¿Por qué siempre me entero tarde de estas cosas? Gracias a la bitácora Teoría del caos de René López Villamar acabo de saber de un artículo del escritor español Andrés Ibáñez, publicado el 22 de marzo de este año en el sitio del diario ABC, contra la minificción: una invectiva (la palabra la empleó René y es justo la justa, de modo que la repito) que desarrolla el viejo tema de que el microrrelato –así lo llama Ibáñez– es sólo un chiste sin mayor mérito, una ocurrencia que prefieren quienes no quieren o no pueden esforzarse en escribir algo más extenso (una novela, claro). El texto estaba escrito para indignar y lo consiguió, a juzgar por la respuesta en un buen número de bitácoras españolas. Aquí, con su permiso (de ustedes), reproduzco sus dos párrafos iniciales:
¿Conocen ustedes la anécdota de Tolstoi y los microrrelatos? Después de escribir varias novelas de inmensa longitud (Guerra y paz, Anna Karenina, Resurrección), un periodista le preguntó al anciano escritor que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy aburridos».
Me parece una excelente respuesta. Los microrrelatos, en efecto, son muy aburridos. Y no es ese, probablemente, el peor de sus defectos. Me atrevería a decir que los microrrelatos son a la literatura lo que un sobrecito de ketchup es a la alimentación humana. En otras palabras, que los microrrelatos no son en realidad literatura porque no son, en realidad, nada. No son un género literario. No son un relato muy breve. No son «el resultado de una enorme depuración expresiva». En el 99,99 por ciento de los casos no son más que chorradas. Y chorradas llenas de clichés, además. Microrrelato: la mínima extensión que puede alcanzar una obra literaria de calidad pésima.
Como se ve, la argumentación del artículo resulta menos original que dogmática; no reproduzco el resto porque sigue más o menos la misma línea hasta el final del texto y no se sostiene: baste enlazar aquí al blog La nave de los locos de Fernando Valls, quien ya hizo la mejor refutación de Ibáñez (o al menos la más divertida) partiendo de cambiar la palabra «minificción» por la palabra «novela». La burla demuestra lo insustancial del escrito original, que en el fondo no es más que una bravata: la manifestación de una pose más o menos estudiada, como tantos que se publican en todas partes.
(NOTA IMPERTINENTE. Me recordó, por ejemplo, varios que se publicaron el año pasado acá en México sobre la «generación de los setenta» –de los escritores nacidos en los setenta– y se podían resumir del mismo modo: «yo que nací en los setenta desprecio a los otros de los setenta y así demuestro que soy mejor que ellos y merezco más que todos ellos». Los más arrojados entre esos textos agregaban rancheramente la idea de que sus autores tenían derecho a decir lo que decían por tener más huevos, es decir –supongo–, testículos más grandes que sus adversarios, lo que en realidad no decía nada sobre su talento literario pero era un modo más bien barato, y por lo tanto eficaz en un país mojigato y atrasado como México, de llamar la atención: Diego Luna logró el mismo efecto –las mismas risitas nerviosas, la misma impresión de machismo patibulario, y además sin escribir una letra– poniéndose una mano en el «paquete» en el cartel de la película Rudo y cursi, estrenada en aquel tiempo.)
Me interesa más notar el hecho de que el arranque del texto de Ibáñez, la anécdota de Tolstoi, es una mala minificción: un chiste conservador. Parte de un lugar común–reducir a Tolstoi a la caricatura de «el tipo que escribía libros gordos»– y entonces, sin ninguna ironía, agrega la sugerencia de que le divertía escribirlos y, tal vez, también leerlos: poco más podemos inferir de que el microrrelato –que en el contexto es un anacronismo: el concepto se formuló después de la muerte de Tolstoi– lo aburra. Redoble de tambores y platillazo.
Como decía Lenin, ¿qué hacer? Si quisiéramos, en plan estrictamente experimental, depurar la minificción escondida en ese párrafo, tendríamos que empezar por considerar el remate. Como no se trata de mostrar fidelidad a la realidad histórica ni a ningún dogma literario, sino de crear un texto interesante, podemos quedarnos con el anacronismo de oír a Tolstoi opinando sobre la minificción, pero también podemos buscar una paradoja de verdad en su opinión (la paradoja, en una buena minificción, acostumbra ser un modo de confrontar las ideas preconcebidas del lector, y no de reforzarlas). Digamos, sólo por seguir con el juego, que a Tolstoi no le disgustaban las minificciones sino que le encantaban, pero no las escribía porque era capaz. Una nueva versión de la anécdota con este cambio paradójico podría ser:
¿Conocen ustedes la anécdota de Tolstoi y los microrrelatos? Después de escribir varias novelas de inmensa longitud (Guerra y paz, Anna Karenina, Resurrección), un periodista le preguntó al anciano escritor que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy difíciles».
Está un poco mejor, tal vez, pero ahora hace falta eliminar la palabrería: nada de presentaciones del autor («Conocen ustedes», etcétera) y nada de explicaciones: si alguien no sabe quién fue Tolstoi lo aprenderá mejor de de Guerra y paz o Ana Karenina, de un libro sobre el escritor o, en el peor de los casos, de la Wikipedia, y precisamente el sentido de una buena minificción (no hay muchas, no: sólo hay dos cosas en las que Ibáñez acierta, y ésta es una de ellas) es jugar con lo que su lector ya sabe. Así que la siguiente revisión podría ser:
Un periodista le preguntó a Tolstoi que por qué no intentaba el género del microrrelato. Y Tolstoi, que nunca tuvo pelos en la lengua, contestó: «Porque son muy difíciles».
Pero todavía no es suficiente. La acotación «que nunca tuvo pelos en la lengua» podría haber servido en la «denuncia» de la minificción que está en el fondo del texto de Ibáñez, pero a esta altura ya no tiene mucha utilidad porque la declaración de Tolstoi no es un «atrevimiento» en el sentido que pretendía tener en aquel texto. La podemos quitar, y junto con ella la mención explícita del periodista, que tampoco sirve de nada (la pregunta podría hacerla Turguéniev, Dostoievsky, el Dalai Lama, Milan Kundera…) Una nueva iteración podría ser, por tanto:
–Señor Tolstoi, ¿por qué no intenta el género del microrrelato?
–Porque es muy difícil.
O más enfáticamente:
–Señor Tolstoi, ¿por qué no escribe microrrelatos?
–¡Porque son muy difíciles!
Tal vez el resultado tampoco es tan bueno. Tal vez todo lo que queda, luego de tantas podas y modificaciones, es tirar la minificción a la basura. Tampoco se trata de lograr la brevedad por la brevedad misma; quienes buscan el cuento más corto del mundo (típicamente se plantea así: el que supere en brevedad a «El dinosaurio» de Monterroso) corren el riesgo de caer en una suerte de machismo al revés («a ver quién la tiene más chica») y producir meros juegos derivativos, gestos imposibles de leer sin una larga glosa… y en efecto, aburridísimos; esto es lo segundo en lo que Ibáñez tiene razón.
Por otra parte, hay algo que Ibáñez, y algunas de las (pocas) personas que lo han defendido razonablemente, no tienen en cuenta en ningún momento: la mayoría de las minificciones que valen la pena existen acompañadas, pero no de un aparato de lectura a modo, sino de otras minificciones: se escriben y se publican en series y su propósito no es que tengan la contundencia de un cuento tradicional sino que logren, por acumulación, una impresión de vastedad distinta a la que logra una novela: la de las variaciones que se pueden crear sobre un concepto, una idea, una referencia intertextual, un tema. Quienes atacan la minificción declarando que no conocen buenos libros completos de la especialidad deberían asomarse, por dar sólo unos pocos ejemplos, a la obra de Ana María Shua, de José de la Colina, de José Luis Zárate…, todos llenos de este tipo de series. Es muy difícil escribir, desde luego, buenas colecciones así, porque cada «término» de la serie debe proponer efectivamente alguna novedad y no quedarse en el refrito o el chiste fácil. Pero puede hacerse. A lo mejor algún microcuentista de talento podría, incluso, crear una sexta versión de Tolstoi y colocarla en un conjunto que ironizara sobre ideas recibidas, que hablara de las especialidades literarias…
Todo esto tiene el propósito de sugerir que la «depuración» en la que Ibáñez no cree sí es posible. Una vez más lo digo: hay quienes la llevan a cabo y han producido, luego de muchos trabajos, textos extraordinarios. Es cierto que la mayor parte de las personas que escribe minificciones no se toma nada de este trabajo y produce (y publica, dios nos asista) pura porquería. Pero también es una porquería la mayor parte de los grandes y gordos novelones, las esbeltas nouvelles, los discursos de los políticos, los planos arquitectónicos, las composiciones musicales, los peinados en el salón de belleza, los planes de gobierno… Cualquier producto del esfuerzo humano, en fin, tiene más probabilidades de ser una porquería que de no serlo. La mediocridad es un baldón de la especie humana y lo ha sido siempre.
(NOTA ABSOLUTAMENTE PERTINENTE. De hecho, años antes del artículo de Ibáñez ya existía una afirmación más general y eficaz para describir la cuestión en la forma de la «Revelación» de Sturgeon; Theodore Sturgeon, escritor estadounidense, usó un aforismo para defender el subgénero que practicaba (la ciencia ficción) declarando que en efecto, es verdad que el 90% de lo que se publica en ese campo es mierda, pero de hecho «el noventa por ciento de todo es mierda». El porcentaje exacto es lo de menos. También es mierda el 90%, o el 99.9%, de los artículos periodísticos, y nadie dice nada porque no lo percibe o porque –más raro– sabe que para encontrar las muy escasas obras que valen la pena también hay que esforzarse.)
Una última observación: si a usted le interesa leer y no le gusta la minificción, no la lea. Así de fácil. Déjenos leer en paz a los demás y no habrá ningún problema. Pero si le interesa escribir y no le gusta la minificción, entonces léala de todos modos: busque buenos ejemplos, aunque le cueste (aunque haya tantos textos malos por ahí, aunque no se sienta cómodo en historias de menos de 500 páginas) porque de lo que se trata en su caso es de enterarse de todo lo que hay, de ir un poco más allá de lo que ya conoce. Vea los desfiguros de quienes lo rodean y se dará cuenta de que usted está, aunque sea por poco, en el grupo de los más amenazados por los prejuicios y los clichés.
(NOTA NO MENOS PERTINENTE. Un artículo de Guillermo Barquero sobre este mismo tema, aunque elogia al de Ibáñez, me parece muy superior al de éste. Y de rebote, leyendo a Barquero encontré este otro texto de Juan Murillo, sobre ciertos rasgos de la escritura de varias novelas recientes, que se emparenta con la parte mejor de la crítica de lo breve. Por último, supe de Valls gracias a Héctor Julián Coronado.)
19 comentarios. Dejar nuevo
Información Bitacoras.com…
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La sorna va implícita en el microrrelato que narra un microrrelato: “un periodista le preguntó al anciano escritor (Tolstoi) que por qué no intentaba el género del microrrelato”. Risas grabadas.
Ya en plena mística, la parte que dice «Después de escribir varias novelas de inmensa longitud (Guerra y paz, Anna Karenina, Resurrección), un periodista le preguntó»…, podría sugerir que… el periodista… y no Tolstoi… fue el autor de las obras inmortales…
(UN LECTOR: ¡Nooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!
UN CIENTíFICO LOCO: ¡JAJAJAJAJAJAJA!
Música de serrucho)
😛
¿Cómo estás, Luis Enrique? Un saludo…
¿Recuerdan al que detestaba la minificción? http://tinyurl.com/dyybob
Además, yo estoy segura de haber leído hace mucho cuentos brevísimos de Tolstoi. Hay uno muy corto e irónico que realmente me encanta, se llama Demasiado caro: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/tolstoi/demasia.htm
En fin, en todo caso una buena minificción es eso que el tal Ibáñez tiene entre oreja y oreja y que, según él, es un cerebro.
Besos
Primeramente…Será mejor ir directo:
Treinta líneas
Quim Monzó
El escritor empieza a teclear con prevención. Tiene que escribir un cuento corto. Todo el mundo habla, últimamente, de las virtudes de la narrativa corta, pero él, si pudiera ser sincero, confesaría que detesta los cuentos en general y los cortos en particular. Así y todo, para no perder comba, se ha visto obligado a sumarse a la ola de falsarios que simulan ser unos apasionados de la brevedad. Por eso le aterra la ligereza con que los dedos se le desplazan por las teclas, de forma que detrás de una palabra aparece otra y a ésta le sigue otra, y otra, que acaban por configurar una línea, detrás de la cual se configura otra -¡y otra!- sin que consiga centrar el asunto, porque está avezado a las distancias largas: a veces necesita cien péginas para empezar a intuir de qué va lo que escribe, y otras veces ni con docientas lo consigue. No le ha pasado nunca por la cabeza preocuparse por la extensión. Cuanto más extenso, mejor: bendita sea cada nueva línea, porque, una detrás de otra, demuestran no sólo el grandor sino también la grandeza de la obra, y por eso -aunque, en el fondo, una, dos o cincuenta líneas no añadan nada a la historia que narra- nunca en la vida las expurga. En cambio, para escribir este cuento casi tendría que escoger la cinta métrica y ponerse a medirlo. Es absurdo. Es como pedir a un atleta maratoniano que corra los cien metros con dignidad. En un cuento,cada nueva línea no es una línea más sino una línea menos, y en este caso, concretamente, una línea menos hasta la treinta, porque eso es el máximo: «Entre una y treinta líneas», le ha dicho la voz de terciopelo que le ha telefoneado del suplemento dominical del periódico y le ha pedido el cuento. A regañadientes, el escritor levanta los dedos de las teclas y cuenta las líneas que lleva escritas: veintitrés. Sólo quedan siete hasta la que será la trigésima. Pero después de escribir esta consideración -y esta otra- aun le quedan menos: seis. ¡Madre de Dios! Es incapaz de pensar nada y no teclearlo, de manera que cada cosa que piensa se le come una nueva línea y eso hace que en la línea veintiséis se dé cuenta de que, a sólo cuatro líneas del final, no consigue centrar la historia, tal vez porque de echo – hece tiempo que lo sospecha – no tiene nada que decir y, aunuqe normalmente consigue disimularlo a base de páginas y más páginas, este maldito cuento corto lo pone en evidencia, motivo por el cual cuando llega a la línea veintinueve suspira y, con una sensación de fracaso no del todo justificada, pone el punto final en la treinta.
Primero: «machismo al revés» JAJAJAJAJA
Luego: Yo creo que no debe hacerse la brevedad por la brevedad. Un cuento (o relato, que es más cercano a la minificción) de 500 a mil palabras (por tirar números) es lo suficientemente pequeño para ser leido en un momento y desarrollar ciertos artefactos. Se puede. Pero como por algún lado te leí, se trata de lo que pida cada historia.
Sinceramente, yo pienso que la minificción por sí sola tiene más desventajas que ventajas. Son mejores en series como dices o acompañadas de algo más: insertas en una novela o en un libro de cuentos o relatos más largos;D.
Hola.
¡Gracias por el link!
— Sr. Tolstoi ¿Ha tratado de escribir microrelatos?
— No mientras estoy en uno.
— Sr. Tolstoi ¿Ha trato de escribir minirrelatos?
— Desconfiaba de todos porque un genio le dio el poder que todos estuvieran de acuerdo con él.
— ¡es buenisimo! ¡y tiene toda la razón!
— ¿Porque no ha intentado el microrelato, Sr. Tolstoi?
— Ana Karenina lo es. Debiera ver el borrador.
Y bueno, algo asi…
Sobre el comentario de Fernando me recorde que a un amigo pintor que trabajaba como maestro su jefe le obligó a regalar un cuadro para una rifa, y como no le gustó al funcionario el cuadro, dieron, como premio: un cuadro y una plancha.
Ofrecer los minicuentos asi me parece como ofrecer un cuadro y una plancha.
El 90% de todo es mierda. Pero el 90% de todos piensan que son el 10%.
un saludo
z
Perdón si mi comentario sonó más agresivo en contra del género que a favor de la totalidad de la disciplina. Se bien que hay literatura breve de gran calidad.
Si un hombre se dedica a cuidar pinos y alguien le pregunta por qué no cuida bonsais es de esperar que la respuesta denote cierto enojo.
Escribir bien es dificil, sin importar la extensión. Luego es cuestión de gusto.
No me gusta el microrelato porque siento que por su forma de ser apenas actua en la mente. Como si uno corriera de un cuarto a otro. Prefiero correr un poco más, unos kilómetros y cada tanto alguna maratón.
Por otro lado, hay que ver por qué tanta saña en la nota. Qué frustración acorrala a Andres Ibañez.
¿Andrés Quién? Le preguntó el microrelator (tal vez un diminuto novelista) al libro (tal vez un atlas). Éste le contestó: Andrés Ibáñez, y sólo conozco una pequeña porción de este continente con ese nombre, entre la Cordillera de los Andes y el curso del río Grande, es una provincia boliviana.
«No me gusta el microrelato porque siento que por su forma de ser apenas actua en la mente»
OMG
— Oh my god, no Organización Medio Gubernamental —
Hoy día, es probable que haya un número muy similar de excelentes novelas y excelentes minificciones (un par de centenares, por decir algo).
Sin embargo, es más rápido producir una mala minificción (chiste, obviedad) que una mala novela. Por ello, debe de hacer un número mayor de malas minificciones que de malas novelas. Nada que ver con el talento, sino con las exigencias técnicas. Por ejemplo, el señor Andrés Ibáñez podría escribir unas 5 por hora, lo que nos da unas 60 al día (dejándole tiempo para que duerma y coma holgadamente). Una mala novela, de esos tabiques que le gustan a Ibáñez, le requeriría unos tres meses, quizá mas. Sin embargo, es probable que cuando ya llevara un mes de escribir 60 minificciones al día (unas 1800 escritas), fuera mejorando estilo, unidad dramática, síntesis de ideas, de emociones. Así que, creo, las últimas no sería tan terriblemente malas. Quizá una regular, con algún guiño de originalidad y contundencia, se le colaría. Eso sí, necesitaría varias reencarnaciones para que sus novelas estuvieran al nivel de las minificciones de la última semana de esos agotadores tres meses.
Así, si acaso fuera válida la semejanza, tendría que ser algo como: «Los microrrelatos son a la literatura lo que una PASTILLA DE VITAMINAS es la alimentación humana». Recordemos que batir el record de los cien metros planos es tan tremendo como batir el record del maratón. O tanto como batir el record de levantamiento de pesas, que son unos pocos segundos de explosión física.
Saludos grandes
Hola Omar:
Me parece una mejor analogía…
Ibánez es al GOZO DE LA LECTURA lo que las moscas a los humanos, fastidian en verdad pero a veces es suficiente con un golpe bien dado para que se detengan…
Felipe Huerta
Saludos a todos
Las Fábulas fantásticas de Ambrose Bierce son una gloria. Bueno, no todas, ciertamente.
Hola a todos. Por el momento, agrego nada más que (como ya decía) la disciplina de escribir exige en general mucho más de lo que da la mayoría de los escritores. Y por eso hay textos tan malos de todas las extensiones.
En cuanto a lo que dice Hernán, de verdad creo que cuando la minificción tiende a reducirse tiende también a funcionar mejor como parte de un todo mayor; tal vez incluso podríamos hablar de dos tipos de relato brevísimo, el independiente (que realmente no puede reducirse tanto, a riesgo de convertirse en un chiste o un gesto hueco) y el seriado (en el que la extensión individual se sacrifica pero se gana algo más).
Saludos…
También podría decirse algo así:
Al fracasar en el intento de escribir un microrrelato sobre la hipocresía de la aristocracia de su época… Tolstoi concluyó en 1877 una novela: Ana Karenina.
Esa está muy buena, Carlos.