El año pasado recibí un hermoso regalo: un ejemplar del número de febrero de 1953 (vol. 4, núm. 2) de la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, una de las más famosas del mundo de habla inglesa.
El número es especial porque contiene «Roog», el primer cuento publicado del enorme Philip K. Dick. Pero también hay otros textos y, de hecho, otro par de primeros cuentos. Uno de ellos es «Carne Vale», escrito por Emilie H. Knarr, una autora de la que prácticamente no existen más referencias que ese texto y, quizá, la foto de su tumba. Si ésta es realmente la de la autora, ella nació en 1908 y murió en 1976. El texto introductorio de la revista afirma que ella se describía como «una solterona de Pittsburgh, aprendiz de todo y oficial de nada». Quién sabe cuál habrá sido su vida o por qué se malogró su carrera. He traducido su cuento, que me parece una obra primeriza pero con atisbos reveladores sobre la conciencia femenina y algunas formas en las que la cultura occidental la ha forzado y reprimido. El título traducido, «Carneval», es ligeramente distinto pero (me parece) no menos adecuado. CARNEVAL
Emilie H. Knarr
La última campanada del reloj atravesó las vigas del techo desde arriba, desde la casa vacía, marcando el fin de la invocación ya completada.
Aunque Edna estaba sola, el sótano parecía repleto. Las llamas de siete velas proyectaban siete sombras como otros siete cuerpos en las paredes blanqueadas, descascaradas, mortecinas. Ella se quedó de pie, inmóvil, expectante, pero sus sombras saltaban y temblaban y se elevaban y volvían a reducirse.
La esperanza se disipaba…, pero entonces llegaron. Con furia y estruendo, a través de la tierra oscura y los muros de piedra, aparecieron los Espíritus que ella había llamado. Sobre monturas espectrales, los Espíritus de los Cuatro Rumbos de la Tierra.
Norte llegó sobre un oso grande y torpe, Este sobre el fabuloso unicornio; Oeste venía sobre un enigmático grifo; la montura de Sur, un camelopardo, tuvo alguna dificultad para acomodar su pequeña cabeza y su cuello enorme bajo el techo hasta que notó que, como era incorpóreo, podía sacar la cabeza por arriba hasta la sala desierta.
Los Espíritus desmontaron afuera del gran diagrama circular de fuego, cada uno en el lugar que le asignaba el ritual. Tras inclinarse ante Edna, se quedaron mirándola sin parpadear, con ojos atentos y diabólicos. Edna les devolvió las miradas con la misma seguridad y sin bajar los ojos. Se sentía bien mostrar una actitud tan orgullosa.
Las brujas, pensó, no nacen: se hacen. Y nadie se ha acercado a la brujería por engaños ni por trampas. No es necesario: los Poderes Oscuros también aman el orgullo. Nunca han faltado rechazados, humillados, despreciados entre la raza humana; ella misma fabrica sus conversos.
Y no era difícil recorrer el camino. Los viejos rituales no están olvidados ni ocultos. Viven en el folclor, duermen en los estantes de las bibliotecas, merodean en el lenguaje mismo. No, no era un camino difícil. Sólo peligroso y solitario.
Las flamas saltaban, protectoras, entre Edna y los Espíritus.
Mientras ella miraba de un Espíritu a otro, las miradas de ellos la tentaban a hacer a un lado sus salvaguardas. De aquel lado del anillo de fuego estaban la dulzura de la desesperación, el éxtasis del dolor e incluso la paz bendita de la muerte.
Edna se sintió muy tentada; de algún modo sabía que aquello era mucho más grande que la cosa que debía pedir. ¡Cuánto riesgo! ¡Y por algo tan pequeño!
Su voluntad casi fallaba cuando vio la ansiedad en los ojos de los Espíritus. Éstos no eran amigos sino enemigos declarados.
Por fin, después de una mirada de reojo a sus compañeros, Sur admitió de mala gana:
–Somos tus sirvientes, señora. Ordénanos.
Con un suspiro de gratitud, Edna expresó su deseo. Ella misma no oyó las palabras que dijo, pues todo lo que la había traído hasta este momento regresó a ella en el momento de hablar.
Una vez más sufrió la inundación gradual de la carne que había manchado su adolescencia. Una vez más oyó a su madre, tan delgada, apiadarse de su padre, tan esbelto, quien le pedía perdón por Edna.
–No importa. Perderá esa grasa infantil cuando empiece a crecer. Nadie ha sido gordo en ninguno de los lados de la familia –¡y lo decían con orgullo! ¡Como si los Green y los Miller hubieran sido delgados gracias a su propio genio!
Y más. El hambre de los largos ayunos. El cansancio del ejercicio inútil. La deshonestidad de los tratamientos, que eran otro castigo. Los sondeos de los doctores, que que destruían la privacía de la carne y la mente. Libros en vez de fiestas; burlas en vez de amor…
Le tocaba a Norte, el mesurado y magro, hacer lo que Edna quería.
–Como desees –dijo en una voz no más fuerte que un suspiro helado–. Pero haría mal mi servicio si no te advirtiera que esto no podrá deshacerse –y luego, viendo que ella no tenía intenciones de modificar la orden, hizo un gesto leve pero extraño con su mano izquierda–. Así sea.
Edna no había pensado que sentiría dolor, pero allí estaba. Dolor intolerable y continuo. Como el dolor acumulado, concentrado, de todos los años que la habían traído hasta aquí. Pero cuando al fin dejó de sentirlo, Edna abrió los ojos. Ahora era hermosa y esbelta: esbelta más allá de todos sus deseos.
A través de las cuencas de su cráneo, miró hacia abajo y vio sus costillas, la convexidad de su pelvis, los huesos de sus muslos y los empeines y de ellos a los huesos de los pies, arqueados, delicados, rodeados por el lino del vestido que se había caído de su cuerpo.
Aunque ya no tenía ojos, vio: toda la belleza del hueso brillante y marfileño. Una belleza limpia, terrible, insoportable. Peron ya no tenía la capacidad de llorar.
–¿Qué me han hecho? ¿Qué han hecho?
–Exactamente lo que pediste, señora.
–¡Les dije que quitaran el exceso de carne!
–Caballeros –dijo Norte a sus hermanos–, les pregunto: ¿no fue eso exactamente lo que hice?
Este artículo apareció el domingo pasado en el suplemento Día Siete, distribuido en varios periódicos del país:
A la hora de decidir cómo iba a firmar mi trabajo de escritor, elegí el nombre de mi padre (Alberto) y el apellido de mi madre (Chimal). Yo tenía 16 años. Suena bien, pensé, y seguro Chimal es más reconocible, me dije también, que Martínez, mi apellido paterno.
Grave error. Desde las primeras veces que conocí a otros escritores (y en especial de más edad), me han hecho centenares de veces la misma pregunta:
El cuento que sigue, del suizo Peter Bichsel, ha aparecido publicado en varios sitios web; esta versión, sin embargo, es obra de mi amigo Epigmenio León, quien escribió la siguiente nota sobre su autor: «Peter Bichsel nació en Lucerna, Suiza, en 1953. Fue maestro de primaria hasta 1968, y después se ha dedicado al periodismo, la narrativa y la pintura. De 1974 a 1981 fue asesor del Consejo Federal Socialdemócrata Will Ritschard. Es miembro de la Academia Alemana de la Lengua y, entre otros reconocimientos, recibió el Premio Gottfried Keller por trayectoria literaria.»
El cuento fue tomado del libro Kindergeschichten, cuya primera edición fue en 1969. Bichsel ha sido poco traducido al español.
UNA MESA ES UNA MESA
Peter Bichsel
Traducción de Epigmenio León
Quiero contarles de un hombre viejo que ya no pronuncia ninguna palabra. Tiene un rostro cansado: cansado de reír y cansado de enfadarse. Vive en una pequeña ciudad, al final de la calle, cerca de la esquina. No vale la pena describirlo, casi nada lo diferencia de otros. Usa un sombrero gris, pantalón gris, una chaqueta gris y en invierno un largo abrigo gris. Tiene un cuello delgado cuya piel está seca y arrugada. Los botones blancos de la camisa le aprietan demasiado.
En el piso inferior de su casa tiene un cuarto; quizás estuvo casado y tuvo hijos, quizás vivió antes en otra ciudad. Seguramente alguna vez fue niño, pero eso fue hace mucho tiempo, allá donde los niños eran vestidos como adultos. Donde se veían tal como en el álbum fotográfico de una abuela.
En su cuarto hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Sobre la pequeña mesa está un despertador, al lado están los viejos periódicos y el álbum fotográfico; sobre la pared cuelgan un espejo y un retrato.
El hombre viejo tomaba un paseo por las mañanas y un paseo por las tardes; hablaba un par de palabras con su vecino, y por las noches se sentaba a la mesa.
Nunca cambiaba. Incluso los domingos eran así.
Y cuando el hombre se sentaba a la mesa, siempre escuchaba hacer tic tac al despertador.
Pero hubo un día especial: un día con sol, no tan frío ni tan caliente, lleno de gorjeos de pájaros, con gente alegre, con niños que jugaban. Y lo especial fue que, de pronto, todo le gustó al hombre.
Y sonrió.
—Ahora todo cambiará —pensó.
Desabrochó el primer botón de su camisa, tomó su sombrero en la mano; aceleró su paso, se balanceó en sus rodillas al caminar y se puso muy contento. Llegó a la calle donde vivía, inclinó la cabeza para saludar a los niños, caminó hasta su casa, subió la escalera, tomó las llaves de la bolsa y cerró su cuarto.
Pero en su cuarto todo seguía igual: una mesa, dos sillas, una cama. Y cuando se sentó a la mesa, escuchó nuevamente el tic tac y toda su alegría se fue, pues nada había cambiado.
Entonces al hombre le sobrevino una enorme furia.
En el espejo vio ruborizar su rostro: cómo cerraba y abría los ojos; entonces hizo puños sus manos, las levantó y golpeó la mesa; primero un golpe, después otro y empezó a golpear y golpear como si tocara un tambor, al tiempo que gritaba una y otra vez:
—¡Tiene que cambiar, esto tiene que cambiar!
Y dejó de escuchar el despertador.
Pero sus manos comenzaron a dolerle y su voz se cansó; entonces escuchó otra vez el despertador.
Nada había cambiado.
—Siempre la misma mesa —dijo el hombre—, las mismas sillas, la misma cama, el mismo cuadro. Y a la mesa le digo mesa, al cuadro le digo cuadro, a la cama la llamo cama y a la silla la nombro silla. ¿Por qué? Los franceses le dicen a la cama «li», a la mesa «tabl», al retrato lo nombran «tablo» y a la silla «schäs», y se entienden. Y los chinos también se entienden.
—¿Por qué la cama no se llamará retrato? —pensó el hombre y se rió, y se rió tanto que el vecino de al lado golpeó en la pared y gritó:
—¡Silencio!
—De ahora en adelante todo cambiará —dijo, y a la cama la llamó retrato.
—Estoy cansado, quiero ir al retrato —pensó.
Por la mañana, se quedó acostado, como acostumbraba, largo rato en el retrato y pensó cómo podría llamar a la silla: y la nombró despertador.
Por fin se puso de pie, se vistió, se sentó sobre el despertador y apoyó los brazos sobre la mesa.
Pero ahora la mesa ya no se llamaba mesa, ahora se llamaba alfombra.
Por la mañana el hombre dejó el retrato, se vistió, se sentó a la alfombra en el despertador y pensó a quién podría decirle que:
•a la cama le dice retrato,
•a la mesa le dice alfombra,
•a la silla le dice despertador,
•al periódico le dice cama,
•al espejo le dice silla,
•al despertador le dice álbum fotográfico,
•al armario le dice periódico,
•a la alfombra le dice armario,
•al retrato le dice mesa
•y al álbum fotográfico le dice espejo.
Entonces, su misma historia sería:
Por la mañana, el hombre viejo se quedó, como acostumbraba, largo rato recostado en el retrato. Alrededor de las nueve sonó el álbum fotográfico. El hombre se levantó y se paró sobre el armario para que no se le enfriaran los pies. Tomó su ropa del periódico, se vistió, miró la silla sobre la pared, se sentó después sobre el despertador a la alfombra y hojeó el espejo hasta que encontró la mesa de su madre.
El hombre halló tan divertido lo que había hecho que practicó todo el día. Se aprendió de memoria las nuevas palabras. Y renombró todo. Entonces ya no fue un hombre sino un pie, y el pie fue una mañana y la mañana un hombre.
Ahora, ustedes también pueden reescribir la misma historia. Sólo tienen que cambiar los demás términos, tal como hizo el hombre:
•sonar es pararse,
•enfriarse es ver,
•estar acostado es sonar,
•estar de pie es enfriarse,
•pararse es hojear.
Y entonces así quedaría:
Por el hombre, el viejo pie se quedó, como acostumbraba, largo rato sonando. Alrededor de las nueve se acostó el álbum fotográfico, el pie se enfrió y hojeó sobre el armario para no verse las mañanas.
El hombre viejo se compró un cuaderno y escribió en él hasta llenarlo con sus nuevas palabras.
Tuvo mucho que hacer.
Se veía tan raro en la calle.
Entonces aprendió nuevos términos para todas las cosas, y se olvidó más y más de los nombres correctos. Ahora tenía un nuevo idioma que le pertenecía únicamente a él.
Aquí y allá soñaba el nuevo lenguaje; traducía las canciones de su época escolar a su nuevo idioma y las cantaba en voz baja para sí.
Pero pronto sintió que ya le era más difícil traducir. Casi había olvidado su antiguo lenguaje y tuvo que buscar las palabras correctas en su cuaderno. Sintió miedo de hablar con la gente. Tuvo que pensar largamente cómo dice la gente las cosas:
•a su foto la gente le dice cama,
•a su alfombra la gente le dice mesa,
•a su despertador la gente le dice silla,
•a su cama la gente le dice periódico.
•a su silla la gente le dice espejo,
•a su álbum fotográfico la gente le dice despertador,
•a su periódico la gente le dice armario,
•a su armario la gente le dice alfombra,
•a su mesa la gente le dice foto
•y a su espejo la gente le dice álbum fotográfico.
Y llegó tan lejos que se reía cuando escuchaba hablar a la gente.
Por ejemplo, se reía si escuchaba que alguien decía:
—¿Irás mañana también al juego de futbol?
O si alguien decía:
—Llueve desde hace dos meses.
O si alguien decía:
—Tengo un tío en América.
Y se reía porque no entendía.
Pero su rostro no fue de felicidad. Su rostro comenzó a entristecerse y así terminó: muy triste.
El hombre viejo con el abrigo gris no entendía a la gente.
Lo que no fue tan grave.
Lo grave fue que la gente no pudo entenderlo.
Y por eso no dijo nada más.
Se quedó callado; hablaba sólo con él mismo.
No volvió ni siquiera a saludar.
Hace un par de semanas, circuló en Twitter este juego: mencionar 30 libros significativos a partir de una lista propuesta en el blog llamado, apropiadamente, 30 libros. El juego me gustó porque no se trataba de hacer una lista de «los mejores libros del mundo» ni nada semejante, sino de encontrar relaciones entre la lectura y la vida, lo que siempre es enriquecedor y, cuando es difícil, lo es de formas interesantes. Varios amigos hicieron sus propias listas (está por ejemplo la de mi querido Bernardo Fernández «Bef») y me han permitido atisbar en sus propias vidas por medio de ellas.
Hice el juego en Twitter y luego los amigos de Ultramarina Cartonera publicaron una versión ampliada de mis respuestas. Ahora, amplío la lista un poco más aquí, de modo que cada título tenga una breve explicación de por qué lo elegí, y pongo de encabezado la ilustración que ellos crearon, con gracias y disculpas a partes iguales.
1. Uno que leí de una sentada: La historia interminable de Michael Ende
Fue en 1995; comencé a las 4 de la tarde de un jueves y terminé a las 3 de la mañana del siguiente día, estremecido. Estaba cansado pero no hubiera podido dormir. Mi mente parecía correr, a toda velocidad, por otra parte, muy diferente del cuarto en el que estaba, y del mundo.
…y yo agradezco a todos los asistentes. Y a Tario, quien ejerce (como él mismo escribió en Jardín secreto) la fuerza magnética de los muertos, y así vuelve a nosotros.
1. Ayer, en la primera página del suplemento El Ángel (del diario Reforma), apareció un artículo mío. Se titula «Mi esposa es un cyborg«, está basado en hechos reales y se puede leer en el blog de Alberto Buzali (posteriormente estará también aquí, en Las Historias, pero el sitio de mi tocayo es una fuente excelente de noticias culturales).
El texto (que también se puede leer en esta versión PDF) habla de modificaciones corporales, conversaciones incómodas y la capacidad para la maravilla con el fin de explicar el secreto de la siguiente foto:
(Los suscriptores de Reforma pueden leer también el artículo en el sitio del diario.)
2. Este miércoles, 29 de junio, a las 19:30 horas, se vuelve a presentar en la ciudad de México mi novela Los esclavos. La cita es en la librería Entrelíneas, que está en el primer piso del Espacio Cultural Atrio (Orizaba 127, colonia Roma, entre Chihuahua y Guanajuato, muy cerca de Álvaro Obregón). La presentación será una charla con el librero René Reyes Escobedo; habrá ejemplares del libro a la venta y, por supuesto, la entrada será libre. Organiza la editorial Almadía.
Veloz invitación: mañana, martes 7 de junio, a las 19:00 horas, estaré en una sesión del ciclo «El café de los cuentistas» de la Cafebrería El Péndulo. Paola Tinoco y yo leeremos algunos textos propios y conversaremos sobre el cuento como género con quienes nos acompañen. La cita es en El Péndulo Roma (Álvaro Obregón 86, entre Córdoba y Orizaba, en la colonia Roma de la ciudad de México). La entrada será gratuita. Ojalá nos veamos allá.
Aviso veloz: la antología Trazos en el espejo. 15 retratos fugaces se presentará en la Feria del Libro del Palacio de Minería este domingo 27 a las 12:00 del día. La cita es en el salón Manuel Tolsá del Palacio de Minería (Tacuba 5, Centro Histórico, ciudad de México). Como comenté en una nota previa, el libro es una colección de textos autobiográficos de los autores reunidos, y en él tengo el gusto de acompañar con un texto: «El señor Perdurabo», a Luis Jorge Boone, Hernán Bravo Varela, Luis Felipe Fabre, Agustín Goenaga, Julián Herbert, Brenda Lozano, Guadalupe Nettel, Antonio Ramos, María Rivera, Juan José Rodríguez, José Ramón Ruisánchez, Martín Solares, Daniela Tarazona y Socorro Venegas. Pueden ver más sobre la antología en este micrositio, creado por la editorial ERA, que publica el libro en coedición con la UANL.
También en la Feria, por supuesto, estará la nueva edición de Grey, que ERA también está poniendo en circulación ahora mismo… Si van, allá nos vemos.
2. La revista Cuadrivio publicó siete minificciones mías con el título «Siete sirenas»: son textos sobre esas criaturas que o no existen o se extinguieron hace mucho, como decía el profesor Mencio Ferdinández, pero a la vez no dejan de invadir cerebros desprevenidos y organizar fugas espectaculares ante las cámaras de televisión del mundo entero, como se verá. Por lo demás, la revista, jovencísima (va en su segundo número), es estupenda y se deja leer larga y muy sabrosamente. Por mi parte, además de la buena compañía de muchos textos agradezco esta ilustración que hizo Valeria Hernández:
3. Ya aparecen los primeros lectores y comentarios de Los viajeros, la antología de ciencia ficción mexicana en la que Bernardo Fernández (Bef) reunió 18 textos mexicanos de ficción especulativa incluyendo uno mío, «Se ha perdido una niña», y otros de Mauricio-José Schwarz, Gabriel Trujillo Muñoz, Gerardo Horacio Procayo, José Luis Zárate, Francisco Haghenbeck, Antonio Malpica, Ignacio Padilla, Pepe Rojo, Cecilia Eudave, Karen Chacek, Gerardo Sifuentes, Rodolfo JM, Edgar Omar Avilés, Gabriela Damián, Rafael Villegas, Orlando Guzmán y el mismo BEF. Las primeras notas han aparecido en sitios interesados en la ciencia ficción como la revista argentina Axxón y el blog de la Tertulia Literaria Fantástica de Bilbao. Mientras me pregunto cuándo (o si) aparecerán comentarios en México más allá de los anuncios de la publicación, me preocupa la constancia de los prejuicios contra la ciencia ficción entre nosotros; aunque creo que se puede hacer cierta crítica de la CF a estas alturas de su historia, no deja de ser absurdo que se le llame «naturalmente menor», «poco mexicana» (juro que he oído decir eso a varias personas) y otras cosas semejantes. Espero que los lectores del libro no hagan caso de nada salvo lo que los textos dicen y se formen su propia opinión.
4. Finalmente, me alegra reportar la buena recepción que ha tenido en España la antología La banda de los corazones sucios, en la que Salvador Luis convocó a un grupo de autores de diversos países de hispanoamérica a escribir de villanos de la ficción y de la vida real. En este libro mi texto se titula «Acerca del alma», trata del caso Fritzl (es decir, tiene algunos puntos de contacto con mi novela Los esclavos) y saldrá (tengo esperanzas) en una edición mexicana posteriormente.
(Los otros autores reunidos aquí: Jon Bilbao, Sergi Bellver, Lara Moreno, Vicente Luis Mora, Marian Womack, Matías Candeira, Juan Carlos Márquez, Antonio Ortuño, Mariana Enriquez, Juan Terranova, Javier Payeras, Leonardo Cabrera y Rocío Silva Santisteban.)[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
La cita es en Casa Lamm, ubicada en Álvaro Obregón No. 99, en la colonia Roma de la ciudad de México. Ojalá nos encontremos por allá para celebrar este nuevo libro de una amiga querida. Dejo un fragmento del texto que escribí para la contraportada del mismo: