Alan Moore antes de Watchmen
Por diversos problemas, varias reseñas encaminadas a la sección «El libro del mes» no podrán aparecer por el momento. Entretanto, dejo este texto, sobre varios libros previos al más famoso del escritor británico. Más adelante puede aparecer otra nota sobre los libros de Moore publicados después de Watchmen; mientras, dos de ellos ya han sido comentados aquí (de hecho, aquí y aquí).
Éste es el escritor que ha revolucionado la forma del cómic, ese arte casi siempre menospreciado, y lo ha elevado a nuevas alturas de reconocimiento y calidad artística tanto en sus trabajos más personales como en sus guiones para Superman o Batman; éste es el ocultista contemporáneo que se dedica a reflexionar sobre el sentido del universo mientras escribe un grimorio para consumo masivo; éste es el rebelde que ha dado la espalda a las grandes empresas de medios para cultivar sin concesiones su propia visión de la existencia y el arte; éste es también el hombre barbado y melenudo, con manos repletas de anillos, elevado por un episodio de Los Simpson a la altura de las grandes celebridades de nuestra era.
Irónicamente, gran parte de este reconocimiento se debe a las películas basadas en su obra y al hecho de que Alan Moore –contra la lógica de la fama y la riqueza– reniega de ellas en vez de apoyarlas, incluso a costa de regalías y privilegios. Luego de Desde el infierno (From Hell, Albert y Allan Hughes, 2001) y La liga extraordinaria (The League of Extraordinary Gentlemen, Stephen Norrington, 2003), pésimas ambas, Moore exigió que su nombre no se incluyera en ninguna otra adaptación fílmica de su trabajo y no se le menciona ni en V de Venganza (V for Vendetta, James McTeigue, 2005) ni, ahora, en Los vigilantes (Watchmen, Zack Snyder, 2009), que mientras escribo es una de las películas más vistas en el planeta. Afortunadamente, los medios globales (siquiera para explotar la noticia sensacional) han cubierto ampliamente la anomalía del historietista que truena contra los estudios de Hollywood en lugar de colaborar con ellos o incluso de intentar convertirse –como Mark Millar y algunos otros guionistas y dibujantes– en un proveedor de historias pensadas sobre todo para el cine. De modo que Alan Moore es más conocido que nunca antes y, probablemente, habrá muchas personas que se asomen a su trabajo y se den cuenta de cómo Los vigilantes, V de venganza, Desde el infierno y La liga extraordinaria son, en sus versiones originales, obras importantísimas del llamado arte secuencial. Será un acto de justicia: estas cuatro obras (etiquetadas como novelas gráficas y de hecho iniciadoras, junto con las de un puñado de otros creadores, de un nuevo aprecio por el cómic) son sólo una pequeña porción de todo lo que Moore ha publicado, y aunque éste –mago, narrador y artista conceptual además de guionista– ha pasado la mayor parte de sus treinta años de carrera en una relativa oscuridad, no deja de ser uno de los pocos autores verdaderamente geniales que viven hoy en el mundo occidental. Y el desarrollo de este genio puede verse desde sus comienzos.
Alan Moore nació en 1953 en Northampton, una ciudad industrial de la provincia inglesa en la que vive todavía. De familia pobre, no tuvo ninguna educación formal más allá de la preparatoria (o su equivalente, que en su caso fue una grammar school), de la que fue expulsado a los 17 años por vender LSD («era el traficante más inepto del mundo», declara). Moore pasó algunos años trabajando en empleos miserables; en la segunda mitad de los setenta, pese a estar ya casado y a punto de ser padre, decidió aprovechar la influencia de sus lecturas más tempranas (novelas de aventuras, relatos de ciencia ficción y, sobre todo, comics) para intentar ganarse la vida como dibujante y guionista. Después de un tiempo de publicar tiras escritas y dibujadas por él en fanzines y revistas, decidió que nunca sería un dibujante competente y optó por concentrarse sólo en escribir. A fines de los setenta tuvo su primera gran oportunidad como colaborador en Doctor Who Weekly y 2000 A.D., dos de las revistas más prestigiosas de la escena británica de aquellos años. También trabajó por un tiempo para Marvel UK, filial de la editora estadounidense, escribiendo guiones del superhéroe Captain Britain (Capitán Bretaña).
Las dos primeras historias importantes de Moore –ambas concebidas como narraciones con planteamiento, desarrollo y desenlace, y no como series «abiertas», al modo de las que se publican aún hoy en la mayoría de las revistas de historietas convencionales– comenzaron a publicarse por entregar en la revista inglesa Warrior y tuvieron una historia accidentada: tardaron años en completarse y terminaron reunidas por otros editores. Pero las dos se convirtieron en obras esenciales. La primera es V de venganza (1982-1988), hecha en colaboración con el dibujante David Lloyd y surgida parcialmente de la preocupación de Moore, en los tempranos ochenta, por la política ultraconservadora del régimen de Margaret Thatcher. Moore tomó la imagen del país opresivo que veía surgir y la convirtió en la historia de un cruel estado totalitario, fuertemente estratificado, que se ve amenazado por un anarquista oculto siempre tras una máscara con los rasgos de Guy Fawkes (un disidente inglés que en el siglo XVII intentó volar el edificio del Parlamento en Londres) y el seudónimo V.
La versión fílmica de James McTeigue, aunque no mala, se inventó una historia de amor muy poco convincente y además omitió varios de los detalles más importantes de su fuente. Estas omisiones son inevitables en cualquier adaptación, porque ninguna transposición puede, ni debe, ser perfectamente «fiel» (páginas impresas e imágenes en movimiento son medios distintos). Sin embargo, la queja constante de los fans más aguerridos –que las adaptaciones no dejan sino el esqueleto, una sombra pálida del material original– permite ver que una gran aportación de Moore, desde estos primeros trabajos, es el uso de la forma del cómic, habitualmente tenida por insustancial y frívola, para crear historias de enorme densidad, en las que texto e imágenes son interdependientes de varias formas distintas a la vez y buena parte del sentido de la obra total está en alusiones, referencias, connotaciones. En V de venganza, por ejemplo, el personaje está más cerca del ideal del hombre renacentista (o del superhombre de Nietzsche) que del prototipo del superhéroe de la época: pelea muy bien y tiene (desde luego) deseos de venganza, pero también habla de literatura y filosofía y administra, en uno de los episodios más extraños de la novela, una terapia de choque semejante a un ritual chamánico. Y todo el acento está, en el fondo, en sus ideas. V logra destruir la estructura vertical del poder pero su fin no es convertirse en un nuevo dictador, ni provocar el caos, sino instaurar lo que él llama un auténtico régimen anárquico: una nación a la vez ordenada y en la que el pueblo pueda prescindir de sus gobernantes.
Por último, alrededor de la trama de V, que va volviéndose más y más enérgica a medida que se suceden los capítulos, el mundo de la novela se construye con numerosos episodios de personajes secundarios, todos empeñados en sobrevivir en circunstancias adversas y cuyas penas se tratan, cada tanto, con el desapego irónico de números de cabaret; de hecho, el texto proporciona letra y música de varias canciones que resumen, al modo de muchas del periodo de entreguerras de la Europa del siglo XX, la vida desolada de una cultura a punto de desaparecer.
La segunda gran obra de este periodo es mucho menos conocida, pero aun más importante: Marvelman, o Miracleman (1982-1989), ilustrada por Garry Leach, Chuck Austen y, de forma muy destacada en las últimas entregas (las mejores), John Totleben. Moore la comenzó en Warrior y es, en cierto modo, la continuación de una serie que ya existía, protagonizada por un superhéroe británico de los años cincuenta: una copia del Capitán Maravilla (también conocido como Shazam), es decir, una copia de una copia del arquetipo de Superman. Pero Moore tomó al personaje, que nunca había pasado de ser una imitación y no tenía sobre sí la atención mediática de otros más conocidos (incluso, de otras imitaciones más conocidas), y lo sometió a una profunda revisión. Fue la primera vez que utilizó esta estrategia, que sería central en ésta y varias obras posteriores.
La idea tras las revisiones moorianas es, siempre, explotar el potencial ignorado o aún sin descubrir de personajes o iconos preexistentes, utilizándolos en historias que, sin negar su carácter ni los «sucesos» de su pasado ya establecidos por otros artistas, permitan interpretarlos de una manera nueva. Si los personajes aparecieron en obras de un subgénero particular, Moore los coloca en tramas menos restrictivas o creadas deliberadamente para subvertir las convenciones que les dieron origen; si son personajes derivativos, su falta de originalidad se «compensa» con la exploración profunda de su naturaleza, sus implicaciones, sus asociaciones simbólicas y su lugar en la cultura (popular o de la «otra»). En el caso de Marvelman, Moore partía de la imagen de un superhombre genérico: fuerte, invulnerable, capaz de volar, rubio pero de cejas negras (?) y vestido con la proverbial malla ajustada al cuerpo que (según el novelista Michael Chabon, entre otros) pretende celebrar la belleza del cuerpo desnudo, fuerte; poco más que la fantasía habitual de poder adolescente que, desde el mismo Superman, se manifiesta en el hecho de que el héroe tiene una identidad secreta de apariencia menos gallarda, menos poderosa, con la que los lectores pueden empatizar más fácilmente para luego imaginarse con los poderes de su otro yo. Como el Capitán Maravilla, Marvelman, en realidad el niño debilucho Mike Moran, decía una palabra secreta (Kimota!) para transformarse, y vencía a todo tipo de villanos para mantener la felicidad de un mundo idealizado, casi perfecto.
Moore volvió a escribir la historia de Moran/Marvelman, respetando todo lo previamente «contado» por otros guionistas e ilustradores (incluyendo la presencia de dos «ayudantes» o héroes secundarios, llamados Kid Marvelman y Young Marvelman) pero reinterpretándolo en un tono más grave y buscando contrastar la ingenuidad de los episodios originales con una visión más descarnada y, si no realista, al menos más adulta de la idea del superhombre. Nuevamente Nietzsche sale a colación, incluso en citas textuales, pero aquí la revisión de la moral del superhéroe no la convierte en un discurso libertario como en V de venganza: al contrario, el centro del Marvelman de Moore (cuyo nombre fue cambiado a Miracleman por sus editores cuando comenzó a publicarse en Estados Unidos, para evitar conflictos con la Marvel) es una reflexión sobre los límites de la ética cuando se ve enfrentada al poder absoluto.
En una doble vuelta de tuerca que sonará a más de una novela de Philip K. Dick, Mike Moran, quien ha crecido para convertirse en un adulto cualquiera y cree sólo haber soñado sus aventuras como Miracleman, redescubre la palabra mágica y resulta tener los poderes sobrehumanos del héroe; más aún, todas sus aventuras (según descubre más tarde) tuvieron lugar…, pero sólo subjetivamente, mientras vivía prisionero en una instalación militar, en estado de privación sensorial y conectado a máquinas que forzaban en su cerebro las percepciones de una existencia ilusoria mientras era sometido a experimentos y vejaciones de todo tipo. Moran, de niño, había sido sólo uno más de los experimentos del malévolo doctor Gargunza, quien en sus sueños artificiales se manifestaba como un villano más pero en realidad fue su «creador»…
Miracleman, previsiblemente, se venga de sus captores, pero esto es sólo el comienzo de una demolición radical de todas las ideas que giran alrededor del concepto del superhéroe. El personaje no ha hecho (ni hace, en verdad) un solo acto heroico en el mundo «real»; cuando por fin se le enfrenta da una muerte horrible a Gargunza porque puede hacerlo y, llegado el momento, no se une al orden establecido ni lo subvierte, sino que lo supera, lo deja atrás: el héroe es literalmente inhumano, más que humano, y a medida que encuentra a los muy pocos seres en el mundo que pueden comparársele –y a otras criaturas más avanzadas aún que provienen de otros planetas– empieza a asumir el papel de dios: a disponer la transformación del mundo entero de acuerdo con sus propias ideas sobre el bien y la virtud, sin atender ninguna ley ni prejuicio humanos. La reaparición de Kid Marvelman (rebautizado también como Kid Miracleman) enloquecido y convertido en una fuerza destructora absolutamente amoral, es el clímax dramático de la serie en el clásico número 15 de la revista, ya para entonces publicada por la editora estadounidense Eclipse Comics:
Sin embargo, el número siguiente es el auténtico remate de toda la serie y, probablemente, el desarrollo final, la última palabra sobre la idea del superhéroe, que se lleva literalmente hasta sus últimas consecuencias. Derrotados los últimos villanos, reconstruido el mundo tras terribles catástrofes, los superhéroes son literalmente dioses en la Tierra y, además, objeto de adoración religiosa. Aunque el propio Miracleman duda sobre la justicia de lo sucedido, no puede (y acaso no quiere) evitarlo: la realización de la fantasía del poder absoluto implica o la pérdida de la humanidad, falible por definición, o la insinuación de una ruptura total con los límites del entendimiento humano, que puede conducir lo mismo a la iluminación que a la locura. El Miracleman de Moore, agotado por largo tiempo y nunca reimpreso debido a una maraña de problemas legales entre diversos autores y editoriales, produce de todas formas una impresión duradera a quien consigue leerlo, sea en una copia impresa o en los formatos digitales que circulan por la red. Cualquier visión de la idea del superhéroe que intente volver a la simplicidad originaria de la metáfora da una nota falsa: éste es un trabajo que trasciende incluso sus orígenes culturales y se inserta en la gran literatura, la que no depende de etiquetas ni de jerarquías.
V de venganza y Miracleman llamaron la atención de la DC Comics, una de las más poderosas editoras de comics del mundo, que invitó a Moore a publicar en los Estados Unidos. Moore, además de republicar y concluir la primera de las dos series mencionadas con DC, comenzó en 1984 una nueva revisión para esta empresa, escribiendo muchos números de la revista Swamp Thing (La criatura del pantano), una serie de horror que bajo su dirección se volvió extraordinaria e introdujo, en el «universo» de los comics de DC, no sólo numerosos personajes sino una nueva cosmogonía, llena de detalles y trabajada con enorme cuidado. Su personaje central pasó de ser un monstruo cualquiera a –en un guiño semejante al de Miracleman— un ser casi omnipotente, un guardián de la naturaleza que a la vez servía para hacer ácidos comentarios de actualidad y para sugerir una vez más, de una forma menos radical pero no menos inteligente, las posibilidades de complejidad y sofisticación del cómic. Justamente el éxito de La criatura del pantano, el primer cómic estadounidense declaradamente «para adultos» desde los años cincuenta, dio origen al sello Vertigo, especializado en ese tipo de historieta, así como a las carreras en los Estados Unidos de varios escritores británicos (como Grant Morrison, Neil Gaiman, Peter Milligan y Jamie Delano) que fueron contratados a fines de los años ochenta para «repetir» el fenómeno Moore en diversas revistas.
Para 1985, el propio Moore ya se encontraba –entre otros proyectos– trabajando en Watchmen, con la colaboración del dibujante Dave Gibbons.[/fusion_builder_column][/fusion_builder_row][/fusion_builder_container]
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