Este es de los grandes cuentos del siglo XX, y fue escrito por un autor que se consideraba, principalmente, poeta: el peruano Rodolfo Hinostroza (1941-2016), quien por otro lado también publicó novelas, teatro, textos sobre de gastronomía y hasta un libro de astrología. «El Benefactor» ganó en 1987 el Premio Internacional de Cuentos Juan Rulfo, que se convocó en París hasta comienzos de este siglo y llegó a ser uno de los más importantes de la lengua castellana. Posteriormente fue reunido en el libro Cuentos de extremo occidente (2002). El elogio con el que comienza este párrafo no es excesivo: además de la tersura de su lenguaje, el destino de su personaje central, manipulado sin explicación alguna por el misterioso Benefactor, lo vuelve fascinante: odioso y digno de piedad a la vez.
EL BENEFACTOR
Rodolfo Hinostroza
a lngrid
Me llamo Francisco Orihuela. Generalmente basta con mi nombre para que la gente sepa lo que soy y lo que hago. Mis novelas han sido traducidas a 19 lenguas, he ganado varios premios literarios harto significativos, como el Planeta, el Rómulo Gallegos, el Médicis y, hasta hace algunos años, era candidato de fuerza para el Premio Nobel.
Mis obras se han vendido a millones de ejemplares, he ocupado la presidencia del Pen Club y mi rostro -en foto o en caricatura aparece con cierta regularidad en diarios y revistas de las más diversas procedencias.
Ahora que he declinado mis títulos, puedo agregar que Francisco Orihuela es solamente un bluff. Solo el nombre es verdadero, pero no lo que evoca como calidad literaria y aun como grandeza que algunos me atribuyen. Hay una sola persona en el mundo que lo sabe, o que lo supo, porque temo que haya muerto, hace 10 o 12 años en un país de Europa, tal vez Italia, desconocido, pobre. A esta persona le debo cuanto soy y cuanto tengo: el dinero, la gloria, la desesperación que me acompaña desde que se alejó de mi vida. Jamás he conocido su rostro, ni estrechado su mano, ni escuchado su voz. No sé su nombre, no conozco su nacionalidad, y solo tengo pocas pruebas aunque definitivas de su existencia y de su paso fulgurante por el mundo y mi vida. Durante muchos años, a falta de otro nombre, y no sin ironía, lo he llamado El Benefactor, o simplemente B.Y, ahora que he perdido casi toda esperanza de encontrarme con él, he sentido la necesidad de emplear los pobres medios literarios de que dispongo para intentar una explicación metódica, y sin duda tediosa, de mi relación con él, del verdadero cataclismo que sacudió mi vida cuando B. intervino en ella por primera vez, una tarde de otoño, hace de esto 20 años.
Recuerdo que recibí el cable de la Western Union pasadas las cinco de la tarde, que en su lacónico y agorero estilo me anunciaba que yo había ganado el Premio Planeta de novela, otorgado por la editorial española del mismo nombre, con Las muelas de Santa Apolonia. No olvidaré jamás cómo la estupefacción me dejó clavado en el sitio: yo jamás había escrito un libro semejante y toda mi contribución a la literatura se reducía a 3 o 4 artículos sobre el indigenismo publicados en la Revista de la Universidad de Trujillo, donde ocupaba una cátedra de Literatura Peruana. No me tentaba escribir obra de ficción alguna, y me sentía a gusto en la docencia y la investigación, a pesar de lo precario de los medios que me ofrecía aquella universidad de provincia.
Era indudable que se trataba de un error, pero me parecía extraño que mi nombre y mi dirección, que ciertamente nadie conocía en España se hubiera traspapelado con los del verdadero ganador del concurso por quien sentí un relámpago de envidia que enseguida se extinguió. Le di varias vueltas al asunto hasta dejarlo de lado, por
insoluble, diciéndome que no tardaría en llegar otro cable rectificatorio, que pondría fin a esta ridícula situación. Mi mujer y mi hija se hallaban de vacaciones en Lima y yo había arreglado con un par de amigos una partida de caza en las serranías de Otuzco aquel largo fin de semana, de modo que me acosté temprano y al alba vinieron a buscarme en una Land-Rover, para trepar a esas abruptas montañas, en cuyas laderas pacen venados y anidan codornices.
Al quinto día volvimos a Trujillo. Yo había matado un venado que ya comenzaba a heder y pensaba incorporarlo a mis trofeos de caza; en el reparto me había tocado poco más de una docena de codornices y un par de patillas. Debajo de la puerta de mi casa había una inusual acumulación de diarios, telegramas, cartas y tarjetas apresuradamente borroneadas. Todo aquello confirmaba, sin dejar lugar a dudas, que yo era el ganador del Premio Planeta de aquel año. Todo el mundo me buscaba para felicitarme.
La conferencia telefónica que tuve con el Gerente de Relaciones Públicas de la editorial en Barcelona me desconcertó aún más. Me dijo que no había error alguno, y luego de felicitarme ceremoniosamente, me leyó el Acta del Jurado, con los resultados de las últimas votaciones, los nombres de las obras finalistas y la resolución del jurado, algo retórica, pero incontrovertible: yo, Francisco Orihuela, había ganado, por unanimidad, ese famoso premio, con Las muelas de Santa Apolonia. No me quedaba más que agradecerle, porque era complicado e inútil pretender que yo no era el ganador, pero tuve la presencia de ánimo necesaria para pedirle al hombre copia del manuscrito, pretextando ciertas correcciones urgentes. Se opuso cortés y firmemente, ofreciéndome en cambio mandarme las pruebas de imprenta, en cosa de mes y medio para que las corrigiera dentro de los plazos estipulados. El lanzamiento no debía tardar y se me invitaba a Barcelona para esta magna ocasión. Los diarios que hojeé traían en primera plana una vieja foto mía y, por lo que decían, yo ya era poco menos que una gloria nacional, y no hacía sino corroborar la pujanza de la literatura latinoamericana en el mundo. Revisé distraídamente tarjetas de amigos y parientes, y mi atención fue atraída por una carta del Banco Exterior de España.
Aportaba un argumento breve y definitivo: una orden de pago por un monto de diez mil dólares, que era la parte en metálico del premio.
No tengo nada que justificar, pero esa suma representaba cinco años de salario de un profesor de mi categoría y era para mí una pequeña fortuna. Me bastaba con seguir la corriente y era mía. Evidentemente había un error que jugaba a mi favor y, si aún no había sido rectificado con toda la publicidad que se había dado al premio, tal vez el verdadero autor, por razones secretas de las que no podía tener la menor idea, estaba impedido de aceptarlo. Tal vez por cuestiones políticas o de familia, especulé, no podía dar cara y me había escogido a mí, un oscuro funcionario de provincias, para que lo hiciera por él.
Pero todo aquello tenía un precio y, si yo prestaba mi nombre, bien podía apoderarme del dinero, con cargo a regularizar la situación una vez que él me hubiera contactado. Había muchas cosas oscuras aún en este asunto, pero el teléfono comenzó su repiqueteo incesante y comprendí que si aceptaba el premio, habría una serie de detalles prácticos que arreglar si no quería que todo el mundo se diera cuenta de la mistificación.
En primer lugar estaba el tema de la novela, que ignoraba. Su título, entre bufo y católico, despertaba amortiguados ecos en mi memoria y, si lograba saber su significado, tal vez podría darme una idea del tema de la obra y así inventar respuestas plausibles a las preguntas que no dejarían de hacerme periodistas y colegas.
En una hora de indagación en mi biblioteca lo hallé: Las muelas de Santa Apolonia no era otra cosa que el irreverente apodo que la soldadesca española le daba antiguamente a los dados. En consecuencia, el tema de la novela debía ser el juego, o mucho me equivocaba. Me llevó todavía un buen rato imaginar una historia deliberadamente vaga en torno al juego, pero con apariencias de solidez, cruda y directa, pero con un fondo alegórico, moderna, pero pagando tributo al pasado. Toda la cuestión estaba en capear las primeras andanadas de los chicos de la prensa y los amigos, antes de leer las pruebas de imprenta, sin incurrir en muy groseras contradicciones con lo que vendría en la obra. Era un riesgo, pero valía la pena. Solo entonces contesté el teléfono.
Todo el mundo se tragó mis historias inconexas, mis explicaciones balbucientes, salvo, claro está, mi mujer. Durante un par de semanas sufrí el implacable asedio de la prensa, los amigos, los colegas, los parientes, las Asociaciones Culturales y los vendedores de libros. Por una elemental prudencia no quería bajar a Lima, hasta no haber leído el texto de la novela, y fue más bien mi mujer la que regresó a Trujillo para someterme, por su lado, a un interrogatorio solapado y doméstico, que me obligó a ponerme a la defensiva. Ella no me creía capaz de escribir novela alguna, y yo conocía demasiado su puritanismo izquierdizante, como para confiarme a ella; no le interesaba el dinero, pero sí la verdad, y en este punto yo acababa de tomar una opción radicalmente opuesta a la de ella, que no tardó en separarnos. Una tarde se fue de casa, con mi hija Judith de apenas un año, a vivir con sus padres.
En la separación legal ella obtuvo la custodia de nuestra hija y yo no pude hacer nada para retenerla.
Al fin llegaron las pruebas de imprenta en un voluminoso sobre de papel manila. Las manos me temblaban cuando lo desgarré, y extraje aquellas páginas olorosas a tinta. Mi única y solitaria satisfacción fue la de no haberme equivocado en la cuestión del tema: la novela giraba en torno al juego, tal como yo lo había adivinado. Pero poco faltó para arrepentirme de haber asumido la autoría de aquel abracadabrante mamotreto. Eran unas 350 páginas desmesuradas, folklóricas, caóticas, ambientadas en la Conquista del Perú por los españoles. La cosa comenzaba con el reparto de un fabuloso botín: las riquezas del Templo del Sol, en el Cusca Imperial, y el desenfreno que poseía la soldadesca ese día memorable. Mancio Sierra de Leguizamo, el protagonista, devorado por la pasión del juego que ya no lo abandonará el resto de la novela, se juega a los dados —las muelas de Santa Apolonia— su parte del botín: es el enorme disco de oro macizo que representa al dios solar, el Inti, que divide, con trazos de grasa negra, en cuadrantes y treintaidozavos para irlo perdiendo trozo a trozo a medida que la noche avanza, mientras su enfermiza mente le dicta martingalas para cada serie de jugadas. Al alba lo ha perdido todo.
No era una novela histórica, por su falta de rigor documental, y por el empleo sistemático de anacronismos, entre otras cosas. Piadosamente se le podía considerar ficción histórica, pero era tremendista y con un ojo puesto en lo comercial. El juego era el pretexto para que el nebuloso Mancio Sierra viajase por la opulenta Potosí, la lujuriosa Zaña y los valles andinos asolados por los Generales del Imperio convertidos en salteadores de caminos, infestados por bandas de indígenas fanatizados por unos ritos gnósticos. Por estas convulsas avenidas transcurría el trotar de nuestro jugador que no tiene sino una obsesión en esta vida: recuperar el Sol perdido, o algo semejante, alguna vez.
En algunos pasajes, fuerza es reconocerlo, alcanzaba una formidable brillantez, que no bastaba para redimir la novela de todos sus defectos. El final carecía de toda verosimilitud: Mancio, gracias a la intercesión de la Colla, o Princesa Inca que tiene por mujer, concierta una partida de Wayru, una suerte de juego nativo de contenido mágico, nada menos que con el Inca Sayri Túpac, a la sazón refugiado en Vilcabamba, la ciudad secreta a la que ningún español tuvo jamás acceso. Él se juega secretos militares, y tal vez también su vida, una noche simétrica a aquella en que perdió el Sol de Oro, en una partida ritual plagada de símbolos, a cada paso interrumpida por mujeres poseídas de visiones sobre el destino último de su raza, que todavía no se sabe vencida. Pero Mancio, que comprende que esta partida es su partida, la que espera hace milenios, juega con ferocidad y, al alba, ha ganado el Pectoral del Inca, en oro y esmeraldas, que perderá al regresar a Lima, en un garito del camino hirviente de hampones y de putas.
Era bajamente teatral, estaba plagada de falsedades, de ignorancia, y de cinismo. Sin embargo, era fácil reconocer en ella el tipo de novela destinada a tener éxito, cosa que suscitaba en mí emociones contradictorias; porque de una parte encontraba injusto que una novela de tan desigual nivel literario ganase un premio tan importante, pero por otro lado el éxito no podía sino favorecerme, puesto que era, oficialmente, el autor de esa obra.
Y aún otro problema: es cierto que un texto literario no tiene la obligación de parecerse a la vida de su autor, pero había una tal distancia entre esa serpiente voladora y la forma como yo había llevado mi vida poco proclive a excesos y desbordes, que no tardaría en llamar la atención de cuantos me conocían, en particular mis colegas, y, sobre todo, mi mujer. Acaso pensarían, como yo, que el autor no debía ser peruano, a causa de ciertos giros de lenguaje, de ciertas ignorancias geográficas. Parecía, pues, necesario que la publicación de la novela no me encontrase en Trujillo, expuesto a todas las miradas, blanco de todas las especulaciones, cuya continua y solapada presión hubiera terminado por hacerme confesar culpable.
No fue una decisión fácil, pero no me tomó más de un día. Mi ambición, que había sido como una floración tardía, ligeramente monstruosa durante estas pocas semanas, dictaba ya sus propios requerimientos, y me exigía neutralizar todo cuanto pudiese constituir una amenaza para mi nuevo estado. Más al fondo del juego, esos diez mil dólares del premio que me habían tanto impresionado, no eran nada comparado con lo que me podían dar los derechos de autor, la traducción de mi novela a siete lenguas. Esa invitación a Barcelona para el lanzamiento del libro podía ser la solución.
No paré de viajar desde que apareció la maldita novela, que tuvo un éxito impresionante. Fue Barcelona, fue la Feria del Libro de Madrid, la de Fráncfort, la de Bologna, traído y llevado por editores, agregados de prensa, agentes. Pasadas las rutinas, que eran casi siempre las mismas, tenía mucho tiempo libre y bastante dinero. Me gustaba sentirme un extranjero anónimo en esas calles viejas, hirvientes de juventud: una mañana amanecí dormido en un container lleno de paja, abrazado a una preciosa chica rubia y semidesnuda, en un céntrico canal de Copenhague. Pasé una tarde que nunca olvidaré, a la caída del otoño, jugando ajedrez con un desconocido en un muelle, detrás de Notre Dame. Fui testigo de un vuelo de vencejos que atravesó las torres de la Sagrada Familia, una madrugada en Barcelona, al lado de un borracho que cantaba.
Vivía mi celebridad creciente como un espectador, como que no la había trabajado ni luchado, lo que me daba un aire curiosamente desprendido que solía gustarle a la gente. Más: mi formación de crítico me hacía comentar la novela con la objetividad que les está negada a los creadores y gozaba exagerando sus defectos con cierta ferocidad inusual entre los escritores, lo que me ganó fama de duro y de realista.
La editorial no tardó en proponerme que dirigiera en Barcelona una colección de Literatura Hispanoamericana, oferta que me apresuré a aceptar. Ponía el océano de por medio entre mi vida presente y la pasada, y trataba de explotar al máximo lo que se me ofrecía, que aquel milagro no se iba a repetir. Una vez pasado el impacto de la novela, tendría que vivir de otra cosa hasta que se me fuera olvidando en tanto que escritor. La historia literaria está llena de casos de autores de uno o dos libros brillantes, que luego desaparecen en la noche para reaparecer al cabo de unos años como profesores, o empresarios, o diplomáticos sin que esto sea motivo de escándalo, de modo que me dispuse a seguir esos preclaros ejemplos, y en el primer año edité 5 títulos de literatura indigenista, de excelente calidad y poco conocidos, que asentaron el prestigio de mi colección.
Vivía en un apartamento de soltero en la Vía Augusta y estaba tramitando mi divorcio, cuando mi agente literario, Jordi, me llamó una mañana temprano para felicitarme por mi segunda novela, cuyo manuscrito no había podido soltar toda la noche y decirme que por aquella preciosura sacaríamos, fácilmente, veinticinco mil dólares de anticipo en cierta editorial.
Estaba todavía tratando de reubicarme con respecto al Benefactor, y sus ocultas intenciones, cuando un mensajero me trajo fotocopia del manuscrito, que había pedido a Jordi pretextando algunas correcciones. Era una carpeta azul, ordinaria, que contenía 319 páginas escritas a máquina. Mi nombre figuraba en la primera plana, y enseguida, bien centrado, venía el título de la obra, que era: El Pavo a la Moctezuma. Y abajo la fecha, que era la del mes en curso.
Comenzaba con tanto Ímpetu como la novela anterior. Pascual Reyes, cocinero mexicano, se dirige a Santiago de Compostela pasando por París, en plena Revolución Francesa, cuando su patrón, un potentado criollo, cae fulminado por una apoplejía a la lectura de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El ciudadano Pascual entonces, libre, solo, se siente poseído por el demonio de la revolución social y culinaria, en aquellos históricos momentos en que el fervor burgués se repartía entre la gastronomía y la guillotina.
Pero enseguida, B. enganchaba el primer bucle de la truculenta espiral que ya le conocía: el mexicano empezaba su carrera durante las masacres de septiembre del ’92, cuando una famosa histérica, Theroigne de Méricourt, arranca el hígado palpitante de uno de sus examantes, el Marqués de Foix, y le ruega a Pascual que con él prepare un plato sublime. Este, en un arrebato de inspiración republicana, prepara con el noble hígado un paté, y con él rellena unos pájaros hortelanos, que flamea al Armagnac, y sirve con salsifí al vapor y perifollo. Este era, más o menos, el registro. A medida que la novela -y la revolución- avanzaba, iban apareciendo más platos conmemorativos, hechos o comentados por Pascual, tal el Pato a la Robespierre, guillotinado y aderezado con su propia sangre, la Langosta Termidor, los Vol-au-Vent Directorio, el Jabalí al Imperio, macerado en pólvora, pimienta en granos, cayena. Y el libro se iba cargando de recetas de cocina, abundantemente pormenorizadas, con ingredientes, proporciones y procedimientos puntuales y, para mí, inexplicables.
¿Por qué hay que congelar, por ejemplo, la crema de leche, antes de rellenar con ella algún pescado? ¿Por qué mojar con agua caliente, y nunca con fría, cuando se prepara una Sopa de Cebollas? ¿Por qué cortar a la tijera las hojas de perejil, en lugar de hacerlo con cuchillo?
Difícilmente se le podía considerar una novela histórica a pesar de que por sus páginas desfilaban -ahítos de entremeses, salpicados de sopas, atiborrados de salsas, reventando cangrejos, eructando faisanes, vomitando pecheras- los grandes protagonistas de la Revolución.
Y las más brillantes batallas napoleónicas, que terminaban, invariablemente, en inmensos festines alegóricos.
En fin, doscientas tremebundas páginas más adelante, y ciento cincuenta recetas después, sobrevenía el desenlace, que ocurría, como conviene, en el Congreso de Viena, ese festín que duró varios meses celebrando la derrota de Napoleón por las potencias de la reacción.
Una noche Careme, el genial cocinero de Talleyrand, presenta en un banquete el «Faisán Trufado a la Santa Alianza», para conmemorar el establecimiento de esta alianza fomentada por Metternich y el Zar de Rusia. Tiene un éxito rotundo, y despierta la furia bonapartista de Pascual, quien ruega a Metternich que le dé la oportunidad de superar a Careme con un plato que jamás ha probado paladar humano. El banquete se realiza en el Palacio Palm, y a él asiste lo más graneado de la aristocracia. Luego de las entradas, sopas y entremeses, aparecen los majestuosos Pavos a la Moctezuma, adornados con plumas de pavo real que miman la corona del infortunado soberano azteca, y bañados en una espesa salsa marrón con reflejos rojizos, como el plumaje de ciertos gallos de pelea, despidiendo mil olores, indescifrables, exóticos. «¡Es América!», exclama Talleyrand, que acaba de venderle la Louisiana a los Estados Unidos, levantando su copa, mientras sirven. Y cuando los emocionados comensales se llevan, finalmente, el tenedor a la boca, no es un religioso silencio lo que se hace sentir, sino el rugido unánime de príncipes, condes, barones y duquesas, escupiendo fuego por las fauces abrasadas, las uñas clavadas al mantel, los ojos salidos de las órbitas como en un comic de Tex Avery, los peluquines suspendidos en el aire. Porque, cual una ensordecedora catarata, se ha derramado sobre sus paladares, lenguas, hígados, cerebros, venas, vasos capilares, un untuoso y vengador Mole Poblano, con siete clases de chiles, a cual más cabronamente picante, con su chocolate más, y sus granos de ajonjolí.
Cuando el maldito intrigante del Metternich emerge al fin de los infiernos y comienza a recuperar el habla, balbucea: «¡Tráiganme al cocinero!». Pero el Mártir Pascual ya se ha adelantado a sus designios, pues, habiendo visto y previsto todo, acaba de colgarse de una viga del techo, tal como el Gran Vatel, con honor de samurai.
Así terminaba ese largo recetario, entrecortado aquí y allá por acciones poco creíbles por lo desaforadas. Tenía cierta gracia, no lo niego, tal vez como efecto secundario de la exageración, pero ¿por qué B. se metía a hablar de Francia, siendo posiblemente latinoamericano, en lugar de hablar de lo nuestro que era muchísimo más rico?
Adolecía de cosmopolitismo y, sin duda de otros defectos capitales más que ya verían los críticos franceses y, aunque intuí que esta novela tendría un éxito enorme, en varias lenguas, me era visceralmente antipática, porque me metía, otra vez, en aprietos: ¡yo no sabía nada de cocina!
A la semana me instalé en París, en un agradable hotelito de la rue des Saints-Péres, con el propósito de ponerme al día en cuestiones culinarias antes de la aparición de la novela. Si B. había decidido continuar el juego, a mí no me quedaba más que seguirle la corriente, siempre que las condiciones de nuestro convenio tácito continuaran siendo las mismas, cosa que di por sobreentendida. Nunca me he sentido más solo en mi vida que durante esos cuatro miserables meses que me los pasé comiendo en los mejores restaurantes, sin nadie con quien compartir esos desconcertantes platos, ni un amigo que me guiara por aquella tupida floresta de sabores por la que me aventuraba día a día, confiando solo en mi instinto de cazador. Pero me fui dando cuenta de que París poseía otras ventajas: el cosmopolitismo, el anonimato, el respeto por la privacidad-que se podía confundir con la más cruel indiferencia- y que podría ser un lugar ideal de residencia para alguien en mi situación, obligado a un constante simulacro.
Fue en uno de esos restaurante, La Closerie de Lilas, donde conocí a Diana, una hermosa judía que estudiaba Bellas Artes y manifestaba escasa, o nula, curiosidad por la literatura. Para decirlo crudamente, era incapaz de distinguir un soneto de un repollo, pero era fantástica en la cama; aquello bastó para que me enamorara de ella y que, en mi mal francés, le prometiese que viviríamos juntos a mi regreso de España.
En Madrid, la novela salió con un éxito inmediato y me vi nuevamente envuelto en el maratónico asunto de las entrevistas y las mesas redondas y los panelistas y las firmas de libros; pero esta vez yo ya tenía más experiencia y una desenvoltura no desprovista de gracia que me ganó muchos admiradores. Esto sí, supongo, puedo reivindicarlo para mí: si yo no era ese autor incontinente y exitoso, al menos sabía llevar la fama con cierta dignidad irónica y había de tener algún coraje para dominar el temor paranoico de que alguien me gritase: «¡Farsante!» en medio de la fiesta, desmontándome todo el tinglado. Esa segunda obra me había obligado a internarme más profundamente en un paraje de tierras movedizas, de modo que solo esperaba que todo aquel circo terminase para volver al anonimato de París, y a Diana, con quien me sentía protegido.
Los siguientes dos años fueron, si no felices, calmos. Nos habíamos instalado en unos elegantes suburbios, Sceaux, y bajábamos a París cada cierto tiempo a hacer algunas compras, ver nuevos espectáculos, visitar a los pocos amigos que teníamos. Diana había hecho su primera exposición de acuarelas en una galería de la Rive Gauche y yo, por añoranza de los claustros universitarios, me estaba decidiendo a hacer un doctorado sobre la obra de José María Arguedas, cuyo reciente suicidio me había impresionado. No era feliz mi estado, porque algo me obligaba a representar perpetuamente el papel del Autor Famoso que se había apoderado de mí, incrustando una segunda naturaleza en mi ser hasta entonces compacto y creándome unas angustiosas dudas en cuanto a mi identidad. Además me estaba volviendo avaro, porque, a pesar de todo el dinero que entraba por concepto de derechos de autor, traducciones, etc. medía excesivamente mis gastos, en vista de un hipotético rendimiento de cuentas que un día debía hacer a B.
No me encontraba mucho más avanzado que antes en cuanto a la identidad de B. y sus motivos para permanecer oculto, exhibiéndome a mí como un pelele; pero tampoco tenía los medios para averiguar algo más sobre el tema, lo que podía comportar sus riesgos y peligros.
La tercera novela llegó a la oficina de mi agente, procedente de Italia. El matasellos indicaba que había sido puesta en Sperlongha, unos diez días antes de que llegara a mis manos. Volé a Barcelona en el primer avión y literalmente arrebaté el manuscrito a Jordi, alegando que le había enviado, por error, una copia de trabajo. El manuscrito, que leí en el tren de regreso a París, se llamaba Antecedentes de Eniac, título enigmático que solo mucho más tarde entendí, cuando tuve que enterarme de algunos elementos de computación. Si he comprendido bien, había dos historias paralelas ligadas por un nexo estructural que abrían y cerraban la novela, encerrando en el medio multitud de otras tramas, laxamente vinculadas a los temas centrales. Tornaba, como siempre, pretextos históricos verificables, que trataba a su guisa con escaso respeto por la cronología y con esa proclividad por el tremendismo y la exageración, que arruinaba sus mejores proyectos.
Comenzaba con un inmenso y ronroneante monólogo interior, machacado por Mary Shelley recordando el desafío que Lord Byron lanza a Shelley: «Que cada uno escriba una historia de fantasmas», durante unos tormentosos días en Villa Diodati, frente al lago de Ginebra, cuando la furia de los elementos les impedían salir, en ese verano de 1816. Pero los poetas se cansaban pronto y era ella, la dulce y sufrida Mary, la que inventaba al monstruo de Frankenstein en unas febriles noches en las que en sus sueños se mezclaban sus hijos abortados, la belleza obsesionante de Lord Byron, la prédica utopista de su padre, William Goodwin, y el latigazo de los relámpagos de la naturaleza desencadenada.
Era, en apariencia, un loable intento por comprender la génesis de Frankenstein, apelando a categorías freudianas que no acababan de convencer; pero pronto se disparaba a otras esferas, comenzaban a desfilar las amantes de Lord Byron en posturas obscenas y B. se complacía en describir minuciosamente una orgía en un Carnaval de Venecia, en la casa del poeta, en la que él y los demás hombres quedaban mal parados, frente a la fogosidad de las bellas italianas. Y, poco a poco, la novela comenzaba a ser invadida por historias de mujeres y todo era un melodramatismo como para llorar: parecía no haber sino padres abusivos, maridos impotentes y cornudos, niños arrebatados por la enfermedad o la desidia, curas y magistrados paranoicos, soldados violadores y venales, poetas fatuos y vividores y no quedaba títere con cabeza para estas cáusticas hembras novecentistas que, a decir verdad, sufrían como bestias y alentaban las empresas más extravagantes que las ayudasen a salir de su triste condición.
En este punto me asaltó una horrible duda: ¿y si B. fuera mujer? La dos anteriores novelas parecían contradecirlo, pero en esta había una suerte de fervoroso, militante feminismo que me hizo suponer que B. al menos había conocido algunos extremismos a los que se entregaban las mujeres en aquellos años, marcados por los ecos demasiado próximos de mayo del 68. Aunque la deseché muy pronto, nunca pude librarme enteramente de esa idea, que me agregaba turbulencias suplementarias a mi relación fantasmática con B.
Terminaba sobre una nota, como siempre, grotesca. La hija de Lord Byron, la matemática Ada Lovelace que ha trabajado codo a codo con su amante, Charles Babbage, para construir la primera computadora del mundo, mecánica y a vapor, contempla cómo es que su preciosa máquina se está convirtiendo en un monstruo, allí, ante sus ojos. Más que computadora parece una inmensa fábrica de tejidos que funciona con engranajes, ejes, poleas, palancas de control, silbatos y pistones que dejan escapar un vaho amarillento. Hace una hora que funciona y la perfección que tenía los primeros diez minutos, ha cedido paso al error, un error que al principio estaba confinado a los últimos decimales, pero que luego ha ido escalando, a cada vuelta del eje principal, hasta llegar a los enteros y, de allí, ha remontado implacablemente como un salmón la corriente adversa de un río, las centenas, los millares, los millones, y pronto ese gigantesco y minucioso aparato no dará sino error, aún en la más pequeña y humillante operación. El defecto está en el torneado de las piezas, donde cada milésima de milímetro de error se ha ido acumulando gracias al movimiento, hasta transferirse a un engranaje mayor, y de allí a otro más importante, hasta descuadrar irremediablemente la calibración de todos los engranajes de la máquina y convertirla en la obra de un loco, completamente inútil.
Era la obra más oscura de B. No estaba nada claro si éramos los hombres o eran las mujeres los responsables de la creación de monstruos, o si lo era la guerra de sexos. Era tan barroca como las anteriores, aunque un poco más cruel y con menos humor. No me gustaba nada, y todavía menos lo que iría a ocurrir a su publicación. Yo no tenía nada que ver con el feminismo, ni con la computación, ni con los ingleses, y no estaba dispuesto a cambiar mis ideas, gustase o no gustase a B. o al Papa. Lo que pasase por el enrevesado espíritu de B. me tenía sin cuidado y allí mismo decidí no participar en el lanzamiento de la nueva novela y dejárselo a mi agente y a los editores. Tenía una invitación para dar una conferencia sobre Arguedas en la Universidad de Phoenix, Arizona, y aprovecharía para explorar las posibilidades de integrarme al mundo académico hispánico, en los Estados Unidos.
París no iba a ser un lugar saludable luego de la aparición de la novela.
Nos establecimos en Albuquerque, donde me conseguí una plaza de Escritor Residente, en la universidad, que me duró un año. Me dediqué a investigar las fuentes quechuas en la poesía de Arguedas, y eludí sistemáticamente todo diálogo sobre mis obras, pasada, presente y futura, para limitarme a mi especialidad: el indigenismo peruano.
Diana adoraba ese paisaje de inmensos desiertos rojos, cielos azules y puros como los de Trujillo, pistas de cuatro vías abiertas sobre el horizonte, y toda esa primera época hizo acuarelas estupendas: era su otra virtud. Se hizo de un grupo de jóvenes pintores que tenía sangre india, que un día nos llevaron a mirar un precioso espectáculo de un escultor originario de la región: era un campo desierto sembrado de centenares de pararrayos, dispuestos dibujando un inmenso cuadrado.
Tuvimos suerte porque esa tarde hubo tormenta, y empezaron a caer los relámpagos, dibujando formas extraordinarias, nervaduras como de iglesia gótica, en pura y salvaje electricidad bruta, que caía sobre el campo de pararrayos, mientras nosotros presenciábamos el espectáculo desde la cabaña del guardián.
El Pavo a la Moctezuma ganó ese año el Premio Médicis Extranjero y al año siguiente el Rómulo Gallegos, pero me excusé de asistir a ambas ceremonias, alegando enfermedad. Black Sparrow Press publicó una colección de ensayos míos, sobre el indigenismo, que tradujeron como Identity Path, que fue muy bien recibido en los círculos académicos.
Era casi feliz. Habían pasado ya tres años desde el último envío y acariciaba la esperanza de que B. me hubiera olvidado, una vez pasado su último capricho, cuando el sobre llegó. Era como tocarle el hombro a un espía para que sepa que sigue siendo espía, que nunca será normal.
Jordi me adjuntaba en esa carta copia del manuscrito «para el caso que quisiera hacerle algunas correcciones», y me felicitaba no sin cierto temor, por haberme lanzado «en esta gran empresa de esa trilogía que sin duda es la obra de tu vida», de la que me adjuntaba el primer tomo, titulado: El Largo Viaje. ¿Una trilogía? ¡Puta! ¡B. exageraba!
Agregaba los nombres de los volúmenes venideros: Los Hombres de Frontera y El Regreso, y el total traía el nombre de La,Ley de Gamov.
Abrí, pues, el primero. Me sorprendió el no encontrar casi ningún referente histórico; la novela, puesto que hay que llamarla de algún modo, transcurría íntegramente en nuestra época. No era menos barroca que las otras, pero sí más misteriosa: se placía en narrar cientos de destinos admirables y dispares, cuyo escenario era la totalidad del mundo. Los protagonistas solían trasladarse desde los arrabales de Mexico City, hasta los picos nevados del Nepal, desde las arenas de Goa hasta los rascacielos de Estocolmo, desde Telegraph Avenue hasta Rue Saint Jacques, llevados por deseos indomeñables, amores poco o mal correspondidos, saltos de humor, azares de la vida. Era un fresco en perpetuo movimiento, donde las historias podían articularse algunas veces unas con otras, hasta formar cadenas, o bien amontonarse sin orden ni concierto, o bien vagar, solitarias y ejemplares durante varias páginas, hasta topar con un nuevo archipiélago de sentido o cofre de sorpresas miliunanochesco. Las 450 páginas del manuscrito no tenían ni pies ni cabeza; para decirlo de otro modo, faltaba un tema visible, o un personaje al menos que le diera un asomo de unidad, o un estilo uniforme en todo caso. Sin embargo, me dejó absolutamente fascinado, por una vez, este libro que, según creí entender, narraba los altibajos de la existencia humana, en todo lo que tienen de trágico y de cómico. Creí entender que, para B. y en virtud de una ley estadística, ambos extremos, en la medida en que se repiten infinitamente, tienden a un punto medio, gris, mediocre.
No sé bien definirlo. Pero lo cierto es que mi actitud hacia B. cambió radicalmente a partir de aquel momento y esa culposa falta de curiosidad por él cedió el paso a un cálido deseo de conocerlo, de ser más que su inconfesado cómplice, su amigo.
Ese fue nuestro primer fracaso. El Largo Viaje, lanzado con gran bombo en Barcelona, hizo un gran ¡pluf! y se hundió en la indiferencia general, ayudado, es verdad, por una crítica revanchista, que decretó que la novela era incomprensible. Recién entonces constaté el abismo que había entre ellos y nosotros. En ocasión de una Mesa Redonda por la TV española estuve particularmente combativo contra un par de críticos hinchados y maledicentes, que no decían sino necedades. Mi argumento maestro es que se trataba solo del primer tomo de una trilogía, y que en los volúmenes siguientes se explicaría todo, o casi todo. Fue mi única aparición pública, pues desde entonces me dediqué a esperar, en la granja que habíamos alquilado en las afueras de Albuquerque, el volumen siguiente. Descubrí que en los parajes anidaban conejos salvajes y una especie de faisanes, y organicé partidas de caza con algunos estudiantes de la universidad. Por las noches, releía y fichaba las novelas de B. en vista de una reconsideración global de su obra, desde mi actual perspectiva. Me había preparado para una larga espera, que presumía duraría un par de años, pero al año y dos meses me llegó el segundo tomo de manos de mi agente. Se llamaba, previsiblemente, Los Hombres de Frontera.
Aquí todo empezaba a explicarse y a arrojar una luz nueva sobre las cosas. Seguía en líneas generales los temas desarrollados en el primer volumen, pero aquí se cerraban multitud de historias hasta entonces inacabadas, se abrían otras nuevas y, sobre todo, empezaban a delinearse las estructuras de la novela, que algo tenía de catedral gótica, por lo elevado y grandioso, por los grupos escultóricos agitados de violentas pasiones, sobre ese aire puro y transparente. Y entonces descubrí, maravillado, que B. narraba mi propia historia, desde que había recibido aquel premio, una tarde ya muy lejana, en Trujillo, hasta mi actual reclusión en el sur de los Estados Unidos. Había muchas inexactitudes, tal vez voluntarias para preservar mi identidad o debidas a que B. no conocía mucho los hechos de mi vida. Pero en algún pasaje hablaba de la Reconciliación, en el sentido del drama isabelino, poniendo en boca de mi personaje, frases generosas, inolvidables. No anticipaba el final de la historia, pero me dejaba adivinar que todo se aclararía en el tercero, y último tomo, y seguramente, para bien.
Esas breves páginas fueron para mí la cura de mis tormentos. Me quitaron el sentimiento de bastardía que me acompañaba desde el principio de la aventura, y recuerdo que lloré muy largamente sobre los hombros desnudos de Diana, que no entendía nada. Lloré, también, porque ya no la necesitaba, ya no tenía miedo y era libre.
La crítica, esta vez, puso por las nubes este segundo tomo y rescató el primero del olvido: había consenso de que se trataba de una obra maestra que bogaba, todas las velas hinchadas al viento, hacia su consagración definitiva, que, según Jordi, me significaría el Premio Nobel a mediano plazo.
Como es de público dominio, la última novela de la trilogía nunca se llegó a editar. Y esto es porque jamás llegó a mis manos, ni a las de mi agente. B. desapareció para siempre de mi vida, y tuvo tiempo de destruir todos mis sueños, durante los doce años que lo estuve esperando.
Para cuando esto ocurrió, yo estaba, justamente, en la cúspide de nuestra carrera; el sentimiento de culpa, de doblez, de usurpación, había desaparecido de mi espíritu y disfrutaba del goce de nuestra tácita reconciliación. Compartía con B. la celebridad y sus placeres, y gastaba nuestro dinero a manos llenas. Sí, conocí lo más cercano a la dicha, durante los primeros dos años que siguieron a la publicación de Los Hombres de Frontera. Me movía, totalmente libre, entre Nueva York, París, Río de Janeiro, sin fijar residencia, al placer del deseo vagabundo.
Ese fue el momento en que estuve más cercano a la dicha.
B. ha debido morir. Nadie deja una obra maestra inacabada; salvo que lo arrebate el ala de la muerte. Sin ninguna esperanza de encontrarlo, ni de reconocerlo si lo viera, he recorrido todos los lugares desde donde él enviaba sus obras: Sperlongha, Atenas, Puerto Pollensa, Poros, respirando el aire que él respiró, mirando los paisajes y la gente que tal vez miró, con una profundidad y delicadeza que apenas puedo concebir.
Hace unos años, en mi desesperación, traté de escribir yo, por mis propios medios, el tercer tomo. Y a todos se habían cansado de esperar, ya no era candidato para el Nobel, se me consideraba terminado.
Conservaba la fama y el dinero, pero era una cáscara vacía, ausente de mí mismo, como si me hubiesen robado toda vitalidad y todo nervio. Pero había tenido el tiempo de formarme una idea de lo que podía ser el tercer tomo, El Regreso. Era increíble y desmesurado, como le gustaba a B., pero hacia allí señalaban todos los indicios hallados en novelas anteriores, en particular en la última, tan inexplicablemente feminista. Era el desarrollo natural del espíritu de B., la piedra de toque de su pensamiento.
El título de la trilogía, La Ley de Gamov se refería a la ley física que dice que el Universo, llegado a su máxima expansión desde el Big Bang que lo formó comienza a contraerse para volver a amontonarse en el mismo punto, originando el Huevo Cósmico, principio y fin de todo. Según ciertas anomalías al final del segundo tomo —la madre que resucita, las fallas que aparecen en El Tiempo, el incesto generalizado— pretendo que logré imaginar lo que podría ser el tercer tomo, el que B. había titulado El Regreso. Allí se trataría del Universo en plena contracción, que modificaría las leyes conocidas, y del sentido de nuestras vidas con ello. El tiempo correría hacia atrás y, en consecuencia, la muerte sería abolida; los muertos saldrían de sus tumbas y toda la Humanidad, desde el inicio de los tiempos, se congregaría sobre nuestro planeta, viajando hacia el centro del universo, para darle sentido y espíritu al Cosmos todo entero.
Pero esa es solamente una versión y tal vez el final era otro. Cualquiera que fuera la respuesta, jamás pude escribirlo. Han pasado muchos años y no he logrado escribirlo. Yo solamente soy el crítico, B. era el creador.
Hace ya más de un año que hice construir esta grande y moderna casa desde donde escribo estas líneas, en la playa de Huanchaco, a pocos kilómetros de Trujillo. He regresado. B. me sacó de aquí, como una mano colosal, poderosa, y su silencio me ha devuelto aquí; nunca he sabido por qué me eligió a mí, por qué me abandonó y eso, creo, quedará en el misterio. He redescubierto a mi hija Judith, que está casada con un médico, y ambos han hecho llevadero mi retorno.
Tengo dos pequeños nietos para quienes he escrito algunas canciones infantiles sobre la base de juegos de palabras. Eso es todo cuanto he conservado de B., el amor por las palabras. Eso, y una cierta ansiedad que se acentúa por las tardes, a la hora que llega el correo.
4 comentarios. Dejar nuevo
Tenía mucho tiempo de no leer un cuento del tirón. Este me encantó. Consiero que es una obra maestra, tanto en su brevedad como en el tema que trata. Gracias por ayudarme a descubrir este gran autor. Siempre he sido de la idea que no buscamos la literatura, ella nos encuentra y este encuentro fue muy placentero. Saludos.
Saludos y gracias por venir hasta acá.
Qué maravilla de cuento. Gracias, querido Alberto.
Gracias a ti, querido Edgar.