Tengo una cuenta en Ask.fm y ayer me llegó esta pregunta:
La pregunta se refiere a dos textos: uno mío, «Generación Z», publicado en el libro del mismo título en 2012, y otro de Manuel Barroso, «La generación Schrödinger», publicado al año siguiente en la revista Penumbria. Empecé a responder en aquella red pero el texto se fue alargando. Vale la pena dejar aquí mi respuesta. Aquí va.
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La verdad es que mi texto trata una cuestión diferente de la que trata el de Manuel. Además me preguntaba el porqué de una situación que estaba cambiando y escribía desde una posición muy personal.
La década pasada había muchas quejas (dentro del gremio de los narradores, al menos, y por parte de algunos críticos) respecto de los autores más o menos de mi edad. Se decía que ninguno podría medirse con Carlos Fuentes u otros consagrados porque ninguno había publicado una obra maestra alrededor de los 30 años. Y de ahí venían especulaciones sobre la decadencia general de las nuevas generaciones de autores mexicanos y otras profecías apocalípticas por el estilo. Mi ensayo especula que las condiciones en que autores de mi edad tuvieron que desarrollarse frenaron a muchos de ellos y por eso tardaron un poco más en crear obras «importantes», y ahora creo que sí hay algo de verdad en eso: al menos, está claro ahora que narradores ya internacionalizados hoy como Yuri Herrera, Guadalupe Nettel o Bef (nacidos todos a partir de 1970) empezaron a serlo después de los 30, y en cambio entre quienes llegan ahora a esa edad –la siguiente «generación», digamos– sí hay consagrados más tempranos, como Valeria Luiselli, Daniel Saldaña París o Laia Jufresa, celebrados por las autoridades de la cultura nacional y promovidos en el exterior desde la primera novela. Quedan en medio narradores como Carlos Velázquez, Antonio Ortuño, Emiliano Monge o Juan Pablo Villalobos, nacidos en la segunda mitad de los años setenta, pero se les asocia y ellos mismos se asocian con los más jóvenes y no con los nacidos a comienzos de esa década.
Si escribiera aquel ensayo ahora mencionaría más de estos nombres y me centraría menos en autores de temas e intereses cercanos a los míos. También mencionaría a Jorge Volpi y Álvaro Enrigue, que quedaban fuera de los recuentos de aquella época por haber nacido en 1968 y 1969 respectivamente cuando el límite de la «generación» (muy arbitrario, visto ya en retrospectiva) era 1970. Y hablaría también de la mercantilización de la figura del escritor y de la juventud entendida como «valor».
En aquel momento me sentía personalmente indignado por lo que me parecían (y eran, en verdad, casi invariablemente) declaraciones muy frívolas: genera(liza)ciones injustas. Yo nací en 1970; por tanto estaba dentro del grupo de los «fracasados por no haber publicado nada como La región más transparente a la edad en que Fuentes lo hizo». No podía ser «objetivo» y no intenté serlo. Con «La generación Z» estaba reclamando un poco de espacio que no se nos quería conceder y me alegra ver hoy que algunos, al menos, ya demostraron que sí lo merecían.
(Ah, y algo más que haría distinto ahora es el título del texto: debió ser «La generación R» por reviniente, o por resucitada, y no «Z» por zombi. La letra sigue demasiado asociada con el narcotráfico y la frase se ha usado en otros contextos y con otros sentidos en demasiadas ocasiones.)
A Manuel, en cambio, le interesan expresamente autores «raros», ajenos a las normas convencionales del «canon» de la narrativa nacional. En su texto sí es crucial qué escriben (escribimos) los autores que considera, y cómo se encuentran espacio y lectores no a pesar de la edad sino a pesar de la incomprensión o el desdén de un estamento cultural. Es una discusión distinta, aunque, claro es una que también me importa.
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Algo más sobre La generación Z: un artículo reciente y muy amable de Gabriel Castillo Domínguez, publicado en Milenio, resalta algo que escribí en otro ensayo del libro. Escribe Castillo que el texto
(…) Nos plantea como hecho innegable que la cultura mexicana «ya está conquistada: la imaginación de millones de nosotros está colonizada por las ideas de la violencia, por las fantasías y mitos que le son propios» (el dramático caso del asesinato de un niño en Chihuahua por adolescentes que ‘jugaban’ al secuestro es una muestra, entre muchas).
No pensaba en un caso así cuando escribí esas frases, pero desde luego (y por desgracia) tengo que estar de acuerdo con él. Ya no se puede negar que lo que va del siglo ha visto el ascenso incontenible de la violencia como principio de la relación con el mundo de millones de personas en México. Nadie ha estado inmune. Alguien tendría que escribir un tercer ensayo, de hecho, sobre cómo ha penetrado la violencia a la literatura más allá de los temas obvios del narco y la política; por ejemplo, en las metáforas de la crítica (¿cuánta gente ha escrito ya que hay que escribir «con huevos» sin reconocer el machismo de la frase?) o en las formas de relación entre los escritores.
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