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El otro día estaba en un avión hacia Lima, Perú. Los asientos eran de los que tienen pantallas para uso individual y ofrecen películas, tele, música. Al pie de la lista de estrenos, lejos de Ant-Man y Misión imposible 5, encontré The End of the Tour, la película muy reciente de James Ponsoldt acerca de David Foster Wallace. Como tenía ganas de verla, la vi.

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El título venía traducido como El último tour. (Ya sé que los designios de las distribuidoras son inescrutables). La historia es muy simple y está centrada en varios días de convivencia del periodista David Lipsky (Jesse Eisenberg) con el escritor David Foster Wallace (Jason Segel). Todo ocurre durante la gira promocional que hizo Wallace en 1996, al aparecer La broma infinita, su novela más famosa. En ese entonces Lipsky no escribió el artículo que deseaba hacer sobre Wallace –autor recién consagrado– para la revista Rolling Stone, pero años después publicó un libro completo sobre el tema (Although of Course You End Up Becoming Yourself, de 2010), que fue base del guión del dramaturgo Donald Margulies.

La película viene con su pequeña dosis de controversia: los deudos de Wallace –que se suicidó en 2008– niegan que la película lo retrate fielmente, y lo mismo dice Jonathan Franzen, su colega y un poco su rival en la competencia por ser reconocido como el gran novelista estadounidense de su generación. Reseñas de la película –no todas– han recogido estas objeciones. Las más ingenuas se quedan en decir que Segel, actor famoso como comediante, simplemente no puede con el paquete de interpretar a Wallace, que por supuesto es una personalidad compleja y, además, marcada por la leyenda de su muerte, debida a una larga depresión. Otras reseñas, más interesantes, tratan de hacer creíble la idea de lo profundo del ser de David Foster Wallace –de la seriedad que un cómico jamás podría reproducir– con más o menos referencias a la personalidad del escritor como se percibe en sus libros.

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Yo creo que la semejanza entre Wallace y el papel que Segel interpreta (muy bien, me parece) no es tan importante. El protagonista de la película no es él, sino Lipsky, que es presentado como un escritor principiante pero de escasa fortuna que se acerca a Wallace con admiración y con envidia, temeroso de resultar demasiado entrometido y a la vez con ganas de encontrar lo peor en él. Para su mal, quedó muy impresionado por La broma infinita; tiene celos y a la vez tiene la conciencia –un poco nublada por el ego, y porque cosas así duelen– de que simplemente no posee el talento del otro y nunca será tan famoso, tan reconocido ni tan importante como él.

A lo largo del tiempo en que Lipsky acompaña a Wallace, los dos conversan, discuten y pelean. Luego se separan cordialmente pero no quedan como amigos: Lipsky trata de abrazar a Wallace y éste se resiste, marcando su distancia.

Al comienzo de la película, una lectura pública de una novela escrita por Lipsky sólo atrae a tres o cuatro personas; al final, una lectura de su libro sobre Wallace llena un auditorio, y todos sabemos que se debe a Wallace y no a Lipsky: el pequeño ha quedado subordinado al grande, como los albaceas de autores famosos o los especialistas que ordenan las obras de los grandes compositores (¿cuántas personas saben quién está tras la inicial “K” que se ve en el catálogo de la música de Mozart?). La película es acerca del deseo frustrado, la idea de la fama, la literatura, y lo que sucede entre dos personas de estaturas (literal y figuradamente) muy distintas.

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Por otra parte, lo que me sorprende es que cierto número de críticos creyera en la idea de que una película podría mostrar al «verdadero» David Foster Wallace (o, para el caso, al «verdadero» David Lipsky). Cuando mucho, el cine puede influir en la percepción de las personas reales a las que utiliza como material y hacernos creer que eso que está en la pantalla es literalmente la realidad, «lo que pasó». Pero la manipulación de lo que percibimos no es lo mismo que el encontrar una supuesta verdad pura, más allá de las imágenes.

A lo mejor es que seguimos creyendo, pese a todo, que la representación es lo representado. Nuestra época favorece mucho esa idea y nos sobrecarga de información acerca de todo, y en especial de algunas pocas personas que han sido consideradas famosas e importantes. Nosotros absorbemos la información (y casi siempre lo hacemos deprisa, superficialmente) y creemos conocer a Kim Kardashian; creemos que las notas de prensa sobre el papa Francisco son el papa Francisco. Creemos que desean que creamos que David Foster Wallace tuvo la cara de Jason Segel.

Yo recordé una narración de Wallace: «Adult World» (Mundo adulto), publicada en dos partes separadas en su libro Entrevistas breves con hombres repulsivos (2001). Es la historia de una mujer cuyos problemas maritales se resuelven luego de una revelación, una epifanía sorprendente, y ésta se da al entrever una porción de la vida sexual de su marido que jamás había sospechado. Es posible compartir el asombro de la protagonista porque se deriva del reconocimento de algo que jamás se dijo: de un secreto.

Nuestra época no entiende los secretos; nuestros medios hablan de ellos constantemente, hacen anuncios de sucesos escandalosos previamente ocultos, promueven conjuras y charlas privadas, pero desde el momento en que está a la vista de todos nada de eso es más un secreto. Para que las quejas sobre la «verdad» de la película tuvieran algún sentido haría falta un imposible: además de despejar toda posible duda sobre los hechos contados, verificar lo que no dijo David Lipsky de su tiempo con David Foster Wallace, lo que Wallace ocultó de la vista de Lipsky (y viceversa), lo que sucedió alrededor de ambos sin que lo notara ninguno. Pero nada de eso puede estar en El último tour, ni en ninguna otra película, ni en ningún sitio.

Harían falta más historias acerca de lo que realmente no se dice nunca: de las porciones de la vida de cada persona que realmente desaparecen con ella sin que nadie las conozca. Todos tenemos varias, ocultas por la indiferencia, la desmemoria o la vergüenza.

«Todo hombre es una luna y tiene un lado que no muestra a nadie. Si quieres verlo debes escurrirte por detrás», escribió Mark Twain. Pero tal vez la posibilidad del «escurrirse» es sólo una ilusión. Tal vez el cine y las historias en general sólo nos pueden dar esa ilusión (o ni siquiera esa, sino la opuesta: la de una realidad enteramente visible).

The End of the Tour juega a tener su secreto: en una escena Lipsky deja solo a Wallace para ir al baño y lo seguimos; en otra posterior la cámara vuelve a aquel momento y se queda con Wallace, que habla juguetonamente a la grabadora que Lipsky dejó encendida. Pero, claro, eso no es un verdadero secreto. La cinta grabada sería el registro del suceso: parte de la «evidencia» que comprueba la «verdad» de los hechos.

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Amparo Dávila

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