Ayer se cumplieron 8 meses de la publicación de 83 novelas, el libro de minificciones que publiqué aquí mismo y que ha sido una de las iniciativas más exitosas de Las Historias. Y ese mismo día tuve la oportunidad de participar en el Segundo Encuentro Internacional de Publicaciones Digitales Culturales, organizado por Héctor Perea en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM. En una mesa junto con Alberto Ruy Sánchez, Alejandro Zenker, José Ángel Leyva y Julia Tagüeña, leí el texto que sigue, y que tiene que ver con la escritura digital, la minificción y las razones que justifican, al menos, ciertas labores gratuitas en internet.
(Agrego: mañana, aviso e invitaciones para la Feria del Libro de Guadalajara (FIL), donde presentaré dos libros nuevos: aquellos a los que me he referido en días y notas pasados.)
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Me toca contar un pequeño experimento: la hechura y publicación de un libro titulado 83 novelas. Todo el texto se escribió inicialmente en la red Twitter, se compiló y se editó con miras a una publicación híbrida: impresa y digital,* y se distribuyó (se distribuye todavía) como archivos de descarga gratuita para lectores de libro electrónico. Y, por supuesto, las novelas que el libro contiene no miden más de 140 caracteres.
He dedicado mucho tiempo a proyectos de creación literaria con herramientas digitales. Esto no me diferencia de millones de personas en el mundo, pero si algo puedo agregar es que soy de los dinosaurios de semejantes esfuerzos. Esas herramientas me han interesado desde los años ochenta del siglo pasado, cuando yo era un adolescente y la popularización del uso de internet estaba aún muy lejos. Por ejemplo, vi los primeros intentos de publicación digital en México: revistas distribuidas en diskette como Otracosa de Mauricio José Schwarz y La langosta se ha posado de Gerardo Porcayo, tan adelantadas a su tiempo que desconcertaron a casi todos sus lectores y sólo inspiraron desprecio en una cultura literaria que estaba orgullosa de la escritura a mano y los modos de producción editorial del siglo XIX. Luego hice relatos experimentales en Hypercard, aquel juguete de las primeras computadoras Macintosh, que si no estuvieran perdidos serían, de todas formas, imposibles de leer, porque ya no hay computadoras que puedan mostrarlos. Luego he visto (y en muchos casos he hecho) publicaciones con todas las herramientas posteriores. Esto tuvo el efecto desalentador de mostrarme muy pronto que todas las fantasías populares sobre la “más reciente tecnología”, sea cual sea, son falsas: las labores se complican de maneras inesperadas en vez de facilitarse; el trabajo de los usuarios iniciales de una tecnología suele ser malinterpretado incluso cuando tiene auténticos méritos artísticos, y con frecuencia personas que llegan mucho después son las que terminan recibiendo el nombre de pioneros. Las virtudes de la innovación son, en general, ilusorias.
Por otra parte, esta experiencia también me sugirió una idea que incluso ahora resulta difícil de asimilar para muchas personas: las herramientas –incluyendo las digitales y los servicios de comunicación por internet que ahora nos parecen su extensión lógica– no tienen importancia en sí mismas. Esto parecería una obviedad, pero la visión popular de las redes sociales de ahora y de sus usos creativos se basa en los mismos prejuicios que provocan a la vez fascinación y desconfianza en las nuevas tecnologías desde, al menos, la invención de la fotografía en el siglo XIX. Y estos prejuicios han guiado nuestra recepción de todas las modificaciones que ha traído la escritura digital desde el procesador de textos. Seguimos leyendo la creación presente como si solamente se debiera a la tecnología que utiliza, y comparándola con la del pasado en busca de las “ventajas” de la actualidad, cuando la situación es mucho más compleja: cuando las diferentes tecnologías no se suplen necesariamente unas a otras sino que coexisten y se complementan, y constantemente pueden encontrarse no sólo diferencias sino también continuidades entre el presente y el pasado, y muchos modos distintos de leer e interpretar la relación entre ambos.
Todo esto tiene que ver con la hechura del libro que mencioné hace un momento por las razones que siguen:
Desde hace un par de años he utilizado la red Twitter para escribir historias. Ha sido un proceso natural para muchos narradores: los géneros híbridos que se han inventado (o descubierto) en las redes sociales, y que están todavía en un proceso de definición, pasan en ocasiones por prácticas tan semejantes a las del cuento que la nanoficción, el cuentuito y otras etiquetas de uso frecuente tienen, de hecho, todo en común con la minificción, aquel otro género que para muchos se resume en las siete palabras de “El dinosaurio” de Augusto Monterroso o en la “técnica del iceberg” de Ernest Hemingway. De hecho el impulso central de la minificción: comprimir el argumento tanto como sea posible, no sólo es anterior a ambos autores, sino que se presta muy bien, sin modificaciones, para la red. Se habla mucho de las restricciones de tiempo de la publicación en línea: de su prisa y su fugacidad, pero desde el punto de vista creativo hay otras igualmente importantes; por ejemplo, la restricción de espacio, que en Twitter no sólo es claramente visible sino que de hecho lo define y lo distingue de otros servicios de comunicación por internet. Disponer únicamente de 140 caracteres para escribir resulta un estímulo creativo excelente: si el escritor se concentra en textos unitarios y escritos individualmente, más que en la publicación seriada o en las historias colectivas que también son tendencias importantes de la escritura digital, la restricción es del todo análoga a la del escritor de sonetos o de haikús y funciona como un acicate creativo: el reto de explorar una forma al mismo tiempo que se le utiliza para contar.
La práctica de la tuit-ficción recurre a estrategias de sus antecesoras: en lugar de desarrollar por completo tramas o personajes, los sugiere: insinúa en vez de decir explícitamente, de manera que el lector junta en su imaginación las piezas que se le dan y, en cierto modo, termina la historia después de haberla leído. Igual la buena minificción, la buena tuit-ficción es como una semilla que germina en la cabeza de alguien. O, si se prefiere, como una bomba de tiempo. También es sumamente difícil de hallar, entre incontables autores entusiastas pero sin logros, pero en esto, como se sabe, la escritura digital no se diferencia de ninguna otra.
Hay ciertas particularidades interesantes de la tuit-ficción que vale más la pena considerar. La velocidad con la que pueden escribirse y difundirse los textos lleva a que se trabajen menos antes de la publicación: a que los textos no se decanten ni se dejen “madurar” como se recomienda tradicionalmente. Al contrario, las historias se publican rápidamente y con la misma rapidez pueden revisarse, rechazarse, eliminarse o conservarse, e incluso se puede recurrir al juicio rápido de otros –las respuestas rápidas de los lectores del escritor en cuestión– si se desea. El resultado suele ser no un solo texto sino muchos, semejantes entre sí: variaciones que exploran un tema, una figura, un personaje durante cierto tiempo. A la vez, la tuit-ficción no deja de recurrir a las mismas estratagemas formales que la minificción, y señaladamente a las referencias intertextuales y metaficcionales, y esto ocasiona que la experiencia de leer una serie de tuit-ficciones sobre un solo tema sea el de recorrer las que en otro lugar he descrito como colecciones mutantes: capaces de crear un efecto distinto del de cada texto individual en su lectura continua.
Estas particularidades pueden verse en la obra de varios de los mejores tuit-ficcionistas. Uno de ellos es el mexicano José Luis Zárate Herrera, novelista y cuentista que se ha dedicado exclusivamente a usar la red para escribir historias. Las que siguen son parte de una larga serie de variaciones sobre Caperucita Roja –una de muchas que Zárate ha escrito– que recogió recientemente la revista Nexos:
Una pareja de cada animal, pero el lobo se niega a subir al Arca sin Caperucita.
En la terapia para curar su adicción a otras especies Caperucita y el lobo se conocen.
A Caperucita no la aceptan en la manada y al lobo no lo dejan sentarse en la mesa familiar.
El lobo supo que todo había terminado cuando Caperucita se compró un perro.
Se decía que eran celos injustificados pero Caperucita Roja no podía dejar de ver con odio a los tres cochinitos.
Algunos temen al bosque, otros lo buscan incesantes, saben que una manada de caperucitas caza ahí.
La mandó vestida de rojo a un bosque plagado de lobos, sin armas ni compañía. La devoraron, pero no exactamente como quería la madre.
EL MÉTODO DEL LOBO FEROZ. Mucho hay que hablar de la emoción de meterse en una cama para cazar.
La luna ve con amor a la manada. Sonríe cuando ellos le cantan. Sueña. Con las caricias, con la piel. Sus sueños son Caperucita y el lobo.
Nevó lobos, la aldea fue una mancha roja, la única sobreviviente recorrió un largo y oscuro camino hacia el hambre devoradora de una anciana.
El proceso de hacer mis propias tuit-ficciones no fue muy diferente. Decidí aprovechar la idea de las series y escribir expresamente para crear colecciones mutantes, a veces alrededor de figuras precisas pero también a partir de conceptos y, en ocasiones, de pies constantes: unas pocas palabras repetidas que daban ritmo a las variaciones. En un primer momento, entre 2009 y mediados de 2010, no tenía intención de hacer nada con esos textos tras haberlos publicado: me interesaban la creación momentánea y la lectura veloz que se puede dar en el momento mismo de la publicación, que son dos aspectos esenciales de la experiencia de la lectura en internet.
Entonces, a fines de 2010, encontré dos justificaciones para recopilar algunos de mis textos y sacarlos de internet, es decir, hacer un libro con ellos. Pensé que Twitter, como servicio y como sitio popular en internet, dejará de existir algún día, e igual de rápido como han dejado de existir o se han vuelto obsoletas muchas tecnologías que se ponen de moda por un tiempo. Y, como dije antes, Twitter es a fin de cuentas una herramienta más, que influye en lo que se escribe pero jamás lo define por completo: lo mismo que un lápiz o una máquina de escribir.
Y también se me ocurrió una segunda idea: el salto de la minificción a la tuuit-ficción también se podía intentar en la dirección opuesta. Se podía hacer un libro análogo a una publicación en Twitter: una colección hecha para no ser propuesta a una editorial, para hacerse circular gratuitamente, para ser efímera a su manera. Y, también, para reaparecer de formas inesperadas y tener un hogar difuso, siempre en riesgo, pero con la pretensión de ser permanente, como todos los textos de la red. El libro impreso fue una edición de autor, artesanal, que estaría acompañada por equivalentes digitales en los formatos más comunes, puestos en internet para su descarga gratuita. Tomé algo más de cuatrocientos textos que había escrito en Twitter y les agregué varios escritos con anterioridad y archivados; revisé el conjunto y lo reduje hasta dejar solamente ochenta y tres textos. Se conservaron dos series completas y el resto quedó reducido a muestras de diferentes secuencias; además se suprimieron todos los textos que sólo tenían sentido leyéndose en Twitter, es decir, rodeados de notas de otras personas.
Parte de este trabajo, incluyendo el diseño y la impresión del libro de papel, fue hecha por especialistas, pero podría no haber sido así. Todo se podría haber hecho con herramientas sencillas, incluyendo servicios de impresión que se pueden conseguir en papelerías y software gratuito.
El remate del proyecto fue, por supuesto, el título del libro: 83 novelas quiere ser parte de un juego con la idea de lo breve y lo extenso, a partir de la definición convencional de la novela y también, sinceramente, para desconcertar un poco a quienes desprecian a la narrativa breve. Pero también está el hecho de que la palabra novela no siempre tuvo el significado que tiene ahora: en la Edad Media, la palabra venía de la italiana nova, es decir nueva, o bien noticia. Una novella era una noticia breve: una hoja o unas pocas hojas que se copiaban a mano y en las que se difundían historias. Sólo con el paso de los siglos, y por un proceso que tuvo muchísimas vueltas y complicaciones, la novela pasó a significar lo que significa hoy: su sentido cambió, y sin duda sigue cambiando, pues el modo en el que escribimos y leemos está cambiando a causa de la tecnología digital, del ascenso de los medios audiovisuales y de muchas otras razones. Muchas personas escuchan la palabra novela y asumen que se refiere a un programa de televisión; otras no ven diferencia entre la novela y la minificción y desprecian uniformemente a la literatura, considerándola un medio de escasa importancia, cuyo contenido está subordinado al cine, la televisión y otros. ¿Por qué no jugar a dar al término una acepción más? Probablemente no en lo que yo mismo escribo, pero seguro en alguna parte se asoman ya modos de contar que no imaginábamos hace diez años, ni cien, ni mil, de la misma manera en que los italianos de la edad media no sospechaban que sus novelas se iban a convertir en las novelas de nosotros.
En el peor de los casos es posible reírse un poco de las categorías demasiado rígidas y buscar, como siempre se hace, acertar a la versión del instante: de lo que nunca cambia pero debe decirse una y otra vez. El resto de mis razones está en un pequeño prólogo que escribí para el libro y reproduzco a continuación:
El título no miente. Lo que sigue son 83 novelas. No se deje engañar por las ideas recibidas.
Considere:
1. Los mundos narrados son pequeñísimos en la página pero se amplifican en la imaginación.
2. De la misma manera, los personajes tienen toda su vida alrededor (arriba, abajo) de lo que se dice de ellos.
3. No hay que dejarse engañar por las semejanzas entre algunos comienzos o algunos finales, que por lo demás son evidentes en los textos agrupados en las series “Libros” y “Aventuras”. Este tipo de novela pequeñísima tiende a escribirse en series de versiones y variaciones y a refinarse no tachando y agregando, sino desechando el texto entero y volviendo a comenzar.
3.1. Por esta razón el grueso de las novelas, apodado aquí “Muchedumbre”, tiene historias con títulos numerados de forma aparentemente caótica: son una selección de series en progreso.
3.2. Las series en progreso son ensayos de diferentes versiones de un mundo, o de muchos mundos diferentes pero cercanos: lo que cuenta es la mutación.
3.3. Más de cuatro novelistas convencionales se beneficiarían de tirar a la basura, todas juntas, nueve de sus once novelas de 748 páginas; es sólo que no se atreven.
4. ¿No dice usted que las novelas revelan el carácter de quien las escribe? ¿Que se refieren a su tiempo? ¿Que se dejan leer fácilmente?
5. Cosas más feas y farragosas, de menos corazón y peor cabeza, se venden como novelas y usted va y las compra.
6. En el peor de los casos, siempre puede agregar agua y agitar violentamente hasta que salte el tapón y los otros mundos se derramen sobre éste, todos espuma y olor de letras y sonidos visibles.
No habría que subestimar el goce del acto creativo: muchos colegas se obsesionan con escribir la novela que mejor se pueda vender, con los temas de moda, con el número de páginas preciso y la duración exacta de cada capítulo, con la dosis necesaria de todos los episodios que, se supone, elevarán al máximo sus posibilidades de venta, y su trabajo se convierte en una obligación terrible.
Por otra parte, el experimento de 83 novelas no sólo ha sido placentero, sino que ha servido –como toda escritura digital– para que los textos encuentren lectores que no habrían encontrado de haberse ceñido al mundo de la imprenta. Hasta el momento el libro se ha descargado unas 16,000 veces desde los lugares en los que yo lo coloqué, y algunas personas lo han reproducido más allá. Si se considera que la mayoría de los tirajes de libros en México no pasa de 1,000, estas minificciones son mi best-non-seller: en el peor de los casos, serán un ejemplo más afortunado que el promedio de lo que se podría llamar escritura pobre, es decir, despojada de posibilidades mercantiles, reducida a sus componentes básicos como el teatro pobre de Jerzy Grotowski: la que se realiza en países con escasa cultura literaria, como México. En cierto modo, mucho de la escritura digital de ahora es también escritura pobre: va de la ilusión de igualdad, libertad y acceso total de los primeros años de internet a la red reglamentada y cerrada que se ve venir, y al ser marginada justamente por sus pretensiones utópicas elige resistir en vez de desaparecer o plegarse a las reglas de los poderes fácticos.
Con esto quiero decir, por supuesto, que el trabajo de escritura e invención que se realiza en internet continúa, tanto para mí como para muchos otros. Y así está bien.
4 comentarios. Dejar nuevo
Información Bitacoras.com…
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Puedo decir que mucho de lo que me ha ayudado a escribir, han sido 50% los excelentes maestros que he tenido entre lecturas, clases, recomendaciones, etc. Y considerando el gusto que tuve de que Alberto Chimal fuera uno de ellos; el otro 50% ha sido en el oficio de escribir por facebook y twitter. Pues en mi otro oficio, que es la publicidad puedo verlo en un trabajo de mercadólogo y economista de la idea. Ahí pones a prueba las ideas: en resumen, de manera clara y sencilla.
Que buena idea fue esta de tuit-ficciones. Debo decirte que disfrute mucho su lectura y con cada novela me quede esperando màs, como dirìa mi maestra de literatura con màs preguntas lo que hizo despertar mi imaginaciòn y el deseo de escribir. Dime què opinas de mi primer tuit-ficciòn: La corbata roja a rayas soñaba cada noche que ahorcaba a quien la usaba, le fascinaba ver la muerte en la cara de los demàs.
Hola, Nelly, gracias por escribir. De tu mini, me gusta la idea de la corbata viva pero creo que podría apretarse más el texto, para que fuera más contundente. Por ejemplo me parece que la mención de las otras personas distrae.
Saludos y suerte.