Las Historias convoca a su concurso #140 de minificción o microrrelato. Las personas interesadas en participar pueden comenzar observando esta imagen:
Instrucciones:
1) Suponer que la imagen representa un instante de una historia.
2) Imaginar cuál es esa historia: qué está pasando allí, por qué, quiénes están presentes (o no), qué están haciendo. No se trata de explicar la imagen, ni de escribirle un pie de foto, sino de tomarla como punto de partida para imaginar una historia propia.
3) Escribir la historia, en forma de cuento brevísimo (minificción, microrrelato; el nombre es lo de menos), en los comentarios de esta misma nota. Aunque no hay una regla estricta sobre la extensión de la minificción, se recomienda que los textos no rebasen las 200 palabras.
Quienes ganen el concurso recibirán un trofeo virtual y serán seleccionados considerando la opinión de quienes decidan opinar.
La fecha límite para participar es el 28 de febrero de 2019. La invitación queda abierta.
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Sueños rotos
Nuestro primer encuentro fue en la plaza comercial, yo trabaja en la tienda de enfrente, justo de la tienda donde ella trabajaba. Su escultural cuerpo me quitaba el sueño, pero más esa mirada profunda que se perdía en el firmamento, seria y profesional en su trabajo. Yo como siempre en mis sport y tenis, admiraba el paso de los transeúntes, pero más verla a ella ahí justo en frente.
No, nunca me atreví, no, ella era una dama sería hermosa, digamos que su altives me daba temor al rechazo, así que me limite a mirarla como todos los días. Su mirada se cruzó una sola vez con la mía. Fue aquel fatal día mientras ella cambiaba de atuendo elegante a un traje típico lo recuerdo bien, un traje con los colores mexicanos acentuados y ataviada con un gran sombrero de charro. ¡Ese día mi corazón saltó con gran fuerza, que caí del pedestal!, ella ni siquiera se inmutó, su mirada se perdió de nuevo en el infinito, mientras mi cuerpo era recogido a pedazos y entregado al camión de la basura
Impactante, hace aterrizar al lector a la realidad, la cruda y oscura realidad.
Gracias Víctor, no es más que la cruda realidad de la cadena de amor!
fe de erratas dice «sería» debe decir «seria»
En la fábrica me dijeron que estaría en los aparadores de Nueva York, entre pelucas rubias y joyería fina; por algún motivo terminé en Neza, que el color y la calidad del plástico, los escuché decir.
HILVANES DE HUMANIDAD
El gran Manolo tenía cara y manos de bruto. Lo apodaban «El coloso». Su aspecto atemorizaba a los que se cruzaban con él por la calle. Sin embargo, su fuerte espalda y su enorme torso protegían un corazón frágil y una sensibilidad especial para la belleza. Vivía en su pequeño mundo rodeado de maniquíes, bocetos, telas y complementos. Una noche, Manolo desapareció. Lo buscaron sin descanso pero no fueron capaces de dar con él, ni de explicar lo que encontraron en su taller cuando lo registraron: decenas de humanoides de plástico envueltos en vestidos de fiesta, colocados formando un pasillo, sonreían y levantaba los brazos como si estuvieran de celebración. Al estudiar con detenimiento las pruebas, descubrieron que además de “El coloso”, también habían desaparecido un maniquí de mujer, un vestido de novia y un enorme sombrero mexicano.
Doscientas quinceañeras en perfecta alineación, bailaban el vals en la fiesta comunal organizada por la delegación. En la cuarta fila, doceava columna de niñas danzantes, Tsibi sonreía moviéndose en octetos. Atrás quedó el disgusto por el pobre vestido que su madre pudo rentar —a duras penas— a una boutique cerca de Catedral, o la imposición del sombrero herencia del abuelo en sustituto al coqueto tocado. Tisibi contaba los pasos sonriendo, con la mirada fija en el horizonte, viendo caer al Sol.
Aquel sábado al atardecer, mientras doscientas quinceañeras bailaban el vals en la explanada, encontraron en el baldío atrás de la secundaria el cuerpo sin vida de Tsibi Morales, desaparecida desde hacía tres días. En la cuarta fila, doceava columna de niñas danzantes, se materializaba la nada.
PERPLEJIDAD
El maniquí se da cuenta de que está observando a otros maniquíes. Estos se sienten observados y comprenden que ellos también miran. Pronto asumen la consciencia de ser quienes son.
A los pocos minutos, ya están comentando acerca de esos otros seres que se mueven, qué necesidad tienen de parecer humanos, ¿cómo se podrá admirar la sincera belleza o hipócrita fealdad sus ropajes entonces?
Ausente
Me dijiste sincero, que volverías.
Y aquí me quedé, esperando.
Así, de manera estoica, te esperé.
Aguardé minutos. Minutos trémulos y angustiantes.
Minutos que se volvieron inquietantes horas. Y estas, se convirtieron en días muertos. Los días a su vez, han transcurrido en semanas, en meses y aún, pasados los años, te sigo esperando.
Esta permanencia es agonizante.
La inmortalidad de la belleza
El buen Igor había escapado del linchamiento y continuó viviendo en la ciudad a pesar de los sentimientos de odio en su contra. Estuvo por un largo tiempo desempleado, rechazado y vilipendiado con la crueldad anónima de las redes sociales. Encontró trabajo, después de mucho buscar, en una modesta tienda de vestidos para quinceañeras. Ahí, donde todo parece regido por el orden secreto de los maniquíes, logró proporcionarle, en un acto de empatía con su creador, vida a la muerte de una forma más estética. Había comprendido el error del Doctor, la fealdad de las criaturas tenían un impacto negativo en la gente, en cambio la belleza idealizaba la inmortalidad como lucrativo negocio. Consiguió la aceptación de la comunidad y por ende la rentabilidad de su creciente negocio. Embelleció sus creaciones con colores llamativos y los coronó, por cuestiones mercadológicas, con el velo místico del más tradicional afiche mexicano.
¿Cuántos años han pasado? De heladería a tienda de vestidos y de jovencita a maniquí, el cruel paso del tiempo ha transformado. Sólo María observa inmutable, mientras la gente desprecia y evita a quien de joven gozó de gran beldad. Un sombrero charro, un vestido claro y una promesa rota de amor son lo único que resta de aquella mocedad.
¿Dónde estás?
Nunca me ha sucedido un milagro, pero soy fiel creyente de ellos, por eso estoy aquí. La primera vez que la vi, ella bajaba por avenida resurrección, debía ser cerca de la media noche y no recuerdo lo que hacía allí, pero lo agradezco infinitamente.
El eco de sus tacones atrajo mi atención, fue que la descubrí bajando por las escaleras aledañas a la calle, cual cenicienta. La esperé, parecía ser perseguida, ahora puedo entender que por el tiempo. El vestido azul que llevaba, reflejaba a la perfección la luz de luna llena, su cabello rizado era aun más negro que la misma noche y en un instante, me dejó descubrir el esmeralda de sus ojos cuando levantó la mirada para notar mi presencia y dejar de cuidar sus pisadas sobre el pavimento, por un momento.
Cuando pasó junto a mí, me dejó sentir su piel sobre mi brazo, luego se giró y su mirada profunda se clavó en mi alma; reconoció mis penas y me dejó ver algunas de las suyas. En ese momento quedé atado a su presencia, al color de sus ojos y al calor de su piel.
Borró los pasos que quedaron entre nosotros, acercándose a mi con la misma carga intempestiva con la que me besó. Con su mano izquierda me tomó de la nuca y la derecha la posó en mi mejilla. Conforme me consumía su beso, sus manos bajaban por mi cuello hasta reconocer mis hombros y trazaron su camino bajando por mis brazos hasta encontrarse con mis manos. En mi boca quedaba grabada la estructura de sus labios y el aliento de su alma, mientras que mi piel guardaba, para no olvidar jamás, ese tacto precioso y preciso de sus manos. Mis ojos cerrados dejaron escapar una lagrima que acabó donde empezaba el camino que ya habían trazado sus manos.
«Llévame en tus sueños, que yo pertenezco a estos portales», me dijo al dejar de besarme, mirándome a los ojos con lágrimas en los suyos, luego emprendió su huida dejándome paralizado. No entendía lo que pasaba; entre tantas cosas, no entendía que me había enamorado. A pesar de llevar tacones, fue como si se deslizara con el viento.
Hay quien dirá que justo eso fue un milagro. Yo creo que fue una eventualidad; milagro sería encontrarla de nuevo. Por eso estoy aquí, en los portales de la calle resurrección por donde la vi escabullirse. Es casi la misma hora y la busco tratando de ser encontrado.
No sé si un milagro maltrecho también puede considerarse un milagro. Me acerco a un aparador llamado por una silueta que me da la espalda. Es una sastrería. Apenas el primer vistazo me hace entenderlo todo y empiezo a llorar casi sin sentido. La luz de la luna entró por el escaparate para hacer brillar su espalda en la ligera saltadura provocada por sus omóplatos. Llevaba ese mismo vestido azul misterioso casi tanto como ella y una especie de mascada a la cintura, sostenida con sus brazos, pero ahora portaba un sombrero de charro. Delante de ella, una mesa con arreglos florales adornaba el lugar. El calendario en el mes de abril me hacía tener fe en él. Al fondo, había más como ella… ¡NO!, ella era diferente; yo podía sentir que ella estaba viva. Parecía celebrarse una fiesta, quizás eso explicaba el sombrero de charro.
Me acerqué para rectificar lo que temía. En efecto, el lugar estaba vacío de personas, no había nada más que ropa y plásticos.
Aún con el coraje y la tristeza desbordando por mi rostro, tomé algunas piedras del camino con las que arremetí contra el cristal, rompiéndolo con la misma fuerza con la que sentí que la amaba. Pude corroborar que se trataba de ella cuando, entre vidrios rotos y promesas sin cumplir, la tomé de la mano para reconocer su tacto precioso y preciso, al mismo tiempo que esa escandalosa alarma no dejaba de sonar, antes de que llegaran los municipales.
Hotel Galápagos
A Samantha Díaz.
Cada habitación estaba tan aislada de los demás, que acontecían en ellas los fenómenos evolutivos observados por Darwin en las Galápagos.
En el interior de cada una, vivían cuatro personas. Con el tiempo, tal vez unos siglos o incluso unos milenios, de hablar todos los inquilinos del edificio el mismo idioma, ahora parloteaban sonidos indistinguibles que en cada cuarto representaban una lengua nueva.
Y que decir de sus aspectos, de sus cabellos, de tus ojos y su estatura. Y que podría decirse además de sus costumbres, de sus convicciones e incluso de sus vestimentas. Es como se es niño, confinado con unos cuantos amigos en un cuarto: aburridos se comienzan a inventar juegos, a inventar palabras y a inventar códigos para matar el tiempo desdeñado.
De juego pasó a realidad y de realidad s convirtió en ley. El tiempo que pasase, no importa cual haya sido, suficiente fue para que cada habitación se volviera un país con su propia identidad.
Nadie de ellos, nadie del edificio podría concebir jamás, que alguna vez sus demás vecinos pudieron haber hablado algún día el mismo idioma, y que sus ideas provinieron de una idea original.
(Cometí algunos errores, esta es la versión definitiva del texto y la que pongo a concursar)
Hotel Galápagos
A Samantha Díaz.
Cada habitación estaba tan aislada de los demás, que acontecían en ellas los fenómenos evolutivos observados por Darwin en las Galápagos.
En el interior de cada una, vivían cuatro personas. Con el tiempo, tal vez unos siglos o incluso unos milenios, de hablar todos los inquilinos del edificio el mismo idioma, ahora parloteaban sonidos indistinguibles que en cada cuarto representaban una lengua nueva.
Y qué decir de sus aspectos, de sus cabellos, de tus ojos y su estatura. Y que podría decirse además de sus costumbres, de sus convicciones e incluso de sus vestimentas. Es como cuando se es niño, confinado con unos cuantos amigos en un cuarto: aburridos se comienzan a inventar juegos, a inventar palabras y a inventar códigos para matar el tiempo desdeñado.
De juego pasó a realidad y de realidad se convirtió en ley. El tiempo que pasase, no importa cual haya sido, suficiente fue para que cada habitación se volviera un país con su propia identidad.
Nadie de ellos, nadie del edificio podría concebir jamás, que alguna vez sus otros vecinos algún día hablaron el mismo idioma, y que sus ideas provinieron de una idea original que alguna vez compartieron y entendieron entre sí, con mayor fluidez que el agua misma.
¿Dónde estás?
A Ale, ligero sueño en primavera
Nunca me ha sucedido un milagro, pero soy fiel creyente de ellos, por eso estoy aquí. La primera vez que la vi, ella bajaba por avenida resurrección, debía ser cerca de la media noche y no recuerdo lo que hacía allí, pero lo agradezco infinitamente.
El eco de sus tacones atrajo mi atención, fue que la descubrí bajando por las escaleras aledañas a la calle, cual cenicienta. La esperé, parecía ser perseguida, ahora puedo entender que por el tiempo. El vestido azul que llevaba, reflejaba a la perfección la luz de luna llena, su cabello rizado era aun más negro que la misma noche y en un instante, me dejó descubrir el esmeralda de sus ojos cuando levantó la mirada para notar mi presencia y dejar de cuidar sus pisadas sobre el pavimento por un momento.
Cuando pasó junto a mí, me dejó sentir su piel sobre mi brazo, luego se giró y su mirada profunda se clavó en mi alma; reconoció mis penas y me dejó ver algunas de las suyas. En ese momento quedé atado a su presencia, al color de sus ojos y al calor de su piel.
Borró los pasos que quedaron entre nosotros, acercándose a mi con la misma carga intempestiva con la que me besó. Con su mano izquierda me tomó de la nuca y la derecha la posó en mi mejilla. Conforme me consumía su beso, sus manos bajaban por mi cuello hasta reconocer mis hombros y trazaron su camino bajando por mis brazos hasta encontrarse con mis manos. En mi boca quedaba grabada la estructura de sus labios y el aliento de su alma, mientras que mi piel guardaba, para no olvidar jamás, ese tacto preciso y precioso de sus manos. Mis ojos cerrados dejaron escapar una lagrima que acabó donde empezaba el camino que ya habían trazado sus manos.
«Llévame en tus sueños, que yo pertenezco a estos portales», me dijo al dejar de besarme, mirándome a los ojos con lágrimas en los suyos, luego emprendió su huida dejándome paralizado. No entendía lo que pasaba; entre tantas cosas, no entendía que me había enamorado. A pesar de llevar tacones, fue como si se deslizara con el viento.
Hay quien dirá que justo eso fue un milagro. Yo creo que fue una eventualidad; milagro sería encontrarla de nuevo. Por eso estoy aquí, en los portales de calle resurrección por donde la vi escabullirse. Es casi la misma hora y la busco tratando de ser encontrado.
No sé si un milagro maltrecho también puede considerarse un milagro. Me acerco a un aparador llamado por una silueta que me da la espalda. Es una sastrería. Apenas el primer vistazo me hace entenderlo todo y empiezo a llorar casi sin sentido. La luz de la luna entró por el escaparate para hacer brillar su espalda en la ligera saltadura provocada por sus omóplatos. Llevaba ese mismo vestido azul misterioso casi tanto como ella y una especie de mascada a la cintura, sostenida con sus brazos, pero ahora portaba un sombrero de charro. Delante de ella, una mesa con arreglos florales adornaba el lugar. El calendario en el mes de abril me hacía tener fe en él. Al fondo, había más como ella… ¡NO!, ella era diferente; yo podía sentir que ella estaba viva. Parecía celebrarse una fiesta, quizás eso explicaba el sombrero de charro.
Me acerqué para rectificar lo que temía. En efecto, el lugar estaba vacío de personas, no había nada más que ropa y plásticos.
Aún con el coraje y la tristeza desbordando por mi rostro, tomé algunas piedras del camino con las que arremetí contra el cristal, rompiéndolo con la misma fuerza con la que sentí que la amaba. Pude corroborar que se trataba de ella cuando, entre vidrios rotos y promesas sin cumplir, la tomé de la mano para reconocer su tacto precioso y preciso, al mismo tiempo que esa escandalosa alarma no dejaba de sonar, antes de que llegaran los municipales.
Desde hace meses, tal vez un año, el Malecho había dejado de sentir la adrenalina de las primeras veces. Entrar, sacar el arma, insultar a los empleados y propinar algunos golpes se había convertido en un acto rutinario. Incluso sospechaba que los asaltados podían descubrir el tedio en sus ojos. Sin embargo, había estudiado este trabajo con minuciosidad: Jueves tercero de mes, 12:45, la empleada estaría a punto de salir al banco a depositar. De menos se embolsaba 50 mil pesos. Salir por el callejón aledaño y subir al tsuru que lo estaría esperando. Lo de siempre.
No contaba con el.ambiente dulzón de la tienda, ni con el exceso de brillantina. En lugar de enunciar las mentadas de madre con las que normalmente daba el banderazo de salida se quedó pasmado ante una maniquí con vestido de quinceañera y sombrero de charro. Si alguien le.hubiera dicho que esa combinación era posible ya hubiera gritado a los cuatro vientos su gusto por vestirse de mujer. Pasó de largo y se acercó al mostrador del fondo. El maniquí fue testigo de su asombro: una colección de diademas y tocados de colores infinitos.
Olvidó la.pistola y el tsuro que lo esperaba con el.motor encendido. Suspiró con emoción nueva y comenzó a preguntar precios.
Artesanos del cuerpo
En primer plano, la mujer se da cuenta que es imposible dejar de estar en el centro del mundo. Lleva un vestido azul y un sombrero de mariachi. Nunca le ha gustado lo eléctrico ni la música típica, no es parte de la imagen. Su condición de maniquí la acartona, la borra de los contornos del cuadro y, sin embargo, está en la mira del foco. Se da cuenta que es psicológicamente onírica. Comienza a soñar que está constituida por 208 huesos, 32 dientes, 75% de agua y 604 músculos; que es tiempo y un sustituto con fallas orgánicas de algún Dios; el movimiento mecánico de inflar y desinflar pulmones; un reino Fungi que camina por extremidades y asciende al interior de ciudades y pueblos de otros seres microscópicos que rumian entre los resquicios de su piel. Se pierde en estas cavilaciones imaginarias. Intenta desplazarse hacia el interior de la fotografía, emplea todo su delirio. Ni una de sus pestañas se mueve un milímetro. Siente, a la vez que una nostalgia profunda, alivio. Le aterra la atención. No sabe dónde está la existencia, ni lo que cambiaría en el destino de los hombres si ella lograra moverse. En tal caso, tiene la certeza que produciría una herida imposible de reparar en un maniquí. Es, se dice, una alucinación. Mira a través de una vidriera a otras como ella. Sabe que el obturador que le da vida ya no la ubica en el centro, es ahora un acontecimiento mínimo de vidrio, resina y cera.
¿Quién era la señorita Lupita?
Lupita, vestida de azul, bailaba y bailaba sin cesar ajena a todo lo que la rodeaba. Perdida en su mundo, la reina del baile bajo su sombrero charro, saltaba y zapateaba, envuelta en sus ropajes de tul; de repente, deslizándose entre los barrotes corrió hacia la calle. En un profundo quejido, hombres y mujeres enceguecidos y aferrados a su último atardecer gritaron: atrás, atrás y se pusieron a dar vueltas y vueltas alrededor del salón, mientras brotaban lágrimas de sus ojos. A lo lejos se oyó el silbato de un tren. Un perro ladró y Lupita regresando a su jaula exclamó: ¿bueno que les parece? ¿Quiénes son ustedes en realidad? ¿Qué quieren de mí? Mejor hago mis maletas y me olvido de ustedes.
-¡Espere, espere! gritaron todos.
-¡No! dijo la señorita Lupita: un amanecer, un solo amanecer más, eso es todo. Y asintiendo con un movimiento de cabeza, saludó una vez y se deslizó entre los barrotes, y por detrás del vidrio blindado que la protegía, y avanzado hasta la playa caminó sobre el agua hasta mil kilómetros de distancia empezando la recolección en su sombrero charro, de desperdicios flotantes.
José Trinidad Morales era grosero, fanfarrón, superficial, inestable, violento, falso, todo un machote. Sin embargo, en casa, quien llevaba el sombrero charro era su mujer.
Genial, un relato breve y muy ingenioso!
–¿Sabes lo que le pasa a Marita? Me ha llamado chingón y me ha dicho que quiere afajarme.
–No se lo tengas en cuenta. Pierde la cabeza cada vez que se pone el sombrero del abuelo.
NADA DE NADA
Al inicio la saludé por simple cortesía y al no recibir respuesta alguna, insistí.
Sin embargo ningún sonido emanó de ella, es más, creo que ni siquiera se movió. Se quedó de espaldas con la mirada fija en la vitrina como esperando a que alguien volviera.
Supuse que tal vez estaba triste, así que me acerque a su cuerpo y la rocé con el mío, al mismo tiempo que me soltaba a vibrar, pero ni se inmutó.
Comencé a llamarla cada vez más fuerte. La mordía de vez en cuando entre los dedos de los pies, intentando que volteara, pero nada. Nada de nada.
Fue ahí que enfurecí. Mi pelaje se esponjo, mis garras se asomaron, mi rostro se transformó en esta criatura letal y mis ojos -junto con mis patas- se apresuraron a buscar el rostro de aquel ser tan apático que yacía justo a la vuelta.
Caminé lento pero con precisión, ansioso por toparmela de frente y arrojarme a su mirada, pero una vez más me topaba con nada. Nada de nada.
Me gusto!
Las demás siempre se burlaban de lo que llevaba puesto en la cabeza. Era hora de saber si se burlarían igual de lo que llevaba escondido en la espalda
Cucurrucucú
Todo tenía que ser perfecto para el día en el que iba a representar a mi estado Jalisco en el Festival Nacional de la Canción ranchera. Ese año la sede fue Guadalajara, y había apostado por la de Cucurrucucú paloma, pues con esa melodía había ganado concursos locales y regionales. Así que fui con mi madrina de bautismo, quien se dedica a la confección de vestidos en una plaza del centro. Entre mi madre y yo elegimos una tela satinada de color azul para hacer alusión al cielo y a las aves. Mi nina tomó mis medidas, realizó el diseño y en dos semanas, pude ver el avance en persona, incluso me lo probé con mi sombrero charro. Al final, lo dejé ahí para que agregara unos bordados similares al vestido.
El día del evento, mi madrina me ayudaría a alistarme, así que me adelanté al local ya peinada y maquillada. Era tanta mi emoción, que mientras cruzaba una avenida, me distraje. Lo último que recuerdo es el sonido de un motor en mi oído.
No soy la chica que se convirtió en maniquí; soy una cantante regional mexicana que murió atropellada el día del Festival Nacional de la Canción ranchera, cuyo cuerpo quedó inerte en el asfalto esperando su vestido, y éste, esperándome en otro cuerpo, también sin vida.
Duele ver las lágrimas de una madre, resbalar por sus mejillas, cuando en el Festival de este año, reprodujeron un video donde aparezco interpretando Cucurrucucú.
Frente a la mirada atónita de miles de compradores matutinos, los maniquíes de toda la ciudad empezaron a concentrarse. Cuerpos masculinos, femeninos, grandes y pequeños, ataviados con sombreros y vestidos elegantes, empezaron a atacar a la población que trataba de huir despavorida frente a aquella inusual venganza. La humillación sufrida durante siglos, los torsos partidos, los brazos y piernas arrancados sin piedad, los cuellos retorcidos y las cabezas golpeadas al entrar en los escaparates iban a ser resarcidos..
Mientras tanto nosotros, los pobres y por tanto más despreocupados, nos aglomeramos ante el gran ventanal para disfrutar en su total magnitud del día en que la moda y su dictadura acabaron para siempre.
Mi bella doncella
De un bello rostro pálido, sencilla y de un corazón duro, así es como la recuerdo todos los días, aquella mujer que me robo el corazón, aquella escaramuza de vestido azul y sombrero de charro, aquella doncella dominaba aquel corcel de pelaje brillante obscuro, aquella moza que se volvió mi presente pasado y futuro. Ella, sin duda era mi dueña, tanto que incluso me sedujo para que dejara la botella. Aveces la recuerdo, aveces la extraño y otras cuantas veces la contemplo en aquel maniquí que lleva consigo su recuerdo.
Constelaciones y estrellas
Y por un instante la vi de reojo sin saber que ella estaría ahí, tan perfecta, concentrada en su trabajo, tan desinteresada de todo lo que pasaba a su alrededor como si estuviera en un trance, pero sin que ella se percatara de ello, yo solo la contemplaba y miraba como la pequeña luz le iluminaba su rostro dándole un realce en cada una de sus facciones tan perfectas con todas esas pequeñas pecas que forman millones de constelaciones y estrellas que hacen que me pierda en cada una de ellas, nunca pensé que después de tanto tiempo la volvería a encontrar, pero ¿qué puedo hacer?, ¿se acordará de mí?,¿cómo le puedo decir que después de tanto tiempo solamente pienso en el día en que la conocí?, ¿sentirá lo mismo que yo?, soy solo un pobre amor perdido en una decepción del corazón, cuando de pronto se dio la media vuelta y rápidamente con el corazón al mil, me escondí atrás de una pequeña palma que se encontraba justo enfrente del local y con millones de emociones encontradas no supe que hacer, así que solo cedí y me fui.
Apenas salía del vestidor cuando él la miró y deseándola de pies a cabeza le dijo: Linda, puedes dejarte el sombrero.
-Despacio Gloria, con cuidado. ¿Cuántas veces te he dicho que te fijes en lo que haces? Vas a tirar las cosas.
-Es que…
-Es que nada Gloria, no puedes correr por la tienda como chiva loca.
-La señora dejó este sombrero, quería alcanzarla para entregárselo…
-No me importa Gloria, tu trabajo es acomodar y vender, no perseguir señoras
-Pero…
-Ah, cómo te gusta alegar, con una fregada, ponte a trabajar o estás despedida.
-¡Está bien! ¿Y el sombrero? ¿Dónde lo pongo?
-¡Donde te dé tu chingada gana!
16 de septiembre.
Entonces después de tantos años, nos encontramos. Yo tomo tu mano, tu mi sombrero y mientras el gobernador pregunta por su dama, juntos nos alejamos entre el mar de gente que cubre la plaza.
Buenos días Alberto, imagino que llevarás mil trabajos al mismo tiempo, como siempre, pero, ¿ha salido el ganador de este concurso o me lo he perdido? Un abrazo. Aurora.
Hola. Una disculpa. No he podido publicar el resultado todavía. Sale la semana que viene.