Esta es una selección del libro de minificción Aerovitrales (Cuadrivio, 2015) del mexicano Emmanuel Vizcaya (1989), quien es ensayista, narrador y poeta. Su trabajo, como se ve aquí, toca temas como la tecnología, los mundos alternos, la transformación del lenguaje, la reflexión filosófica y la literatura especulativa. Todos colindan con la poesía, en ese terreno extraño de la lectura donde se juntan, como en una especie de estado cuántico, todos los textos brevísimos, sin importar su género. Además de Aerovitrales, Emmanuel es el autor de la trilogía poética NEO/GN/SYS, el poemario Los Zentros, el cuaderno de sueños Cielo de radares y en España una compilación de sus textos publicada en España: La memoria de los meteoros. Actualmente produce ROTTTOR, un proyecto de experimentación sonora y música electrónica.
AEROVITRALES (selección)
Emmanuel Vizcaya
Perros subterráneos
Una vez al año, a lo largo de la avenida principal, se instala un mercado ambulante donde venden todo tipo de baratijas, ungüentos, alimentos exóticos y artículos poco convencionales. Es un mercado de objetos y de gente extraña. Después de caminar varios minutos entre frutas, píldoras y lámparas, se llega a un puesto donde exhiben un corral con cinco o seis cachorros de perro bajo un rótulo de cartulina que dice PERROS SUBTERRÁNEOS. Los perros subterráneos lucen como cualquier otro perro, con la diferencia fundamental de que una vez llegados a la edad adulta, escarban en la tierra frenéticamente hasta que en unos días logran un túnel muy profundo por el que jamás vuelven a salir. El perro subterráneo seguirá escarbando y no se sabe en qué momento habrá de detenerse, pero al cabo de unos meses, desde el túnel surge una camada saludable de cachorros subterráneos que buscará inmediatamente agua y comida del mundo exterior y por eso nunca habrá de taparse el agujero. Este mercado es el único lugar donde pueden conseguirse unos cuantos ejemplares de perro subterráneo por un precio bajísimo. Del primer perro no se vuelve a tener noticia, aunque los rumores dicen que sus huesos se convierten en las semillas de una aleatoria especie de planta.
Omnia
Mis amigos dicen que me han visto por la calle, que me han visto andando en bicicleta, que me han visto entrar a los supermercados, que me vieron platicar con alguien en un parque, que no les contesté el saludo, que pasé de largo junto a ellos, que me vieron muy gordo, que me vieron muy flaco, que me encontraron paseando a un nuevo perro, que leía un libro impredecible, que me iba durmiendo en el transporte público, que besaba a una chica que no era mi novia, que me caía de borracho en una esquina, que iba saliendo de una iglesia, que corría para alcanzar un taxi, y yo nunca he sabido dónde están esas personas que planean sustituirme, nunca me he visto al otro lado de la acera, en la otra esquina, si acaso sólo puedo verme en las superficies reflejantes. No sé a quién han visto mis amigos y ahora ya no sé si al menos me conocen. Tal vez conocen más a aquellos tipos que ayudan a mi omnipresencia. Tal vez yo mismo me he encontrado y no me he reconocido, quizá he pasado de largo sin alzar la vista, sin contestarme el saludo. Tal vez me ignoro muchas veces y no soy quien creo que soy. Tal vez ando extraviado, o tal vez soy éste y ése y aquél, o en todo caso, ninguno de nosotros.
Fin del mundo
Nunca me había dado cuenta pero hay un volcán peligrosamente cerca de esta ciudad y ahora que está activo puedo verlo en toda su íntegra violencia. En su cráter, el gigantesco dios Vishnú, con medio cuerpo sumergido en lava, nos arroja bolas de fuego. La ciudad arde entre explosiones y mantras y el caos es incontenible. Alguien descubre que la mejor forma de escapar es en bicicleta por la facilidad de maniobra entre escombros y autos volcados. Las pandillas de la ciudad ya habían pensado esto mucho antes y tienen ahora en su poder todas las bicicletas posibles. Con el fuego a punto de alcanzarnos, el único trato con ellos es comprarlas a precios exorbitantes o, en todo caso, intercambiarlas por el último cartón de cervezas del fin del mundo.
Meteoros
Cuando dios se harta de algo, toma su arma de fuego y dispara un meteorito. Una vez dios se hartó de los lagartos prehistóricos y les disparó. Eso fue lo más cerca que hemos estado de una de sus balas. Nunca falla en puntería aunque a veces, al limpiar su arma, se le sueltan dos o tres tiros. Si de pronto a dios le estorba algún planeta o le obstruye la vista, con una ráfaga lo soluciona. Casi no nos damos cuenta pero si miráramos con más detenimiento el cielo, quizá veríamos una esquirla atravesando la galaxia. Dios tiene un cargador automático de meteoros de todo tipo y tamaño, tiene un cinturón de asteroides bien ajustado y peligroso. Dios está armado y está loco pero es paciente. Nosotros fácilmente ya le hubiéramos colmado tres veces la paciencia pero, al parecer, somos más entretenidos que un puñado de lagartijas. Somos tan admiradores de dios y de sus disparos que hasta les ponemos nombre a cada una de sus balas cuando vemos que cruzan por los telescopios. Hay que reconocer la garantía de esas municiones.
Campo ritual
En la Isla Mariana existe un campo de cultivo que no aparece en mapa alguno. En ese campo es posible sembrar espinas. Es el campo de espinas. Crecen grandes. Primero emergen como una planta de dardos y después, con los años, se vuelven un árbol de flechas. Todo el tiempo emiten un zumbido, vibraciones que hacen creer que están a punto de quebrarse, de soltarse sus ramajes, y que en cualquier momento de descuido alguno de sus filos abrirá la punta de los dedos que los toquen. La realidad es que esas flechas quieren desprenderse, dispararse del árbol, llegar lejos, penetrar un corazón. Nadie se atreve a cruzar el campo sino hasta que los árboles han perdido toda su amenaza, ya sea por marchitarse o por haber atravesado un cuerpo. Pero tampoco nadie deja de plantar esas espinas; los pobladores llegan con su cuña y un morral azul lleno de ellas. Es una tradición, es un ritual, y los rituales que se llenan de misterio duran para siempre.
Fotosensible
Esta tarde, en un bazar de antigüedades, compré una cámara instantánea que fotografía lo que la gente está sintiendo. Al tomar un rostro, en vez de revelar su imagen, la cámara reproduce una foto equivalente a los sentimientos del fotografiado, o al menos eso dice el instructivo de la caja. Esto me parece más perturbador que placentero, así que decido usarla sólo hoy para luego resguardarla en el ático de mi abuelo que ya no he visitado. Parado frente al espejo del cuarto me hago tres fotografías. La primer imagen muestra un tramo de una carretera; la segunda imagen, un árbol a la orilla de esa misma carretera; la tercera imagen es un puente de piedra que atraviesa un lago negro. No comprendo bien lo que esto significa pero siento un escalofrío: la silueta insinuada del escalofrío en medio de la carretera; el escalofrío que se ramifica desde mis nervios como un árbol; el escalofrío que sólo puede ser librado mediante sólidos puentes. Me guardo las fotos en la bolsa de la chamarra y salgo como abducido rumbo a casa del abuelo.
El signo de la X
Su voz es la espora del diálogo. Ella es una transmisión, una medusa voltaica. Significa la red para los pescadores que se vuelven otras redes. Ella está en el mar de los símbolos. Las emisiones de su centro son una luz inconfundible, son el mapa de los mapas. Ella es la combustión que desemboca en nubes: relámpagos rasgando el metal, mareas de sangre crispando la piel. Mi nerviosismo frente a ella está aflorando, se escucha como una nota baja y continua. Un zumbido discreto se traduce en mi sudor de manos. Sólo tengo un arco y una flecha para defenderme de ella. La flecha está temblando. No es un arma en reposo, no es una bala descansando en el cartucho. Es una flecha tensada mirando el blanco del aire. Soy la flecha, el arco, el arquero y posiblemente el aire vacío. Ella hace que quiera dispararme. Ella es el signo de la X. Voy a lanzarme en el centro de su cuerpo, en el silencio que abrirá el zumbido como un espadazo. No puede más la incertidumbre de la resistencia de la cuerda. Llegó a su punto impredecible. Más excitación. Mucha más excitación. Se acrecienta mi temblor de manos.
Simbología
Mis amigos me invitan a practicar sandboarding al desierto sobre la ciudad que siglos antes cultivaba las artes y las ciencias. Su arena es diferentes colores y predominan el naranja y el morado. En el cielo, en vez de sol o luna, hay un planeta demasiado cerca, tan cerca que se puede sentir su gravedad y del que se desprende una cascada increíble de arena que termina justo en donde estamos. Esa arena ha ido sepultando los campos, los ríos, las ciudades cercanas. El planeta se está deshaciendo y después seguiremos nosotros y luego otros y otros más pero ahora no nos gusta pensar en eso. Mejor nos divertimos y cada vez que nace una montaña aprovechamos el impulso para deslizarnos cuesta abajo.
Usuario no disponible
“Bueno, como quieras”, escribió con furia en el teclado, cerró sesión, apagó la computadora, apagó la luz, cerró la puerta, cerró los ojos, cerró la boca, cerró los puños, cerró la respiración, cerró las venas, cerró el flujo de la sangre, cerró la transmisión de sus nervios, y del otro lado de la línea, en la otra pantalla, una X roja sustituyó para siempre el punto verde de su nombre.
Hambre al mediodía
Tienes hambre, es mediodía, no has desayunado y se le acabó la tinta al tintero de la pluma que, fetichistamente, sólo usas para escribir poemas. Buscas en la cartera y sacas tu último dinero. Piensas un poco en lo que harás y sales hacia el centro comercial. Ahora es medianoche y lo único que hay sobre la mesa es un nuevo poema que habla sobre el hambre pero un hambre de la cuál no te podrás quejar. Tú nunca has sabido lo que es la verdadera hambre.
La plaza de los plantados
En el sur de la ciudad existe una pequeña plaza pública rodeada de bancas, con fuente y quiosco al centro, que ha adquirido el sobrenombre de “La plaza de los plantados” por la peculiar razón de que si una persona se sienta ahí a esperar a alguien, pasan horas y horas y al final ese alguien nunca llega. Incluso la gente cuenta que si eres tú el que está siendo esperado en esa plaza, te surgirán de pronto una serie de obstáculos que te harán llegar muy tarde o no llegar. El problema es que este sitio es el único punto de referencia llamativo entre el laberinto de calles grises que lo circundan. Cerca de ahí no hay nada y por eso es un paréntesis del sur citadino. Los fanáticos de las coincidencias creen que todo se trata de una exagerada leyenda urbana, aunque ellos tampoco se atreven a darse cita en el lugar. No está por demás decir que pese a todo, la plaza es bastante agradable: el ruido de los autos no le llega y la modesta vegetación que la habita siempre está cuidada y reluciente. En realidad, la espera no es tortuosa, sólo es inacabable. Relaciones han comenzado y terminado cuando dos plantados charlan hasta bien entrada la noche, o cuando una cita importante fue desventuradamente acordada en su quiosco. Pero en “La plaza de los plantados” también sucede otra cosa extraña: si uno llega con la intención de relajarse en soledad con un libro o buena música, siempre se encontrará con alguien conocido y en el descanso ya no habrá privacidad. Mientras escribo esto estoy sentado en una de sus bancas en total comodidad y silencio, sólo espero que el obstáculo que tendrá la chica que no va a venir a verme sea únicamente un tacón roto o un árbol caído afuera de su puerta y no algo de mayor importancia.
Salvación de la cebolla
La cebolla, en un último intento por sobrevivir, trata de conmovernos hasta lo más hondo, rogando que no sigamos dividiéndola en dos, cuatro, seis pedazos, con el desalmado filo del cuchillo. Sin embargo, nuestra crueldad y hambre son tan grandes que, a pesar de las lágrimas, pensamos en la grata compañía que le hará al pimiento rebanado, ya sin vida, friéndose sobre un sartén con carne muerta.
Pequeña explosión atómica
El silencio de la hora predice la caída de un cuerpo en vertical como una gota de lluvia. Pequeña bomba atómica: microscópico augurio astronómico, minúsculo explosivo nuclear que se degrada en el aire como un estornudo, breve punto de toxicidad fosforescente, copo sulfúrico de lava que hace un eco de metales cuando choca. Alguien juega a detonar la tierra, alguien suelta de la punta de los dedos esta bomba para abrir un cráter donde quepa la semilla de una flor venenosa, de un fruto ardiente como el hongo de humo en un jardín de plantas carnívoras. Pequeña explosión atómica en la tierra, tu detonador fue un parpadeo.
Titanes
Hay un árbol creciendo en el interior de un departamento. Alguien decidió sembrarlo antes de mudarse. Apenas es un poco más que un mínimo retoño en la maceta pero pasan unos días y su cuerpo empieza a distenderse. Engrosa su tronco y lo habita un puñado de hojas. Nuevas extensiones surgen de repente. Las raíces libran una batalla dentro de la tierra, luchan por espacio hasta agrietar, primero poco, luego mucho, el recipiente que las guarda. El tronco busca la cercanía de la luz artificial colgada al techo, roza los focos, siente su tacto. Las raíces como ríos desbordan su cauce, en pocos días atraviesan la sala, llegan al baño y a la cocina impulsadas por la búsqueda del agua. El tronco, ya maduro, dobla su cuerpo para entrar a las habitaciones y deja una robusta rama en cada una. El follaje opaca la vista, su ostentosa densidad invade la vivienda. Las raíces, cansadas de la brevedad del agua, se abren paso por los adoquines y azulejos, su fuerza les permite llegar muy fácilmente hacia los pisos inferiores, invadiendo nuevos baños y cocinas y expulsando a todos los inquilinos. Las ramas ansían la luz del sol y rompen las paredes y ventanas. Los pisos superiores se llenan de hojas. Las raíces llegan al drenaje profundo, pero como era de esperarse, el edificio de departamentos se despierta, se siente claramente invadido y desea recuperar su espacio de inmediato. Las tuberías irrumpen y se tuercen tratando de impedir el paso de las ramas. El cableado eléctrico pelea con las raíces electrificando sus arterias. Las calderas arden a tope para detener el paso del follaje con el fuego amenazante. El edificio corta el suministro de agua, deja escapar los gases de su sótano por todos los reductos, estrecha sus paredes, mueve las escaleras de arriba a abajo como si fueran un serrucho gigantesco. El árbol tiende enredaderas exteriores y después llega hasta los huesos metálicos, a las vigas de acero. Emplea la musculatura de sus ramas para sucumbirlas. La frondosidad de las hojas superiores se anuncia como una cabellera verde en la azotea. Desde afuera la batalla es evidente: el edificio inclinado, el ramaje en espiral, los rugidos del sistema eléctrico, las escaleras serruchando y las tuberías expuestas como tentáculos de plomo. Nadie se interpone pero hay gran expectativa en los vecinos y los curiosos. Así pasan varios días y sin embargo, el periódico local no dedica a esto ni una de sus páginas.
Quince columnas son un templo
Si alguien separa la costura invisible del aire, encontrará cinco columnas de mármol sosteniendo al aire. Si alguien excava en la tierra y no se detiene, encontrará cuatro columnas de mármol sosteniendo a la tierra. Si alguien atraviesa todas las puertas del fuego, encontrará tres columnas de mármol sosteniendo al fuego. Si alguien se disuelve en las burbujas del agua, encontrará dos columnas de mármol sosteniendo al agua. Si alguien desaparece en la oscuridad del túnel de su cuerpo, encontrará una columna de mármol sosteniendo a su cuerpo. Quince columnas son un templo erigido, una casa. En sólo quince columnas puede sostenerse el mundo.