Este es el cuento más famoso del escritor inglés Martin Donisthorpe Armstrong (1882-1974). Muchos lectores de lengua española lo conocerán por haber aparecido en Cuentos únicos (1989), colección de historias insólitas realizada por Javier Marías y en la que aparecen autores que, según Marías, sólo una vez en la vida lograron una narración memorable. Esto es injusto en el caso de Armstrong, quien tuvo una carrera ilustre pero, por desgracia, confinada a su propio país. En cualquier caso, «El fumador de pipa» –aparecido por vez primera en el libro El milagro del general Buntop (1934)– es una historia extraordinaria.
EL FUMADOR DE PIPA
Martin Armstrong
Por lo general no me importa caminar bajo la lluvia, pero en aquella ocasión la lluvia era torrencial y aún tenía diez millas que recorrer. Por eso me detuve ante la primera casa, más o menos a una milla del pueblo siguiente, y miré por encima de la canela del jardín. La casa no tenía un aspecto muy prometedor, pues vi en seguida que estaba vacía. Todas las ventanas estaban cerradas, y no había una sola con persianas ni visillos. Por una de ellas, del piso bajo, vi paredes desnudas, la desnuda repisa de una chimenea y una parrilla vacía. También el jardín estaba descuidado, los lechos de flores llenos de hierbas; apenas se lo habría reconocido como tal jardín de no ser por la cerca, los vestigios de senderos rectos y los arbustos de lilas que estaban en plena flor y que regaban de agua la hierba cada vez que el viento los sacudía.
Es fácil imaginar, pues, que me sorprendiera cuando un hombre salió de entre las lilas y vino hacia mí lentamente por el sendero. Lo sorprendente no era sólo que estuviera allí, sino que paseaba por allí sin objeto, con la cabeza descubierta y sin impermeable, bajo aquella lluvia que empapaba y calaba. Era un hombre más bien gordo y vestido de clérigo, canoso, calvo, bien afeitado, con el aspecto engreído de intensidad excesiva que ve uno en los retratos de William Blake. Advertí en seguida cómo los brazos le colgaban desmayadamente junto a los costados. Sus ropas y ––lo que lo hacía aún más extraño–– su cara estaban chorreando agua. No parecía notar en absoluto la lluvia. Pero yo sí. Estaba empezando a correrme por el pelo y a bajarme por el cuello, y dije:
––Usted perdone, señor, pero ¿puedo pasar a guarecerme?
Se sobresaltó y alzó unos ojos desconcertados que se encontraron con los míos.
––¿Guarecerse?––dijo.
––Sí ––respondí yo––, de la lluvia.
––Ah, de la lluvia. Sí señor, no faltaría más. Hágame el favor de pasar.
Abrí la cancela del jardín y lo seguí por un sendero hacia la puerta principal, donde él se hizo a un lado con una leve inclinación para dejarme pasar primero.
––Me temo que no lo encontrará muy acogedor ––dijo cuando estábamos ya en la entrada––. No obstante, pase usted, señor; aquí dentro, la primera puerta a la izquierda.
La habitación, que era amplia y con un ventanal saledizo dividido en cinco vidrieras, estaba vacía, con la excepción de una mesa y un banco de madera de pino y una mesa más pequeña en un rincón cerca de la puerta y sobre la que había una lámpara no encendida.
––Hágame el favor de sentarse, señor ––dijo, señalando el banco con otra leve inclinación. Había una cortesía anticuada en sus modales y en su manera de hablar. Él no se sentó, sino que dio unos pasos hasta el ventanal y se quedó de pe, mirando el jardín chorreante, los brazos aún colgándole ociosamente junto a los costados.
––Por lo visto, a usted no le importa la lluvia tanto como a mí, señor ––dije, tratando de ser amable.
Se dio la vuelta y tuve la impresión de que no podía volver la cabeza y de que por eso tenía que volver el cuerpo entero para mirarme.
—¡No, oh, no! ––respondió––. En absoluto De hecho no había reparado en ella hasta que usted me la hizo notar.
––Pero debe de estar usted muy mojado ––dije yo––. ¿No sería más prudente que se cambiara?
–– ¿Qué me cambiara? ––su absorta mirada se hizo inquisitiva y suspicaz ante la pregunta.
––Que se cambiara de ropa, la mojada.
—¿Que me cambiara de ropa? ––dijo––. ¡Oh, no! ¡Oh, por Dios, no, señor! Si está mojada, sin duda se secará a su hora. Entiendo que aquí dentro no llueve, ¿verdad?
Le mire a la cara. Realmente estaba pidiendo información al respecto.
––No ––respondí––, aquí dentro no llueve, gracias a Dios.
––Me temo que no puedo ofrecerle nada ––dijo cortésmente––, Viene una mujer del pueblo por la mañana y a media tarde, pero entretanto no tengo ninguna ayuda ––abrió y cerró sus manos colgantes––. A menos ––añadió–– que quiera usted pasar a la cocina y hacerse una taza de té, si entiende usted de esas cosas.
Rehusé, pero le pedí permiso para fumarme un cigarrillo.
––Hágame el favor ––dijo––. Me temo que no tengo ninguno que ofrecerle. El otro, mi predecesor, solía fumar cigarrillos, pero yo soy fumador de pipa —sacó pipa y tabaco del bolsillo; era un alivio verle emplear sus brazos y manos.
Cuando ambos hubimos prendido nuestro tabaco, yo volví a hablar: todo el rato era consciente de que recaía sobre mí la responsabilidad de la conversación; de que, si yo no hubiera hablado, mi extraño anfitrión no habría hecho la menor tentativa de romper el silencio, sino que se habría limitado a permanecer de pie, con los brazos caídos junto a los costados, mirando directamente al frente, bien al jardín, bien a mí.
Eché una ojeada a la desnuda habitación.
—Supongo que acaba usted de mudarse, ¿no? —dije.
—¿Mudarme? —se desplazó mínimamente y volvió de nuevo hacía mí su absorta mirada, intensa y desazonante.
—De mudarse a esta casa, quiero decir.
—Oh, no —dijo—. Oh, no, por Dios, señor. Llevo aquí varios años; o, mejor dicho, yo mismo llevo aquí casi un año, y el otro, mi predecesor, pasó aquí cinco años con anterioridad. Sí, ahora debe de hacer siete meses que murió. Sin duda, señor —una melancólica, pensativa sonrisa transformó inesperadamente su rostro—, sin duda no me creerá, Mrs. Bellows no me creyó, cuando le diga que llevo sólo siete meses aquí, eso más o menos.
—Si usted lo dice, señor —respondí— ¿por qué no habría de creerle?
Dio unos pasos hacia mí y alzó la mano derecha. Se la cogí de mala gana, una mano gorda, fofa, fría, que me produjo una sensación desagradable.
—Gracias, señor —dijo—, gracias. ¡Es usted el primero, el primerísimo…!
Solté la mano y él no terminó la frase: Se había sumido, aparentemente, en un ensueño. Luego volvió a empezar:
—Sin duda todo habría ido bien, habría bastado con que mi… esto es, el viejo tío de mi predecesor no le hubiera dejado esta casa. Más le hubiera valido seguir donde estaba. Era clérigo, sabe usted —abrió las manos, dándose a ver a sí mismo—. Éstas son sus ropas de clérigo. De pronto me preguntó:
—¿Usted cree en la confesión?
—¿En la confesión? —dije yo— ¿Quiere usted decir en el sentido religioso del término?
Se acercó un paso. Ahora casi me tocaba.
—Lo que quiero decir es —dijo, bajando la voz y mirándome intensamente—, ¿cree usted que confesar, confesar un pecado o un… un crimen, reporta alivio?
¿Qué iba a contarme? Me habría gustado decir “No”, para disuadir a la pobre criatura de hacerme ninguna confesión, ero había hecho su pregunta con tal tono de súplica que no tuve corazón para rechazarlo.
—Sí —dije—, creo que al hablar de ello puede uno librarse muchas veces de un peso en la conciencia.
—¡Ha sido usted tan comprensivo, señor —dijo con una de sus corteses inclinaciones—, que estoy tentado de abusar…! —alzó una de sus pesadas manos con un gesto perfunctorio y la dejó caer de nuevo—. ¿Tendría usted paciencia para escuchar?
Estaba de pie a mi lado como si fuera el maniquí de un sastre que hubiera sido colocado allí. Su pierna tocada mi rodilla. Me sentí fuertemente repelido por su vecindad.
—¿No quiere sentarse ahí? —dije, señalando el otro extremo del banco en el que yo estaba sentado—. Me resultaría más fácil escucharle.
Volvió el cuerpo y miró absorta y seriamente el banco, luego se sentó en él, dándome la cara, con una pierna a cada lado, inclinado hacia mí. Estaba a punto de hablar, pero se frenó y miró a la ventana y la puerta. Luego se sacó la pipa de la boca y la depositó en la mesa, y sus ojos se volvieron a mí.
—Mi secreto, mi terrible secreto —dijo—, es que soy un asesino.
Su declaración me horrorizó, como no podía ser menos; y sin embargo, creo, apenas me sorprendió. Su extremada rareza me había preparado, hasta cierto punto, para algo bastante sombrío. Contuve el aliento y lo miré fijamente, y él, con horror en sus ojos, me devolvió la mirada fija. Parecía estar esperando a que yo hablara, pero en un primer momento no pude hablar. ¿Qué podía yo decir, en nombre de la cordura? Lo que por fin dije fue algo fantásticamente inadecuado.
—Y esto —dije—. ¿le remuerde la conciencia?
—Me obsesiona —dijo, apretando de repente sus manos pesadas, fofas, que reposaban sobre el banco ante él—. ¿Tendría usted paciencia…?
Asentí.
—Cuéntemelo —dije.
—De no haber sido por la herencia de esta casa —empezó—, nada habría sucedido. El otro, mi predecesor, habría permanecido en su rectoría, y yo… yo no habría hecho nunca acto de aparición. Aunque hay que reconocer que él, mi predecesor, no estaba contento en su rectoría. Se enfrentó con hostilidades, sospechas. Por eso vino a esta casa al principio, sólo a título de prueba, ya ve. Le fue legada vacía: simplemente la casa, sin muebles, sin dinero, y se vino y puso un par de cosas, esta mesa, este banco, unos cuantos utensilios de cocina, una cama plegable arriba. Quería, ya ve, probarla primero. Lo atraía el apartamiento de la casa, pero quería asegurarse de ella en otros sentidos. Algunas casas, ve usted, son seguras, y otras no lo son, y quería asegurarse de que ésta era una casa segura antes de mudarse a ella —hizo una pausa y luego dijo con mucha seriedad—: permítame aconsejarle, amigo mío, que siempre haga eso cuando considere la posibilidad de mudarse a una casa desconocida: porque algunas casas son muy inseguras.
Asentí.
—¡Ya lo creo! —dije—. Paredes húmedas, mal alcantarillado y demás.
Él negó con la cabeza.
—No —dijo—, no es eso. Algo mucho más serio que eso. Me refiero al espíritu de la casa. ¿No siente usted —su mirada absorta se hizo más penetrante que nunca— que ésta es una casa peligrosa?
Me encogí de hombros.
—Las casas vacías son siempre un poco raras —dije.
Reflexionó sobre esta afirmación.
—¿Y ha notado usted —inquirió por fin— la rareza de ésta?
Sentí, en efecto, al hacerme él la pregunta, que la casa era rara; pero era la rareza de él, lo sabía perfectamente, y las sombrías insinuaciones de su charla, lo que la hacían rara, y respondí:
—No es más rara que otras casas vacías, señor.
Me miró con incredulidad.
—¡Extraño! —dijo— Extraño que no lo sienta usted. Aunque bien es verdad que… que el otro, mi predecesor, no lo sintió al principio. Ni siquiera esta habitación (porque esta habitación, señor, es la habitación peligrosa) le pareció extraña al principio; no, pese a que hay en ella una cosa muy curiosa.
Si hubiera hecho bueno, habría puesto fin a la conversación y me habría marchado, pues la charla y el comportamiento del viejo me estaban haciendo sentir cada vez más incómodo. Pero no hacía bueno: estaba lloviendo con más fuerza que nunca y se estaba poniendo muy oscuro. Evidentemente estábamos en medio de una tormenta.
El viejo se levantó del banco.
—Me parece que ahora puedo mostrarle —dijo— esa cosa curiosa de la habitación. Sólo se ve después de que ha oscurecido, pero me parece que ya está lo bastante oscuro.
Se acercó a la mesita del rincón y se puso a encender la lámpara. Cuando estuvo encendida y él hubo vuelto a su lugar el globo de cristal esmerilado, la llevó a la mesa más grande y la colocó a mi izquierda.
—Ahora —me dijo—, siéntese a la mesa de frente.
Así lo hice. Ante mí, al otro lado de la habitación desnuda, se hallaba el ventanal saledizo con sus cinco vidrieras y sin visillos.
—Ahora está usted sentado —dijo, posando una pesada mano sobre mi hombro— donde el otro, mi predecesor, solía sentarse para sus comidas.
No pude reprimir un respingo, ni resistir el impulso de volverme y mirarle. Me resultaba molesto tenerlo de pie a mi lado, detrás de mí, fuera de mi vista. Pareció sorprendido.
—No se alarme, señor, hágame el favor —dijo—; vuélvase y dígame lo que ve.
Obedecí.
—Veo el ventanal —dije.
—¿Eso es todo? —preguntó.
Miré fijamente el ventanal.
—No —dije—. Veo también cinco reflejos de mí mismo, uno en cada vidriera del ventanal.
—Eso es —dijo el viejo—, ¡eso es! Eso es lo que veía el otro cuando comía a solas. Veía a los otros cinco, cada uno tomando su solitaria comida. Cuando él se echaba un poco de agua, cada uno de ellos se echaba agua; cuando él encendía un cigarrillo, cada uno de ellos encendía un cigarrillo.
—Claro —dije yo—. ¿Y eso alarmaba a su amigo, al clérigo?
—El reverendo James Baxter —dijo el viejo—; así se llamaba. Asegúrese de no olvidarlo, amigo mío; y si la gente le pregunta quién vive aquí, acuérdese de decir que el reverendo James Baxter. ¡Nadie sabe, ve usted, que… que…!
—Nadie sabe lo que me ha contado usted. Entiendo.
—¡Exactamente! –dijo él, bajando repentinamente la voz—. Nadie lo sabe. Ni un alma. Usted es la primera persona a la que se lo he mencionado.
—¿Y no ha sido usted objeto de investigaciones? —pregunté—. A este Mr. Baxter, ¿no se lo echó en falta?
Negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ni siquiera Mrs. Bellows, que cuidó de él desde el principio, se ha dado cuenta de lo ocurrido.
Me volví y lo miré con incredulidad.
—No se ha dado cuenta, ¿quiere usted decir…?
—No se ha dado cuenta de que yo no soy él. Ve usted —explicó—, éramos muy parecidos. ¡Así es, tremendamente parecidos! Antes de que se vaya puedo enseñarle una fotografía suya y verá usted mismo.
Ahora decidí que, con lluvia o sin ella, me iba a ir: no parecía haber mucho motivo, aparte de la lluvia, para mi permanencia allí. Me puse en pie.
—Bien, señor —dije—, no puedo sino esperar que sienta usted el beneficio de haber aliviado su conciencia de su… secreto.
El viejo caballero se puso muy agitado. Cerraba y abría sus manos fofas.
—Oh, pero no debe irse aún. No ha oído usted ni la mitad. No ha oído usted cómo ocurrió. ¡Yo esperaba, señor, ha sido usted tan amable, que tendría paciencia y amabilidad para…!
Volví a sentarme en el banco.
—No faltaba más —dije—, si tiene usted más que decir.
—Acababa de decirle, ¿verdad que le había dicho —prosiguió el viejo caballero— que yo… que el otro… que mi predecesor solía sentarse aquí durante sus comidas y veía a sus otros cinco yos imitándolo? Cuando él encendía su cigarrillo, ¡veía otros cinco cigarrillos encenderse simultáneamente…!
—Naturalmente —dije yo.
—Sí, naturalmente —dijo el viejo—; todo era enteramente natural hasta una noche, una noche terrible —se interrumpió y me miró fijamente con horror en sus ojos.
—¿Y entonces? —dije yo.
—Entonces ocurrió algo extraño, horroroso. Cuando él, mi predecesor, hubo encendido su cigarrillo mirando a aquellos otros yos, como siempre hacía, vio que uno de ellos, el de más a la izquierda, había encendido no un cigarrillo, sino una pipa.
Me eché a reír.
—¡Oh, vamos, vamos, señor!
El viejo se retorció las manos lleno de agitación.
—Es cómico, lo sé –dijo—, pero también es terrible. ¿Qué habría pensado usted si lo hubiera visto efectivamente, con sus propios ojos? ¿Acaso no se habría quedado espantado?
—Sí —dije—, si efectivamente hubiera ocurrido. Si hubiera visto una cosa así realmente, desde luego me habría quedado espantado.
—Bien —dijo el viejo—, ocurrió. No había error posible al respecto. Era espantoso, horrible —había tanto horror en su voz como si él mismo lo hubiera visto efectivamente.
—Pero, querido señor mío –le dije—, usted sólo cuenta con la palabra de este Mr. … Mr. Baxter.
Me miró con fijeza, sus ojos resplandecientes de convicción.
—Yo sé que ocurrió –dijo—; lo sé con mucha mayor certeza que si lo hubiera visto. Escuche. La cosa siguió durante cinco días: durante cinco noches seguidas mi predecesor vigiló lleno de horror a ver si la cosa se arreglaba sola.
—Pero ¿por qué no fue… se marchó de la casa? –pregunté.
—No se atrevió –dijo el viejo con un forzado susurro—. No se atrevía a irse: tenía que quedarse y asegurarse con sus propios ojos de que la cosa se había arreglado.
—¿Y no se arregló?
—La sexta noche –dijo el viejo con un hilo de voz— el quinto reflejo, el que había desobedecido, desapareció.
—¿Desapareció?
—Sí, había desaparecido del ventanal. Mi predecesor se quedó sentado, mirando con terror, absorto, el cristal vacío, y los otros cuatro devolvían la aterrada mirada al interior de esta habitación. Él miraba el cristal vacío y luego los miraba a ellos, y ellos le devolvían la mirada fija, a él o a algo detrás de él, con horror en sus ojos. Entonces él empezó a ahogarse… a ahogarse —dijo el viejo jadeando, él mismo casi ahora ahogándose—, a ahogarse, porque había unas manos alrededor de su garganta, agarrándolo, estrangulándolo.
—¿Quiere usted decir que las manos eran las manos del quinto? –pregunté, y fue sólo mi horror ante el horror del viejo lo que me impidió sonreír cínicamente.
—Sí —dijo él con un silbido, y extendió sus manos gordas y pesadas, mirándome con ojos fijos—. Sí. ¡Mis manos!
Por primera vez me sentí realmente aterrorizado. Nos miramos mudos el uno al otro, él jadeando y resollando aún. Luego, esperando calmarle, dije lo más tranquilamente que pude:
—Ya veo: ¿así que usted era el quinto reflejo?
Él señaló su pipa encima de la mesa.
—Sí —jadeó—; yo, el fumador de pipa.
Me puse en pie: tenía el impulso de correr hacia la puerta. Pero algún escrúpulo me retuvo allí inmóvil, la sensación de que sería inhumano dejarlo solo, presa de su horrible fantasía; y con la vaga idea de hacerle entrar en razón, de aliviar su torturada mente, pregunté:
—¿Y qué hizo usted con el cuerpo?
Contuvo el aliento, un estremecimiento le desfiguró el rostro y, apretando sus dos extendidas manos, empezó a golpearse el pecho convulsivamente.
—Éste —gritó con voz agónica—, éste es el cuerpo.
49 comentarios. Dejar nuevo
Qué situación tan tensa para el pobre narrador. Saludos.
Un texto atrapante, te mantiene en vilo hasta el final.
Lo disfruté como si fuera un chocolate y una taza de café en el invierno
Saludos desde Río Cuarto, Córdoba, Argentina
Gracias, Manuel… ¿Verdad que sí? Saludos.
Una pregunta ¿Por qué cinco espejos?
Ya tengo dos dentro de la historia, tacto y vista, pero los demás en que momento se liberan.
Bueno, responder sería como tratar armar el algoritmo en un fractal.
Saludos Chimal espero te acuerdes de mi y no te abrume esta pregunta que me hago.
Hola, Edgar. Sí te recuerdo… y no sé la respuesta a la pregunta. Debe estar en algún sitio de la mente de aquel personaje…
Un saludo. Bienvenido.
Hola Alberto:
Este cuento ya lo había leído en ese libro de Javier Marías ¿será acaso ese el que es de su autoría?
Saludos
FHH
PD La imagen que aparece a un lado del enlace para este post es una imagen del «Turco» de Von Kempelen
un autómata que jugaba al ajedrez (en realidad quien lo hacía era un enano escondido en un cajón)
🙂
essthaa super estee cuenthoo peroo aganlo un pocoo mas pequueñoo plizss
ppss
nadaaaa que aserr
aquyi vuuscanndo cuenthooss
para terminar una tarea de español
esperoo que esthe cuentho me allude a terminarla 🙂
Yo también.
¡Genial!, no hay nada peor que ver la locura directamente a los ojos.
Eso creo también, Omar, aunque sea seis meses más tarde. :S
[…] This post was mentioned on Twitter by Alberto Chimal, Alberto Chimal. Alberto Chimal said: Excavaciones en Las Historias: "El fumador de pipa", un cuento de horror de Martin Armstrong. http://bit.ly/azFVyG […]
la verdad no lo entiendo tengo 13 años, por qué hablan de los sentidos? el dueño de la casa es el quinto reflejo?
no puedo hacer el trabajo que me dio el profesor
[…] El fumador de pipa. Martin Armstrong. (Dani, Rubén, […]
Muy Buen Cuento Pero Muy LargOO! x_X
el cuento esta muy bien hecho solo q es muy largo y no voy a perder mi tiempo leyendo un cuento tan largo por favor yo pido un resumen
Si hubieras leído el cuento realmente sabrías lo bien hecho que está.
chiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii
ho que vien esto esta bueno
CHIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIIII
que duros
¿Cómo que es muy largo? ¡NO MAMEN!
Está grueso el final
Muchas gracias por compartir encantó la lectura, creo que se lo voy a compartir a la gente del taller además de que se trata de un autor nuevo, muchas gracias Alberto Chimal.
Me encontré este cuento en la recopilación de Javier Marías y me gustó mucho. Había pensado en adaptarlo a un guión para un corto.
He alucinado un poco con algunos comentarios sobre la extensión. A parte de eso, no entiendo porque se tienen que relacionar los reflejos con lo 5 sentidos… más bien, el recurso de los distintos reflejos de una persona (por ejemplo en un espejo roto) se utiliza para representar múltiple personalidad.
Por otro lado, me queda la duda de si él mató realmente a su «predecesor» o simplemente se apoderó de él otra personalidad.
Si hago un cortometraje, no sabría como cerrarlo. ¿Alguna idea?
P.D: Gracias por la transcripción!
Hay tensión y suspenso narrativo, pero creo que el final linda con lo cómico.
[…] “El fumador de pipa” de Martin Armstrong. […]
Acabo de leer el cuento y me gusto. Te envuelve… Lei una publicacion en el blog del 2015 acerca de 20 cuentos de terror, googlear el titulo y regresar al cuento en el mismo blog de hace unos años. Es como un nudo en el tiempo.
Mensaje del 2015 para el 2008 de un cuento de 1934: Me di cuenta que esta largo pero no pude despegar los ojos hasta que termino.
¡Qué gusto que te haya gustado! Muchas gracias por venir (y por regresar). 🙂
Muy intenso, saludos desde San Luis Potosí, profe. 🙂
Qué bueno que te gustó. Saludos de vuelta. 🙂
Bien pero no creo que haya sido locura, suena como algo sobrenatural; tal vez era el espíritu que se apoderó del cadáver.
Yo creo que el desenlace tiene la facultad de darle al lector una interpretación de la locura o irse por la vertiente de lo sobrenatural. Un gran cuento, sin lugar a dudas.
Buen relato, algo innovador en su época supongo. Me ha resultado bastante interesante. Encontré la referencia a este relato en esta lista de 20 relatos: https://www.lashistorias.com.mx/index.php/archivo/20-grandes-cuentos-de-terror/
En su época y en ésta, diría. En cualquier caso, qué bueno que te interesó.
Para la gente que dice lo de los 5 sentidos: se os escapa el verdadero asunto. La clave durante todo el relato no es el número 5 sino el 6. Os daré una pista: en la última cena eran 12 los apóstoles y uno más Jesús. En total, 13 personas. Pensadlo.
Además de que el fenómeno se desencadena el sexto día. Además de que el otro, o sea yo, o sea el predecesor, es clérigo, que tuvo «problemas» en su parroquia. Que no estaba seguro de la casa y tuvo que ver si era segura… Todos sabemos lo que significa el número 6 ¿verdad? Lo he leído tres veces y creo que no me sobra ni una palabra.
*Quería decir «casa» no «asamblea».El autocorrector…
Ya lo cambié, no te preocupes.
[…] aquí mismo, y en esos casos enlacé directamente a ellas. Concretamente lo hice en los casos de “El fumador de pipa” de Martin Armstrong, “El calor de agosto” de W. F. Harvey, “El tapiz […]
EL CUENTO NO ES LARGO…DE DÓNDE CONCLUYEN TAL COSA?
QUE NO LES GUSTE LEER ES OTRA COSA
Sí, no es un cuento largo.
Alguien me da una sinopsis por qué lo entendí pero no sé si lo enteben bien?
A lo mejor podrías probar a escribir una y ver qué opinan los lectores.
tal vez será que no e entendido el concepto , pero el fumador de pipa cree que mato a otro ¿personaje?, cuando tal vez se mato a el en una forma diferente ver , ( no se si sea una lectura para normal) pero me a dado a entender que el es el asesinado ¿ esta bien mi sinopsis?
Alberto Chimal adoro los cuentos y tú eres para mí hoy un gran descubrimiento pienso leerte mucho. Este cuento me encantó, los 5 reflejos y el final maravilloso con el cuerpo que el quinto se robó. Yo también escribo cuentos además de guiones.
Los dos personajes son carismáticos.
me podria decir en que lugar se basa este relato, es decir el marco geográfico?
No tiene referencias geográficas precisas, como puedes ver. Imagino que lo preguntas por una tarea; puedes decir que el texto no especifica la localización geográfica de lo que cuenta.
Es un cuento genial. De esos que perduran en el tiempo, como sabarear una frutilla, un dátil, que se yo.
El suspenso se mantiene a lo largo del texto con maestría.
Saludos desde Río Cuarto, Córdoba, Argentina
hola buenas tarde me encantoo
lo bueno que lo disfrute sentado con mi taza de cafe
o
Impresionante el cuento, digno de lectura degustando una taza de cafe.