Las Historias convoca a su concurso #117 de minificción o microrrelato. Los interesados pueden comenzar observando esta imagen:
Instrucciones:
1) Suponer que esta imagen representa un instante de una historia.
2) Imaginar cuál es esa historia: qué está pasando allí, por qué, quiénes están presentes, qué hacen. No se trata de explicar la imagen, ni de escribirle un pie de foto, sino de tomarla como punto de partida para imaginar una historia propia.
3) Escribir la historia, en forma de cuento brevísimo (minificción, microrrelato; el nombre es lo de menos), en los comentarios de esta misma nota.
El o los textos ganadores recibirán un trofeo virtual y serán seleccionados considerando la opinión de quienes decidan opinar. La fecha límite para participar es el 29 de marzo de 2016. Quedan invitados.
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Del otro lado
No temía al agua, sabía nadar desde niña. Temía a la baja temperatura que el agua podía alcanzar. Una vez escuchó decir que al entrar a este río en invierno se te petrifica el cuerpo, que se torna de inmediato en un color azul y que te impide cualquier movimiento, como ir dentro de una camisa de fuerza. Esta y otras historias, junto con su imaginación desmedida, convirtieron su miedo en morbo. Sentía una atracción casi enfermiza. Quería hacerlo, sumergirse, probarse a sí misma, llevarse al límite.
Caminaba por la orilla del río sobre la nieve y volteaba de reojo buscando fuerzas para animarse. Tenía que meterse de un zarpazo, no había cabida para vacilaciones. Lo pensó y lo pensó hasta que se decidió. En un estado al borde de la inconsciencia se quitó toda la ropa y se aventó de un clavado. Calló recta, con los brazos a los costados. El primer impacto fue de angustia por la falta de oxígeno y la difícil tarea de sacar el aire por lo frío del agua. La invadió un ardor absoluto por todo el cuerpo, como una quemadura, el dolor fue tan intenso que de pronto dejó de sentir, como si su cuerpo se hubiera desintegrado y ahora solo le quedara la mente. Se liberó, se dejó ir sin moverse para poder tocar el fondo. Sintió paz. Al voltear la mirada hacia arriba, por lo cristalino del agua, pudo ver la superficie nítida, había ahí una mujer caminando a la orilla del río sobre la nieve, la mujer le parecía demasiado familiar, pero no era fácil de creer, no podía ser, sí, era ella misma y no se trataba de un reflejo. Se observó, del otro lado, por varios minutos: sus movimientos dudosos, sus pasos, sus expresiones, notaba sus miedos a flor de piel mucho más de lo que siempre percibió, y al final, sintió nostalgia.
Soberbio. Gran final.
Retorno
Dicen que el asesino siempre regresa a la escena del crimen, te estuve esperando. Cuando al fin llegaste, tu imagen me parecía borrosa; no supe si debido al agua o mi nuevo estado. ¿Sentiste alguna culpa, amiga mía? Ya no importa. Un paso más hacia la orilla, sólo uno y podremos arreglar esto cara a cara.
Excelente!!!!
Me gustó mucho, también.
Desde el borde
Ahí, a la orilla de todo, el mundo parecía menos aterrador. Con la ropa seca y los anhelos bien sujetos en sus puños, decidió continuar. Nada podía detener esa voluntad de hierro, esas ganas de vivir una vida que, hace tantos años, le fue arrebatada. La dama del agua por fin encontró un envase adecuado, con las formas y tonos que solía llevar cuando caminaba entre los vivos, antes de que la lanzaran por el borde. Ahí, a la orilla de todo, bajo las ramas que observó desde su húmeda tumba durante tantos años, por fin había reunido el valor para regresar. El mundo ya no le parecía tan aterrador.
– Se la comió. Se la ha tragado. – No podía pensar en nada más. Gritaba mientras rodeaba el árbol una y otra vez, tratando de encontrarla bajo alguno de los gigantescos brazos de aquél «pulpo» petrificado.
Ese día de Invierno caminábamos por la nieve del parque central. Era Miércoles y no había nadie más que nosotros. De pronto ella me soltó la mano. Habló sola y se fue alejando. Yo tomé la cámara porque creí entender su mensaje «Tómame una foto. Aquí. Debajo de éste árbol.» Ella seguía alucinada con aquello. No dejaba de verlo. Aproveché el momento y… «Clic». Entonces un horrible ruido surgió frente a mí. Ella estaba levantada entre las ramas, estaba siendo llevada al centro. No gritaba. No gemía. No lloraba. Corrí por ella dejando la cámara caer, pero ya era tarde. Ya no la encontraba. Ya no estaba…
Ahora me han encerrado en un cuarto blanco y estoy solo. Tengo miedo. Éstas letras las estoy dejando sobre la pared. Qué horrible se ve la sangre al secarse.
(Fotografía recuperada de una cámara en el lago del parque central, encontrada el día de la detención del paciente 502.)
Interesante. Saludos.
20 años…Hace 20 años que no te veo, y ahora estás a la orilla del lago, debajo de ese viejo fiel, de pie, siempre verde, en el que nos pasamos muchas tardes cuando nos salíamos «de pinta» de la secundaria.
Un día te encontré en el Face, vi tu foto. Eras la misma mirada, en los ojos de charco, que tantas veces miré en el salón.
Yo te amaba, o al menos, eso decía. Recuerdo, la primera vez que entré en el salón y te ví, cruzada de piernas, con tus calcetas hasta las rodillas. Me volvieron los recuerdos. Las tardes en la estudiantina de la escuela, las fiestas con los amigos, las tardes que caminando, te iba a dejar a tu casa. Han pasado tantos años y parece que ha sido ayer.
Hoy me siento como un chamaco, te he visto desde lejos y te he reconocido; tu todavía no levantas el rostro, así que no me has visto. Me tiemblan las rodillas, me siento un chiquillo que quiere perderse nuevamente, en esos ojos color de charco, y con la voz entre cortada te saludo y te digo, «parece que fué ayer»…
Aún cuando la silueta me invita, no me atrevo a dar el salto. Me demuestra, con un abrazo que rodea cariñoso a la mujer de hojas, la dicha y plenitud que alcanzaremos a partir de entonces.No tengo nada que perder. Sujeto cautelosa una de las ramas y una sensación de estar a punto de llegar al éxtasis me inunda. El calor que me invade se desvanece en el instante que toco la mano. Un microsegundo basta para que mi yo se aparte antes de que mi mente se de cuenta que el paso que he dado me ha dirigido hacia un choque de temperaturas que detiene el latido de mi corazón, que mi ser percibe también antes de…
UNDINE
Como en un video visto en reversa, la mujer salió del lago con sus ropas secas. La gente que visitaba el parque en esa fría mañana de invierno reaccionó como muchos cuando ocurre algo fuera de lo cotidiano: fingieron que no pasaba nada, que no la habían visto salir, que no les parecía extraño que no estuviera mojada, que al acercarse ella a pedirles que le tomaran una foto con su teléfono celular no notaban las escamas en todo su cuerpo, que no percibían su olor a mar, que no les parecía sospechoso que pidiera a un corredor que pasaba el posar junto a ella, que no se acercó a susurrar algo a su oído que lo pasmó, que no les pareció extraño que se despidiera tan afectuosamente antes de volverse a zambullir en las turbias aguas de ese charco, que no les preocupaba que el corredor se quedara ahí parado sin pestañear.
Sólo una niña, en su inocencia, se acercó a verlo y dictaminó –no reacciona –pero su madre y tías la regañaron y se la llevaron rápidamente de ahí. Nadie más que las ardillas del parque y yo vimos cuando, al caer el sol, el corredor comenzó a caminar al agua lento, directo y sin pausa, ni siquiera cuando esta lo cubrió por completo y para siempre.
Árbol
Jorge juega con los insectos que palpa en el jardín. Es un niño ciego. Junto a él hay un árbol humanoide bastante crecido; si se le mira bien, parece tener los pies clavados en la tierra, sus ramas se extienden como brazos clamando al cielo, y justo antes de la copa se puede distinguir su rostro.
Es un jardín descuidado.
-Jorge… Jorge- dice el árbol de pronto. Jorge intenta descubrir el origen de la voz y camina empujando hacia los lados el pasto crecido.
-Arriba, Jorge- Insiste. Jorge queda pasmado. Levanta lentamente la cabeza hacia el árbol para indicar que lo ha descubierto.
-¿Por qué te asustas?- pregunta el árbol extiendiéndole una rama-brazo y haciendo brotar del extremo una flor que Jorge recibe con una sonrisa.
Es un niño educado.
-Todo este tiempo has intercedido para que no me corten- dice al árbol dejando escapar un poco de clorofila-, déjame curarte.
Es un ofrecimiento importante para Jorge.
-¿De la oscuridad? O…
-De cualquier cosa. Déjame entrar en tu subconsciente y verás.
-¿Qué tengo qué hacer?
-Dormir.
-Pero… no quiero morir. Tengo botas nuevas.
Jorge señala sus pies; no miente.
– Si me dejas entrar en tu sueño, yo tendré pies y alma. Seremos los mejores amigos y tú tendrás luz en la mirada.
A Jorge nunca le había hablado un árbol.
-De acuerdo- exclama levantando el pulgar en señal de aprobación.
El árbol enrosca sus ramas en el cuerpecito de Jorge. Destellos luminosos salen de sus vetas; entonces se cierran y en su lugar aparece piel humana tersa.
El cielo está hermoso y nublado. El árbol luce una sonrisa y sus pies casi logran dejar la tierra. Sus hojas son ahora brillosos cabellos alborotados y verdes.
-Susana…Susana- llama el árbol a la mujer de sombrero que se ha sentado a sus pies.
Semana tras semana, siempre tratando de agradar, de ser aceptada.
-¡Gorda!-gritaban unas.
-¡Adefesio!-seguían ellos.
-¡Mejor ya muérete!-reían otros.
-¡Desaparece!-decían ellas.
Ese día helado, con una cuerda que apretaba en el puño dentro del bolsillo de la chamarra, iba por fin a darle gusto a todos.
Encontrarían el cuerpo a inicios de primavera.
O quizá no.
Después de la pelea, a él no le habría quedado más que admitir su derrota; no habría sospechado que, dentro del bolso de ella, se ocultaba ansiosa el arma que habría de acabar con su vida. Ella no dijo nada. Lo dejó terminar el desayuno rociado con polvos malos, y se quedó muda mientras su cuerpo vencido caía al suelo, convulsionándose, transformándose en un amasijo frenético de brazos y piernas que buscaban socorro. Quizá lo habría perdonado, pero eso sólo hubiera servido para que lo volviera a hacer más adelante. Así que le puso fin al asunto. Siempre que pasaba algo así sus relaciones terminaban de tajo. Y siempre que alguien preguntaba las razones de su separación ella admitía sin rencores que sus ex novios eran todos muy fríos.
Ahora éste también lo estaría, aguardando eternamente en el fondo de aquel lago, mirándola muy serio, como si dijera: «Está bien. Tú ganas. Esto es justo».
Y lo era; no podía negarlo…
En unos pocos días el agua de la superficie se habría cristalizado, formando una gruesa capa.
La mujer sonrió. Más allá de su reflejo, la imagen benevolente del otro lado le devolvió la sonrisa.
El clima de marzo
La chica del clima llegó temprano al foro de televisión, leyó con pesada somnolencia el reporte meteorológico mientras arrojaba el grueso abrigo al perchero comunal. Dos frentes fríos estaban entrando con lluvia y ráfagas de viento congelante, los últimos de la temporada según la fuente. En treinta minutos aparecería en el espacio noticioso, por lo que se abandonó al breve sueño mientras la maquillista trataba de desaparecer las imperfecciones causadas por las constantes desveladas. Ese día llevaba un vestido holgado, el cual trataba, inútilmente, de ocultar la morbosa y neurótica fascinación que causaba en los hombres. Nunca había sido una mujer débil ni delicada, pero encajaba perfectamente en el mundo de las fantasías eróticas del sexo masculino. Cinco minutos faltaban para entrar al aire. Alisó su vestido con modorra desexualizada. Se colocó el apuntador con lentitud, escuchó las últimas indicaciones del jefe de piso. Era su primera aparición y estaba sumamente nerviosa. Las cortinillas de los anunciantes brillaban en los monitores del estudio. Respiró hondo y caminó con paso firme hacia la pantalla verde. Cuando regresaron del corte, el presentador inició con los avances noticiosos, ensalzó la belleza de la nueva presentadora para luego cederle cámara y micrófonos.
El corredor escuchó las noticias climatológicas sin entender realmente nada, había notado cierta turbación en la voz de la chica del clima, y por primera vez, constantes correcciones a las predicciones climáticas. El día despejaría y abriría como siempre, escuchó como proféticas las palabras cuando apagó el televisor desde la puerta de la casa. Tenía el tiempo medido y realmente deseaba correr en Chapultepec. Notó que hacía frío y solo llevaba una sencilla playera deportiva de manga larga. No quiso regresar pues en menos de quince minutos entraría en calor y la ropa gruesa le estorbaría cuando subiera la temperatura. Empezó a trotar alrededor del lago, subió al Alcázar a pesar del gélido viento que lo empujaba como bravucón enfebrecido, cuando llegó a la cima vio la ciudad llorosa a causa de una incipiente lluvia, la cual caía constante sobre las azoteas y fachadas de los edificios. Miró a su alrededor y no había más corredores, solamente unos cuantos policías que trataban de aminorar las inclemencias del tiempo con café y arrejuntándose unos contra otros. En pocos minutos empezó a caer insistentemente aguanieve. Luego sintió una abrupta baja de temperatura. Apretó el paso para llegar a su carro, pero fue imposible porque una atípica tormenta de nieve cayó sobre la ciudad convirtiéndola, en un instante, en un bellísimo paisaje invernal.
«La increíble, efímera y estupenda historia de tu verde árbol.»
Se tornó a blanco y negro.
«La estupenda, efímera y maravillosa historia de tu árbol verde.»
Se tornó a blanco y negro.
Todo el mundo se lo advirtió: ya no hay más, es el fin, no vayas. Pero esa mañana no sería la excepción, caminaría por las calles solitarias, llegaría al lago y se pondría los patines.
Ya no hubo más, la diversión se fue, era tiempo de volver a clases: la tormenta había terminado.
PASEOS POR EL ESTANQUE
Durante un tiempo albergué la idea de seguirle los pasos. Era un plan extravagante por lo inútil del éxito que cabía esperar. Siempre cruzaba el parque a la misma hora y se detenía a la orilla del estanque. Era cuestión de rondar sus huellas sobre la nieve, dejaba un rastro perfecto, y yo me limitaría a observar. El acto de espionaje no me aseguraba la solución definitiva al problema, sin embargo, me ofrecía la posibilidad de que la operación suscitara alternativas razonables con las que tramar un plan efectivo.
El problema, dicho sea de paso, consistía en corroborar la identidad de un agente infiltrado en la Organización para la Defesa de la Fauna Ánsar. Cuando entregué el informe, conteniendo datos obtenidos con las garantías habituales para este tipo de asuntos, la jefatura lo rechazó con el argumento de que Héctor Cúper había fallecido hacía dos años.
—¡Eso no es posible! —exclamé incrédulo.
El jefe al mando se removió en el asiento, inclinó el respaldo hacia atrás para dejarle un hueco a la barriga y abrió el cajón del escritorio.
—Lea esto —argumentó después de arrojar una carpeta sobre el tablero—. Como verá, el señor Cúper está criando malvas desde hace varios años, y no dando paseos por un estanque.
No acepto un fracaso, menos aún si la vergüenza del fiasco recae únicamente en mi persona.
La idea surgió de repente, mientras lo observaba detrás del árbol junto a la orilla. Había seguido sus pasos en la nieve, calzaba un cuarenta y tres, se detuvo como siempre y yo me aposté tras el tronco. Saqué la Smith&Wesson corta, apunté y le disparé a la cabeza. Solo dijo «¡Kuak!» y el cuerpo sin vida, vencido por la ley de la gravedad, cayó aparatosamente en la sosegada agua del estanque.
—Tenía usted razón, señor —le confesé al Jefe la semana siguiente—, pero también yo tenía la mía —y añadí—: Héctor Cúper no está criando malvas, como me dijo, sino criando carpas en un estanque.
Nunca se debe despreciar la alternativa de permitir que la solución nos encuentre, pero hay que ponerse a tiro o corremos el riesgo de pasar inadvertidos.
–Fin–
Escape
Ella vio cómo burló la jaula. Después de salir aleteó con torpeza y terminó en el alféizar. Dura ahí lo suficiente para verla acercarse presurosa, alargando el brazo, extendiendo la mano. Inútil esfuerzo: él sale por la ventana. Y Desde ahí lo ve volar y perderse en un árbol del parque.
Baja a toda prisa, cruza la avenida, corre como velocista de cien metros y llega al árbol. Busca en cada rama, detrás de las hojas, pone atenta su oreja a cualquier graznido. Él aparece dando tres saltitos en una rama, en lo alto. Ella dice: «No te vayas, Edgar». Él responde: «No vuelvo nunca más», y aletea. Una pluma negra desciende en un vaivén. Ella la captura con sus manos extendidas y se la come.
Narciso no se suicidó ni quedó petrificado ni nada parecido. En realidad, Eco lo empujó al lago cuando descubrió que le había robado su esmalte rojo preferido y allí lo había encontrado, en la orilla, pintándose las uñas de los pies.
No puedo creer que aquí donde maté a Jorge haya un árbol. Antes no había nada. Nada, sólo un claro en el parque (bueno, tampoco en aquel entonces pude creer que había matado a Jorge).
Tengo que hacer algo, no puede ser que haya regresado, necesito volver a matar a Jorge. Sí, tengo que matarlo, pero ya.
¡Ahh…, qué dolor de cabeza, ahh!
Necesito matarlo para quitarme esta imagen, no quiero mirarme así: colgada de ese maldito Jorge mientras los pajaritos trinan en sus brazos.
A las nueve de la mañana llegó Marina. La cita era a las 10 a.m., pero quiso llegar temprano para ver si todo era igual. Y no: El árbol había crecido. No estaban las bancas cerca de la orilla. Tampoco los columpios donde «ella», a ella la mecía.
Marina no sintió nostalgia por este sitio que marcó su infancia. Lo que Marina sentió era su corazón acelerado, golpeando fuerte, su estómago oprimido por la ansiedad y una emoción que la impulsaba a moverse nerviosamente, en círculos, en el mismo lugar, volteando su cabeza a todas direccionesd, buscando con su mirada, a «ella».
Así pasaron varias horas, hasta que Marina se sentó bajo el árbol, dobló y abrazó sus rodillas, y soltó un llanto lastimoso, porque «ella» no llegó a la cita que pactaron por teléfono.
Así de pronto, todo volvió a ser como hace ya muchos años. Cuando bajo ese mismo arból la gente la encontró llorando sobre sus rodillas, porque su madre allí la abandonó.
Muy bueno ?
Vine aquí para terminar de escribir la novela. De repente me desconcentra una pareja con sus escandalosas muestras de afecto. Decido pararme a callarlos. Al verlos de frente arrugo el borrador, lo tiro al lago y corro a empezar una nueva historia, una que ya no te incluye.
Me gusto mucho
Intolerable. La intensa mirada de ella misma desde el fondo del lago, esa sensación en la nuca que la había perseguido desde siempre era ahora intolerable. Sabía que al girarse sus propios ojos fríos le perforarían el alma y aunque el infinito era el premio, también era el castigo. ¿Qué iba a hacer cuando se descubriera a si misma, desnuda, al pie del árbol? Por fin tendría lo que siempre busco, autoconocimiento, pero a cambio estaría inmersa para siempre en su propio laberinto de espejos. Ella que siempre quiso ser Teseo, tuvo que ser precisamente el Minotauro.
«Estaciones del año y del amor»
Había esperado por tanto tiempo la primavera. Quería sentir tú calor. Después de unos meses llegaste y empezó a nevar. No te quería, ya no más.
«Atrapada»
Era extraño. Cada noche era el mismo río junto al mismo árbol. Seguía siendo la misma y mis huellas en la nieve no parecían cambiar de forma o lugar. Caminaba, más no me alejaba de ahí.Pensaba que tan solo era un sueño, más no recordaba haber cerrado los ojos.
Y cuando despertó, el chapo ya no estaba allí.
¡Ja!
La risa
¿Cómo es Dios cuando ríe?, preguntó a su madre mientras caminaban tomadas de la mano. Insistió tres veces hasta que ella la miró con dulzura, se inclinó sobre sus tacones y le dijo al oído: ve al lago y mira.
30 años después y seguía riendo.
Lo veía en sus ojos, estaba indeciso. No sabía si hacerlo o no así que decidí hacerlo por él.
Primero frío, luego oscuridad y nada más; lo último que vi fue el fondo del lago. A quién le miento, no fue un favor para él, fue un favor para mí.
quien me llama? ahí voy amigos, estoy diseñando mi nueva casa. Aquí voy a instalar mi puerta de hielo… la voy a abrir cada mañana, y lo primero que voy a observar es el lago congelado, voy a tomar carrera, saltaré sobre un trampolín que aseguraré en el borde, y nadaré en medio de decenas de tiburones hambrientos hasta la otra orilla. En los árboles criaré elfos para que todos los días me congelen con sus máquinas de fotos que yo mismo les proporcionaré, y así quedará como prueba irrefutable como me trepo del otro lado sano y salvo con mi portafolios recién lustrado lleno de papeles. Será el momento de arreglarme un poco, y saldré caminando tranquilo; nada que se me acerque, parecido a algo humano, podrá ya hacerme daño…
Mujer de agua en el sitio no. 36
Ella perdió la cuenta de los sitios que visitaron juntos. El habrá olvidado, si es que la muerte significa olvido. Ella decidió: llorar hasta vaciar de dolor al cuerpo. Comenzó en la simbólica tumba, pila de cartas reducidas a cenizas, que enterró bajo la banca de la despedida. Lloró tres noches en el sitio, velando el simbólico cadáver, formando un lago con las lágrimas reunidas.
Puente de la calle Ocaso, penúltimo lugar visitado. Ella ahogándose en su propia memoria; llorar recuerdos es la clave para respirar de nuevo. La calle permanece cerrada luego de que la imagen del puente se duplicara en el sitio en que hoy las aves bajan a beber agua. Ella fue llenando de reflejos de cielo cada calle tranquila, fue inundando el desierto.
Se da cuenta que los días vaciando el dolor, no han sido suficientes y decide recorrer cada sitio frecuentado. Uno, dos, tres, (…) once, (…) y veinte, (…), hasta el sitio número treinta y seis; el primero, el de las mil historias y los llamados recuerdos, que no son sino ficciones y sueños, imaginar lo que quisimos que fuera. Ella derramó una lágrima final y no quedaban ni sollozos ni lamentos. Dio la espalda al último primer sitio, al nuevo estanque hecho de lágrimas; el plan era marcharse y vivir de nuevo. Ella ya no sabía ser otra cosa distinta a una mujer de agua. Ella no sabía de vacíos y ausencias. Ella estaba ahora en cada sitio en que se fue derramando a base de llanto.
Ella renacería en el sitio número 36, el principio del fin.
«Neil Armstrong»
Puse mis pies en la luna y volví a leer mi ficción.
Reflexiones
El problema no fue matarla; el problema fue ¿donde enterrarla? las bolsas de plástico que contenían sus restos, pesaban como «Maldición de suegra», pero mas pesaban los insultos, las vejaciones y los años que comparti con esa mujer. Aun retumba en mis oídos la voz chillona que escapaba de su garganta, a manera de insultos hacia mi persona. ¡Nada le parecía!, para ella, todo lo que hacia estaba mal. Hasta que un día…mi paciencia llegó a su limite.
Han pasado algunos años, en ocasiones regreso a este lugar solo para ver el frondoso árbol en que se convirtio mi querida Robustiana. Las hojas se mecen suavemente a la mas mínima ráfaga del viento, y el tenue oleaje que produce el ojo de agua, reconfortan mi espíritu. Ella descansa… y yo tambien.
Conciencia.
Como no recordar ese día, uno de los días más bonitos de mi vida. Me encontraba en la parte trasera de mi casa, en mi lugar favorito, junto al río, en donde me podía estar horas sin que nadie me interrumpiera, era ese mi lugar para pensar. Era tan bello ese lugar, y en invierno me gustaba aún más, podías ver los arboles sin hojas y cubiertos de nieve así como todo el pasto, y ahora que lo veo; no queda nada. Por tanto tiempo me dijeron que la contaminación era algo real, que necesitábamos reaccionar ya, que no se trataba de un futuro muy lejano, que era verdad que estaba afectando a mi planeta, pensé que esto tardaría mas años, no quise hacer caso; y el día de hoy me encontraba de nuevo en este lugar, pero ahora sin nada de lo que yo recordaba. Como me gustaría poder regresar el tiempo y hacer algo para que mis hijos vean todo eso, y o solo en fotografías… en vida real.
«Primera vez»
Y bueno, después de tantos viajes, llamadas, mensajes finalmente te conoceré., no se si sera algo bueno para mi después de haber sufrido tanto pero lo quiero intentarlo.
Estas tan hermosa, sólo unos cuantos pasos más y tocaré tu mano, te miraré a los ojos, me abrazaras estoy ansioso…
Lágrimas en el bosque.
Su abuela le prohibía acercarse al lago donde años antes sus padres se ahogaban. Le decía que, ir al lugar de la desgracia era volverla a parir. Ella dudaba que esa fuera la razón. Pero sólo esta noche, con más curiosidad que valentía, saldría a conocer la verdad.
Como toda autoridad suprema, la abuela, escondía o transformaba las verdades. El bosque no era un bosque común y corriente. Ese lugar había sido contaminado por algo mayor que cualquier plaga. Contenía toda la tristeza y enojo de sus antepasados. Los cantos de aves no entonaban allí, las flores habían dejado de existir y en vez crecía mala hierba. Lo único que logró perdurar fueron los inmensos árboles a la orilla de las aguas. Sin embargo, ni estos eran los mismos. Ahora liberaban una pestilencia de cadáver animal.
La joven se puso un gorro y una chaqueta. De puntillas salió. Al último crugir de la puerta, divisó el horizonte. Corrió sin marcha atrás, con la adrenalina al cien y el corazón dando tumbos.
Estando en la orilla del lago y mirando a su alrededor todo se volvió claro. Tanto tiempo vivió en una ilusión creada por su abuela. Se sentó en el suelo apreciando su reflejo en el agua. Escuchaba las voces de sus padres. Sus manos tocaron el agua glacial y con ellas hizó un jícaro. Lentamente la acercó hasta sus labios. La probó. Era salada. Cuando la pasó, la sintió en todo su cuerpo y se dio cuenta de su error. No era agua lo que estaba bebiendo, sino, lágrimas de sus padres, llantos de cada uno de sus antepasados. Y en eso se convirtió, en una gota de amargura. Aunque algunos aseguran que ella regresó. Qué se levantó y se tornó hacía su casa con las manos en los bolsillos y los sentimientos desechos, la cara pálida y en su pecho sólo abundando melancolía.
Cisma
Abracé al hombre marchito, de piel ceniza y alas rotas. Besé sus labios secos y lo miré a los ojos aún chispeantes. No creo en ti, dije y lo arrastré hacia el agua y hundí su cuerpo y él se dejó morir. Murmuré sin derramar una sola lágrima: “Ángel de mi guarda, dulce compañía…”
No pretendo concursar puesto que mi cuento no es ni por mucho, brevísimo. Sin embargo, me permito ingresarlo ya que no lo habría escrito de no haberme inspirado por el ejercicio que usted presenta.
Desde la violenta muerte de mi mejor amiga que no salía a ningún lado. Quedé destrozada. Los tés de mi abuela; las compresas calientes de mi madre, a veces frías; nada funcionaba. Mi tía la esotérica ocupó cada espacio de mi habitación con velas de olor y palitos de incienso con incomprensibles caracteres chinos. Y unas botellitas con «aceites esenciales, que te harán sentir mejor». Que te harán sentir mejor. No lo hicieron. Sólo me dio alergia. Trajo entonces al homeópata, quien me dio una ristra de chochitos. Pero no importaba que se deshiciera en explicarme las bondades de cada uno y en lo que me ayudarían, su efecto placebo no tuvo éxito conmigo.Y yo mientras que me aislaba más y comía menos, y las paredes que se volvían grises y se volcaban sobre mi cuerpo tendido en la cama, apresándome. Pensaba en ella, y lloraba, pensaba en ella y su último rostro flotaba entre el aire rancio y espeso de la habitación, a la que ya nadie entraba y cuya puerta tan sólo abría en ranura para dejar pasar un ocasional alimento. Pensaba en ella y lloraba. Evocado el eco de su risa, temía que se escapara si la puerta se abriera por completo. Releía sus mensajes, reveía nuestras fotografías juntas, y reía invocando esos momentos, y enseguida lloraba, y mientras las sábanas que se cubrían con mi olor, y mi cabello que se sentía seboso. Un sándwich pudriéndose sobre el pequeño plato bajo la lámpara castrada de luz, con un pedazo faltante que bien podría haber sido causado por mis dientes. Tenía la forma de mis dientes. Mis dientes. Pudriéndose. Finalmente me llenaron con antidepresivos, pero no fueron éstos los que me sacaron de la hondura de mi recién adquirida realidad, sino un mensaje que me envió la hermana menor de mi amiga, la única a quien no tenía bloqueada en mi teléfono. Pensé en ello toda la noche, hasta el alba. Advertí el amanecer porque la fría y oscura habitación se mudó ligeramente cálida.
Me bañé y usé el estropajo hasta dejar mi piel roja, como queriendo tallar los recuerdos fuera de mí. Enjuagué mi cabello. Pasé la toalla por mi cuerpo, con suavidad y determinación. Cuando hube cepillado mis dientes, me peiné, me maquillé, me vestí con ropa alegre. Mi mano, con un último dejo de vacilación, dio vuelta al picaporte. La luz contrajo mis pupilas y sentí dolor; un dolor que se iba quedando atrás mientras caminaba hacia la cocina. Mi madre dejó caer el plato que lavaba, que hizo como un ruido de aplausos, y se dirigió lentamente hacia mi figura enmarcada, sin importarle los añicos, su boca entreabierta y una lengua entumecida que se negaba a formular palabra. Con un brazo rodeó mi cintura y con el otro atrajo mi cabeza hacia su hombro, acariciando mis ahora acicalados cabellos. «Mi vida…», dijo. Y apretó fuerte mi huesudo cuerpo contra el suyo. Y me apretujó.
Llegó mi abuela y más tarde mi tía, de mano del homeópata. Al parecer se hicieron buenos amigos gracias a mi condición, y ahora andaban. «Te dije que iba a funcionar lo último que le di», apuntó, orgulloso, al verme. (Si supiera que tiraba sus chochitos por el excusado). Elegí pizza cuando preguntaron que qué quería comer para celebrar. Consumí un triángulo, y logré la mitad de otro.
Recobré la animación. Regresé a la escuela. Mis amistades, ahora lejanas (había sido grosera con muchos, como si el dolor hubiese sido de mi única propiedad). Mas poco a poco me sumergí de vuelta en la ilusión de la normalidad. Restituí mi peso. Mis senos volvieron a ser, al igual que el contorno de mi cadera. Me suscribí de vuelta al gimnasio, al que iba con mi amiga. Ya pronto sería su aniversario. Tan iguales ella y yo; nos parecíamos en tanto.
Retorné a las redes sociales. Innumerables mensajes —acaso producto de mis reveladoras fotografías— a todo momento, aunque en mayor cantidad de noche, cuando los hombres se enfrentan al chasco de su apreciada solitud, que gruñe montada en un anhelo sexual que pretende ser liquidado de forma inmediata.
Ya pronto sería su aniversario. Para mi madre, su muerte había quedado ya disimulada en la neblina de mis recuerdos. Ahora le preocupaban más mis constantes salidas: «Entiendo que para encontrar a un príncipe, haya que besar muchos sapos… Pero, ¿no crees que ya son los suficientes?»
—Creo que ya encontré al indicado —le comuniqué a mi madre, con alegría, una semana después—. Quedé de verlo el sábado en el parque, junto al lago, para caminar y platicar.
—¿Cómo lo sabes? ¿Cómo sabes que es el indicado? —preguntó mi madre, con curiosidad de mujer, y de madre.
—Pues hay varias señales, pequeñas; cosas minúsculas que se vuelven considerables en contexto. Una palabra, entre un mar de ellas, que cobra significado. Que te ilusiona de que pueda ser. Gestos invisibles. Pero hasta el sábado que lo vea en persona lo podré confirmar.
Ella fue asesinada un viernes. Anoche nevó y hoy sábado se cumplía su aniversario. Mi madre lo sabía. Hoy sábado yo tenía una cita con alguien que parecía ser el indicado. Fui a despedirme a la cocina. Su mirada semejaba el preludio de un «ten mucho cuidado», pero el silbido agudo de la tetera la hizo voltear. Cuando volvió a hacerlo yo ya me había ido, dejando en el aire un «al rato vengo».
Anoche nevó. Hacía frío. Mis zapatos iban dejando su marca depresiva, una sucesión de hundimientos que terminó cerca de un árbol a orillas del lago. Me parecía un buen lugar para esperar, mas no tuve que hacerlo por mucho pues a los pocos minutos lo vi emerger tras una pequeña colina. Un sudor frío cubría la palma de mis manos dentro de los guantes. (Me sentía especialmente nerviosa).
—¿ChicaLinda? —preguntó al acercarse.
—Sí —contesté, confirmando mi sobrenombre en las redes—. Puedes llamarme Kiara.
—Hola Kiara. Soy Hugo —dijo, quitándose el guante y extendiendo un saludo—. Eres más guapa en persona.
«Qué original. Todos dicen eso». Saqué mis manos de los bolsillos de la chamarra y con una retiré el guante de la otra. Disimuladamente sequé la evidencia delatora sobando mi muslo por encima del pantalón. (Creo que de todos modos se dio cuenta de mi encubrimiento, pues lo vi esbozar un principio de sonrisa. Debo decir que se veía encantador). Mi mano se perdió dentro de la suya por unos momentos.
—¿Puedo ver tu pecho? —arrojé las palabras de improviso.
—¿Aquí? ¿Ahora? —respondió, sorprendido, volteando a ver hacia los lados.
Estábamos solos. Completamente solos. Anoche nevó y sólo el blanco paisaje nos acompañaba. Y los árboles, quietos. Y también el agua del lago, quieta también.
—Sí, anda… Te dije que tengo un fetiche enorme por los hombres de pelo en pecho. Además —expresé en un tono coqueto—, prometiste que me lo mostrarías si nos veíamos, ya que no quisiste enviarme fotos. Por eso es que estoy aquí.
Vaciló, pero puse mi cara reclamante de promesa incumplida que terminó por convencerlo. Bajó el cierre de su chaqueta, hizo su bufanda por un lado, desabotonó los siguientes tres botones de su camisa de franela (no llevaba playera debajo), y con ambas manos la jaló y descubrió su pecho. Me quedé impedida por unos instantes, con satisfecha sorpresa y bebiéndolo con la mirada, pensando en que ojalá y mi chamarra fuese lo suficientemente gruesa como para acallar el estrépito de mi corazón pulsante. (Él notó mi nerviosismo). Me acerqué a su cuerpo y alcé el rostro para ofrecerle mis labios, que fueron tomados sin reparo. La aguja lacerante entró precisa en su carótida. Su boca se separó bruscamente de la mía y llevó una mano al cuello, me rechazó con la otra. Pasmado, sus ojos grandes como el plato de mamá que caía al suelo, su cuerpo yacido sobre la nieve, su camisa abierta y el pecho que delataba los tres surcos paralelos que dejaron las uñas de Cristy. Eso decía el mensaje de su hermanita. Oyó al detective cuando se lo expuso a su madre el día que fue a disculparse, porque a pesar de la evidencia del ADN, no podían localizar al asesino en los registros policiales ni habían podido dar con él en más de seis meses de investigación. «Pero debe tener tres prominentes rasgaduras en el pecho… y es de pecho velludo», comentó la hermanita que había dicho el oficial.
Debía apurarme antes de que me viera alguien. Busqué en su chaqueta y encontré un fajo de cintillos plásticos en uno de los bolsillos. A Cristy la habían amarrado con cintillos, eso se comentó en el funeral —yo entonces iba a ser su siguiente víctima; tan parecidas ella y yo—. El anestésico paralizaba pero no mataba. Lo sujeté firme de tobillos y muñecas con su propio plan. Quise arrastrarlo de los pies pero ¡como pesaba!, así que lo rodé de costado los pocos metros hasta el lago y ya al borde, le di el empujón final con una patada. Flotó apenas y se hundió. Algunas burbujas, y el lago quieto de nuevo.
Tan cesante el viento. Tan quietas las aguas. Tan ausente el trinar de pájaros. Tan callados los árboles; tan sólo quedaron sus infinitos ojos verdes llenos de complicidad, y la brillantez de la nieve que inunda los míos, con un dolor de calidez insospechada, que se derrite y lava mis pesares.
Anoche nevó. Ahora hacía frío y antojo de café con leche y una concha. Más tarde tendría que decirle a mi madre que mi cita fue incompatible, y sobrellevar sus «¡ay, mijita!» y sus tiernos consejos.
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?Eduardo Machuca Torres
Me gustó el cuento. Tal vez podrías tratar de publicarlo en otro lado o meterlo en un concurso.
O_O gracias!
Lágrimas en el bosque.
Su abuela le prohibía acercarse al lago donde años antes sus padres se ahogaban. Le decía que, ir al lugar de la desgracia era volverla a parir. Ella dudaba que esa fuera la razón. Pero sólo esta noche, con más curiosidad que valentía, saldría a conocer la verdad.
Como toda autoridad suprema, la abuela, escondía o transformaba las verdades. El bosque no era un bosque común y corriente. Ese lugar había sido contaminado por algo mayor que cualquier plaga. Contenía toda la tristeza y enojo de sus antepasados. Los cantos de aves no entonaban allí, las flores habían dejado de existir y en vez crecía mala hierba. Lo único que logró perdurar fueron los inmensos árboles a la orilla de las aguas. Sin embargo, ni estos eran los mismos. Ahora liberaban una pestilencia de cadáver animal.
La joven se puso un gorro y una chaqueta. De puntillas salió. Al último crugir de la puerta, divisó el horizonte. Corrió sin marcha atrás, con la adrenalina al cien y el corazón dando tumbos.
Estando en la orilla del lago y mirando a su alrededor todo se volvió claro. Tanto tiempo vivió en una ilusión creada por su abuela. Se sentó en el suelo apreciando su reflejo en el agua. Escuchaba las voces de sus padres. Sus manos tocaron el agua glacial y con ellas hizó un jícaro. Lentamente la acercó hasta sus labios. La probó. Era salada. Cuando la pasó, la sintió en todo su cuerpo y se dio cuenta de su error. No era agua lo que estaba bebiendo, sino, lágrimas de sus padres, llantos de cada uno de sus antepasados. Y en eso se convirtió, en una gota de amargura. Aunque algunos aseguran que ella regresó. Qué se levantó y se tornó hacía su casa con las manos en los bolsillos y los sentimientos desechos, la cara pálida y en su pecho sólo abundando melancolía.
Parque Atómico 117
El parque había cerrado al público desde hace diez años. El estanque tenía altos niveles radioactivos de Cobalto 117. El isótopo provenía de Fukushima. El ciclo del agua y las corrientes marinas realizaron el trabajo. Nadie previó que el color tuviera alguna clase de muerte. Ayaka era la única persona en el mundo que podía explicar tal fenómeno y quizá contrarrestarlo. La más brillante doctora en ciencias en la era atómica, la época que terminó con los peces y los arcoiris en el Pacífico.
Los circuitos narrativos de los árboles permanecían vigorosos. Por más que Ayaka veía las hojas, estas no le contaban ninguna historia. De igual manera, las páginas en el estanque eran líquidas pero estáticas. Los surcos daban la ilusión de movimiento pero el agua estaba tan muerta como el pasto debajo de sus pies.
Ella tenía una teoría. Los electrolitos en la lluvia generaban un nuevo tipo de sales. La capilaridad para nutrir el interior de las árboles mataba la belleza de sus células. Pero ¿por qué también el cielo? Dentro del parque, la atmósfera era de un color gris acero y fuera de él, aún podía parpadearse de azul a pesar del smog. Ayaka no creía en leyendas ni lugares mágicos. Todo debía tener una explicación científica.
Pasó un año de experimentos microscópicos y el parque seguía viéndose en blanco y negro. El virus monocromático ya se había extendido al bosque de Chapultepec. Tarde o temprano cubriría todo el valle de México. Ayaka había fracasado y era tiempo de regresar a Japón. Antes de irse, decidió dar un último paseo. Un último intento. Había aprendido un poco de poesía española. Recordó que su abuela le cantaba a las plantas para que crecieran mejor. Así que probó con “verde que te quiero verde/verde viento/verdes ramas”. El viento agitó las hojas en un canto logarítmico. El pelo de Ayaka se enredó en su pequeña boca. Entonces suspiró, cerró los ojos y en un susurro dijo un haikú “verde azulado/el canto de las hojas/llora el verano”. Y el cielo se pintó de bosque.
«Los perros ven en blanco y negro», te repetía ella mientras te abrochaba el delantal. Y vos llorabas.
«¿Acaso vos sos un animal?, te gritaba mientras te ajustaba el nudo del corbatín. Y vos te mordías el labio y las ganas de matarla.
Le juraste y perjuraste que todo lo veías gris. Pero te tiraba tan fuerte del pelo que te arrancaba un mechón.
Y un buen día viste el color rojo sangre y te sentiste libre.
Hasta los tobillos
Tengo nieve hasta los tobillos, mierda. Debería haber traído las botas largas, ahora se me hielan los pies. De seguro hasta me agarro una neumonía, con la suerte que tengo. ¿De quién demonios fue la idea de venir a acampar aquí, en pleno invierno? Absolutamente absurdo. No sé por qué sigo permitiendo estas cosas. Hasta la punta de los dedos mojada tengo, coño. Es todo su culpa. “Un fin de semana libre nos hará bien”, decía, “volveremos a reencontrarnos”, decía. Y un carajo. Tengo nieve hasta los tobillos, y él está ahí a unos metros, estirando los brazos en posiciones extrañas para sacar una puta fotografía. Una fotografía mía que me mostrará en unas semanas, cuando hayamos regresado a casa, para decirme “pero amor, mira qué bien que la pasamos juntos”. Me mostrará la fotografía como queriendo mostrarme su amor, y yo lo único que veré será la nieve hasta los tobillos, el lago helado y esta gorra maldita que me regaló su madre pero que al menos me entibia las orejas. Veré que después de siete años juntos aún no sabe que detesto el frío, y que esa foto es la culpable de la neumonía que de seguro que me agarro con la suerte que tengo.
Tengo nieve hasta los tobillos, a quién se le ocurre acampar en invierno, y él dispara un montón de fotografías con cara de reconcentrado, pensando que no sospecho qué va a hacer con la foto, qué me va a decir cuando me la muestre, qué voy a pensar yo cuando la vea. “Qué bonito, en blanco y negro” voy a decirle, de seguro. Estúpido. ¿A quién se le ocurre fotografiar en blanco y negro estando en el siglo que estamos, intentando pasar por amor un filtro que solo debería destinarse a una necrológica? Pero qué bonito, voy a decirle. Tengo nieve hasta los tobillos y una neumonía, pero qué bonito una fotografía en blanco y negro a orillas del lago, un fin de semana libre acampando fuera en pleno invierno. Y sin botas. Mierda.
Adaptación
Un mundo nuevo espera, tiene que volver por chamarra y gorro: debido al hábito no puede evitar el frío.
Inmóvil. La humedad infiltra mis zapatos. La blancura impregna mis ojos. El frío que se adhiere a mi cuerpo, abrazándolo. El viento ausente. El correr ausente de las aguas. El ausente vaivén de las hojas. El tiempo ausente. Y tu ausencia que se siente tan presente. Al fin rota cuando tu figura asalta, tal y como irrumpiste en mi cotidianidad en un día igual al de hoy, falto de verano y sin hormigas, cuando aún las mariposas no revoloteaban en mi estómago. Cuando aún eran ninfas. Esperando tu soplo.
Ahora las siento de nuevo.
Esta inquietud que resalta en el silencio, tan sólo roto por el crujir de tus pisadas. Este repentino crepitar de mi pecho ardiente. Y tu rostro que concluye frente al mío. Y tu labios que se mueven, como diciendo algo. Como queriendo decirme algo. Tus labios que se mueven. Y tu espalda que se pierde en el paisaje carente de pájaros.
Me alejo vomitando un rastro de mariposas muertas.
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?Eduardo Machuca Torres
«Mariel»
Sólo esperaba a que las píldoras hicieran efecto para así volverse tan frío como la nieve.
Sofía Woolfolk
Salió positivo.(Título)
Y ella pensaba en como darle la noticia.
La cornisa de nieve
Miro la profunda densidad del estanque y siento los clavos del destino bien sujetos en la carne de mi corazón deshecho. Mis botas sobre la nieve, y el frío invernal y el miedo habitando mi alma. Bajo la luz de este sentimiento no quiero creer exactamente en lo que creo, ni sentir la angustia que me carcome.
Cuando esté muerta ya no podré siquiera arrepentirme de lo que fui. No es conveniente creer en las cosas de esta manera porque creerlo así me destina a negarme la posibilidad de estar equivocada. Las certezas sobre la transición de la vida a la muerte deberán de aparecer únicamente en el momento de la acción, y tal vez ni siquiera ahí sucedan. No pueden ser sólo ideas de lo que creo que pasará llegado el instante, ya que si especulo las posibilidades estaré inventando respuestas, entreteniéndome con ocurrencias, divagando existencialmente. Estando muerta no podré echar de menos lo que suceda después porque no tendrá mi corazón la capacidad de la tristeza o del arrepentimiento. ¡Ojalá la tuviera! ¡Ojalá siguiera conservando mi cuerpo la posibilidad de sentir! He visto muchos cadáveres en sus féretros y me han parecido la misma cosa. Seres que han dejado de ser lo que eran y que se han convertido en carne sin vida. ¡Qué tristeza transitar de la luz a la obscuridad! ¡Qué devastador es el luto que llega por ver morir a alguien! Últimamente he evitado ver el rostro de los fallecidos porque niegan lo que fueron en vida. No hay signos de nada en la cara de los muertos. No hay tristeza ni desconsuelo, sólo un rictus frío como de figura de cera. Si tan sólo tuvieran la oportunidad de despedirse cuando ya no están vivos. Si pudieran abrir los labios y dar la lección vital. «Estamos muertos y es horrible», tal vez dirían. Y entonces vendrían las recomendaciones para vivir mejor. Nos dirían la fórmula para aprovechar la existencia, describirían el mecanismo para hacerlo bien, detallarían procesos, métodos y un increíble recetario de consejos. Pero con certeza nos dirían: «jamás acortes tu vida por decisión propia».
Mi rostro lívido y emblanquecido como la representación ósea de la muerte será lo primero que vean de mí, un rostro mordido por los peces, infiltrado por parásitos y suciedad. ¿Qué dirá mi madre cuando su mano levante la sábana que cubre mi cuerpo denudo sobre la gélida lápida del anfiteatro? ¿Qué encontrará en mis gestos de muñeca sin vida? ¿Lamentará no haber prevenido mi fin?
Me despido de la cornisa en la que me sostuve por un instante. La muerte me asusta más que este sentimiento desolador. Es mejor regresar mis pasos y no provocar la voracidad del frío. El estanque contendrá peces y no mi cuerpo sin latidos. La nieve borrará los pasos que el destino me vio dar. Volveré a mi vida a intentarlo otra vez.
La inexplicable mortalidad del ser, vista desde los ojos de los no resucitados es el gran enigma que pone de cabeza a los vivos. Muy buena historia ¡¡Me encantó!!
HAY SANGRE EN LA NIEVE.
VIERNES ES VIOLENCIA.
ME EXCITA LA CAÍDA DE LA TARDE.
LA INVIDENTE CREE QUE HA PERDIDO SU BASTÓN. ANDA POR ALLÍ, MANOTEANDO, OTEANDO EL AIRE, BUSCÁNDOLO CON TOQUES DE LOS PIES.
YO LO HE ARROJADO AL RÍO. ME GUSTA OBSERVARLA. LA BELLEZA EN SU TORPEZA.
LENGUA, LABIOS, PECHOS, CADERAS.
SUS HUESOS SE MUEVEN, ME HABLAN.
CAMINA CON ELLOS HACIA MÍ.
PRONTO SERÁ TAN SÓLO UN FANTASMA.
COMO CON TODAS ELLAS, CUANDO SE DA CUENTA DE MI PRESENCIA, ES YA DEMASIADO TARDE.
MI FINO STILETTO LE ATRAVIESA EL CORAZÓN COMO UNA RÁFAGA.
FRÍO FILOSO COMO UN CUCHILLO. LA LLEVO A RASTRAS DETRÁS DEL ÁRBOL. ESTAMOS SOLOS, PERO ¡CUIDADO! NO DEBO ROMPER EL SILENCIO CON MI RISA DEPRAVADA.
ALGO DISTRAE MI ATENCIÓN POR UN SEGUNDO.
HAY SANGRE EN LA NIEVE.
EL ESTANQUE DE LOS DESEOS
Muchos regresan para reprocharme que sus deseos no se hayan cumplido. ¿Qué queríais que hiciera por un euro?
***
Tuvieron que colocar un cartel junto al estanque de los deseos: “No se aceptan tarjetas de crédito”.
***
A veces sucede que la gente se pase días y días junto al estanque de los deseos sin saber qué pedir. Se acaban marchando.
CHARCOS Y OCÉANOS
Todos están descontentos con su suerte. Los charcos querrían ser estanques. A los estanques les gustaría ser lagos. Los lagos envidian a los mares y les odian porque les roban el agua. Los mares se tienen en nada por no ser océanos. Los océanos suspiran por la vida tranquila de los charcos.
Duchovny y Cassandra
-El jardín es extenso, cubierto de nieve… no, no es nieve, es droga… ¡sí, es droga, cocaína!… Y más adelante hay un pequeño estanque… alcohol… sí, alcohol… vodka… ¡es un estanque de vodka!… Y los árboles… ese árbol… hay algo con él… es… está… ¡está hecho de plástico!… de… ¡de condones!
El detective Duchovny, que conducía, le echó una mirada. La vio con la cabeza entre las manos. No le gustó ni entendió que se la hubieran asignado de compañera a partir de ese día. Nunca habían trabajado juntos, y no creía en ella, en su “percepción extrasensorial”. Esta demostración de su “poder” le confirmaba que Cassandra, como se hacía llamar, era un fraude y que su participación en el Departamento de Policía de Los Ángeles era prescindible por completo: la investigación hecha de antemano no los dirigía a una mansión en la que los vicios pudieran saciarse en caprichosas y placenteras orgías de fantasía, costeables por fortunas salidas del mundo del hampa, sino a un simple edificio abandonado, convertido en nido de criminales que en realidad no eran peces gordos. Además, ella tampoco le gustaba porque había rumores de que era alcohólica.
Veinte minutos después el instinto de Duchovny le decía que había algo, algo que no debía pasar por alto. En el pequeño parque al lado del edificio había encontrado una bolsita con unos escasísimos restos de cocaína, en el fondo del pequeño estanque de aguas sucias y basurientas estaba una botella que reconoció como la de un vodka barato. Aún contra el sentido común se acercó por mera corazonada al árbol. Ahí, en una protuberancia de la corteza, encontró una bolsa de condón. Le dirigió una mirada a Cassandra. Ella tenía una botella de tequila en la mano: no supo cómo y cuándo la habría adquirido.
-La necesito… Esto me regula… y combate la migraña… nadie me cree. Mientras daba un largo trago, Duchovny miró al edificio, luego preguntó ¿Cuántos son? ¿Qué armas tienen? Ella dejó de beber. Pasaron unos segundos antes de que contestara. Su voz sonó más tranquila, menos aguda. No me mires así. Mi sentido es muy sensible, y ya estoy procesando el alcohol. Se aclaró la garganta. Son seis, todos con armas de calibre medio, pero tienen dos escopetas en su arsenal. Si entras por atrás forzando la puerta como sabes hacerlo encontrarás que las primeras dos habitaciones están vacías. En la tercera habitación hay dos de ellos. Otro más en el segundo piso, drogándose con coca. El resto en el tercer piso, donde están la droga y los rehenes, entre ellos un hombre calvo, Pileggi, el infiltrado del que sólo a ti te contó Carter, tu jefe. Los matarán en diez minutos. Han usado las sustancias y no esperan visitas.
Duchovny la miraba fijamente. Tomó su teléfono y llamó al Departamento de Policía mientras Cassandra continuaba bebiendo sin pausa. Luego de colgar había dado sólo unos pasos cuando escuchó no vayas, William, sólo tienes un arma, tu experiencia no es mucha. Él tenía un arma extra, que le habían dado para entregársela a ella si así lo creía conveniente, y además, la pequeña que siempre traía en el tobillo. Había sido militar y su puntería era excelente. Vuelve al auto, Cassandra. Quédate dentro. Cassandra vio como Duchovny daba la vuelta al edificio para ir por la puerta de atrás. Sólo quiero alejar la migraña, dijo, antes de seguir con la botella.
La solución
-El viejo se ponía realmente furioso cuando le preguntábamos sobre la chica de la fotografía. Decía que ella era su asistente y lo había traicionado, porque para quedarse con su valioso laboratorio lo había denunciado como enfermo mental. Que esa fotografía tenía importancia pues era la evidencia de su logro. Me gustaba mostrarle la foto, me divertía cómo se enojaba. Lástima que un día me la arrebató y la rompió.
-¿Y sigue aquí?
-¿El viejo? Sí, sedado en la 73. Cada vez se ponía más violento, así que no hubo otro remedio que ponerlo a dormir un buen rato. Él, como te decía, es el paciente cero…
-¿Qué más decía? ¿En qué cree?
-Eso no es importante, hijo. Sólo una estupidez acerca de que había inventado una fórmula o algo para sembrar en agua…
-Pero eso se llama hidroponía, ¿no?
-…
-Digo, yo no sé, pero…
-El viejo cree que puede sembrar directamente árboles o plantas en el agua, o en hielo… Eso no importa, lo que importa es que es contagioso.
-¿Qué es contagioso?
-Su padecimiento. Un día la joven de la foto llegó aquí por su propio pie. Decía que él era el único que podría ayudarla, porque eso estaba en su cuerpo y reaccionaba con el agua convirtiéndola en un vegetal…
-¿Pero nadie comprobó que lo que decía fuera…
-Hijo, tú eres un recién llegado, así que déjame explicarte cómo funcionan las cosas por aquí. Tenemos una emergencia sanitaria en aumento, y a nadie en el país, ni a los políticos ni nadie, le interesa resolverla. Es por eso que el Sindicato de Enfermeros de Psiquiátricos se ha hecho cargo ¿Cierto?
-Sí, cierto.
Déjame decirte otra cosa: los locos son locos. Algunas de sus enfermedades son contagiosas, como la de ese viejo. Hay muchos casos de locura colectiva en la historia: los avistamientos de ovnis, los que creen en psicofonías y todas esas imposibilidades. Recuerdo un caso de la Edad Media, en que en un poblado todos se pusieron a bailar hasta morir de cansancio. Yo lo sé porque me gusta estar informado. La gente puede contagiarse de enfermedades mentales. ¿O no es verdad?
-…
-Quienes le creyeron al viejo ese ahora están sedados, porque compartieron su locura. El director y muchos de los médicos acabaron diciendo que era cierto, que de alguna forma que no me interesa saber, se había contaminado el agua potable de la isla, o al menos la que se usa en el edificio, que tiene planta purificadora, y que varios de ellos por tomarla tenían síntomas de no sé qué enfermedad. Yo no la tomo, pero porque me da asco tomar de un grifo, así que sólo tomo agua embotellada… Mira, antes de ponerlos a dormir afirmaban que se convertirían en vegetales, creían tener astillas dentro del cuerpo… Es algo que no me interesa saber ni quiero comprobar, ¿sabes por qué? Porque sé que es falso. ¿Entiendes?
-…
-Y nadie querrá comprobar lo que afirman los dementes, porque empezar a creer en lo que dicen te dejará igual que ellos. Estamos ante de algo de suma gravedad aquí. Algunos de los del sindicato, de los primeros en llegar, han creído toda esa basura, y a pesar de que el viejo, la chica y todos los médicos residentes están sedados, también se han contagiado. Los demás los hemos puesto en celdas… así es como le decimos ahora a las habitaciones. Sé que el contagio continúa, y aún más: alguien intenta sabotear nuestro trabajo, alguien que entra en las celdas y les pone, o incluso inserta, hojas o trozos de corteza sobre la piel a los pacientes, como para hacernos creer que es verdad todo eso… La solución para no acabar como ellos está en saber que las cosas son de un modo y nada más, la vida es de un modo y nada más. Así que no más preguntas, ni siquiera pensar en el tema, si no quieres acabar como ellos, hijo. ¿Entendido?
No es necesario que me dejes entrar
¿No tienes frío? Le preguntó la joven al niño, que estaba arriba del árbol y sin ropa para abrigarse.
No.
¿No te da miedo estar aquí tan solo en este parque, a esta hora?
No.
Ella escuchó entonces un sonido extraño que provenía de arriba. Se le vino a la mente la idea de que aquello parecía ser el sonido del hambre.
¿Quieres ser mi amigo? Preguntó ella.
No.
Y alcanzó a ver, dentro de aquella boca que se abría, los colmillos.
Narcisa
La encontró en las aguas del estanque. Era hermosa, alguien de quien enamorarse a primera vista. Lástima que fuera tan fría. Todo lo que le dijo y ni siquiera pudo romper el hielo.
«Ramiro»
Era una de tantas madrugadas, desde que Ramiro se había ido, todas le sabían a lo mismo debajo del paladar. Hasta que no volviera, ella sabía que el camino, el parque, el lago, el árbol, la ciudad, todo cuanto se cruzara en su camino tendría cierto aire gris, como fotograma a blanco y negro. De pronto, en una de sus muchas investigaciones por los árboles del parque, lo vio, estaba acurrucado en una de las ramas jugando con la corteza. La muchacha daba varios saltitos de alegría mientras estiraba la mano haciéndole señas a Ramiro para que bajase del árbol y antes de que éste estuviera dispuesto a dar un brinco hasta los brazos de la joven, el sonido del celular la obligó a bajar la mirada y contestar. Era Ramiro, su novio.
–¿Cariño? –contestó ella con una sonrisa en el rostro.
–Amor, ¿adivina qué? Encontré a tu gato, el pequeño Ramiro está sano y salvo entre mis manos, te dije que no podía haber ido muy lejos.
El silencio de la muchacha se hizo presente al pie del lago, delante del árbol del cual Ramiro acaba de pegar un salto y depositarse entre sus brazos, con su plaquita dorada distintiva que ella le había comprado y una mancha de pintura roja impactada sobre el lomo.
–¿Seguro?… ¿Y tiene manchas de pintura?
–De nuevo con eso –le contestó irritado Ramiro, el novio–. No, no tiene pintura en ningún lado, ya te dije que yo jamás lastimaría a ningún animal y menos a éste que sé que quieres tanto.
–Ya veo –una sonrisa de malicia se dibujó en el rostro de la muchacha mientras acariciaba al pequeño Ramiro en sus brazos–, siempre supe que serías incapaz. Voy para allá.
Y sin esperar respuesta alguna, cortó la llamada. En el camino a casa volvió despacio, un poco preocupada pero con alegría, pues sabía que todavía podría conservar en su vida a dos Ramiros, pero le molestaba el problema de no poder diferenciarlos con la misma facilidad de antes.
La luna de hielo
La tarde tenía una fragilidad natural decorada por un viento gris que enfriaba el cuerpo. Caminé sin rumbo por la parte vieja de la hondonada. Crucé por el interior del mercado para no sentir tanto frío. El olor de las verduras y su natural podredumbre invadieron mi nariz. Me sentí vivo y tocado por la rica médula de la sensibilidad dentro de una aventura estética. Regularmente busco entrar a los mercados y recorrer sus pasillos porque me entiendo como dentro de la instalación realista de un museo. La mugre de los pisos cambiaba de consistencia al caminar sobre sus baldosas de cemento pulido y patinado de prístinos cochambres. La pétrea humedad de la zona de carnes reptó ingobernable por el ambiente, al principio tímida porque la anciana fragancia de la ropa de paca se zambullía entre el perfume rancio de las cacerolas mal lavadas y de la comida grasosa a punto de ser vendida, pero luego supo apoderarse del espacio imponiendo su sello de cementerio en un escenario perfecto: las cabezas de cerdos como colocadas en fila por la muerte, sonriéndole a las marchantas; las vísceras de res en tinas sanguinolentas simulando enormes peceras de plástico donde intestinos e hígados balbucean un nado; carne roja como ladrillos de hule que sustenta el torvo escurrimiento de sangre en su recorrido por el suelo hasta las sedientas alcantarillas; mujeres de grandes y pesadas bolsas de mandado manoseando, pellizcando los pálidos muslos de las aves muertas que yacen amontonadas en las vitrinas de cristales estrellados, para constatar que es carne fresca, idónea para la receta del caldo de pollo. Me detengo ante un local en la zona de pescado porque al pasar me percato de unas enormes manos regordetas que, con la dulzura del bárbaro cavernícola que atiende, insertan los dedos (mejor que ganchos metálicos) para arrastrar las tripas de un bagre. Las salpicaduras de la peste ensangrentada que brotan de las branquias no sorprende a nadie. Las ancianas que esperan la limpieza de los pescados platican de los nietos y de lo sano que están. Sólo yo me impresiono viendo el ejercicio cotidiano de la violencia ultrajando al pez. Veo sus ojos traslúcido y amorfos: son un antiguo daguerrotipo de tristeza y sal, en las aletas oblongas lleva el sigiloso signo del olvido biológico. Las manos del bárbaro se las limpia cuando la viscosa sangre le molesta: lo hace con la idéntica torpeza del mocoso al limpiar su nariz en el mantel del comedor, al estar reunida la familia y cuando su madre no lo ve, también asemeja el aseo del que ignora un indicio de pulcritud personal. Y mientras lo hace, sus modales de carnicero marino se dulcifican un poco ofreciendo sonrisas a sus compradoras. Todo esto al ritmo de la extracción de los sacos de fluidos y tripas, acto que sugiere alambicar el metano para aligerar las toxinas del animal. Ahora me doy cuenta, el vendedor de pescado es un enorme niño gordo, de espesa papada y notorios dientes ensartados en una encía vulnerable y de inflamado periodonto. Un collar de verrugas lívidas a punto de coronarse en sangre le cuelga del tronco que lleva por cuello. Su pequeña boca contrasta con los gruesos y estorbosos labios que dificultan la fuga de palabras al hablar.
–¿Va a llevar algo señora?– lo escucho emitir con torpeza la pregunta, y veo entonces sus ojos de infante descubierto en sus descuartizamientos infantiles. Hay culpa en su mirada y trata de ocultarla diciendo: «En un momento lo despacho, joven». Pero yo estoy distraído viendo la fotografía salpicada en sangre de intestinos de los muchos peces que han sido destripados sobre la tabla de cortar. Me distraigo imaginando si en el instante en que fue tomada la fotografía la mujer de negro, de fuertes piernas de roble, sintió frío al estar sus pasos sembrados en la nieve.
–¿Te gusta la foto?– me pregunta el cavernícola vendedor de pescado–. Es mi mujer en la casa del estanque, justamente en nuestra luna de miel.
Cayó la venda de sus ojos. Por fin pudo ver su propio rostro en cada una de sus hojas. Por supuesto, su piel era ahora de corteza.
La escena me vino a la mente. Aquella que fue el amor de mi vida miraba a la lejanía. Fue como perderme en ella, cuando la miré en esa tarde.
«No volverás a verla», fue la sentencia susurrante. El regalo de su imagen, antes de que muriera.
Cuento para Noico
En cuanto ella, al pasear en solitario, comentó en voz alta que ya no confiaba ni en su sombra… esta última salió corriendo, ocultándose de tanto en tanto detrás de los árboles mientras se alejaba hasta lograr perderse en la oscuridad del bosque…
Presagio erróneo
Terminó de comer y abrió la galleta de la fortuna que claramente le decía: «Cuidado con la granola» . A partir de ese día evitó comerla en el desayuno como era su costumbre a pesar de lo mucho que le gustaba… Tiempo después mientras paseaba muy quitada de la pena cerca de un lago, el agua se agitó sin que lo notara confiada como estaba y de repente una gran ola se formó y se dirigió hacia ella que nada pudo hacer contra esa fuerza de la Naturaleza y terminó siendo arrastrada. Quienes pasaban por allí vieron cómo la engulló el agua y se llevó para siempre: su gusto por la comida china, su ortorexia, sus dietas raras pero sobre todo su descuido al leer los mensajes de las infalibles galletas de la fortuna.
Edipo en Llamas
De su misma savia habría de emerger
el fósforo que iniciara la flama.
Maldito el vástago de su propia rama,
que en acto suicida a su linaje entero hiciera perecer.
Instante.
Todo fue un instante. Aquí estoy otra vez en el mismo lugar, pero algo es distinto, se huele en el aire y en la piel se siente un escalofrío estremecedor. El color del paisaje se ha vuelto gris. Además, ha perdido el encantó que le descubrí la última vez que lo vi. No recuerdo con exactitud cuál fue, solo sé que me cautivó. Tal vez porque él estaba conmigo y me sentía plena a su lado. Creí haber besado la felicidad. Pero en eso me vio, con unos ojos que desconocí. Me dijo: te amo, serás mía para siempre. Antes de que pudiera contestarle algo, sus manos se cerraron sobre mí. Pronto sentí el agua fría estrujar mi piel. Era pegajosa, lamosa y con sabor a mierda de pato, los mismos que se paseaban aquella tarde, pero que salieron huyendo despavoridos pues el miedo se huele de lejos. Y nadie, nadie quiere terminar así. Traté con mucho esfuerzo de decirle que lo amaba, pero mi voz se atragantaba a cada intento. Finalmente, en mis entrañas se deslizo, como una serpiente en su agujero, el líquido putrefacto las esperanzas ahogadas. Mis ojos claros apenas alcanzaban a distinguir imágenes borrosas en mundo distinto, color verde que se tornaba, segundo a segundo, en un abismo negro. Hice mi último intento de arañar en busca de algo, pero mis brazos habían perdido la fuerza para seguir aferrándose a la nada. Me dejé llevar hasta el fondo, delicada y suavemente, pues me di cuenta de que ese era mi destino.
Desde entonces el paisaje cambió, menos él. Él sigue sentado en la misma banca, con la mirada triste y el rostro hacia el lago, como si buscara algo que perdió o si se despidiera de alguien a quien amó, pero en el fondo sé que me engaño, como aquella vez cuando quise ver el encanto donde no lo había. Pero ahora, tras su espalda, me toca a mí decirle lo que no pude, mientras mis manos acarician su cuello.
¿Es posible escribir la realidad? Un escritor pone en juego la salud mental.
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