Los últimos paseantes: Vértigo
W. G. Sebald, Vértigo.
Barcelona, Debate, 2002.
Muerto en 2001, cuando comenzaba a ser considerado uno de los grandes novelistas de occidente, Winfred Georg Sebald nació en 1944 en un pueblito alemán que aparece constantemente en sus novelas, pero sólo identificado con la letra W. El misterio del sitio real, y de cuanto lo rodea en los libros de Sebald, se ahonda porque el personaje que lo visita o lo recuerda –y cuyo nombre es también W. G. Sebald– se dedica, a lo largo de casi toda la obra del escritor, a referir historias aparentemente autobiográficas, llenas de referencias a hechos del pasado que se enuncian con enorme seguridad pero, de pronto, pasan de la descripción a la reminiscencia o al delirio; además, las historias vienen ilustradas con numerosas fotografías y recortes de origen incierto: un pasaporte parcialmente censurado, un diagrama indescifrable, la fotografía de una tumba múltiple en la que apenas pueden leerse los nombres…
Dónde acaba la realidad y dónde comienza la ficción es una pregunta habitual entre los lectores de ahora, pero la respuesta acostumbra ser trivial: la mayoría de los libros que la plantean entienden la novela como sucursal del periodismo amarillo o cuando mucho del artículo de opinión. En cambio, Sebald coloca en el centro de todos sus textos –y en especial de Vértigo— el hecho ineliduble (para muchos intolerable) de que la realidad objetiva, si tal cosa existe, está perpetuamente fuera de nuestro alcance. Disponemos de la «evidencia» de nuestros sentidos, pero además de ser insuficiente está subordinada a innumerables influencias externas, a las que se agregan (para peor) las distorsiones de los prejuicios y la distracción y luego los vaivenes del alma, las veleidades del horror y de la belleza. Un gran tema de Vértigo es la inestabilidad del mundo en que existimos y las alteraciones que pueden asomar en él (en nuestra imagen de él, en nuestra vida en él) cuando menos se espera: el conjunto de los trastornos del espíritu, nacidos de la memoria y del encuentro con las cosas, que pueden transformar el paseo más sosegado en un viaje de descubrimiento de la fragilidad humana, tan imposible de vencer –tan real— que procuramos negarla casi en todo momento o encubrirla de maneras innumerables.
Saliendo del edificio del consulado, con el documento de mi libertad de movimientos recién expedido en la cartera, decidí caminar un par de horas por las calles de Milán antes de seguir viajando, aunque por supuesto hubiera podido pensar que un proyecto de semejantes características en una ciudad tal, atestada del tráfico más espantoso, no suele conducir a nada más que a un vagar desabrido y una tortura interminable. Aquel 4 de agosto de 1987, bajé la Via Moscova pasando por S. Angelo, atravesé los Giardini Pubblici recorriendo la Via Palestro hasta adentrarme en la Via Marina; por la Via Senato y la Via della Spiga a través de la Via Gesú, anduve un trecho a lo largo de la Via Monte Napoleone, de la Via Alessandro Manzoni, por la que finalmente llegué a la Piazza della Scala, desde donde me dirigí a la plaza de la Catedral. En el interior de la catedral, permanecí un tiempo sentado, me desaté los cordones de los zapatos y recuerdo con una claridad aún intacta que de golpe ya no sabía dónde estaba. Pese a un esfuerzo ímprobo por rendirme cuentas sobre el transcurso de los últimos días que me habían traído hasta aquí, de repente ya no era capaz de decir si seguía formando parte del mundo de los vivos o ya me hallaba detenido en algún otro lugar. Esta parálisis de mi memoria tampoco cambió cuando subí a la galería más alta de la catedral, desde donde, bajo una sensación periódica de vértigo, examiné el panorama oscurecido por el vapor que pesaba sobre la ciudad que se me había vuelto extraña por completo. Donde la palabra Milán hubiese tenido que aparecer no despertaba sino un reflejo doloroso de incapacidad. Como una alegoría amenazante de la oscuridad que se expandía en mi interior, una pared inmensa de nubes al oeste ya usurpaba la mitad del cielo, extendiendo sus sombras sobre lo que parecía un interminable mar de casas. Se levantó un fuerte viento y tuve que detenerme para poder mirar hacia abajo, donde la gente se movía sobre la piazza con una extraña inclinación, como si cada uno de ellos se precipitara en pos de su fin. Corred presurosos ante el viento, se me pasó por la cabeza, y al mismo tiempo me sobrevino el pensamiento salvador de que las ajetreadas figuras que allí abajo cruzaban el pavimento en todas las direcciones no podían ser sino auténticos milaneses y milanesas.
Dos corrientes paralelas, y que jamás se reúnen de manera explícita, forman la novela: los viajes del profesor Sebald, que poco a poco terminan por llevarlo hasta su pueblo natal, y los viajes de otros dos escritores, Stendhal y Kafka, enmascarados el primero en su nombre real (Henri Beyle) y el segundo en una narración que se vuelve cada vez más onírica, más aparentemente irreal, sin falsear pese a ello un solo hecho de la biografía del escritor. La memoria y la melancolía unen a estos tres personajes/escritores/personas/máscaras, que existen en diversos lugares y tiempos de una Europa descrita, en todos sus detalles naturales y humanos, con una exactitud y una riqueza impresionantes. Pero también los reúne el hecho de que son paseantes: observadores desde afuera de una existencia en la que no se insertan del todo –al contrario de la mayoría de nosotros, que somos tan sólo piezas diminutas de la máquina social, existimos para cumplir nuestras funciones y no percibimos ni pensamos sino lo estrictamente necesario–. Esa dislocación les permite comprender lo que ven de otra manera, y señalar sus contradicciones más allá de la oposición habitual entre realidad y representación.
Susan Sontag, en relación con Vértigo, escribió:
¿Es todavía posible la grandeza literaria? Ante la decadencia implacable de la ambición literaria, la convergente ascensión del desgano, la verborrea y la crueldad insensible como asuntos normativos de la ficción, ¿qué sería en la actualidad un proyecto literario centrado en la nobleza? La obra de W. G. Sebald es una de las pocas respuestas disponibles a los lectores (…)
A juzgar por cómo el desgano, la verborrea y la crueldad son virtudes elogiadas por la mayoría de nuestros lectores y críticos, Sebald seguirá siendo, entre nosotros, un autor excéntrico: no un «raro» porque se le celebra, porque se le considera parte del canon y de las «corrientes principales» de la literatura, pero sí un talento tan inalcanzable como la realidad a la que decimos rendir culto. En todo caso, libros como éste son de los pocos que podrían producir algo semejante al síndrome de Stendhal: el trance –vertiginoso, por supuesto– que algunas personas sufren cuando se saturan de la belleza del arte, a la vez representación y realidad.
Etiquetas: El libro del mes, Escritores, Escritores en lengua alemana, Libros, Literatura, Novela, Reseñas, Vértigo, W. G. Sebald
6 comentarios
Sebald siempre me ha parecido bastante bien situado en el parnaso europeo (que es donde las ventas de los libros cuentan), y Vértigo, a pesar de su rareza, me pareció más denso que un champurrado. ¿Es lícito escribir sin pensar en los lectores? Probablemente, pero prefieron Los anillos de Saturno.
Y a mí, don Oruga, la que más me gusta es Austerlitz. Pero no dejo de creer lo que he dicho sobre Vértigo, que es densa, sí, pero que en esa densidad tiene una belleza incómoda, rara, fascinante.
Sobre escribir sin pensar en los lectores…, no creo que se pueda. Aun quien pretende evitarlos está pensando en ellos. Y no sé hasta dónde será el caso con Sebald, que es mucho más ligero que, digamos, Severo Sarduy o Joyce en sus momentos más tremebundos.
En fin. Mucho gusto verlo por acá. Un abrazo. 🙂
chimal algo para tus ojos:
antrobiotics.blogspot.com
adrianegro.blogspot.com
saludos
Ya me asomo a ver las bitácoras… Un saludo.
Quizás no haya sido su intención escribir novelas, sino recuerdos e impresiones de su afan de vagar por ahí, comprobando que los lugares donde nacieron y vivieron gentes de la literatura o no, realmente existieron, es decir, comprobando cuáles mentiras de la ficción resultan verdaderas y, de paso, hablar de sí mísmo un poco, como lo hace Sergio Pitol, cuyas novelas son insufribles…
Por otra parte, aprovecho para felicitar a Alberto Chimal, porque sus artículos me gustan, nada más por eso. Pregunta, se dice Chímal o Chimál? Gracias…