El sombrero de Mateo

Esta historia de una tragedia cotidiana (pero con un protagonista sumamente inusual) fue escrita por la ilustradora y narradora mexicana Valeria Gascón (1989). Su trabajo literario ha aparecido en varias antologías (incluyendo Emergencias, que yo compilé para la editorial Lectorum en 2014) y actualmente estudia un posgrado en Glasgow, Escocia.

Valeria Gascón

EL SOMBRERO DE MATEO
Valeria Gascón

Mateo llega arrastrando los pies. Es poco más de la medianoche. La cabeza le pesa. El dolor en sus orejas es insoportable. Se quita la pajarita y la deja sobre el buró. No prende la luz. Se acuesta intentado no moverse. Sabe que ella está despierta pero prefiere actuar como si no lo estuviera. Apenas pone la cabeza en la almohada la escucha:
      —¿Por qué tan tarde, Mateo?
      Ella ni siquiera voltea a verlo. Le habla dándole la espalda.
      —Ya te había dicho Rosa, hoy nos quedamos a ensayar el número. Debe salir impecable, Los niños cada vez preguntan más y están muy atentos. Ya no se les engaña tan fácil y se aburren rápido.
      —¿Te van a pagar horas extras? ¿Preguntaste ya por las vacaciones?
      —No, aún no. La próxima vez preguntaré. Cuando se dé la oportunidad lo haré, te lo prometo.
      Rosa guarda silencio. Se remueve entre las sábanas. Ni siquiera le dice buenas noches. Mateo se da cuenta que ella se ha dormido cuando la escucha roncar. Él intenta conciliar el sueño pero no le es posible. El dolor de orejas lo está matando. Se pone las pantuflas y va hacia la cocina. En el refrigerador no hay más que zanahorias y una cerveza.
      —Lo hace a propósito—piensa—, sabe que no me gustan. Que sólo las como en el trabajo. Cómo debe de ser.
      Saca la cerveza y la destapa. Mira por la ventana. La ciudad está despierta. El sonido de los carros y la gente es algo que siempre lo ha cautivado. Suspira, es verdad. Detesta reconocerlo pero es verdad. El trabajo cada vez es más escaso. Y por si fuera poco mucho más difícil. Se le hacen ya lejanos, muy lejanos, los recuerdos de los niños sonriendo. Felices. Con la sorpresa colgada en sus ojos cada vez que él salía del sombrero. Sí, las orejas le dolían siempre. Sentía que iba a desgarrarse. A caer al piso sin ellas. Pero nada valía tanto como la sonrisa de los niños. O sus deseos de tomarlo en sus manos. De acariciarlo un momento. Él y nadie más era la estrella en ese número. Y vivía para eso. ¿Qué importaba que no tuviera vacaciones? ¿Qué le pagaran el mínimo? Rosa no lo entendía. Tal vez no podía entenderlo. ¿Por qué quería irse de aquí? Se habían conocido en la ciudad. Ella estaba de vacaciones, toda su familia era del campo. Cuando comenzaron a salir él nunca le mintió. Nunca le ocultó su pasión por la magia. La escucha removerse en la cama. La quiere. En verdad la ama. Pero detesta la idea de irse de esta ciudad, de trabajar en otra cosa. No podría soportarlo.
      Deja el envase de cerveza vacío en el basurero. Se va al baño y humedece su cara. Mira su rostro en el espejo. Se está haciendo viejo. Y no sabe que más hacer además de ser un conejo de sombrero. Un conejo que se esconde en el compartimento secreto de un farsante y es jalado bruscamente para ser mostrado a los niños con su mejor cara de susto. (Ha practicado mucho en ella. Horas invertidas para lograr el mejor gesto.)
      Rosa está en la puerta. Él la ve por el espejo. No es quien solía ser. Pero sigue siendo bella. Un rictus de amargura le ha poseído en los últimos meses el rostro, aunque Mateo confía en que pronto se le borrará.
      —¿Qué estás haciendo?
      —No podía dormir. Vine a refrescarme un momento. Ahora regreso a dormir.
      Rosa suspira. Se le acerca. Él voltea para verla de frente. Ella le da un beso en la mejilla y le acaricia las orejas.
      —Estoy cansada de verte venir casi todas las noches con los pies arrastrando. Con las orejas amoratadas y cada vez más triste. Ya estamos haciéndonos viejos, Mateo. Y tu trabajo es muy pesado. ¿Por qué no dejamos todo esto? Este hoyo que tenemos por casa. ¿Por qué no ahorramos un poco y nos vamos de aquí? A otro lugar mejor. Dónde tú y yo podamos descansar a gusto.
      Él la mira. A Rosa se le han llenado los ojos de lágrimas. Detesta hacerle esto.
      —Déjame pensarlo. Déjame considerarlo esta semana ¿si? Y ya veremos.
      Rosa deja caer las manos. Hace una mueca de fastidio y se va. Cuando ya está de espaldas le dice con la voz quebrada pero envuelta en coraje:
      —No me mientas Mateo, sabes que no lo soporto. Voy a dormir un poco más. Trabajo hoy de madrugada.
      La ve irse. Regresa a acostarse de nuevo, pero no puede conciliar el sueño. Pasa la noche en vela. Le emociona pensar que en unas horas tendrá una función de cumpleaños. Es al aire libre. Esas fiestas son sus preferidas. Usualmente los niños piden cargarlo un momento y lo dejan en el jardín andar un rato, y él puede actuar como un conejo inocente, sorprendido por el pasto y las personas.
      Rosa ya se ha ido. Apenas y le dirigió la palabra cuando se fue a trabajar. La siente hastiada. Ya la ha visto así antes, aunque tal vez nunca tan fastidiada. Se le ocurre que pedirá un par de días libres para estar con ella y está seguro que con eso la idea de irse se le pasará. Se mete a bañar. Se arregla. Siempre ha sido un buen detalle el ponerse la corbata de moñito. Al verla los niños siempre se deshacen de ternura.
      El calor es asfixiante. La fiesta ha sido programada para el medio día y el está encerrado en el sombrero sin poder salir. Su número se acerca. El sombrero ha sido ya movido y ha escuchado los tres golpecitos, la señal.
      Todo pasa rápido: la luz que lo ciega, el dolor en las orejas, su cara de espanto. Ha salido perfecto. Hay algunos aplausos. Alguien pide cargarlo un momento. Es para él como el equivalente a dar autógrafos. Estar en contacto con su público. Se lo han dado a un niño que parece mayor que todos los demás. El niño lo acaricia. Pero es brusco. Le da palmadas en la cabeza una y otra vez. A Mateo no le agrada. De la nada, el niño lo avienta por los aires. Alguien más se aproxima a él. Antes de que pueda caer al pasto recibe una patada en la cabeza. El dolor es tremendo. Luego, ya no recuerda nada.
      De regreso a su casa después de ser atendido (una costilla rota, las orejas severamente lesionadas, derrame en el ojo izquierdo) lo entiende. Ahoga el llanto y respira profundo. Rosa tenía razón, ya está viejo para este trabajo. Sólo de recordar por lo que acaba de pasar un escalofrío lo cruza entero. Empacarán sus cosas, se irán mañana. Tal vez el padre de Rosa le pueda conseguir trabajo allá. Tal vez por fin puedan darse el lujo de tener familia.
      Mientras sube las escaleras a su departamento nota que está decidido. Y que la idea de hacerla feliz, reafirma que está haciendo lo correcto. Cuando llega a su puerta e intenta meter la llave, nota que está abierta. No necesita terminar de entrar para saberlo: sabe que en la mesa de la cocina hay una nota con su nombre escrita por ella. Sabe que no estarán sus vestidos en el armario. Sabe que ella se ha ido.

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