El cuento del mes

El festín de Babette

«El festín de Babette» es probablemente el cuento más famoso de la escritora danesa Isak Dinesen, una de las grandes cuentistas del siglo XX. Se publicó en 1950 en la revista estadounidense Ladies’ Home Journal; muchas de las narraciones de Dinesen aparecieron primero traducidas en inglés y luego en su lengua natal, porque ella escribía pensando en aquel público. Por ejemplo, se dice que el argumento de “El festín de Babette” se le ocurrió al saber que a los estadounidenses les gustaban las historias acerca de comida. Eso sí, el resto de lo que dice el cuento acerca del arte, el amor, la fe y la misma vida es más difícil de reducir: más sutil y profundo.
      Luego de sus primeras publicaciones en inglés y danés, el cuento fue coleccionado en el libro Anécdotas del destino (1958), y con base en él se hizo la película del mismo título, de 1987, dirigida por el danés Gabriel Axel y ganadora de un Óscar. La traducción que sigue circula en internet sin crédito y la he revisado mínimamente.

EL FESTÍN DE BABETTE
Isak Dinesen

I. Dos damas de Berlevaag
En Noruega hay un fiordo –o brazo de mar largo y estrecho entre altas montañas– llamado de Berlevaag. Al pie de las montañas, el pequeño pueblecito de Berlevaag parece de juguete, una construcción de pequeños tacos de madera pintados de gris, amarillo, rosa y muchos otros colores.
      Hace sesenta y cinco años, vivían dos damas en una de las casas amarillas. En aquel entonces, las señoras llevaban polisón, y estas dos hermanas podían haberlo llevado con tanta gracia como cualquier otra, ya que eran altas y esbeltas. Pero jamás poseyeron ningún artículo de moda; toda la vida vistieron solemnemente de gris o de negro. Fueron bautizadas Martine y Philippa por Martín Lutero y Philip Melanchton. El padre había sido deán y profeta, fundador de un piadoso grupo o secta religiosa que fue conocida y considerada en todo el país de Noruega. Sus miembros renunciaban a los placeres de este mundo, ya que para ellos la tierra y cuanto contenía no eran sino una especie de ilusión, mientras que la verdadera realidad estaba en la Nueva Jerusalén, por la que suspiraban. No juraban en absoluto, sino que se comunicaban diciendo sí cuando sí y no cuando no, y se trataban entre ellos de Hermanos y Hermanas.
      El deán se había casado tardíamente y había muerto ya. De año en año, sus discípulos se volvían más escasos, más canosos o calvos, y más duros de oído; incluso se volvían algo quejumbrosos y enojadizos, de modo que llegaban a producirse pequeños cismas en la congregación. Pero aún seguían reuniéndose para leer e interpretar la palabra divina. Todos conocían a las hijas del deán desde pequeñas; incluso ahora seguían siendo muy pequeñas para ellos, y queridas a causa del padre. Notaban que, en la casa amarilla, el espíritu del Maestro estaba con ellos; aquí se sentían a gusto y en paz.
      Estas dos damas tenían una criada francesa, Babette. Resultaba extraño, en un par de puritanas de un pueblecito noruego; el hecho parecía incluso requerir una explicación. La gente de Berlevaag encontraba esa explicación en la piedad y bondad de corazón de las hermanas. Porque las hijas del viejo deán consagraban su tiempo y sus pequeños ingresos a las obras de caridad; ningún ser afligido o desventurado llamaba en vano a su puerta. Y Babette había llegado a esa puerta hacía doce años, fugitiva y sin amigos, y casi loca de aflicción.
      Pero la verdadera razón de la presencia de Babette en la casa de las dos hermanas hay que buscarla más atrás en el tiempo, y más profundamente en el dominio de los corazones humanos.
 
II. El amor de Martine
De jóvenes, Martine y Philippa habían sido extraordinariamente bonitas, con esa belleza casi sobrenatural de los frutales en flor o de las nieves perpetuas. Jamás se las vio en bailes y fiestas; pero la gente se volvía a mirarlas cuando pasaban por la calle, y los chicos de Berlevaag iban a la iglesia a verlas deambular por la nave. La más joven tenía también una voz preciosa con la que, los domingos, llenaba la iglesia de dulzura. Para la congregación del deán, el amor terreno y con él el matrimonio, era asunto trivial, mera ilusión; sin embargo, es posible que más de uno de aquellos Hermanos mayores apreciase a las jóvenes hermanas mucho más que a los rubíes, y se lo hubiese sugerido así a su padre. Pero el deán había declarado que en lo que atañía a su vocación, sus hijas eran para él como la mano derecha y la mano izquierda. ¿Quién querría privarle de ellas? Y así, las preciosas jóvenes fueron educadas en un ideal de amor celestial; estaban totalmente imbuidas de él, y no se dejaban rozar por las llamas de este mundo.
      Sin embargo, turbaron el corazón de dos caballeros que pertenecían al mundo exterior de Berlevaag.
      Uno de ellos fue un joven oficial llamado Lorens Loewenhielm, que había llevado una vida alegre en la ciudad de su guarnición y había contraído deudas. En 1854, cuando Martine contaba dieciocho años y Philippa diecisiete, el irritado padre de este joven mandó a su hijo a pasar un mes con su tía, en una vieja casa de campo de Fossum, próxima a Berlevaag, a fines de que tuviese tiempo para meditar y mejorar sus costumbres. Un día cogió el caballo, fue al pueblo, y vio a Martine en la plaza del mercado. Bajó la mirada hacia la preciosa joven; y ella alzó los ojos hacia el apuesto jinete. Martine acabó de cruzar; y cuando hubo desaparecido, el joven Loewenhielm no supo si creer a sus propios ojos.
      Existía una leyenda en la familia Loewenhielm según la cual, hacía mucho tiempo, un caballero de este apellido se había casado con una huldre, espíritu femenino de las montañas de Noruega, tan hermoso que el aire de su alrededor tiembla y resplandece. Desde entonces, los miembros de la familia tenían de cuando en cuando destellos de clarividencia. Hasta ahora, el joven Lorens no había notado ningún don espiritual particular en su propia naturaleza. Pero en este momento surgió ante sus ojos la visión súbita y poderosa de una vida más pura y superior, sin acreedores, cartas de apremio ni sermones paternos, sin secretos y desagradables remordimientos de conciencia, y con un ángel dulce y de cabellos dorados que le guiara y recompensase.
      Por medio de su piadosa tía consiguió ser recibido en casa del deán, y vio que, sin la cofia, Martine era más bella todavía. Siguió su esbelta figura con ojos adoradores, pero detestó y despreció la impresión que él mismo causaba en la proximidad de ella. Se sentía asombrado y estupefacto al comprobar no era capaz de encontrar nada en absoluto que decir, ni inspiración alguna en el vaso de agua que tenía ante sí. “La Verdad y la Misericordia, queridos hermanos, se han abrazado” dijo el deán. “La Rectitud y la Bienaventuranza se han besado.” Y el joven pensó en el momento en que él y Martine podrían abrazarse y besarse. Repitió su visita una y otra vez, y en cada una de ellas le parecía que se iba haciendo más pequeño, insignificante y despreciable.
      Cuando por la noche regresaba a casa de su tía, arrojaba sus brillantes botas de montar, de una patada, al fondo de la habitación, apoyaba la cabeza sobre la mesa y lloraba.
      El último día de su estancia hizo un último intento de confesarle a Martine sus sentimientos. Hasta entonces, le había sido fácil decirle a una bella que la amaba; pero ahora se le pegaban las tiernas palabras en la garganta cuando miraba el rostro de la joven. Tras despedirse de los demás, Martine le acompañó a la puerta con una vela en la mano. La luz brillaba en la boca de ella y proyectaba hacia arriba la sobra de sus largas pestañas. Estaba a punto de dejarla, preso de muda desesperación, cuando le acogió la mano, en el umbral, y se la llevó a los labios.
      —¡Me voy para siempre! —exclamó— ¡Nunca más la volveré a ver! ¡Pues aquí he aprendido que el Destino es riguroso, y que en este mundo hay cosas que son imposibles!
      Cuando estuvo de nuevo en el pueblo de su guarnición, consideró concluida su aventura, y comprobó que no le gustaba pensar en ella. Mientras los jóvenes oficiales hablaban de sus lances amorosos, él guardaba silencio sobre el suyo. Porque, contemplada desde la sala de oficiales, y a través de los ojos de éstos, por así decir, la aventura era lastimosa. ¿Cómo es posible que un teniente de húsares se hubiese dejado derrotar por un puñado de sectarios descontentos encerrados en una habitación sin alfombras de la casa de un viejo deán?
      Y entonces sintió miedo; el pánico se apoderó de él. ¿Era la locura familiar, que aún prolongaba en él el sueño de una joven tan hermosa que hacía que el aire de su alrededor resplandeciese de pureza y de santidad? No quería ser un soñador; quería ser como sus camaradas oficiales.
      Así que procuró serenarse, y con el esfuerzo más grande que había hecho en su joven vida, decidió olvidar lo que le había acontecido en Berlevaag. En lo sucesivo, decidió, miraría hacia delante, no hacia atrás. Se concentraría en su carrera, y quizá llegara el día en que causase una espléndida impresión en un mundo brillante.
      Su madre se sintió gratamente sorprendida ante los resultados de su estancia en Fossum, y escribió a la tía expresándole su agradecimiento. No sabía por qué extraños y sinuosos caminos había alcanzado su hijo su concepto moral de la felicidad.
      El joven y ambicioso oficial llamó muy pronto la atención de sus superiores e hizo progresos extraordinariamente rápidos. Fue enviado a Francia y a Rusia; y a su regreso se casó con una dama de honor de la reina Sophia. Se desenvolvía con gracia y donaire en estos círculos elevados, contento con su ambiente y consigo mismo. Y en el transcurso del tiempo sacó provecho incluso de las palabras y comentarios de casa del deán que se le habían quedado en la memoria, ya que la devoción estaba ahora de moda en la corte.
      En la casa amarilla de Berlevaag, Philippa sacaba a relucir el tema del joven apuesto y callado que tan súbitamente había hecho su aparición y tan súbitamente había vuelto a desaparecer. La hermana mayor le contestaba entonces dulcemente, con semblante sosegado y sereno, y encontraba otras cosas de qué hablar.
 
III. El amor de Philippa
Un año más tarde llegó a Berlevaag una persona aún más distinguida que el teniente Loewenhielm.
      El gran cantante Achille Papin, de París, había cantado durante una semana en la Ópera Real de Estocolmo y había entusiasmado a su auditorio igual que en todas partes. Una noche, una dama de la corte, imaginando una aventura con el artista, le había descrito el paisaje grandioso y agreste de Noruega. Su naturaleza romántica se conmovió con el relato, y a su regreso a Francia había querido pasar por la costa de Noruega. Pero se sintió pequeño ante los sublimes escenarios naturales; y como no tenía con quién hablar, se sumió en una melancolía que le hacía verse a sí mismo como un viejo, al final de su carrera, hasta que un domingo, no ocurriéndosele otra cosa que hacer, entró en la iglesia y oyó cantar a Philippa.
      Entonces, en un instante, se dio cuenta de todo, y lo comprendió. Porque aquí estaban las cumbres nevadas, las flores silvestres y las blancas noches nórdicas, traducidas a su propio lenguaje de la música, y traídas para él en la voz de una joven. Igual que Lorens Loewenhielm, tuvo una visión.
       “¡Dios Todopoderoso!”, pensó. “Tu poder es ilimitado, y Tu piedad llega a las nubes. Aquí hay una prima donna de la ópera que pondrá París a sus pies.”
      Achille Papin era por entonces un hombre apuesto de cuarenta años, con el cabello negro y ondulado, y una boca roja. La idolatría de las naciones no le había estropeado; era una persona bondadosa y honesta consigo misma.
      Fue directamente a la casa amarilla, dio su nombre –cosa que al deán no le dijo nada– y explicó que había venido a Berlevaag por motivos de salud, y que durante ese tiempo le encantaría tomar a la joven señorita como discípula.
      No mencionó la Ópera de París, pero describió con todo detalle cuán maravillosamente podría la señorita Philippa cantar en la iglesia, para gloria de Dios.
      Por un momento, se olvidó de sí mismo; pues cuando el deán le preguntó si era católico romano, contestó de acuerdo con la verdad, y el viejo clérigo, que jamás había visto a un católico romano, se puso un poco pálido. No obstante, el deán se sintió complacido de poder hablar en francés, ya que le recordaba sus tiempos jóvenes en que estudiaba las obras del gran escritor luterano francés, Lefèvre d’Étaples. Y como nadie podía resistirse a Achille Papin cuando ponía su empeño en una cosa, al final el padre dio su consentimiento y le comentó a su hija: “Los senderos de Dios recorren los mares y las montañas nevadas, donde el ojo del hombre no puede descubrir rastro alguno.”
      Así que el gran cantante francés y la joven noruega se pusieron a trabajar. Las esperanzas de Achille se convirtieron en certidumbre y su certidumbre en éxtasis. Pensó: “Me equivocaba al creer que estaba envejeciendo. ¡Aún tengo ante mí nuevos triunfos! ¡El mundo creerá una vez más en los milagros cuando cantemos juntos ella y yo!”.
      Un rato después, no pudo guardarse para sí sus sueños, y se los contó a Philippa.
      Ella, dijo, se elevaría como una estrella por encima de todas las divas del pasado y del presente. El emperador y la emperatriz, los príncipes, las grandes damas y los bels sprits de París la escucharían con lágrimas de emoción. El pueblo llano la adoraría también, y ella llevaría consuelo y fortaleza a los oprimidos. Cuando saliese del Grand Opera del brazo de su maestro, la multitud desengancharía los caballos de su coche, y ella misma la llevaría al Café Anglais, donde la aguardaría una espléndida cena.
      Philippa no repitió estas esperanzas a su padre ni a su hermana, y ésta fue la primera vez en su vida que tuvo un secreto para ellos.
      El profesor dio luego a su discípula el papel de Zerlina de la ópera de Mozart Don Giovanni, a fin de que lo estudiase. Él mismo, como había hecho frecuentemente, cantó la parte de don Giovanni.
      Jamás había cantado Achille Papin como lo hacía ahora. En el dúo del segundo acto –llamado dúo de la seducción- sintió que le elevaban del suelo la música celestial y las voces celestiales. Cuando acabó de apagarse la última nota, cogió las manos de Philippa, la atrajo hacia sí y la besó solemnemente, como el esposo podría besar a la esposa ante el altar. Luego la dejó ir. Porque el instante era demasiado sublime para que ninguno de los dos dijese una palabra o hiciese un movimiento; el propio Mozart les contemplaba a los dos desde lo alto.
      Philippa regresó a casa, le dijo a su padre que no quería dar más lecciones y le pidió que le escribiese a monsieur Papin comunicándoselo así.
      El deán dijo:
      —Los senderos de Dios cruzan también los ríos, hija mía.
      Cuando Achille recibió la carta del deán, se quedó inmóvil, sentado, durante una hora. Pensó: “Me he equivocado. Mis días han terminado. Nunca más seré el divino Papin. ¡Y este pobre jardín plagado de malas yerbas ha perdido a su ruiseñor!”
      Poco después, pensó: “No sé qué le pasará a esa lagarta; ¿la llegué a besar por casualidad?”
      Al final pensó: “¡He perdido mi vida por un beso, y no recuerdo en absoluto haberla besado! ¡Don Giovanni besó a Zerlina, y es Achille Papin quien lo paga! ¡Este es el destino de los artistas!”
      En casa del deán, Martine percibía que el asunto era más hondo de lo que parecía, y escrutaba la cara de su hermana. Por un momento, temblando ligeramente, imaginó también que el caballero católico romano pudo haber tratado de besar a Philippa. No imaginaba que quizá su hermana se había sorprendido y asustado por algo propio de su naturaleza.
      Achille Papin tomó el primer barco que salía de Berlevaag.
      Las dos hermanas hablaron poco de este visitante del gran mundo; carecían de palabras con las que hablar de él.
 
IV. Una carta de París
Quince años más tarde, una lluviosa noche de junio de 1871, la cuerda de la campanilla de la puerta recibió tres tirones violentos. Las dueñas de la casa abrieron a una mujer voluminosa, morena, mortalmente pálida, con un lío en el brazo, la cual se les quedó mirando, dio un paso y se desplomó en el umbral presa de un mortal desmayo. Cuando las asustadas damas consiguieron que volviese en sí, y se hubo incorporado, les lanzó una mirada con sus ojos hundidos, y sin decir una sola palabra, hurgó en sus ropas mojadas, extrajo una carta y se las tendió.
      La carta iba dirigida a las dos, pero estaba escrita en francés. Las dos hermanas juntaron sus cabezas y la leyeron. Rezaba así:

¡Mis queridas señoras!:
¿Se acuerdan de mí? ¡Ah, cuando pienso en ustedes, siento el corazón inundado de lirios silvestres de los valles! ¿Podrá el recuerdo de la devoción de un francés inclinar sus corazones a salvar la vida de una francesa?
      La portadora de esta carta, Madame Babette Hersant, al igual que mi hermosa emperatriz, ha tenido que huir de París. La guerra se ha desatado en nuestras calles. Las manos francesas han derramado sangre francesa. Los nobles communards, al levantarse en defensa de los Derechos del Hombre, han sido aplastados y aniquilados. El esposo y el hijo de Madame Babette, eminentes peluqueros los dos, han muerto. Ella misma fue detenida por pétroleuse (palabra empleada aquí para designar a las mujeres que pegan fuego a las casas con petróleo) y ha escapado por los pelos de las sangrientas manos del general Galliffet. Ha perdido cuanto tenía y no se atreve a permanecer en Francia.
      Tiene un sobrino que va de cocinero en el barco Anna Colbioernsson, con destino a Cristianía (que es, creo, la capital de Noruega), el cual tiene una oportunidad de embarcar a su tía. ¡Se trata de su último recurso!
      Sabedora de que yo visité una vez ese magnífico país que tienen ustedes, acude a mí, me pregunta si hay buena gente en Noruega, y de ser así, me pide que le proporcione una carta para esas personas. Las dos palabras, “buena gente”, traen inmediatamente a mis ojos la imagen de ustedes, sagrada en mi corazón. Se las envío. No sé cómo irá de Cristianía a Berlevaag, ya que he olvidado el mapa de Noruega. Pero es francesa, y como descubrirán por ustedes mismas, aún le queda capacidad para desenvolverse, dignidad y auténtico estoicismo.
      La envidio en su desesperación: va a ver el rostro de ustedes.
      Cuando le den misericordiosa acogida, mándenme a Francia un pensamiento misericordioso.
      Durante quince años, señorita Philippa, he lamentado que su voz no llenara el gran Teatro de la Ópera de París. Cuando esta noche pienso en usted, sin duda rodeada de alegre y adorable familia, y en mí, gris, solo, olvidado de quienes en otro tiempo me aplaudieron y adoraron, me digo que quizá ha elegido usted el mejor papel en esta vida. ¿Qué es la fama? ¿Qué es la gloria? ¡La tumba que nos espera a todos!
      ¡Sin embargo, mi malograda Zerlina, sin embargo, soprano de las nieves…! Mientras escribo esto, siento que la tumba no es el final. Sin duda oiré otra vez su voz en el Paraíso. Allí cantará, sin temores ni escrúpulos, como Dios quiso que cantara. Allí será la gran artista que Dios quiso que fuera. ¡Ah, cómo embelesará a los ángeles!
      Babette sabe cocinar.
      Les ruego, señoras, que se dignen a recibir el testimonio de gratitud de éste que en otro tiempo fue su amigo,
Achille Papin

      Al final de la página, a modo de postdata, venían pulcramente escritos los dos primeros compases del dúo de Don Giovanni y Zerlina.

      Hasta ahora, las dos hermanas sólo habían tenido a una pequeña sirvienta que les ayudaba en la casa, comprendiendo que no podían permitirse mantener una ama de llaves madura y experta. Pero Babette les dijo que ella serviría a la buena gente de monsieur Papin sin cobrar salario alguno, y que no serviría a nadie más. Si la rechazaban, se moriría. Babette permaneció en casa de las hijas del deán doce años, hasta la época de este relato.
 
V. Una vida tranquila
Babette había llegado ojerosa y con la mirada extraviada como un animal acosado; pero en este ambiente nuevo y amable, no tardó en adquirir todo el aspecto de una criada respetable y digna de confianza. Había parecido una pordiosera; resultó ser una conquistadora. Su semblante sereno y su mirada firme y profunda tenían fuerza magnética; bajo sus ojos las cosas se ordenaban, calladamente, ocupando ellas solas su lugar.
      Sus amas, al principio, temblaron un poco, como le había ocurrido al deán en otro tiempo, ante la idea de acoger a una papista bajo su techo. Pero no quisieron atormentar a un ser humano que había sufrido ya tanto, catequizándola; por otra parte, tampoco se sentían muy seguras con su francés. Acordaron en silencio que el mejor medio de convertir a la criada era con el ejemplo de una buena vida luterana. En este sentido, la presencia de Babette en la casa se convirtió, por así decir, en acicate moral para sus habitantes.
      Desconfiaron de la afirmación de monsieur Papin de que Babette sabía cocinar. En Francia, ellas lo sabían, la gente comía ranas. Enseñaron a Babette a preparar un plato de bacalao, y sopa de pan con cerveza; durante la demostración, el semblante de la francesa se mantuvo absolutamente inexpresivo. Pero una semana después, Babette preparaba el bacalao y la sopa tan bien como cualquiera de los nacidos y criados en Berlevaag.
      La idea del lujo y el derroche franceses casi había alarmado a las hijas del deán. El primer día de entrar Babette en servicio, la llamaron y le explicaron que eran pobres y que para ellas la vida lujosa era pecado. Su misma comida debía ser lo más sencilla posible; eran los cubos de sopa y los cestos de pan de sus pobres lo que importaba. Babette asintió con la cabeza; de joven, contó a sus señoras, había sido cocinera de un viejo sacerdote que era un santo. Al oír esto, las hermanas decidieron superar en ascetismo al sacerdote francés. Y pronto descubrieron que desde el día en que Babette se hiciera cargo de la casa, los gastos se habían reducido milagrosamente, y los cubos de sopa y los cestos de pan adquirieron un nuevo y misterioso poder para estimular y fortalecer a sus pobres y enfermos.
      El mundo exterior a la casa amarilla llegó a reconocer también las excelencias de Babette. La refugiada no consiguió aprender a hablar nunca la lengua de su nuevo país; pero en un noruego imperfecto, regateaba los precios a los tenderos más inflexibles de Bervelaag. En el muelle y en el mercado le tenían temor.
      Los viejos Hermanos y Hermanas, que al principio miraban con recelo a la extranjera entre ellos, notaron un cambio feliz en la vida de sus hermanas pequeñas, y se alegraron y se beneficiaron también. Descubrieron que las inquietudes y preocupaciones habían sido conjuradas de su existencia, y que ahora tenían dinero del que disponer, tiempo para las confidencias y las quejas de sus viejos amigos, y paz para meditar sobre cuestiones celestiales. En el transcurso del tiempo, no pocos de la hermandad incluyeron el nombre de Babette en sus oraciones, y dieron gracias a Dios por la callada desconocida, la oscura Marta de casa de sus dos fieles Marías. El sillar que los constructores casi habían rechazado se convirtió en piedra angular de su edificio.
      Las dueñas de la casa amarilla eran las únicas personas que sabían que su piedra angular tenía un rasgo misterioso y alarmante, tanto como si tuviese relación con la misma Kaaba, la Piedra Negra de la Meca.
      Casi nunca aludía Babette a su vida pasada. Cuando en los primeros días le expresaron dulcemente las hermanas su condolencia por todo lo que había perdido, se tropezaron con esa dignidad y ese estoicismo de los que Monsieur Papin les había hablado en su carta: “¿Qué le vamos a hacer, señoras?”, había contestado ella encogiéndose de hombros. “Es el Destino”.
      Pero un buen día, de repente, les informó que desde hacía muchos años compraba un billete de lotería francesa, y que un fiel amigo de París se lo seguía cogiendo cada año. Quizá le tocase alguna vez el grand prix de diez mil francos. Al oír aquello, sintieron que la vieja bolsa de viaje de su cocinera estaba hecha con una alfombra mágica; en cualquier momento podía subirse encima de ella y regresar a París.
      Y ocurría que, cuando Martine o Philippa le hablaban a Babette, no obtenían ninguna respuesta, y se preguntaban si oía siquiera lo que ellas le decían. La encontraban en la cocina, con los codos en la mesa y las manos en las sienes, enfrascada en el estudio de un libro que secretamente sospechaban que era un devocionario papista. O permanecía inmóvil en la silla de tres patas de la cocina, con sus fuertes manos en el regazo y sus ojos negros muy abiertos, enigmática y fatal como una Pitia en su trípode. En esos momentos se daban cuenta de que Babette era profunda; y en los sondeos que hacían de su ser notaban pasiones, y que había recuerdos y anhelos de los que no sabían nada en absoluto.
      Un pequeño y frío estremecimiento las sacudía, y pensaban para sus adentros: “Quizá, después de todo, ha sido una verdadera pétroleuse.”
 
VI. La suerte de Babette
El 15 de diciembre se cumplía el centenario del nacimiento del deán.
      Hacía tiempo que sus hijas esperaban esta fecha y querían celebrarla como si su querido padre estuviese aún entre sus discípulos. Así que era triste e incomprensible para ellas que este último año la discordia y la disensión hubiesen levantado cabeza en su rebaño. Habían hecho todo lo posible por imponer la paz, pero comprendían que habían fracasado. Era como si el excelente y amable vigor de la personalidad del padre se hubiese evaporado, del mismo modo que se evaporó la anodina voluntad de Hoffman al dejarla en el estante de una botella destapada. Y su desaparición había dejado las puertas abiertas a cosas hasta ahora desconocidas para las dos hermanas, mucho más jóvenes que los hijos espirituales del deán. Desde hacía medio siglo, en que estaban las ovejas sin pastor y extraviadas por las montañas, unos huéspedes sombríos no invitados se agolpaban tras los telones de los adoradores y entenebrecían las pequeñas habitaciones y dejaban entrar el frío. Los pecados de los viejos Hermanos y Hermanas llegaban con un arrepentimiento tardío y penetrante como un dolor de muelas, y los pecados de los otros contra ellos volvían con amargo resentimiento, como un envenenamiento de la sangre.
      Había en la congregación dos viejas que antes de su conversión se habían estado calumniando mutuamente, se habían arruinado el matrimonio la una a la otra, y también una herencia. No eran capaces de recordar sucesos de ayer o de hacía una semana; sin embargo, recordaban las ofensas de hacía cuarenta años y seguían repasándose antiguas cuentas; se regañaban la una a la otra. Había un hermano viejo que de repente se acordó de cómo otro hermano, hacía cuarenta y cinto años, le había engañado en un negocio; quizá quería apartar el asunto aquel del pensamiento; pero se le adhería como una astilla infectada y metida muy dentro. Había un honrado capitán de cabello gris y una viuda piadosa y arrugada que en sus tiempos jóvenes, mientras ella era esposa de otro hombre, habían estado enamorados. Hacía poco, cada uno había empezado a lamentarse –al tiempo que pasaba la carga de su culpa de sus propios hombros a los del otro y viceversa- y a atormentarse por las terribles consecuencias que probablemente le acarrearía para toda la eternidad precisamente quien había pretendido quererle mucho. Palidecían en las reuniones de la casa amarilla, y cada uno evitaba la mirada del otro.
      A medida que se acercaba el aniversario, Martine y Philippa sentían crecer el peso de la responsabilidad. ¿Miraría el fiel padre a sus hijas desde lo alto y las tendría por injustas administradoras? Hablaban entre sí, una y otra vez, de estas cuestiones y se repetían la frase de su padre: que los senderos del Señor cruzaban incluso mares salados y montañas cubiertas de nieve, donde los ojos del hombre no podían descubrir huella alguna.
      Un día de este verano el correo trajo una carta de Francia para Madame Babette Hersant. En sí, esto era algo sorprendente; pues durante doce años Babette no había recibido ninguna carta. ¿Qué contendría?, se preguntaban las amas. Se la llevaron a la cocina a fin de observar a Babette mientras la abría y la leía. Babette la abrió, la leyó, alzó los ojos de la carta al rostro de sus señoras, y les dijo que había salido su número de la lotería. Le habían tocado diez mil francos.
      La noticia produjo tal impresión en las dos hermanas que durante un minuto entero no pudieron decir una sola palabra. Estaban acostumbradas a recibir su modesta pensión en pequeñas asignaciones, de modo que les resultaba difícil incluso imaginar la cantidad de diez mil francos uno encima del otro. Luego le estrecharon la mano a Babette, con sus manos un poco temblorosas. Jamás habían estrechado la mano de una persona que un momento antes hubiera entrado en posesión de diez mil francos.
      Un rato después, comprendieron que el acontecimiento las afectaba a ellas tanto como a Babette. El país de Francia, comprendieron, se alzaba poco a poco ante el horizonte de su criada, y consecuentemente la existencia de ellas mismas se hundía bajo sus propios pies. Los diez mil francos que a ella la hacían rica…¡qué pobre hacían la casa donde había servido! Una tras otra, las viejas y olvidadas inquietudes y tribulaciones empezaron a acecharlas desde los cuatro rincones de la cocina. Las felicitaciones se les murieron a flor de labios, y las dos piadosas mujeres sintieron vergüenza de su propio silencio.
      Durante los días siguientes, anunciaron la noticia a sus amigos con el semblante alegre, pero les aliviaba ver cómo las caras de sus amigos se ponían tristes al oír aquello. Nadie, comprendieron en la Hermandad, podía culpar verdaderamente a Babette: los pájaros vuelven a sus nidos y los seres humanos a su país de nacimiento. Pero, ¿se daba cuenta esta buena y fiel criada de que al marcharse de Berlevaag dejaría a muchas viejas y pobres personas sumidas en la aflicción? Las hermanas pequeñas ya no tendrían tiempo que dedicar a los enfermos y menesterosos. En efecto, las loterías eran cosa impía.
      A su debido tiempo, el dinero llegó a las oficinas de Cristianía y a Berlevaag. Las dos damas ayudaron a Babette a contarlo, y le dieron una caja para que lo guardase. Manipularon los siniestros trozos de papel y se familiarizaron con ellos.
      No se atrevieron a preguntarle a Babette la fecha de su marcha. ¿Se atrevería a esperar que se quedase con ellas hasta el 15 de diciembre?
      Jamás habían sabido con seguridad las dos hermanas hasta dónde era capaz la cocinera de seguir o entender sus conversaciones privadas. De modo que se quedaron sorprendidas cuando, una noche de septiembre, entró Babette en el salón, más humilde o sumisa de lo que nunca la habían visto, a pedir un favor. Les suplicaba, dijo, que le permitiesen preparar una cena para conmemorar el aniversario del deán.
      Las dueñas no habían pensado dar ninguna recepción. Una cena sencilla con una taza de café era el banquete más caro al que habían invitado a ningún huésped. Pero los oscuros ojos de Babette se mostraron tan ansiosos y suplicantes como los de un perro; así que consintieron en dejarle hacer lo que quisiera. Al oír esto, el semblante de la cocinera se iluminó.
      Pero tenía más cosas que decir. Quería, dijo, preparar una cena francesa, una verdadera cena francesa, por esta única vez. Martine y Philippa se miraron. No les gustó la idea; se daban cuenta de que no se sabía qué podía significar. Pero la misma extrañeza de la petición las desarmó. No tuvieron argumento que oponer a la proposición de confeccionar una verdadera cena francesa.
      Babette dejó escapar un largo suspiro de felicidad, pero no se movió. Tenía una petición más que hacer. Suplicaba que le permitiesen pagar la cena francesa con su propio dinero.
      —¡Ah, no, Babette! —exclamaron las damas. ¿Cómo podía imaginar una cosa semejante? ¿Se creía ella que iban a permitir que se gastase su precioso dinero en comida y bebida…o en ellas? No, Babette; desde luego que no.
      Babette dio un paso adelante. Hubo algo formidable en ese movimiento, como el crecimiento de una ola. ¿Había avanzado así, en 1871, para plantar la bandera roja en una barricada? Habló, en un extraño noruego, con la clásica elocuencia francesa. Su voz fue como una canción.
      ¡Señoras! ¿Les había pedido ella, durante doce años, algún favor? ¡No! ¿Y por qué? Señoras, ¿ustedes, que rezan sus oraciones todos los días, pueden imaginar lo que significa para un corazón humano no tener ninguna petición que hacer? ¿Qué podía haber pedido Babette? ¡Nada! Esta noche brotaba una súplica desde el fondo de su corazón. ¿No sienten, pues, esta noche, mis señoras, que les corresponde concederlo con la alegría con que el buen Dios se la concede a ustedes?
      Las damas, durante un rato, no dijeron nada. Babette tenía razón; era su primera petición en doce años; muy probablemente, sería la última. Decidieron pensarlo. Al fin y al cabo, se dijeron, su cocinera tenía ahora más dinero que ellas, y una cena podía no importar para una persona que poseía diez mil francos.
      Su consentimiento, al final, transfiguró completamente a Babette. Vieron que de joven había sido hermosa. Y se preguntaron si en este momento, por primerísima vez, no se habían convertido ellas en la “buena gente” de la carta de Achille Papin.
 
VII. La tortuga
En noviembre, Babette emprendió un viaje.
      Tenía que hacer algunos preparativos, dijo a sus señoras, y necesitaría un permiso de una semana o diez días. Su sobrino, el que antaño la trajera a Cristianía, aún hacía la ruta marítima a esa ciudad; debía ir a verle, y hablar con él. Babette soportaba muy mal el mar: hablaba de su único viaje por mar, de Francia a Noruega, como de la experiencia más horrible de su vida. Ahora se mostraba singularmente sosegada; las dos hermanas comprendieron que su corazón estaba ya en Francia.
      Diez días después, regresó a Berlevaag.
      ¿Había arreglado las cosas tal como deseaba? preguntaron sus amas. Sí, contestó, había visto a su sobrino y le había entregado una lista de mercancías que debía traerle de Francia. Para Martine y Philippa ésta fue una explicación oscura, pero no querían saber nada de su marcha, así que no le hicieron más preguntas.
      Babette estuvo algo nerviosa durante las semanas siguientes. Pero un día de diciembre anunció triunfal a sus señoras que las mercancías habían llegado a Cristianía, y tras embarcarlas allí, habían llegado este mismo día a Berlevaag. Había alquilado, añadió, a un viejo una carretilla para que se las trajera del puerto a casa.
      Pero ¿qué mercancías, Babette?, preguntaron las señoras. Pues, mis señoras, replicó Babette, los ingredientes para la cena del aniversario. Gracias a Dios, han llegado todas de buen estado de París.
      A todo esto, Babette, como el demonio embotellado del cuento de hadas, había ensanchado y aumentado en tales proporciones que sus señoras se sentían pequeñas en su presencia. Ahora veían la comida francesa que se les venía encima como algo de naturaleza y alcance incalculables. Pero jamás en la vida habían roto una promesa; así que se pusieron en manos de su cocinera.
      De todas formas, cuando Martine vio entrar en la cocina una carretilla cargada de botellas, se quedó petrificada. Tocó las botellas, y alzó una de ellas. “¿Qué contiene esa botella, Babette? preguntó en voz baja. “¿No es vino?” “Vino, Madame!”, contestó Babette. “No, Madame. ¡Es un Clos Vougeot de 1846!” Y tras una pausa añadió: “De Philippe, de Rue Montorguel!” Martine jamás había sospechado que los vinos pudiesen tener nombre, y se vio reducida al silencio.
      Avanzada la noche, abrió la puerta a una llamada, y se enfrentó nuevamente con la carretilla, esta vez empujada por un joven marinero pelirrojo, como si el viejo hubiese quedado atrás, muerto de cansancio. El joven le sonrió al tiempo que descargaba de la carretilla un bulto voluminoso e indefinible. A la luz de la lámpara, parecía como una piedra verdinegra; pero cuando la depositó en el suelo de la cocina, surgió de ella súbitamente una cabeza de reptil que se balanceó blandamente de un lado a otro. Martine había visto representaciones de tortugas; incluso había tenido una tortuguita de mascota. Pero este ser era de tamaño monstruoso y tenía una presencia terrible. Salió reculando de la cocina sin decir palabra.
      No se atrevió a contarle a su hermana lo que había visto. Pasó la noche casi sin conciliar el sueño; pensaba en su padre y sentía que en su mismo aniversario, ella y su hermana estaban prestando su casa para la celebración de un aquelarre. Cuando finalmente se quedó dormida, tuvo un sueño terrible, en el que veía a Babette envenenando a los Hermanos y Hermanas, a Philippa y a ella misma.
      Ya de madrugada, se levantó, se puso su abrigo gris y salió a la calle oscura. Anduvo de casa en casa, abriendo su corazón a sus Hermanos y Hermanas, y confesando su culpa. Ella y Philippa, dijo, no pretendían hacer mal alguno; habían concedido a su criada una petición, pero no habían previsto qué podía ocurrir. Ahora no sabían qué se les a dar de comer y de beber a sus invitados en el día del aniversario de su padre. No llegó a mencionar la tortuga, pero estuvo presente en su semblante y su voz.
      Los ancianos, como se ha dicho, conocían a Philippa y a Martine desde que eran niñas; las habían visto llorar amargamente por una muñeca rota. Las lágrimas de Martine habían arrancado lágrimas a sus propios ojos. Así que se reunieron por la tarde y hablaron del problema.
      Antes de volverse a separar prometieron, por las pequeñas hermanas, guardar silencio, en el gran día, sobre todo lo que se refiriese a la comida y la bebida. Nada de cuanto les pusiesen delante, ya fuesen ranas o caracoles, arrancaría una palabra de sus labios.
      —Aún así —dijo un Hermano de barba blanca—, la lengua es un pequeño adminículo que se jacta de grandes cosas. A la lengua no la puede domesticar ningún hombre; es un demonio indisciplinado y lleno de veneno mortal. El día de nuestro maestro limpiaremos nuestra lengua de todo sabor y la purificaremos de toda delicia o repugnancia de los sentidos, guardándola y preservándola para las funciones superiores de alabanza y de acción de gracias.
      Pocas eran las cosas que ocurrían en la pacífica existencia de la fraternidad de Berlevaag, de modo que en este momento estaban profundamente conmovidos y elevados. Se estrecharon la mano en confirmación de su promesa, y para ellos fue como si la hubiesen hecho ante el Maestro.
 
VIII. El himno
El domingo por la mañana empezó a nevar. Los copos blancos caían rápidos y espesos; los pequeños cristales de las ventanas de la casa amarilla quedaron embadurnados de nieve.
      A primera hora de la mañana, un mozo de Fossum trajo a las dos hermanas una nota. La anciana señora Loewenhielm todavía residía en su casa de campo. Ahora tenía noventa años, estaba sorda como una tapia y había perdido el sentido del olfato y del gusto. Pero había sido una de las primeras seguidoras del deán, y ni sus achaques ni el viaje en trineo le impedirían ir a honrar la memoria del Maestro. Ahora bien –decía-, su sobrino el general Lorens Loewenhielm, había llegado inesperadamente de visita. Hablaba con profunda veneración del deán, motivo por el cual les pedía permiso para traerle con ella. Eso le haría mucho bien, ya que el querido muchacho parecía algo deprimido.
      Martine y Philippa recordaron entonces al joven oficial y sus visitas; hablar de viejos tiempos felices les alivió su presente ansiedad. Contestaron que el general Loewenhielm sería bien recibido. Llamaron también a Babette y le informaron que ahora serían doce a cenar; añadieron que su último invitado había vivido en París varios años. Babette pareció encantada con la noticia, y les aseguró que había comida suficiente.
      Las anfitrionas hicieron sus pequeños preparativos en el cuarto de estar. No se atrevieron a poner los pies en la cocina, pues Babette había conseguido misteriosamente un cocinero de un barco del puerto –el mismo joven, se dio cuenta Martine, que había traído la tortuga- para que le ayudase en la cocina y a servir; y ahora la mujer morena y el muchacho pelirrojo, como una bruja y su espíritu familiar, habían tomado posesión de estas regiones. Las dos hermanas no sabían qué fuegos ardían o qué calderos borboteaban allí desde antes del amanecer.
      La mantelería había sido mágicamente planchada, pulida la vajilla y traídos vasos y frascos sólo Babette sabía de dónde. Como la casa del deán no tenía doce sillas, habían trasladado al comedor el largo sofá de crin de caballo; y el salón, poco amueblado de por sí, parecía ahora extrañamente desnudo y grande sin él.
      Martine y Philippa hicieron cuanto pudieron para embellecer los dominios que les había dejado. Fueran cuales fuesen las vicisitudes que aguardaban a sus invitados, en todo caso no pasarían frío; durante todo el día las dos hermanas estuvieron alimentando la vieja e imponente estufa con leños de abedul. Pusieron una guirnalda de enebro alrededor del retrato de su padre, colgado en la pared, y encendieron velas en la pequeña mesita de trabajo de la madre, debajo de él; quemaron ramitas de enebro para perfumar la habitación. Entre tanto, se peguntaban si llegaría el trineo de Fossum con este tiempo. Al final se pusieron sus mejores y viejos vestidos negros y los crucifijos de oro de su confirmación. Se sentaron, plegaron sus manos en el regazo y se encomendaron a Dios.
      Los viejos Hermanos y Hermanas llegaron en pequeños grupos y entraron en la habitación lenta y solemnemente.
      Esta habitación baja, con el piso desnudo y escaso mobiliario, era cara a los discípulos del deán. De ventanas para afuera, se extendía el ancho mundo. Visto desde aquí, ese mundo, con su blancura invernal, estaba siempre preciosamente bordeado de rosa, azul y rojo gracias a la hilera de jacintos de los alféizares. Y en verano, cuando las ventanas se abrían, el mundo tenía un marco de muselina blanca que tremolaba blandamente.
      Esta noche, los invitados fueron recibidos en el umbral por un calor y un olor agradables, y miraron el rostro de su querido Maestro rodeado de enebro. Sus corazones se ablandaron igual que los dedos entumecidos.
      Un hermano muy viejo, tras unos momentos de silencio, atacó con voz temblona uno de los himnos del maestro:
 
Jerusalén, mi hogar feliz,
Nombre siempre caro a mí…

 
      Una tras otra, se unieron las demás voces: las voces inseguras y débiles de las mujeres, los gruñidos profundos de los Hermanos, antiguos marineros y, por encima de todas, el timbre claro de soprano de Philippa, un poco gastado por los años, pero todavía angelical. Inconscientemente, el coro se cogió la mano. Cantaron el himno hasta el final, pero no consintieron en dejarlo ahí, y siguieron con otro:
 
No te atribules ansioso
por la comida y la ropa.

 
      Algo tranquilizadas con esto las dueñas de la casa, las palabras del tercer versículo:
 
¿Darías a tu hijo una piedra,
un reptil para comer…?

 
      le llegaron a Martine directamente al corazón y le infundieron esperanzas.
      En medio de este himno, se oyeron cascabeleos en el exterior: los invitados de Fossum habían llegado.
      Martine y Philippa salieron a recibirles y les pasaron al salón. La señora Loewenhielm, con la edad, se había vuelto pequeñita, con la cara descolorida como un pergamino, y muy sosegada. A su lado, el general Loewenhielm, alto, ancho y rubicundo, con su uniforme flamante y el pecho cubierto de condecoraciones, se contoneaba y resplandecía como un ave ornamental, un faisán dorado o un pavo real, en esta apacible asamblea de grajos y cuervos negros.
 
IX. El general Loewenhielm
El general Loewenhielm había venido todo el trayecto desde Fossum a Berlevaag inmerso en un extraño estado de ánimo. Hacía treinta años que no visitaba esta parte del país. Ahora había venido a descansar de su ajetreada vida en la corte, y no había encontrado la tranquilidad. La vieja casa de Fossum era bastante pacífica y parecía algo patéticamente pequeña, después de las Tullerías y el Palacio de Invierno. Pero tenía una figura inquietante: el joven teniente Loewenhielm vagaba por sus habitaciones.
      El general Loewenhielm vio pasar junto a él su figura esbelta y apuesta. Y al pasar, el joven le dirigió a este hombre mayor una mirada breve, y esbozó una sonrisa: la sonrisa altiva y arrogante que los jóvenes dirigen a las personas de edad. El general podía habérsela devuelto un poco afable y tristemente, como sonríen los años a la juventud, de no haber sido porque no tenía humor para sonreír; como su tía había dicho en su misiva, estaba en baja forma.
      El general Lewenhielm había conseguido todo aquello por lo que había luchado en la vida, y era admirado y envidiado por todos. Sólo él conocía un hecho que no concordaba con su próspera existencia: no era completamente feliz. Había algo que andaba mal, y tanteaba cuidadosamente por todo su yo como se tantea para localizar el sitio donde uno tiene clavada una espina invisible y profunda.
      Gozaba altamente del favor real; había cumplido bien en su profesión y tenía amigos por todas partes. La espina no estaba alojada en ninguno de estos sitios.
      Su esposa era una mujer brillante y todavía de buen ver. Quizá descuidaba un poco su propia casa a causa de las visitas y las fiestas; cambiaba de criados cada tres meses y al general se le servían las comidas con una gran falta de puntualidad. El general, que daba gran valor a la comida; sentía por esto un ligero rencor hacia su esposa, y la culpaba secretamente de las indigestiones que a veces padecía. No obstante, la espina tampoco estaba aquí.
      Además, últimamente le venía sucediendo algo absurdo al general Loewenhielm: se sorprendía a sí mismo preocupándose por su alma inmortal. ¿Tenía alguna razón para ello? Era una persona moral, fiel a su rey, a su esposa y a sus amigos, y un ejemplo para todo el mundo. Pero había momentos en que le parecía que el mundo no era una cuestión moral, sino mística. Se miraba en el espejo, observaba la hilera de condecoraciones de su pecho y suspiraba para sí: “¡Vanidad de vanidades y todo es vanidad!”.
      El extraño encuentro en Fossum le había impulsado a hacer el balance de su vida.
      El joven Lorens Loewenhielm había atraído a los sueños y las fantasías como una flor atrae a las abejas y las mariposas. Había luchado por liberarse de todo eso; había huido, pero los sueños y las fantasías habían seguido tras él. Había tenido miedo de la huldre de la leyenda familiar, y había declinado su invitación a entrar en la montaña; había rechazado firmemente el don de la clarividencia.
      El maduro Lorens Loewenhielm se sorprendió a sí mismo deseando que acudiese a él aunque fuera un pequeño sueño, y que le mirase una mariposa gris de la noche antes de que oscureciese. Se sorprendió deseando tener la clarividencia, como un ciego ansía la facultad normal de la visión.
      ¿Puede el total de la suma de las victorias, a lo largo de muchos años y países, dar como resultado una derrota? El general Loewenhielm había hecho realidad los deseos del teniente Loewenhielm, y había satisfecho sobradamente sus ambiciones. Podía afirmarse que había conquistado el mundo entero. Y había llegado a esto: a que el hombre maduro se volviese ahora hacia la figura joven e ingenua para preguntarle gravemente, incluso amargamente, en qué había salido ganando. En alguna parte había perdido algo.
      Cuando la señora Loewenhielm le habló a su sobrino del aniversario del deán, y él decidió acompañarla a Berlevaag, su decisión no había sido la aceptación normal de una invitación a una cena.
      Esta noche, resolvió, resarciría al joven Lorens Loewenhielm, que había sido apocado y cohibido en casa del deán, y al final se había sacudido el polvo de las botas de montar. Haría que el joven se probase a sí mismo, de una vez por todas, que treinta y un años atrás había hecho la elección adecuada. Las habitaciones bajas, el arenque y el vaso de agua que pondrían delante de él, en la mesa, probarían que la existencia de Lorens Loewenhielm, en medio de todo esto, habría sido muy pronto absolutamente desgraciada.
      Dejó que su pensamiento se extraviase en la lejanía. En París había ganado una vez un concours hipique y había sido felicitado por los más altos oficiales de caballería franceses, príncipes y duques entre ellos. Se había celebrado una comida en su honor en el restaurante más elegante de la capital. Frente a él, en la mesa, había estado sentada una noble dama, una famosa belleza a la que desde hacía tiempo galanteaba. En medio de la cena, ella había alzado sus ojos aterciopelados y negros por encima del borde de su copa de champán y, sin palabras, le había prometido hacerle feliz. Ahora, en el trineo, recordó de pronto que había visto entonces, por un segundo, el rostro de Martine ante él, y lo había rechazado. Durante un rato escuchó el tintinear de cascabeles del trineo; luego sonrió un poco mientras reflexionaba sobre cómo dominaría esta noche la conversación en torno a la misma mesa en la que el joven Lorens Loewenhielm había permanecido callado.
      Los grandes copos caían espesamente; detrás del trineo, el rastro se borraba con rapidez. El general Loewenhielm iba sentado sin moverse al lado de su tía, con la barbilla hundida en el grueso cuello de piel de su abrigo.
 
X. La cena de Babette
Cuando el pariente pelirrojo de Babette abrió la puerta del comedor y los invitados cruzaron el umbral, se soltaron las manos y enmudecieron. Pero fue un silencio dulce; porque, en espíritu, aún cantaban con las manos cogidas.
      Babette había puesto una fila de velas en el centro de la mesa; las pequeñas llamas brillaban sobre las chaquetas, los vestidos negros y el uniforme escarlata y se reflejaron en los ojos claros y húmedos.
      El general Loewenhielm vio el rostro de Martine a la luz de las velas tal como lo había visto al despedirse, hacía treinta años. ¿Qué huellas habían dejado en él treinta años de vida en Berlevaag? El cabello rubio estaba ahora veteado de hebras plateadas; el rostro sonrosado se había vuelto de alabastro. Pero ¡qué serena era la frente, qué pacíficos y confiados sus ojos! ; la boca, como si jamás hubiese pasado por sus labios una palabra precipitada, qué pura y dulce!
      Cuando todos estuvieron sentados, el miembro más anciano de la congregación dio gracias con palabras del deán:
 
Que este alimento mantenga mi cuerpo,
que mi cuerpo sostenga mi alma,
y mi alma, con palabra y obra,
dé gracias por todo al Señor.

 
      A la palabra “alimento”, los invitados, con sus viejas cabezas inclinadas sobre sus manos juntas, recordaron que habían prometido no decir nada sobre el particular, y en sus corazones se reafirmaron en esta promesa: ¡no dedicarían siquiera un pensamiento a tal cosa! Estaban sentados a comer, eso sí, tal como se sentaron las gentes en las bodas de Caná. Y la gracia decidió manifestarse allí, en el mismo vino, tan espléndidamente como en cualquier otro lugar.
      El joven ayudante de Babette llenó un vasito a cada uno de los comensales, y éstos se lo llevaron a los labios gravemente, confirmando de este modo su resolución.
      El general Loewenhielm, algo receloso del vino, bebió un pequeño sorbo; se sobresaltó, se lo llevó a la nariz, luego a los ojos y se quedó perplejo. “¡Esto es muy extraño!”, pensó. “¡Amontillado! ¡El mejor amontillado que he probado jamás!” Un momento después, y para someter a prueba sus sentidos, tomó una cucharada de sopa, tomó una segunda, y dejó la cuchara. “¡Esto es extraño por demás!”, se dijo a sí mismo. “Porque sin duda estoy tomado sopa de tortuga… ¡y qué sopa!” Se sintió dominado por una especie de pánico y vació el vaso.
      Normalmente, en Belevaag, la gente no habla mucho durante las comidas. Pero, de alguna forma, esta noche se soltaron las lenguas. Un Hermano viejo contó la historia de su primer encuentro con el deán. Otro analizó aquel sermón que sesenta años atrás había propiciado su conversión. Una anciana, la misma a la que Martine había contado sus inquietudes en primer lugar, recordó a sus amigos cómo, en toda aflicción, cualquier Hermano o Hermana estaba dispuesto a compartir la carga con los demás.
      El general Loewenhielm, que debía dominar la conversación de la mesa, contó que la colección de sermones del deán era uno de los libros favoritos de la reina. Pero al servirse un nuevo plato guardó silencio. “¡Increíble!”, se dijo. “¡Es un Blinis Demidoff!” Miró en torno suyo a los comensales. Todos ellos comían en silencio su Blinis Demidoff sin el menor signo de sorpresa o aprobación, como si lo hubiesen estado comiendo todos los días durante treinta años.
      Un Hermano, al otro lado de la mesa, abordó el tema de los extraños sucesos que solían ocurrir cuando el deán todavía estaba entre sus hijos, y que uno podía aventurarse a calificar de milagrosos. ¿Recordaban, preguntó, la vez en que prometió un sermón de Navidad al pueblo del otro lado del fiordo? Desde dos semanas antes, el tiempo venía siendo tan malo que ningún patrón o pescador quería arriesgarse a cruzar. Los lugareños fueron perdiendo las esperanzas; pero el deán les dijo que si no le llevaba ninguna embarcación iría a ellos caminando sobre las olas. ¡Y ya veis! Tres días antes de Navidad amainó la tormenta, llegó el frío y el fiordo se heló de orilla a orilla… ¡Cosa que ningún hombre recordaba que hubiera sucedido anteriormente!
      El ayudante de Babette llenó los vasos una vez más. Ahora los Hermanos y las Hermanas se dieron cuenta de que lo que les daban a beber no era vino, puesto que centelleaba. Debía de ser una especie de limonada. La limonada iba tan bien con su exaltado estado de ánimo que parecía elevarles del suelo hacia una esfera más alta y más pura.
      El general Loewenhielm dejó el vaso otra vez, se volvió hacia su vecino de la derecha y le dijo: “Pero esto es un Veuve Cliquot de 1860, ¿verdad? Su vecino le miró afablemente, le sonrió e hizo un comentario sobre el tiempo.
      El ayudante de Babette había recibido instrucciones: llenó los vasos de la Hermandad una sola vez, pero volvía a llenar el del general tan pronto como lo veía vacío, y el general lo vaciaba rápidamente una y otra vez. ¿Pues cómo debe comportarse un hombre cuando no puede fiarse de sus sentidos? Es preferible estar borracho a estar loco.
      Muy frecuentemente la gente de Berlevaag, en el curso de una buena comida, se siente algo pesada. Esta noche no ocurría así. A medida que comían y bebían, los convives se sentían cada vez más ligeros de peso y de corazón. Ya no necesitaban tener presente su promesa. Es, se daban cuenta, en el momento en que el hombre no sólo olvida por completo, sino que renuncia firmemente a toda clase de alimento y bebida, cuando come y bebe con el adecuado estado de ánimo.
      El general Loewenhielm dejó de comer y se quedó inmóvil. Una vez más se sintió transportado a aquella cena en París, cuyo recuerdo le había venido a la memoria en el trineo. En ella habían servido un plato increíblemente suculento y recherché; en aquella ocasión le había preguntado el nombre a su vecino, el coronel Galliffet, y el coronel le había dicho sonriente que se llamaba cailles en sarcophague. Le había dicho además que el plato lo había inventado el chef del mismo café en el que estaban cenando, persona conocida en todo París como el genio culinario más grande de su tiempo, que –sorprendentemente- ¡era una mujer! “Y en efecto”, había dicho el coronel Galliffet, “esta mujer está convirtiendo una cena en el Café Anglais en una especie de aventura amorosa…, ¡en una aventura sentimental de esa noble y romántica categoría en la que uno ya no distingue entre el apetito corporal o espiritual y la saciedad! Antes de ahora, he sostenido un duelo por una hermosa dama. ¡Por ninguna otra en todo París, mi querido amigo, habría derramado más gustosamente mi sangre!” El general Lowenhielm se volvió hacia su vecino de la izquierda y le dijo: “Pero ¡esto son cailles en sarcophague!” El vecino, que había estado escuchando la descripción de un milagro, le miró con ojos ausentes, asintió luego con la cabeza y contestó: “Sí, sí; por supuesto. ¿Qué otra cosa podía ser?”
      De los milagros del Maestro, la conversación en torno a la mesa había pasado a los milagros menores de bondad y generosidad que realizaban a diario sus hijas. El viejo Hermano que al principio había iniciado el himno citó la frase del deán: “Las únicas cosas que podemos llevarnos con nosotros de esta vida en la tierra son aquellas de las que nos hemos desprendido.” Los invitados sonrieron: ¡en qué nababs no se convertirían estas pobres y sencillas doncellas en el otro mundo!
      El general Loewenhielm ya no se extrañó de nada. Cuando, minutos más tarde, vio uvas, melocotones e higos frescos ante sí se echó a reír, comentándole al vecino que tenía al lado de la mesa: “¡Hermosas uvas!” Su vecino replicó: “Y fueron al arroyo de Eshcol, y cortaron una rama en un racimo de uvas. Y la colgaron de un bastón.”
      Ahora el general consideró que había llegado el momento de pronunciar un discurso. Se levantó y se quedó muy tieso.
      Nadie más de la mesa se levantó a hablar. Las personas ancianas alzaron los ojos hacia el rostro que tenían por encima de ellas con intensa y feliz expectación. Estaban habituados a ver marineros y vagabundos completamente borrachos de tosca ginebra del país, pero no reconocieron en un guerrero y un cortesano la embriaguez producida por el vino más noble del mundo.
 
XI. El discurso del general
—Se han abrazado —dijo el general— la misericordia y la verdad, amigos míos. La rectitud y la dicha se besarán mutuamente.
      Hablaba con una voz clara que había adiestrado en el campo de instrucción y había resonado dulcemente en los salones reales; sin embargo, hablaba de forma tan nueva para él mismo, y tan extrañamente conmovedora, que después de la primera frase tuvo que hacer una pausa. Porque tenía costumbre de pronunciar sus discursos con cuidado, consciente de su invención; pero aquí, en medio de la sencilla congregación del deán, era como si la figura entera del general Loewenhielm, con su pecho cubierto de condecoraciones, no fuese más que un megáfono dispuesto para el mensaje que iba a pronunciar.
      —El hombre, amigos míos —dijo el general Loewenhielm—, es frágil y estúpido. Se nos ha dicho que la gracia hay que encontrarla en el universo. Pero en nuestra miopía y estupidez humanas, imaginamos que la gracia divina es limitada. Por esa razón temblamos… —nunca hasta ahora había confesado el general que temblaba; se quedó sinceramente sorprendido, y hasta estupefacto, al oír su propia voz proclamando tal cosa— Temblamos antes de hacer nuestra elección en la vida; y después de haberla hecho, seguimos temblando por temor a haber elegido mal. Pero llega el momento en que se abren nuestros ojos, y vemos y comprendemos que la gracia es infinita. La gracia, amigos míos, no exige nada de nosotros, sino que la esperamos con confianza y la reconocemos con gratitud. La gracia, hermanos, no impone condiciones y no distingue a ninguno de nosotros en particular; la gracia nos acoge a todos en su pecho y proclama la amnistía general. ¡Mirad! Aquello que hemos elegido se nos da; y aquello que hemos rechazado es derramado sobre nosotros en abundancia. ¡Pues se han abrazado la misericordia y la verdad, y la rectitud y la dicha se han besado mutuamente!
      Los Hermanos y Hermanas no comprendieron del todo el discurso del general; pero su rostro sereno e inspirado, y el sonido de las palabras familiares y queridas, inundaron y conmovieron todos los corazones. Así es como, treinta años después, el general Loewenhielm consiguió dominar la conversación en casa del deán.
      De lo que ocurrió más tarde nada puede consignarse aquí. Ninguno de los invitados tenía después conciencia clara de ello. Sólo recordaban que los aposentos habían estado llenos de una luz celestial, como si diversos halos se combinaran en un resplandor glorioso. Las viejas y taciturnas gentes recibieron el don de lenguas; los oídos, que durante años habían estado casi sordos, se abrieron por una vez. El tiempo mismo se había fundido en eternidad. Mucho después de la media noche, las ventanas de la casa resplandecían como el oro, y doradas canciones se difundían en el aire invernal.
      Los corazones de las dos viejas que antes se habían calumniado retrocedieron ahora más allá del período maligno al que habían vivido aferradas, hasta esos días de su primera juventud en que, juntas, se preparaban para la confirmación e inundaban de canciones los caminos de Berlevaag cogidas de la mano. Un Hermano de la congregación le dio un golpe a otro en las costillas, a modo de caricia entre chicos, y exclamó: “¡Tú me engañaste con aquella madera, sinvergüenza!” El Hermano así interpelado estuvo a punto de caerse al suelo acometido por un ataque de celestial risa; pero brotaron lágrimas de los ojos. “Sí, te engañé, querido Hermano”, contestó, “te engañé”. El capitán Halvorsen y Madame Oppegaarden, de repente, se sorprendieron muy juntos en un rincón, dándose el largo beso para el que le incierto y secreto amor de su juventud jamás les había brindado ocasión.
      La grey del viejo deán estaba formada por gente humilde. Cuando, pasado el tiempo, pensaban en esta noche, nunca se les ocurría que aquella exaltación se debiera a sus propios méritos. Se daban cuenta de que les fue concebida la gracia infinita de que el general Loewenhielm les había hablado, y ni siquiera se maravillaban de ello, pues no había sino el cumplimiento de una esperanza siempre presente. Las vanas ilusiones de este mundo se habían disuelto ante sus ojos como el humo y habían visto el universo como verdaderamente es. Se les había concedido una hora de eternidad.
      La vieja señora Loewenhielm fue la primera en marcharse. Su sobrino la acompañó, y las anfitrionas salieron a despedirles con luces. Mientras Philippa ayudaba a la vieja dama a ponerse sus múltiples envolturas, el general cogió la mano de Martine y se la retuvo largo rato en silencio. Por último, dijo:
      —He estado con usted cada día de mi vida. Sabe usted que es cierto, ¿verdad?
      —Sí —dijo Martine—; sé que lo es.
      —Y —prosiguió él— seguiré estándolo cada uno de los días que me queden por vivir. Cada noche me sentaré, si no corporalmente, lo que no significa nada, sí de manera espiritual, que lo es todo, a cenar con usted, exactamente igual que esta noche. Pues esta noche he aprendido, querida hermana, que en este mundo todo es posible.
      —Sí; así es, querido hermano —dijo Martine—. En este mundo todo es posible.
      Dicho esto, se despidieron.
      Cuando finalmente se disolvió la reunión, había cesado de nevar. El pueblo y las montañas tenían un esplendor blanco, ultraterreno, y en el cielo brillaban miles de estrellas. En la calle, la nieve era tan espesa que resultaba difícil caminar. Los invitados de la casa amarilla se fueron a pie y andaban haciendo eses, se caían sentados o sobre las manos y rodillas, y se levantaban cubiertos de nieve, como si se hubiesen lavado los pecados y hubiesen quedado tan blancos como la lana; y con este vestido de inocencia recobrada andaban retozando como corderos. Era maravilloso para todos ellos haberse vuelto como niños; era bienaventuradamente gracioso ver a los Hermanos, que tan en serio se tomaban entre ellos, inmersos en esta especie de segunda niñez celestial. Daban traspiés, se enderezaban, caminaban o se quedaban parados, formando a veces una gran cadena de beatíficos lanciers.
       “¡Benditos, benditos, benditos sean!”, resonaba por todas partes como un eco de la armonía de las esferas.
      Martine y Philippa permanecieron largo rato en la escalera de piedra del portal. No sentían frío. “Las estrellas están más cerca”, dijo Philippa.
      —Se acercarán todas las noches —dijo Martine en voz baja—. Es muy posible que no vuelva a nevar más.
      En esto, sin embargo, se equivocaba. Una hora después empezaba a nevar otra vez, y cayó una nevada como nunca se había conocido en Berlevaag. A la mañana siguiente, las gentes apenas podían abrir sus puertas contra la nieve acumulada. Las ventanas de las casas estaban tan espesamente cubiertas, según se contaba años después, que muchos buenos vecinos del pueblo no se dieron cuenta de que había amanecido y siguieron durmiendo hasta bien entrada la tarde.
 
XII. La gran artista
Cuando Martine y Philippa cerraron la puerta se acordaron de Babette. Una oleada de ternura y de piedad las invadió: sólo Babette no había participado de la dicha de esa noche.
      Así entraron en la cocina, y Martine le dijo a Babette:
      —Ha sido una cena maravillosa, Babette.
      Sus corazones se llenaron súbitamente de gratitud. Comprendían que ninguno de sus invitados había dicho una sola palabra sobre la comida. Efectivamente, por mucho que se esforzaban, no recordaban ninguno de los platos que se habían servido. Martine se acordó de la tortuga. No había visto absolutamente nada de ella, y ahora le parecía muy vaga y lejana; muy posiblemente, no era más que una pesadilla.
      Babette estaba sentada en el tajo, rodeada de las más negras y grasientas cacerolas y sartenes que sus señoras hubieran visto en la vida. Estaba tan pálida y tan mortalmente agotada como la noche en que apareció y se desvaneció en el umbral.
      Al cabo de largo rato, las miró a la cara y dijo:
      —En otro tiempo fui cocinera del Café Anglais.
      Martine repitió:
      —Todos han dicho que fue una cena espléndida —y como Babette no decía nada, añadió: —Todos recordaremos esta noche, cuando usted regrese a París, Babette.
      Babette dijo:
      —No voy a regresar a París.
      —¿No va a volver a París? —exclamó Martine.
      —No —dijo Babette—. ¿Qué haría yo en París? Todos han desaparecido. Los he perdido a todos, Mesdames.
      El pensamiento de las hermanas voló hacia Monsieur Hersant y su hijo, y dijeron:
      —¡Oh, mi pobre Babette!
      —Sí, todos han desaparecido —dijo Babette—. ¡El duque de Morny, el duque de Descazes, el príncipe Narishkine, el general Galliffet, Aurélian Scholl, Paul Darm, la princesa Pauline, todos!
      Aquellos nombres y títulos desconocidos de personas que habían muerto para Babette dejaron a las dos hermanas ligeramente confundidas; pero había tan infinita perspectiva de tragedia en el anuncio que en su sensible estado espiritual sintieron aquellas pérdidas como propias, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
      Al final de otro largo silencio, Babette les sonrió súbitamente y dijo:
      —¿Cómo iba yo a regresar a París, Mesdames? No tengo dinero.
      —Que no tiene dinero? —exclamaron las dos hermanas al unísono.
      —No —dijo Babette.
—Pero, ¿y los diez mil francos? —preguntaron las hermanas con una horrorizada aspiración.
      —Esos diez mil francos los he gastado, Mesdames –dijo Babette.
      Las dos hermanas tuvieron que sentarse. Durante un minuto, no fueron capaces de hablar.
      —¿Los diez mil? —susurró despacio Martine.
      —¿Qué les puedo decir, Mesdames? —dijo Babette con gran dignidad—. Una cena para doce en el Café Anglais habría costado diez mil francos.
      Las damas seguían sin saber qué decir. La noticia era incomprensible para ellas, pero en cierto modo esa noche había habido muchas cosas que escapaban a toda comprensión.
      Martine recordó un cuento que había oído a un amigo de su padre que estuvo de misionero en África. Había salvado la vida de la esposa favorita de un viejo jefe, y para demostrar su gratitud el jefe le invitó a un rico banquete. Sólo mucho después se enteró el misionero, por su criado negro, de que lo que se había comido era un nieto pequeño del jefe, guisado en honor del gran hombre de medicina cristiano. Martine se estremeció.
      Pero a Philippa se le derritió el corazón. Parecía que una noche inolvidable debía terminar con una prueba inolvidable de lealtad y abnegación humanas.
      —Querida Babette —dijo suavemente—, no ha debido desprenderse de cuanto tenía por nosotras.
      Babette dirigió a su señora una mirada profunda, una mirada extraña. ¿No había piedad, incluso burla, en el fondo de aquella mirada?
      —¿Por ustedes? —replicó—. No. Ha sido por mí.
      Se levantó del tajo y se quedó de pie ante las hermanas.
      —¡Yo soy una gran artista! —dijo. Calló un momento y luego repitió: —Soy una gran artista, Mesdames.
      Otra vez, durante largo rato, se hizo un profundo silencio en la cocina. Luego dijo Martine:
      —Entonces, ahora será pobre toda su vida, Babette.
—¿Pobre? —dijo Babette. Sonrió como para sí—. No, nunca seré pobre. Ya es he dicho que soy una gran artista. Una gran artista, Mesdames, jamás es pobre. Tenemos algo, Mesdames, sobre lo que los demás no saben nada.
      Mientras la hermana mayor no encontraba nada más que decir, en el fondo del corazón de Philippa vibraron cuerdas olvidadas. Porque ella había oído, antes de ahora, hacía mucho tiempo, hablar del Café Anglais. Había oído, antes de ahora, hacía mucho tiempo, los nombres de la trágica lista de Babette. Se levantó y dio un paso hacia la criada.
      —Pero toda esa gente a la que ha mencionado –dijo—, esos príncipes y esas gentes de París de que habla, Babette…, usted ha luchado contra ellos. ¡Usted es una communard! ¡El general al que ha nombrado es el que mató a su marido y a su hijo! ¿Cómo puede afligirse por ellos?
      Los ojos negros de Babette se encararon con los de Philippa.
      —Sí —dijo—, fui una communard. ¡Gracias a Dios, fui una communard! Y las personas que he nombrado, Mesdames, eran malvados y crueles. Dejaban que la gente se muriese de hambre; oprimían a los pobres y les hacían objeto de injusticias. Gracias a Dios, he estado en las barricadas; ¡cargaba el fusil de mis hombres! Pero de todos modos, Mesdames, no volveré a París, ahora que esas personas de las que he hablado ya no están allí.
      Permaneció inmóvil, sumida en sus pensamientos.
      —Esas gentes, Mesdames, —dijo por fin—, me pertenecían, eran mías. Habían sido criadas y educadas con mayores gastos de lo que ustedes, mis pequeñas señoras, podrían imaginar o creer jamás, para comprender a la gran artista que soy. Yo podía hacerles felices. Cuando ponía todo mi empeño, les hacía perfectamente felices.
      Calló un momento.
      —Lo mismo le ocurría a Monsieur Papin —dijo.
      —¿A Monsieur Papin? –preguntó Philippa.
      —Sí, a su Monsieur Papin, mi pobre señora —dijo Babette—. Me lo decía él mismo: “Es terrible e insoportable para un artista”, decía, “ser alentado, aplaudido para hacer lo segundo mejor que sabe hacer.” Y decía: “Por el mundo se extiende un largo grito, que brota del corazón del artista: ¡dejen que lo haga lo mejor que me es posible!”
      Philippa se acercó a Babette y la rodeó con sus brazos. Sintió el cuerpo de la cocinera contra el suyo como un monumento de mármol, pero se estremeció y tembló ella misma de pies a cabeza.
      Durante un rato no pudo hablar. Luego susurró:
      —¡Sin embargo, esto no es el fin! Siento, Babette, que esto no es el fin. En el Paraíso usted será la gran artista que Dios quería que fuese. ¡Ah! —añadió, con las lágrimas corriéndole por las mejillas— ¡Ah, cómo deleitará a los ángeles!
 
 

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