Las Historias convoca a su concurso #135 de minificción o microrrelato. Las personas interesadas en participar pueden comenzar observando esta imagen:
Instrucciones:
1) Suponer que esta imagen representa un instante de una historia.
2) Imaginar cuál es esa historia: qué está pasando allí, por qué, quiénes están presentes (o no), qué están haciendo. No se trata de explicar la imagen, ni de escribirle un pie de foto, sino de tomarla como punto de partida para imaginar una historia propia.
3) Escribir la historia, en forma de cuento brevísimo (minificción, microrrelato; el nombre es lo de menos), en los comentarios de esta misma nota. Aunque no hay una regla estricta sobre la extensión de la minificción, se recomienda que los textos no rebasen las 200 palabras.
Quienes ganen el concurso recibirán un trofeo virtual y serán seleccionados considerando la opinión de quienes decidan opinar.
La fecha límite para participar es el 27 de febrero de 2018. La invitación queda abierta.
32 comentarios. Dejar nuevo
No sabía nada de él, conocía su voz por las video llamadas pero no conocía su aroma ni sus humores en una tarde de primavera. Tenían un par de semanas escribiéndose en sus redes sociales y era hasta hoy que sus latidos se estrecharían. Los pasillos del aéreo puerto se le hacían ríos de gente sin un ápice de emoción, al menos, no la emoción que sentía de abrazarse por primera vez.
– ¿Ernesto?- le preguntó incrédulo mirándolo fijamente a los ojos, como respuesta tuvo una sonrisa que mostraban unos dientes perfectos y el brillo de los ojos de quien se inunda de nuevas emociones.
Se grababa la primera práctica del cortometraje de animación con bajo presupuesto.Los alumnos recrearon los exteriores del areopuerto con cajas de cartón, simulando edificios.Los pasajeros con muñecos de goma, pintados por un amigo de luis, experto en maquetas.
Luis, el director, rebullía en su asiento, se puso de pie, revisó la escena, colocó a la viejecita y, sus labios emocionados pronunciaron:
-Acción-
El vigilante del aeropuerto con paso enérgico se planta a escasos metros de la anciana con abrigo de paño gastado, y con voz autoritaria dice:
-¡señora está entorpeciendo!
La anciana se gira y lo mira con un grito sordo de terror.
» El vigilante»
Era una tarde de invierno, la gente paseaba por el centro comercial en la búsqueda de su mejor regalo.
Las fiestas decembrinas estaban ya cercanas, todo parecía felicidad entre tanto bullicio y risas que se esparcían por todo el lugar, pero para Fermín, el encargado de la vigilancia del centro comercial era un día común, un día como cualquier otro, completamente monótono, ver a la gente entrar y salir de las tiendas como siempre, nada diferente a lo que a diario veía, lo que no imaginaba era que su destino estaba a punto de cambiar.
Fermín caminaba en uno de los tantos pasillos, absorto en sus pensamientos, cuando repentinamente se percató de la presencia de un extraño visitante, era alguien muy diferente a la gente que él conocía, pero lo verdaderamente inquietante, era su gran tamaño y peor aún, al parecer se trataba de un «extraño vigilante», era como si el centro comercial se encontrara dentro de una gran vitrina y el enorme desconocido fuese quien custodiara el lugar e incluso vigilara al propio Fermín.
Fermín se sintió desconcertado, estaba demasiado asustado y a la vez intimidado por tan sorprendente hallazgo, dejaba de ser «el vigilante» para ser ahora «el vigilado». No entendía lo que estaba sucediendo, trato de advertir a las personas en el centro comercial, pero nadie le prestaba atención a sus agitadas palabras, otros se burlaban de lo que Fermín decía, y otros más miraban a los alrededores y cuchicheaban viendo de reojo al pobre hombre.
Fermín aterrado corría de un extremo al otro del centro comercial, sin poder creerlo, ¿cómo era posible que él fuese el único en poder ver a aquella presencia?
En ese momento, una enorme mano tomó a Fermín por la cintura, lo sacó del lugar, lo miró y con voz dulce expresó – » Éste, ¡éste es el que estaba buscando!»
Fermín se quedó petrificado, sin poder respirar, ni emitir palabra alguna, lo metieron dentro de una cajita y la envolvieron para regalo.
Llegó la Navidad, sonaron las doce campanadas y con ellas, el momento de abrir los regalos, un pequeño niño abrió la cajita en la que se encontraba Fermín, al verlo, el pequeño niño comenzó a gritar de emoción – ¡Al fin, gracias Santa!»
Corrió a su recámara y colocó a Fermín dentro de una pequeña ciudad hecha por el mismo con materiales reciclados, era una ciudad muy colorida y pintoresca, y le dijo a Fermín viéndolo a los ojos – «Ahora sí, ya tengo a mi propio jefe de la Policía».
Fermín no lo podía creer, ahora ya no estaba encerrado en un aburrido y monótono centro comercial, ahora él era el nuevo jefe de la Policía, se sentía orgulloso y emocionado, se ajustó su gorra y se dispuso a cumplir con su deber, estaba feliz, su sueño de salir del centro comercial, se había cumplido, ahora sí que era alguien importante y no un simple » vigilante».
Nidia Díaz E.
…y levantaron su mirada al cielo para ver el rostro del titán sonriendo mientras señalaba a uno de ellos.
Me Encontré.
Nunca tuve tanto miedo, como cuando me encontré solo entre la multitud. Me encontré a mí mismo, o más bien, lo que quedaba de mí.
Emiliano Fajardo
El comprador compulsivo
Tomás era un comprador compulsivo. Compraba todo tipo objetos: peladores automáticos para ajos; portavasos de colores; calzado ortopédico de diseñador; mascotas. Al inicio, justificaba su compulsión fingiendo generosidad y regalaba siempre algo de lo que compraba a algún vecino, hasta que decidió no deprenderse de sus adquisiciones y comenzó a comprar dos versiones de cada compra, una para su colección y otra destinada a los regalos. Casi al borde de la quiebra, su familia lo sometió a un tratamiento que aceptó derrotado: por cada compra que hiciera disminuiría un centímetro de estatura.
Pese a los temblores en las manos y el dolor de cabeza constante Tomás logró mantener la estatura con la que nació. Hasta que vio un cortauñas para bebé que gentilmente recorta las suaves uñas de los recién nacidos sin hacerles daño. Una compra que es útil no es una compra. Todo mundo sabe eso. Pero en cuanto pagó (juntando los centavos que su familia le daba para evitar la tentación), disminuyó abruptamente veinte centímetros. ¿Pero, qué son veinte centímetros, cuando se ha hecho una adquisición tan noble?
Es un hecho que los compradores compulsivos nunca mueren de muertes naturales, continúan empequeñeciendo hasta desaparecer.
Cierra los ojos
—¡Dispara! —dice la voz.
El policía comienza a temblar.
¡Dispara ya, hazlo¡ —insiste la voz.
El policía lo piensa unos instantes, saca su arma y apunta al hombre que va de la mano de un niño, y que lo mira atónito.
—¡Dispara, maldita sea!
El policía pone el arma en su sien y gala el gatillo,callando así la voz que lo atormentaba.
Cierra los ojos
—¡Dispara! —dice la voz.
El policía comienza a temblar.
¡Dispara ya, hazlo! —insiste la voz.
El policía lo piensa unos instantes, saca su arma y apunta al hombre que va de la mano de un niño, y que lo mira atónito.
—¡Dispara, maldita sea!
El policía pone el arma en su sien y jala el gatillo,callando así a la voz que lo atormentaba.
Es un día ordinario, edificios modernos y sus paneles publicitarios anexados a las ventanas: una ballena sumergiéndose, el eslogan: “libertad es grandeza: Coca Cola”.
Alguien me cogió del brazo. El sobresalto hizo que se cayera la bolsa, dispersándose las naranjas.
— Caminemos hacia la esquina. Solo te pido que no grites.
— Qué quiere de mí- le dije con voz entrecortada.
Nadie se alteraba por lo que estaba ocurriendo. Ya en una calle sin que nadie nos mirase, me tomó las manos arrugadas y las besó.
— Qué quiere de mí, soy una pobre anciana- dije
— Vengo a salvarte- apretó ligeramente mis manos.
— De quién
Sacó una aguja de unas cinco pulgadas, mis ojos se abrieron grandes y sin perder tiempo la clavó en mi cabeza, sentí algo húmedo resbalándose y un chillido. Reconocí los ojos grises del joven, supe quién era; al girar fue grande mi repugnancia al ver a los otros inanimados con moluscos adheridos en sus cabezas.
— Madre nos tenemos que ir, no podré ayudar a los demás tripulantes- corrimos y Ulises no soltaba mi mano.
El bosque enorme, lleno de secoyas parecía interminable.
Recuerdo aquel triste seis de enero, yo tenía ocho años. Mi padre había fallecido un par de meses antes, a causa de un derrame cerebral, sin embargo, para que yo no sintiera «tanto su ausencia» mi madre decidió comprarme una ciudad LEGO. Recuerdo que cuando desperté esa mañana bajé inmediatamente las escaleras y me dirigí hacía la sala en donde estaría mi regalo. Enorme fue mi sorpresa cuando observé en el piso de mi sala una diminuta ciudad devastada por pequeños hombrecillos. Ahora que lo pienso, me parece que el sistema de aquella ciudad había colapsado, ya que los pocos sobrevivientes se retiraban de la brutal batalla gritando: «¡Libertad, libertad!», ¿a dónde se fueron? No lo sé, pues después de ser testigo de tal acto revolucionario me desmayé. Al día siguiente mi madre me insistió en que todo fue una pesadilla, pero yo sabía la verdad: se habían ido a luchar en contra de las injusticias de este mundo, así como mi padre lo había hecho meses atrás.
MUJER DE CAMISA ROJA
Escondido en el ambiente festivo, él espera la hora fijada. Sin prisa. Barba oscura. Ojos quietos.
Desde las vidrieras(1) repletas de mercancías que tientan a los paseantes del shopping, lucecitas de colores, hacen guiños intermitentes.
Hay música. Hay un rumor que forma las conversaciones apretadas de la gente.
Una jovencita de pelo rubio cortísimo del que se destaca una larga trenza verde, casi tropieza con él. Ríe. Ella ríe. Él sólo la mira distraído. Ausente.
La muchacha lleva piercings en la nariz y en los labios inferiores. Masca chicle.
Pronto se pierde entre el gentío.
Hay una mamá joven con un niño de no más de cinco años mirando juguetes. El niño, vocecita pequeña, clara. Repica cuando le dice a mamá el pedido para Papá Noel.
El hombre de barba oscura y ojos quietos, enciende un cigarrillo.
Hay una mujer que lleva pantalones negros y camisa roja. Es de mediana edad. Los ojos quietos la miran. La mujer de la camisa roja le recuerda vagamente a su madre.
Una bocanada de angustia, quizás de miedo le atraviesa la garganta. Quizás es otra cosa, no sabría precisarlo. Tampoco quiere pensar. No llegó allí para pensar ni para sentir, de eso está seguro.
Algunos presurosos, otros con la lentitud del disfrute del paseo en busca de obsequios, van pasando hombres, mujeres, niños multicolores. Porque para los ojos quietos se convierten sólo en eso: retacitos de color que se mueven como hormigas en desorden.
Sin embargo, de vez en cuando, la mujer de la camisa roja flamea entre los demás.
Él piensa: ya es hora.
Pulsa el detonador que esconde en el bolsillo.
El alarido estalla haciendo saltar vidrios, sangre, miedo. Arrasa todo a su paso.
El hombre de barba oscura y ojos quietos yace en el piso entre vidrios rotos y cortes profundos de color púrpura en el cuerpo.
Él no puede verla. Pero la camisa roja, disparada fuera de su dueña, ondea en el aire y va a posarse con suavidad sobre la mano derecha del hombre, que todavía aferra los restos del detonador.
(1)vidrieras: escaparates
La batería de mi ordenador cuántico se descompuso, así que no podre trabajar hasta que reemplacen el campo de antimateria. Mi supervisor se decepcionó de mí, ´´y eso que la colonia iba tan bien, pues ya qué más da, llamaré a los clientes para pedirles una prórroga, imagina que son vacaciones obligatorias ´´. Me sorprendió no haber sido despedido, estos equipos cuestan una fortuna. Pero aún sin la batería, puedo acceder a la memoria desde un computador binario. Y ver como progresan. Ahora ya se encuentran en la edad moderna, unos siglos antes de la actualidad, mi interfaz esta basada en los estudios de Luhmann, por eso todo es más rápido, más complejidad, más variables con que trabajar. No puedo afectarlos, pero puedo ver que tal avanzan ellos solos.
Los días pasa, y yo me encuentro en el ocio, me hace falta el trabajo, pero creo que estaré un tiempo deshabilitado. Ahora que lo pienso, jamás tuve un día libre hasta hoy. Desde que acabé la escuela, luego el posgrado, y ahora mi trabajo en la empresa, haciendo las colonias. La colonia parece estable, están por tener sus primeras elecciones democráticas, después de un golpe de estado militar. En lo particular, prefiero la dictadura, me parece más interesante, las democracias me aburren. Pero el cliente fue muy específico, con el avance histórico y social de la colonia. Tal vez guarde una copia, esta colonia es de mis trabajos más importantes, aunque si me descubren estaría violando mi contrato.
Hoy salí a la calle, entré a un centro departamental. Nuestro cliente se desesperó y contrató a otra compañía. Ahora el nuevo modelo y actualización están a la venta por todas las tiendas, hay una simulación en proceso, todo parece increíble. Pero, que diablos…. ¡Esa es mi colonia!, no sé cómo, ni por qué, pero han plagiado mi trabajo. Salgo furioso del centro departamental.
Llego a la compañía, miro gravemente a mi jefe, ese enano malnacido. Me mira de reojo, y no parece afectado, a pesar de que me hierve la sangre. ´´ ¡No puede ser, robaron mi trabajo! ´´. El enciende un cigarrillo, y comienza a reír. ´´Hay Harana, se nota no que eres un despistado de primera´´. Él saca un periódico de la gaveta de su escritorio, el día de ayer dieron un golpe de estado en la capital.
Miro hacia abajo, por la ventana, los puntos, que hace mucho me parecían hormigas, se mueven como enjambres.
Sólo una noche
–Vamos, date prisa
–Llevamos caminando más de una hora, ¿no podríamos darnos un respiro?
–Hoy es el único día en que podemos hacer esto
–¿Hacer qué?
–Esto…movernos
–¿De qué estás hablando?
–Quiero verla y seguramente ella también a mí, tenemos 364 días para dormir y descansar, no se te ocurra volver a pedirme un descanso
–Hicimos exactamente lo mismo ayer…
–Rubén, mírame; los colores de mi ropa se ven más opacos, me lleno de manchas negras por la humedad, el plástico también se desgasta. Mírate, te pasa lo mismo. Estamos muriendo Rubén. Eso que dices que pasó ayer, pasó hace un año exactamente. Cada que despiertas lo olvidas y debo darte la misma explicación. Esporádicos puntos de moho comienzan a cubrir año tras año las paredes de los edificios en una suerte de viruela. La viruela del tiempo. Quiero ver a Viridiana otra vez, sigamos buscando ¿sí?
Los ecos de estas palabras retumbaron en el más profundo rincón de la memoria de Rubén, desconcertándolo. Siguieron su búsqueda sin éxito por aquella pequeña ciudad artificial dentro del aparador de la juguetería. Misma que cerraría sus puertas para siempre la siguiente semana.
Otra historia sobre el fin del mundo
Comenzó en la mañana, cuando los habitantes de la ciudad Z salieron a sus trabajos y escuelas. Los edificios cayeron, el suelo se partió y una mano, acaso de una divinidad, se llevó a los elegidos. Y entonces todos lo supieron, no eran más que unas figurillas de LEGO.
«¿Así es Dios?» Se escuchó entre la multitud que se cubría de sombra junto a la ciudad de los regalos.
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–¡Es navidad, vamos de compras a la ciudad!- dijo la anciana emocionada.
–¿Navidad?-, preguntó el nieto aburrido, mientras le quitaba las gafas de realidad virtual.
Abuela, eso tiene siglos que ya no existe.
Hola chicos, soy indimomo, algunos ya me conocen, he participado, este mes no participo porque tengo mucho trabajo y poca inspiración, les deseo maravillosas historias. Estoy buscando a Fanny Morell, que me escriba a mi correo, inditami@yahoo.com.mx
Gracias!
LA NORMA
Todos tienen que entregar su regalo. Es la norma.
En cuanto se percibe la llegada del otoño, la plaza se cierra y sólo está permitido acceder a ella para depositar el tributo. Un funcionario del ayuntamiento, censo en mano, se encarga de registrar las entradas y de urgir a los rezagados.
En dos días, como máximo, todo debe estar preparado. Juramos que la desgracia del día de San Miguel no volvería a repetirse. Aquel año algunos jóvenes se negaron a participar en lo que para ellos era una tradición absurda, cuya única misión consistía en mantener a la población bajo el yugo de un miedo que sólo beneficiaba a un gobierno débil y corrupto. Ellos llegaron antes de lo previsto, antes de que pudiéramos convencer a los rebeldes de que no era posible renegar de la norma. Fue horrible.
No sabemos con certeza cuándo vendrán. Nunca es antes de que las hojas ocres comiencen a caer de los árboles y ha habido años que su llegada ha coincidido con la primera nevada.
Nadie les ha visto. Sus alas rasgan la noche con un terrible sonido. Las luces se apagan, las ventanas se cierran, las puertas se atrancan. Nos tapamos las caras con toallas impregnadas en agua de colonia para resistir su pestilente olor y rezamos.
Por la mañana toca recoger los restos de cajas y envoltorios. La plaza vuelve a abrirse y regresamos a nuestras rutinas como si nada hubiese ocurrido, como si no tuviéramos que empezar a pensar en un nuevo presente para pagar por un año más de vida.
Voodoo child.
Se oye el cierre de la cancela del jardín, y las pisadas de nuestro hijo alejándose por la calle. Aún así mi mujer y yo permanecemos quietos unos minutos, escuchando. Luego los dos corremos a su habitación. Entramos y nos pararnos de nuevo, a oscuras.
Es siempre lo mismo, la duda de justo antes, del quiero y no quiero saberlo. Al final enciendo el flexo y lo vemos, el tablero.
Al comienzo los dos buscamos lo mismo, a nuestra hijita Cloti, el corazón empuñado. ¡Allí está, aquella niña al fondo, de la mano de nosotros, es Cloti!
Luego ya cada uno busca a los suyos. Los padres, los hermanos, si da tiempo amigos, gente del trabajo, o las novedades ¿Quienes son esos tipos con maletas de viaje?
En esto mi mujer grita. – ¡Mi madre! ¡No la veo! Siempre está la primera, con su bolsa de la compra. Busca frenética, pero no hay tiempo, ya oigo la cancela. Vuelve. Como puedo la saco de allí, regresamos a la salita, y al entrar nos encuentra como estábamos, ella con una revista, yo con un libro. Aquí no ha pasado nada.
Pero sí ha pasado, es evidente. La sonrisita que le aparece al imbécil en la cara lo confirma. Mi mujer no aguanta más. Hace que se ha emocionado leyendo un artículo sobre cómo decorar mesas navideñas, y se echa a llorar. Mientras tanto yo miro a nuestro monstruo fijamente. Y de verdad espero que no pueda leer lo que estoy pensando, que no sepa lo que le espera, si un día entro en su cuarto, y encuentro, sobre el tablero su figurita.
UN SEGUNDO ETERNO
Sus ojos se posan sobre los preciosos encajes del vestido rojo. Su mente, siempre alerta, se relaja imaginándolo sobre su cuerpo. Tan solo son unos segundos, los suficientes para que su hijo soltara su mano. Al reparar en ello su corazón da un vuelco. Su angustia va en aumento cuando no ve a su pequeño, y empieza su búsqueda con desesperación, con dolor.
Día tras día, arrastra su caminar llorando lágrimas secas. Recorre la gran superficie infestada de gente en la vorágine del consumo diario. Solo cuando ve a un niño de rizos rubios y ojos azules aligera el paso, para, ya en la proximidad, sentir una nueva puñalada rasgando su esperanza. Ha intentado curar su tristeza con la muerte, pero ni siquiera ella ha logrado acallar su pena, su espíritu sigue buscando.
El tiempo transcurre inexorable. Las máquinas han empezado a demoler el complejo comercial. Hay personas que juran que entre los escombros, cuando el viento de la noche duerme, se escuchan lamentos.
El reencuentro de la vida con amor
Érase una vez en un día de tono invierno, en el cual en un punto del país de España, se encuentra una población en el cual las personas estaban en tiempos de festejar la Navidad, había en especial una niña la cual era huérfana, y su mayor deseo es estar a lado de seres que la quieran mucho, y esa pequeña el día de Nochebuena decidió darles aunque sea un momento de felicidad a los demás y empezó a realizar cartas y dibujos navideños para motivar a los vecinos de todas las edades y una vez que las hizo , salió de su lugar de vivir y empezó a repartir alegría a todas partes y canto y a todos alegro y en especial al tocar una puerta la recibe una pareja que se sentían muy tristes por su perdida de su único hijo y al ver ala pequeña se encariñaron de ella y ella de ellos y en el dia de Navidad la pequeña recibió el mejor regalo de todos el cual es la reunión de una familia llena de amor, creció siendo una niña muy inteligente y sobresaliente en la escuela y cada año repartía cartas a las personas para recordar que la intención hace el detalle , con tan solo de hacer crecer la armonía y felicidad para todos
Y así todos aprendieron que la felicidad se vive al diario con las personas que te dan momentos inolvidables y maravilllosos
Muchas gracias por la atención prestada a este cuento inventado
Empezó pintando los pisos y las paredes de las pequeñas casas; después le enseñaron a poner las pegatinas en los muebles; en la adolescencia aprendió a confeccionar cuerpos, ojos, y expresiones en la pasta; y cuando su padre murió, heredó todo el negocio, el nombre y el prestigio. Le llovían encargos, trabajos, escenas. Siempre de carácter local, siempre con una atmósfera de antaño. “Queremos una miniatura de un domingo en la Alameda, como de 1900”, “Le encargo una escena del embarcadero de Cuemanco, en los 30”, “Presidencia solicita una miniatura del reloj chino de Bucareli. Use esta imagen de 1910”. Nunca le pedían miniaturas modernas y el quería hacerlas todas: la Torre Mayor al atardecer, un concierto de rock en el Foro Sol, un 12 de Diciembre en la Nueva Basílica de Guadalupe, el Xipe Tótec que ilumina la torre del CCU de Tlatelolco, y otras maravillosas obras, producto de la ingeniería moderna, como las enormes decoraciones navideñas de Plaza Satélite.
El curioso
«No hay que confiar demasiado en ellos – me decía el anciano de la jugueteria – siempre hacen eso, siempre andan ahí dispersos. Pequeños juguetes simulando la vida humana cotidiana. Pero cuando te acercas a verlos de cerca a través del acrílico del domo, se aglutinan bruscamente al punto más próximo a ti. Y si pones mucha atención, escucharás lejanos golpeteos y gritos de odio de una pequeña multitud». Tal vez por perversa curiosidad o quizá porque quería demostrarme que podía hacerlo. En un instante de distracción del anciano, retiré con ambas manos la única barrera que mantenía cautivo a esos diminutos seres, mismos que no repararon en abalanzarse contra nosotros.
Vivimos muchas aventuras juntos. Unas veces construíamos un pueblo. Algunas otras explorábamos la selva o recorríamos un desierto. De repente éramos vaqueros e indios; luego podíamos convertirnos en un escuadrón de soldados, en un grupo de granjeros…
Hoy, dando marcha atrás con la memoria, ya que no puedo mover de mi cuerpo nada más, (estoy en esta cama de hospital, conectado a estos aparatos) quisiera saber qué fue de ellos; dónde, en qué cajón quedaron arrumbados. Si pudiera, los traería de vuelta. Estoy otra vez igual de solitario. Los traería para imaginar que construimos un puente, que navegamos por un río; que entramos, juntos, en ese túnel al que temo entrar solo, y que es el sitio donde, estoy seguro, la aventura se termina.
EL JUICIO
Se activó la alarma, y la nube negra llegó con rapidez. Numerosas casas cayeron aún las más fuertes, ésas amarradas con el típico lazo y moño que suelen pertenecer a los más prósperos de ésa comunidad.
La casa donde vive el muchacho de los pantalones vaqueros pertenece a las llamadas “pequeñas” pero la de él es diferente, no tiene paredes y las cortinas flotan en el aire. Cuando sonó la alarma quiso aprovechar la ocasión y correr hacía el noveno piso; sabía muy bien que si se entretenía en cerrar la casa, perdería un tiempo muy valioso. En el callejón un perro jugaba con el esqueleto de otro perro.
Y bueno, en la vida una cosa siempre lleva a otra: tiembla, suena la alarma, aparecen ellos y arrebatan al muchacho de los pantalones vaqueros. Cómo dice él “no se puede cambiar nada, nunca puede ser de otra manera.” Pero me pregunto ¿de haber encontrado la manera de llegar al piso número nueve habría cambiado su vida?
Fueron llegando más y más personas y las concentraron en la plaza principal. En medio de la plaza el hombre con pantalones amarillos, subido sobre una caja cantaba marcando el compás. A las mujeres las pusieron aparte. El hombre seguía cantando: “hay que vivir, la vida es bella”; entonces todos se pusieron a cantar.
– ¿Qué hacía usted cuando sonó la alarma? Preguntó el hombre de los pantalones amarillos al joven que vestía pantalones vaqueros.
– Escribía.
– Pero corrió hacía el piso número nueve ¿No?
– Sí.
¡Vaya, vaya! En fin, espero tener la oportunidad de leerlo algún día, joven.
-Bueno, un milagro siempre es posible.
-Efectivamente, cualquier cosa es posible. Y ¿Eso es todo? ¿Estaba solo?
– Sí, señor. Requiero de soledad para escribir.
-¿Seguirá usted intentando llegar al piso número nueve?
– Sí, señor, cuantas veces pueda.
– Ni una palabra más. Ha sido un placer conocerlo joven, pero, para nada le es usted útil a nuestra comunidad. ¡Que pase el que sigue! gritó entonces el hombre de los pantalones amarillos.
UTOPÍA
En el High School les pidieron hacer una maqueta. En ella tenían que representar su utopía, dijo la profesora Malthus. Aquello a lo cual debemos aspirar como sociedad.
Esa misma tarde, Donald decidió que él no se conformaría con poner muñecos inanimados y sin gracia en su reino. Él compraría “frijolitos” en la tienda de mascotas reducidas. Resultaría costoso, pero con un poco de pintura color carne y unos trajecitos, el resto sería inventar una bonita historia y tendría la calificación asegurada.
El día de la presentación, explicó que su utopía tenía muchas cosas envueltas para regalo porque cada cuatro años se rediseñaría la ciudad. Se añadirían o quitarían muros, parques, edificios, lo que hiciera falta para que las personas fueran felices. La maestra le puso un excelente. Quedó encantada con esos hombrecitos tan mudos, tan bonitos y que no paraban de saludar con los brazos extendidos cuando los miraban.
1:72
Satrústegui no para, no respira. Corre, se apresura, vuela. Recorre la calle de un lado a otro. Nos empuja. Se enfada porque nosotros caminamos lenta, pausadamente, porque no nos movemos. A veces, nos grita. La verdad es que resulta gracioso verle. Rompe la monotonía de nuestras vidas. Todo será más aburrido cuando Satrústegui comprenda la verdad: que sólo es una figura de plástico en una maqueta a escala 1:72.
PLANETA CHEERRIOS
En su mundo había edificios de colores vivos, brillantes. Construyó casas y parques. Lo dotó de todos los servicios existentes en su planeta natal.
Toda una tarde había permanecido en la construcción del nuevo territorio. Habitó el sitio con personas diminutas. Cuando inició la vida se proclamó rey absoluto coronándose a sí mismo. Su primer mandato fue prohibirles la entrada a sus padres. Ellos eran el principal enemigo, siempre arruinando todo lo divertido.
Su fortaleza estaba protegida. El planeta Cheerrios (como lo bautizó) estaba a salvo.
Bailoteo un poco. Sintió urgencia. Colocó el último bloque sobre la muralla y salió disparado al baño.
Sólo le tomó unos minutos hacer pipí mientras canturreaba la canción de una caricatura. Pero cuando volvió encontró un escenario devastado. El enemigo experto en técnicas militares, arrasó en segundos con todo. La ciudad deshecha, cada bloque lego acomodado en el empaque, cada muñeco dentro de la caja de juguetes.
El olor del enemigo aún se disolvía en el aire.
Serio y molesto, el pequeño rey arrojó corona y capa. El enemigo llamaba amenazante.
Se sentó a la mesa, masticó las donitas crujientes de su cereal con leche. Una mejilla recargada en la palma de su mano, mastica, sonríe, y empieza a planear cómo hacer más resistente su siguiente mundo, sin antes rendirse al encantador perfume de su madre, o a la delicia del cereal de su planeta natal.
Hola Liz. Me gustaría compartir tu escrito en mi blog infantil, si estás de acuerdo.
http://mandarinalerolero.tumblr.com/
Creía ver su rostro. Veía muchos, muchísimos rostros. Nos veíamos uno a uno, ellos a mí y yo a ellos, y ellos tan infinitesimales como indiferentes, resignados. Después de todo, yo mantenía cierta fe: por eso digo que creía ver su rostro, su rostro, entiéndase uno solo en el cielo o el universo o simplemente allá arriba, una suerte de estrella, imponente o de plano hiriente, terca como el amor pues no dejaba de hacerse con su luz de gigante, de gigante digamos compasivo, sí, sobre nosotros, minucias, casi risibles en nuestro hogar o ciudad de a mentiras pero cierta, con sus arbolitos, sus paseitos, sus casitas, sitiada por láminas transparentes e impenetrables. A mí no me quedaba sino levantar los brazos, dos puntos gravitando alrededor de un punto, y entregarme a mis convicciones: pedía, pedía con fervor al rostro que creía ver, es decir, al rostro, su rostro que creía adivinar tras su estrella, tras su luz, por supuesto, en las alturas, le pedía con fervor a la luz en las alturas. Ya lo he dicho y no es necedad sino algo irrefutable o urgente o necesario repetirlo: yo aún mantenía cierta fe, a pesar, a pesar. El resto, despabilados de súbito por una presencia, acaso por la figura de mi salvación, me dejaba al centro de la caja de cristal y empezaba a huir hacia detrás de los arbolitos, hacia dentro de las casitas, hacia donde pudiesen resguardarse, y me gritaban, loco, me gritaban, fanático, me gritaban, imbécil, serás el último, como si se tratase de una advertencia desconocida y no de una aproximación celeste, mientras el rostro que yo creía ver, la estrella y la luz que yo contemplaba se ponía un lado, un brazo metálico en el aire y una sombra colosal descendiendo, tomándome, elevándome sobre mi hogar o ciudad de a mentiras a la verdad, al fin, a la verdad, junto a Él.
Incubadora
Creía ver su rostro. Veía muchos, muchísimos rostros. Nos veíamos uno a uno, ellos a mí y yo a ellos, y ellos tan infinitesimales como indiferentes, resignados. Después de todo, yo mantenía cierta fe: por eso digo que creía ver su rostro, su rostro, entiéndase uno solo en el cielo o el universo o simplemente allá arriba, una suerte de estrella, imponente o de plano hiriente, terca como el amor pues no dejaba de hacerse con su luz de gigante, de gigante digamos compasivo, sí, sobre nosotros, minucias, casi risibles en nuestro hogar o ciudad de a mentiras pero cierta, con sus arbolitos, sus paseitos, sus casitas, sitiada por láminas transparentes e impenetrables. A mí no me quedaba sino levantar los brazos, dos puntos gravitando alrededor de un punto, y entregarme a mis convicciones: pedía, pedía con fervor al rostro que creía ver, es decir, al rostro, su rostro que creía adivinar tras su estrella, tras su luz, por supuesto, en las alturas, le pedía con fervor a la luz en las alturas. Ya lo he dicho y no es necedad sino algo irrefutable o urgente o necesario repetirlo: yo aún mantenía cierta fe, a pesar, a pesar. El resto, despabilados de súbito por una presencia, acaso por la figura de mi salvación, me dejaba al centro de la caja de cristal y empezaba a huir hacia detrás de los arbolitos, hacia dentro de las casitas, hacia donde pudiesen resguardarse, y me gritaban, loco, me gritaban, fanático, me gritaban, imbécil, serás el último, como si se tratase de una advertencia desconocida y no de una aproximación celeste, mientras el rostro que yo creía ver, la estrella y la luz que yo contemplaba se ponía un lado, un brazo metálico en el aire y una sombra colosal descendiendo, tomándome, elevándome sobre mi hogar o ciudad de a mentiras a la verdad, al fin, a la verdad, junto a Él.
[…] está aquí la minificción ganadora del concurso de febrero de 2018. Es “Planeta Cheerrios” de Liz, cuyo temas centrales son la imaginación y la infancia, tratados de forma curiosa y […]