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Adiós, Mahatma

Este cuento es de un autor del que he podido averiguar muy poco: Devibharati, escritor y periodista indio de la etnia tamil con al menos 35 años de carrera como articulista, guionista y, sobre todo, narrador. Los 10 cuentos reunidos en su primera traducción del tamil al inglés –titulada precisamente Farewell, Mahatma–le valieron ser finalista del Crossword Book Award en 2016. La versión en español que sigue es mía: la hice a partir de la versión inglesa, en 2019, para la revista Luvina, que publicó un número sobre literatura de la India (el país invitado de la última FIL de Guadalajara antes del coronavirus).
      El protagonista de la historia es nada menos que Mahatma Gandhi, el gran líder indio del siglo XX, creador de la doctrina de la no violencia que logró la independencia de su país. Pero el relato mezcla la realidad histórica con la ficción. Inspirado por la biografía de Tolstói –a su vez un autor muy admirado por Devibharati–, este Gandhi decide intentar el suicidio para tener una muerte espectacular y memorable como la del escritor ruso… sin saber que, pocos días después, está destinado a morir de cualquier modo, asesinado por un extremista.
      Algunas aclaraciones de términos usados en el texto. Khaddar es una tela basta y sencilla de algodón. Satyagrahi es un practicante de la doctrina de la resistencia pacífica. «El hombre de hierro» era el sobrenombre popular de Sardar Vallabhbhai Patel (1875-1950), quien fue colaborador cercano de Gandhi y Primer Ministro Delegado de la India. El dhoti es una prenda tradicional india para hombres: una pieza de tela de algodón que se enrolla en la cintura y se deja caer por las piernas. Jallianwala Bagh es un parque público en la ciudad de Amritsar, en el estado indio de Punjab, donde en 1919 ocurrió la masacre de centenares de manifestantes desarmados, muertos a tiros por el ejército británico. Bapu y Bapuji son nombres afectuosos que daban a Gandhi las personas cercanas a él.

ADIÓS, MAHATMA
Devibharati

Por el suave rechinar de las bisagras, Gandhi supo que alguien abría la puerta de su cuarto. Luego escuchó el movimiento de pies, más cerca con cada paso cuidadoso. El Mahatma cerró los ojos y fingió dormir.
      Debía ser Dhaniklal, un viejo que era por mucho el más alerta de los habitantes de Casa Birla; el secretario personal de Gandhi, alguien que se enorgullecía más de llamarse discípulo que secretario; que creía que atender al hombre era igual que servir a la nación. El único deber de Dhaniklal consistía en vigilar al Mahatma durante la noche, sin dormir ni un parpadeo, desde un cuarto muy pequeñito situado directamente mirando su dormitorio. Entraba al cuarto de Gandhi al menos tres veces cada noche y se aseguraba de que todo estuviese bien con él. Hasta un tenue gemido de Gandhi ponía muy nervioso a Dhaniklal. Una vez, Gandhi le había preguntado, en tono de broma:
      —¿Por qué esta vigilia constante, Dhaniklalji? ¿Quieres ser testigo cuando me muera?
      Dhaniklal se alarmó.
      —Tú nunca morirás, Bapuji —dijo—. El futuro de esta nación ha sido confiado a tus manos misericordiosas.
      Gandhi suspiró.
      —No moriré tan pronto, Dhaniklalji —replicó—. Mis deberes no están cumplidos aún. Mis luchas, también, son muy largas, Estoy condenado a vivir por tanto tiempo como se me necesite. Si, por casualidad, Dios decide llevarme antes, nadie puede anticipar ese momento, ni siquiera tú. Toses y quejas nunca serán avisos de mi muerte, Dhaniklalji. Mi muerte será silenciosa. Al alba de una mañana de primavera, un pajarito anidando en la punta de un cedro rojo muy alto en el centro de Delhi despertará y anunciará mi muerte al mundo. Dhaniklalji, todos –incluyéndote a ti– estarán bien dormidos entonces. Así que deja de preocuparte y descansa un poco.
      Pero Dhaniklal nunca era capaz de dormir apropiadamente. Gandhi, cuando despertaba al amanecer, veía a Dhaniklal dormido con su cabeza reposando en el borde de su cama. Para no molestarlo, se levantaba sin hacer ruido e iba al baño. Dhaniklal dormía profundamente hasta que Ghandi terminaba de escribir sus cartas. Urgido por el instinto, tal vez, se despertaba justo antes de que Gandhi saliera a dar su caminata matutina. Después, durante las oraciones y siempre que Gandhi estaba metido en conversaciones dentro su cuarto, los ojos de Dhaniklal se nublaban de sueño. Siempre que Gandhi veía a Dhaniklal en ese estado, su corazón rebosaba de bondad y compasión.
      Pero Gandhi también sospechaba que estaba perdiendo gradualmente la habilidad de controlar el fastidio que le causaban las vigilias de Dhaniklal. Estaba constantemente preocupado de decir, sin querer, algo que lo lastimara. Lamentaba tener que fingir que dormía siempre que Dhaniklal entraba en su cuarto, tan sólo para evitar las preguntas de éste. Sus ojos comunicaban disgusto siempre que veía a Dhaniklal. Examinó con cuidado esa aversión. Le desagradaban no sólo Dhaniklal, sino Nehru, Patel y todo aquel que se deleitaban con los motines; en realidad era un síntoma del odio de Gandhi hacia sí mismo.
      Esa noche, cuando las bisagras rechinaron y los pasos de Dhaniklal se acercaban, se despertó.
      —Dhaniklalji, ¿aún no te has ido a dormir? ¿Por qué estás levantado a medianoche? Te he rogado muchas veces que no te preocupes por mí. Ustedes me están haciendo sentir culpable. Nuestro deber ahora es hacer algo por nuestro pueblo que sufre. ¡Eso valdría mucho más la pena que atenderme, Dhaniklalji!
      —¡Por favor perdóname, Bapuji! Vine porque hacía mucho frío en mi cuarto. ¿Puedes ponerte esta cobija de khaddar para cubrirte? —Dhaniklal cubrió a Gandhi con la gruesa cobija que había traído.
      Gandhi la hizo a un lado y se incorporó.
      —No puedo dormir. Me estás manteniendo despierto para nada. Y no he hecho nada útil en todo el día: puras juntas, discusiones y entrevistas. Podría haber ido con los voluntarios a recoger mantas para las pobres personas en los campos. Estoy viviendo aquí como un emperador mientras niños, mujeres y ancianos padecen grandes sufrimientos.
      —Nuestros voluntarios están haciendo su trabajo apropiadamente, Bapuji. No hay razón para que te agobies. Cientos de sábanas y cobijas se distribuyeron hoy a los refugiados.
      —Gracias por traerme una buena noticia. ¿Se distribuyeron al parejo para todos?
      —Sí, Bapuji, se distribuyeron al parejo por todos los campos.
      Gandhi sonrió.
      —La gente está ansiosa de ayudar, ¿no es así? Es muy gratificante escucharlo. Siempre he dicho que Dios está lleno de piedad.
      En su corazón, que estaba muy afligido por los interminables tumultos, la esperanza empezó a brotar y crecer. El Mahatma creía que su reciente ayuno no había sido en vano. Se puso de pie, de pronto liberado del cansancio, el insomnio y la fatiga.
      —Dhaniklalji, ¿quieres tomar un poco de agua caliente? ¿Por qué no platicamos un rato? —caminó hacia la cocina. Dhaniklal lo siguió ansiosamente y ofreció ayudar—. Muy bien. Cuéntame todo lo que pasó. Quiero escucharlo todo.
      Dhaniklal estaba lleno de entusiasmo. Trató de abundar en incidentes tomados de los hechos del día que pensaba que podrían complacer a Gandhi. Comenzó con qué felices estaban de ver a los voluntarios los residentes de los campos en Turkman Gate y Chandni Chowk.
      Durante su visita allá un par de semanas antes, el Mahatma había visto de primera mano las condiciones patéticas en que vivían los refugiados. Un gran número de niñas pequeñas había buscado refugio en el campo de Turkman Gate. Nunca podría olvidar a la niña musulmana de doce años a la que había conocido allí. Ella le contó cómo sus padres habían sido atacados y asesinados delante de ella. Durante un motín, la turba había rodeado su asentamiento hacia la medianoche. Para salvar a los residentes del asentamiento, su padre, un satyagrahi, cayó a sus pies y les rogó que se apiadaran de su gente. Ella nunca podría olvidar la cara de su padre mientras enfrentaba a aquellos brutos armados, con las palmas unidas en un gesto de ruego, dijo la niña. Le cortaron sus manos que rezaban, primero una y luego la otra.
      Su madre trató de salvarla. A toda prisa, pintó la frente de la niña con bermellón y le pidió que cantara “Jai Sri Ram!” Si lo haces, la turba te perdonará la vida y podrás huir a alguna otra parte y sobrevivir, le dijo su madre; pero ella se negó a hacerlo. Lo que les dijo, en cambio, fue “Allah-hu Akbar”.
      —¿Te dejaron ir?
      —Querían mi cuerpo. Me arrastraron. Por nueve días me mantuvieron confinada en su vehículo y me violaron. Después, dándome por muerta, aventaron mi cuerpo al lado del carretera y se fueron. Entonces me vine sola hasta este campo. No me quedaba identidad en aquel momento. Conocí a muchas niñas como yo. Todas nos veíamos igual, con nuestras mentes en el mismo estado, todas sangrando. Hasta había olvidado mi nombre.
      Cuando Gandhi le preguntó:
      —¿Conociste a aquella niña, Dhaniklalji? —el hombre vaciló. Al ver que Dhaniklal se esforzaba por extraer recuerdos de su memoria, Gandhi temió que acabara por mentir—. Está bien. Ve y acuéstate. Estoy muy cansado —dijo a su asistente. Cuando Dhaniklal se preparaba para irse, Gandhi vio una expresión divertida en su cara.
      —¿De qué te acordaste, Dhaniklalji?
      —Perdóname, Bapuji. No pude controlar la risa. ¡Oh, Dios! ¡Qué gran hombre resultó ser ese Bhagwaticharan! Simplemente me quedé sorprendido. Era una copia exacta del original, ¿no? ¿Pueden pasar esas cosas? ¡Es muy listo ese Bhagwaticharan! —exclamó Dhaniklal con una carcajada.
      Gandhi lo observó en silencio. Entonces la expresión en la cara de Dhaniklal se debilitó y se asentó. Posando la cabeza entre sus rodillas, comenzó a recontar todo:
      —Lo conoces, ¿no? Ese joven bengalí es tu discípulo. Ha venido a Delhi sólo para verte. Muchos han alabado mucho el trabajo que ha hecho en Calcuta. Es joven, probablemente cerca de los cuarenta. Creo que se rasura la cabeza todos los días. Pero el bigote y las cejas… —mientras hablaba, la risa volvía a acumularse en la garganta de Dhaniklal—. Escucha, Bapuji. Nos sentíamos extremadamente desalentados. Nadie acudía a ayudarnos, ni siquiera los gujaratis ricos. Las canciones que tocábamos en las mansiones no ablandaban el corazón de nadie. Para la tarde apenas habíamos reunido unos pocos trapos. Nos sentíamos terrible. Les rogamos que tuvieran caridad con aquella gente pobre, afectada por los motines, que seguía sufriendo en los campos. Nadie les tuvo piedad, Bapuji. Sólo un viejo, que parecía en la miseria él mismo, nos dio su chaleco. Fue con nosotros sin que se lo pidiéramos y nos lo dio. Fue un gran momento. Fue cuando recobramos la esperanza que para entonces habíamos perdido.
      —¡Sí que fue un gran momento! Ese trapo fue una señal de nuestro éxito, ¿no es así, Dhaniklalji? —intervino el Mahatma, exultante. A Dhaniklal no le importó la interrupción. La emoción de llegar a una etapa emocionante de su relato se notaba en su cara.
      —Entonces todos vimos cómo se persignaba. Sin prestar atención a nuestras expresiones de gratitud, murmuró un salmo acerca de Jesús mientras se marchaba. Seguimos nuestro camino. El sol del invierno nos quemaba las caras. Y nuestro viaje era más difícil que antes. Nadie nos prestaba ninguna atención. Lo que pasó fue increíble. ¡Escucha esto, Bapuji! Estábamos pasando frente a un poblado de clase media. Unas pocas personas nos seguían, sólo para ver el espectáculo. Caminábamos cantando “Raghupati Raghava Raja Ram”. Entonces oímos un rugido detrás de nosotros: “Mahatma Gandhi ki Jai! ¡Victoria para Mahatma Gandhi!”, y miramos para atrás sorprendidos. Dios, todavía no puedo creer la vista que tuvimos. ¡Cómo Cristo, estaba caminando hacia nosotros! ¡El Mahatma! Nadie de nosotros pensó otra cosa. Se veía exactamente como tú, una copia genuina. “Bapuji”, lo saludamos, todavía asombrados. Mientras nos sonreía graciosamente, también mostró respeto a las personas que se habían amontonado a su alrededor. La gente se acercaba a él con una especie de deseo. Yo vi lo insoportablemente felices que se sentían al tocar su manto de khaddar blanco y sus manos huesudas. Luego, uno por uno empezaron a tocarle los pies. La gente salía corriendo de sus casas, de callejones estrechos, y se amontonaba a su alrededor.
      Gandhi escuchaba a Dhaniklal asombrado y confundido. Quiso intervenir, pero Dhaniklal estaba describiendo los eventos con un entusiasmo incontenible; Gandhi simplemente no podía llamar hacia sí la atención del hombre.
      —Entonces comenzó a hablarle a la multitud. Su voz –igual que la tuya, muy gentil pero firme– le pidió a todos ayudar a aquellos que se habían refugiado tras ser cazados y víctimas de atrocidades. Repitió las mismas frases que tú dijiste antes, acerca de la moralidad de vivir, ¡en una voz muy parecida a la tuya! Los deberes que hay que cumplir, la discreción que se debe mostrar en la turbulencia, la paciencia que hay que mantener en tiempos de crisis, el sentimiento de culpa que debe estar activo en cada uno de nosotros… ¡Repitió literalmente todos tus nobles preceptos, en el mismo tono de voz, una imitación perfecta! Yo imaginaba que lo que decía era el consejo divino del Bhagavad Gita o el Sermón de la Montaña de Jesucristo. La gente escuchaba, incrédula, todo lo que él decía. Como si estuvieran hechizados, sacaron las mejores sábanas y cobijas que tenían y empezaron a apilarlas a sus pies. Él los bendijo siempre con la misma sonrisa —Dhaniklal estaba muy cansado. Sin embargo, la urgencia de terminar su historia lo hacía continuar—. Poco después de eso se me acabó la paciencia. Con dificultad me abrí paso entre la multitud apretujada y me acerqué a él. ¡No lo vas a creer, Bapuji! Lo reconocí de inmediato. Parado muy cerca de él, murmuré “¿No eres tú Bhagwaticharan?” Sonrió serenamente sin contestar. ¡Bapuji, la sonrisa era exactamente como la tuya!

*

La mansión estaba sumida en el silencio. Pasaba de la medianoche. La noche era amargamente fría.
      Gandhi estaba muy cansado. Quería tenderse y dormir al menos por unas horas. Se preguntó si debía continuar caminando. Tenía innumerables cosas en las que pensar. Los debates sostenidos durante el día, que no habían llegado a nada, lo habían dejado exhausto. Le parecía que todo se estaba saliendo de control, y muy rápidamente. Sin embargo, una pequeña luz de esperanza sobrevivía. ¡Tenía que haber algún tipo de resolución para cada problema, después de todo! Temprano en la tarde, mientras discutía con Patel, no había sido capaz de controlar sus emociones.
      —¿Qué locuras estás pensando, Sardar? —Gandhi se había levantado de su asiento. Recordó con disgusto cómo su cuerpo temblaba y su cara transpiraba profusamente.
      Alarmado, el Hombre de Hierro había tratado de explicarse y buscar el perdón de Gandhi.
      —Bapu, creo que incluso podríamos volver a discutir estas cosas. Realmente no tenemos nada que ocultar de ti —su voz estaba llena de tristeza. Poniéndose de pie, miró su reloj de pulsera una y otra vez, como si lo viera por primera vez. Luego siguió con su argumento. El secretario de Patel sacaba evidencias de los archivos que había traído y se las daba a Patel. Por su prisa, incluso arrancó un par de páginas. El acto le trajo profunda pena a Gandhi: le hizo imaginar el acto de arrancar una extremidad del cuerpo de un niño. Le dijo a Patel cómo se sentía y le pidió que se detuviera.
      —Hay una forma de manejar con gentileza esas hojas, ¿no crees?
      Al oír esto, Patel se echó a reír. Recibió los archivos de su secretario y los sostuvo con delicadeza. Pero cuando empezó a explicarse fue incapaz de contener su fervor. El Hombre de Hierro empezó a arrancar páginas aún más rápido que su secretario.
      —¡Se hace tarde! —decía, como para sí mismo, mientras desdoblaba y sostenía las hojas delante de su cara. Poniendo su grueso dedo índice en renglones importantes, leía en voz alta frases importantes de las páginas para reforzar sus argumentos.
      Siempre que hablaba con Gandhi, Patel trataba constantemente de observar las reglas del tacto y la humildad; aun así, alzaba la voz inadvertidamente de vez en cuando. No tenía otra opción que pedir perdón a Gandhi en cada ocasión.
      Poco después, otros secretarios y asistentes habían llegado. El Mahatma observó que cada hombre había traído una gran cantidad de archivos con él. Mostrando un grado increíble de disciplina y decoro, no se hablaban unos a otros; ni siquiera se dedicaban un vistazo. Gandhi notó que prevalecía, pese a todo, la más precisa coordinación entre ellos. Las ansiedades y la timidez que normalmente exhiben los burócratas de un país recién independizado no eran evidentes de ningún modo en ellos. La mayoría se parecían a Patel en edad y actitudes. Salvo Patel, todos vestían saco y corbata al estilo inglés. Cuando Gandhi le preguntó:
      —¿No le dijiste a todos estos funcionarios del gobierno que sólo debían vestir khaddar? —Patel se sonrojó, avergonzado, como una mujer.
      Luego siguió su explicación. Finalmente, dijo:
      —Debes encontrar una solución para estos asuntos, Bapu. Danos una solución que se pueda implementar de forma práctica. Tenemos toda la voluntad de realizar acciones inmediatas —Patel estaba más o menos suplicándole a Gandhi— ¡No tenemos otra alternativa, Bapu! Estas acciones son inevitables. Si quieres, puedo darle mis responsabilidades a alguien más, pero también serían inevitables para esa persona.
      —Inevitable…, no hay otra alternativa…, ¡qué lindas frases! —murmuraba Gandhi para sí mismo, solo en la oscuridad de su cuarto. Cuando Dhaniklal lo había dejado la noche anterior, también había usado las mismas frases. Gandhi recordó aquellas frases y la manera en que había narrado su historia “divertida”. La voz y las expresiones de Dhaniklal, junto con sus ruidos de alegría al final de la historia, su vientre sacudiéndose de risa, aparecieron ante su mirada interior. La cara de “Mahatma” Bhagwaticharan también surgió en su imaginación.
      Un joven bengalí que se veía exactamente como él. ¡Dhaniklal lo había descrito en tan minucioso detalle! De la descripción de Dhaniklal, Gandhi, que nunca había puesto los ojos en aquel hombre, podía imaginarlo muy vívidamente. Además de su voz gentil, sonrisa bondadosa y mirada serena, Gandhi era capaz hasta de figurarse las arrugas en el vientre del joven.
      Miren: la gente se arremolina alrededor de Bhagwaticharan, saludándolo y gritando lemas. “Mahatma Gandhi ki jai!, Mahatma Gandhi ki jai!” Mahatma Bhagwaticharan les da sus bendiciones. La multitud está en éxtasis: ruge, grita y, abrumada por la emoción, se disuelve en lágrimas. El Mahatma les habla, hace una petición, da instrucciones. Varias personas corren hacia él y lo tocan. Un hombre le quita el chal y se va corriendo. El Mahatma le pide que vuelva y le da también su dhoti. Ahora está desnudo delante de todos. “Señor, ¿por qué me has obligado a caminar desnudo dentro de este precioso jardín?” Está avergonzado. Corre, tratando de escapar de ellos. Es perseguido por uno y por todos. Un hombre arranca pelo de su bigote y lo guarda. Otro le saca las uñas y huye. Otra más intenta sacarle los dientes.
      El Mahatma no puede soportar el dolor. “Oh Dios”, grita, y pide ayuda. Un policía que ha estado viéndolo todo desde lejos se aproxima despacio. “¿Por qué gritas así?” pregunta con aspereza, dando al Mahatma una bofetada en su mejilla izquierda. El Mahatma le muestra al policía la mejilla derecha. El policía lo abofetea también en la mejilla derecha. El Mahatma le sigue enseñando una y otra mejilla, por turnos. El policía lo abofetea incansablemente. Hay un chorro de sangre. Los pocos dientes que le quedan en la boca se han aflojado. Sus globos oculares se han salido de las órbitas. La multitud se apresura a recogerlos. La visión del Mahatma se oscurece. De pronto, en todas partes está totalmente oscuro. “¡No soy Mahatma Gandhi! ¡Soy Charan, un bengalí llamado Bhagwaticharan!”
      Gandhi, involuntariamente, se tocó los ojos. Estaba sin aliento. Se quedó tendido en la cama, exhausto, y cerró los ojos.
      Cuando volvió a abrirlos, un poco después, el cuarto brillaba de luz. Gandhi vio rayos irregulares de luz cruzando el cuarto. ¿Ya es de mañana? ¿Me quedé dormido, rompiendo mi hábito de toda la vida de levantarme temprano? Debe ser un signo de que la muerte se acerca. Ahora es tiempo de aceptar mi avanzada edad. ¡Tengo 78, después de todo! El Mahatma sonrió para sí mismo.
      ¿Dónde está Dhaniklal? ¡Tampoco puedo ver a Manu! La niña invariablemente se despierta antes que yo.
      Después de enrollar su ropa de cama, Gandhi estaba a punto de comenzar sus abluciones matinales cuando escuchó algunas voces agitadas. Preguntándose quién o qué podría ser, abrió una ventana y miró hacia fuera. Se quedó helado, conmocionado por el horror. Afuera de la alta mansión, no muy lejos, la ciudad de Delhi estaba en llamas.
      Gente corría aterrada en todas direcciones. Gandhi vio cómo eran cazados con furia asesina por una turba de entre diez y quince personas con armas mortales. Incapaz de soportar su propia agonía, cerró los ojos con fuerza. Con toda esperanza perdida, se dejó caer en la silla de madera de su cuarto.
      ¿Cuándo se había estropeado todo?
      ¿Quién era responsable de aquello…, hindús, o musulmanes? ¿Quién era enemigo de quién? ¿Quién a ser masacrado por quién? ¿Quién va a sobrevivir? ¿Para ajustar qué cuentas se había desatado esta violencia? ¿Es la historia del último milenio la que tiene la culpa? ¡Pero nos hemos adelantado tanto a ella! ¿Quién es responsable por esta violencia que está siendo fomentada justamente cuando el mundo nos felicita como a un pueblo que ha ganado su libertad solamente por la fuerza de su espíritu, sin tomar las armas? ¿Soy yo el culpable? Como filósofo, ¿he repudiado la verdad? ¿Se hubiera alcanzado una resolución si hubiera permitido que la gente siguiera su propio camino? ¿La muerte y el derramamiento de sangre nos hubieran traído la paz? En cierto modo es en verdad posible. Cuando el otro lado es totalmente destruido, ¿qué puede frenar la paz? Después de todo, ¿esta sed de sangre innata no iba a ser dirigida, por necesidad, a nuestros propios hermanos? ¿Es la violencia la cualidad innata del hombre? ¿La lucha no violenta es contraria a las leyes de la naturaleza? ¿el principio sobre el que lanzamos esta enorme lucha…, está ese mismo principio equivocado ahora?
      —Dhaniklalji, ¿a dónde te has ido? ¿Y Manu? Despiértala también. ¡Parece que no hay nadie aquí en esta hora terrible! —gritando, Gandhi trató de levantarse y abrir la puerta. No pido. Alguien la había cerrado con llave por fuera— ¿Dónde estás, Dhaniklalji? ¿Quién ha hecho esto?
      Abrió la ventana de la derecha y, a través de ella, miró la entrada principal de la mansión: se le heló la sangre. Incontables personas se habían reunido del otro lado de la enorme puerta de hierro de la mansión, centenares de pobres, medio muertos, víctimas recientes de un ataque asesino.
      —¡Bapuji, Bapuji…!
      —¡Sálvanos, Bapuji…!
      —¡Oh Dios…!
      —Cuando está aquí Bapuji, ¿por qué hemos de sentirnos abatidos? Guardias, por favor llamen a Bapuji.
      —Tontos, abran la puerta. Después, Bapuji no los perdonará.
      Gandhi corrió otra vez a la puerta.
      —¡Dhaniklal…! ¿Hay alguien ahí? ¿Por qué cerraron con llave esta puerta? Ábranla, por favor. ¡Inviten a todos a que pasen! ¡No me echen encima la carga de un crimen imperdonable…! ¡Dhaniklal, ven acá!
      Otra vez corrió a la ventana abierta.
      Con antorchas y armas letales en las manos, la turba que había llegado a perseguirlos masacraba sin piedad a los inocentes desarmados. Y entre el río de sangre y los cuerpos desparramados en el suelo, pequeñas niñas eran violadas. Gandhi no podía sino atestiguar estas atrocidades en silencio, aferrándose a los barrotes de la ventana y apoyando su cara en ellos como un cadáver sin vida.
      —¡Bapuji, Bapuji! ¿Por qué nos has abandonado, Bapuji?
      Fue sólo hasta el final que sucedió el milagro. Desde adentro de la mansión, sacudido por una profunda pena, “Mahatma” Bhagwaticharan llegó. Ahora las altas puertas de la mansión estaban bien abiertas para que él pasara. Acompañado por guardias, el Mahatma caminó muy despacio y alcanzó los cuerpos que yacían en el suelo. Dos o tres personas medio muertas trataron de levantarse para verlo, y él trató de consolarlas con palabras llenas de bondad… Los ojos de Mohandas Karamchand Gandhi lo presenciaron todo.
      La conciencia se le estaba escapando.

*

Gandhi se dio cuenta de que el capítulo final de la muerte, que ocupaba ya muy pocas páginas, estaba abierto delante de él. Para cuando terminara de leerlo, la muerte habría llegado, buscándolo. ¿Vendría por él, realmente? ¿No era algo que él mismo debería buscar y obtener? Cuando los sueños por vivir de un hombre llegan a su fin, empieza a buscar la muerte. Lo que no pudo comunicar a través de su vida, desea comunicarlo por medio de la muerte. Así que elige morir, pensó Gandhi.
      Todo este tiempo, él ha considerado que vivir es un deber importante. Tiene que agotar su vida completa, es decir, 125 años.
      Para él, la longevidad nunca ha sido una mera fantasía. Ha creado los hábitos y prácticas de su vida de acuerdo con esa necesidad. Como en su alma, el Mahatma tiene también infinita confianza en su cuerpo. Nunca ha tenido miedo de morir. Hace sólo unos pocos días, cuando oyeron explotar una bomba cerca de la sala de oración, Manu tuvo un acceso de pánico. Él ofreció consuelo a aquella niña extremadamente asustada: para calmarla, le dijo que la bomba podía haber explotado durante ejercicios de entrenamiento en un campo militar cercano. Él no tenía duda de que haber sido el blanco de la explosión. Los asesinos están acechándolo de cerca.
      La muerte lo rastrea y lo sigue gracias a las huellas de sus “pasos”. Él está bastante dispuesto a entregársele. Recibe con una sonrisa los mensajes que la muerte le ha estado enviando. Se burla de la muerte, también la desafía. A su edad, incluso los ayunos que lleva a cabo son gritos de batalla contra la muerte. Siempre que ayuna, todo el mundo se aterroriza y se pregunta si esta vez morirá. Lo examinan doctores. Aceptan sus condiciones a cambio de hacer que tome un poco de jugo de frutas, dirigen marchas por la paz, se dan la mano, se abrazan cálidamente y rezan a dios. Después, todos firman los papeles del acuerdo y se los dan; luego consiguen un vaso de jugo de fruta y le piden que beba. Él bebe con una sensación de satisfacción y alcanza un compromiso con la muerte. Luego el Mahatma se pierde en sus sueños: sueños de imperio, de llegar hasta los 125 años.
      La vieja rutina se desarrolla casi sin cambios. Se levanta a la hora usual de las tres de la mañana, completa sus abluciones matutinas, escribe cartas, redacta ensayos para Harijan y otros periódicos, sale a su caminata matinal, come una comida de cacahuates y leche de cabra, recibe a todos los que lo buscan, da a todos sus bendiciones. Como es usual, los ministros se reúnen con él, buscan su guía y consejo y hacen sonar sus propias trompetas. El Primer Ministro Nehru lo llama, junto con Sardar Patel. El Mahatma está feliz de ver a los dos líderes de pie juntos, hombro con hombro. Todos participan en las reuniones de oración que hay cada tarde. Versos del Corán, la Santa Biblia y el Bhagavad Gita se leen en voz alta y se escuchan; luego son cantados por la multitud al unísono:

Raghupati Raghav Rajaram,
Patitpavana Sitaram,
Ishwar Allah tero naam,
Sap ko sanmati de Bhagavan

Las numerosas charadas de la muerte, sus distintos disfraces.
      Luego, más noticias de motines llegan desde algún lugar por medio de tal o cual. Él mira mientras el humo negro, elevándose desde cuerpos humanos en llamas, se extiende y se pega a las ventanas de su cuarto. Escucha estallidos de bombas y gritos de socorro. Sólo entonces calla, como las figurillas de monos que guarda en su cuarto. Cierra los ojos y tapa sus orejas. Pero más y más reportes siguen llegando, perforando sus oídos. Reportes de cómo satyagrahis que se han hecho de poder se deleitan en corrupción y estafas; cómo peleas entre Nehru y Patel crecen cada día…, él lo escucha incluso con los oídos tapados. “O él o yo…” ¡Proclamas, amenazas, quejas, advertencias, desafíos…!
      Los satyagrahis exigen ahora la cuota por los sacrificios que han hecho.
      Sobre todo, lo que más le preocupa es el futuro de Delhi y la república independiente. Las figurillas de monos en su cuarto parecen burlarse de él. Así la muerte, que se ha cansado después de probar varios disfraces, está de pie ante él en la forma de una copia genuina de sí mismo.
      “¡Victoria para Mahatma Bhagwaticharan! ¡Victoria para Mahatma Bhagwaticharan!”
      —Esto es un truco barato —dijo el Mahatma en voz alta.
      Es barato y cobarde también. Y un desafío a su respeto por sí mismo. ¡La muerte está intentando transformar la vida de él en su propio mensaje! Es en encarar este desafío que se esconde el significado intrínseco de su vida. La muerte también es como la vida. No podría haber mayor insulto a la vida que renunciar al derecho de elegir la muerte. Así son sus reflexiones.
      Toda su vida, el Mahatma se ha sumergido en una miríada de fantasías sobre la muerte. Debe ser un evento lleno de sentimiento poético y coraje. Su sueño, largamente acariciado, es que uno de sus ayunos extendidos lleve su vida a un fin. No puede haber una mejor oportunidad para un satyagrahi, piensa. Sabe que podría ser asesinado, también. No prestó realmente atención a los sonidos de explosiones de bomba que se escucharon cerca de la sala de oración. La muerte por una explosión así sería honorable. Él está bastante listo y dispuesto para quedar delante de ellos totalmente desnudo. De todas las características definitorias que debe poseer un satyagrahi, el valor de elegir la muerte es la más importante. Los sabios encuentran a la muerte con una sonrisa. La muerte es vencida por ellos. Entonces vuelven a la vida y reciben el regalo de la inmortalidad.
      Como Jesucristo: como su maestro, Tolstói. Sus vidas son su única inspiración, sus vidas y sus muertes.
      Ambos habían aceptado la muerte voluntaria, animosamente. Habían engendrado a sus asesinos de sus propias vidas. El viaje que Tolstói emprendió desde Yasnaya Plyana a Astapovo no fue menos que el viaje que Jesús emprendió al Monte Calvario, cargando a la muerte en sus hombros. Gandhi recuerda la primera vez que leyó sobre el viaje de Tolstói. Fue capaz de terminar aquellas páginas sólo con suspiros y una profunda tristeza.
      Después, las mismas páginas le parecieron muy diferentes. Las había leído una y otra vez. Había pensado que Tolstói no pudo haber elegido un mejor modo de morir. Era una muerte más poética que todas las otras muertes del mundo. Gandhi nunca podría olvidar la mañana cubierta de nieve en que Tolstói salió de su mansión.
      Cada vez que despertaba al amanecer, el recuerdo de Tolstói llegaba a él. Lo más probable es que Tolstói hubiera salido de la famosa mansión de Yasnaya Polyana a aquella hora. Después de que lo llevaran a Casa Birla, aquellos renglones volvieron a la vida en la mente de Gandhi, más vívidos que nunca antes. Casa Birla no era en verdad diferente de aquella mansión en Yasnaya Polyana. Como Tolstói, él también estaba alojado en esta mansión en calidad de prisionero. Como Tolstói, también anhelaba salir de allí.
      Sí, debía marcharse. Debía volver a la colonia de pepenadores donde una vez había vivido…, o a su ashram. Pero todos sus discípulos de seguro lo seguirían hasta allá. Entonces lo confinarían, como a un prisionero o a un dios, y asignarían a un par de guardias armados para pararse, tiesos, ante la entrada. Entonces sería la misma historia: cartas, reuniones, bendiciones y consejo; y en las tardes, reuniones de oración. ¡Era realmente un lindo arreglo!
      ¡Un dios hecho prisionero! Si quiere huir, debe seguir con cuidado los pasos de Tolstói. Debe descubrir su propia estación de trenes, su Astapovo afuera de esta ciudad famosa por sus glorias antiguas.
      No hay duda al respecto: la historia hace una copia exacta de sí misma, frase por frase, sin dejar fuera ni una sola letra.

*

A las cinco de la mañana del 29 de octubre de 1910, Tolstói, entonces de ochenta y tres años de edad, dejó la mansión en la que había vivido desde su nacimiento. Soplaba una tormenta de nieve. Después de abandonar a sus parientes, vagó por las vías de toda Tula Gubernia, acompañado por su sirviente de muchos años, Makovitsky. Fue descubierto el 3 de noviembre dentro de un compartimiento de segunda clase, sucio y decrépito, en un tren, que estaba en su ruta de Volavo a Rostov-on-Don, y fue sacado de él en una muy pequeña estación en la ruta llamada Astapovo.
      Con la ayuda del jefe de estación y de la hija más joven de Tolstói, Alexandra Lvovna Tolstói, que había ido en busca de su padre, Maovitsky arregló que Tolstói, quien sufría de un severo brote de neumonía, bajara del tres. Lo pusieron en el cuarto del jefe de estación durante los siguientes tres días. Casi de inmediato, la atención del mundo entero se enfocó en aquella pequeña y oscura estación de trenes. Periodistas que habían llegado allá desde toda Europa para enviar boletines anticipando la muerte de uno de los hombres más grandes del mundo esperaron durante los tres días completos. En sus oficinas, sus editores habían preparado sus obituarios, que estaban listos para ser impresos. Las estaciones de telégrafo trabajaban sin parar. “Déjenme en paz. Voy a un lugar donde nadie se molestará por mí”. Con estas palabras, dichas a las seis y cinco de la mañana del 7 de noviembre, el gran hombre exhaló el último suspiro.
      Cuando Gandhi salió caminando de Casa Birla, era cuarto para las cuatro de la mañana. Al contrario de su maestro, salió solo. Había decidido llevarse con él a Dhaniklal pero luego cambió de parecer. Gandhi no había podido verlo después de las once de la noche. Cuando no hubo respuesta a sus repetidos llamados, fue al cuarto de Dhaniklal, buscándolo. Ni siquiera Manu estaba allí. Susheela se había llevado a la niña la noche anterior.
      Cuando regrese en la mañana, la niña podría molestarse por no encontrarme, pensó Gandhi.
      Los otros dormían profundamente. La mansión estaba envuelta en silencio. Gandhi sólo se llevó con él una copia del Gita. No vio guardias en la entrada. Como las puertas estaban abiertas, pudo escurrirse al exterior fácilmente. Preocupado por que lo reconocieran si caminaba por la amplia avenida vestido sólo con su usual taparrabo y llevando su conocido bastón, se apresuró. Las calles desiertas fueron de gran ayuda para él. Gotas de rocío caían sin cesar de los árboles. Un muro de niebla cubría la luz que se derramaba de algún poste ocasional. El frío taladraba sus huesos. Pensó que debía haber traído una manta.
      La nieve en Yasnaya Polyana habría sido más densa.
      No había hecho planes en el momento de su partida. Pensó que alcanzaría alguna estación de trenes cercana y de allí comenzaría su viaje. Sólo tenía una hora de ventaja, cuando mucho. Pronto descubrirían que el perico se había escapado de la jaula. Tolstói había dejado una carta para Sofia Andreyevna; él también podría hacer dejado una carta, explicando las razones de su partida.
      ¿Era el odio lo que le había impedido escribir una carta así?
      No el odio, sino el amor debe ser la razón subyacente a mi partida. Sólo si es amor tendrá sentido que me vaya de aquí. Si esta partida es producto del odio, entonces no soy un satyagrahi, y sólo puedo llamarme un alma incompleta, pensó Gandhi.
      En las banquetas que flanqueaban ambos lados de la calle, Gandhi vio a incontables humanos, con ropas que apenas bastaban para cubrirlos, amontonados unos junto a otros en el frío inclemente. Se preguntó si su partida traería algún cambio en las condiciones de aquella gente. Se sentía confundido. ¿Tenía razón Bhagwaticharan en hacer lo que hizo? Si las sábanas y mantas que había reunido pudieran mitigar el sufrimiento de al menos unas pocas de estas personas, ¿cómo se podía criticar su trabajo? Pero él ha mentido, se ha hecho pasar por mí, ha engañado al público. ¿Es posible reevaluar esas malas acciones sobre la base de sus consecuencias benéficas?, se preguntó Gandhi. No tuvo de inmediato una respuesta. Concluyendo que la cuestión requería un examen más atento, siguió caminando.
      Mientras cruzaba una famosa intersección de Delhi con ayuda de su bastón, un vehículo motorizado abrió la niebla y se detuvo cerca de él. Un oficial de policía con un largo abrigo y su conductor, que llevaba dos o tres suéteres encima de su uniforme, bajaron del auto.
      —Señor, ¿quién es usted? ¿Qué hace aquí a esta hora? —cuestionó el policía a Gandhi con un aire de autoridad.
      —¿Yo? Gandhi. Mohandas Karamchand Gandhi.
      —¿Ves? ¡Empezó temprano esta mañana! —rió el conductor.
      —¡No nos venga con esos cuentos, viejo! ¿Por qué está haraganeando aquí a su edad? ¡Se va a congelar! Regrese tranquilo a su casa. ¡La de problemas que nos causa la gente como usted…! ¿Cree que se les puede escapar si se sale a vagar disfrazado? Le van a disparar, señor, tienen pistolas y son de verdad.
      Cómo puede ser tan ignorante este hombre, se preguntó Gandhi. Sin embargo, como es un representante autorizado del gobierno, es mi deber como ciudadano indio responder cualquier pregunta que pueda hacer, se dijo Gandhi.
      —¡No temo a la muerte, señor! Si la muerte llega a mí de esa manera, estaré feliz. En verdad, ahora voy en busca de la muerte. Justo hace media hora dejé Casa Birla sin avisar a nadie y salí por mi cuenta. No tenía planes en mente. Pero ahora estoy pensando en ir a Meerut. Si puedo encontrar cerca una estación de trenes…
      —¡Bueno, este parece ser un caso totalmente avanzado! —el conductor empezó a reír otra vez— Tan avanzado que no tiene cura.
      El oficial de policía se enojó mucho.
      —Viejo, le recomiendo que deje de parlotear. Váyase tranquilo a su casa. Si no, y si realmente quiere morir, ¡vaya y muérase en otra parte…! Mire para allá. Si da vuelta a la derecha en aquel poste de luz y sigue por el callejón estrecho de la izquierda, saldrá a una pequeña estación de trenes. No se puede saber cuándo llegará un tren. Si, como dice, está buscando la muerte, vaya para allá y espere. Si llega un tren, ¡será sólo por su buena suerte! Pero no esté dando vueltas aquí sin llegar a ningún lado. Este es un barrio donde viven los más importantes ciudadanos del país. No se sabe quién va a pasar por aquí ni a qué hora. Estamos encargados de la seguridad del Mahatma, y nos está costando mucho trabajo ocuparnos de todo. ¡Y por si eso fuera poco, llega gente como usted!
      —Le he dicho muchas veces a Nehru y a Patel no hacer ningún arreglo especial de seguridad en beneficio mío.
      Cuando escuchó la respuesta avergonzada de Gandhi, los ojos del oficial se pusieron rojos. Al ver que su superior estaba realmente furioso, el conductor pasó a la acción:
      —Viejo, ¿te largas o no? —y blandiendo su porra quiso ahuyentar a Gandhi.
      Los dos hombres estaban trabados: no sabían cómo manejar a ese viejo loco que veía los desfiguros del conductor con un aire intrépido y una sonrisa triste.

*

Cuando se den cuenta en la mañana, empezarán a buscarlo. Dhaniklal será el primero en anunciarlo al mundo, pensó Gandhi. Entonces comenzarán las investigaciones. Todo el mundo será interrogado. Todos los vehículos serán sujetos a inspección. Adivinarán con facilidad que su destino es Meerut. Deberá bajarse en el camino. Gandhi esperaba que Dios hubiera marcado alguna estación poco conocida entre Delhi y Meerut como su Astapovo.
      Para cuando llegó a la estación de trenes después de haber caminado por varios callejones estrechos, el frío había empeorado. En el andén cubierto de humo, cientos de viajeros, con sus cuerpos envueltos en harapos, iban de un lado a otro con sus pertenencias. Por sus ojos somnolientos y sus cuerpos malolientes, Gandhi supuso que podían estar esperando allí, asaltados por la sed y el hambre, desde hacía muchos días. Una confusión de palabras en varios idiomas –hindi, urdu, bangla y gujarati– chocaba y rebotaba contra las paredes negras de humo de la estación. Cientos de pájaros negros podían verse posados en las parrillas y los rieles. Todos parecían idénticos, como si hubieran sido hechos para verse así.
      Nadie le prestó atención. Pero mientras subía los escalones del paso a desnivel, una niña lo miró maravillada. Llamó a su madre, que estaba ocupada hablando con alguien más, y le dijo algo, señalando hacia él. La madre miró hacia Gandhi y luego apartó la vista con desdén. Gandhi sintió la urgencia de hablar con ellas.
      Primero debía comprarse un boleto.
      —¿Hay trenes aquí que vayan a Meerut?
      La pregunta atrajo una mirada burlona del hombre dentro de la taquilla, que apretó los labios y anunció en tono lúgubre:
      —Ningún tren está programado para salir de aquí próximamente, por la simple razón de que no ha llegado ningún tren durante los últimos tres días. Esa es la situación. Puede verlo, ¿no? Todas estas personas están esperando aquí para subir a distintos trenes. Estamos vendiendo sin parar todos los boletos que tenemos. Estas personas, además, están esperando aquí sin dar señales de fatiga. El tren tiene que llegar, eso es todo. Ah, sí, ¿a dónde tiene que ir? ¿A Meerut? ¿O a Ahmedabad? Dijo Meerut, ¿verdad?
      —De hecho no tengo un plan definido. Creo que subiré al primer tren que llegue.
      —Ese es un patrón conocido, ¿no? Es lo que la gente de usted prefiere, ¿verdad? Se suben al primer tren que llegue, sea el que sea. Y sin embargo, ninguno compra boleto. Y los revisores no hacen nada en contra de ustedes. Esto sólo puede durar unos pocos días más. El sardar tiene las manos atadas de momento. Están esperando a que pase. Se están conteniendo por él. Pero que pase. ¡Será divertido ver qué sigue luego!
      —Señor, discúlpeme… No entiendo lo que dice. Si se puede explicar…
      El vendedor de boletos empezó a reír a carcajadas.
      —¡Oh, dios! ¡Ya basta, Bapuji! No puedo seguir explicándolo todo. Viene un tren. Va a llegar hasta Amritsar y va a ir muy despacio. Jallianwala Bagh está en algún sitio cerca de Amritsar, ¿no? ¿Has ido allá? ¿No es lugar sagrado de tu gente? Ni siquiera necesitas un boleto. Y en todo caso ustedes nunca compran boletos. Unos pocos días más, hasta que pase.
      A Gandhi le sorprendió que todos fueran tan informales.
      —Deme un boleto a Amritsar —dijo, extendiendo un billete de una rupia.
      —¿A Jallianwala Bagh entonces?
      —¡Sí…! Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita —dijo Gandhi, sonriendo compasivamente al vendedor de boletos. Entonces el vendedor de boletos devolvió la mirada al Mahatma, y, de pronto, su corazón se llenó de miedo.

*

Cuando vio a los cinco o seis Gandhis que se abrían paso a golpes y empujones en un compartimiento atestado del tren a Amritsar, Gandhi se quedó atónito: fue hacia ellos, corriendo parte del camino. La multitud era inmensa e incontrolable. Todos los que esperaban intentaron meterse en el compartimiento al mismo tiempo. Todos trataron de apartar a los otros del tren para poder subir ellos. Algunos recurrieron incluso a agresiones físicas. La estación entera de trenes hacía eco de insultos y gritos de auxilio.
      Gandhi estaba de pie, tímidamente, cerca de la puerta. Pero la multitud se volvía más y más grande a cada minuto. Pensó que no sería capaz de abordar el tren. Por fortuna, la multitud lo empujó involuntariamente al interior del compartimiento. Una vez adentro, encontró que había cuatro o cinco veces más pasajeros que la capacidad del compartimiento, apretados juntos.
      Sin ningún esfuerzo de su parte, todo el mundo había sido empujado por la multitud a alguna parte del compartimiento. Gandhi se sintió deprimido. Las rodillas le dolían de modo intolerable. El tren empezó a moverse.
      —¡Oiga, Gandhi, señor, venga para acá! Aquí hay un poco de espacio para usted. Se ve realmente viejo. Denle un poco de espacio, pobre hombre. A pesar de todo es uno de nosotros, ¿no?
      El grupo de Gandhis que había tomado algo de espacio junto a una litera lo invitaba a sentarse junto a ellos.
      —¡Parece que viene de muy lejos! ¿Cuál es su nombre, señor?
      Mirando maravillado a cada uno de ellos, todos maquillados para verse exactamente como él, el Mahatma contestó:
      —Gandhi. Mohandas Karamchand Gandhi…
      Todos empezaron a reírse.
      —Ese lo sabemos, ¿no? Le preguntaba su nombre real, el que le dieron sus padres…
      —Fueron mis padres los que me dieron este nombre.
      —Su lugar de nacimiento es Porbandar, entonces.
      —Sí, ahí fue donde nací. Ahora bien, durante los últimos meses, he tenido que quedarme en Casa Birla. Salí de allí temprano esta mañana. Aunque no tenía ningún plan cuando salí, ahora estoy viajando a Amritsar. Es mi deseo visitar Jallianwala Bagh. Hace mucho tiempo desde que la vi por última vez.
      —¡Creo que se le zafó un tornillo!
      —Eso es lo que crees. En realidad este viejo es listo. En estos días, la fascinación por esos lugares ha crecido enormemente. Grandes cantidades de turistas los visitan todos los días. Todo lo que necesitas es ponerte el disfraz y quedarte por ahí sin hacer nada. Puedes ganar más que suficiente dinero en un solo mes.
      Incapaz de soportar su repulsión, el Mahatma cerró los ojos. De modo que así es como salieron las cosas. Bhagwaticharan no era el único. Los oficiales de policía que había encontrado por la mañana, el vendedor de boletos en la estación y las personas patéticas presentes en aquel compartimiento debían haberse encontrado con innumerables Gandhis falsos.
      —Pero, Gandhi, señor, por favor no se imagine que, como usted, nos hemos puesto este maquillaje para mendigar en las calles —dijo un Gandhi de mediana edad en tono admonitorio—. Este hombre de aquí es gujarati. Un gran propietario de inmuebles que estuvo en el Partido del Congreso por muchos años. Incluso fue a la cárcel. Sólo después de que logramos la Independencia se puso ese disfraz. No ha conocido todavía al verdadero Gandhi. ¡Pero su forma de hablar, de caminar y conducirse son tan llamativas como las del verdadero!
      —Si no tiene intención de mendigar, ¿para qué se puso el disfraz? —preguntó el Mahatma con voz temblorosa.
      —Esa es una buena pregunta. Nuestro hombre ha decidido disputar elecciones. ¡Señor, no hay manera más fácil de asegurar una victoria! Rasúrese la cabeza. Envuélvase los hombros y la cintura con un trozo de khaddar. Tenga en la mano un ejemplar nuevo del Bhagavad Gita. Luego salga a la calle y siga caminando. ¡Tiene que hacerlo como él, a buen paso…!
      Mientras más escuchaba, más se sorprendía Gandhi. El hombre parecía disfrutar lo que le estaba diciendo. Como no había pasado aún de la mediana edad, debía hacer grandes esfuerzos por parecer viejo. Tenía un poco de panza, y para esconderla apretaba el estómago todo el tiempo. Pero no tenía dientes. Podría habérselos hecho sacar para que su disfraz fuera más perfecto.
      —¿Es posible ganarse la confianza de la gente mediante esos trucos? —preguntó el Mahatma, genuinamente intrigado.
      —Esto sirve solamente para llamar la atención de la gente. Para enderezar a los enemigos y persuadirlos, hay que emplear otras estrategias.
      —Sólo por medios no violentos, espero —preguntó Gandhi, mirando expectante al hombre.
      —¿Medios no violentos? ¡Qué tontería! —replicó éste, acompañado de una carcajada. Luego, confió en un murmullo, como si fuera un secreto: —¡Sólo unos pocos días más! Que pase el evento. Entonces yo seré como Maharana Pratap. Mis hombres los perseguirán hasta más allá de los Himalayas. Pero, Gandhi, señor, ¡usted debería ir a mendigar en las calles, cuidar su supervivencia! ¿Por qué pierde su tiempo escuchando todas estas historias?
      El Mahatma empezó a pensar en su propio Astapovo.
      El tren se detenía sin fallar en cada estación de la ruta y volvía a ponerse en marcha. A pesar de haber viajado todo el día, no podía haber cubierto la mitad de la distancia hacia su destino. La prisa en el momento de abordar había desaparecido por completo. Cuatro o cinco paradas después de Delhi, el grupo de Gandhis se marcó. Pero un nuevo montón de ellos subía a bordo en cada parada. Lentes, khaddar y un ejemplar del Gita en una mano… El disfraz es bastante fácil de usar, pensó el Mahatma. Cada hombre tenía sus propias razones para usar el disfraz. El Mahatma notó que había varios otros que se habían maquillado para verse como él. Un joven vendedor de fruta le dijo que su disfraz le había ayudado a escapar de una turba en un motín y de la policía.
      —Incluso cuando el disfraz es obvio, no hay problema. Piensan que sería un pecado matar a alguien que lo lleve. Si no me lo hubiera puesto, me hubieran matado junto con mis padres cuando le prendieron fuego a nuestro asentamiento el mes pasado —le dijo a Gandhi—. El disfraz es útil hasta para vender fruta. ¿No es especial comprar una naranja de un mahatma y no de un ordinario vendedor de fruta? —preguntó el joven, riendo.
      Gandhi le compró un par de plátanos y se los comió. Luego se acostó en una litera vacía, estirando las piernas. Su cuerpo se sentía caliente. ¿Sería un síntoma de neumonía? ¡Debían estar acercándose a Astapovo!

*

El rocío comenzó a acumularse muy temprano: como a las dos de aquella tarde. Para calentarse, uno de los Gandhis, sentado directamente ante el Mahatma, empezó a fumar. Otro se quitó temporalmente el disfraz y se puso un abrigo largo de lana.
      La oscuridad había empezado a caer cuando el tren se detuvo en una estación muy pequeña poco después de Panipat. Gandhi vio a unos veinte policías saltar a bordo del compartimiento de tercera clase en el que viajaba. Imaginó que ya podía darse por capturado. Inmediatamente después de recibir la información en la mañana, debían haberse puesto en acción.
      La policía apuntó un arma a cada pasajero y lo interrogó.
      Gandhi decidió no someterse a ningún tipo de coerción. No debía cambiar su decisión incluso si Nehru o Patel llegaban personalmente a rogarle. Revisó el andén para ver si tenía un visitante. El andén estaba desierto y vacío. Podía verse al jefe de estación, vestido con su uniforme gastado. Después de plegar sus banderas y ponérselas bajo el brazo, el jefe de estación inspeccionó los compartimientos uno por uno.
      —¿Cuál es tu nombre? —Gandhi sintió que había visto al oficial de policía en alguna parte.
      —Gandhi. Mohandas Karamchand Gandhi.
      —¿De dónde vienes?
      —De Delhi…
      —¿A dónde vas?
      —A Amritsar. Planeo visitar Jallianwala Bagh.
      —¿Por qué vas para allá?
      —Ha pasado mucho tiempo desde mi última visita.
      —Enséñame tus pertenencias.
      —¡Pero no he traído nada conmigo! Sólo llevo un poco de dinero en un nudo de mi dhoti, dinero que gané con mi rueca. Fuera de eso, traigo un viejo ejemplar del Gita conmigo, señor.
      El oficial de policía pidió a Gandhi que desatara el nudo de su dhoti y le mostrara su dinero; luego se fue.
      Para el Mahatma, aquello fue enormemente decepcionante. Sólo había unos doce pasajeros en el compartimiento. Éste había quedado totalmente desfigurado por basura y desperdicios que estaban por todas partes. Los espacios bajo los asientos estaban llenos de peladuras de fruta y restos de comida. Cuando había dicho que era el deber colectivo de todos mantener limpio el compartimiento, otros pasajeros se habían reído de él. En la tarde, Gandhi empezó a limpiar él mismo el compartimiento. Cuando regresó a su asiento después de recoger la basura y sacarla, sus compañeros de vagón tiraron monedas a sus pies. Él las juntó en silencio y las guardó en el nudo de su dhoti. Para entonces, los Gandhis también estaban desfigurados e irreconocibles. Su maquillaje se había corrido. En las caras rasuradas de los jóvenes Gandhis había empezado a crecer pelo. La hora usual de las plegarias para el Mahatma se acercaba. Un vendedor de cacahuates que pasaba les dijo que el tren tardaría mucho tiempo en partir.
      ¿Habré alcanzado Astapovo?
      Pensando en caminar por un rato, salió del tren y se fue solo.
      Pájaros cantaban sus melodías de la hora de anidar en la estación. Batiendo nerviosamente las alas, se agitaron al ver a Gandhi. Él se alejó de allí porque no deseaba perturbar su soledad. Imaginó que había llegado por fin a un lugar donde nadie le haría caso. ¡Esa era una libertad que nunca antes había experimentado! Sentado en una banca cubierta de excremento de pájaros, Gandhi comenzó sus oraciones a la luz mortecina de un poste de luz.

*

—¿Por qué está sentado aquí, señor? ¿Es usted un pasajero?
      Cuando vio el jefe de estación parado delante de él, Gandhi trató de levantarse.
      —Sí. Debo ir a Amritsar. Oí que el tren tardaría mucho en arrancar así que vine aquí a decir mis oraciones. ¿Tiene alguna información sobre cuándo podría partir, señor?
      —No. No sé. Tampoco es muy probable que alguien más sepa. Hemos recibido un mensaje que dice que han destruido las vías —después de decir esto, el jefe de estación miró a Gandhi de modo extraño— ¿Entonces va a Amritsar? ¿Tiene boleto?
      A Gandhi le pareció que el jefe de estación, cuyo instinto natural era sonreír, estaba haciendo un gran esfuerzo para fingir severidad con él.
      —Aquí está —el Mahatma desató el nudo en su dhoti y le dio el boleto. El jefede estación se alejó un poco y lo examinó. Cuando levantó la vista hacia el Mahatma, que lo había seguido y estaba de pie cerca de él, estaba alarmado.
      —Señor, ¿cuál es su nombre? Dígame por favor.
      Él dijo la verdad, como siempre:
      —Mohandas Karamchand Gandhi.
      La ansiedad brilló en la cara del jefe de estación mientras miraba atentamente a Gandhi.
      —Bapuji, por favor perdóneme. Vuelvo enseguida. Necesito examinar esto —se fue deprisa con el boleto en la mano.
      Lo más seguro es que ya haya llegado al lugar correcto, pensó el Mahatma. De pronto, su cuerpo comenzó a temblar. Lo asaltó una fatiga que nunca antes había experimentado. Sintió un dolor insoportable en sus articulaciones. Este parece ser el momento correcto en el sitio adecuado, se dijo.
      Su vista se oscureció de repente. Sintiéndose débil, se sentó en la banca de cemento. ¿Aún no ha terminado su escrutinio el jefe de estación? Pensó que tomar una siesta podría hacerlo sentirse mejor. Sacudió su manto y se cubrió con él mientras se tendía, doblando las piernas. El tren que lo había traído aquí estaba inmóvil ante él, como un cadáver. Sin contar el cuartito del jefe de estación, a poca distancia, y el poste de luz, el lugar era realmente una selva. Los pájaros gritaban sin cesar.
      Un gran pájaro posado en la punta del poste, con sus alas negras abiertas, lo miraba. Este debe ser el ave que anunciará mi muerte al mundo, pensó Gandhi.
      Dhaniklal sería el primero en llegar hasta aquel lugar. Podría traer a Manu con él. Debo dejarle a ella mi última declaración, decidió el Mahatma.
      ¡Qué maravilloso sería tener a Ba aquí en este momento! Kasturba nunca había entendido por completo el significado de sus declaraciones. Pero no abía nadie que entendiera sus silencios tan bien como ella. A Ba le gustaban especialmente los lunes, cuando él hacía voto de silencio. Era en lunes que ella tenía la oportunidad de quedarse con él todo el día, sin alejarse de su lado ni por un momento. Si ella estuviera con él, él no tendría siquiera necesidad de hacer una declaración final, pensó el Mahatma. Para él, la muerte de ella era una pérdida irreparable. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
      —Bapuji, por favor levántese. Su tren se va. Bapuji… ¡Bapuji! Dios, ¿qué hago ahora? Aquí no hay nadie que ayude. ¡Bapuji, Bapuji! ¡Oh, Dios…!
      El Mahatma escuchó la voz agitada del jefe de estación y las largas notas del silbato del tren. No podía abrir los ojos. Su conciencia era precaria y colgaba de un hilo delgado. ¿De quién es ese tren? ¿De dónde sale? ¿A dónde va? ¿De quién es esa voz? ¿De dónde vienen esos sonidos? ¿Es la voz de Kasturba? ¿O del pequeño pájaro que vive en lo alto del gran cedro rojo? Si no, ¿son los gritos del pájaro de alas negras posado en este poste de luz?
      El Mahatma trató de abrir los ojos. No podía decirle adiós al mundo sin hacer una declaración, ¿o sí?
      Después de cubrir a Gandhi con una manta, el jefe de estación corrió con su lámpara verde, levantando su luz mientras trotaba, para despedir al tren que estaba a punto de salir para Amritsar. Poco después, al llevar a Gandhi un poco deagua caliente que había preparado especialmente para él, notó que el Mahatma se había incorporado. Al ver al jefe de estación, el Mahatma le dedicó una sonrisa desdentada.
      —Su tren se ha ido, Bapuji. Podría tener que esperar otras dieciocho horas para el siguiente tren a Amritsar.
      El Mahatma suspiró. Fortalecido por un sorbo de agua caliente, fue capaz de enderezarse y sentarse apropiadamente.
      —Gracias. Este parece ser el deseo de Dios. Si él ha preparado este lugar para que sea mi Astapovo, no podría ir más allá tan fácilmente, ¿no es así?
      La cara del jefe de estación había palidecido.
      —Bapuji, por favor perdóneme. Ayúdeme a evitar la culpa de semejante crimen imperdonable. ¡Aquí no hay nadie! Tendrá que hacer su última declaración solamente a mí, Bapu. No creo tener la fuerza para soportarlo. Perdóneme. El tren a Delhi llegará aquí en menos de una hora. Por favor vuelva a Delhi. Ahí es donde todo tiene que pasar.
      El Mahatma se rió al escuchar esto.
      —¡Todo está decidido, entonces! Pero, por favor, dígame una cosa. Me reconoció desde el principio…, ¿cómo lo hizo? Debe haber visto montones y montones de Bapujis, ¿no?
      El jefe de estación se rió.
      —Es muy fácil, Bapu. Ni uno de esos incontables Bapujis compró jamás un boleto. Cuando se les pregunta, dicen: Te di la libertad, ¿no es suficiente? Y siempre tienen ganas de discutir. Además…
      El Mahatma intervino:
      —Además, tú habías anticipado todo esto, ¿no es verdad? ¡Sabías por anticipado de mi viaje y su objetivo!
      El jefe de estación se puso inquieto.
      —Pero, Bapuji, por favor escuche lo que tengo que decirle. No debe terminar así. ¡Este no debe ser jamás su mensaje para el mundo!
      El Mahatma levantó su dedo para silenciarlo. Luego continuó:
      —No, querido hermano, no puedo retirarme ahora. He tomado mi decisión. Creo firmemente, hermano, que este mundo entenderá el razonamiento que está detrás de mi salida de Delhi y mi llegada aquí. Pero ¿no hay doctores por aquí? ¡La neumonía ha comenzado su ataque virulento! —volvió a tenderse.
      —No, Bapuji. Nadie de por aquí sabe nada de neumonía. Por favor acepte mi petición. Todo debe ocurrir solamente en Delhi —dijo y miró su reloj de pulsera— Dios, sólo quedan diez minutos para que llegue el tren. Hay poco que pueda hacer antes de eso —después de murmurar para sí mismo, dijo a Gandhi: —Usted debe haber entendido esto más claramente que cualquier otro, Bapuji. Debe haber caminado aquí no con un deseo de morir, sino con un deseo de vivir. Su partida tenía la intención solamente de llamar la atención y provocar obediencia, igual que todos los ayunos que hizo anteriormente.
      Como si no tuviera una respuesta que ofrecer, Gandhi permaneció en silencio.
      —Pero ahora, todos sus adversarios verán esto desde un ángulo diferente, Bapu. Ya se han decidido. Ayer, o el día anterior, podrían haber sufrido una derrota. Pero ahora, han comenzado su guerra contra usted. Hoy o mañana. Mañana o el día después…, ahora ya es cuestión de días, solamente.
      —Lo que dices es verdad. Pero ¿dónde se torció todo? ¡Sólo he pensado en esto durante los últimos tres días! Considero mi hermano a todo hombre. Incluso a aquellos hombres blancos, que resultaron ser mis enemigos por obra de la Historia, los amé también. Traté de enseñar a nuestro pueblo a hacer lo mismo. Intenté enviar un mensaje de verdad y no violencia a todos. De cierta forma… —el Mahatma dudó.
      —¡De cierta forma nos trajo el mensaje de Cristo! Por eso el gobierno británico jamás pudo matarlo. Usted aparecía ante ellos no como un cristiano ¡sino como el propio Cristo, Bapuji!
      —Sí, soy un auténtico cristiano; un cristiano más verdadero que los mismos cristianos.
      El Mahatma sonrió. Hablar con el jefe de estación era como hablar con su propia conciencia. Era extraño cómo su conciencia era un jefe de estación en una oscura aldea.
      —Esa es la razón por la que nuestros gobernantes coloniales pusieron sus armas a sus pies y se fueron del país. No eran capaces de pelear contra Cristo, su dios.
      —Soy hindú. Un verdadero hindú. Rama es mi dios. El Gita es mi filosofía.
      —Si alguien lo acusara de haber llevado a cabo este engaño, ¿cuál sería su respuesta, Bapuji?
      Gandhi estaba en silencio.
      —Dígame, Bapuji. ¿De qué fuentes formuló usted sus preceptos? ¿De qué dios en nuestra tierra aprendió la no violencia? ¿Hay alguno entre nuestros dioses que no tomara las armas? ¿Cuál de ellos perdonó a sus enemigos? Al pedírsele que diera su chal, ¿cuál de ellos dio su dhoti también? ¿Quién, al ser abofeteado en una mejilla, mostró la otra? O, por lo menos, ¿alguno de nuestros dioses siguió los principios de simplicidad que usted ha pedido a todos que sigan? Dígame, Bapuji…
      Gandhi suspiró profundamente.
      —¿Qué debo hacer como satyagrahi? ¡Por favor dime, querido hermano! —dijo. Se habían formado lágrimas en sus ojos.
      —Por favor regrese, Bapuji —le rogó el jefe de estación.
      —¡No, eso sería equivalente a la muerte! —dijo él, repitiendo la famosa frase de su maestro Tolstói.
      Su conciencia estaba enojada ahora.
      —¡Diga sus propias frases, Bapu…! Encárenos a su propia manera. Estamos esperando el momento para asesinarlo. Hemos comenzado esta guerra para vengarnos unos de otros. Deseamos ajustar cuentas con la Historia. La sangre de mil años que corre por las calles de Delhi no se ha secado todavía. Enséñenos la nobleza de sus preceptos o reciba como regalo las balas que disparan nuestras armas —el jefe de estación perdía el aliento—. Usted logrará una muerte poética, tal como deseaba, en la estación de trenes de esta aldea remota. Entonces nosotros, sus seguidores, lo traicionaremos después de su muerte o seremos muertos. Nos haremos pasar por usted mientras destruimos su forma de vida. Esta tierra sagrada va a llenarse de Bhagwaticharans. Usted será ordenado como Dios…, pero un dios incapaz de cambiar nada. Y luego, en nombre de ese dios, comenzará una guerra de venganza. Y la guerra durará hasta que la identidad de usted se borre por completo.
      Los dos hombres quedaron en silencio.
      El gran pájaro de alas negras, que observaba a Gandhi desde lo alto del poste de luz, entonó un canto de lamentación mientras se alejaba volando. Su grito pudo oírse hasta que hubo recorrido una gran distancia.
      —¿Es esto una especie de profecía?
      —Profecía o superstición, lo puede llamar como usted quiera. ¡Pero estas cosas serán realidad, Bapu!
      Gandhi estaba absorto en profunda contemplación. Cerró los ojos.
      —No, no aceptaré la derrota. ¡Haré que mis adversarios entiendan la naturaleza poética de la no violencia!
      —Bapuji, entonces usted debe vivir su vida completa. Es decir, ciento veinticinco años…
      El Mahatma cerró los ojos y quedó en silencio.
      —Bapuji… El tren a Delhi ha llegado.
      Gandhi encontró un asiento en un compartimiento de tercera clase repleto. Era solamente otro Gandhi entre los varios Gandhis que viajaban en el mismo compartimiento. El jefe de estación corrió hacia él, con una taza de leche de cabra y un puñado de cacahuates.
      —¡Debe mantenerse bien, Bapuji! ¡Su muerte debe ser el mensaje de nuestras vidas! —dijo al Mahatma mientras secaba sus ojos llorosos.

*

Dos días después, a las tres en punto de la tarde del 30 de enero de 1948, el tren en que Gandhi viajaba llegó a Delhi. Cuando llegó a Casa Birla a pie desde la estación, daban las cuatro con cincuenta minutos.
      Ansioso porque casi era la hora de su reunión de oración, el Mahatma entró deprisa a Casa Birla por la puerta trasera. En el amplio jardín de la mansión, Mahatma Bhagwaticharan estaba sentado, mirando los rosales que florecían. No se sabe si notó la llegada de Gandhi. Éste lo dejó atrás rápidamente, entró en su cuarto y pasó al baño. Se lavaba la cara cuando escuchó a Dhaniklal llamándolo.
      —¡Es hora de la reunión de oración, Bapuji! Él ya llegó.
      El Mahatma replicó en voz alta:
      —Estaré allá en un momento, Dhaniklalji. Por favor pídele que espere.

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