuente, más que un veredicto de culpabilidad. De no haber sido porque el magistrado presidente del tribunal dirigía una compañía de seguros que aceptaba pólizas contra el ahorcamiento (una de las cuales había sido suscrita por mi cliente) no sé de qué otra manera decente podría haber sido absuelto. Si su señoría fuera tan amable de escuchar, a título de ilustración y asesoramiento, el relato de los hechos, mi desdichado cliente accedería a exponerlos bajo juramento a pesar del gran dolor que le causa.
El fiscal intervino:
–Protesto, su señoría. Tal declaración sería considerada como prueba testimonial y éstas ya han sido cerradas. El relato del acusado debía haber sido expuesto hace tres años, en la primavera de 1881.
–De acuerdo con el procedimiento –dijo el juez–, tiene usted toda la razón, y en un tribunal de Impugnaciones y Detalles Técnicos el fallo sería a su favor. Pero no en uno de Absolución. Por tanto no se acepta la protesta.
–Entonces, disiento –replicó el fiscal.
–No puede –continuó el juez–. Debe tener en cuenta que para disentir primero ha de conseguir que este caso sea transferido al tribunal de Disensiones presentando una moción formal debidamente acompañada de declaraciones juradas. Le recuerdo que a su predecesor en el cargo le denegué una moción similar durante el primer año de este juicio. Oficial, tome juramento al acusado.
Una vez cumplida esta formalidad habitual, hice mi declaración, tras lo cual el juez se sintió tan impresionado al ver la trivialidad del delito que se me imputaba que no tuvo necesidad de buscar más circunstancias atenuantes y solicitó al jurado mi absolución. Después, abandoné la sala con mi reputación limpia de toda mancha:
«Nací en 1856 en Kalamakee, Michigan. Mis padres (a uno de los cuales aún conservo, gracias a Dios, para consuelo de mis últimos años) eran personas honradas y cumplidoras. En 1867 nos trasladamos a California y nos establecimos cerca de Nigger Head, donde mi padre abrió un albergue para caminantes con el que prosperó más de lo que codiciosamente esperaba. Aunque era un hombre reservado y taciturno, su austeridad se ha relajado un poco con el paso de los años; creo que es únicamente el recuerdo del triste acontecimiento por el que se me juzga el que le impide manifestar auténtica alegría.
» Cuatro años después de abrir aquel negocio, apareció un predicador ambulante que, al no tener mejor forma de pagar su alojamiento nocturno, nos obsequió con un sermón de gran categoría. Inmediatamente mi padre envió a buscar a su hermano, el honorable William Ridley de Stockon, a quien cedió el albergue sin cobrarle nada por el traspaso ni por los útiles que en él había, esto es, un Winchester, una escopeta de cañones recortados y un conjunto de máscaras hechas con sacos de harina. Entonces nos mudamos a Ghost Rock y abrimos un salón de baile. Se llamaba El Reposo de los Santos. El espectáculo comenzaba cada noche con una oración y fue allí donde mi santa madre se ganó, por su gracia en el baile, el sobrenombre de «La morsa saltarina».
» En el otoño de 1875 tomé la diligencia en Ghost Rock para ir a Coyote, que está en el camino de Mahala. Iba con otros cuatro pasajeros. Tres millas más allá de Nigger Head, unos individuos, a los que identifiqué como el tío William y sus dos hijos, nos asaltaron y, al no encontrar nada en la saca del correo, decidieron registrarnos. Mi actuación fue de lo más honrosa: me puse en fila con los demás, levanté las manos y me dejé robar cuarenta dólares y un reloj de oro. Nadie pudo sospechar por mi comportamiento que conocía a los caballeros que organizaban el espectáculo. Al cabo de unos días fui a Nigger Head a reclamar la devolución de lo robado. Mi tío y sus hijos me juraron que no sabían nada del asunto y aparentaron creer que habíamos sido mi padre y yo los que, con el ánimo de violar la buena fe por la que el comercio ha de regirse, habíamos cometido el asalto. El tío William llegó a amenazarme con la apertura de otro salón de baile en Ghost Rock como venganza. Me di cuenta enseguida de que esta operación, que parecía ventajosa, iba a ser nuestra ruina, pues El Reposo de los Santos había perdido mucho prestigio. Entonces le dije a mi tío que si me aceptaba en su proyecto y no le hacía ningún comentario sobre ello a mi padre, estaba dispuesto a olvidar lo ocurrido. Pero rechazó mi razonable oferta y fue entonces cuando empecé a pensar que las cosas irían mejor y serían más agradables cuando mi tio estuviera muerto.
» Al cabo de cierto tiempo dedicado a perfeccionar los planes para acabar con él, se los comuniqué a mis padres y tuve la gran alegría de contar con su aprobación. Papá dijo que estaba orgulloso de mí y mamá me prometió que, aunque su religión prohibía colaborar en la destrucción de una vida humana, rezaría para que todo saliera bien. Lo primero que hice, para evitar ser descubierto y como medida cautelar, fue solicitar mi ingreso en la poderosa orden de los Caballeros del Crimen. A su debido tiempo fui nombrado miembro de la comandancia de Ghost Rock. El día que mi periodo de prueba terminó, tuve acceso, por primera vez, a los archivos de la orden y pude conocer quiénes eran sus miembros (hasta entonces los ritos de iniciación habían sido dirigidos por individuos enmascarados). Cuál no sería mi sorpresa cuando, al examinar la lista, descubrí que el vicecanciller segundo de la orden era mi propio tío, cuyo nombre aparecía en tercer lugar. Era algo que superaba todas mis ansias de grandilocuencia: al asesinato podría añadir la insubordinación y la traición. Mi madre lo habría llamado «un capricho especial de la providencia».
» Por esos días se produjo un acontecimiento que hizo que mi alegría desembocara en una vorágine de felicidad: arrestaron a tres forasteros por el asalto a la diligencia. Se les juzgó y, a pesar de mis esfuerzos por salvarles e inculpar a tres de los ciudadanos más dignos y respetables de Ghost Rock, fueron condenados con las mínimas pruebas. Desde aquel momento, mi cri-men podría ser todo lo infundado y disparatado que yo quisiera.
» Una mañana me eché el Winchester al hombro y me dirigí a casa de mi tío. Pregunté a mi tía Mary, su esposa, si él estaba en casa y añadí que tenía la intención de matarle. Mi tía replicó, con su habitual sonrisa, que eran tantos los caballeros que llegaban con la misma idea y se marchaban sin obtener ningún resultado, que dudaba de mis intenciones. Agregó que no tenía aspecto de querer matar a nadie, así que, para demostrarle mi buena fe, cogí el rifle y le pegué un tiro a un chino que pasaba por allí. Entonces comentó que conocía a familias enteras que podían hacer cosas así, pero que Bill Ridley era harina de otro costal. Sin embargo, tras indicarme que podía encontrarle en el redil, al otro lado del río, se despidió de mí diciendo que esperaba que ganara el mejor.
» Desde luego, la tía Mary era una de las personas más ecuánimes que he conocido.
» Encontré al tío William arrodillado, enfrascado en la tarea de esquilar a una oveja. Estaba desarmado y no tuve el valor de dispararle. Me acerqué, le saludé amablemente y le sacudí un fuerte culatazo en la cabeza. Como suelo golpear bastante bien, le dejé tirado sobre un costado. Después, se dio la vuelta, desentumeció los dedos y se encrespó. Antes de que recuperara la posesión de sus miembros, agarré el cuchillo que había estado utilizando y le corté los tendones. Como usted sabrá, cuando se rompe el tendón de Aquiles, el paciente ya no puede usar la pierna, es como si no la tuviera. Bien, pues le corté los dos, y cuando quiso recobrarse, estaba totalmente bajo mi voluntad. En cuanto se percató de la situación dijo:
» –Samuel, me tienes en tus manos y puedes permitirte ser generoso. Sólo quiero pedirte una cosa: llévame a casa y acaba conmigo en el seno familiar.
» Le contesté que su petición me parecía razonable y que estaba dispuesto a hacer lo que me pedía si me dejaba meterle en un costal de trigo: sería más fácil transportarle y llamaríamos menos la atención si nos cruzábamos con algún vecino. Una vez que hubo aceptado, me fui al granero a por el saco. Pero no era fácil meterle dentro, pues mi tío era grueso y bastante alto. Decidí doblarle las piernas con las rodillas contra el pecho y embutirle dentro, tras lo cual hice un nudo sobre su cabeza. Aunque empleé todas mis fuerzas para llevarlo sobre la espalda, me resultaba bastante pesado. Fui dando trompicones hasta llegar a un columpio que unos niños habían colgado de la rama de un roble. Le puse encima y me senté sobre él a descansar. Al ver la cuerda se me ocurrió una feliz idea. Veinte minutos después, mi tío, aún en el saco, se balanceaba a merced del viento.
» Había bajado la cuerda, y tras atar uno de sus extremos a la boca del saco y pasar el otro por encima de la rama, levanté el fardo a una altura de unos cinco pies. Amarré el último cabo de nuevo en el saco y tuve el placer de ver a mi pariente convertido en un pesado y hermoso péndulo. No parecía muy consciente del cambio que había sufrido, aunque, para ser justo con su recuerdo, debo decir que no creo que me hubiera hecho perder mucho tiempo con sus vanas protestas.
» Mi tío tenía un carnero que era famoso en la región por sus dotes para la lucha. El animal estaba en un constante estado de indignación crónica: algún profundo desengaño durante sus primeros años de vida había amargado su carácter y le había llevado a declarar la guerra a todo ser viviente. Decir que siempre estaba dándose topetazos contra cualquier objeto no sería más que dar una ligera idea de la naturaleza y alcance de su actividad bélica. Todo el universo era su enemigo y sus métodos eran los de un proyectil. Peleaba como lo hacen los ángeles contra los demonios, a media altura; surcaba el aire como un pájaro, describiendo una parábola tras la que descendía sobre su víctima justo sobre el ángulo exacto de incidencia en el que mejor aprovechaba su fuerza y velocidad. Su impulso, calculado en kilográmetros, era algo increíble. Se le había visto destrozar a un toro de cuatro años con un simple impacto sobre su frente rugosa. No se conocía una sola pared de piedra que aguantara su embestida, ni había árboles suficientemente duros para soportarla: los hacía astillas y arrastraba sus frondosos galardones por el suelo. Esa bestia irascible y despiadada, esa personificación del rayo, estaba echada a la sombra de un árbol cercano, ansiosa de conquista y gloria. Y precisamente se me ocurrió colgar a su dueño tal y como he descrito con la idea de citarla más adelante en el campo del honor.
» Una vez terminados los preparativos, transmití al péndulo avuncular un suave balanceo, y tras buscar protección en una roca cercana, solté un largo y agudo grito cuya débil nota final fue ahogada por un chillido que, procedente del saco, recordaba al de un gato furioso. Inmediatamente, aquel formidable morueco se puso en pie y comprendió la situación bélica de un solo vistazo. Tras un breve instante, se acercó piafando hasta unas cincuenta yardas del bamboleante adversario quien, con su avance y retroceso, parecía invitar al combate. Vi que el animal de repente doblaba la testuz como si le pesara la enorme cornamenta: desde aquel lugar, como una ondulante franja blanca apenas perceptible, se arrancó en dirección horizontal hasta llegar a poco menos de cuatro yardas del punto sobre el que se encontraba el enemigo. Entonces asestó una fuerte cornada hacia arriba y, antes de que pudiera percibir con claridad el lugar en el que había comenzado el movimiento, oí un golpe terrible seguido de un profundo alarido. Mi pobre tío salió disparado hacia adelante y la cuerda se elevó por encima de la rama a la que estaba sujeta. Al caer, se tensó de golpe y el vuelo se detuvo. Entonces comenzó a balancearse de nuevo lentamente hacia el otro extremo del arco descrito. El carnero había caído de bruces y apenas se distinguía más que una amalgama de lana, cuernos y patas; pero se recobró y, una vez esquivada la caída de su antagonista, se retiró sacudiendo la cabeza y dando patadas contra el suelo. Retrocedió más o menos hasta el mismo punto desde el que había lanzado el primer ataque y se detuvo; como si estuviera rezando para conseguir la victoria, agachó la cabeza y salió de nuevo disparado. Esta vez tampoco le pude ver con claridad: sólo capté la misma franja blanca que tras extenderse en monstruosas ondulaciones, terminaba en una brusca elevación. Su trayectoria formaba ángulo recto con la anterior y su impaciencia era tan grande que golpeó al enemigo antes de que éste hubiera alcanzado el punto más bajo del arco. Esto hizo que el fardo empezara a dar vueltas y más vueltas en sentido horizontal con un radio de unos diez pies, la mitad de la longitud total de la cuerda. Los alaridos de mi tío, crescendo cuando se acercaba y diminuendo al alejarse, hacían que la rapidez del giro fuera más perceptible con el oído que con la vista. Debido a la postura que tenía y a la distancia del suelo a la que estaba, recibía los golpes en las extremidades inferiores y en los riñones: se moría lentamente de abajo a arriba, como una planta que da con sus raíces en terreno ponzoñoso.
» Tras este segundo golpe el animal no se retiró. La fiebre de la batalla hervía en su corazón y su cerebro estaba ebrio de sangre. Como un púgil que llevado por la rabia olvida lo mejor de su destreza y lucha cuerpo a cuerpo, intentaba alcanzar, con torpes saltos verticales, al fugaz enemigo que le pasaba por encima. Aunque a veces conseguía golpearle débilmente, casi siempre acababa en el suelo, pues su ardor iba mal encauzado. Cuando empezaba a agotarse, los círculos que el fardo describía se estrecharon y la velocidad de giro se redujo. Todo ello, unido al escaso trecho que había entre el saco y el suelo, hizo que su táctica produjera mejores resultados y se consiguiera una calidad de alarido superior. Yo disfrutaba con placer.
» De repente, como si hubieran tocado retirada, el carnero suspendió las hostilidades y se alejó resoplando. Arrancó unas cuantas briznas de hierba y las masticó lentamente. Parecía cansado del fragor de la batalla y decidido a cambiar la espada por el arado y a cultivar las artes de la paz. Desde el campo de la fama avanzó con paso firme hasta una distancia de un cuarto de milla. Entonces, de espaldas al enemigo, se detuvo y continuó rumiando, medio dormido. Sin embargo, aprecié que de vez en cuando volvía ligeramente la cabeza, como si su apatía fuera más fingida que real.
» Mientras tanto los gritos del tío William, y su movimiento, habían disminuido: no se oían más que unos largos y débiles lamentos junto a los que aparecía mi nombre pronunciado en un tono suplicante que resultaba de lo más agradable. Evidentemente mi tío no tenía la menor idea de lo que ocurría y estaba aterrorizado; ciertamente, cuando la muerte se acerca rodeada de misterio resulta terrible. Poco a poco el balanceo fue reduciéndose hasta que se detuvo. Cuando me iba acercando al fardo para darle el golpe de gracia, sentí una sucesión de rápidos temblores que sacudían la tierra, algo así como un pequeño terremoto. Me volví hacia donde estaba el carnero y vi una nube de polvo que se aproximaba a una velocidad tan inusitada que resultaba alarmante. Como a unas treinta yardas, se plantó bruscamente y me pareció ver que un enorme pájaro blanco se elevaba por los aires. Su ascenso fue tan suave, sencillo y regular que, admirado de su donaire, apenas pude captar su extraordinaria celeridad. Recuerdo que su movimiento era lento, intencionado. El morueco, pues no era otro que él, se elevaba con una fuerza distinta a la de su propio ímpetu y parecía ser sostenido en el aire con una ternura y cuidado infinitos. Su ascensión producía un gran placer, igual que antes había resultado aterrador verle aproximarse por tierra. El noble animal surcaba los cielos con la cabeza entre las rodillas y las pezuñas inclinadas hacia atrás como si fuera una garza en vertiginoso ascenso.
» A los cuarenta o cincuenta pies, según recuerdo con ternura, alcanzó su cenit y se quedó inmóvil por un instante; entonces, sesgó el cuerpo hacia adelante y, sin variar la posición de sus miembros, salió disparado hacia abajo con una trayectoria cada vez más oblicua y una velocidad frenética. Pasó por encima de mí con el estruendo de una bala de cañón y golpeó a mi pobre tío exactamente en el centro de la cabeza. Tan espantoso fue el impacto que no sólo le partió el cuello sino que incluso la cuerda se rompió. El cuerpo del difunto se estrelló contra el suelo y fue deshecho por las cornadas del meteórico musmón. La sacudida detuvo todos los relojes entre Lone Hand y Dutch Dan y el profesor Davidson, que andaba por el lugar y era una autoridad en temas sísmicos explicó que las vibraciones iban de norte a sudoeste.
» En resumen, creo que, en lo que a atrocidad artística se refiere, el asesinato del tío William ha sido superado en muy contadas ocasiones.»[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Este breve cuento es de Dashiell Hammett (1894-1961), uno de los grandes de la narrativa negra, creador de figuras tan famosas como el detective Sam Spade. Su escenario es inusual: permite ver el carácter de los personajes de Hammett, «duros como un huevo que se ha cocido demasiado» (éste es el significado del término hard boiled) en circunstancias extraordinarias.
«El camino de regreso» («The Road Home») se publicó por primera vez en 1922 en la legendaria revista Black Mask bajo el seudónimo de Peter Collinson.
EL CAMINO DE REGRESO
Dashiell Hammett
—¡Está loco si deja pasar esta oportunidad! Le concederán el mismo mérito y la misma recompensa por llevar las pruebas de mi muerte que por llevarme a mí. Le daré los documentos y las cosas que tengo encerrados cerca de la frontera de Yunnan para respaldar su historia, y le aseguro que jamás apareceré para estropearle el juego.
El hombre vestido de caqui frunció el ceño con paciente fastidio y desvió la mirada de los inflamados ojos pardos que tenía frente a sí para posarlos más allá de la borda del jahaz, donde el arrugado hocico de un muggar agitaba la superficie del rio. Cuando el pequeño cocodrilo volvió a sumergirse, los grises ojos de Hagerdorn se clavaron nuevamente en los del hombre que le suplicaba, y habló con cansancio, como alguien que ha contestado a los mismos argumentos una y otra vez.
—No puedo hacerlo, Barnes. Salí de Nueva York hace dos años con el fin de atraparle, y durante dos años he estado en este maldito país, aquí en Yunnan, siguiendo sus huellas. Prometí a los míos que me quedaría hasta encontrarle, y he mantenido mi palabra. ¡Vamos, hombre! —añadió, con una pizca de exasperación— Después de todo lo que he pasado, no esperará que ahora lo eche todo a rodar… ¡ahora que el trabajo ya está casi terminado!
El hombre moreno, ataviado como un nativo, esbozó una sonrisa untuosa y zalamera y restó importancia a las palabras de su captor con un ademán de la mano.
—No le estoy ofreciendo un par de miles de dólares; le ofrezco una parte de uno de los yacimientos de piedras preciosas más ricos de Asia, un yacimiento que el Mran-ma ocultó cuando los británicos invadieron el país. Acompáñeme hasta allí y le enseñaré unos rubíes, zafiros y topacios que le dejarán boquiabierto. Lo único que le pido es que me acompañe hasta allí y les dé un vistazo. Si no le gustaran, siempre estaría a tiempo de llevarme a Nueva York.
Hagedorn meneó lentamente la cabeza.
—Volverá a Nueva York conmigo. Es posible que cazar hombres no sea el mejor oficio del mundo, pero es el único que tengo, y ese yacimiento de piedras preciosas me suena a engaño. No le culpo por no querer volver… pero le llevaré de todos modos.
Barnes dirigió al detective una mirada de exasperación.
—¡Es usted un imbécil! ¡Por su culpa perderé miles de dólares! ¡Maldita sea!
Escupió con rabia por encima de la borda, como un nativo, y se acomodó en su esquina de la alfombrilla de bambú.
Hagedorn miraba más allá de la vela latina, río abajo: el principio del camino a Nueva York, a lo largo del cual una brisa pestilente impulsaba al barco de quince metros con asombrosa velocidad. Al cabo de cuatro días estarían a bordo de un vapor con destino a Rangún; otro vapor les llevaría a Calcuta, y finalmente, otro a Nueva York… a casa, ¡después de dos años!.
Dos años en un país desconocido, persiguiendo lo que hasta el mismo día de la captura no había sido más que una sombra. A través de Yunnan y Birmania, batiendo la selva con minuciosidad microscópica, jugando al escondite por los ríos, las colinas y las junglas, a veces un año, a veces dos meses y a veces seis detrás de su presa. ¡Y ahora volvería triunfalmente a casa! Betty tendría quince años… toda una señorita.
Barnes se inclinó hacia adelante y reanudó sus súplicas con voz lastimera.
—Vamos, Hagedorn, ¿por qué no escucha a la razón? Es absurdo que perdamos todo ese dinero por algo que ocurrió hace más de dos años. De todos modos, yo no quería matar a aquel tipo. Ya sabe lo que pasa; yo era joven y alocado, pero no malo, y me mezclé con gente poco recomendable. Aquel atraco me pareció una simple travesura cuando lo planeamos. Y después aquel hombre gritó y supongo que yo estaba excitado, y disparé sin darme cuenta. No quería matarlo y a él no le servirá de nada que usted me lleve a Nueva York y me cuelguen por aquello. La compañía de transportes no perdió ni un centavo. ¿Por qué me persiguen de este modo? Yo he hecho todo lo posible para olvidarlo.
El detective contestó con bastante calma, pero toda la benevolencia anterior había desaparecido de su voz.
—Ya sé…, ¡la vieja historia! Y las contusiones de la mujer birmana con la que estaba viviendo también demuestran que no es malo, ¿verdad? Basta ya, Barnes; afróntelo de una vez: usted y yo volvemos a Nueva York.
—¡Ni hablar de eso!
Barnes se puso lentamente en pie y dio un paso atrás.
—¡Preferiría morirme…!
Hagedorn desenfundó la automática una fracción de segundo demasiado tarde. Su prisionero había saltado por la borda y nadaba hacia la orilla. El detective cogió el rifle que había dejado a su espalda y se lanzó hacia la barandilla. La cabeza de Barnes apareció un momento y después volvió a sumergirse, emergiendo de nuevo unos cinco metros más cerca de la orilla. Río arriba, el hombre del barco vio los arrugados hocicos de tres muggars que se dirigían hacía el fugitivo. Se apoyó en la barandilla de teca y evaluó la situación.
«Parece ser que, después de todo, no podré llevarmelo con vida…, pero he hecho mi trabajo. Puedo disparar cuando vuelva a aparecer, o dejarlo en paz y esperar a que los muggars acaben con él.»
Después, el súbito pero lógico instinto de solidaridad con el miembro de su propia especie contra enemigos de otra borró todas las demás consideraciones, y se echó el rifle al hombro para enviar una andanada de proyectiles contra los muggars.
Barnes se encaramó a la orilla del río, agitó una mano por encima de la cabeza sin mirar hacia atrás, y se internó en la jungla.
Hagedorn se volvió hacia el barbudo propietario del jahaz, que había acudido a su lado, y le habló en su chapurreado birmano.
—Lléveme a la orilla —yu nga apau mye— y espere —thaing— hasta que le traiga: thu yughe.
El capitán meneó la negra barba en señal de protesta.
—Mahok! En esta jungla, sahib, un hombre es como una hoja. Veinte hombres podrían tardar una semana o un mes en encontrarle. Quizá tardaran cinco años. No puedo esperar tanto.
El hombre blanco se mordió el labio inferior y miró río abajo… el camino a Nueva York.
—Dos años… —dijo para sí, en voz alta—. Me costó dos años encontrarle cuando no sabía que le perseguía. Ahora… ¡Oh, demonios! Quizá tarde cinco. Me preguntó que hay de cierto en eso de las joyas.
Se volvió hacia el barquero.
—Iré tras él. Usted espere tres horas —señaló al cielo—. Hasta el mediodía, ne apomha. Si entonces no he vuelto, márchese: malotu thaing, thwa. Thi?
El capitán asintió.
—Hokhe!
El capitán aguardó cinco horas en el jahaz anclado, y después, cuando la sombra de los árboles de la orilla oeste empezó a cernirse sobre el río, ordenó que izaran la vela latina y la embarcación de teca se desvaneció tras un recodo del río.