Estos últimos meses, la publicación del «cuento del mes» ha sido errática. Para comenzar a estabilizarla, un cuento nuevo ahora mismo. Éste, de Mojca Kumerdej (1964), narradora eslovena que recién visitó la FIL de Guadalajara, y que es muy especial no sólo por provenir de un país cuya literatura se conoce poco en Hispanoamérica, sino por ser una escritora poderosa y original, con una imaginación a la vez fantástica y siniestra. «El hombre hígado» es el primero de los cuentos del libro Materia oscura, a su vez el primero de Kumerdej publicado en español. Aparece aquí con permiso de la autora y de Arlequín, sus editores en México. La traducción es de Florencia Ferre.
EL HOMBRE HÍGADO
Mojca Kumerdej
De haberlo sabido antes, jamás habría firmado aquel formulario. Pero como especialista de la vida —pues qué otra cosa es la biología, sino la ciencia de la vida— me había ocupado de las posibilidades de la vida de ultratumba, aunque de ninguna manera me había aventurado a predecir nada sobre este tema —excepto en alguna alegre reunión de amigos, por broma, se entiende—. Lo que me interesaba era el organismo vivo, lo que ocurre con él al cesar las funciones vitales, cuando a causa de ácaros comienza el proceso de licuefacción del cuerpo o, más simplemente expresado, la putrefacción, lo cual está claro para cualquier tonto. Para esto no hace falta ser ni un científico ni un especialista. Y como no quería licuarme, firmé —habida cuenta del inapreciable valor potencial del tejido vivo— para donar después de mi muerte todo lo que de mis restos fuera de valor y utilidad; con lo que quedara, en unas dos horas, harían lo suyo las llamas del crematorio. Después de la muerte, se entiende; pero esto de ahora no es la vida, y tampoco es la muerte. Podría escribirse una obra científica brillante acerca de mi exacto estado actual y de lo que significa. Se llevaría todos los premios. Pero así como antes habría sido prematuro escribir sobre algo semejante, así también ahora es demasiado tarde, pues mi estado es tan delicado y ha cambiado en forma tan radical, que ya no sé bien qué me ha ocurrido y por ahora he elaborado tan sólo hipótesis acerca de todo.
Fue así: iba de camino a un simposio internacional de ciencia con mi contribución científica, visionaria pero no capciosa, directamente genial, para la cura del cáncer con la reprogramación de células madres. Estaba muy nervioso porque se acercaba el momento de revelar ante un público científico los resultados de las investigaciones a las cuales había dedicado mi carrera y mi vida. Además de yo mismo, autor y creador, sólo conocían mi descubrimiento científico los dos técnicos del laboratorio, que habían jurado silencio hasta mi revelación pública: el primero, hipocondriaco, dijo que si llegaba a abrir la boca sus células sanas se volverían locas y empezarían a dividirse como locas; el segundo, miembro de la Iglesia Bautista, apoyó su mano derecha en el forro de cuero vacuno negro del Nuevo Testamento.
En la comunidad científica la celeridad es de capital importancia; puesto que tenemos acceso a la misma información y que las redes neuronales funcionan de manera similar, puede ocurrir que lleves a término la investigación, que los datos obtenidos en ratas de laboratorio y conejillos de indias, y tal vez en tejido celular humano, estén corroborados, que todo lo que falte sea revelar la investigación tan celosamente guardada y que, cuando no, aparezca de la nada alguien con resultados similares, si no exactamente con los mismos. Y ¡puf! En un instante revienta el globo inflado con tanto cuidado, y con él caen en el olvido años, si no décadas de experimentos y análisis extenuantes, noches en vela, cuya consecuencia es un sistema inmune deteriorado, un estado de salud endeble, por no mencionar las discusiones familiares y de pareja que aparecen como daños colaterales a la entrega absoluta a la ciencia. Y he aquí que cuando tu cansada cabeza científica se inclina humilde para recibir los laureles del descubrimiento de la civilización de tu tiempo, recibes un codazo de la nada, cuya mano se extiende codiciosa y te arrebata ante los ojos la corona que tu rival se calza en la crisma. Y así serás para siempre el segundo, o dicho de otro modo, el perdedor, nada, nadie, cuyo nombre en el mejor de los casos aparecerá escrito a siete puntos. Reconozco que yo era poderosamente ambicioso y que ponía siempre la carrera por delante de la familia, la pareja y todo lo demás. Pero personalmente hacer carrera no me parece nada cuestionable; al fin y al cabo es justamente la dialéctica entre mi dedicación absoluta al trabajo y la así llamada negligencia de la familia lo que finalmente hizo posible una vida por demás acomodada desde el punto de vista económico. Además de eso, es indiscutible que sin visionarios ambiciosos como yo, aún hoy en lugar de con autos y aviones estaríamos desplazándonos a empellones de rama en rama, por no mencionar el placer que te proporcionan los descubrimientos científicos que, con la mano en el corazón, es como mínimo tan fuerte como el placer sexual y dura mucho más tiempo.
Cuando durante el viaje ensayaba mi ponencia frente a la larva virtual del público científico internacional, no reparé en que el fino rocío se hacía aguacero y me falló el reflejo de bajar la velocidad en la calle de todos modos bastante vacía. En un momento iba de derecha a izquierda, derrapé aquí y allá, después sólo me acuerdo de la curva cerrada y el volantazo estridente, y ahí se interrumpió la imagen de la pantalla de mi vida y la proyección cambió de manera autónoma a otro programa. En este nuevo canal aparecía una cadena de adn que me rodeaba con fuerza y me desviaba por un túnel por el cual viajaba aferrado a una serpiente genética entre moléculas gigantes de proteínas y nucleótidos que se escabullían de virus gordos con forma de octaedro amarillo rojizo; me aproximé primero a las células que metabolizaban avariciosas y ruidosamente, se dividían y algunas de ellas espichaban, hasta que al final de este tubo metafísico vi una horda de una sobrada docena de gigantescas células que se apretaban unas con otras. ¡Por supuesto, la mórula! Me cayó el veinte. De acuerdo con este razonamiento, asido a mi propia boa genética fui desarrollando el pensamiento, me abrí paso por el blastocisto y de ahí a la mórula, y por consiguiente había que esperar sólo el enorme corpúsculo luminoso con centro rojizo. Me resultaba claro como el agua: estaba volviendo ahí de donde había venido —no a dios ni a alguna luz cósmica o algo parecido, sino por la mórula al cigoto—, al óvulo fecundado que esperaba absorberme, y luego el cigoto se dividiría en los gametos femenino y masculino y así mi vida terminaría y yo simplemente ya no estaría más. Así que de tal forma es esta metafísica de ultratumba entre los biólogos; me percaté de que en lugar de ángeles, dioses y la caricia de una luz abstracta, nosotros los biólogos científicos partíamos a la nada por el tejido celular primario. Honestamente, pensé, no tengo nada que decir. Que los que creen en dios atraquen en la geografía póstuma de los infiernos y los cielos o esperen en la estación intermedia de la nada temporaria hasta una posible próxima resurrección; que otros reencarnen en personas, plantas, animales o minerales. Nosotros los biólogos y todos los que ni en los peores horrores hemos sucumbido a la tentación de mendigar de rodillas ante algún dios por la salud y la vida ni de regatear como mercachifles con algún ser trascendente traído de los pelos por causa de una desesperación interminable; nosotros nos desatomizamos en cuerpo y alma y así desaparecemos de una vez y para siempre.
Pero lamentablemente no era tan simple. El canto del cisne de mi proceso de pensamiento empezó a volverse lento al atravesar el blastocisto, y la fuente originaria se alejaba cada vez más. Alguna fuerza —una fuerza primitiva, o algo así— me hizo girar en espiral en el blastocisto justo antes de entrar a la mórula y, ahora lo sé, me borró y pegó en una línea diferenciada de células germinales del endodermo, a partir de las cuales se desarrollan los órganos internos. ¿Pues cómo es que sólo algunos —infiero lógicamente— se encontrarían en una forma de vida de este tipo? En aquella indeterminada unidad de tiempo se terminó mi viaje de una vez por todas y todo se oscureció —si es que puedo hablar de oscuridad, ya que oscuridad es sólo una expresión colorida de la nada, de la más completa y absoluta nada en la cual no hay nada, si es que puedo intentar caracterizar esta fase de mi, no diré existencia, pero tampoco inexistencia—; tal vez la expresión más adecuada sería fuera-de-la-existencia, para expresarme de un modo un poco filosófico, porque ahora tengo tiempo para este tipo de enmarañamientos mentales que antes me volvían loco y que despreciaba desde el fondo de mi corazón.
No había visto ninguna operación, ningún cirujano que se inclinara sobre mi cuerpo muerto y hurgara dentro de él con el escalpelo y ubicara la parte útil de mi materia corporal en algún otro. El momento siguiente del que tuve conciencia, más exactamente autoconciencia —todo parece demostrar que no me queda casi nada más que autoconciencia—, se encendió bastante después. En medio deben de haber transcurrido unos diez días, que para mí no lo fueron. Así nomás, de repente, recuerdo, volví en mí en el sanatorio, más o menos en la cama. «¿Dónde estoy?», fue el pensamiento que surgió primero ante la renovada activación de mi conciencia. Todo parece indicar que tuve un accidente, pero también que he tenido suerte, porque evidentemente sobreviví. Pero esto no era ninguna suerte; me horroricé al instante siguiente y espontáneamente corroboré el estado de mis extremidades. Aquí hubo por primera vez un serio quiebre. Sólo en este instante me di cuenta de que mi percepción del espacio estaba un poco cambiada, de que aunque percibía mi entorno, era como si bajo cierto aspecto algo no estuviera bien. Infería lógicamente que si estaba tendido en la cama, al abrir los ojos debía ver primero el techo y las paredes. Pero no era así, mi visión —quizá sería más adecuado el concepto de paisaje— se había deformado, como me imagino que se deforma el espacio en el universo. Y antes de que intentara mover la cabeza, las piernas y los brazos, empezó a sonar junto a mí un ronquido. Ni siquiera junto a mí; el ronquido provenían de una proximidad sospechosamente cercana, por lo cual deduje que no estaba en absoluto solo en el cuarto ni concretamente en la cama. Y como pronto advertí, a partir de entonces así sería. De algún modo sentía mis brazos y piernas, pero ¿por qué no podía moverlos?, me asaltó de pronto: pues porque no tenía ni brazos ni piernas, para no hablar de cabeza en absoluto. Atemorizante, pero también probablemente pasajero, pensé. Al fin y al cabo, de todo lo que puede sentir una persona, nada es verdad, a excepción por supuesto del propio proceso neurológico, que sabrá dios por qué razón tergiversa y desfigura la percepción. Pero que también a mí me sorprendiera este estado, que desde que tengo memoria he confiado en la razón y siempre me ha asombrado la holgazanería y la labilidad de aquellos a quienes la vida bambolea como el mar a un pequeño bote, este estado tan parecido a la psicosis… no, con esto no contaba, esto de veras no me lo esperaba. Esta sensación se hizo más aguda cuando entró la enfermera al cuarto y se dirigió hacia mí. Hacia, pero no literalmente a mí y después de eso hurgó un poco con el termómetro y lo introdujo fuera de mi campo de visión. «¿Quién soy? ¿Qué soy?» Daba vueltas en lo profundo de mí. Sin embargo, «¿daba vueltas como qué?, ¿dónde en mí?, ¿desde dónde?, ¿como quién escucho, pienso y observo todo esto?». Empecé a mascullar sin saber que también en el futuro estas preguntas quedarían sin respuesta. ¿A qué está agarrada mi masa de pensamiento y con ella yo, mi identidad? ¿A qué clase de materia? Me asaltaron la ira y el miedo, porque alguna clase de materia tiene que haber, carajo; no soy un fantasma, ¿o sí? Para mí, para un científico, cuyos restos habían sido reducidos en un fenómeno científico, esto era definitivamente demasiado.
La enfermera tomó la temperatura, lo que inferí por el termómetro electrónico, que llevó hacia su nariz respingada, cuando un instante después llegó a la habitación la ronda de sala. ¡Por fin! ¡La salvación! He aquí a mis colegas científicos que han llegado a aclararme mi estado y a decirme cómo y qué será de mí —bueno, en realidad en la medida en que «científico» sea una expresión adecuada para los clínicos, que con los años no pocas veces holgazanean en prácticas rutinarias y pretenciosas y la ciencia en realidad les importa un bledo.
Pero los médicos de la ronda se dirigieron a mí con un apellido y un nombre para mí enteramente desconocidos, y cuando el cirujano comenzó a explicarle al misterioso portador del nombre que la operación había sido un éxito y que su cuerpo aceptaba bien el nuevo hígado, me di cuenta de que estaba hecho trizas. O más precisamente, que después del accidente habían quedado de mí, si puedo expresarme metafóricamente, algunas trizas de las cuales los expertos en trasplantes se alegraban sinceramente, y que habían diagnosticado rápido y sin ambages muerte cerebral, mantenido el cuerpo con aparatos tanto como para extraer los órganos conservados y entregado al crematorio de acuerdo con mis indicaciones la materia desechada, que ya estaba probablemente bien enterrada también. El hígado, al menos el hígado, se lo habían trasplantado a un hombre, en cuyo cuerpo estoy ubicado ahora como un nuevo hígado.
Vivo aún de algún modo, qué sé yo… pero ¿es esto una verdadera vida? Comencé a preguntarme cuando días después llegamos a casa con mi anfitrión. No digo que aun antes de eso, en tiempos de mi verdadera vida, cuando era yo con mi cuerpo entero, no hubiera escuchado historias de cirujanos, cómo después del trasplante del órgano una que otra vez llegaban los pacientes y daban vueltas y vueltas hasta soltar la pregunta: qué pensaba, ¿era posible que con el órgano trasplantado viniera algún recuerdo del donante?, porque tenían la sensación de que con ellos vivía alguien, de que, por ejemplo, les había cambiado el gusto, de que el futbol, a ellos, otrora hinchas fervorosos, los dejaba indiferentes después de la operación inexplicablemente, o de que les ardían los dedos por sentarse al piano y tocar alguna melodía, a pesar de que no tenían idea de música… «No, no es posible», les aclaraba el experto de acuerdo con la doctrina, y en la misma oración agregaba que se alegraran del nuevo órgano y de la nueva vida asociada a él, que para él de veras significaba nacer de nuevo y que si seguían todos los consejos médicos iban a vivir bien, y si tenían suerte, no vivirían poco tiempo. ¿Qué otra cosa podían decirles? Jamás habían tenido la oportunidad de discutir con una inteligencia atascada en un órgano; además, según experimento, nadie me oye, a pesar de que tengo la sensación de que mis monólogos no son menos audibles de lo que eran mis ensayos de presentaciones durante mis viajes en automóvil, cada vez que estaba solo.
Ahora sé que al firmar el documento de donación de órganos debí incluir condiciones acerca de su receptor; ¡pues ahora me puedo meter la credencial con el formulario por el culo! ¡Bueno, podría si tuviera culo, pero no tengo! Éste, al que trasplantaron mi hígado y a mí con él, es para mí, para mi estilo de vida, el estilo de vida que yo llevaba en vida, y para mi visión del mundo —¡eso ya no lo tengo!— ofensivo y completamente inaceptable. Estoy trasplantado en un completo cretino que se arrastra de la mañana a la noche en chancletas por el departamento, se queda mirando el televisor y balbucea semejantes tonterías que mi inteligencia científica difícilmente tolera. Cuando por teléfono explica su estado de salud y el método usado para el trasplante, ¡lo golpearía!, pues no tiene puta idea de lo más elemental de la biología y la medicina, los conceptos científicos le salen por la boca como pedos por el culo de un burro asustado. En momentos así las personas nos damos cuenta, también las personas como yo —¿vestigios humanos tal vez?— de lo distintos que somos los seres humanos y qué holgazanes mentales son algunos. El apartamento en el que vive con la mujer, bueno, en el que vivimos juntos ahora, no es para nada modesto, no escatiman la comida que yo filtro como su hígado junto con los medicamentos inmunosupresores. Al menos ahora que la situación lo toca de cerca y que después de la operación tiene las 24 horas del día en casa, podría leer algo. Pero no, el imbécil da vueltas en el sofá y juntos nos sentamos a mirar programas que yo ni sabía que existían. El tipo, parece ser, es un lunático de la fe, o al menos un calculador de la fe. Cree que hay que agradecer por todo a dios, así que todos los días miramos un programa religioso en el que hay maniáticos que agitan cruces y micrófonos a los gritos. Está convencido de que dios escuchó sus rezos y de que le consiguió un nuevo hígado justo a tiempo. A veces pienso: pero te das cuenta, egoísta redomado, de que tu deseo: «querido dios, vamos, consígueme un nuevo hígado», tiene un lado asesino no expresado: «pero ya que lamentablemente no podemos cultivar hígados como pepinos, al mismo tiempo te ruego humildemente, dios, que alguien se muera, para que yo viva». Porque si de veras existe algo así como dios, que escuche diariamente a su feligresía de quejosos y les cumpla sus deseos, ¡entonces este tipo y su dios de hecho me mataron! ¡Malditos especuladores!
La mujer lo escucha y atiende con una compasión incomprensiblemente comprensiva; él recibe sus cuidados como algo que va de suyo, pero colijo a partir de su sacrificio que de alguna manera idiota goza su martirio. Por lo que pude entender de los balbuceos de él, la causa de enfermedad de su hígado fue la hepatitis c, que se le contagió, así lo explica a la grey universal al menos, hace diez años con una transfusión de sangre, lo cual la mujer, que es una zonza más grande que él, cree a pie juntillas en lugar de sentarse ante el ordenador, teclear en Google «donación de sangre y hepatitis c», y advertir rápidamente que en los lugares civilizados de nuestro planeta ya desde el año 1993 se analiza toda la sangre proveniente de donantes. No tenemos relaciones sexuales con ella, así que cada vez que estamos solos en el sofá frente al televisor, nos tocamos suavemente mientras la clava un negro con buen culo; cuando hay primeros planos de la vagina cambiamos de canal y volvemos a buscar al pajarito gordo, viborita, que se aviva entre los dedos de su portador.
El hombre no elige a sus padres y, ahora sé, tampoco a sus anfitriones corporales. La supervivencia después de los trasplantes exitosos observando las indicaciones médicas puede ser de unos cuantos años largos, y si pienso que desde entonces estoy condenado a vivir en el cuerpo de este imbécil, en esta cárcel, encerrado en el tipo sin ninguna posibilidad de salida ni amnistía, y que voy a escuchar sus monólogos idiotas y quejumbrosos —todo parece indicar que hasta su muerte o ¡hasta su próximo trasplante de hígado?—, se me da vuelta el estómago —metafóricamente, claro—. Salimos poco, porque él, el holgazán, casi no se mueve del apartamento; si acaso, a veces salimos al balcón, fumamos apoyados en la baranda y observamos a las adolescentes que juegan a la pelota en el jardín en camisetas transpiradas. «Me cago en ti», se me ocurrió una vez fumando; yo que hasta ahora no había fumado nunca: hace años doné mis células reproductivas, que evidentemente estarán congeladas y por tanto inactivas mentalmente y desde todo punto de vista. Pero aún hay esperanzas de que aparezca una postulante para la inseminación artificial, de que descongelen mi esperma, y si mis hipótesis son correctas, entonces puede ser que el lugar de mi conciencia se abra también en él, y del hígado me mude al esperma. A menos que —vuelvo a tener escalofríos— tenga una nueva sorpresa bizarra y mi conciencia autónoma y soberana se active también en mi esperma y así tenga un diálogo interior post mórtem con las dos fuentes de mi conciencia. ¿Será así? No tengo idea… no sé qué pensar… se me va a mezclar todo… pero no en la cabeza, ¡cómo saberlo, en qué y cómo…?
Si mi hipótesis no se corrobora y mi conciencia entera, mi identidad y lo que sean estos restos de personalidad se han atascado en mi hígado, entonces cuento aún con una opción más: ponerme en contacto de alguna manera con mi nula materia corporal, adentrarme en ella científicamente a nivel celular y usar al revés mi propia producción científica —¡quisiera saber qué típica hiena se la robó y se pavonea con ella por los simposios!—, así como lo hace la naturaleza día a día llanamente. Alentar a una célula madre sana y ambiciosa a permanecer joven por los tiempos de los tiempos, que esté preparada para dividirse indefinidamente y así reprogramarla para que la vaca tonta mute en célula madre cancerosa que seguramente terminará con este tipo. Bueno, hay otra posibilidad: usar la técnica del rechazo a los medicamentos inmunosupresores por la cual el tipo padecería una infección aguda que lo mandaría finalmente a la tumba. Pero después pienso: ¿y si esto no fuera todo y mi forma de vida de ultratumba fuera tan sólo una de las formas de vida humana y de verdad existiera algo tan imbécil como el karma? Esto significaría que con tales actos —primero el suicidio y su consecuente asesinato— estaría influyendo en mi karma y arruinándolo por completo y que en la próxima vida, es decir, forma de vida, encarnaría en algún tejido humano a partir del cual se desarrollaría luego alguna vagina, por ejemplo, cuya portadora se entregaría ya en sus años jóvenes a la prostitución más baja y calculadora y que entonces todos los días pasarían por mí decenas de pitos de dudosa higiene y salud; o por ejemplo, encarnaría en la mucosa bucal de algún político corrupto o de un abogado baboso que yo hubiera despreciado totalmente en tiempos de mi otra vida. Así que en este estado de desesperación extrema me alientan sólo dos pensamientos: el primero, que corporalmente sobreviví al accidente, y que el daño cerebral es tan agudo que ahora estoy en algún ala de encierro psiquiátrico quieto todo el día como una planta en la sala, mientras en alguna parte profunda de mis sesos no dañados transcurren todos mis procesos mentales; existe también el escenario b —tal vez e, quizá g… la creatividad y la vitalidad jamás me han faltado—, en el cual estoy transitoriamente en coma profundo, del cual me despertaré algún día y todo volverá a estar más o menos en orden.
Antes me enfurecía la expresión de que la esperanza es lo último que se pierde. No, ante tales frases les contestaba a los sabiondos que la esperanza es lo penúltimo que se pierde, al final de todo, justo al final después de la esperanza: se pierde el que espera. Pero ahora veo que esta oración es válida. Para mí, que estoy formalmente muerto e informalmente soy una mezcla de hígado y autoconciencia, existe sólo y únicamente la esperanza, pues todo lo demás, al parecer, tronó o es absolutamente no funcional.
¡Cómo saber qué es esto de la vida y la muerte? Adonde quiera que me vuelva y mire —lógicamente, ya no soy capaz de cerrar los ojos y evidentemente tampoco de dormir— por ahora advierto una sola cosa: no hay final… no hay final…
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Cuento imaginativo y mordaz. Si comienzo a dialogar con mis órganos internos, es a causa de haber leído* El hombre hígado¨.excelente!!
Gracias por hacerme conocer esta autora.
¿Y dónde puede uno conseguir el libro de cuentos? He buscado en el catálogo en red de las librerías de siempre y no lo tienen.
Por cierto, Alberto, una pregunta, aunque quizás todavía es prematuro formularla, pero, ¿dónde se impartirá el taller literario del próximo año? Supongo que quizás todavía no habría información de sede, día y hora, pero estoy al pendiente.
Un saludo, y gracias.
Fernando: el libro recién salió y apenas comienza a circular. Si te interesa, podemos enviarlo a tu domicilio. Cuesta 132.00 pesos (más el envío). Pide al 01 800 490 00 44 de Ediciones Arlequín o a la dirección arlequin@edicionesarlequin.com.mx.