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Como ladrones en la noche

El texto que sigue sonará tal vez un poco raro: es un fragmento autobiográfico que fue publicado hace algún tiempo en la revista Generación y tiene que ver con mi paso por la colonia Roma de la ciudad de México. Lo publico como un adelanto de otras curiosidades que aparecerán cuando el resto del sitio se encuentre en línea.

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Hace cuatro años abandoné la colonia Roma. No fue por disgusto: había sido feliz en aquel departamento de la calle de Puebla, y antes había vivido tiempos interesantes –es decir, terribles– en los de Guanajuato y Yucatán. Además, allí, en la colonia: por igual en sus calles de lujo que en las otras, unas veces en los lugares cálidos y otras en los sitios helados, o en los llenos de dientes, allí, digo, habían nacido no menos de seis libros, diez veces más cuentos y ensayos y artículos, mis primeros y últimos poemas (no, ya no existen, gracias por preguntar); habían surgido amistades y se habían extinguido rivalidades o malentendidos; había crecido un gato huérfano y amable, había muerto un amor espantable y doloroso y necio, había surgido otro amor que permanece, habían tenido lugar incontables horas de ternura horizontal, fiestas sin sordina, películas decentes o piráticas, lecturas brillantes y abismales, conversaciones con amigos y con desconocidos, roces con una o dos personas intolerables.

(Los roces con personas intolerables no estimulan mi ingenio en el momento, pero siempre, cuando han terminado, llega a mí lo que algunos llaman “el espíritu de la escalera”: mientras bajo del lugar de mi derrota verbal, sólo hasta entonces, todo lo que podría haber dicho para aplastar a quien me aplastó llega, como la ola que se ofrece para que la aproveche el buen nadador o cualquier cita semejante. Por lo demás, algunas personas recuerdan todavía a la señora de la bolsa de estambre, la única a la que he echado de mi casa con “cajas destempladas” y recomendaciones ideadas, pensadas minuciosamente, para perderla.)

Todo esto es verdad.

Pero he aquí que, recién casados, tras sobrellevar una ceremonia repleta de mandatos glaseados y buenas intenciones de los parientes, estábamos en un hotel de Tuxtla Gutiérrez, mordisqueando las nueces que una tía nos había dejado en una canastita (con el fin de incrementar lo que debía incrementarse en la “noche de bodas”), y en la televisión apareció un extracto de El mikado de Gilbert y Sullivan, todo lleno de falsos japoneses. No sé por qué, justo en ese momento comprendí que ya había terminado el suplicio de las normas sociales pero también mi vida de romano: el nuevo departamento (comprado en otro sitio de la ciudad de México, primera vez en la vida de semejantes deudas y responsabilidades) estaba listo para recibirnos, y todo lo que faltaba era empacar y contratar la mudanza. Se lo dije a Raquel; ella concordó conmigo, pero ni me preguntó más ni yo había pensado en lo que dije un poco más arriba: sólo sentí un vago desasosiego, que además se mezcló con urgencias más cercanas y efímeras. De Gilbert y Sullivan cambiamos a no recuerdo qué otra cosa, nos pusimos a decir que sus uñas postizas eran una molestia peor ya pasadas fiesta y ceremonia, y el resto de nuestro viaje transcurrió.

De regreso a México –tras parada brevísima en un nail studio para remover aquellos apéndices de plástico blanquecino con tiritas doradas: el tiempo para hacerlo antes se perdió entre bajar de un avión y subir a otro–, me vi forzado a recordar lo que sigue:

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A comienzos de 2002, yo había elegido el departamento de la calle de Puebla porque se encontraba (se encuentra todavía, claro) en la planta baja de su edificio.

El año anterior, en el departamento de Yucatán, en medio de peleas numerosas que iban a ponerse aún peores con quien era mi pareja entonces –justamente el amor espantable y doloroso y necio que ya mencioné–, me había caído en la regadera y me había luxado la rodilla izquierda más allá de cualquier arreglo: hallaron la rótula y la volvieron a poner en su sitio, pero pasé el resto del año, de mi estadía en aquel lugar y de mi relación (la verdad, los dos fuimos unos hijos de la chingada; desde aquí, aunque sea tan tarde como hoy, pido perdón por la parte que me toca) con una férula y muletas. Raquel, tiempo después, opinó que el conjunto se veía sexy, aunque lo dijo mientras intentaba ligarme; en todo caso, la dificultad de subir y bajar escaleras era notable, y de allí la conveniencia de un lugar sin demasiados ascensos, etcétera.

El problema es que el departamento, con todo y su accesibilidad y otros hermosos detalles, tenía también el problema de recibir muy poca luz y demasiada humedad del aire y de los edificios circundantes: la ropa que se quedaba sin usar se iba cubriendo de polvillos blancos y verdosos, y a las ocho de la mañana era imposible ver nada sin luz artificial: el lugar era una cueva, pues, una hermosa boca de lobo.

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Todo lo anterior pasó por mi cabeza (y supongo que por la de Raquel, aunque ella no tenía sino versiones de segunda mano de buena parte de la historia) cuando, al llegar al departamento, al gato que esperaba y a las cajas ya hechas de libros y platos y demás objetos que esperaban con el gato, resultó que no había luz.
Más aún, resultó que no había medidor de luz, pues el recibo de pago se había extraviado entre una ida al sastre que haría el traje de novia y otra a no recuerdo dónde más.

Sin ánimo de interpretar el hecho precisamente en aquel momento, y mientras la comida que nos quedaba se pudría en el refrigerador y era imposible hacer nada salvo esperar el camión (que llegaría al día siguiente) y buscar las velas y la linterna (pero nunca habíamos tenido linternas), apareció la vecina del 202. Había sido propietaria del edificio, y si bien luego lo había vendido para quedarse sólo con su departamento, se sentía aún como la dueña y se dedicaba a señalar cada desperfecto, criticar cada fiesta sin sordina –confieso que esto era justo– y en general sospechar todo el tiempo de nuestra honorabilidad, nuestra voluntad de no prenderle fuego a nada, nuestra contención para usar el baño y no orinar en la duela… Ya se sabe.

Nosotros (en cierto modo) estábamos como nuestros antepasados remotos, esos que salen en 2001 de Kubrick apretados contra la roca, muertos de terror, esperando el ataque del leopardo de ojos brillantes. En plan de leopardo, la vecina no llamó a la puerta, no dijo nada, pero luego del resto de la noche negrísima, mientras afuera amanecía y adentro todo seguía igual, nos despertó un tocar enérgico. Era la verdadera dueña del departamento: se le había dicho que nos habíamos robado el medidor de la luz, que habíamos destrozado todo, que nos largábamos como ladrones en la noche…

Entonces descubrimos que no le habíamos avisado que nos marchábamos: la intención se nos había perdido entre dos horas de hacer listas de invitados y otras dos de pláticas prematrimoniales (en las que, al menos, nunca nos ordenaron no usar condón). Todos nuestros aseguramientos, por no hablar del dinero del depósito, fueron insuficientes: regresé de recontratar la luz cuando el camión de mudanzas se estacionaba afuera. Desde su ventana, la señora del 202 nos vio partir con inquina (juro que sus ojos brillaban) pero nosotros estábamos ya a la luz del sol.

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