Antología de cuento (selección y prólogo de Alberto Chimal). SM, 2016
Esta antología reúne a 20 autores que abarcan más de un siglo (de hecho, cerca de 120 años) de narrativa mexicana que se acerca a la imaginación fantástica. El prólogo discute la presencia de ésta en la literatura nacional, niega que se trate de una «anomalía» y en cambio sugiere que forma otra tradición, menos comentada que otras pero no menos visible; que pasa por grandes autores del canon nacional lo mismo que por figuras de culto, y que llega a muchos autores vivos y en activo el día de hoy.
Los autores antologados: Amado Nervo, Elena Garro, Leonora Carrington, Juan José Arreola, Guadalupe Dueñas, Amparo Dávila, Inés Arredondo, José Emilio Pacheco, Agustín Monsreal, Guillermo Samperio, Álvaro Uribe, Verónica Murguía, Norma Lazo, Cecilia Eudave, Ignacio Padilla, Fernando de León, Bernardo Esquinca, Magali Velasco, Iliana Vargas, Édgar Omar Avilés. Vale la pena notar que el índice está repartido equitativamente entre escritoras y escritores.
De la contraportada:
La literatura vuelve realidad todo. Y así lo ha demostrado una innumerable cantidad de autores desde hace cientos de años. Aquí no encontrarás elfos, dragones ni niños magos con lentes y varitas, sino que te enfrentarás a encuentros con el Diablo, desapariciones inexplicables, personas duplicadas, saltos en el tiempo, criaturas informes que van a estrujarte el cerebro en tu intento por comprenderlas… ¿Qué es lo fantástico? Aquello inexplicable, la presencia de lo raro, eso que o logramos entender… lo imposible que se hace posible gracias a la literatura.
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El martes pasado se hizo un homenaje a Amparo Dávila, la gran narradora mexicana. Fue en el Palacio de Bellas Artes: se le entregó la Medalla Bellas Artes en la Sala Manuel M. Ponce. Dávila es una autora admirada por varias generaciones: la decana de la imaginación en México, digo yo, creadora de una obra fantástica relativamente breve pero profunda, misteriosa y reveladora de su propio interior y –de modos imprevistos y sorprendentes, como sólo puede hacerlo la gran narrativa de imaginación– del tiempo que le tocó vivir. La he leído (como muchas otras personas) con placer y con incógnita. He tenido oportunidad de escribir sobre ella y de conocerla incluso: hemos conversado en algunas ocasiones. Y hace unos días me entrevistaron, junto a varios otros colegas, para un video que se proyectó durante el evento.
Estoy viendo el video ahora porque el martes no llegamos a tiempo para entrar en la sala Manuel M. Ponce, que estaba llena desde hacía rato. Habíamos tardado demasiado detenidos en el tráfico, llegamos corriendo al Palacio pero era tarde. Nos invitaron a pasar a la sala del sótano, la Adamo Boari. Había sillas y en el escenario vacío un proyector mostraba lo que sucedía arriba. Era una situación poco alentadora. Se sentía como observar desde lejos, como intrusos. Después podríamos acercarnos a la sala, pero yo estaba de un humor extraño. Desde antes de nuestro trayecto –desde varios días antes, de hecho– daba la impresión de que el homenaje a Amparo Dávila iba a estar marcado por algo que parece ocurrir invariablemente en México cada vez que un autor inusual, excéntrico, ajeno a las normas o las convenciones, recibe pese a todo un reconocimiento. En la prensa, en las palabras de los críticos, en los elogios que se le dedican, se intenta «normalizar» al autor (o autora), es decir, se intenta convencer a los posibles interesados de que lo que hace el homenajeado no es en realidad tan excéntrico, tan alejado de las convenciones del canon literario. Si su obra es tan buena, se razona, no puede sino ser convencional de otra forma. No puede representar una ruptura. Tiene que ser igual a aquello que se ha aceptado ya como permisible, que se puede entender y que ya no amenaza con sacudir ni desconcertar. Detrás de esto hay una larga serie de prejuicios no sólo contra ciertas formas y posibilidades de la literatura sino, en ocasiones, contra ciertas personas o ciertos grupos que intentan practicarla. «La gran obra que escribe Fulana parece literatura infantil pero va más allá», se dice. «No es narrativa fantástica la de Mengano sino que es una metáfora». «Ni parece que este libro de Zutana lo haya escrito una mujer». Georgina García Gutiérrez y Evodio Escalante, los dos encargados de comentar la obra de Amparo Dávila, parecían defender posturas contrapuestas justamente alrededor de cómo apreciar la obra de ésta y de dónde ponerla dentro de la literatura mexicana. Yo seguí pensando lo que ya pensaba: los intentos por normalizar la obra de un gran autor son intentos por quitarle su filo y su capacidad de conmover y de criticar nuestras ideas profundas sobre la vida, y en más de una ocasión suenan simplemente absurdos: confusos y enredados en su esfuerzo por explicar de un modo «aceptable» obras que van mucho más allá de cualquiera de sus reglamentaciones. En la secundaria, una profesora se empeñaba en convencernos de que «El guardagujas», aquel cuento kafkiano de Arreola, era una mera denuncia del mal estado de los ferrocarriles mexicanos. Y he escuchado a más de una persona decir que en Pedro Páramo no hay muertos que hablen, que todo es «símbolo». (¿Pero por qué no podría ser símbolo para nosotros, afuera, y suceder literalmente allá, en el mundo de la novela, que no es éste? ¿De verdad se piensa que no somos capaces de distinguir una representación literaria de la vida real?)
Otra cosa: en México, una literatura «normal» es una literatura que se recomienda, se elogia, se encumbra…, y no se lee. Mejor que la obra de Amparo Dávila no sea normal: mejor que siga teniendo sus lectores fieles y numerosos. Muchos de ellos son muy jóvenes. Yo los he visto.
Al término del homenaje, luego de que se le diera a Dávila la Medalla Bellas Artes, hubo un coctel. Logramos escabullirnos. Vimos una larga fila de personas esperando a recibir un autógrafo de la homenajeada, que a sus 87 años se ha vuelto frágil, pero está despierta y viva como siempre. ¿No quieres pasar?, me preguntó uno de los funcionarios, y agregó que me estaban esperando como a otras de las personas que habían aparecido en el video.
Contra todo lo que esperaba pude saludar a Amparo Dávila en el día de su homenaje. No quise tardarme demasiado porque estaba abusando del tiempo de otros. La saludé y no sólo recordaba nuestros encuentros previos –lo que no era ninguna sorpresa– sino que me preguntó por mi pie. ¡Estaba enterada de mis problemas de este año! Le dije que estaba mucho mejor. Ella me contó que había tenido una caída algún tiempo antes pero también estaba ya muy repuesta. Me agradeció las palabras que dije para el video y yo le dije que eran ciertas y dichas con mucho afecto. Una persona que nos observaba (@DanielKenobi en Twitter) tomó la foto que se ve abajo.
«Trato de lograr en mi obra un rigor estético basado no solamente en la perfección formal, en la técnica, en la palabra justa, sino en la vivencia», había dicho Dávila. Es totalmente cierto, y es una regla que se cumple, aunque no siempre se quiera ver, en la mejor literatura de imaginación, así como en la mejor literatura a secas.
* * *
(Ayer, David Huerta, otro escritor al que quiero y admiro mucho, recibió el Premio Nacional de Ciencias y Artes. Algún día tendré que escribir de lo que he aprendido de él.)
Los historietistas británicos Alan Moore (guión) y Kevin O’Neill (dibujo) publican desde fines de los años noventa una serie titulada The League of Extraordinary Gentlemen (conocida en español como La liga de los Hombres Extraordinarios o La Liga Extraordinaria). En ella, personajes de diferentes obras de ficción “popular” del siglo XIX, desde el explorador Allan Quatermain hasta el Capitán Nemo, se unen para formar un grupo, como parodia de «equipos» de superhéroes como los que aparecen en Los Vengadores o la Liga de la Justicia, pero también incorporando toda clase de referencias de la literatura, el cine la televisión y la cultura popular en general para ambientar las aventuras del grupo en un mundo alterno: un universo de la imaginación que replica y a la vez expande el de sus lectores.
Hace algunos días, una persona me dejó este mensaje por medio del servicio ask.fm:
Si hicieran una “liga de hombres extraordinarios” de México, a quien meterias tu ? Obviamente de ley estaría kustos
Yo lo pensé un poco (desde luego me halagó la referencia a mi personaje Horacio Kustos; qué puedo decir) y respondí lo siguiente:
Estaría buenísimo. 🙂 Veamos… Una alineación que se me ocurre en el momento:
Horacio Kustos, explorador
El Conde de Saint-Germain, inmortal (viene en un cuento muy divertido de Fernando de León)
Xanto, luchador y superhéroe (de José Luis Zárate)
Andrea Mijangos, detective ruda (de Bef)
Gaspar Dódolo, cartógrafo enciclopédico (de Hugo Hiriart)
Fulvio, vampiro dark (de Andrés Acosta)
Nina Complot, anarquista (de Karen Chacek)
Fue una lista hecha deprisa pero con la idea de cumplir con algunos criterios generales: son personajes a) de autores mexicanos vivos, b) cercanos a la aspiración imaginativa y aventurera de los personajes reciclados por Moore y que c) pueden, al modo de la Liga Extraordinaria, imaginarse juntos en una narración de aventuras. Al parecer, éste es un juego que lectores y aficionados de habla inglesa han jugado en muchas ocasiones, con personajes de diferentes épocas de la literatura, el cine y la televisión. ¿Por qué no hacerlo aquí también?
Para expandir las referencias, agrego ahora que la versión de Saint-Germain de Fernando de León proviene del cuento «La noche de los inmortales»; Xanto es, por supuesto, derivado y parodia de El Santo, como lo imagina Zárate en la novela Xanto. Novelucha libre; Andrea Mijangos ha aparecido en las novelas policiacas Hielo negro y Cuello blanco de Bef; Gaspar Dódolo aparece en la novela Cuadernos de Gofa de Hiriart; Fulvio es el protagonista de Olfato y Subterráneos, novelas de Andrés Acosta, y Nina Complot aparece en la novela del mismo título de Karen Chacek.
Alan Moore elabora, a lo largo de las entregas de la serie, una historia milenaria de su Liga, con diferentes integrantes en diferentes épocas, todos tomados de los periodos correspondientes de la ficción en la que el escritor se concentra (y que básicamente es de origen europeo y estadounidense). Para mi versión del juego, no pensé demasiado de los «antecedentes» de mi liga, pero sí escribí:
La liga habría sido instituida por Soledad, princesa y heroína [/fusion_builder_column][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][de la extraordinaria novela Loba de Verónica Murguía] en la Edad Media, y trasladada a México por el Gran Reformador, viajero del tiempo [del cuento «Crónica del Gran Reformador» de Héctor Chavarría, clásico de la ciencia ficción mexicana].
El villano sería el hombre de los 50 Libros [la única excepción a la regla de los autores vivos: el personaje más extraño y perverso del libro La noche, de Francisco Tario], acompañado por Moisés y Gaspar [del cuento del mismo título de Amparo Dávila], invasores misteriosos y sin forma.
Puse en Twitter un enlace a la lista porque me divirtió. La vio el escritor y crítico Luis Reséndiz y propuso la lista de otra liga posible, con personajes más «clásicos» de la cultura mexicana:
Filiberto García (el detective de Complot mongol de Rafael Bernal)
El Santo (la base del Xanto de Zárate, por supuesto, y popularísimo en películas, cómics y la lucha libre durante el siglo XX)
Héctor Belascoarán Shayne (el detective de las novelas de Paco Ignacio Taibo II)
Kalimán (de la radio y los cómics, que en su día fueron los más populares de la historia de, cuando menos, América Latina)
Aura (de la novela corta de Carlos Fuentes)
Y el juego puede seguir (de hecho, se podrían muchos personajes simplemente considerando lo que se escribe y se publica en la actualidad). Lo que quisiera subrayar aquí es lo siguiente: el juego puede jugarse con personajes mexicanos, lo que da a pensar que la ficción producida en este país no es tan pobre, ni tan uniforme, como algunos quisieran creer. Hay un depósito al que no siempre recurrimos en nuestra propia imaginación (o en las muchas posibilidades de la imaginación que se han dado en el territorio y las culturas que llamamos mexicanos) y que podría servir para contar(nos) muchas historias, para darle sentido a lo que necesitemos decirnos.
Para terminar, agradezco que Bernardo Fernández Bef, dibujante e historietista además de escritor, se animara a dibujar la «liga mexicana» que inventé:
En estos días empiezan a abrirse paso dos libros con los que tengo que ver: ambos son viajes, o por lo menos viajan a lugares muy raros: a otra lengua y otro continente.
El primero de estos libros es Three Messages and a Warning es una antología de literatura fantástica mexicana traducida al inglés: historias de una treintena de autores seleccionadas por Chris Brown y Eduardo Jiménez Mayo. Publicada por Small Beer Press, incluye textos de autores que nos hemos interesado de manera constante en las ramas de lo «fantástico» (como Bernardo Fernández Bef, Karen Chacek, Gabriela Damián, José Luis Zárate, Pepe Rojo, Gerardo Sifuentes y la gran Amparo Dávila) y también de «incursores», colegas conocidos por su trabajo en otras especialidades (como Agustín Cadena, Claudia Guillén, Yussel Dardón, Bruno Estañol, Liliana Blum, Beatriz Escalante y Óscar de la Borbolla, entre otros).
En esta entrevista, Brown (quien junto con Bef y Pepe Rojo fue un gran animador de incluir en la antología un conjunto tan diverso de autores como fuera posible) dice: (más…)
Este paquete de avisos será variado, como se ve. Incluye diversas invitaciones. (Aviso del 19 de febrero: en esta otra nota se agregan dos más.)
1. LO DE LA TELEVISIÓN:
Si pueden sintonizar el canal 115 de SKY o Cablevisión, este viernes 19, a las 23:00 horas, estaré en el programa Final de Partida, conducido por Nicolás Alvarado y Julio Patán, conversando sobre cine de horror. (Nota del 15 de febrero: el nombre del canal es Foro TV.)
2. EN LA FERIA DEL LIBRO
del Palacio de Minería, en la ciudad de México, participaré en dos presentaciones y una mesa redonda. La Feria estará en Tacuba #5, en el Centro Histórico, junto al Museo Nacional de Arte. Los datos:
a) El jueves 18 de febrero, a las 19:00 horas, presentaré con Federico Corral la novela histórica El tigre del Nayar de Queta Navagómez, publicada por Editorial Jus. La novela mereció el Premio Nacional de Novela José Ruben Romero en 2008 y llega oportunamente: es la historia de Manuel Lozada, un bandolero mexicano que vivió en el siglo XIX y se convirtió en personaje de leyenda.
b) El domingo 21, de 16:00 a 16:45 horas, estaré en una mesa redonda: «Del cómic a la novela (y al revés). Guionistas convertidos en escritores, novelistas que leen cómics». Edgar Clément, Bef y yo conversaremos sobre el tema moderados por F.G. Haghenbeck. La cita es en el Auditorio Cuatro del Palacio, y la actividad forma parte de las Primera Jornada de Cómic de la Feria, cuyo programa completo se encuentra en el blog de Bef.
c) Por último, el miércoles 24 a las 18:00 horas, participaré en la presentación del libro de cuentos Rápidas variaciones de naturaleza desconocida de mi querido amigo Edilberto Aldán. Este libro, publicado por el Instituto Mexiquense de Cultura, fue premiado en el Concurso Internacional del Bicentenario «Sor Juana Inés de la Cruz» el año pasado y su lectura ha sido una sorpresa y un gozo a la vez. (No tengo todavía el dato de en qué espacio de la Feria será la presentación, pero lo publicaré en cuanto lo sepa.)
3. Y LOS LIBROS, POR ÚLTIMO,
son dos que acaban de salir: nuevas antologías de textos literarios en las que me siento muy orgulloso de participar:
a) Feminine Transgression. Transgresión Femenina, compilada por Patricia Rosas Lopategui, es un compendio de ensayos sobre diversas escritoras mexicanas que busca afirmar y aquilatar el valor de sus obras. Hay textos sobre Antonieta Rivas Mercado, Nellie Campobello, Guadalupe Dueñas, Josefina Vicens, Elena Garro, Guadalupe Amor, Rosario Castellanos, María Luisa Mendoza, Amparo Dávila, Inés Arredondo, Luisa Josefina Hernández, Elena Poniatowska, Beatriz Espejo, Helena Paz Garro y Silvia Molina, y uno de ellos es mío. Mientras llega a las librerías mexicanas, el libro (publicado por la editorial Floricanto) ya puede conseguirse en Barnes&Noble.
b) Schreber, los archivos de la locura trata de la obra, el padecimiento y el legado de Daniel Paul Schreber, el jurista alemán que a principios del siglo XX, tras haber padecido un colapso nervioso y varios años en un manicomio, escribió un libro sobre su experiencia: Memorias de un enfermo de nervios, que fue estudiado por Freud y Canetti y tiene muchos puntos de contacto con la obra de Philip K. Dick y otros autores visionarios. El libro contiene diversos ensayos y un ensayo-prólogo mío alrededor de este personaje fascinante, fue compilado por Alejandro Cerda, Pablo Gaitán y Marina Meyer y es una coedición de Paradiso Editores y la Universidad Iberoamericana.
A ver si por ahí nos hallamos…[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
Para celebrar la aparición de sus Cuentos completos, publicados por el Fondo de Cultura Económica, un texto sobre la escritora mexicana Amparo Dávila, autora del cuento clásico «El huésped» y de muchos otros.
1
La relación de la cultura occidental con el lenguaje es equívoca: a la vez le niega y le concede poderes enormes. Por un lado, creemos que es una herramienta, un medio, una forma sencilla y sin complicaciones de representar el mundo sensible y nuestro propio interior: un mero utensilio que dominamos sin esfuerzo y no oculta secretos ni trampas. Por otra parte, esta noción nos lleva a creer en la fidelidad y la suficiencia de nuestras propias palabras: nos persuadimos de que los nombres de las cosas son las cosas mismas, sin distorsión ni ambigüedad, como si el lenguaje y el universo se correspondieran perfectamente y sólo hiciera falta encontrar las voces precisas para rellenar cualquier hueco en nuestra percepción del mundo.
Al pensar así no sólo olvidamos que el lenguaje está lejos de ser nuestro sirviente: que al ser nuestra única manera de aprehender y figurarnos el mundo, sin él quedaríamos desamparados, incapaces de cualquier comprensión y memoria más allá del instinto. Además, pasamos por alto el hecho de que el lenguaje es, en el mejor de los casos, imperfecto: no deja fuera al error o a la duda, a los misterios de la resonancia y la imagen poética, ni a las oscuridades: los momentos en que lo indecible se aparece ante nosotros y sólo puede declararse lo infranqueable del obstáculo, lo imposible de trasponer a las palabras como límites de la conciencia.
La porción más extraña y paradójica de la literatura, como del resto de las manifestaciones del pensamiento, es la que se atreve a sondear estos límites del propio lenguaje. No es una tarea fácil ni popular, y probablemente lo es menos todavía ahora que en otras épocas. Aquí, en el ámbito díscolo de la literatura mexicana, siempre ha sido la marca de escritores visionarios, que experimentan en su trabajo o hasta en su propia vida la disolución de las certidumbres que ofrecen las palabras y, en vez de rehuirla, la enfrentan y procuran traerla hasta nosotros. Tampoco pueden llegar más allá, arañar siquiera lo que está del otro lado, pero sí pueden llamar nuestra atención y llevarla al enigma, que reduce nuestra estatura humana pero, tal vez, nos vuelve un poco más lúcidos y no menos.
Una de esos autores no siempre secretos, pero no siempre tenidos como centrales a pesar de la mera belleza de su obra, es Amparo Dávila, una de nuestras cuentistas más sutiles y más extraordinarias.
2
Presencias que invaden vidas y casas; seres sin nombre empeñados en actos nimios o terribles; portadores de emblemas que están más allá de toda lectura; visiones de melancolía terrible… Las historias de Amparo Dávila, esbozadas siempre con muy pocas palabras, no utilizan la capacidad alusiva del cuento para el lector complete y dé forma a los mundos y las tramas que se le proponen sino para que, llevado por ese impulso rutinario, descubra las ausencias: las preguntas que adquieren su poder en el acto de no ser respondidas.
Muchos de los que nos hemos acercado a esta obra breve y espaciada en el tiempo lo hemos hecho a partir de una idea inexacta: desde muy temprano en su carrera, y cada vez con más fuerza a medida que ha pasado el tiempo, a Amparo Dávila se le considerado una escritora de literatura fantástica. Ésta no es una categoría problemática sólo por los prejuicios que existen en su contra: además, si se entiende lo fantástico solamente como la descripción de “cosas imposibles” o “sobrenaturales”, no se podrá comprender ni el sentido profundo de los textos de Dávila ni siquiera su origen.
En repetidas ocasiones, la escritora ha declarado que sus historias provienen de lo real y difieren de textos más convencionales porque, si bien tienen su origen en vivencias, pensamientos y percepciones auténticos, no se detienen en la representación sino que pasan a la realidad interna, el mundo de lo abstracto y lo íntimo que la narrativa más convencional subordina a las descripciones del mundo sensible o emplea sólo como depósito de causas y efectos. En las historias de Dávila nunca hay la ruptura violenta de una imagen del mundo para que otra más extraña o caprichosa se revele; lo presuntamente objetivo está en contacto permanente con lo presuntamente subjetivo, y con ello el texto puede librarse de repetir lo que el lector cree saber sobre “lo real”… pero también de suplir lo “real” con una invención –una “irrealidad”– que se cierre sobre sí misma y se deje leer como una mera distracción, incapaz de afectar las certidumbres que nos permiten una existencia sosegada.
Antes de sus cuentos, Amparo Dávila publicó tres libros de poemas emparentados con la búsqueda mística: la aspiración de re-ligar la conciencia humana con lo numinoso, trascendiendo las limitaciones humanas. Para 1954, el año en que aparece Tiempo destrozado, esta indagación ya no puede entenderse como un recorrido por la vía de la iluminación. La idea de la revelación súbita, de que la plenitud del conocimiento puede alcanzarse además de nombrarse, implica la distorsión tradicional de las capacidades y las debilidades del lenguaje; más humilde, pero también más afilada y escéptica, Dávila opta por una vía de oscuridad: por dar un paso atrás en la búsqueda del sentido del mundo para intentar, desde más lejos, desde más abajo, entrever al menos la plenitud de lo que no comprendemos.
Este proceso es más arduo y meritorio de lo que parece. En 1965, todavía un año después de la publicación del segundo libro de historias de Amparo Dávila, Música concreta, el mismísimo Elias Canetti escribía con optimismo sobre los efectos de la aceleración del occidente y la percibía como causa de un “crecimiento de la realidad”: un flujo creciente de conocimiento y de percepciones cada vez más exactas, que si bien empequeñecía a los seres individuales les ofrecía también la posibilidad de realizaciones más grandes y, en verdad, una vida más venturosa. Ahora, todos sabemos o creemos saber que no es así: que nos reducimos precisamente por esas informaciones cada vez más copiosas, exactas e inabarcables que nos sepultan y sobre las que no tenemos poder alguno. Pero nuestra reacción, como cultura o culturas sumergidas definitivamente en el mismo proceso febril, ha sido aceptar la imposición de la velocidad y tratar de avanzar cada vez más deprisa, saturarnos cada vez más de cada vez menos, constreñir nuestra idea de realidad en vez de amplificarla.
Al proponer un modo distinto de acercarse al mundo, y de hacerlo con la parquedad del cuento y del poema en prosa, los textos Amparo Dávila proponen una alternativa difícil y de resultado incierto, pero necesaria.
3
Si fuera posible situarlos en un mapa de la imaginación, los pueblos y las ciudades, los campos de Amparo Dávila quedarían sólo un poco al sur de la Quinta de Landor o el Dominio de Arnheim, en los que Edgar Allan Poe describió más sutilmente sus experiencias de la inquietud y la soledad. No es difícil reconocer la afinidad, que proviene de una misma actitud ante la mirada del artista, una misma conciencia reflexiva y alerta a los cambios de su propio movimiento. Sin embargo, también están cerca las habitaciones y las caras hoscas, que el visitante siempre percibe con la lentitud de la revelación, de Carson McCullers, y las burocracias infinitas de Franz Kafka, y los hombres y mujeres de Albert Camus, con sus aplazamientos infinitos. En estos autores, y en los otros que podrían verse como la estirpe de Amparo Dávila en la rica literatura de los últimos dos siglos, el terror de la conciencia enfrentada a cuanto la sobrepasa no desaparece con las promesas del entendimiento pero tampoco se abandona a la nada: en cambio, insiste en señalar el lado de la sombra, que nos acompaña siempre, para que estemos alertas.
Este es el cuento más famoso de Amparo Dávila (1928-2020), autora por un tiempo olvidada, pero rescatada a comienzos de este siglo. Hoy se le considera una de las más grandes narradoras mexicanas del siglo XX, y el Premio Nacional de Cuento, otorgados por el Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura, lleva su nombre.
Los textos de Amparo Dávila acostumbran tratar lo que no se ve y no se dice, lo impreciso e inquietante que está justo más allá del lenguaje y la experiencia. Vale mucho la pena buscar sus libros centrales: Tiempo destrozado (1959) y Música concreta (1964), o bien la antología de sus Cuentos completos, aparecida en 2009. «El huésped» es el cuento más comentado de este sitio –véase la parte inferior de esta página–, y no sin razón: su misterio está hecho para perdurar, para no resolverse nunca y sin embargo seguir provocando curiosidad y asombro.
EL HUÉSPED
Amparo Dávila
Nunca olvidaré el día en que vino a vivir con nosotros. Mi marido lo trajo al regreso de un viaje.
Llevábamos entonces cerca de tres años de matrimonio, teníamos dos niños y yo no era feliz. Representaba para mi marido algo así como un mueble, que se acostumbra uno a ver en determinado sitio, pero que no causa la menor impresión. Vivíamos en un pueblo pequeño, incomunicado y distante de la ciudad. Un pueblo casi muerto o a punto de desaparecer.
No pude reprimir un grito de horror, cuando lo vi por primera vez. Era lúgubre, siniestro. Con grandes ojos amarillentos, casi redondos y sin parpadeo, que parecían penetrar a través de las cosas y de las personas.
Mi vida desdichada se convirtió en un infierno. La misma noche de su llegada supliqué a mi marido que no me condenara a la tortura de su compañía. No podía resistirlo; me inspiraba desconfianza y horror. «Es completamente inofensivo» —dijo mi marido mirándome con marcada indiferencia. «Te acostumbrarás a su compañía y, si no lo consigues…“ No hubo manera de convencerlo de que se lo llevara. Se quedó en nuestra casa.
No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa —mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito— sentíamos pavor de él. Sólo mi marido gozaba teniéndolo allí.
Desde el primer día mi marido le asignó el cuarto de la esquina. Era ésta una pieza grande, pero húmeda y oscura. Por esos inconvenientes yo nunca la ocupaba. Sin embargo él pareció sentirse contento con la habitación. Como era bastante oscura, se acomodaba a sus necesidades. Dormía hasta el oscurecer y nunca supe a qué hora se acostaba.
Perdí la poca paz de que gozaba en la casona. Durante el día, todo marchaba con aparente normalidad. Yo me levantaba siempre muy temprano, vestía a los niños que ya estaban despiertos, les daba el desayuno y los entretenía mientras Guadalupe arreglaba la casa y salía a comprar el mandado.
La casa era muy grande, con un jardín en el centro y los cuartos distribuidos a su alrededor. Entre las piezas y el jardín había corredores que protegían las habitaciones del rigor de las lluvias y del viento que eran frecuentes. Tener arreglada una casa tan grande y cuidado el jardín, mi diaria ocupación de la mañana, era tarea dura. Pero yo amaba mi jardín. Los corredores estaban cubiertos por enredaderas que floreaban casi todo el año. Recuerdo cuánto me gustaba, por las tardes, sentarme en uno de aquellos corredores a coser la ropa de los niños, entre el perfume de las madreselvas y de las bugambilias.
En el jardín cultivaba crisantemos, pensamientos, violetas de los Alpes, begonias y heliotropos. Mientras yo regaba las plantas, los niños se entretenían buscando gusanos entre las hojas. A veces pasaban horas, callados y muy atentos, tratando de coger las gotas de agua que se escapaban de la vieja manguera.
Yo no podía dejar de mirar, de vez en cuando, hacia el cuarto de la esquina. Aunque pasaba todo el día durmiendo no podía confiarme. Hubo muchas veces que cuando estaba preparando la comida veía de pronto su sombra proyectándose sobre la estufa de leña. Lo sentía detrás de mí… yo arrojaba al suelo lo que tenía en las manos y salía de la cocina corriendo y gritando como una loca. Él volvía nuevamente a su cuarto, como si nada hubiera pasado
Creo que ignoraba por completo a Guadalupe, nunca se acercaba a ella ni la perseguía. No así a los niños y a mí. A ellos los odiaba y a mí me acechaba siempre.
Cuando salía de su cuarto comenzaba la más terrible pesadilla que alguien pueda vivir. Se situaba siempre en un pequeño cenador, enfrente de la puerta de mi cuarto. Yo no salía más. Algunas veces, pensando que aún dormía, yo iba hacia la cocina por la merienda de los niños, de pronto lo descubría en algún oscuro rincón del corredor, bajo las enredaderas. «¡Allí está ya, Guadalupe!»; gritaba desesperada.
Guadalupe y yo nunca lo nombrábamos, nos parecía que al hacerlo cobraba realidad aquel ser tenebroso. Siempre decíamos: —Allí está, ya salió, está durmiendo, él, él, él..
Solamente hacía dos comidas, una cuando se levantaba al anochecer y otra, tal vez, en la madrugada antes de acostarse. Guadalupe era la encargada de llevarle la bandeja, puedo asegurar que la arrojaba dentro del cuarto pues la pobre mujer sufría el mismo terror que yo. Toda su alimentación se reducía a carne, no probaba nada más.
Cuando los niños se dormían, Guadalupe me llevaba la cena al cuarto. Yo no podía dejarlos solos, sabiendo que se había levantado o estaba por hacerlo. Una vez terminadas sus tareas, Guadalupe se iba con su pequeño a dormir y yo me quedaba sola, contemplando el sueño de mis hijos. Como la puerta de mi cuarto quedaba siempre abierta, no me atrevía a acostarme, temiendo que en cualquier momento pudiera entrar y atacarnos. Y no era posible cerrarla; mi marido llegaba siempre tarde y al no encontrarla abierta habría pensado… Y llegaba bien tarde. Que tenía mucho trabajo, dijo alguna vez. Pienso que otras cosas también lo entretenían…
Una noche estuve despierta hasta cerca de las dos de la mañana, oyéndolo afuera… Cuando desperté, lo vi junto a mi cama, mirándome con su mirada fija, penetrante… Salté dé la cama y le arrojé la lámpara de gasolina que dejaba encendida toda la noche. No había luz eléctrica en aquel pueblo y no hubiera soportado quedarme a oscuras, sabiendo que en cualquier momento… Él se libró del golpe y salió de la pieza. La lámpara se estrelló en el piso de ladrillo y la gasolina se inflamó rápidamente. De no haber sido por Guadalupe que acudió a mis gritos, habría ardido toda la casa.
Mi marido no tenía tiempo para escucharme ni le importaba lo que sucediera en la casa. Sólo hablábamos lo indispensable. Entre nosotros, desde hacía tiempo el afecto y las palabras se habían agotado.
Vuelvo a sentirme enferma cuando recuerdo… Guadalupe había salido a la compra y dejó al pequeño Martín dormido en un cajón donde lo acostaba durante el día. Fui a verlo varias veces, dormía tranquilo. Era cerca del mediodía. Estaba peinando a mis niños cuando oí el llanto del pequeño mezclado con extraños gritos. Cuando llegué al cuarto lo encontré golpeando cruelmente al niño. Aún no sabría explicar cómo le quité al pequeño y cómo me lancé contra él con una tranca que encontré a la mano, y lo ataqué con toda la furia contenida por tanto tiempo. No sé si llegué a causarle mucho daño, pues caí sin sentido. Cuando Guadalupe volvió del mandado, me encontró desmayada y a su pequeño lleno de golpes y de araños que sangraban. El dolor y el coraje que sintió fueron terribles. Afortunadamente el niño no murió y se recuperó pronto.
Temí que Guadalupe se fuera y me dejara sola. Si no lo hizo, fue porque era una mujer noble y valiente que sentía gran afecto por los niños y por mí. Pero ese día nació en ella un odio que clamaba venganza.
Cuando conté lo que había pasado a mi marido, le exigí que se lo llevara, alegando que podía matar a nuestros niños como trató de hacerlo con el pequeño Martín. «Cada día estás más histérica, es realmente doloroso y deprimente contemplarte así… te he explicado mil veces que es un ser inofensivo.»
Pensé entonces en huir de aquella casa, de mi marido, de él… Pero no tenía dinero y los medios de comunicación eran difíciles. Sin amigos ni parientes a quienes recurrir, me sentía tan sola como un huérfano.
Mis niños estaban atemorizados, ya no querían jugar en el jardín y no se separaban de mi lado. Cuándo Guadalupe salía al mercado, me encerraba con ellos en mi cuarto.
— Esta situación no puede continuar —le dije un día a Guadalupe.
— Tendremos que hacer algo y pronto – me contestó.
— ¿Pero qué podemos hacer las dos solas? —Solas, es verdad, pero con un odio…
Sus ojos tenían un brillo extraño. Sentí miedo y alegría.
La oportunidad llegó cuando menos la esperábamos. Mi marido partió para la ciudad a arreglar unos negocios. Tardaría en regresar, según me dijo, unos veinte días.
No sé si él se enteró de que mi marido se había marchado, pero ese día despertó antes de lo acostumbrado y se situó frente a mi cuarto. Guadalupe y su niño durmieron en mi cuarto y por primera vez pude cerrar la puerta.
Guadalupe y yo pasamos casi toda la noche haciendo planes. Los niños dormían tranquilamente. De cuando en cuando oíamos que llegaba hasta la puerta del cuarto y la golpeaba con furia…
Al día siguiente dimos de desayunar a los tres niños y, para estar tranquilas y que no nos estorbaran en nuestros planes, los encerramos en mi cuarto. Guadalupe y yo teníamos muchas cosas por hacer y tanta prisa en realizarlas que no podíamos perder tiempo ni en comer.
Guadalupe cortó varias tablas, grandes y resistentes, mientras yo buscaba martillo y clavos. Cuando todo estuvo listo, llegamos sin hacer ruido hasta el cuarto de la esquina. Las hojas de la puerta estaban entornadas. Conteniendo la respiración, bajamos los pasadores, después cerramos la puerta con llave y comenzamos a clavar las tablas hasta clausurarla totalmente. Mientras trabajábamos, gruesas gotas de sudor nos corrían por la frente. No hizo entonces ruido, parecía que estaba durmiendo profundamente. Cuando todo estuvo terminado, Guadalupe y yo nos abrazamos llorando.
Los días que siguieron fueron espantosos. Vivió muchos días sin aire, sin luz, sin alimento… Al principio golpeaba la puerta, tirándose contra ella, gritaba desesperado, arañaba… Ni Guadalupe ni yo podíamos comer ni dormir, ¡eran terribles los gritos…! A veces pensábamos que mi marido regresaría antes de que hubiera muerto. ¡Si lo encontrara así…! Su resistencia fue mucha, creo que vivió cerca de dos semanas…
Un día ya no se oyó ningún ruido. Ni un lamento… Sin embargo, esperamos dos días más, antes de abrir el cuarto.
Cuando mi marido regresó, lo recibimos con la noticia de su muerte repentina y desconcertante.