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Secretos a voces

Un cuento de Alice Munro (1931-2024), narradora canadiense y ganadora del Premio Nobel de Literatura en 2013, específicamente por sus narraciones breves. Ésta («Open Secrets») fue publicada por primera vez en la revista The New Yorker en 1993, y un año después dio título a uno de los libros de Munro. La edición española es de 1996 y fue traducida por Flora Casas. Es la historia de una desaparición: un misterio que nunca se resuelve, la forma en la que afecta a todos los que lo viven y que apunta, a la vez, hacia otros misterios, que surgen todos de vidas aparentemente banales.

SECRETOS A VOCES

Alice Munro

 

Una mañana de sábado,
tan bonita como el sol,
siete chicas acamparon
con la señorita Johnstone.

 

—Y por poco no se fueron —dijo Frances—, porque el sábado por la mañana caían chuzos de punta. Estaban esperando en el sótano de la Iglesia Unida, y la señorita va y dice, «¡Bueno, esto tiene que parar! ¡Nunca me ha llovido en una excursión!». Pero ojalá no le hubiera salido bien. La historia habría sido muy distinta.

Dejó de llover, emprendieron la excursión y a medio camino hacía tanto calor que la señorita Johnstone les permitió que parasen en una granja: la dueña sacó Coca-Colas y el dueño les dejó la manguera para que se refrescaran. Se la quitaban unas a las otras y hacían travesuras, y Frances dijo que Mary Kaye decía que Heather Bell había sido la peor de todas, la más descarada, porque cogió la manguera y enchufó a las demás en todos los sitios malos.

—Intentarán presentarla como una pobre inocente, pero la realidad es muy distinta —dijo Frances—. A lo mejor estaba todo arreglado, que iba a ver a alguien. O sea, a un hombre.

Maureen dijo:

—Me parece un poco exagerado.

—Bueno, yo no me creo que se ahogara —dijo Frances—. Eso sí que no me lo creo.

Las cascadas del río Peregrine no eran como las que se ven en las postales. No eran más que agua que caía sobre plataformas de piedra caliza, ninguna de más de uno o dos metros de altura. Había un espacio en el que se podía estar de pie, detrás de la gruesa cortina de agua, y alrededor había pozas, de bordes lisos y no más grandes que bañeras, donde el agua quedaba atrapada, caliente. Pero también buscaron allí: las chicas fueron corriendo y gritando el nombre de Heather y se asomaron a todas las pozas; incluso metieron la cabeza en la parte seca, detrás de la cortina de agua ruidosa. Saltaron por la roca desnuda, chillando, y acabaron empapadas de tanto entrar y salir por la cortina. Hasta que la señorita Johnstone les gritó que volvieran.

 

Estaban Betsy y Eva Trowell,
Lucille Chambers también.
Estaban Ginny Bos y Mary Kaye Trevelyan
y Robin Sands y la pobre Heather Bell.

—Sólo pudo reunir siete chicas —dijo Frances—. Y todas ellas por una razón. Robin Sands, hija de médico. Lucille Chambers, hija de sacerdote. No pueden librarse. Las Trowell: gente de campo. Se apuntan a lo que sea. Ginny Bos, que parece la mujer de goma: no para de nadar y de montar a caballo. Mary Kaye vive al lado de la señorita Johnstone, o sea que a ver. Y Heather Bell recién llegada al pueblo. Y su madre se había ido fuera a pasar el fin de semana, así que aprovechó la oportunidad.

 

 

Hacía unas veinticuatro horas que había desaparecido Heather Bell, en la excursión anual del E.F.M.C. —siglas de Entrenamiento Físico para Muchachas Canadienses— a las cascadas del río Peregrine. Mary Johnstone, que tenía por entonces algo más de sesenta años, llevaba bastantes al frente de aquella excursión, desde antes de la guerra. En otros tiempos, al menos veinte chicas tomaban la carretera del condado aquel sábado de junio por la mañana. Todas llevaban pantalones cortos azul marino, blusas blancas y pañuelos rojos al cuello. Maureen se contaba entre ellas, hacía unos veinte años.

La señorita Johnstone siempre empezaba la marcha con la misma canción.

 

Por la belleza de la tierra,
por la belleza del cielo,
por el amor que por doquier,
dentro y fuera, nos rodea…

 

Y se oían palabras distintas, pronunciadas con cautela pero sin reparos, en lugar de las del himno.

 

Por el culo de la vieja,
que se va bamboleando.
Somos memas y cantamos,
la Johnstone parece un sapo.

 

¿Había alguien más de la edad de Maureen que recordase aquella canción? Las que se habían quedado en el pueblo eran madres, con hijas lo suficientemente mayores como para hacer la excursión, y les hubiera dado el típico ataque maternal si hubieran oído semejante lenguaje. Tener hijos te cambia. Te pone en la situación de ser adulta, de modo que ciertos elementos de la personalidad —antiguos elementos— pueden eliminarse y abandonarse. El trabajo, el matrimonio, no sirven para eso; sólo para actuar como si se hubieran olvidado ciertas cosas.

Maureen no tenía hijos.

Maureen estaba con Frances Wall, tomando café y fumando, sentada a la mesa de desayuno que habían instalado en la antigua despensa, bajo la alacena de cristales. Esto ocurría en casa de Maureen, en Carstairs, en 1965. Llevaba viviendo en aquella casa ocho años, pero todavía se sentía un poco rara, y mientras que en unas habitaciones se encontraba cómoda, en otras se veía un tanto perdida. Había arreglado aquel rincón para que hubiera otro sitio donde comer, aparte de la mesa del comedor, y había puesto cortinas de cretona nuevas en el salón. Tardó bastante en convencer a su marido para que se aviniera a los cambios. Las estancias principales estaban atestadas de muebles valiosos, muy pesados, de roble y nogal, y las cortinas eran de brocado, de color verde y morado, como en un hotel elegante: allí no se podía alterar nada.

Frances trabajaba en la casa, pero no era exactamente una criada. Maureen y ella eran primas, aunque Frances pertenecía casi a una generación anterior. Llevaba tiempo trabajando allí antes de que llegara Maureen, cuando vivía la primera esposa. A veces llamaba a Maureen «señora». Era una broma, medio cariñosa, pero no del todo. ¿Cuánto te han costado estas chuletas, señora? ¡Venga, te han tomado el pelo! Y le decía que se estaba poniendo hermosa de caderas y que no le quedaba bien el corte de pelo, que parecía un puchero puesto al revés. Y eso que Frances era un retaco con el pelo gris como una escarola y una cara franca, insolente. Maureen no se consideraba tímida —tenía un porte señorial—, y desde luego, no era incompetente: había llevado el bufete de su marido antes de «licenciarse» (como decían los dos) y dedicarse a llevarle la casa. A veces pensaba que debía intentar que Frances la tratase con más respeto, pero necesitaba a alguien en la casa con quien bromear. Su prima no podía ser cotilla, por la situación de su marido, y además, no pensaba que ése fuera su carácter, pero le consentía demasiados comentarios desagradables, demasiadas especulaciones crueles.

(Por ejemplo, lo que decía sobre la madre de Hather Bell y sobre Mary Johnstone y la excursión. Frances se consideraba una autoridad en el tema, porque Mary Kaye Trevelyan era su nieta.)

En Carstairs raramente se hablaba de Mary Johnstone sin añadir el adjetivo «maravillosa». Estuvo a punto de morir de polio, a los trece o catorce años de edad. Las consecuencias fueron unas piernas cortas, un cuerpo pequeño y grueso, hombros contrahechos y el cuello ligeramente torcido, por lo que siempre llevaba la cabeza, bastante grande, hacia un lado. Estudió contabilidad, entró a trabajar en la fábrica de Doud y dedicó su tiempo libre a las chicas: muchas veces decía que nunca había conocido a ninguna mala, sino sólo un poco despistada. Siempre que Maureen veía a Mary Johnstone en una tienda o en la calle, se le caía el alma a los pies. Lo primero, aquella sonrisa inquisitiva, aquellos ojos que escudriñaban los suyos, la alegría hiciese el tiempo que hiciese —viento o nieve o sol o lluvia, todo tenía algo bueno—, y después la pregunta burlona. Vamos a ver, ¿qué hace usted últimamente, señora Stephens? Mary Johnstone se empeñaba en llamarla «señora Stephens», pero lo decía como si se tratase de un adorno, porque pensaba, bueno no es más que Maureen Coulter. (Los Coulter eran como los Trowell de los que hablaba Frances: gente de campo. Ni más, ni menos.) ¿Ha hecho algo de interés últimamente, señora Stephens?

A Maureen le daba la sensación de que la ponía entre la espada y la pared y de que no podía hacer nada, como si le lanzara un reto, y sabía que tenía algo que ver con su feliz matrimonio y su cuerpo sano, cuya única desgracia estaba oculta —le habían ligado las trompas, para esterilizarla—, con la piel sonrosada y el pelo rojizo, y todo el dinero y el tiempo que dedicaba a comprarse ropa. Como si le debiera algo a Mary Johnstone, una compensación jamás definida. O como si Mary Johnstone viera más carencias de las que podía soportar Maureen.

A Frances le importaba tres pitos Mary Johnstone, como todas las personas que se lo tenían demasiado creído.

 

 

La señorita Johnstone hizo una marcha de medio kilómetro con las chicas antes del desayuno, como de costumbre, para subir a la Roca, el saliente de piedra caliza que se asomaba al río Peregrine, algo tan insólito en aquella región que lo llamaban sencillamente la Roca. El domingo por la mañana siempre había que hacer esa marcha, por muy atontada que se estuviese de haber intentado quedarse en vela toda la noche y de haber fumado a escondidas. Y además, tiritando, porque el sol todavía no había llegado a las profundidades del bosque. El sendero apenas podía denominarse tal: había que trepar, saltando sobre troncos de árbol podridos y sorteando helechos y las plantas que iba señalando la señorita Johnstone, los geranios y el jengibre silvestres. Arrancaba una y la mordisqueaba, casi sin haberle quitado la tierra de encima. Mirad lo que nos ofrece la naturaleza.

Se me ha olvidado el jersey, dijo Heather cuando ya habían recorrido medio camino. ¿Puedo volver a cogerlo?

En los viejos tiempos, seguramente la señorita Johnstone habría dicho que no. Muévete un poco y entrarás en calor, habría dicho. Pero en aquella ocasión debía de sentirse insegura, porque sus excursiones ya no gozaban de tanta popularidad, algo que ella atribuía a la televisión, a las madres que trabajaban fuera de casa y a la falta de disciplina en el hogar.

Sí, pero date prisa. Date prisa y alcánzanos.

Heather Bell no lo hizo. Cuando contemplaron el paisaje desde la Roca (Maureen recordaba haber buscado con la mirada condones usados entre las botellas de cerveza y los envoltorios de caramelos), Heather Bell todavía no las había alcanzado. Al volver no la encontraron. No estaba en la tienda grande, ni en la pequeña, en la que había dormido la señorita Johnstone, ni entre ellas. No estaba en ninguno de los refugios o niditos de amor entre los cedros que rodeaban el campamento. La señorita Johnstone detuvo la búsqueda bruscamente.

—¡Tortitas! —gritó—. ¡Tortitas calientes y café! A ver si el olor a tortitas y café nos saca de su escondite a doña Traviesa.

Tuvieron que sentarse a comer —después de que la señorita Johnstone hubiera bendecido la mesa, dando gracias a Dios por todo lo que había en el bosque, y en casa—, y mientras comían, gritó: ¡Qué riiico!

—¡Pero qué apetito entra con el aire fresco! —dijo a voz en cuello—. ¡No me digáis que no son las mejores tortitas que habéis tomado en vuestra vida! Como Heather no se dé prisa, no va a quedar ni una. ¡Heather! ¿Me oyes? ¡Ni una!

En cuanto terminaron, Robin Sands preguntó si podían marcharse, si podían ir a buscar a Heather.

—Primero los platos, señorita —dijo la señorita Johnstone—. Aunque en casa no friegue usted ni una taza.

Robin estuvo a punto de echarse a llorar. Nadie le había hablado así jamás.

Una vez que hubieron recogido, la señorita Johnstone las dejó marchar, y fue entonces cuando volvieron a las cascadas. Pero las hizo volver al cabo de poco tiempo y sentarse formando un semicírculo, y ella se sentó con las piernas cruzadas frente a ellas; gritó que cualquiera que estuviera escuchando sería bien recibida en el grupo. «¡Si hay alguien escondido por aquí cerca con ganas de gastarnos una broma, puede venir! ¡Que salga ahora de su escondite y nadie le preguntará nada! ¡Si no, tendremos que seguir sin ella!»

A continuación inició su charla, el acostumbrado sermón dominical de la excursión, sin la menor vacilación, sin la menor preocupación. Así pasó un buen rato, haciendo una pregunta de vez en cuando para asegurarse de que le estaban prestando atención. El sol secó los pantalones de las chicas y Heather Bell no regresó. No salió de entre los árboles, pero la señorita Johnstone no paró de hablar. No las dejó libres hasta que llegó el señor Trowell en su camión con el helado para el almuerzo.

No les dio permiso, pero las chicas se escaparon. Júpiter, el perro de los Trowell, saltó por la parte trasera del camión, y Eva Trowell lo abrazó y se echó a llorar como si fuera el animal el que se hubiera perdido.

La señorita Johnstone se levantó, se acercó al señor Trowell y le gritó para hacerse oír entre la algarabía de las muchachas.

—¡A una de ellas le ha dado por desaparecer!

Se organizaron grupos de búsqueda. Como la fábrica estaba cerrada, participaron todos los hombres que quisieron. También había perros. Se habló de dragar el río corriente abajo desde las cascadas.

Cuando el comisario fue a ver a la madre de Heather Bell, ella acababa de volver de pasar el fin de semana fuera y llevaba un vestido de playa que le dejaba la espalda al aire y zapatos de tacón.

—Pues búsquela —dijo—. Ése es su trabajo.

Ella trabajaba en el hospital: era enfermera.

—O está divorciada o ni siquiera se ha casado —dijo Frances—. O lo uno o lo otro, seguro.

El marido de Maureen la llamaba y ella fue corriendo al salón. Después del derrame cerebral que había sufrido hacía dos años, a la edad de sesenta y nueve, dejó de ejercer la abogacía, pero aún tenía que escribir cartas y ocuparse de algunos clientes que no se acostumbraban a ningún otro abogado. Maureen mecanografiaba la correspondencia y le ayudaba todos los días con lo que él llamaba sus tareas.

—¿Quéces destro? —dijo. A veces no articulaba bien las palabras, y Maureen tenía que estar a su lado para interpretarlas ante las personas que no le conocían. A solas con ella, se esforzaba menos y podía adoptar un tono irritado y quejumbroso.

—Hablando con Frances —dijo Maureen.

—¿Diqué?

—No, de nada especial —dijo ella.

—Yaaa.

Arrastró la palabra, sombrío, como dando a entender que sabía muy bien de qué habían estado hablando y que no le interesaba. Cotilleos, rumores, la cruel emoción del desastre. Él no era muy hablador, ni entonces ni en la época en que podía hablar fácilmente; incluso cuando reconvenía a alguien era breve, limitándose a una cuestión de tono y de compromiso. Parecía como si invocase una serie de creencias, de normas conocidas por las personas decentes y quizá por todas, incluso las que se conducían mal toda la vida. Parecía un poco dolido, un poco avergonzado por las personas a las que se dirigía, cuando tenía que hacer semejante cosa, y al mismo tiempo resultaba impresionante. Sus reconvenciones surtían un efecto extraordinario.

Los habitantes de Carstairs estaban empezando a perder la costumbre de llamar a los letrados abogado Tal o abogado Cual, como ocurre con los médicos. Ya no empleaban la palabra ante el apellido de los letrados más jóvenes, pero seguían llamando abogado Stephens al marido de Maureen. A veces, incluso Maureen pensaba en él en esos términos, pero le llamaba Alvin. Él se vestía todos los días igual que cuando iba a su bufete —con traje gris o marrón, con chaleco—, y su ropa, aunque bastante cara, nunca parecía ajustarse bien a su cuerpo alargado, lleno de protuberancias, ni librarse de ceniza de cigarrillos, migas de pan, incluso de escamas de piel seca. Inclinaba la cabeza, dejaba la cara colgando, preocupado, tenía una expresión astuta y distraída: nunca se sabía con certeza. A la gente le gustaba aquello, le gustaba que pareciera un poco desaseado y perdido y que de repente saltara con algún detalle terrible. Conoce las leyes, decían. No le hace falta mirarlas en los libros. Lo lleva todo en la cabeza. Su apoplejía no les había hecho perder la confianza en él, y en realidad no había cambiado mucho ni su aspecto ni sus ademanes; sólo había acentuado lo que ya existía.

Todos pensaban que hubiera podido llegar a juez si hubiera querido, hasta a senador. Pero era demasiado honrado. No se doblegaba ante nadie. No había muchos hombres como él.

Maureen se sentó en un cojín, a su lado, para escribir una carta a taquigrafía. En el bufete, él la llamaba la Joya, porque era inteligente y seria, capaz incluso de preparar documentos y redactar cartas sola. También en casa la llamaban así, su mujer y sus dos hijos, Helena y Gordon. Los hijos todavía utilizaban aquel nombre de vez en cuando, a pesar de que ya eran mayores y no vivían allí. Helena lo pronunciaba de una forma cariñosa y provocativa; Gordon con amabilidad, en tono satisfecho y solemne. Helena era una mujer inquieta, soltera, que iba a casa pocas veces y cuando lo hacía siempre discutía. Gordon era profesor en una escuela militar y le gustaba llevar a su mujer y a sus hijos a Carstairs, ocasiones en las que hacía gran alarde de la casa, de su padre y de Maureen, de aquel remanso de virtudes.

A Maureen seguía gustándole ser la Joya. O al menos le resultaba cómodo. Una parte de sus pensamientos seguía sus propios derroteros. En aquel momento, pensaba en cómo había empezado la larga aventura nocturna, en el campamento, con los ronquidos de renuncia de la señorita Johnstone, y su objetivo: permanecer despiertas hasta el amanecer, y todos los entretenimientos y estrategias empleados para conseguir ese objetivo, aunque ella pensaba que nunca habían resultado demasiado eficaces. Las chicas, contaban chistes, fumaban, jugaban a las cartas y alrededor de medianoche empezaban el juego de las prendas y el de la verdad. En el primero, tenían que hacer cosas como quitarse la chaqueta del pijama y enseñar las tetas; comerse una colilla de cigarrillo; tragarse un poco de tierra; meter la cabeza en un cubo de agua y contar hasta cien; hacer pis delante de la tienda de la señorita Johnstone. Las preguntas del juego de la verdad eran: ¿odias a tu madre? ¿A tu padre? ¿A tu hermana? ¿A tu hermano? ¿Cuántas pollas has visto y de quiénes eran? ¿Has mentido alguna vez? ¿Has robado? ¿Has tocado algún ser muerto? Maureen volvió a experimentar la sensación de mareo y náusea de haber fumado demasiados cigarrillos y demasiado de prisa, a notar el olor del humo bajo la gruesa lona que había absorbido el calor de todo el día, el olor de las chicas que habían pasado horas enteras nadando en el río y corriendo y escondiéndose entre los juncos de la orilla y que al final tenían que librarse de las sanguijuelas de las piernas quemándolas.

Recordó lo escandalosa que era por aquel entonces: gritona, atrevida. Justo antes de empezar el instituto, empezó a recurrir a una especie de vértigo, auténtico o fingido, o mitad y mitad. Desapareció pronto; desapareció su vigoroso cuerpo, transformándose en otro de proporciones más generosas, y ella en una chica estudiosa, tímida, de rubor fácil. Empezó a desarrollar las cualidades que vería y apreciaría su marido cuando la contrató y cuando le pidió que se casara con él.

A ver si te atreves a escaparte. ¿Era posible? A veces, las chicas sienten una especie de inspiración, cuando quieren prolongar los riesgos. Quieren ser heroínas, a cualquier precio. Quieren llevar una broma hasta límites a los que nunca ha llegado nadie. Ser imprudentes, intrépidas, causar estragos: la esperanza perdida de las chicas.

Sentada en el cojín tapizado de cretona, junto a su marido, Maureen miró las hayas rojas, y tras ellas no vio el césped iluminado por el sol, sino los árboles que flanqueaban el río: los tupidos cedros, los robles de hojas brillantes y los álamos relucientes. Una especie de muro desigual con puertas ocultas, con senderos ocultos por los que pasaban animales y a veces seres humanos solitarios, que se convertían en algo distinto de lo que eran fuera, cargados con diferentes responsabilidades, certidumbres, intenciones. Podía imaginarse cómo se desaparece. Pero, naturalmente, no se desaparece sin más ni más, y siempre está la otra persona, que va por otro sendero que se cruza con el tuyo, y tiene la cabeza llena de planes para ti incluso antes de conoceros.

Cuando fue aquella tarde a Correos a enviar las cartas de su marido, Maureen oyó dos noticias. Alguien había visto a una chica de pelo claro subirse a un coche negro en la autopista de Bluewater, al norte de Walley, alrededor de la una del mediodía del domingo. Quizá estuviera haciendo autoestop; quizá esperando un coche concreto. Aquel lugar se encontraba a unos treinta y dos kilómetros de las cascadas, y se tardarían unas cinco horas en recorrer la distancia, campo a través. Era posible hacerlo. O alguien podía haberla acercado en otro coche.

Pero unas personas que estaban arreglando las tumbas de sus familiares en un remoto cementerio del pantanoso extremo nororiental del país oyeron un grito, un chillido, en plena tarde. ¿Quién ha sido?, recordaron haber dicho. No qué sino quién ha sido. Pero después pensaron que quizá se tratase de un zorro.

Además, la hierba estaba aplastada en un paraje cercano al campamento y había varias colillas recientes. Pero eso no probaba nada: siempre había gente por allí. Parejas haciendo el amor. Chicos tramando alguna travesura.

 

 

Dicen que un hombre la vio
y que pistola llevaba,
un hombre al que nada importaba
y la vida le quitó.

 

Mas otros dicen que no,
que vio a un amigo, a un extraño,
y en un coche negro se la llevó.
Pero nadie sabe la verdad.

 

El martes por la mañana, mientras Frances preparaba el desayuno y Maureen ayudaba a su marido a acabar de vestirse, alguien dio unos golpes en la puerta, alguien que o no había visto el timbre o no se fiaba de él. No era nada insólito que la gente pasara por allí tan temprano, pero creaba problemas, porque a primeras horas de la mañana, el abogado Stephens solía tener más dificultades para hablar y su mente tardaba un rato en ponerse a funcionar.

A través del vidrio de la puerta, Maureen vio los contornos borrosos de un hombre y una mujer. Con sus mejores galas, al menos ella; incluso llevaba sombrero. Eso significaba algo serio. Pero lo serio para los interesados podía parecer una tontería a los demás. Habían amenazado de muerte a una persona por la propiedad de una cómoda, y el dueño de una finca era capaz de provocar un derramamiento de sangre porque el vecino le había quitado diez centímetros de tierra. O si faltaba un poco de leña de una casa, o si unos perros ladraban, o una carta agresiva: todo eso podía llevar a la gente a casa del abogado. Pregúntale al abogado Stephens. Pregúntale qué dicen las leyes.

Por supuesto, existía una mínima posibilidad de que aquella pareja fuera a venderles religión a domicilio.

No era el caso.

—Venimos a ver al abogado —dijo la mujer.

—Bueno, es un poco pronto —dijo Maureen. No los reconoció inmediatamente.

—Perdone, pero tenemos que contarle una cosa —dijo la mujer, y sin saber cómo, entró en el vestíbulo y Maureen retrocedió. El hombre movió la cabeza, quizá molesto o para pedir disculpas, dando a entender que no tenía más remedio que seguir a su mujer.

El vestíbulo quedó inundado de un olor a jabón de afeitar, desodorante y colonia barata. Lirios del Valle. Y entonces Maureen los reconoció.

Era Marian Hubbert, sólo que parecía distinta con aquel traje azul —demasiado grueso para el tiempo que hacía—, guantes de tela marrón y sombrero también marrón, de plumas. Normalmente, se la veía en el pueblo con pantalones holgados o incluso con una prenda que parecía un mono de trabajo. Era una mujer robusta, más o menos de la misma edad que Maureen; habían ido al instituto en la misma época, pero con una diferencia de dos cursos. Marian tenía un cuerpo desgarbado pero ágil, y llevaba el pelo canoso bastante corto, de modo que se le erizaba en la nuca. Tenía un tono de voz alto, y casi siempre unos modales exagerados. Aquella mañana parecía más calmada.

El hombre que la acompañaba se había casado con ella no hacía mucho. Quizá un par de años. Era alto y de aspecto juvenil, y llevaba una chaqueta barata, de color crema, con demasiado relleno en los hombros. Pelo castaño, ondulado, peinado con agua. «Perdónenos», dijo en voz baja —quizá para que no lo oyese su mujer—, cuando Maureen los llevó al comedor. De cerca, sus ojos no eran tan jóvenes: estaban rodeados de tensión y sequedad, o quizá reflejasen perplejidad. Seguramente no era muy listo. Entonces Maureen recordó algo que se contaba sobre Marian y él, que se habían conocido por un anuncio. Señora con granja en propiedad. Mujer de negocios con granja, podría haber escrito, porque a Marian se la conocía también como Doña Corsés. Durante años se había dedicado a vender corsés a medida al menguante número de mujeres que llevaban tal prenda, y quizá siguiera haciéndolo. Maureen se la imaginó tomando medidas, pinchando como una enfermera, mandona e insultantemente profesional. Pero se había portado bien con sus padres, que vivieron en la granja hasta edad avanzada y con muchos problemas de salud. Y de repente se le vino a la cabeza otra historia, menos maliciosa, sobre su marido. Era el conductor del autobús que llevaba a la gente mayor a la terapia de natación a la piscina cubierta de Walley: así se conocieron. Maureen tenía también otra imagen de él, con el padre, ya muy anciano, en brazos, en la consulta del doctor Sands, mientras Marian avanzaba con resolución, aferrando la correa del bolso, para abrir la puerta.

Fue a decirle a Frances que desayunarían en el comedor y a pedirle que llevase dos tazas más. Después fue a avisar a su marido.

—Es Marian Hubbert, o así se llamaba antes —dijo—. Y el hombre con el que se ha casado. No conozco su apellido.

—Slater —dijo su marido, en el mismo tono seco con el que podría haber presentado los detalles de una venta o un contrato que nadie habría imaginado que conociera—. Theo.

—Tienes más información que yo —dijo Maureen.

Preguntó si estaban listos sus copos de avena.

—Come y escucha —dijo.

Frances le llevó la avena y él acometió el plato con ganas. Mezclados con leche y azúcar moreno, los copos de avena era lo que más le gustaba, tanto en invierno como en verano.

Cuando llevó el café, Frances intentó quedarse en el comedor para enterarse de lo que pasaba, pero Marian le dirigió una mirada seria que la hizo volver a la cocina.

Muy bien, pensó Maureen. Sabe lo que hay que hacer mejor que yo.

Marian Hubbert era una mujer sin ninguna cualidad visible. Tenía una cara gruesa, de mejillas colgantes: a Maureen le recordaba a un perro. No precisamente un perro feo. En realidad, no era una cara fea. Sólo gruesa, con aire resuelto. Pero dondequiera que fuese Marian, como ocurría en aquellos momentos en casa de Maureen, se presentaba como si tuviera derechos sobre todo y sobre todos. Había que prestarle una atención exclusiva.

Llevaba una cantidad considerable de maquillaje, quizá otra de las razones por las que Maureen no la reconoció inmediatamente. Era de un tono pálido, rosado, que no le iba bien a su piel olivácea, ni a sus cejas negras y espesas. Le daba un aspecto raro, pero no lastimoso. Parecía como si se lo hubiera puesto, al igual que el traje y el sombrero, para demostrar que era capaz de arreglarse igual que otras mujeres, que sabía cómo actuar. Pero quizá hubiera tratado de ponerse guapa. Posiblemente se veía transformada por los polvos pálidos que sobresalían de sus mejillas, por la gruesa capa de lápiz de labios, y una vez acabada la tarea, se habría vuelto hacia su marido, toda coqueta, para mostrarle los resultados. Al contestar en nombre de su mujer cuando le preguntaron si quería azúcar con el café, el hombre dijo terrones, casi riéndose.

Decía por favor y gracias con la mayor frecuencia posible. «Muchas gracias, por favor. Gracias. Yo, lo mismo. Gracias.»

—Bueno, no sabíamos nada de esta chica hasta después de que todo el mundo se enteró de lo que pasaba —dijo Marian—. O sea, que no sabíamos que se hubiera perdido ni nada, hasta que ayer vinimos al pueblo. ¿Fue ayer? ¿Ayer fue lunes? Es que me armo un lío con los días, porque he estado tomando calmantes.

Marian no era la clase de persona que decía que había estado tomando pastillas sin más. Tenía que explicar por qué.

—Me salió un furúnculo tremendo en el cuello, justo aquí, ¿saben? —dijo. Torció la cabeza para intentar enseñarles la gasa—. Me dolía muchísimo y encima se me subió a la cabeza, o sea que debía de tener algo que ver. Así que el domingo me sentía tan mal que me puse un paño caliente en el cuello, me tomé un par de calmantes y me acosté. Éste estaba en paro por entonces, pero ahora que está trabajando siempre tiene un montón de cosas que hacer en casa. Trabaja en lo de la central nuclear.

—¿En Douglas Point? —dijo el abogado Stephens, levantando los ojos unos segundos del plato. Todos los hombres mostraban cierto interés o respeto, incluso el abogado Stephens tenía que mostrarlo, ante la nueva central nuclear de Douglas Point.

—Ahí es donde trabaja él ahora —dijo Marian.

Como muchas campesinas y como muchas mujeres de Carstairs, no solía pronunciar el nombre de su marido y le llamaba éste o él, dándole un énfasis especial. Maureen se había sorprendido haciendo otro tanto en varias ocasiones, pero corrigió la costumbre sin necesidad de que nadie se lo indicase.

—Éste fue a ver las vacas —dijo Marian—, y después quería arreglar la cerca. Como tenía que andar medio kilómetro, cogió el camión, pero no se llevó a Bounder. Se fue en el camión sin Bounder. Es el perro que tenemos, Bounder, y no va a ninguna parte si no es en coche. Lo dejó como vigilando porque sabía que yo estaba acostada. Me había tomado un par de calmantes y me quedé como adormilada, no que me durmiera de verdad. De repente oí ladrar a Bounder y me desperté del todo. Bounder estaba ladrando.

 

 

Entonces se levantó, se puso la bata y bajó al otro piso. Se había acostado sólo con la ropa interior. Se asomó a la puerta delantera, miró en el sendero, y no había nadie. Tampoco vio a Bounder, y para entonces ya había dejado de ladrar. Se callaba cuando era alguien a quien reconocía, o alguien que simplemente pasaba por la carretera. Pero no se quedó tranquila. Se asomó a las ventanas de la cocina, que daban al patio lateral pero no al de atrás. Tampoco había nadie. Desde la cocina no se veía el patio trasero: para eso, había que cruzar lo que ellos llamaban la cocina trasera. En realidad, era una especie de trastero, un cobertizo adosado a la casa, lleno de cosas. Tenía una ventana que daba a la parte de atrás, pero no se podían acercar a ella ni ver nada por los montones de cajas de cartón y los muelles de un viejo sofá, que sobresalían. Había que abrir la puerta para ver detrás. Y de pronto creyó oír algo en aquella puerta, como un arañar. A lo mejor era Bounder. A lo mejor no.

Hacía tanto calor en aquella habitación atestada de cachivaches que casi no podía respirar. Estaba toda pegajosa del sudor debajo de la bata. Se dijo para sus adentros, bueno, por lo menos no tienes fiebre. Estás sudando como un pollo.

Tenía más necesidad de respirar aire fresco que miedo de lo que pudiera haber fuera, así que abrió la puerta. Se abría hacia fuera y empujó al hombre que estaba apoyado contra ella. El hombre retrocedió dando traspiés pero no llegó a caerse. Y entonces vio quién era. El señor Siddicup, del pueblo.

Bounder lo conocía, naturalmente, porque pasaba por allí con frecuencia y a veces cruzaba la finca en el transcurso de sus paseos, y ellos nunca se lo impedían. Atravesaba el patio, a veces, porque ya no se enteraba de nada. Ella nunca le gritaba, como hacían algunas personas. Incluso le invitaba a sentarse en la escalera a descansar si le apetecía, le ofrecía un cigarrillo. Cogía el cigarrillo, pero no se sentaba.

Bounder se puso a olisquearlo y a hocicarlo. Bounder no es escrupuloso.

Maureen conocía al señor Siddicup, como todo el mundo. Antes era el afinador de pianos de Doud. Antes, era un hombrecillo digno, inglés, y su mujer muy agradable. Leían libros de la biblioteca y tenían fama por su jardín, sobre todo por las fresas y las rosas. Después, hacía unos años, empezaron a sobrevenir las desgracias. El señor Siddicup tuvo que operarse de garganta —debía de ser cáncer—, y a partir de entonces no pudo hablar, sólo emitir ruidos, gruñidos y silbidos. Ya no trabajaba en la fábrica, porque afinaban los pianos electrónicamente, un sistema mejor que el oído humano. Su mujer murió de repente, y los cambios se precipitaron: se deterioró, pasando de ser un anciano afable a un viejo vagabundo, hosco y bastante repugnante, en cuestión de meses. Pelo sucio, babas en la ropa, un olor rancio y una mirada de continuo recelo, a veces de odio. En la tienda de comestibles, si no encontraba lo que quería, o si habían cambiado las cosas de sitio, tiraba latas y cajas de cereales, a propósito. Ya no le admitían en ningún café, y ni siquiera se acercaba a la biblioteca. Las mujeres de la iglesia a la que pertenecía su mujer siguieron yendo a verle durante algún tiempo, y le llevaban un plato de carne o algo cocinado al horno. Pero el olor de la casa era espantoso y el desorden perverso —incluso para un hombre que vivía solo resultaba imperdonable—, y además el señor Siddicup no se mostraba precisamente agradecido. Echaba los restos de comida delante de su puerta, rompía los platos. A ninguna mujer le hacía gracia un chiste que empezó a circular, que si ni siquiera el señor Siddicup comería lo que ella cocinaba. Así que le dejaron por imposible. A veces, se le veía inmóvil, en la cuneta de una carretera, la mayor parte del cuerpo oculto por la hierba, mientras los coches pasaban zumbando. También podía encontrársele en un pueblo a muchos kilómetros de Carstairs, y entonces ocurría algo extraño. Su cara recobraba parte de su antigua expresión, dispuesta a la obligatoria sorpresa, llena de afabilidad, del saludo entre personas que viven en un sitio y se encuentran en otro. Parecía como si en tales ocasiones tuviese la esperanza de que hubiera llegado el momento, de que quizá se borrarían los cambios, allí, en un lugar distinto: que le devolverían la voz y a su mujer y su antigua estabilidad en la vida.

La gente no solía ser cruel. Tenían paciencia con él, hasta cierto punto. Marian dijo que ella nunca le hubiera echado de sus tierras.

También dijo que aquel día parecía enloquecido. No como cuando intentaba explicarse y no le salía, ni como cuando se enfurecía con unos niños que se burlaban de él. Agitaba sin cesar la cabeza y tenía la cara hinchada, como la de un niño pequeño llorando enrabietado.

A ver, le dijo. A ver, señor Siddicup, ¿qué ocurre? ¿Qué está intentando decirme? ¿Quiere un cigarrillo? ¿Me está diciendo que como es domingo no tiene tabaco?

Él movió la cabeza hacia adelante y hacia atrás, después la agitó arriba y abajo y volvió a moverla hacia adelante y hacia atrás.

Vamos, decídase, dijo Marian.

Ah, aah; eso fue lo único que dijo. Se llevó ambas manos a la cabeza, y se le cayó la gorra. Después retrocedió más y se puso a hacer eses por el patio, entre la bomba de agua y el tendedero, emitiendo los mismos ruidos —ah, aah— que no llegaban a convertirse en palabras.

Al llegar a este punto, Marian empujó su silla hacia atrás con tal brusquedad que estuvo a punto de tirarla. Se levantó y se puso a demostrar lo que había hecho el señor Siddicup. Se agachó y anduvo dando tumbos y se golpeó la cabeza con las manos, pero sin descolocarse el sombrero. Presentó aquel espectáculo ante el aparador, ante el servicio de té que le habían regalado al abogado Stephens en reconocimiento por sus muchos años de trabajo para la Sociedad de Derecho. Su marido sujetaba la taza de café con las dos manos y mantenía su mirada respetuosa clavada en ella con un esfuerzo de voluntad. Algo le relampagueó en la cara, un tic, un nervio que saltaba en una mejilla. Ella lo observaba a pesar de las payasadas que estaba diciendo, y le decía con los ojos, tranquilo. No te muevas.

Por lo que Maureen pudo ver, el abogado Stephens no alzó la vista ni una sola vez.

Le gustaba, dijo Marian, volviendo a sentarse. Al señor Siddicup le gustó aquello, y como ella no se sentía bien, pensó que a lo mejor le dolía algo.

Señor Siddicup. Señor Siddicup. ¿Está intentando decirme que le duele la cabeza? ¿Quiere que le dé una pastilla? ¿Quiere que le lleve al médico?

Ninguna respuesta. No dejaba de decir ah, aah.

Dando traspiés, llegó hasta la bomba. Ya tenían agua corriente en casa, pero seguían utilizando la bomba y llenaban el plato de Bounder allí. Cuando el señor Siddicup cayó en la cuenta de lo que era, se puso manos a la obra. Empezó a subir y bajar el mango como loco. No había una taza para beber, como antes, pero en cuanto salió agua metió la cabeza debajo. Lo salpicó y el chorro se cortó, porque había dejado de bombear. Volvió a bombear y a meter la cabeza bajo el agua, una y otra vez, dejando que le cayera sobre la cabeza, la cara, los hombros y el pecho, hasta que quedó empapado, y todo ello mientras intentaba hacer algún ruido. Bounder se puso nervioso y echó a correr a su alrededor, chocando contra él y ladrando y gañendo, como poniéndose de su parte.

¡Eh, ya está bien, los dos!, les gritó Marian. ¡Deje la bomba en paz! ¡Déjela y tranquilícese!

Sólo Bounder le hizo caso. El señor Siddicup continuó hasta acabar chorreando y enceguecido, de modo que ya no encontraba el mango de la bomba. Entonces se paró. Levantó un brazo y señaló, hacia los árboles y el río. Señalaba y hacía ruidos. En aquel momento, Marian no lo entendió. No lo pensó hasta más tarde. Después, el señor Siddicup se sentó en la tapa del pozo, empapado y tiritando, con la cabeza entre las manos.

A lo mejor es algo muy sencillo, después de todo, pensó Marian. Se está quejando porque no hay taza.

Si lo que quiere es un vaso, se lo traigo. No hace falta ponerse así. Quédese aquí, que voy a traerle un vaso.

Volvió a la cocina y sacó un vaso. Pero se le ocurrió otra idea. Le preparó unas galletas con mantequilla y mermelada. Eso le encantaba a los niños, pero también a la gente mayor, porque lo recordaba por su padre y su madre.

Volvió a la puerta y la abrió de un empujón, con las manos ocupadas. Pero no se veía ni rastro de él. En el patio sólo estaba Bounder, con la expresión de costumbre cuando sabía que había hecho el tonto.

¿Dónde ha ido, Bounder? ¿Por dónde se ha marchado?

Bounder estaba avergonzado y harto y no le dio ninguna pista. Se retiró cabizbajo a su sitio, a la sombra, junto a la casa.

¡Señor Siddicup! ¡Señor Siddicup! ¡Venga a ver qué le he traído!

Todo más silencioso que una tumba. Y Marian sentía punzadas de dolor en la cabeza. Empezó a comer las galletas, pero no debería haberlo hecho: al segundo bocado sintió ganas de vomitar.

Se tomó otras dos pastillas y volvió al piso de arriba. Las ventanas abiertas y las persianas cerradas. Pensó, ojalá hubiéramos comprado un ventilador cuando había rebajas en Tiro Canadiense. Pero se quedó dormida, y cuando se despertó, casi había anochecido. Oyó el cortacésped: él, su marido, estaba terminando de arreglar el césped junto a la casa. Bajó a la cocina y vio que había cortado unas patatas frías y había cocido un huevo y sacado unas cebolletas para hacer una ensalada. Él no era como otros hombres, que no sabe moverse en la cocina y espera hasta que la mujer enferma se levanta de la cama para prepararle algo. Picó un poco de ensalada pero no le entraba. Otra pastilla y no se enteró de nada hasta la mañana siguiente.

Será mejor que vayamos al médico, dijo él. Llamó al trabajo. Tengo que llevar a mi mujer al médico.

Marian dijo, ¿por qué no hervía una aguja y él le abría el furúnculo? Pero él no podía soportar la idea de hacerle daño y, además, le daba miedo equivocarse en algo. Así que cogieron el camión y fueron a ver al doctor Sands. El doctor Sands había salido, y tuvieron que esperar. Las otras personas que esperaban les contaron lo que había pasado. A todos les sorprendió que no se hubieran enterado. Pero es que no había tenido la radio puesta. Ella era la que siempre la encendía, pero tal y como se sentía, no aguantaba el ruido. Y no habían observado que hubiese grupos de hombres ni nada especial en la carretera.

El doctor le curó el furúnculo, pero sin abrírselo. Su forma de hacerlo era darte un golpe fuerte, en la cabeza, cuando pensabas que sólo te estaba mirando. ¡Ya está!, dijo. Es menos lío que la lanceta y menos doloroso porque no te da tiempo a tener miedo. Lo limpió, le puso una gasa y le dijo que muy pronto se sentiría mejor.

Y así fue, sólo que también se sentía somnolienta. No podía hacer nada y tenía la cabeza confusa, así que volvió a la cama y durmió hasta que subió su marido con una taza de té, alrededor de las cuatro. Fue entonces cuando empezó a pensar en aquellas chicas que habían ido a su casa con la señorita Johnstone el sábado por la mañana, porque querían beber algo. Tenía montones de Coca-Cola y se la sirvió en vasos de flores, con cubitos de hielo. La señorita Johnstone sólo quería agua. Él les dejó jugar con la manguera; se persiguieron unas a otras, enchufándose con el agua, y se lo pasaron estupendamente. Cuando la señorita Johnstone no miraba, se pusieron demasiado traviesas. Prácticamente, él tuvo que quitarles la manguera a la fuerza y lanzarles unos cuantos chorros para que se calmasen.

Marian intentaba imaginarse cuál de ellas era. Conocía a la hija del sacerdote y a las hermanas Trowell: se las reconocía en cualquier parte, con aquellos ojos de oveja que tenían. Pero, ¿y las demás? Se acordaba de una que no paraba de saltar y gritar y que intentó coger la manguera cuando él se la llevó, que daba volteretas, pequeñita, delgada y rubia, muy mona. Pero a lo mejor se refería a Robin Sands, que era rubia. Aquella noche le preguntó a su marido si las conocía, pero era todavía peor que ella, porque no conocía a la gente de allí y no los distinguía.

También le contó lo del señor Siddicup. De repente se acordó de todo. Que estaba como enloquecido, lo de la bomba de agua, que no paraba de señalar hacia algo. Le preocupaba. Hablaron sobre ello, tanto que casi no pudieron dormir. Hasta que al final ella le dijo, mira, ya sé lo que tenemos que hacer. Vamos a ir a hablar con el abogado Stephens.

Así que se levantaron y fueron allí lo antes posible.

 

 

—La policía —dijo el abogado Stephens—. La policía. No queda más remedio.

Entonces habló el marido.

—No sabíamos si debíamos hacerlo. —Tenía las manos apoyadas sobre la mesa, apretadas, tirando del mantel.

—Sin acusar a nadie —dijo el abogado Stephens—. Simple información.

Ya hablaba de aquella forma tan concisa incluso antes de la enfermedad. Y Maureen había observado, hacía tiempo, que dos palabras suyas, pronunciadas no precisamente con cordialidad —por el contrario, en tono brusco, como de amonestación—, animaban a la gente, le quitaban un peso de encima.

Marian creía conocer la otra razón por la que las mujeres habían dejado de hacerle visitas al señor Siddicup. No les gustaba la ropa. Prendas de mujer, ropa interior: bragas y sujetadores raídos, bombachos deshilachados y medias desgarradas que colgaban del respaldo de las sillas o de una cuerda sobre el radiador o que estaban amontonadas sobre la mesa. Naturalmente, todas debían de ser de su mujer, y al principio parecía como si las estuviera lavando, secando y seleccionando, para después deshacerse de ellas. Pero continuaban en el mismo sitio una semana tras otra y las señoras empezaron a preguntarse: ¿las dejaba allí para dar a entender ciertas cosas? ¿Se las ponía él, sobre su piel? ¿Era un pervertido?

Todo saldría a la luz, lo esgrimirían en su contra.

Un pervertido. Quizá tuvieran razón. Quizá les llevara hasta donde había matado a Heather, estrangulándola o a golpes, en un acceso de furor sexual, o encontraran alguna prenda de la chica en su casa. Y la gente diría, horrorizada, bajando la voz, que no, que en realidad no les extrañaba. A no me extraña. ¿A ti?

El abogado Stephens hizo varias preguntas sobre el trabajo en Douglas Point, y Marian dijo: «Trabaja en mantenimiento. Todos los días, cuando sale, tienen que verle por rayos X, e incluso los trapos con que se limpia las botas los tienen que enterrar a bastante profundidad.»

Cuando Maureen cerró la puerta después de que se marcharan y vio sus siluetas bamboleándose tras el vidrio, no se quedó tranquila. Subió tres escalones, hasta el rellano, donde había una ventanita curvada. Los observó desde allí.

No se veía ningún coche, ni ningún camión, ningún vehículo. Debían de haberlo dejado en la calle mayor o en el aparcamiento que había detrás del Ayuntamiento. Seguramente, no querían que lo viese nadie frente a la casa del abogado Stephens.

El Ayuntamiento estaba en el mismo edificio que la comisaría. Se dirigieron hacia allí, pero después cruzaron la calle en diagonal y, todavía dentro del campo visual de Maureen, se sentaron en el poyete de piedra que rodeaba el viejo cementerio y el jardín llamado Pioneer Park.

¿Por qué les apetecía sentarse después de haber estado sentados en el comedor al menos una hora? No hablaron, ni se miraron, pero parecían unidos, como si estuvieran tomándose un descanso en medio de una dura tarea realizada en común.

Cuando le daba por recordar cosas, el abogado Stephens contaba que, hacía muchos años, la gente se sentaba en aquel poyete: campesinas que iban al pueblo a vender pollos o mantequilla, chicas que iban al instituto, antes de que existiera el autobús escolar, y se detenían allí unos momentos para esconder los chanclos y los recogían después, al volver a casa.

En otras ocasiones los recuerdos le ponían nervioso.

—Empos pasados. E se eden donde están.

Marian se desprendió las horquillas y se quitó cuidadosamente el sombrero. Así que era eso: que le molestaba el sombrero. Se lo puso en el regazo y su marido lo cogió, como deseoso de librarla de toda carga. Se lo colocó sobre las piernas. Se inclinó y lo acarició, lo mimó. Acarició aquel sombrero de espantosas plumas marrones como si se tratase de una gallinita asustada.

Pero Marian le cortó en seco. Le dijo algo al tiempo que le agarraba la mano, como una mujer podría interrumpir a un hijo pesado, un poco retrasado: con un estallido de repulsión, en un momento de descanso para su amor agotado.

Maureen se quedó horrorizada. Sintió que se le encogían los huesos.

Su marido salió del comedor. Ella no quería que la sorprendiera mirándolos. Le dio la vuelta al jarrón de flores secas que había en el alféizar de la ventana y dijo:

—Creía que no iba a dejar de hablar nunca.

Él no le había prestado atención. Tenía los pensamientos en otra parte.

—Baja aquí —dijo.

Al principio de su vida en común, el marido de Maureen comentó como de pasada que su primera mujer y él habían dejado de dormir juntos después de que naciera Helena, la hija menor. «Ya teníamos al chico y a la chica», dijo, dando a entender que no había necesidad de más tentativas. Entonces, Maureen no comprendió que quizá tuviera intención de hacer lo mismo con ella. Se había casado muy enamorada. Cierto que la primera vez que él le rodeó la cintura con un brazo, en el bufete, pensó que quería enseñarle el camino de salida porque creía que se había equivocado de puerta; pero llegó a tal conclusión por la corrección del abogado Stephens, no porque no hubiera deseado sentir su brazo allí. La gente que creía que hacía una boda ventajosa, aunque quizá más por bondad que por otra cosa, se hubiera sorprendido de lo feliz que había sido en la luna de miel, y eso a pesar de haber tenido que aprender a jugar al bridge. Sabía cuánto poder tenía su marido, conocía su forma de ejercerlo y de retenerlo. Le resultaba atractivo; no le importaban ni su edad, ni su desgarbo, ni los dedos y los dientes manchados de nicotina. Tenía la piel cálida. Tras dos años de matrimonio, Maureen sufrió un aborto y sangró tanto que le ligaron las trompas, para evitar que volviera a ocurrirle lo mismo. Después de aquello, acabó el aspecto íntimo de la vida con su marido. Parecía como si él se hubiera limitado a complacerla, convencido de que no se le debe negar a una mujer la posibilidad de tener un hijo.

A veces, ella le pinchaba un poco, y él replicaba: «A ver, Maureen. ¿Por qué te pones así?» O le decía que madurase. «Tienes que madurar» era una expresión que había copiado de sus hijos y que siguió empleando mucho después de que ellos la hubieran olvidado, incluso mucho después de que se hubieran marchado de casa.

A Maureen, aquellas palabras la humillaban, y se le llenaban los ojos de lágrimas. Su marido era un hombre que detestaba el llanto más que nada en el mundo.

¡Pero qué alivio si volviera tal estado de cosas!, pensaba. Porque su marido había recuperado los deseos, o sentía unos deseos completamente distintos. Ya no quedaba nada de la torpe ceremonia, del cariño formal de la primera época de su matrimonio. Ahora, a su marido se le nublaban los ojos y parecía como si se le desplomara la cara. Le hablaba de una forma brusca y amenazadora y a veces la empujaba, incluso intentaba meterle los dedos por detrás. Maureen no necesitaba todo aquello para apresurarse a llevarle a la cama, temerosa de que se fuera a otro sitio con semejante conducta. Habían transformado el antiguo despacho del piso de abajo en un dormitorio con baño, para que no tuviera que subir las escaleras. Al menos en aquella habitación se podía cerrar la puerta con llave, y Frances no entraba de improviso. Pero si sonaba el teléfono, tenía que ir a avisarlos. Podía quedarse fuera y oír los ruidos: los jadeos, los gruñidos y la tiranía del abogado Stephens, el deje de asco con que le ordenaba a Maureen que hiciera esto o aquello, los golpes que le daba justo al final y la exclamación que quizá resultara incomprensible para otros, pero no para Maureen, y que de todos modos era suficientemente elocuente, como los ruidos de un retrete.

—¡Guaga! ¡Guaga!

Aquello salía de la boca de un hombre que un día encerró a Helena en su habitación por haber llamado cerdo hijo de puta a su hermano.

Maureen conocía bastantes palabras, pero en su estado de agitación, le costaba trabajo emplearlas debidamente y pronunciarlas en tono convincente. Sin embargo, lo intentaba. Por encima de todo, quería ayudar a su marido.

Después, él se abandonaba a un breve sueño que parecía borrar de su memoria todo lo ocurrido. Maureen se precipitaba hasta el baño. Allí se hacía el primer lavado y después corría al piso de arriba para cambiarse de ropa. Muchas veces tenía que aferrarse a la barandilla de las escaleras, de tan débil y vacía como se sentía. Y tenía que mantener la boca bien cerrada, no para sofocar un grito de protesta, sino un prolongado gemido de pena, como de perro apaleado.

Aquel día lo consiguió, más que de costumbre. Fue capaz de mirarse en el espejo del cuarto de baño y mover las cejas, los labios y las mandíbulas, de recobrar su expresión habitual. Pues bueno, parecía decir. Incluso en medio de todo, había podido pensar en otras cosas. Pensó en hacer unas natillas, en si tendrían suficientes huevos y leche. Y durante el frenesí de su marido, pensó en los dedos moviéndose sobre las plumas, en la mano de la mujer sobre la del marido, apretando.

 

Cantaremos la canción de Heather Bell
hasta el fin de nuestros días.
Desapareció en el bosque
apenas empezada su vida.

—Ya han hecho un poema —dijo Frances—. Lo tengo aquí, escrito a máquina.

—Había pensado hacer unas natillas —dijo Maureen.

¿Cuánto habría oído Frances cuando hablaba Marian Hubbert? Posiblemente todo. Parecía jadeante, esforzándose por callárselo. Le plantó a Maureen una hoja de papel mecanografiada ante la cara, y Maureen dijo:

—Es demasiado largo. Ahora no tengo tiempo.

Se puso a contar los huevos.

—Es bueno —dijo Frances—. Se le podría poner música.

Lo leyó entero, en voz alta. Maureen dijo:

—Tengo que concentrarme.

—Vamos, que me marche, ¿no? —dijo Frances, y se fue al salón.

Entonces Maureen pudo disfrutar de la paz de la cocina: los viejos azulejos blancos y las altas paredes amarillentas, las cacerolas y los platos y los utensilios conocidos, tranquilizadores, como seguramente lo habían sido para su antecesora.

 

 

Lo que les contaba Mary Johnstone a las chicas en su charla era siempre más o menos lo mismo, y la mayoría sabía qué les esperaba. Incluso podían preparar de antemano los gestos que harían. Les contaba que Jesucristo había hablado con ella cuando estaba en el pulmón de acero. No se refería a un sueño, ni a una visión, ni a un delirio. Aseguraba que Él fue allí y ella lo reconoció, pero no le pareció extraño. Lo reconoció en seguida, a pesar de que iba vestido de médico, con bata blanca. Y pensó, bueno, es lógico, porque si no, no le hubieran dejado entrar aquí. Encerrada en el pulmón de acero se sentía muy sensible y un poco tonta, como suele ocurrir en tales situaciones. (Se refería a Jesucristo, no a la poliomielitis.) Y Jesucristo le dijo: «Mary, tienes que volver a jugar.» Nada más. Jugaba bien al béisbol con pelota blanda, y Él utilizó el lenguaje que sabía que ella comprendería. Después se marchó. Y ella se aferró a la Vida, tal y como Él le había ordenado.

Luego contaba más cosas, sobre el carácter único y especial de cada vida y de cada cuerpo, algo que, naturalmente, desembocaba en lo que ella llamaba «lenguaje llano», sobre los chicos y las necesidades (al llegar aquí era cuando las chicas hacían gestos; les daba demasiada vergüenza mientras hablaba de Jesucristo). Y continuaba con el alcohol y el tabaco, y con que una cosa llevaba a la otra. Pensaban que estaba loca: no se daba cuenta de que casi se habían puesto malas de tanto fumar la noche anterior. Apestaban y ella no decía nada.

Y sí que lo estaba, loca. Pero todo el mundo la dejaba hablar sobre Jesucristo y el hospital porque pensaban que tenía derecho a hacerlo.

Pero, ¿y si se veía algo? No en el mismo sentido; nada relacionado con Jesucristo, sino algo. A Maureen le ha ocurrido. A veces, cuando está a punto de dormirse pero sigue medio despierta, sin soñar todavía, algo se le presenta. O incluso durante el día, durante lo que ella considera su vida normal. A lo mejor se sorprende sentada en unas escaleras de piedra comiendo cerezas y observando a un hombre que sube con un paquete. Nunca ha visto ni las escaleras ni al hombre, pero durante un instante parecen formar parte de otra vida suya, una vida igualmente larga, complicada, extraña y aburrida. Y no le sorprende. Es tan sólo un momento, un error que se corrige rápidamente, como si conociera las dos vidas al mismo tiempo. Parecía tan normal, piensa después. Las cerezas. El paquete.

Lo que ve en ese momento no pertenece a ninguna de sus vidas. Ve una de aquellas manos de gruesos dedos que se había apoyado en su mantel y había acariciado las plumas, y está apoyada, sin oponer resistencia, doblegada por la voluntad de otra persona: apoyada sobre el fuego de la cocina donde está removiendo las natillas, y se mantiene allí un par de segundos, lo suficiente como para que la carne se chamusque en el anillo rojo, para que se chamusque pero no para que se queme. El acto se realiza en silencio y de mutuo acuerdo: un acto breve, salvaje y necesario. Eso parece. La mano castigada, oscura como un guante o como la sombra de una mano, los dedos extendidos. Todavía con la misma ropa. La manga de color crema, el azul apagado.

 

 

Maureen oye a su marido en el salón; apaga el fuego, deja la cuchara y va a verlo. Se ha arreglado. Está a punto de salir. Sin necesidad de preguntar, Maureen sabe adónde va. A la comisaría, a averiguar qué datos tienen, qué han hecho.

—Si quieres, te llevo en el coche —dice ella—. Hace calor.

Él niega con la cabeza y murmura algo.

—O podemos ir andando.

No. Se trata de un asunto serio y quedaría mal que lo acompañase su mujer, o que lo llevase.

Ella le abre la puerta y él dice: «Gracias», en el tono seco, contrito, severo, de costumbre. Al pasar a su lado, frunce los labios, da un beso al aire, junto a una mejilla.

Se han marchado. Ya no hay nadie sentado en el poyete.

 

 

No encontrarán a Heather Bell. Ni su cuerpo, ni ningún rastro. Se ha esfumado, como las cenizas. Su fotografía, colgada en todos los lugares públicos, irá decolorándose. Su sonrisa forzada, un poco torcida como para intentar reprimir una risa irrespetuosa, parece indicar algo sobre su desaparición, no una actitud burlona ante el fotógrafo del colegio. Siempre quedará un leve indicio de su libre decisión en aquel detalle.

El señor Siddicup no sirve de ayuda. Siempre está a medio camino entre la rabieta y la confusión mental. No descubrirán nada cuando registren su casa, a menos que se cuente la vieja ropa interior de su mujer, y cuando caven en su jardín, los únicos huesos que encontrarán son los que han enterrado los perros. Mucha gente seguirá pensando que ha hecho o que ha presenciado algo. Algo tuvo que ver con el asunto. Cuando lo envían al Manicomio Provincial, rebautizado como Centro de Salud Mental, empiezan a aparecer cartas en el periódico del pueblo que hablan de la custodia preventiva y de no dejar que ocurran ciertas cosas para luego tener que lamentarse.

También publican cartas de Mary Johnstone, en las que explica su conducta, por qué actuó así, con toda su buena fe, aquel domingo. El director del periódico acabará por comunicarle que Heather Bell ya no es noticia, ni lo único por lo que debe distinguirse el pueblo, y que si sus excursiones terminan no se hundirá el mundo: no pueden continuar con aquella historia eternamente.

Maureen es todavía joven, aunque ella no lo cree, y tiene mucha vida por delante. Primero una muerte —eso ocurrirá pronto—; después otra boda, nuevas ciudades y nuevas casas. En cocinas a cientos y miles de kilómetros de distancia, observará cómo se forma una delicada piel sobre una cuchara de madera y su memoria se agitará, pero no acabará de desvelarle ese momento en el que parece estar contemplando un secreto a voces, algo que no te sobrecoge hasta que intentas contarlo.

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