El alma y el cuerpo se tocan
[fusion_builder_container hundred_percent=»yes» overflow=»visible»][fusion_builder_row][fusion_builder_column type=»1_1″ background_position=»left top» background_color=»» border_size=»» border_color=»» border_style=»solid» spacing=»yes» background_image=»» background_repeat=»no-repeat» padding=»» margin_top=»0px» margin_bottom=»0px» class=»» id=»» animation_type=»» animation_speed=»0.3″ animation_direction=»left» hide_on_mobile=»no» center_content=»no» min_height=»none»][Recupero un texto que no había podido publicar sobre Amor y otros suicidios (Ediciones B, 2012), colección de cuentos de Ana Clavel; lo leí durante una presentación de ese libro, el año pasado.]
El cuento, que es más antiguo que internet, que la imprenta y que la misma escritura, sigue entre nosotros. No terminó con él la aparición de la novela, hace unos quinientos años, y la comunicación digital, antes que debilitarlo, lo ha fortalecido al obligarlo a adaptarse a una época nueva en la que ninguno de los géneros tradicionales parece estar a salvo.
Es que algo no ha cambiado desde los comienzos del lenguaje: en un buen cuento jamás se siente el peso de su historia larguísima. Puede provenir del tiempo de las cavernas y sentirse nuevo al escucharse o al leerse. El cuento es menos una ventana estrecha, una vista limitada, que una lente de aumento, capaz de capturar y concentrar la luz: su brevedad, que se debe a los azares de su origen, lo fuerza a no decirlo todo, a pedir la ayuda de la imaginación, pero la recompensa con visiones más poderosas, más memorables, de las experiencias humanas.
Entre esas experiencias, dos de las que mejor pueden representarse en el espacio breve del cuento son dos de las más profundas: el amor y el deseo. Son también, por supuesto, dos de las más difíciles de tratar, por su frecuencia en la vida y la cultura y por los riesgos que todos sabemos: lo cursi, lo mojigato, lo feo. Pero de vez en cuando alguien lo logra: de vez en cuando aparecen libros como Amor y otros suicidios de Ana Clavel.
Ésta es una escritora que ha dedicado gran parte de su carrera a esos dos temas: muchos de sus libros previos lidian con ellos y han creado una visión muy particular de su relación con el individuo, con el mundo y con el otro: el ser amado, presentido o ausente. Esta visión se prolonga en los cuentos de Amor y otros suicidios, que tratan todos de la aparición de lo erótico en el mundo y de sus consecuencias innumerables pero recuerdan, sobre todo, que semejantes apariciones nunca son como en las canciones de la radio ni los malos poemas: aunque nos sorprendan, son en el fondo una constante de la vida; aunque el deseo tenga garras y dientes, aunque beba la sangre de los que aman o los transporte o los destruya, siempre es más que la imagen con la que tratamos de expresar sus efectos en un instante dado: siempre es una experiencia compleja, cambiante.
La raíz cristiana de nuestra cultura nos dejó una idea de la moral que niega o penaliza el deseo: aunque en muchas circunstancias de la vida actual dé la impresión de que estamos en el siglo XXI y no en el XVII, todavía es común que no aprendamos cuánto del deseo es, en realidad, parte de nuestra vida interior. El ansia del encuentro erótico, la comezón permanente y sin causa, el surgimiento brusco de la atracción que le da vuelta a todo no son invasiones de algo ajeno a nosotros, sino manifestaciones de nuestro ser más profundo: del lugar en el que el alma y el cuerpo se tocan. Los cuentos de Amor y otros suicidios lo muestran cuando utilizan la perspectiva de los personajes para contar lo que perciben pero también para mostrar sus reflexiones y sus fantasías: el grado mínimo de la imaginación al que todos tenemos acceso y cada día nos permite inventar las historias brevísimas, fugaces, en las que lidiamos con nuestras frustraciones y nos inventamos el consuelo o la felicidad.
Con frecuencia esas historias son eróticas: la otra persona nos hace caso, siente lo que sentimos, desea lo que deseamos, nos acompaña y se desnuda con nosotros. Y cuando las inventamos no nos hemos vuelto locos, no estamos poseídos por el demonio: somos humanos, de forma dolorosa y placentera y habitual. Las historias de Clavel (entre los mejores pueden estar «En un vagón de metro Utopía», «Lagartos y sabandijas», «Cuando María mire el mar» o «En un rincón del infierno») varían entre escenarios cotidianos y exóticos, entre el realismo y la imaginación fantástica; en todos, los personajes se parecen a nosotros cuando dejan ver esa otra raíz de la existencia: la del amor y el deseo, y reconocen todo lo que trae su presencia: las dificultades, los horrores, los gozos del cuerpo y del alma.
Algo más sobre géneros. La revista inglesa Literary Review otorga un premio anual, de broma, a las peores escenas de sexo escritas en inglés. Año tras año lo ganan novelistas; una de las razones debe ser el mal gusto o la pacatería de los autores, que todo el tiempo parecen escribir de arietes, joyas de la familia, puertas delantera y traseras (en ese sentido se parecen a muchos novelistas de otros idiomas), pero otra es que la novela, que por definición no puede sostener una misma emoción, una tensión dramática, durante centenares de páginas, tampoco puede sostener el interés erótico: ni siquiera el sexo tántrico puede lograr más que un periodo finito de tensión continua, y muchos lo olvidan, del mismo modo en que olvidan que el deseo repercute en la vida entera más allá de los órganos y sus contactos. Amor y otros suicidios, en cambio, no olvida: a la vez es más elegante, más sugerente, y más capaz de utilizar la forma breve del cuento para mostrar otra verdad acerca del deseo: que su felicidad es a la vez fugaz, pasajera como la lectura de un mundo breve, y deslumbrante: un ardor concentrado en un punto, como la luz que pasa por una lente de aumento.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]