[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][parte 1] > Segunda de tres partes > [parte 3]
En una nota de Timothy Callahan, aficionado y estudioso del cómic, descubrí la existencia del número 113 de la revista Batman (publicado en febrero de 1958): una ilustración inusual del problema de la flor de Coleridge.
La historia, con guión de Ed Herron y dibujos de Dick Sprang, es como sigue. Una noche, Batman sale de su casa en un curioso estado mental: no sabe exactamente para qué sale, por qué sin Robin, hacia dónde se dirige. Ya en el aire, en su batiplano, tiene una experiencia de lo más extraño: la cabeza le da vueltas y de pronto ya no está más en el interior del avión:
El estado de disociación en el que Batman parecía encontrarse era sólo el comienzo: ha sido transportado, por medio de una tecnología muy avanzada, al planeta Zur-En-Arrh, en el que un imitador y fanático (el científico Tlano) desempeña el papel de héroe justiciero al modo de Batman. Tlano ha traído a su ídolo y para pedirle socorro: necesita repeler una invasión extraterrestre y sólo el Batman original puede ayudarlo.
La razón: en Zur-En-Arrh Batman tiene poderes sobrehumanos semejantes a los de Supermán: es invulnerable y muy fuerte, puede volar… Estos poderes serán el complemento perfecto de la tecnología muy avanzada que posee Tlano, y de la que el aparato más llamativo es el Bat-Radia: una versión seudocientífica de la caja mágica, cuya utilidad y funcionamiento se explican con un discurso sin mucho sentido pero salpicado de términos que suenan a técnico (una estrategia habitual de la ciencia ficción y el cómic de superhéroes de la época). Por supuesto, la invasión es repelida por Tlano y Batman, y al final éste es enviado de regreso a la Tierra, pero no sin que su admirador le dé un regalo de despedida: el Bat-Radia, que «no funcionará en la atmósfera terrestre» pero será, reconoce Batman, «el constante recordatorio de una de mis más extrañas aventuras».
El cuadro más importante de toda la historia es el último. Ya de vuelta en su avión, sin que hayan pasado más que unos instantes desde el momento de su partida, «Sería mucho más fácil considerar esto un sueño…», dice Batman; «pero ¿cómo podría? ¡Porque en mi mano tengo el Bat-Radia!»
(la imagen se puede ampliar haciendo clic sobre ella)
Como el soñador en el fragmento de Coleridge, al que el escritor hace despertar con una flor que cortó en un sueño, Batman recibe una evidencia de su paso por un mundo del que él mismo parece dudar. Pero al contrario de lo que sucede en Coleridge, el guión de Herron no se detiene a considerar si en efecto el viaje pudo haber sido sólo un sueño, y en cambio permite que el personaje se limite a aceptar lo sucedido con una sonrisa.
La historia comienza mostrando a Batman en una especie de trance, y su aturdimiento al ir al planeta misterioso y al volver de él está sugerido con una curva que parte de su cabeza: uno de muchos signos de «taquigrafía» visual que sugieren lo invisible –como las largas líneas que indican la velocidad del movimiento en el manga clásico–, pero que, acompañada por la «irradiación» o aura que rodea al personaje, podría sugerirnos ahora gran cantidad de sobreinterpretaciones (un estado místico, una alteración semejante a las que se representan en el arte psicótico). Sin embargo, ni la historia ni el personaje sugieren tampoco que éste pudiera estar trastornado. Su concepto de lo «real» es distinto.
Historias como ésta abundaban en los años cincuenta: un signo más de la paranoia de la época (éste fue el tiempo de la «caza de brujas» anticomunista, por ejemplo) fue la campaña contra las historietas se superhéroes, muy populares durante la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente después, iniciada por el psiquiatra Fredric Wertham (1895-1981), discípulo de Freud y Kraepelin y emigrado a los Estados Unidos desde su Alemania natal. Wertham publicó un libro: La seducción de los inocentes (1954), en donde denunciaba al cómic existente en su tiempo por considerarlo inmoral e incitador de violencia. La reacción pública de rechazo y hostilidad hacia las revistas de historietas fue tal que las propias editoriales crearon el «Comic Code», un sistema de autocensura que existe (aunque modificado y menos estricto) hasta hoy. En su momento, apartarse de las normas del Comic Code era imposible, y las historietas de Batman y personajes semejantes se hallaban fuertemente sujetas; en lugar de recurrir a temas de la literatura policial, como en los comienzos del personaje, los guionistas se veían forzados a buscar historias menos «inapropiadas» que contar y frecuentemente acababan en lo más escapista de los subgéneros de lo fantástico.
Ahora bien, esos argumentos, aunque casi siempre ingenuos, eran también enormemente imaginativos. Hoy estaremos más acostumbrados al cliché del Batman «oscuro», el justiciero torturado y violento que apareció en la película de Christopher Nolan y, previamente, en el trabajo de historietistas como Neal Adams y Frank Miller; sin embargo, antes de ellos (y de la serie televisiva contra la que se rebelaban, y que ahora podría leerse como una parodia de la versión de Nolan) el personaje fue el aventurero luminoso e impredecible de Herron, Sprang y otros creadores obligados a superar las mismas restricciones: el Batman de los cincuenta es un héroe que, a falta de una realidad tangible sobre la que actuar o comentar, se adentra en numerosas experiencias interiores, alegóricas, de la simple imaginación. De hecho, la aventura del héroe convocado por medios ignotos y transportado, en una especie de rapto que no puede explicarse, a un mundo lejano, para pelear junto a un extraño doble de sí mismo y volver casi en el mismo momento de su partida, como si sólo hubiera soñado, es bastante sencilla y hasta rutinaria si se se le ve en el contexto del «repertorio de bizarrías» (la frase es de Emiliano González) en el que fue concebida: el personaje no era en aquel tiempo un concentrador de los temores sociales y el ánimo justiciero y puritano de los Estados Unidos, como lo es ahora, sino una sonda: un explorador de las posibilidades de la mente en una era abiertamente represiva. Más flexible que otras versiones de sí mismo: menos atado por convenciones «realistas», este Batman puede aceptar simplemente la existencia del aparato mágico que está en su mano e integrar esta aventura a todas las demás sin que su cordura corra peligro. Habita en un mundo de lo maravilloso –que no es como el nuestro y donde lo que sucede, por extraño que nos parezca, es rutinario para quienes lo habitan, como el Macondo de García Márquez o la Tierra Media de Tolkien– donde los exraterrestres existen, pueden ser admiradores de los héroes terrícolas e imitar sus vestimentas; donde el toda exploración, incluyendo la de los mundos más terribles, termina siendo gozosa, porque refleja una plenitud mayor que la que está a nuestro alcance.
Los superhéroes estadounidenses no han vuelto a recuperar esta capacidad y riqueza creativas, a pesar del interés renovado por los cincuentas (en consonancia con las modas retro) que se ha dado a partir de los años noventa. Sólo hay un Batman actual: el escrito por el guionista escocés Grant Morrison, que se acerque tanto a examinar, más que el ánimo social o las coyunturas del momento, esta ruptura de lo real.
[concluirá dentro de poco, en una tercera entrega][/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Ahora que en la blogósfera ya termina la oleada de reseñas y comentarios de El caballero de la noche de Christopher Nolan, es posible escribir sobre una versión mucho más interesante del personaje que todos sabemos (y que ha merodeado por este blog en el pasado reciente). Todo comienza con el objeto representado arriba y el siguiente fragmento de Samuel Taylor Coleridge: (más…)
Siguen estas palabras sobre (o a partir de) imágenes racistas.
Cuando una imagen (o un icono, o un personaje) queda ligado en la memoria a una idea inaceptable, una reacción habitual es, como decía, suprimir la imagen: hacer como si nunca hubiera existido. Esto iba a pasar con Memín Pinguín y pasó con la propaganda antijaponesa que empleaba a personajes como Superman o el Pato Donald (véase, en la primera parte de esta nota, la imagen de Superman imprimiendo carteles). Pero ¿sería posible rehabilitar las imágenes «malditas», despojarlas de sus connotaciones negativas?
El año pasado, Alan Moore, el gran escritor británico de comics, lo intentó en la tercera entrega de su serie The League of Extraordinary Gentlemen (conocida acá como La liga extraordinaria por la pésima adaptación cinematográfica de su primera parte).
La última entrega de la columna de Heriberto Yépez en el suplemento Laberinto se refiere al racismo de la cultura mexicana (la idea de que no existe es tan extendida como hipócrita), a propósito del retiro de una edición de Memín Pinguín de varias tiendas Wal-Mart de Texas y recordando la polémica levantada en 2005, cuando el gobierno mexicano lanzó una serie de sellos postales en la que se incluía uno con la imagen del personaje creado por Yolanda Vargas Dulché en 1945. Revisando la cuestión, descubrí un texto que escribí sobre el mismo tema y que se había perdido al cerrar Ánima dispersa, la bitácora que tenía entonces. En esta nueva nota viene otra vez aquel texto y algún comentario tres años después de los hechos. (Y mañana, en la segunda parte, algo sobre otra figura, menos conocida aquí pero igualmente problemática.)
1. El texto de entonces
Hace pocas semanas, el presidente Vicente Fox hizo una de las peores en su larga ristra de declaraciones desatinadas: un comentario racista acerca de los migrantes mexicanos. Se quejó de que en Estados Unidos los ponen en trabajos que “ni los negros” quieren hacer, lo que desde luego provocó una avalancha de críticas. El vocero de la presidencia, Rubén Aguilar, dijo con tibieza que Fox había sido “malinterpretado”, y el gobierno apostó, como es su costumbre en los últimos tiempos, a que el hecho se olvidaría, sepultado entre los absurdos de la política mexicana, que se van acumulando de forma natural e incesante.
(Hace años conocí a uno de los encargados de hacer los discursos de Fox; me dijo que el trabajo era una pesadilla, porque Fox se deja llevar por sus impulsos, dice lo primero que se le viene a la cabeza y el trabajo de “reparación” de cada desatino en discursos posteriores era largo, complejo y muy frustrante. Ahora, desde luego, el estilo de las “aclaraciones” parece ser distinto: sólo parar los golpes y esperar que el público, ya acostumbrado a la secuencia de absurdos y desmentidos, ponga un poco de indiferencia de su parte.)
Y ahora, el Servicio Postal Mexicano acaba de lanzar una serie de estampillas conmemorativas (dentro de una serie dedicada a la historieta mexicana) de Memín Pinguín, un personaje creado en los años cuarenta del siglo pasado y muy popular en México entre los cincuenta y los setenta; junto con otras revistas como Rarotonga y Kalimán, Memín Pinguín fue la piedra angular de Vid, en su día la más poderosa editorial mexicana de historietas, y el personaje era querido hasta un grado que ya no podemos comprender, porque su altura es la que tienen ahora las estrellas del cine y la televisión. Travieso y no muy listo, siempre en peligro de que su “Ma linda” (el personaje que se parece a la tía Jemima) le diera de nalgadas [corrijo por buen consejo de Luis Vicente de Aguinaga: son «furiosas tundas con una tabla repugnante de la que sobresale un clavo probablemente oxidado»], Memín tenía diversas aventuras con sus amigos, todos alumnos de una escuela pública en un barrio pobre. Las historias eran del mismo tipo que las de muchos clásicos de aquella época del cine nacional: melodramas sobre la dureza de la vida urbana y la solidaridad entre “compañeros del mismo dolor”.
El asunto no debería ser motivo de noticias internacionales, pero (por la cercanía de la declaración de Fox que ya mencioné) los sellos postales han provocado una controversia todavía mayor que las declaraciones de Fox, con numerosos cuestionamientos del racismo de las imágenes (en especial en los Estados Unidos), las dos o tres defensas tibias que cabría esperar del gobierno y también (por lo que leo) una cantidad creciente de quejas aquí en México.
Es cierto que la historieta muestra estereotipos racistas; seamos sinceros. En nuestro país la discriminación es fuerte y constante, como puede verse por nuestros modelos de belleza y de poder. Pero algo que no se ve en la estampilla es que la historieta tenía “buen corazón”. Memín es víctima de discriminación casi en cada episodio, pero también lo son todos sus amigos, por razones diversas; de hecho, el grupo hace alusión precisa a muchos males del país en ese tiempo y en éste.
Obsérvese: Carlangas, antisocial y agresivo, lo es porque su madre es una cabaretera, lo que le acarrea el desprecio de las buenas conciencias; Ernesto, el niño más aplicado de la escuela, tiene por padre a un alcohólico que le pega con frecuencia, y es tan pobre que a veces va a la escuela sin zapatos, por lo que es víctima de burlas crueles; Ricardo es un niño rico metido a la escuela pública para que deje de ser soberbio, pero se le desprecia precisamente por tener pinta de junior (hijo de rico, con actitudes prepotentes; éste es el personaje más desgastado por el tiempo, pues la actitud general hacia las diferencias de clase ha cambiado: el servilismo se ha vuelto más hipócrita, y más fuerte el desprecio por la pobreza)… Un maestro, personaje de control, se ocupa constantemente de señalar los males de la discriminación: busca orientar a los niños (y, por extensión, a los lectores), y en efecto logra que algunos de ellos (de los niños) aprendan y se vuelvan un poco más tolerantes.
Por otro lado, ni es posible enviar a todos los críticos un compendio de Lo mejor de Memín Pinguín para que maticen sus opiniones, si es que les da la gana matizarlas, ni lo que está en discusión es, en realidad, el contenido de la revista (que, por cierto, se sigue publicando, aunque sus lectores no son los millones de sus tiempos de gloria). Lo que ha provocado indignación es simplemente la imagen, y la imagen es, lo digo de nuevo, racista: una caricatura que exagera los rasgos negroides del personaje.
Las hay peores: el que sigue es el cartel que anunciaba una exposición de “Música degenerada” (al modo de la más célebre de “Arte degenerado”), organizada por el régimen nazi en Düsseldorf en 1938:
Pero si se ven portadas u otros cuadros de Memín Pinguín (por desgracia no tengo imágenes a la mano en este momento) se verá que sólo él y su mamá son caricaturas; los demás personajes están hechos en un estilo mucho más realista. Por entrañables que puedan ser sus aventuras, y lo son, la imagen de Memín no enfatiza lo que lo acerca a los otros mexicanos que lo rodean, sino lo que lo separa.
Y ahora debo formular la cuestión de otro modo: ¿Memín tiene un discurso, un mensaje que condice con su estilo de representación, digamos, al estilo de la imagen que sigue?
Para aclarar esto puede servir que nos hagamos un pregunta rara: ¿cómo verían a Memín sus amigos allí, dentro de su mundo ficcional? Si esta pregunta tiene algún sentido, yo sospecho (o quiero pensar) que no lo veían como lo veían sus lectores, para quienes el estereotipo era tan normal que resultaba invisible.
Desde luego, tendríamos que poder entender la contradicción, comprenderla y superarla; criticar lo criticable de Memín Pinguín sin dejar de reconocer sus aciertos ni su importancia en la cultura de un momento de la historia mexicana; entender que el arte (o el conjunto los “productos culturales”, si quieren, aunque el término me parece horrible) puede contener todas las ambigüedades y contradicciones de los seres humanos que lo crean, y dejar de darnos baños de pureza como los que tantos se dan en este momento. Por desgracia, no parece que podamos. (Este caso es semejante al de las caricaturas de Paco Calderón [NOTA DE 2008: también escribí en aquel tiempo sobre ellas]: el que muchos estemos en profundo desacuerdo ideológico con él no impide que sea un dibujante extraordinario, y nada puede hacerse salvo reconocer que una cosa puede ir acompañada de la otra.)
2. Tres años después
Tres años después de publicar lo que antecede, el racismo mexicano que salió a la superficie durante la campaña presidencial de 2006 no da señales de querer ocultarse nuevamente. Vean la frecuencia con la que aparecen insultos raciales en los «debates» de Internet, por ejemplo, por no hablar de nuestros medios masivos: como otras, esa forma precisa de la estupidez y la inhumanidad ya ni siquiera es políticamente incorrecta.
Por lo mismo, temo que la conclusión de mi texto pueda parecer ilusa. Parece que aquí, por lo menos, estamos cada vez más lejos de poder rechazar nuestros prejuicios y, a la vez, reconocerlos y juzgarlos objetivamente en nuestra historia y nuestra cultura. Pero sigo pensando lo mismo: Memín Pinguín existe y más de una generación de mexicanos se leyó en sus historietas, que (para bien o mal) dicen mucho más de nosotros que sólo la profundidad o la represión de nuestros prejuicios. Negar ese hecho no es peor que negar la existencia del racismo (y sólo es más ruin el abrazar el racismo, el cultivarlo y celebrarlo como tantos lo celebran ahora).
Esta nota aparece después del Día del Blog 2007 pero queda colocada en la fecha que le correspondía. El retraso no importa: vale la pena dejar constancia de estos cinco descubrimientos recientes:
1. Paper Cuts, «blog sobre libros y otros materiales impresos», escrito por Dwight Gardner, editor de la Revista de Libros del New York Times. Comentarios, entrevistas, reseñas y más.
3. A Closet of Curiosities es un poco más específico de lo que indica su nombre: un archivo con comentarios sobre discos, mientras más extraños mejor (extraños en el sentido occidental del término, se entiende), realizado por H. C. Earwicker y grey calx.
4. Alias Cane es el diario de Miguel Cane, escritor y periodista mexicano radicado en Gijón. Además de entretenido, el diario reúne dos cualidades que ya casi nunca vienen juntas: es un blog que parte de lo cotidiano sin mayores pretensiones y es sumamente legible.
5. Scans Daily, un blog de larga carrera que ofrece páginas digitalizadas de historietas; casi exclusivamente de habla inglesa, casi exclusivamente de superhéroes, pero de vez en vez tienen hallazgos extrañísimos, como las dos páginas que siguen: un homenaje a Alan Moore hecho por Neil Gaiman y Mark Buckingham (las imágenes se amplían haciendo clic en ellas).
Alan Moore y Melinda Gebbie, Lost Girls.
3 tomos. Marietta, Top Shelf, 2006.
Este texto es una versión ampliada del que se publicó, sobre el mismo tema, en el último número de la revista Replicante. Agradezco a Chris Staros, de Top Shelf, por las imágenes, y advierto que todas las que siguen en esta nota son (como se dice en estos tiempos) «explícitas»; por lo tanto, invito a quien pudiera ofenderse al verlas a no seguir leyendo.
* * *
Las historietas pornográficas –que tantos juzgan “lo peor que hay” pero en todas partes disponen de sus lectores culposos, agachones, fieles– ostentan las marcas vergonzosas de la vulgaridad. Censuradas con tiras negras o estrellitas blancas, a veces encerradas en bolsas de plástico, sus portadas acostumbran, encima, estar mal diseñadas y peor impresas y mostrar, como sus reclamos del deseo, una de estas posibilidades: imágenes claramente de archivo, o bien malos pastiches del hentai japonés o de cualquier otra tradición de pacotilla, o bien modelos que parecen más interesados en acabar pronto la sesión fotográfica que en cuidar sus cuerpos, asumir la pose o por lo menos fingir que hay algo de placer en lo que están haciendo. En gran parte del occidente –esa que todavía considera “avanzada” (o reprensible) la educación sexual– el porno se contagia del temor y la santurronería de sus detractores y, además de basto, parece querer ser feo: esto que está prohibido, parece decir, y que de todos modos estás haciendo y que te encanta, además es horrible; paga, avergüénzate, resígnate.
Grant Morrison y Frank Quitely, WE3. Nueva York, Vertigo/DC Comics, 2005.
1
En 1983, la película Cuerpos invadidos (Videodrome) de David Cronenberg introdujo en un término nuevo en la cultura de occidente: New Flesh (Nueva Carne), que con el tiempo ha llegado a reunir todas las formas en que pensamos y representamos la intervención de la tecnología en el cuerpo humano y su consiguiente transformación. Desde hace unos dos siglos, el movimiento de nuestra conciencia ha tendido, en general, a alejarnos de la naturaleza; a juzgar por la difusión creciente de las ideas de la Nueva Carne (que se puede rastrear en obras tan diversas como los ensayos sobre el “sujeto virtual” de Scott Bukatman, el cine de Katsuhiro Otomo, las novelas de Clive Barker o Mario Bellatin, entre miles de otros), parecería imposible una vuelta atrás y la relación compleja de la especie con sus creaciones se diría capaz de perdurar más allá de la extinción de la propia humanidad, como se le concibe desde antiguo.
Sobre tema tan grande, una historia como la de We3 (2005), novelita gráfica de Grant Morrison y Frank Quitely, sólo puede considerarse una obra menor: precisamente de mis favoritas.
Héctor G. Oesterheld y Alberto Breccia, Mort Cinder.
Argentina, Colihue, 2005.
1. La historia de Mort Cinder, la obra maestra del guionista Héctor G. Oesterheld (1917-1977) y el dibujante Alberto Breccia (1919-1993), puede comenzarse haciendo referencia a otra obra, menor pero más conocida, de este equipo ocasional de creadores argentinos: la novela gráfica El eternauta (1969), nueva versión de otra historia con el mismo título que Oesterheld –con el dibujante Francisco Solano López– había publicado a fines de los cincuenta y que tiene una reputación merecida como obra central de la narrativa de aventuras escrita en su país. (más…)