El cuento del mes

El esqueleto rojo

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Este cuento es un tradición popular del pueblo inuit del área del Estrecho de Bering, en Alaska. Fue recogido por Clara Kern Bayliss en su libro A Treasure of Eskimo Tales (Tesoro de cuentos esquimales, 1922). Esta versión fue traducida al español por Raquel Castro, a partir de la transcripción que se encuentra en el blog Folk Realm Studies de Zteve T. Evans. Es una historia de horror muy eficaz, en la que la presencia sobrenatural amenaza –no del todo injustamente– a la comunidad arrogante que se cree invulnerable, como en muchas otras grandes narraciones antiguas y modernas.

EL ESQUELETO ROJO
Anónimo

Había una vez un pobre niño esquimal que vivía en una aldea en el Cabo Príncipe de Gales, en Alaska. El niño era huérfano y no había nadie que cuidara de él o lo defendiera, por lo que algunos de los aldeanos lo trataban muy mal: lo hacían trabajar para ellos y hacerle mandados. A cambio, cuando había mal clima le permitían quedarse en el kashim, el edificio comunitario de la aldea, y dormir ahí.
      Entonces llegó una noche en la que nevaba con fuerza y los adultos le ordenaron al niño salir a ver si el clima estaba empeorando o mejorando. Era una noche terriblemente fría y él no tenía botas ni ropas abrigadoras. El niño no quería ir, pero los aldeanos lo empujaron a través de la puerta, así que él corrió a la orilla de la aldea y miró el cielo nocturno. Había dejado de nevar, pero aún hacía un frío de muerte, y él corrió de vuelta con la noticia, golpeando la puerta y gritando: “¡Buenas noticias! La nieve ha parado, pero todavía hace mucho, mucho frío. ¡Por favor déjenme entrar!”
      Lo dejaron pasar, pero cuando apenas estaba entrando en calor lo hicieron salir de nuevo a ver cómo estaba el clima. De nuevo, el niño regresó e informó que la nieve había parado pero que aún hacía mucho frío y, de hecho, la temperatura seguía bajando. Los aldeanos lo dejaron entrar, pero, una vez más, en cuanto comenzaba a calentarse lo hicieron salir de nuevo a ver si el clima había cambiado. Esto se repitió muchas veces durante la noche. Cada vez, el niño les repetía que ya no nevaba pero que hacía más frío, hasta que en una ocasión, al volver, les dijo: “Fui a la orilla norte de la aldea y miré hacia la colina que hay allí. Y vi un fuego rojo que bajaba por la colina hacia acá”. Los adultos se rieron y se burlaron de él, y luego le dijeron: “¡No nos vengas con esas historias! Para eso, bien puedes ir a ver si una ballena viene hacia la aldea bajando por la colina. ¡Ve!” y lo empujaron de nuevo hacia el exterior. El niño corrió pero pronto tocó de nuevo, gritando: “El fuego rojo ya entró a la aldea y viene hacia acá!”
      Los adultos se rieron y burlaron de él y no lo dejaron entrar, así que el niño buscó donde esconderse. Los aldeanos se rieron de nuevo pero casi inmediatamente los interrumpió un vendaval helado que abrió la puerta de golpe. Entonces, en medio del pasillo, vieron un esqueleto humano que se arrastraba sobre los codos y las rodillas, y que brillaba con un extraño y macabro resplandor rojo. El esqueleto se arrastró hasta el centro de la habitación mientras la gente ahí reunida se quedaba muda e inmóvil, aterrada e incrédula.
      El esqueleto hizo un ademán con su mano huesuda y al momento todos cayeron sobre sus rodillas. Entonces el esqueleto se dio la vuelta y comenzó a arrastrarse fuera del túnel… seguido por una fila de aldeanos que se arrastraban sobre sus codos y rodillas. El esqueleto se arrastró a través de la aldea hacia su orilla norte y siguió avanzando hacia la colina. Luego atravesó la colina, siempre con los aldeanos arrastrándose detrás de él, en una larga fila. A pesar de que había dejado de nevar y de que la luna llena brillaba, era una noche terriblemente fría y pronto los aldeanos se congelaron así, en fila. Mientras, el esqueleto siguió su camino.
      Algunos de los aldeanos habían estado fuera, cazando, y se sorprendieron cuando regresaron y hallaron la aldea vacía. Buscaron por otras partes y, al final, entraron al kashim, donde encontraron al pobre niño huérfano. Él les contó lo que había pasado con la gente de la aldea y, al salir, les mostró las huellas que habían dejado el esqueleto y los aldeanos al arrastrarse por la aldea. Siguieron las huellas hasta que encontraron la larga fila de personas congeladas, todavía apoyadas en sus codos y rodillas, como si aún se estuvieran arrastrando. Las huellas del esqueleto seguían: bajaban al otro lado de la colina y más allá. Los cazadores las siguieron hasta que llegaron al lado de una vieja tumba. Los aldeanos se sorprendieron porque sabían que la tumba era el lugar de descanso del padre del niño huérfano.

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